En encuentro inesperado [Pasado].

-Tengo hambre -dijo de repente César, con un tono marcado de protesta que rozaba la demanda. El viejo lobo no había hecho otra cosa más que pedir y quejarse desde que Therax decidiera ponerle el extraño collar que había encontrado.

Aún tirado en su catre, el rubio tanteó los numerosos cortes que el tipo misterioso había realizado en su ropa. Había estado cerca de morir. No sólo durante el enfrentamiento con el desconocido, sino después. Mura se había marchado montada en Sumire, pero el espadachín se había visto obligado a quedarse en la isla en espera de que algún barco decidiera detenerse allí. Habían sido varios días, los cuales ni siquiera se había molestado en contar. Le había sido difícil encontrar alimentos y, al mismo tiempo, demasiados depredadores habían querido hacer de él su desayuno. Sus espadas habían tenido mucho trabajo, sí.

-Pues te esperas a que amanezca. Nos han hecho un favor llevándonos por tan poco dinero, así que te toca aguantar hasta el desayuno -contestó el domador, colocando las manos tras la cabeza.

-Un poco de respeto, mocoso. Yo sobrevivía en un bosque lleno de bestias antes de que tus padres tuvieran en mente concebirte, lideraba jaurías cuando tú te cagabas encima, reinaba...

-Vale, vale. Lo pillo, pero es lo que hay -interrumpió Therax, tajante, antes de girar sobre sí mismo y dar la espalda al animal. ¿En qué maldito momento había tenido la idea de colocarle a él el collar? Fuera como fuere, ya estaba hecho y tratar de quitárselo sólo le traería más problemas. Cerró los ojos, intentando acomodarse para poder, al fin, disfrutar de unas cuantas horas de sueño reparador.

No obstante, un aullido le sobresaltó unos instantes después. ¿Qué demonios sucedía? El rubio se incorporó, explorando la habitación en busca de la fuente del sonido. Tib también se había despertado y miraba a su compañero con una clara expresión de desagrado. Era César, que había decidido que allí no se dormiría hasta que su apetito se saciase.

Therax se disponía a reprenderle, pero un sonoro rugido nació de su barriga, dándole la razón al ancestral habitante del bosque de Domica. El lobo liberó algo parecido a una carcajada sarcástica, consciente de que su dueño acababa de quedarse sin argumentos.

-Vale, pero quédate aquí y no hagas ruido -dijo el espadachín antes de abrir la puerta del modesto camarote. Los pasillos se encontraban sumidos en el más absoluto de los silencios, sólo superado por la oscuridad. ¿Dónde había dicho el capitán que se encontraba la despensa? Le había indicado la localización de los lugares más importantes a bordo, pero no estaba seguro de poder recordar el camino.

Deambuló por los corredores, más por instinto que por verdadera convicción. De vez en cuando habría puertas que le resultaban familiares, topándose en muchas ocasiones con profundos ronquidos o habitaciones saturadas de suciedad y mal olor. No fue hasta la decimoquinta puerta que se topó con una gran hogaza de pan, la cual ocupaba el centro de una cesta repleta de bollos de todos los tipos. Su estómago volvió a protestar, indicándole que ése sería el objetivo.

No lo dudó. Se introdujo en la estancia y cogió la cesta, pero entonces se abrió la puerta. Le habían pillado. ¿Cómo explicaría su presencia allí sin dejar claro que había traicionado la confianza de aquella gente? Sin embargo, el rostro del intruso no correspondía a ningún miembro de la tripulación del barco. ¿Otro pasajero muerto de hambre? Tal vez, pero su cara reflejaba nerviosismo. La sorpresa también se trasladó a sus manos, y Therax pudo ver cómo su espada -¿por qué iba por ahí con sus armas desenfundadas?- resbalaba de sus manos y se dirigía irremediablemente hacia el suelo.

Reaccionó en cuanto pudo, dando unos rápidos pasos en dirección al desconocido, introduciendo el medio bollo que estaba degustando en su boca y asiendo el sable en el último momento. Se lo tendió de vuelta, esforzándose por terminar de masticar y engullir el pan. Su sabor era delicioso, de eso no cabía duda. Acto seguido sonrió, ofreciéndole una de las piezas que había en su cesta.

-Eso hace mucho ruido -indicó, señalando la espada-. No es buena idea sacarlo si no quieres que te oigan -añadió, cogiendo una nueva pieza y dando un mordisco que la redujo a la mitad. Debía guardar algo para Tib y César, pero no sabía si podría contenerse. Entonces arrugó la nariz, percibiendo un extraño olor que era casi tan desagradable como conocido. ¿A quién se le ocurría meter la comida en una habitación que olía a letrina?

El espadachín se ajustó sus espadas para que no chocasen con la cesta y, justo después, abandonó la despensa tras comprobar que no hubiera nadie en los pasillos.

-¿Vienes, o te vas a quedar esperando a que te encuentren?

El rubio deshizo el camino que le había llevado hasta la despensa, o al menos el que creía haber seguido. Lo cierto era que había probado suerte con una infinidad de puertas. Tanto era así que perfectamente podría haberse perdido. No obstante, un familiar olor tras una rendija de luz le indicó que, no sin algo de suerte, había llegado a su destino. Respiró aliviado, introduciéndose en su pequeño e improvisado camarote y dejando abierto tras él.

Tib no tardó en incorporarse y abandonar su posición para inspeccionar al nuevo. ¿En serio se había detenido? En efecto, aunque tampoco podía culparle. El cánido no era un ejemplar que se pudiera encontrar así como así, y cualquier que no estuviera habituado a tratar con animales tendría dificultades para conocer sus intenciones. El muryn se había sentado frente a él, con las orejas de punta y el rabo firme como la más recta de las lanzas.

-Déjalo; ya curiosearás luego -dijo Therax con tono calmado, arrancando un pedazo de pan y lanzándolo a la cabeza de su compañero, que respondió con un gruñido. Sin embargo, se dirigió de nuevo hacia el lugar que había abandonado cuando su dueño colocó allí su comida-. Es lo que había -comentó, encogiéndose de hombros y poniendo algo también para César.

-Espero que esté blando -se quejó el más viejo de los lobos, liberando la mecánica voz que nacía del collar que portaba-. Mis dientes ya no son lo que eran, que parece que nunca te acuerdas, imbécil.

-Pues la próxima vez vas tú, cojo cascarrabias -replicó el domador, obteniendo un gruñido disconforme como respuesta-. ¿Y tú? ¿Qué tramas? Se te veía bastante nervioso -inquirió al tiempo que sonreía en dirección al todavía desconocido.