El buen frutero [Priv Pasado Al - Elya]

Suspiró inquieta antes de volver a golpearle con la roca en su arma. El hombre se llevó la mano a la cabeza y soltó una larga retahíla de improperios antes de claudicar y volver a sentarse. No parecía contento, al igual que su compañero y la joven de pie frente a ellos. Su piel oscura se destacaba frente a las paredes claras y en su cara había una clara mueca de incomodidad y frustración.

Hacía buen día, pero le había tocado quedarse ahí. Cuidando a dos burros que habían tenido las manos demasiado largas en una tienda. Sería más fácil cortarles un dedo o algo para meterles el susto en el cuerpo y dejarlos ir. Al menos de esa manera podría salir a la calle, ni siquiera había tenido tiempo de ver la isla. -Pero no. -pensó para si mientras se cruzaba de brazos y volvía a suspirar frente a la ventana. -''Espera el relevo, no los dejes escapar''. ¡Ellos no deberían ser mi problema, tengo más cosas de las que ocuparme!- Tan pronto habían bajado del barco el Teniente le había dado las instrucciones y la había abandonado en esa habitacioncita.

Frustrada, Elya volvió a agarrar su arma y miró de reojo a los prisioneros. Tras un par de intentonas y varios golpes que les habían dejado sus buenos moratones habían aprendido que su mejor opción era estarse quietecitos. Normal, eran simples rateros ¿Para qué iban a pretender enfrentarse a ella? Solo saldrían heridos. Tampoco le estaban dando conversación. Y comenzaba a conocerse no solo la habitación, si no también el cacho de calle que podía distinguir por la ventana de memoria. Resultaba horrible saber que en cuestión de minutos no tendría nada nuevo con que entretenerse y sus pensamientos comenzarían a vagar. Tragó saliva, algo alterada pero intentando que no se mostrase. Podría haber iniciado ella la conversación, pero inquieta como estaba no lograba concentrarse.

Cerró los ojos y contó hasta 10 lentamente. Notó como sus músculos se iban relajando y los pensamientos se alejaban reacios. Bien. Mejor así. Volvió a abrir los ojos, su cara una máscara de impasibilidad. Y entonces oyó que alguien gritaba en la calle:

-¡Fruuuuta, fruta freeeeeesca señoreees! ¡La más freeeeesca del lugaaaar!

Las tripas de Elya rugieron. Miró otra vez a los dos ladrones y se encogió de hombros. El relevo ya no podía tardar mucho y esos dos no tenían pinta de intentar ir a ninguna parte. ¿Qué era lo peor que podía pasar?

- Os voy a cerrar con llave, no hagáis ninguna tontería.

Y salió por la puerta arma en mano. Ella no tenía llave alguna, pero ellos no lo sabían. Su falda azul abierta al lado revoloteó a su alrededor cuando saltó a la calle y miró a ambos lados buscando al vendedor. Lo divisó unos metros por delante de ella y fue hacia allí. El hombre paró el carrito encantado, aunque se quedó mirándola extrañado. Vale, llevar el logo de la marina colocado en el top con un imperdible no era lo habitual pero... eh, al menos informaba de su rango. Que hombre tan maleducado.

Ignorándole, Elya pasó la mirada por todas las frutas a la venta, buscando alguna que no conociera. Una extraña naranja y deforme fue la ganadora, y tras pagar un par de berries por fin la tenía en sus manos. Comenzó a devorarla, disfrutando de su dulzor, de la brisa en la cara y de su reciente libertad. Al menos por el momento.

¿Que cómo había terminado así? La vida de Al Naion siempre fue un giro sin centro, una peonza que danzaba enloquecida entre las callejuelas del destino. Podía ser mala suerte, pensarían muchos, o simple casualidad, dirían otros. Muchos pensarían que su carácter voluntarioso lo llevaba a meterse en tantos líos, pero se equivocarían: Él no era un tipo voluntarioso. Simplemente caminaba por la calle, escuchaba lo que la gente le iba diciendo y a veces por no saber qué responder los buenos ciudadanos lo tomaban por tonto. Bueno, si todos pensaban lo mismo de él tal vez significaba una cosa... Debía llevar a Arthur y condenar a aquella ciudad al Caballito.

-¡Fruta!- gritaba Al, mientras tiraba del carrito-. ¡Fruta fresca! ¡La más fresca del lugar!

¿Por qué lo gritaba? Bueno, para contar aquello habría que remontarse quince días atrás, una apuesta perdida con Kai y una vieja que se entrometió en su camino para encasquetarle aquel puesto de fruta, así que dejaremos lo importante en que tiraba de una frutería ambulante mientras gritaba con emoción a los cuatro vientos el producto que vendía. Su voz era de barítono cuando no cantaba, y su grito potente y profundo. La gente se acercaba a contemplar el espectáculo y a comprar, sin que él dejara de entonar la cantinela.

-¡Naranjas de Cocoyashi señoras! ¡Dulces para las damas, amargas para las z...! ¡Compren señores, Melones de Arabasta! ¡Mejores que los de su pueblo, mejores que los de su amada!- la gente iba comprando entre risas, y hasta le daban algo de propina. ¿Por qué siempre terminaba mendigando? Era increíble. Y encima quedaban apenas unos minutos para tener que hacer el relevo de una recluta. Si llegaba tarde no importaba demasiado, pero si tenía que retrasarse al menos esperaba que fuese por un motivo importante. Como ése.

Su tez era oscura, y su cabello blanco. Tenía los ojos azules y un colgante resaltaba en su pecho, cubierto únicamente por una camiseta más simbólico que otra cosa. Ombligo al aire, falda abierta y una expresión de inocencia en el rostro... Bueno, más o menos. Lo que lo hizo salir de un hechizo en el que no supo muy bien cómo lo metieron fue descubrir un pequeño emblema de la Marina en su ropa, aunque no destacaba especialmente.

-Ésa está deliciosa- dijo, con una sonrisa-. No tengo ni idea de lo que es, pero si está a la venta es que como mínimo se puede comer.

"Diez míseros berries", pensó. Ni uno de propina, ni nada. Así le pagaban el estar haciendo el trabajo de esa anciana... ¿Pero los marines no estaban para ayudar a la gente? Ése fue el gran argumento al que no supo replicar, y por el que estaba ahí. Habría llegado adelantado al trabajo, de todas formas, y llevaba unos tres mil berries en gratificaciones, pero le molestaba que una persona que obviamente tenía trabajo fuese tan rácana. La excusa de ser pobre no valía, él siempre dejaba propina. Pero, por lo menos, aprovecharía para algo más valioso.

Quitó del carrito su espada, el violín y su chaqueta de oficial, y dejó que ondeara al ponérsela mientras se acercaba a la mujer. Ahora que lo pensaba, era altísima. Salvo si la comparaba consigo mismo. Bueno, tenía una buena altura.

-Perdona, señorita- comentó, dejando el puesto interrumpiendo el cómodo tránsito de la acera-. ¿Sabes algo de unos delincuentes que hay que entregar a un Oficial? Porque, además de frutero, a ratos soy Oficial de la Marina.

Qué elocuente había sonado. La peor frase para ligar del mundo, parecía sacada de Jack. Y no hablaba del mono.

La fruta era dulce y sabrosa. Esbozó un inicio de sonrisa al escuchar al frutero, ¿Cómo podía no saber el nombre de su propia mercancía?. Sin embargo pronto desapareció mientras se la terminaba, volviendo a su seriedad habitual. Sin embargo, estaba contenta aunque no lo pareciera. Se dio la vuelta para seguir paseando cuando volvió a escucharle a sus espaldas. Hablaba calmadamente, como si estuviera hablando del tiempo.

Cuando se giró, el frutero se estaba colocando una chaqueta de marine, concretamente de Oficial. Súbitamente nerviosa por estar frente a un superior, se cuadró e inclinó levemente la cabeza. Las palabras que había dicho aún tardaron un par de segundos en cobrar sentido en su mente, pero cuando lo hicieron se llevó la mano a la boca. Sus ojos se agrandaron, estaba algo sorprendida. Así que él era el relevo ¿Qué hacía conduciendo un carro de frutas por la avenida? ¿No debería estar haciendo su trabajo? Aunque claro... a lo mejor había una extraña razón para toda la situación. Quizás estaba en misión de infiltración hasta hace nada o algo así. Ella no podía saberlo y seguramente comentarlo estaría fuera de los límites de la cortesía.

Obviando pues el segundo empleo del Oficial, fue a decirle que ella estaba a cargo de los dos prisioneros... que había dejado sin vigilancia para ir a comprar fruta. Ahogando una maldición, le contestó con suavidad:

-Si señor, están ahí en esa habitación. No son más que un par de rateros, sin embargo.

Aguardó su respuesta y luego comenzó a caminar de vuelta. No le llevó más que un par de minutos llegar de nuevo allí. Dentro no se oía nada. Sería, agarró el picaporte y sujetando bien su arma con la otra mano lo giró. Abrió la puerta poco a poco, pero ya antes de examinar toda la habitación supo que no estaban allí. Tragó saliva y, avergonzada, se giró hacia el Oficial.

-Lo siento, señor... me temo que se han escapado. Pero no pueden estar muy lejos, apenas ha pasado tiempo. Los encontraré y los traeré de vuelta en seguida. - Añadió antes de hacer el ademán de salir por la puerta.