Lagrange
Fama
Recompensa
Características
fuerza
Fortaleza
Velocidad
Agilidad
Destreza
Precisión
Intelecto
Agudeza
Instinto
Energía
Saberes
Akuma no mi
Varios
Domica.
Una gran isla con una densidad de población bastante densa en toda la zona costera. La gran ciudad portuaria que la rodeaba y que recibía el mismo nombre de la isla era un lugar activo y bullicioso tanto de noche como de día. En un lugar así era en lo que pretendía transformarse Derry, el pueblo natal de Lagrange, pero las circunstancias no se dieron para ello.
La isla estaba en temporada fresca por lo que se podían sentir refrescantes brisas que agradaban a casi todos los habitantes de la ciudad. Lagrange también las podía sentir desde el barco pesquero con dirección a los puertos de Domica en el que se encontraba como polizón. Había escuchado en Derry que en aquellos puertos se manejaban grandes cantidades de dinero y le convendría absorber un poco de ese negocio de la única manera que sabía hacerlo: espiando, robando y matando.
Sentado en algunas cajas de la planta baja del barco pesquero, Lagrange afilaba sus cuchillos como forma de distracción a los fuertes olores a pescado que inundaban el espacio en donde se encontraba. El lugar definitivamente no cumplía sus estándares de aseo; además de los desagradables olores, el piso estaba manchado de sangre de pez y varias tablas de madera se encontraban podridas.
Cuando el barco ancló, Lagrange se levantó, subió a la cubierta y se bajó por la plancha de desembarque como si su viaje no hubiese sido delictivo de ninguna manera. Algunos de los tripulantes y pescadores del barco le dedicaron una mirada, pero al ver que se comportaba tranquilamente, decidían ignorarlo a pesar de la extraña máscara de tela que llevaba puesta. Lagrange sabía que eran hombres ocupados y cansados y que cualquier problema que no los afectara directamente no sería reportado a sus superiores, por eso hizo lo que hizo. No obstante, no pudo evitar pensar que todos ellos eran unos negligentes. Ya casi anochecía, así que decidió meterse en un callejón ciego a esperar la luna.
Lagrange vivía en un pueblo portuario así que conocía bien la dinámica aduanera: los proveedores despachan la mercancía, los distribuidores pagan el valor de la misma y, valga la redundancia, la distribuyen a todos los locales pertinentes cobrando por ella su valor más un valor agregado. El enmascarado tenía como objetivo robarse el dinero de los distribuidores destinados para el pago de la mercancía.
Horas después de que cayó la noche, el paciente Lagrange, quien se encontraba esperando en aquel callejón ciego apoyado sobre la pared con los brazos y piernas cruzadas, divisó en uno de los muelles a dos individuos que realizaban el intercambio de costumbre. Uno de ellos había bajado de un pequeño barco dos grandes cajas bien selladas y el otro llevaba un maletín en la mano. "La mercancía y el pago", pensó Lagrange.
Dejó el maletín que siempre llevaba consigo en el callejón y emprendió sus movimientos con el maletín de la transacción como objetivo. Se movía rápida pero sigilosamente ocultándose entre caja y caja. Convenientemente, había muy poca gente a lo largo del puerto y los que estaban iban enfocados en lo suyo. No había nadie cerca de aquellos dos individuos. Lagrange calculó que era algo así como media noche usando la posición de la luna y eso explicaba la ausencia de gente. De todas formas, era algo extraño que dos individuos se encontraran completamente solos efectuando una transacción, pero Lagrange hizo caso omiso a esto. Entró al muelle. Había los suficientes barriles y cajas como para que Lagrange pudiese acercase a ellos alternando escondites entre barril y barril. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, detalló el aspecto de aquellas dos personas. El primero, al frente y a la izquierda de Lagrange, era grande y gordo. No se veía musculoso. El segundo, el del maletín, era delgado y escuálido. Se encontraba al frente y a la derecha. Decidió que lo más efectivo sería intentar matar a ambos a la vez. Antes de salir al ataque, escuchó parte de la conversación.
- Recuerda, ni una palabra sobre esto - decía el hombre del maletín.
- Entendido. Volveré la semana que viene con otra tanda - replicaba el gordo.
Sin hacerse esperar más, Lagrange salió sin prisa de su escondite y caminó rápidamente hacia ellos. Los hombres se percataron de su presencia e hicieron una extraña mueca al ver la extraña máscara de aquel hombre que se les acercaba.
- Disculpen la molestia, caballeros - dijo Lagrange mientras de sus dos mangas sutilmente se deslizaban dos finas dagas que atrapó con sus manos. Antes de que alguno de ellos pudiese responder algo, sus cabezas se vieron atravesadas verticalmente por ellas, de abajo hacia arriba. C individuos cayeron muertos sobre el muelle. Sacó un pañuelo del bolsillo interno de su traje, limpió sus cuchillos y sus manos y guarduando algo de sangre empezó a correr por las manos de Lagrange, retiró las dagas y ambosó todo en su lugar. Observó cómo la madera absorbía la sangre de las personas que acababa de asesinar. Suspiró con placer y acto seguido, tomó el maletín que aquel enclenque de cabeza perforada había tirado, regresó al callejón donde se escondía, tomó su propio maletín y desapareció entre los callejones de la ciudad.
A la mañana siguiente, una muchedumbre curiosa observaba con horror el desastre que había dejado Lagrange la noche anterior.
Una gran isla con una densidad de población bastante densa en toda la zona costera. La gran ciudad portuaria que la rodeaba y que recibía el mismo nombre de la isla era un lugar activo y bullicioso tanto de noche como de día. En un lugar así era en lo que pretendía transformarse Derry, el pueblo natal de Lagrange, pero las circunstancias no se dieron para ello.
La isla estaba en temporada fresca por lo que se podían sentir refrescantes brisas que agradaban a casi todos los habitantes de la ciudad. Lagrange también las podía sentir desde el barco pesquero con dirección a los puertos de Domica en el que se encontraba como polizón. Había escuchado en Derry que en aquellos puertos se manejaban grandes cantidades de dinero y le convendría absorber un poco de ese negocio de la única manera que sabía hacerlo: espiando, robando y matando.
Sentado en algunas cajas de la planta baja del barco pesquero, Lagrange afilaba sus cuchillos como forma de distracción a los fuertes olores a pescado que inundaban el espacio en donde se encontraba. El lugar definitivamente no cumplía sus estándares de aseo; además de los desagradables olores, el piso estaba manchado de sangre de pez y varias tablas de madera se encontraban podridas.
Cuando el barco ancló, Lagrange se levantó, subió a la cubierta y se bajó por la plancha de desembarque como si su viaje no hubiese sido delictivo de ninguna manera. Algunos de los tripulantes y pescadores del barco le dedicaron una mirada, pero al ver que se comportaba tranquilamente, decidían ignorarlo a pesar de la extraña máscara de tela que llevaba puesta. Lagrange sabía que eran hombres ocupados y cansados y que cualquier problema que no los afectara directamente no sería reportado a sus superiores, por eso hizo lo que hizo. No obstante, no pudo evitar pensar que todos ellos eran unos negligentes. Ya casi anochecía, así que decidió meterse en un callejón ciego a esperar la luna.
Lagrange vivía en un pueblo portuario así que conocía bien la dinámica aduanera: los proveedores despachan la mercancía, los distribuidores pagan el valor de la misma y, valga la redundancia, la distribuyen a todos los locales pertinentes cobrando por ella su valor más un valor agregado. El enmascarado tenía como objetivo robarse el dinero de los distribuidores destinados para el pago de la mercancía.
Horas después de que cayó la noche, el paciente Lagrange, quien se encontraba esperando en aquel callejón ciego apoyado sobre la pared con los brazos y piernas cruzadas, divisó en uno de los muelles a dos individuos que realizaban el intercambio de costumbre. Uno de ellos había bajado de un pequeño barco dos grandes cajas bien selladas y el otro llevaba un maletín en la mano. "La mercancía y el pago", pensó Lagrange.
Dejó el maletín que siempre llevaba consigo en el callejón y emprendió sus movimientos con el maletín de la transacción como objetivo. Se movía rápida pero sigilosamente ocultándose entre caja y caja. Convenientemente, había muy poca gente a lo largo del puerto y los que estaban iban enfocados en lo suyo. No había nadie cerca de aquellos dos individuos. Lagrange calculó que era algo así como media noche usando la posición de la luna y eso explicaba la ausencia de gente. De todas formas, era algo extraño que dos individuos se encontraran completamente solos efectuando una transacción, pero Lagrange hizo caso omiso a esto. Entró al muelle. Había los suficientes barriles y cajas como para que Lagrange pudiese acercase a ellos alternando escondites entre barril y barril. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, detalló el aspecto de aquellas dos personas. El primero, al frente y a la izquierda de Lagrange, era grande y gordo. No se veía musculoso. El segundo, el del maletín, era delgado y escuálido. Se encontraba al frente y a la derecha. Decidió que lo más efectivo sería intentar matar a ambos a la vez. Antes de salir al ataque, escuchó parte de la conversación.
- Recuerda, ni una palabra sobre esto - decía el hombre del maletín.
- Entendido. Volveré la semana que viene con otra tanda - replicaba el gordo.
Sin hacerse esperar más, Lagrange salió sin prisa de su escondite y caminó rápidamente hacia ellos. Los hombres se percataron de su presencia e hicieron una extraña mueca al ver la extraña máscara de aquel hombre que se les acercaba.
- Disculpen la molestia, caballeros - dijo Lagrange mientras de sus dos mangas sutilmente se deslizaban dos finas dagas que atrapó con sus manos. Antes de que alguno de ellos pudiese responder algo, sus cabezas se vieron atravesadas verticalmente por ellas, de abajo hacia arriba. C individuos cayeron muertos sobre el muelle. Sacó un pañuelo del bolsillo interno de su traje, limpió sus cuchillos y sus manos y guarduando algo de sangre empezó a correr por las manos de Lagrange, retiró las dagas y ambosó todo en su lugar. Observó cómo la madera absorbía la sangre de las personas que acababa de asesinar. Suspiró con placer y acto seguido, tomó el maletín que aquel enclenque de cabeza perforada había tirado, regresó al callejón donde se escondía, tomó su propio maletín y desapareció entre los callejones de la ciudad.
A la mañana siguiente, una muchedumbre curiosa observaba con horror el desastre que había dejado Lagrange la noche anterior.
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