Dexter Black
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"Reddo Teikoku, la Nación del Fuego...". Aquello parecía interesante en la mente del dragón, y resonaba desde que lo leyó en su biblioteca. Una nación dedicada a entrenar el camino del fuego, aunque seguramente los siglos los hubieron llevado a abandonar ese nombre y la tradición de los demás seis caminos. Era bastante habitual que los templos olvidaran los caminos de energía, sombra y supremacía, centrándose sólo en los elementales de agua, viento, fuego y tierra, pero en aquel lugar habían ido más allá. Se rumoreaba que eran los mayores expertos en el control del fuego, y que sólo usuarios experimentados podían superar el manejo de los más duchos. Algo cuanto menos merecedor de que Dexter Black lo investigara. Ser el Maestro de las siete sendas era un camino arduo, pero deseaba lograrlo.
-¡Guardias!- gritó la voz poderosa como el trueno de un hombre ataviado con túnicas rojas y símbolos por todo el cuerpo del Sol-. ¡Intrusos en la Tierra Sagrada, es de menester aplacarlos!
La figura encapuchada no avanzó, extrañada. ¿Qué había sucedido? Tan sólo deseaba aprender, ¿Por qué lo recibían así? ¿Qué lugar sagrado estaba pisando, si se podía saber? Un Templo del Sol era el lugar donde siempre se impartían las lecciones del Masaenkokempou, ¿Por qué en ese lugar sólo encontraba el mal humor de un sacerdote? Demasiadas preguntas, que antes de ser respondidas o ni siquiera formuladas quedaron sin respuesta a la llegada de la guardia.
Majestuosas figuras con túnicas rojas, resplandecientes corazas doradas sobre ellas y escudos altos tanto como los soldados, portadores de lanzas brillantes como el más ardiente sol. Todos con casco y grebas, todos con una mirada implacable y decisión en el rostro. Iban a neutralizar al intruso con todo lo que podían dar, y no parecía que pretendieran charlar antes de ello.
Una sombra de decepción asomó en el rostro oculto del encapuchado. Sus manos suaves y delicadas iban erguidas, al igual que sus hombros y contrariamente a su cabeza gacha; elegante a la par que triste, como en una velada de luto, la figura avanzaba custodiada por diez hombres delante y otros diez atrás. Si alguno de los veintiuno estaba herido, no se veía sangre, y lo único que podía quitar solemnidad a la marcha eran los grilletes que las muñecas del intruso portaba.
No hubo que darle empujones, supo dónde estaba su lugar. Arrodillada, y capucha retirada por uno de los centinelas, una mujer de ojos fríos como el más duro de los inviernos mostraba su expresión más altiva. Gallarda como una reina, su cabello a dos colores reflejaba el fulgor de cada llama. Entonces, un gong sonó, y anunciaron la entrada de quien debía juzgarla.
-¡Guardias!- gritó la voz poderosa como el trueno de un hombre ataviado con túnicas rojas y símbolos por todo el cuerpo del Sol-. ¡Intrusos en la Tierra Sagrada, es de menester aplacarlos!
La figura encapuchada no avanzó, extrañada. ¿Qué había sucedido? Tan sólo deseaba aprender, ¿Por qué lo recibían así? ¿Qué lugar sagrado estaba pisando, si se podía saber? Un Templo del Sol era el lugar donde siempre se impartían las lecciones del Masaenkokempou, ¿Por qué en ese lugar sólo encontraba el mal humor de un sacerdote? Demasiadas preguntas, que antes de ser respondidas o ni siquiera formuladas quedaron sin respuesta a la llegada de la guardia.
Majestuosas figuras con túnicas rojas, resplandecientes corazas doradas sobre ellas y escudos altos tanto como los soldados, portadores de lanzas brillantes como el más ardiente sol. Todos con casco y grebas, todos con una mirada implacable y decisión en el rostro. Iban a neutralizar al intruso con todo lo que podían dar, y no parecía que pretendieran charlar antes de ello.
Una sombra de decepción asomó en el rostro oculto del encapuchado. Sus manos suaves y delicadas iban erguidas, al igual que sus hombros y contrariamente a su cabeza gacha; elegante a la par que triste, como en una velada de luto, la figura avanzaba custodiada por diez hombres delante y otros diez atrás. Si alguno de los veintiuno estaba herido, no se veía sangre, y lo único que podía quitar solemnidad a la marcha eran los grilletes que las muñecas del intruso portaba.
No hubo que darle empujones, supo dónde estaba su lugar. Arrodillada, y capucha retirada por uno de los centinelas, una mujer de ojos fríos como el más duro de los inviernos mostraba su expresión más altiva. Gallarda como una reina, su cabello a dos colores reflejaba el fulgor de cada llama. Entonces, un gong sonó, y anunciaron la entrada de quien debía juzgarla.
Hayden Ashworth
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Zuko caminaba con prisas por los pasillos de palacio. Sus pasos resonaban con eco cada vez que tocaban el suelo. Iba vestido con una larga túnica granate con hombreras puntiagudas y negras. Llevaba el pelo recogido en un moño sobre la coronilla, adornado con una pequeña corona dorada con forma de llama de tres puntas, la corona del príncipe. Iba acompañado de dos guardias ataviados con armaduras rojas y negras, miembros del ejército imperial. Le habían contado al príncipe lo que había ocurrido. Una intrusa había entrado en el Templo del Sol en la Montaña del Dragón, el único templo dedicado al panteón de los antiguos dioses del imperio que sigue en pie, terreno sagrado y olvidado, a excepción de un sacerdote y un maestro dragón que habitaban la montaña. Sin embargo, la identidad del maestro y su naturaleza dracónica eran un secreto para la nación y solo los que habían subido a entrenar bajo su tutela conocían tal dato. Zuko era uno de esos afortunados y, durante el juicio, debía ir con cuidado de no revelar absolutamente nada sobre la naturaleza del maestro.
Abrió las enormes puertas que daban al tribunal en el ala este de palacio. Cientos de personas se hallaban sentadas en gradas, como quien va a ver un combate de gladiadores. En el centro se hallaba la intrusa, con el pelo blanco y negro a partes iguales, una mitad de cada color. Era bastante guapa, pero si aquello sorprendió al príncipe, no lo mostró. Caminó hasta el atril de juez, donde debería hacer el trabajo de su padre, el cual no estaba disponible.
"Una reunión bélica, seguro..."
Varios metros tras el asiento del juez había una enorme pared de fuego que daba calidez a la sala y proyectaba la sombra de cualquiera que se sentara en al atril. Zuko subió al asiento y se sentó, haciendo que su larga sombra llegara hasta la acusada, sin llegar a cubrirla. Él no era tan alto como padre. Vio como la gente callaba y la acusada estaba rodeada de soldados. El sacerdote de la montaña no estaba, pues nunca bajaba del templo. Sin embargo, un miembro religioso de menor rango parecía formar parte de la acusación.
- Alteza, esta intrusa ha puesto pie en las sagradas tierras de nuestros antiguos dioses.
Zuko miró fijamente a la muchacha. No lo hizo con dureza ni con autoridad. No era un crimen demasiado grande, a menos que estuviese allí para robar. Todo dependería de su defensa.
- Ya conozco el caso, muchas gracias. ¿Tiene la acusada algo que decir en su defensa?
Abrió las enormes puertas que daban al tribunal en el ala este de palacio. Cientos de personas se hallaban sentadas en gradas, como quien va a ver un combate de gladiadores. En el centro se hallaba la intrusa, con el pelo blanco y negro a partes iguales, una mitad de cada color. Era bastante guapa, pero si aquello sorprendió al príncipe, no lo mostró. Caminó hasta el atril de juez, donde debería hacer el trabajo de su padre, el cual no estaba disponible.
"Una reunión bélica, seguro..."
Varios metros tras el asiento del juez había una enorme pared de fuego que daba calidez a la sala y proyectaba la sombra de cualquiera que se sentara en al atril. Zuko subió al asiento y se sentó, haciendo que su larga sombra llegara hasta la acusada, sin llegar a cubrirla. Él no era tan alto como padre. Vio como la gente callaba y la acusada estaba rodeada de soldados. El sacerdote de la montaña no estaba, pues nunca bajaba del templo. Sin embargo, un miembro religioso de menor rango parecía formar parte de la acusación.
- Alteza, esta intrusa ha puesto pie en las sagradas tierras de nuestros antiguos dioses.
Zuko miró fijamente a la muchacha. No lo hizo con dureza ni con autoridad. No era un crimen demasiado grande, a menos que estuviese allí para robar. Todo dependería de su defensa.
- Ya conozco el caso, muchas gracias. ¿Tiene la acusada algo que decir en su defensa?
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-Nadie me dijo que estuviera prohibido- respondió, sin alzar la mirada. Frente a ella una sombra titubeante se proyectaba, y la voz de alguien muy joven cayó como un jarro de agua fría sobre la mujer. ¿Confiaban en niños para juzgarla? No era tan raro, y algo así debió entender más arriba, aunque esperaba que se tomasen más en serio su afrenta si realmente había sido un crimen tan grave-. Y si me lo hubieran dicho, probablemente habría subido igual.
Alzó la cabeza, y dejó que sus ojos grises, con un matiz azulado, chocasen con los del juez. Era definitivamente poco más que un niño, y uno de sus ojos se veía rodeado de una horrible cicatriz que le ocupaba gran parte de la cara. Eso, sumado a la corona de llamas y al moño que remataba su vestido lo hacía una persona que difícilmente podría olvidar, aunque no presentaba ninguna característica más digna de mención. De hecho, no se molestaba en enfocarlo, pues las llamas a su espalda casi la cegaban, y mientras los ojos se le irritaban y las lágrimas comenzaban a manar mantuvo su rostro impertérrito, en una serenidad que contrastaba con la fragilidad que mostraban las lágrimas al escapar.
-No puede ser un crimen tan grande- comentó, escuchando los cuchicheos y murmullos en las gradas, desde donde prácticamente apostaban de qué manera iba a ser ejecutada. "Ejecutada por pisar un Templo... Ridículo", se dijo mientras suspiraba-. ¿Por qué se mantendría lejos del mundo un lugar tan bello? Un lugar del que se puede aprender tanto.
Definitivamente iban a colgarla. Bueno, eso es lo que se respiraba en el ambiente, y con los ojos que ya no resistían más la presencia de aquella luz tuvo que cerrar sus párpados, lo que dio una sensación (o al menos, para sí misma, imaginando la escena, le pareció) de que temía por su vida. Y aunque nada más lejos de la realidad creer que no tenía miedo a un castigo, simplemente dudaba muy seriamente que fueran a acabar con su vida. Al fin y al cabo, le habían asegurado que no moriría en aquel juicio.
Alzó la cabeza, y dejó que sus ojos grises, con un matiz azulado, chocasen con los del juez. Era definitivamente poco más que un niño, y uno de sus ojos se veía rodeado de una horrible cicatriz que le ocupaba gran parte de la cara. Eso, sumado a la corona de llamas y al moño que remataba su vestido lo hacía una persona que difícilmente podría olvidar, aunque no presentaba ninguna característica más digna de mención. De hecho, no se molestaba en enfocarlo, pues las llamas a su espalda casi la cegaban, y mientras los ojos se le irritaban y las lágrimas comenzaban a manar mantuvo su rostro impertérrito, en una serenidad que contrastaba con la fragilidad que mostraban las lágrimas al escapar.
-No puede ser un crimen tan grande- comentó, escuchando los cuchicheos y murmullos en las gradas, desde donde prácticamente apostaban de qué manera iba a ser ejecutada. "Ejecutada por pisar un Templo... Ridículo", se dijo mientras suspiraba-. ¿Por qué se mantendría lejos del mundo un lugar tan bello? Un lugar del que se puede aprender tanto.
Definitivamente iban a colgarla. Bueno, eso es lo que se respiraba en el ambiente, y con los ojos que ya no resistían más la presencia de aquella luz tuvo que cerrar sus párpados, lo que dio una sensación (o al menos, para sí misma, imaginando la escena, le pareció) de que temía por su vida. Y aunque nada más lejos de la realidad creer que no tenía miedo a un castigo, simplemente dudaba muy seriamente que fueran a acabar con su vida. Al fin y al cabo, le habían asegurado que no moriría en aquel juicio.
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Mientras la muchacha hablaba, mostrando su versión de los hechos, la puerta se abrió de nuevo. Un hombre bajito y algo rechoncho entró con cuidado, pidiendo que no se interrumpiera la sesión por él. Era su tío Iroh. El general, mientras la acusada hablaba, caminó y subió hasta posicionarse a la izquierda del príncipe. Cuando la chica hubo terminado, empezaron los cuchicheos en la sala. Iroh se inclinó ligeramente, acercándose a su sobrino.
- ¿Qué vas a hacer? -dijo en un susurro.
- Aún me sigo preguntando porque estoy yo sentado aquí en vez de tú.
- Eres el príncipe y el encargado de hacer estas cosas cuando tu padre no está. Ya sabes que yo perdí mi derecho a hacer estas cosas cuando tu abuelo cambió de heredero.
El príncipe suspiró. Se mantuvo en silencio, pensando. Además de estresado por la situación también estaba confuso. Había pocas personas fuera del imperio que conociesen la existencia de los Templos del Fuego, así como lo que esconden. ¿Cómo era que una forastera había conseguido llegar hasta allí? Además, nadie la había visto bajar de ningún barco a pesar del control de entrada que había en la isla, ni dirigirse a pie hacia la montaña. Aquello le extrañaba, aunque no había oído a nadie preguntarse aquello. Finalmente, el príncipe se levantó.
- Yo, el Príncipe Zuko, como representante de Su Majestad el Emperador Ozai, declaro a la acusada No Culpable del cargo de profanación.
- Dudo a que a tu padre le guste esta decisión -dijo su tío, en un susurro.
El chico no quería castigar a nadie que no conociese las reglas del imperio. Aún así, quería saber como había llegado la chica hasta la cima de la montaña, y supuso que si le daba un veredicto de inocencia tal vez no se mostrase reacia a contárselo.
- ¿Qué vas a hacer? -dijo en un susurro.
- Aún me sigo preguntando porque estoy yo sentado aquí en vez de tú.
- Eres el príncipe y el encargado de hacer estas cosas cuando tu padre no está. Ya sabes que yo perdí mi derecho a hacer estas cosas cuando tu abuelo cambió de heredero.
El príncipe suspiró. Se mantuvo en silencio, pensando. Además de estresado por la situación también estaba confuso. Había pocas personas fuera del imperio que conociesen la existencia de los Templos del Fuego, así como lo que esconden. ¿Cómo era que una forastera había conseguido llegar hasta allí? Además, nadie la había visto bajar de ningún barco a pesar del control de entrada que había en la isla, ni dirigirse a pie hacia la montaña. Aquello le extrañaba, aunque no había oído a nadie preguntarse aquello. Finalmente, el príncipe se levantó.
- Yo, el Príncipe Zuko, como representante de Su Majestad el Emperador Ozai, declaro a la acusada No Culpable del cargo de profanación.
- Dudo a que a tu padre le guste esta decisión -dijo su tío, en un susurro.
El chico no quería castigar a nadie que no conociese las reglas del imperio. Aún así, quería saber como había llegado la chica hasta la cima de la montaña, y supuso que si le daba un veredicto de inocencia tal vez no se mostrase reacia a contárselo.
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¿Tan fácil? Lo cierto era que no esperaba salir culpable por pisar un templo de ningún crimen, aunque la agilidad del proceso había resultado, si no alarmante, extremadamente extraña. En el Ojo los juicios aportaban pruebas, datos, testigos y numerosos alegatos para asentar jurisprudencia respecto a futuros casos, previamente estudiándolo. No eran sistemas inquisitoriales, ni mucho menos, pero no terminaban en cinco minutos. Aquel lugar resultaba muy extraño, primero con el sacerdote de la cima de la montaña y después aquello.
-Por favor- instó a un guardia, que con muy malos modales le quitó las esposas en brazos y pies, aprovechando para meter mano cuanto pudo sin ser muy llamativo. Sin embargo ella podía notarlo, y sólo las escasas ganas de otro juicio por partirle la nariz a un miembro del ejército hacían que el imbécil ese conservara íntegra la cara-. Gracias.
Prácticamente le bufó, como si se tratara de un gato. Le había enfadado ese trato, y según abrieron la puerta principal se apresuró a abandonar la sala con gesto airado. ¿Cómo podían tener a gente así dentro de un servicio imperial? Qué desastre. Mientras caminaba iba repasando en su mente las palabras del anciano. "Cuando esté listo...", había comenzado. Al parecer, ella sería guardiana del tesoro de la isla que ese príncipe llevaría hasta ella, para que alguien digno lo obtuviese. Si renunciaba a ella estaría demostrando merecer ser su dueño, y de otro modo debería guiarlo hasta convertirlo en alguien digno. ¿Por qué aceptaba encargos tan raros?
"Llegado el momento tendré que hacerlo". El sacerdote no se había mostrado indignado por su aparición, sino consolado, aunque denotaba una enorme tristeza. Algo iba a suceder, aunque no sabía qué. Un juicio había terminado, pero otro aún acababa de comenzar.
-Por favor- instó a un guardia, que con muy malos modales le quitó las esposas en brazos y pies, aprovechando para meter mano cuanto pudo sin ser muy llamativo. Sin embargo ella podía notarlo, y sólo las escasas ganas de otro juicio por partirle la nariz a un miembro del ejército hacían que el imbécil ese conservara íntegra la cara-. Gracias.
Prácticamente le bufó, como si se tratara de un gato. Le había enfadado ese trato, y según abrieron la puerta principal se apresuró a abandonar la sala con gesto airado. ¿Cómo podían tener a gente así dentro de un servicio imperial? Qué desastre. Mientras caminaba iba repasando en su mente las palabras del anciano. "Cuando esté listo...", había comenzado. Al parecer, ella sería guardiana del tesoro de la isla que ese príncipe llevaría hasta ella, para que alguien digno lo obtuviese. Si renunciaba a ella estaría demostrando merecer ser su dueño, y de otro modo debería guiarlo hasta convertirlo en alguien digno. ¿Por qué aceptaba encargos tan raros?
"Llegado el momento tendré que hacerlo". El sacerdote no se había mostrado indignado por su aparición, sino consolado, aunque denotaba una enorme tristeza. Algo iba a suceder, aunque no sabía qué. Un juicio había terminado, pero otro aún acababa de comenzar.
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