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19:35 | Alta Mar | Cerca De Arabasta
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Un bote, había acabado en un bote de mierda tirado al mar. ¿Cómo había llegado a esto? La verdad es que ni lo recordaba, fuerte tuvo que ser aquél golpe que me di con la pala de remo, ¡si hasta la partí por la mitad! Me habían comentado que era un cabeza dura, pero no lo pensé de forma literal. También me encontraba terriblemente alarmado por el hecho de que de mi katanas la única que conservaba conmigo era a Odayaka, las demás no se encontraban ligadas a mi, ni tiradas por el bote. También me faltaba parte de mi vestimenta, ni mi capa, ni mis sujeciones para las katanas se encontraban ahí. Iba con el pecho al descubierto, dejando ver mi gigantesca cicatriz. Por suerte conservaba mis bombachos negros con mi banda esmeralda en la cintura. Al tocar mi cuello podía apreciar el collar. Me encontraba descalzo, pero mis botas sí se encontraban tiradas por los rincones curvados –gran expresión– del bote.
La palma de mi mano fue directamente a acariciar mi frente, sentía dolor en la cabeza. Demasiado sake tendría que haber bebido, en caso de que fuera por eso. De todas formas ahora me encontraba en medio de océano. En verdad me encontraba calmado, lo que tenía que hacer era volver a Arabasta, pues de ahí emanan mis últimos recuerdos. Por suerte podía orientarme desde este punto, estaba cayendo la tarde y tras el cielo anaranjado podía distinguir algunas estrellas, y según la dirección el viento y el mar podía tener una ligera idea de a dónde dirigirme.
De la forma que me fue posible, redirigí el bote hacia donde pensaba que se encontraría mi destino. Y como mucho más no podía hacer, decidí echarme un rato. Había que añadir el fresco que daba la caída de la tarde para abrirle las puertas a la etapa nocturna de la jornada. Nada que ver que la diurna, en la cual tu piel se rendía y decidía convertirse en helado para ir derritiéndose poco a poco con lada rayo de luz que conseguía impactar en ella.
Pero sin explayarse uno demasiado, tome un rato para cerrar mi ojo y relajarme. Con suerte, podría recordar algo más de lo que me sucedió.
La palma de mi mano fue directamente a acariciar mi frente, sentía dolor en la cabeza. Demasiado sake tendría que haber bebido, en caso de que fuera por eso. De todas formas ahora me encontraba en medio de océano. En verdad me encontraba calmado, lo que tenía que hacer era volver a Arabasta, pues de ahí emanan mis últimos recuerdos. Por suerte podía orientarme desde este punto, estaba cayendo la tarde y tras el cielo anaranjado podía distinguir algunas estrellas, y según la dirección el viento y el mar podía tener una ligera idea de a dónde dirigirme.
De la forma que me fue posible, redirigí el bote hacia donde pensaba que se encontraría mi destino. Y como mucho más no podía hacer, decidí echarme un rato. Había que añadir el fresco que daba la caída de la tarde para abrirle las puertas a la etapa nocturna de la jornada. Nada que ver que la diurna, en la cual tu piel se rendía y decidía convertirse en helado para ir derritiéndose poco a poco con lada rayo de luz que conseguía impactar en ella.
Pero sin explayarse uno demasiado, tome un rato para cerrar mi ojo y relajarme. Con suerte, podría recordar algo más de lo que me sucedió.
Había sido un día caluroso, con temperaturas superiores a los cincuenta grados, pero gracias a dios, o lo que hubiera allá arriba, estaba atardeciendo y disminuyendo la temperatura. El aire que corría era pegajoso y agobiante, un calor húmedo que te hacía sudar a mares. Como era costumbre, ya me encontraba sin la sudadera que solía tener, y me faltaba poco para quitarme los pantalones, aunque eso no gustara mucho al resto de tripulantes, que lo veían ofensivo; aunque era normal viendo lo que tenía entre las piernas.
En la lejanía se podía vislumbrar una isla que, según las cartas de navegación del padre de Spanner, no era otra que Arabasta, el reino de la arena, un paraíso desértico con un río casi seco que casi partía la isla en dos. Mientras dirigía hacia allá el barco, en mitad del mar había un bote maltrecho, que al parecer tenía a alguien en su interior, según avistó Manué desde el catalejo. Rápidamente redirigí la dirección del barco para pasar justo por su lado. Dentro había un hombre pelirrojo medio dormido.
—¡Eh, tú! –llamé su atención–. ¿Estás vivo? –pregunté a gritos desde la baranda del barco.
Al ver que se movía un poco, no dudé en lanzar una cuerda.
—Sube, anda. Te llevaremos a tierra.
En la lejanía se podía vislumbrar una isla que, según las cartas de navegación del padre de Spanner, no era otra que Arabasta, el reino de la arena, un paraíso desértico con un río casi seco que casi partía la isla en dos. Mientras dirigía hacia allá el barco, en mitad del mar había un bote maltrecho, que al parecer tenía a alguien en su interior, según avistó Manué desde el catalejo. Rápidamente redirigí la dirección del barco para pasar justo por su lado. Dentro había un hombre pelirrojo medio dormido.
—¡Eh, tú! –llamé su atención–. ¿Estás vivo? –pregunté a gritos desde la baranda del barco.
Al ver que se movía un poco, no dudé en lanzar una cuerda.
—Sube, anda. Te llevaremos a tierra.
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—¡Eh tú! —Sonó en mi cabeza. Se trataba de una voz humana que buscaba mi despertar. “Ay no, cinco minutos más por favor” me decía a mí mismo. Pero mi párpado decidió abrirse y observé unas sucesiones de imágenes borrosas en las cuales se me lanzaba una cuerda que se manchaba de color negro por el contraste de la iluminación lunar. —Qué cojones… —Mascullaba mientras decidía volver a ser persona y enterarme de la situación. Se trataba de otra embarcación, “un poquito mejor” que la mía. Al levantarme pude ver a la persona que me lanzó la cuerda. Se trataba de un pelopincho, de cabellos rojos -por qué cojines siempre me tengo que encontrar a gente con éste color de cabello, ¡leñe!-, que al igual que yo iba con el torso desnudo, del cual se podían ver algunas marcas de guerra.
—Sube, anda. Te llevamos a tierra. —Acabó por decirme. No fui tonto y acepté su invitación con gusto. Revisé férreamente el bote antes de dejarlo, no vaya a ser que luego me lamente.
—Muchas gracias. —Le dije todavía adormilado, mientras me encontraba sujeto a la cuerda y subí, hasta acaba en su navío. —Gracias de nuevo por la ayuda, es un placer. —Le dije mientras le dejaba tendida mi mano.
—Sube, anda. Te llevamos a tierra. —Acabó por decirme. No fui tonto y acepté su invitación con gusto. Revisé férreamente el bote antes de dejarlo, no vaya a ser que luego me lamente.
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