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Julianna M. Shelley
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English Garden era la única parada que tenía planeada antes de dirigirse de nuevo al Paraíso. Quería regresar a casa, al menos durante un tiempo. Saludar a su maestro y a Jester, igual que a la gente de la Fortaleza. Olvidarse un poco de los horrores que había vivido en la Aguja y relajarse. Decirles a todos que estaba bien y tratar de creérselo ella misma. Pero era un viaje largo y pensaba tomárselo con calma. Se merecía unas vacaciones y English Garden era su lugar favorito para ello.
La última vez que había pasado por la isla no se había parado demasiado. Sin embargo, recordaba sus edificios y el aura de tranquilidad que parecía envolver según qué partes de la ciudad. Alquiló una posada para tres días en el distrito de Marblesquare. El primer día, hizo bastante de turista. Caminó por todo el lugar, admirando los edificios. Iglesias, escuelas, restaurantes... y talleres. Había innumerables talleres y no se cansaba de ver a los diferentes artesanos trabajando en sus diferentes proyectos. Le habría encantado probarlo todo, pero sabía bien que molestarles era de mala educación. Por lo tanto, en lugar de acercarse demasiado, tendía a sentarse en parques y plazas, observando de lejos. Disfrutando del sol y de la tranquilidad que se respiraba, trataba de mantener a raya los malos pensamientos y relajarse cuanto podía.
El segundo día, sin embargo, atacó una tarea que venía retrasando algunos días. Una de sus muñecas había sufrido dentro de la aguja y era hora de repararla. Ni corta ni perezosa cogió sus herramientas de costura y fue a sentarse frente a un carpintero que parecía estar trabajando en un caballito de juguete. El niño que lo recibiera estaría muy contento, lo sabía. Pero ella tenía su propio proyecto. Cogió la muñequita, la tumbó boca abajo sobre sus rodillas y comenzó a reparar su cuerpecito con cuidado y esmero.
La última vez que había pasado por la isla no se había parado demasiado. Sin embargo, recordaba sus edificios y el aura de tranquilidad que parecía envolver según qué partes de la ciudad. Alquiló una posada para tres días en el distrito de Marblesquare. El primer día, hizo bastante de turista. Caminó por todo el lugar, admirando los edificios. Iglesias, escuelas, restaurantes... y talleres. Había innumerables talleres y no se cansaba de ver a los diferentes artesanos trabajando en sus diferentes proyectos. Le habría encantado probarlo todo, pero sabía bien que molestarles era de mala educación. Por lo tanto, en lugar de acercarse demasiado, tendía a sentarse en parques y plazas, observando de lejos. Disfrutando del sol y de la tranquilidad que se respiraba, trataba de mantener a raya los malos pensamientos y relajarse cuanto podía.
El segundo día, sin embargo, atacó una tarea que venía retrasando algunos días. Una de sus muñecas había sufrido dentro de la aguja y era hora de repararla. Ni corta ni perezosa cogió sus herramientas de costura y fue a sentarse frente a un carpintero que parecía estar trabajando en un caballito de juguete. El niño que lo recibiera estaría muy contento, lo sabía. Pero ella tenía su propio proyecto. Cogió la muñequita, la tumbó boca abajo sobre sus rodillas y comenzó a reparar su cuerpecito con cuidado y esmero.
Kaito Takumi
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Es un distrito en el que abundan múltiples maravillas arquitectónicas tales como catedrales, el palacio de justicia o la escuela militar. En este distrito habita la clase media y es famoso por la relación calidad-precio de sus restaurantes. La zona más occidental está llena de artesanos de todo tipo: herreros, orfebres, carpinteros, pintores… Es el lugar más idóneo donde vivir.
Si English Garden fuera un mar, desde luego el distrito de Marblesquare sería un cálido y seguro arrecife. En estos lugares donde la comida abundaba y los negocios prosperaban eran los que daban cobijo a aquellos que podían tomarse la libertad de evolucionar, de crecer y especializarse en mil artes y formas para dar lugar a la más pura artesanía. Era el sitio justo, sin demasiado ocio como para que se perdiera la autenticidad de la mano de obra que la industrialización empezaba a amenazar. Pero en aquellos tiempos aún era muy temprano como para preocuparse de los descorazonadores futuros de un belicoso capitalismo; aún había auténticos apasionados por su trabajo.
Hacía ya buen rato que Jules, el sastre de la calle, había entrado al almacén a por mi justo pago. Un remiendo y un pequeño reajuste de la capa eran un pago acorde por la desparasitación de su pequeño bichón malcriado. No dudaba en que no seguiría mis consejos sobre sacarlo a la calle tres veces al día, y el hecho de que siguiera tratándolo como un mero complemento me provocaba arcadas. A aquel pobre perro al que malquería y malcriaba se le acabaría pronto su juventud, y cuando aquello pasara… No quería ni pensar qué estaría dispuesto a hacer si llegaba a pasar lo que consideraba inevitable.
Por fin, el espantajo de facciones esculpidas salió con su repugnante elegancia presentando su obra. No cambié el gesto, y por mucho que se diera el bombo con su voz desagradablemente melodiosa no iba a pagarle ni en elogios. Le apreciaba como artesano, pero ya hacía tiempo que le odiaba como persona.
—Gracias —me calcé la prenda que me permitía esconderme sin apartarme de las miradas—. Ya sabes dónde estoy si necesitas algo más, Jules.
Me fui del local justo en el momento en el que dos viejas venían a ver los nuevos sombreros de temporada. Si supieran que aquellas plumas doradas eran de paloma pintada, no las alabarían con tanto entusiasmo… Aunque aquello no importaba demasiado.
Al fin era libre de escurrirme por las sombras y los tejados para evitar las miradas de curiosos y las incómodas preguntas; libre para ver con los ojos de los hombres de tierra las tiendas y los puestos sin esperar lo vacío de la apertura o el cierre. Era una persona más en la calle, quizás un poco más alta que de costumbre, pero nada tan digno de señalar como un octópodo transeúnte.
Me quedé mirando como un padre y una hija trabajaban en el taller a puerta calle, cada uno centrado en el empeño de hacerlo lo mejor posible. Me pregunté qué clase de relación podrían tener, porque padres e hijos hay muchos y variados, y yo no conocía más que la rudeza del mar abierto. Quizás también tenía una tía más amable, aunque no tanto, o unos hermanos que fuesen no peor, pero diferentes.
Observé en silencio, intentando aprender y entender qué les pasaba por la cabeza y el alma en su esfuerzo.
Si English Garden fuera un mar, desde luego el distrito de Marblesquare sería un cálido y seguro arrecife. En estos lugares donde la comida abundaba y los negocios prosperaban eran los que daban cobijo a aquellos que podían tomarse la libertad de evolucionar, de crecer y especializarse en mil artes y formas para dar lugar a la más pura artesanía. Era el sitio justo, sin demasiado ocio como para que se perdiera la autenticidad de la mano de obra que la industrialización empezaba a amenazar. Pero en aquellos tiempos aún era muy temprano como para preocuparse de los descorazonadores futuros de un belicoso capitalismo; aún había auténticos apasionados por su trabajo.
Hacía ya buen rato que Jules, el sastre de la calle, había entrado al almacén a por mi justo pago. Un remiendo y un pequeño reajuste de la capa eran un pago acorde por la desparasitación de su pequeño bichón malcriado. No dudaba en que no seguiría mis consejos sobre sacarlo a la calle tres veces al día, y el hecho de que siguiera tratándolo como un mero complemento me provocaba arcadas. A aquel pobre perro al que malquería y malcriaba se le acabaría pronto su juventud, y cuando aquello pasara… No quería ni pensar qué estaría dispuesto a hacer si llegaba a pasar lo que consideraba inevitable.
Por fin, el espantajo de facciones esculpidas salió con su repugnante elegancia presentando su obra. No cambié el gesto, y por mucho que se diera el bombo con su voz desagradablemente melodiosa no iba a pagarle ni en elogios. Le apreciaba como artesano, pero ya hacía tiempo que le odiaba como persona.
—Gracias —me calcé la prenda que me permitía esconderme sin apartarme de las miradas—. Ya sabes dónde estoy si necesitas algo más, Jules.
Me fui del local justo en el momento en el que dos viejas venían a ver los nuevos sombreros de temporada. Si supieran que aquellas plumas doradas eran de paloma pintada, no las alabarían con tanto entusiasmo… Aunque aquello no importaba demasiado.
Al fin era libre de escurrirme por las sombras y los tejados para evitar las miradas de curiosos y las incómodas preguntas; libre para ver con los ojos de los hombres de tierra las tiendas y los puestos sin esperar lo vacío de la apertura o el cierre. Era una persona más en la calle, quizás un poco más alta que de costumbre, pero nada tan digno de señalar como un octópodo transeúnte.
Me quedé mirando como un padre y una hija trabajaban en el taller a puerta calle, cada uno centrado en el empeño de hacerlo lo mejor posible. Me pregunté qué clase de relación podrían tener, porque padres e hijos hay muchos y variados, y yo no conocía más que la rudeza del mar abierto. Quizás también tenía una tía más amable, aunque no tanto, o unos hermanos que fuesen no peor, pero diferentes.
Observé en silencio, intentando aprender y entender qué les pasaba por la cabeza y el alma en su esfuerzo.
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Ya casi había terminado. Llevaba una hora retocando el vestido de la muñeca, añadiendo pequeños detalles bordados y reparando de la forma más sutil posible cualquier imperfección. Julianna tenía en total cinco muñecas, todas hechas a mano. Algunas habían sido regalos; esa en particular la había hecho ella misma cuando era más pequeña. Una amiga del hospital para el que trabajaba le había enseñado a ello. Se le daba bien la sutura, así que aprender a utilizar una aguja de coser, más pequeña y considerablemente más ligera no le costó demasiado. Al contrario, le gustaba la sensación de tenerla en la mano y pronto había comenzado a coleccionar todo tipo de hilos y cachos de tejido. Le relajaba dar una puntada tras otra, tratando de que todas salieran igual en tamaño, forma y dirección. Y la muñeca que ahora sujetaba en su regazo era lo primero que había creado con sus nuevos conocimientos. No era perfecta; la cara estaba algo girada y aquí y allá había puntadas torcidas o algo flojas. No obstante, le tenía muchísimo cariño.
Por suerte para ella, cuando oyó el grito ya había terminado y se encontraba cortando el hilo sobrante tras la última puntada y el mandatorio nudo para que nada se perdiese. Levantó la mirada al instante y vio al carpintero al que había estado observando las últimas horas de espaldas a ella, encorvado. En el suelo había un par de goterones de sangre. Se levantó y ni corta ni perezosa, cruzó el espacio que los separaba para llegar hasta él. Le puso la mano en la espalda y el hombre se giró de un respingo. Se sujetaba una mano con la otra y era obvio que se había herido. Jul esbozó una pequeña sonrisa, intentando infundirle confianza.
- Déjeme ver.
Quizá por acto reflejo, el hombre dejó a la vista la herida. Era un corte irregular, entre el pulgar y la palma de la mano. No parecía muy profundo, pero si no se trataba le quedarían secuelas. Y a un hombre como él, que vivía de sus manos... Jul no tuvo que pensarlo mucho. Frunciendo el ceño, dejó su muñeca en una mesa cercana y comenzó a rebuscar en su bolsito de cuentas, para sacar el kit de primeros auxilios.
- Siéntese, por favor. Hay que ocuparse de ese corte.
Tras unos segundos de indecisión el hombre se sentó, mirándola algo perplejo. Ignorándolo, Jul se acercó y desinfectó la herida con alcohol y algodón. Con pequeños toques se aseguró de que estuviera bien limpia antes de coger unas hierbas y hacer una pequeña cataplasma con ellas. Eso prevendría que se hinchara y ayudaría a que cicatrizara pronto. Caléndula y rosa silvestre, no fallaban. Por último, vendó la herida con el mismo esmero con el que había reparado su muñeca.
- Niña... ¿dónde has aprendido todo eso?
Jul se encogió de hombros.
- Crecí aprendiendo. No haga esfuerzos con esta mano al menos durante tres días. Y asegúrese de no mojar el vendaje, por favor. Si sigue estos consejos, no creo que le queden secuelas. Sería una pena que no terminara el caballito.
El juguete estaba a un lado, aguardando a que el carpintero lo finalizara y algún niño le diera uso. El hombre le dio las gracias a Jul y tras unos momentos de charla banal, ella decidió comenzar a alejarse y pasear otro rato.
Por suerte para ella, cuando oyó el grito ya había terminado y se encontraba cortando el hilo sobrante tras la última puntada y el mandatorio nudo para que nada se perdiese. Levantó la mirada al instante y vio al carpintero al que había estado observando las últimas horas de espaldas a ella, encorvado. En el suelo había un par de goterones de sangre. Se levantó y ni corta ni perezosa, cruzó el espacio que los separaba para llegar hasta él. Le puso la mano en la espalda y el hombre se giró de un respingo. Se sujetaba una mano con la otra y era obvio que se había herido. Jul esbozó una pequeña sonrisa, intentando infundirle confianza.
- Déjeme ver.
Quizá por acto reflejo, el hombre dejó a la vista la herida. Era un corte irregular, entre el pulgar y la palma de la mano. No parecía muy profundo, pero si no se trataba le quedarían secuelas. Y a un hombre como él, que vivía de sus manos... Jul no tuvo que pensarlo mucho. Frunciendo el ceño, dejó su muñeca en una mesa cercana y comenzó a rebuscar en su bolsito de cuentas, para sacar el kit de primeros auxilios.
- Siéntese, por favor. Hay que ocuparse de ese corte.
Tras unos segundos de indecisión el hombre se sentó, mirándola algo perplejo. Ignorándolo, Jul se acercó y desinfectó la herida con alcohol y algodón. Con pequeños toques se aseguró de que estuviera bien limpia antes de coger unas hierbas y hacer una pequeña cataplasma con ellas. Eso prevendría que se hinchara y ayudaría a que cicatrizara pronto. Caléndula y rosa silvestre, no fallaban. Por último, vendó la herida con el mismo esmero con el que había reparado su muñeca.
- Niña... ¿dónde has aprendido todo eso?
Jul se encogió de hombros.
- Crecí aprendiendo. No haga esfuerzos con esta mano al menos durante tres días. Y asegúrese de no mojar el vendaje, por favor. Si sigue estos consejos, no creo que le queden secuelas. Sería una pena que no terminara el caballito.
El juguete estaba a un lado, aguardando a que el carpintero lo finalizara y algún niño le diera uso. El hombre le dio las gracias a Jul y tras unos momentos de charla banal, ella decidió comenzar a alejarse y pasear otro rato.
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Verles así, tan cejados en su empeño, me hizo preguntarme si aquella inenarrable sensación que emanaban se asemejaba al confort que yo mismo sentía al cocinar. Volcar el alma en lo que se hace, incluso sin darse cuenta de hacerlo, era algo único para cada individuo, y como los colores y sabores que percibimos, uno no puede estar seguro de que sea lo mismo para todos los creadores. Lo único auténticamente veraz de aquel momento era que uno era... o quizás necesitaba ser… vulnerable.
Podría matarles tan fácilmente.
El padre gritó un instante después de que aquel pensamiento; se había cortado. Un accidente fortuito, cuya causalidad no podía ni debía atribuir a aquella fugaz idea. Pero desde que perdí a Tocinito había nacido algo en mí que desafiaba, en cierta manera, la simple lógica. Era como las akumas, el haki y muchas de las enseñanzas que nacían de algo más profundo que la entraña más oscura.
Algo… malo.
Me había ocultado inconscientemente, algo fruto de la práctica, y desde la esquina que me apantallaba escuché pacientemente las palabras de una niña que había dejado de ser “hija”. No hablaba como alguien de su edad, ni de lejos, ni tampoco parecía comportarse como las vulgares ideas preconcebidas. Yo también había sido raro… Y quizás lo seguía siendo.
Me marché con ella una vez hubo acabado, siguiéndola como una sombra. No parecía tener un rumbo concreto, aunque el camino que había escogido, y del que ya me habían advertido, iba a dar al peor distrito de la ciudad. Lugar en el que, por supuesto, me había alojado.
—¿No eres muy pequeña como para ir sola por la calle? Aunque visto lo visto puede que seas la médica de una de esas molestas bandas de niños delincuentes… —siseé bajo mi capucha.
Siempre se me olvidaba que parecer un espectro largo de dos metros sumado a intervenir de la nada no era bueno para el corazón ajeno. Aunque ya era tarde para hacer algo.
Podría matarles tan fácilmente.
El padre gritó un instante después de que aquel pensamiento; se había cortado. Un accidente fortuito, cuya causalidad no podía ni debía atribuir a aquella fugaz idea. Pero desde que perdí a Tocinito había nacido algo en mí que desafiaba, en cierta manera, la simple lógica. Era como las akumas, el haki y muchas de las enseñanzas que nacían de algo más profundo que la entraña más oscura.
Algo… malo.
Me había ocultado inconscientemente, algo fruto de la práctica, y desde la esquina que me apantallaba escuché pacientemente las palabras de una niña que había dejado de ser “hija”. No hablaba como alguien de su edad, ni de lejos, ni tampoco parecía comportarse como las vulgares ideas preconcebidas. Yo también había sido raro… Y quizás lo seguía siendo.
Me marché con ella una vez hubo acabado, siguiéndola como una sombra. No parecía tener un rumbo concreto, aunque el camino que había escogido, y del que ya me habían advertido, iba a dar al peor distrito de la ciudad. Lugar en el que, por supuesto, me había alojado.
—¿No eres muy pequeña como para ir sola por la calle? Aunque visto lo visto puede que seas la médica de una de esas molestas bandas de niños delincuentes… —siseé bajo mi capucha.
Siempre se me olvidaba que parecer un espectro largo de dos metros sumado a intervenir de la nada no era bueno para el corazón ajeno. Aunque ya era tarde para hacer algo.
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Sus pasos se volvieron pesados mientras se alejaba de la carpintería. Tras unos minutos, dejó de prestar atención al rumbo que tomaba y comenzó a intentar entender qué sucedía. Le temblaban las manos, solo un poco. Había una sensación que no conseguía quitarse del pecho y no la reconocía. Le era familiar, pero no era capaz de ponerle nombre. Algo inquieta, echó mano de su bolsito y se tomó una pastilla sin dudarlo demasiado.
Adahír acudió al instante, pasándole la mano por los hombros y ayudándola a relajarse.
- Tranquila, pequeña. Respira hondo. Creo que te están siguiendo.
Fue a responderle, pero nada más abrir la boca oyó otra voz. Una que no se había imaginado. Se giró enseguida y miró de arriba abajo al desconocido que le hablaba. Siseaba, escupiendo las palabras con lo que le pareció cierto desprecio. ¿Bandas de niños?
- No sé de que me habla.
Apoyó la mano discretamente en la cadera, notando el metal que había escondido bajo la tela. Su espada seguía allí, oculta a la vista del resto pero a mano si hacía falta. ¿Un atracador, quizá? No veía que fuera armado, pero bajo el abrigo que tenía él también podía llevar una espada, una pistola o algo peor. Lo cierto era que estaba en desventaja. ¿En que momento se había metido en un callejón? Tenía que regresar a las calles principales. Adahír, detrás de ella, le daba apoyo moral. Ahora que había identificado la sensación que le preocupaba, se sentía bastante más tranquila.
- ¿Puedo ayudarle en algo?
Intentó ser amable igual que siempre, pero se mantuvo en guardia a la espera de lo que pudiera pasar.
Adahír acudió al instante, pasándole la mano por los hombros y ayudándola a relajarse.
- Tranquila, pequeña. Respira hondo. Creo que te están siguiendo.
Fue a responderle, pero nada más abrir la boca oyó otra voz. Una que no se había imaginado. Se giró enseguida y miró de arriba abajo al desconocido que le hablaba. Siseaba, escupiendo las palabras con lo que le pareció cierto desprecio. ¿Bandas de niños?
- No sé de que me habla.
Apoyó la mano discretamente en la cadera, notando el metal que había escondido bajo la tela. Su espada seguía allí, oculta a la vista del resto pero a mano si hacía falta. ¿Un atracador, quizá? No veía que fuera armado, pero bajo el abrigo que tenía él también podía llevar una espada, una pistola o algo peor. Lo cierto era que estaba en desventaja. ¿En que momento se había metido en un callejón? Tenía que regresar a las calles principales. Adahír, detrás de ella, le daba apoyo moral. Ahora que había identificado la sensación que le preocupaba, se sentía bastante más tranquila.
- ¿Puedo ayudarle en algo?
Intentó ser amable igual que siempre, pero se mantuvo en guardia a la espera de lo que pudiera pasar.
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Me resultó insólito que se extrañase. Bandas de criajos ladrones las había en muchos sitios, y más aún en ciudades enormes y tristes como aquella… Siempre, claro está, que uno conociese realmente donde vivía. El mundo era cruel en todos lados excepto, quizás, en algún recóndito paraíso. ¿Acaso era tan inocente?
—¿Ayudarme? ¿Para qué querrías ayudarme? —pregunté con ironía deslizándome para acecharla como un depredador—. ¿Y qué clase de pago pedirías a cambio? No… No busco tu ayuda, aún. Aunque reconozco que me hubieras venido de perlas cuando aquel imbécil mestizo me acuchilló… —Hice girar lentamente el bichero entre mis dedos, aquello siempre me ayudaba a pensar—. Pero sé de alguien al que no le vendría nada mal tu ayudita.
Aunque había una pregunta, o más bien dos, que habría que resolver antes de aquello. Una que no era basada en el poder, sino en el querer proporcionar o querer ayuda.
Subiendo por la pared gracias a mi inhumanidad, fui andando por la superficie manchada de musgo y ollín sin dejar de observarla como una presa.
—Tres calles más adelante gira a la izquierda, y cuando llegues a la esquina donde venden empanadas entra en el segundo portal del callejón… Te espero allí.
Saltando por los tejados me marché de la escena dejando a su discreción el destino de Elloisa. Y quizás, aunque decidiera ir, ella quisiera seguir muriendo. Aunque al llegar a la isla había evitado fortuitamente que se suicidara lanzándose desde su balcón, poco podía hacer por la causa subyacente. Nada, en realidad…
Al llegar pude verla tras el sucio cristal sentada en la misma silla en la que la había dejado. Aún tenía la marca del golpe del cliente que le había arrebatado todo cuanto tenía en su miserable mundo. Pude oler su miseria a través del trozo roto al que, afortunadamente, no se atrevía a llegar.
Esperé allí, sin saludarla, simplemente observando desde lo alto cómo aquel pequeño barrio limítrofe descansaba de sus ajetreadas noches de trabajo. Los artesanos de Mudleaf que vivían allí eran muy diferentes.
Si aquella niña llegaba, bajaría a abrirle la puerta aún desvencijada que Elloisa ni ninguno de sus repugnantes vecinos se había molestado en mandar arreglar. Por supuesto, a ellos no les habían quitado nada.
—Está arriba, tercera planta a la derecha. Cuidado con los escalones y las ratas—advertiría con tono funesto. Aquel lugar era un antro.
—¿Ayudarme? ¿Para qué querrías ayudarme? —pregunté con ironía deslizándome para acecharla como un depredador—. ¿Y qué clase de pago pedirías a cambio? No… No busco tu ayuda, aún. Aunque reconozco que me hubieras venido de perlas cuando aquel imbécil mestizo me acuchilló… —Hice girar lentamente el bichero entre mis dedos, aquello siempre me ayudaba a pensar—. Pero sé de alguien al que no le vendría nada mal tu ayudita.
Aunque había una pregunta, o más bien dos, que habría que resolver antes de aquello. Una que no era basada en el poder, sino en el querer proporcionar o querer ayuda.
Subiendo por la pared gracias a mi inhumanidad, fui andando por la superficie manchada de musgo y ollín sin dejar de observarla como una presa.
—Tres calles más adelante gira a la izquierda, y cuando llegues a la esquina donde venden empanadas entra en el segundo portal del callejón… Te espero allí.
Saltando por los tejados me marché de la escena dejando a su discreción el destino de Elloisa. Y quizás, aunque decidiera ir, ella quisiera seguir muriendo. Aunque al llegar a la isla había evitado fortuitamente que se suicidara lanzándose desde su balcón, poco podía hacer por la causa subyacente. Nada, en realidad…
Al llegar pude verla tras el sucio cristal sentada en la misma silla en la que la había dejado. Aún tenía la marca del golpe del cliente que le había arrebatado todo cuanto tenía en su miserable mundo. Pude oler su miseria a través del trozo roto al que, afortunadamente, no se atrevía a llegar.
Esperé allí, sin saludarla, simplemente observando desde lo alto cómo aquel pequeño barrio limítrofe descansaba de sus ajetreadas noches de trabajo. Los artesanos de Mudleaf que vivían allí eran muy diferentes.
Si aquella niña llegaba, bajaría a abrirle la puerta aún desvencijada que Elloisa ni ninguno de sus repugnantes vecinos se había molestado en mandar arreglar. Por supuesto, a ellos no les habían quitado nada.
—Está arriba, tercera planta a la derecha. Cuidado con los escalones y las ratas—advertiría con tono funesto. Aquel lugar era un antro.
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El extraño comenzó a hablar solo, casi para sí mismo. Entre los dedos giraba una especie de palo puntiagudo que Julianna no había visto en su vida. Adahír le sujetaba el hombro y era únicamente por eso que la joven no temblaba como una hoja. Todo había sucedido demasiado deprisa. ¿Quién era ese hombre? ¿Qué quería? No era capaz de deducir sus intenciones, pero estaba convencida de que no era de fiar.
Y de repente, se subió a la pared.
Julianna dio un pequeño brinco, sobresaltada. La ropa del extraño ondeó un poco con el movimiento, dejando entrever algo viscoso y de un color vivo que no tenía nada que ver con piernas. El miedo de la joven remitió un poco, echado aun lado por su curiosidad. ¿Qué era? Tenía... tentáculos. ¿Eso eran? Lo parecían. Su mano no se movió de la empuñadura de su espada, pero sus ojos vagaron por todo su interlocutor, tratando de encontrar alguna pista para entender la situación en la que se había metido de lleno. Tras darle unas instrucciones, el extraño subió hasta el tejado y se alejó de ella.
Vaciló un poco; nada le obligaba a ir hasta allá. No estaba muy lejos del puerto, podía aprovechar y marcharse en seguida. Cogería un barco antes de que él la encontrara y no tendría que preocuparse más. Sin embargo... si alguien necesitaba su ayuda, entendía que estaba herido. Era lo que estaba haciendo antes de que el extraño le hablase, curar a alguien. Y aparte de que no tenía muchas otras habilidades destacables, en principio para él también era una desconocida.
- Me ha dejado marchar de una pieza... supongo que puedo echar un vistazo.- Pensó para sí. Adahír estaba más inquieto que ella, pero no tuvo más remedio que claudicar y acompañarla.
Llegó hasta la esquina en la que vendían empanadas y compró dos, una de carne y otra de vegetales. Estaban tiernas y todavía templadas, pero en lugar de comérselas las guardó en su bolsito y avanzó hasta el lugar que le habían indicado. El hombre, si es que se le podía llamar así, le abrió la puerta sin muchas ceremonias, y le indicó el piso.
Se apoyó con cuidado en la pared hasta llegar al tercer piso, ignorando los chillidos que había a sus pies. Las ratas no te molestan si tú no les molestas a ellas, eso lo sabía. Estas seguramente solo tenían hambre y Jul, llena de tela y poca grasa, no era exactamente un plato apetitoso.
Alzó la cabeza del suelo solo al llegar al tercer piso; había estado determinada a no caerse. El lugar... le puso triste de solo mirarlo. No había luz, había muebles rotos y cosas tiradas por el suelo. Caminó con cuidado y en seguida encontró a la pobre paciente que le habían asignado. Estaba sentada en una silla, apagada e inclinada hacia delante como una muñeca rota o sin hilos. Se acercó a ella con mucho cuidado y le saludó en voz baja.
- Mi nombre es Jul... me han pedido que le ayude.- No le dijo quién o por qué. Aparte de no saberlo, preocupar al paciente siempre es un error.
Con seguridad profesional, le levantó el rostro y examinó el golpe que ahí había. Observó el resto de su cuerpo, contando los moretones y pequeñas heridas. A esa mujer le habían dado una soberana paliza. Tampoco le había respondido. Sin hablar, se alejó un poco buscando el baño y trató de llenar la bañera. Logró que el agua corriera, pero más que caliente apenas logró que no estuviera congelada. Tendría que servir. Volvió a por la mujer y con calma, despacio, se la cargó a los hombros.
Una hora después, volvió a salir por el portal y buscó con la mirada al hombre. Si le encontraba, le explicaría lo que había hecho:
- Le he bañado y he tratado sus golpes y heridas. En la mesita de noche tiene cataplasma para un par de días más, hasta que le baje la hinchazón. Luego le he dado de comer y le he metido en cama. No responde del todo a los estímulos externos, sufre un severo trauma y me temo que por el momento no puedo hacer nada más.
Dejó pasar unos segundos y, todavía con la mano en el pomo de la oculta espada, añadió:
- ¿Por qué yo? ¿Quién es usted?
Y de repente, se subió a la pared.
Julianna dio un pequeño brinco, sobresaltada. La ropa del extraño ondeó un poco con el movimiento, dejando entrever algo viscoso y de un color vivo que no tenía nada que ver con piernas. El miedo de la joven remitió un poco, echado aun lado por su curiosidad. ¿Qué era? Tenía... tentáculos. ¿Eso eran? Lo parecían. Su mano no se movió de la empuñadura de su espada, pero sus ojos vagaron por todo su interlocutor, tratando de encontrar alguna pista para entender la situación en la que se había metido de lleno. Tras darle unas instrucciones, el extraño subió hasta el tejado y se alejó de ella.
Vaciló un poco; nada le obligaba a ir hasta allá. No estaba muy lejos del puerto, podía aprovechar y marcharse en seguida. Cogería un barco antes de que él la encontrara y no tendría que preocuparse más. Sin embargo... si alguien necesitaba su ayuda, entendía que estaba herido. Era lo que estaba haciendo antes de que el extraño le hablase, curar a alguien. Y aparte de que no tenía muchas otras habilidades destacables, en principio para él también era una desconocida.
- Me ha dejado marchar de una pieza... supongo que puedo echar un vistazo.- Pensó para sí. Adahír estaba más inquieto que ella, pero no tuvo más remedio que claudicar y acompañarla.
Llegó hasta la esquina en la que vendían empanadas y compró dos, una de carne y otra de vegetales. Estaban tiernas y todavía templadas, pero en lugar de comérselas las guardó en su bolsito y avanzó hasta el lugar que le habían indicado. El hombre, si es que se le podía llamar así, le abrió la puerta sin muchas ceremonias, y le indicó el piso.
Se apoyó con cuidado en la pared hasta llegar al tercer piso, ignorando los chillidos que había a sus pies. Las ratas no te molestan si tú no les molestas a ellas, eso lo sabía. Estas seguramente solo tenían hambre y Jul, llena de tela y poca grasa, no era exactamente un plato apetitoso.
Alzó la cabeza del suelo solo al llegar al tercer piso; había estado determinada a no caerse. El lugar... le puso triste de solo mirarlo. No había luz, había muebles rotos y cosas tiradas por el suelo. Caminó con cuidado y en seguida encontró a la pobre paciente que le habían asignado. Estaba sentada en una silla, apagada e inclinada hacia delante como una muñeca rota o sin hilos. Se acercó a ella con mucho cuidado y le saludó en voz baja.
- Mi nombre es Jul... me han pedido que le ayude.- No le dijo quién o por qué. Aparte de no saberlo, preocupar al paciente siempre es un error.
Con seguridad profesional, le levantó el rostro y examinó el golpe que ahí había. Observó el resto de su cuerpo, contando los moretones y pequeñas heridas. A esa mujer le habían dado una soberana paliza. Tampoco le había respondido. Sin hablar, se alejó un poco buscando el baño y trató de llenar la bañera. Logró que el agua corriera, pero más que caliente apenas logró que no estuviera congelada. Tendría que servir. Volvió a por la mujer y con calma, despacio, se la cargó a los hombros.
Una hora después, volvió a salir por el portal y buscó con la mirada al hombre. Si le encontraba, le explicaría lo que había hecho:
- Le he bañado y he tratado sus golpes y heridas. En la mesita de noche tiene cataplasma para un par de días más, hasta que le baje la hinchazón. Luego le he dado de comer y le he metido en cama. No responde del todo a los estímulos externos, sufre un severo trauma y me temo que por el momento no puedo hacer nada más.
Dejó pasar unos segundos y, todavía con la mano en el pomo de la oculta espada, añadió:
- ¿Por qué yo? ¿Quién es usted?
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Una vez los crujidos de los escalones cesaron, subí por la pared sigilosamente para espiar a la chica. Mirándola oculto tras los marcos agrietados de las puertas, comprobé que la trataba con amabilidad y diligencia, intentando pacientemente sacarla de aquel rancio estupor en el que se sumía cuando no lloraba. Tenía paciencia y tacto, y lo único que le parecía faltar era la fuerza para arrastrar a la pobre hasta el baño.
Compartió su comida con ella, y aunque la muchacha comió, ningún acto amable parecía suavizar la pestosa pesadez en la que se había hundido su alma. Con lo buenas que estaban esas empanadas especiadas de rata…, pensé lamentando no poderme unir al escueto banquete. Antes de que pudiera detectarme y tirar todo el tratamiento por tierra, me deslicé de nuevo afuera para esperar.
Los Jhonson venían por la calle riéndose, pero la presencia de un extraño en la puerta de una de sus muchas casas acalló el divertimento. Pasaron por mi lado lanzándome cautelosas miradas todo el rato que los siete miembros tardaron en volver a su polvoriento hogar. Solo los había visto dos veces, y no me gustaban ni un pelo.
Cuando aquel tenso momento pasó, otro vino de mano de la tal Jul. No traía un buen pronóstico, y sus preguntas, lógicas y coherentes, carecían de interés para mí.
—Pues vaya… Y aquí no tiene nadie que la cuide, mucho menos sin dinero, así que solo queda una opción sensata. —Extendí mi bichero y dediqué un corto momento a perfilar el corto pero afilado gancho que pretendía clavar en la base de su cráneo—. Sacrificarla será lo menos cruel—dije, atento para despiezar la reacción de aquella niña que, aunque adulta, parecía aún conservar la empatía por el género humano—. Pero antes, ¿a qué quieres que te conteste primero?
Comenzaría entonces a retroceder lentamente hacia la casa dispuesto a hacer de verdugo.
Compartió su comida con ella, y aunque la muchacha comió, ningún acto amable parecía suavizar la pestosa pesadez en la que se había hundido su alma. Con lo buenas que estaban esas empanadas especiadas de rata…, pensé lamentando no poderme unir al escueto banquete. Antes de que pudiera detectarme y tirar todo el tratamiento por tierra, me deslicé de nuevo afuera para esperar.
Los Jhonson venían por la calle riéndose, pero la presencia de un extraño en la puerta de una de sus muchas casas acalló el divertimento. Pasaron por mi lado lanzándome cautelosas miradas todo el rato que los siete miembros tardaron en volver a su polvoriento hogar. Solo los había visto dos veces, y no me gustaban ni un pelo.
Cuando aquel tenso momento pasó, otro vino de mano de la tal Jul. No traía un buen pronóstico, y sus preguntas, lógicas y coherentes, carecían de interés para mí.
—Pues vaya… Y aquí no tiene nadie que la cuide, mucho menos sin dinero, así que solo queda una opción sensata. —Extendí mi bichero y dediqué un corto momento a perfilar el corto pero afilado gancho que pretendía clavar en la base de su cráneo—. Sacrificarla será lo menos cruel—dije, atento para despiezar la reacción de aquella niña que, aunque adulta, parecía aún conservar la empatía por el género humano—. Pero antes, ¿a qué quieres que te conteste primero?
Comenzaría entonces a retroceder lentamente hacia la casa dispuesto a hacer de verdugo.
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El hombre sacó lo que parecía un palo afilado y tras un muy breve momento de reflexión, declaró que tocaba sacrificar a la mujer. Jul todavía no entendía nada. Estaba allí parada en la puerta del edificio, en un recodo de la ciudad que desconocía, siguiendo las órdenes de alguien que no le había dado ni su nombre y que aparentemente actuaba sin lógica ninguna. Sintió algo de calor en su interior y un tenue sabor amargo llenarle la boca. De un segundo para otro estaba airada, a sus ojos con verdadera razón. Sin embargo, pese a que su expresión lo demostraba, sus movimientos fueron igual de cautelosos que siempre. Avanzó tan solo un paso y posó una mano en el brazo del desconocido.
- Aguarde.- Le pidió.- Ella no es de su propiedad. No es su decisión. Si desea morir buscará sus propios medios, pero no tiene forma de saber qué es lo menos cruel. Si no se lo pide, no debería hacerlo.
No tenía muy claro quién era la joven o cómo había llegado al estado en el que se encontraba. Pero sabía por experiencia que en unos días el choque en el que estaba se iría. Y en ese momento, o continuaría con su vida o la terminaría por sí misma. No valía la pena elucubrar cuál sería su decisión y actuar a priori estaba simplemente mal. Jul soltó al hombre y le miró de arriba abajo. No podía enfrentarse a él y esperaba que no decidiese sacrificarla a ella la siguiente. Sin embargo, no había hecho ademán de hacerle daño. Simplemente parecía... seguro de sus actos. Seguro de que Jul le ayudaría, como había pasado. Seguro de que la mujer no tenía cura. Seguro de que como una vaca que no da leche había que terminar su vida. Pero eso no era cierto. No había utilidad alguna en esa muerte.
- Me gustaría saber quién es usted, antes de nada. Y me gustaría que recapacitara; si necesita tiempo le ofrezco mi compañía. Desconozco su raza y me encantaría averiguar sobre su naturaleza.
No mentía. El miedo todavía la rondaba como una maléfica sombra, pero su curiosidad continuaba ahí. Si además era capaz de apartarle de la casa y la mujer, serían dos victorias.
- Conozco una gran pastelería que no está demasiado lejos. Podríamos traerle algo delicioso a ella y de paso disfrutarlo nosotros.
- Aguarde.- Le pidió.- Ella no es de su propiedad. No es su decisión. Si desea morir buscará sus propios medios, pero no tiene forma de saber qué es lo menos cruel. Si no se lo pide, no debería hacerlo.
No tenía muy claro quién era la joven o cómo había llegado al estado en el que se encontraba. Pero sabía por experiencia que en unos días el choque en el que estaba se iría. Y en ese momento, o continuaría con su vida o la terminaría por sí misma. No valía la pena elucubrar cuál sería su decisión y actuar a priori estaba simplemente mal. Jul soltó al hombre y le miró de arriba abajo. No podía enfrentarse a él y esperaba que no decidiese sacrificarla a ella la siguiente. Sin embargo, no había hecho ademán de hacerle daño. Simplemente parecía... seguro de sus actos. Seguro de que Jul le ayudaría, como había pasado. Seguro de que la mujer no tenía cura. Seguro de que como una vaca que no da leche había que terminar su vida. Pero eso no era cierto. No había utilidad alguna en esa muerte.
- Me gustaría saber quién es usted, antes de nada. Y me gustaría que recapacitara; si necesita tiempo le ofrezco mi compañía. Desconozco su raza y me encantaría averiguar sobre su naturaleza.
No mentía. El miedo todavía la rondaba como una maléfica sombra, pero su curiosidad continuaba ahí. Si además era capaz de apartarle de la casa y la mujer, serían dos victorias.
- Conozco una gran pastelería que no está demasiado lejos. Podríamos traerle algo delicioso a ella y de paso disfrutarlo nosotros.
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Dejé que la muchacha se acercara a mí, pero me mantuve en todo momento alerta a la mano que estaba puesta en la empuñadura. Espada, mazo o martillo, fuese lo que fuese era un arma, y desde luego no iba a permitir que la usase. Arqueando uno de mis tentáculos por el suelo tras sus pies, estaba más que dispuesto a ponerle la zancadilla para evitar una rápida estocada que intentaría parar con mi bichero, y tras aprovechar su inestabilidad herirla de gravedad. Pero aquello no llegó a pasar, incluso con sus ojos ardiendo de rabia se contuvo de hacer una estupidez.
—Me alegra escuchar que al menos no estás en contra de la esclavitud—comenté en base a la referencia de la propiedad de aquella desgraciada.
Tenso por el suave contacto que bien podía ser una sucia artimaña, entrecerré los ojos meditando las distintas posibilidades que podían surgir de aquel encuentro. Si bien quería una aliada que tuviera conocimientos en medicina, quizás la humanidad que aún parecía mostrar era un aspecto desdeñable. Aunque aún era pronto para tirar la cesta al completo por una pequeña manzana mala. Sus demandas parecían lógicas, pensadas y sinceras… y ante eso se merecía una contestación. ¿Pero qué contestarle? Me encontré dudando si decirle el verdadero nombre o darme a conocer como Kimihiro, y entonces recordé el alias que White me había dado.
—Soy el señor Black; Mr. Black si sigues las costumbres de esta tierra, o Black-san si sigues las de… —no recordaba el nombre de aquel reino que originó el delicioso takoyaki—. No importa. La verdad no me parece mal esa idea, ¿tú invitas, no?
Si podía ahorrarme cien o doscientos berries, mejor que mejor. Era lo menos que podía hacer si iba a darle información sobre los hijos del mar. Entonces quité mi pierna preparada para la zancadilla con el mismo sigilo que la había puesto.
Esperando que la muchacha se pusiese en marcha y que aquella pastelería que decía estuviese en un mejor barrio donde hubiera buena mermelada, empecé la conversación con dos preguntas muy claras.
—¿Qué quieres saber? ¿Y qué me darás a cambio?
Porque pretendía sacar algo más que un dulce de ella. No tanto como un delicioso brazo o pierna, pero algo más... algo de un valor proporcional o mayor, claro.
—Me alegra escuchar que al menos no estás en contra de la esclavitud—comenté en base a la referencia de la propiedad de aquella desgraciada.
Tenso por el suave contacto que bien podía ser una sucia artimaña, entrecerré los ojos meditando las distintas posibilidades que podían surgir de aquel encuentro. Si bien quería una aliada que tuviera conocimientos en medicina, quizás la humanidad que aún parecía mostrar era un aspecto desdeñable. Aunque aún era pronto para tirar la cesta al completo por una pequeña manzana mala. Sus demandas parecían lógicas, pensadas y sinceras… y ante eso se merecía una contestación. ¿Pero qué contestarle? Me encontré dudando si decirle el verdadero nombre o darme a conocer como Kimihiro, y entonces recordé el alias que White me había dado.
—Soy el señor Black; Mr. Black si sigues las costumbres de esta tierra, o Black-san si sigues las de… —no recordaba el nombre de aquel reino que originó el delicioso takoyaki—. No importa. La verdad no me parece mal esa idea, ¿tú invitas, no?
Si podía ahorrarme cien o doscientos berries, mejor que mejor. Era lo menos que podía hacer si iba a darle información sobre los hijos del mar. Entonces quité mi pierna preparada para la zancadilla con el mismo sigilo que la había puesto.
Esperando que la muchacha se pusiese en marcha y que aquella pastelería que decía estuviese en un mejor barrio donde hubiera buena mermelada, empecé la conversación con dos preguntas muy claras.
—¿Qué quieres saber? ¿Y qué me darás a cambio?
Porque pretendía sacar algo más que un dulce de ella. No tanto como un delicioso brazo o pierna, pero algo más... algo de un valor proporcional o mayor, claro.
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Los ojos de la pequeña se entrecerraron un poco al oír su primera sorpresa. ¿Estaba a favor de la esclavitud? ¿Le alegraba? Escogió sus palabras con mucho cuidado, no pretendiendo enfurecerle.
- La esclavitud me disgusta; pero comprendo que es difícil... deshacerse de ella.
No era una mentira. Jul jamás tendría un esclavo y mientras pudiera evitarlo tampoco pertenecería a nadie. Sin embargo, había visto lo suficiente del mundo como para entender que había personas que nunca renunciarían a ese privilegio. Más allá de la ética, tampoco tenían una razón sólida para hacerlo. Era una batalla perdida.
Asintió ante la petición de invitarle y paladeó el nombre del extraño en su mente. Señor Black... conciso y pulcro. Su única sílaba restalló en la boca del hombre con elegancia mientras volvía a pronunciarlo. Se preguntó de pasada si sería un nombre real o una tapadera; estaba claro que era alguien acostumbrado a ocultar sino su existencia, gran parte de su vida. Todo lo contrario a ella, en realidad. De momento, sin embargo, lo importante era que podía alejarle del callejón y de la mujer a un paso de convertirse en su víctima.
Echó a caminar al principio sin un rumbo fijo, pero con decisión. No conocía del todo esa parte de la ciudad, pero contaba con salir pronto y poder ubicarse sin delatar su vacilación.
- Me gustaría saber quién era esa mujer y por qué me pidió que intentara curarla, a mí que no me conoce de nada.
Iba a preguntarle si se encontraba en peligro en su presencia, pero terminó mordiéndose la lengua en su lugar. No era una pregunta para nada juiciosa y si bien quería la respuesta no estaba segura de que la que él le pudiera dar fuera a satisfacerla. Continuó caminando y pronto el mal olor quedó detrás de ellos. Volvían al distrito artesanal y comercial. A lo lejos vio el cartel de la pequeña pastelería en la que había desayunado y esbozó una pequeña sonrisa, aliviada. Se la señaló y avanzó hacia ella.
- A cambio... no tengo mucho dinero, pero tampoco creo que le interese. ¿Hay algo que necesite o requiera? Sino, supongo que a cambio puede preguntarme también lo que desee. Si no le satisface... bueno, sus palabras son suyas. Nada le obliga a contestarme o continuar haciéndome compañía, me temo.
- La esclavitud me disgusta; pero comprendo que es difícil... deshacerse de ella.
No era una mentira. Jul jamás tendría un esclavo y mientras pudiera evitarlo tampoco pertenecería a nadie. Sin embargo, había visto lo suficiente del mundo como para entender que había personas que nunca renunciarían a ese privilegio. Más allá de la ética, tampoco tenían una razón sólida para hacerlo. Era una batalla perdida.
Asintió ante la petición de invitarle y paladeó el nombre del extraño en su mente. Señor Black... conciso y pulcro. Su única sílaba restalló en la boca del hombre con elegancia mientras volvía a pronunciarlo. Se preguntó de pasada si sería un nombre real o una tapadera; estaba claro que era alguien acostumbrado a ocultar sino su existencia, gran parte de su vida. Todo lo contrario a ella, en realidad. De momento, sin embargo, lo importante era que podía alejarle del callejón y de la mujer a un paso de convertirse en su víctima.
Echó a caminar al principio sin un rumbo fijo, pero con decisión. No conocía del todo esa parte de la ciudad, pero contaba con salir pronto y poder ubicarse sin delatar su vacilación.
- Me gustaría saber quién era esa mujer y por qué me pidió que intentara curarla, a mí que no me conoce de nada.
Iba a preguntarle si se encontraba en peligro en su presencia, pero terminó mordiéndose la lengua en su lugar. No era una pregunta para nada juiciosa y si bien quería la respuesta no estaba segura de que la que él le pudiera dar fuera a satisfacerla. Continuó caminando y pronto el mal olor quedó detrás de ellos. Volvían al distrito artesanal y comercial. A lo lejos vio el cartel de la pequeña pastelería en la que había desayunado y esbozó una pequeña sonrisa, aliviada. Se la señaló y avanzó hacia ella.
- A cambio... no tengo mucho dinero, pero tampoco creo que le interese. ¿Hay algo que necesite o requiera? Sino, supongo que a cambio puede preguntarme también lo que desee. Si no le satisface... bueno, sus palabras son suyas. Nada le obliga a contestarme o continuar haciéndome compañía, me temo.
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Chasqueé la lengua con desagrado; la había malinterpretado, o bien ella se había explicado mal. Era una pena encontrar al típico defensor de la justicia, o más bien de la humanidad, en vez de a alguien que realmente sopesara los actos catalogados como “crueles” desde un punto de vista lógico. Una auténtica pena.
—Veamos…—extendí mis dedos para enumerar cuantas preguntas indirectas contestaba—. Quién era esa mujer, y porqué te pedí que intentaras curarla a pesar de que no te conozco de nada… Eso son dos preguntas…—me rasqué la barbilla esperando a que terminara de concretar qué obtendría a cambio de contestarlas. Cuando lo hizo, continué—. Y con esa son tres…—sonreí burlonamente a través de la capucha—. Nah… entiendo que esa última no cuenta. Me parece muy bien eso de dar y recibir información; harto útil.
Pero antes de continuar correteé al escaparate repletito de dulces, pastas y bizcochos que un par de alimañas hambrientas rondaban sabiendo que nunca, jamás, podrían catar aquellas creaciones si no las robaban. Era obvio por sus harapos y el hollín que aquellos niñatos estaban en el último peldaño de la escalera social, tanto como que se escondían de la inquisitiva mirada del panadero que no tardaría en salir para regañarles a escobazos. Expuestos encontré en su mayoría trabajos de harina y azúcar, pero poco piñón y frutos que no fueran almendras o escarchados; la ciudad tenía poco de campo, y las importaciones parecían difíciles de conseguir a juzgar por lo que veía. Era increíble lo que se podía deducir con un simple vistazo a los comercios, la verdad.
—Pues…—Los criajos dieron un salto del susto y se dieron la vuelta, pero en vez de huir pegaron sus asustadas espaldas contra el cristal. Me eché a un lado, dirigiéndome hacia la puerta para no molestar más a la fauna local—. Pues verás, Elloisa era una prostituta nueva pero bastante popular que, según decían sus compañeras de trabajo, había amasado una fortuna con sus trabajos para un Sir… Sir algo. El caso es que parece que habló demasiado de cuando iba a retirarse o algo así y la han desplumado; y supongo que el hecho de volver a trabajar en ese mundo le hacía tan poca gracia como para suicidarse. O a lo mejor necesitaba el dinero para algún cliché de familiar enfermo, yo qué sé, las putas no me contaron mucho, y a ella no se le puede preguntar—. Me incliné sobre el mostrador para ver qué había sacado el fornido pastelero de espeso bigote que me miraba con una sonrisa forzada fruto de escuchar el extraño relato—. Y quería que la curaras porque has demostrado conocimientos médicos y… bueno, quiero saber para qué necesitaba el dinero. Eso y…—Recordarlo mató mi hambre—. Porque apestaba.
Aquella inmunda pringue que manaba de su alma me hacía imposible, o más bien horriblemente desagradable activar mi haki a su alrededor. Tan profunda era aquella desgracia para ella que se sobreponía al descontento, al hambre y la desesperación del aroma típico del peor barrio de la isla. Hedía, y aquella miseria se había quedado atascada en el alma de mi nariz y lamía ásperamente mi lengua dándome ganas de vomitar.
—Ahora mis preguntas. ¿Me contestarás con la verdad para todas las preguntas que te haga? Y la segunda es… ¿Crees que todos los hombres, o más bien todas las criaturas inteligentes, desde un punto de vista antropológico, no racista y, para que nos entendamos, humanoides, son iguales y merecen lo mismo?
Aquella pregunta era rara, directa y, desde luego, inapropiadamente apropiada. Hasta el señor del mostrador se quedó estupefacto, y eso que solo era un humilde satélite de la conversación.
—Yo quiero lo que esté más bueno y lleve mermelada. Lo dejo a su juicio de experto pastelero...
—Un Jam Roly-Poly entonces...—dijo tras parpadear un par de veces, sacando un trozo de lo que parecía un brazo gitano relleno de mermelada.
—Veamos…—extendí mis dedos para enumerar cuantas preguntas indirectas contestaba—. Quién era esa mujer, y porqué te pedí que intentaras curarla a pesar de que no te conozco de nada… Eso son dos preguntas…—me rasqué la barbilla esperando a que terminara de concretar qué obtendría a cambio de contestarlas. Cuando lo hizo, continué—. Y con esa son tres…—sonreí burlonamente a través de la capucha—. Nah… entiendo que esa última no cuenta. Me parece muy bien eso de dar y recibir información; harto útil.
Pero antes de continuar correteé al escaparate repletito de dulces, pastas y bizcochos que un par de alimañas hambrientas rondaban sabiendo que nunca, jamás, podrían catar aquellas creaciones si no las robaban. Era obvio por sus harapos y el hollín que aquellos niñatos estaban en el último peldaño de la escalera social, tanto como que se escondían de la inquisitiva mirada del panadero que no tardaría en salir para regañarles a escobazos. Expuestos encontré en su mayoría trabajos de harina y azúcar, pero poco piñón y frutos que no fueran almendras o escarchados; la ciudad tenía poco de campo, y las importaciones parecían difíciles de conseguir a juzgar por lo que veía. Era increíble lo que se podía deducir con un simple vistazo a los comercios, la verdad.
—Pues…—Los criajos dieron un salto del susto y se dieron la vuelta, pero en vez de huir pegaron sus asustadas espaldas contra el cristal. Me eché a un lado, dirigiéndome hacia la puerta para no molestar más a la fauna local—. Pues verás, Elloisa era una prostituta nueva pero bastante popular que, según decían sus compañeras de trabajo, había amasado una fortuna con sus trabajos para un Sir… Sir algo. El caso es que parece que habló demasiado de cuando iba a retirarse o algo así y la han desplumado; y supongo que el hecho de volver a trabajar en ese mundo le hacía tan poca gracia como para suicidarse. O a lo mejor necesitaba el dinero para algún cliché de familiar enfermo, yo qué sé, las putas no me contaron mucho, y a ella no se le puede preguntar—. Me incliné sobre el mostrador para ver qué había sacado el fornido pastelero de espeso bigote que me miraba con una sonrisa forzada fruto de escuchar el extraño relato—. Y quería que la curaras porque has demostrado conocimientos médicos y… bueno, quiero saber para qué necesitaba el dinero. Eso y…—Recordarlo mató mi hambre—. Porque apestaba.
Aquella inmunda pringue que manaba de su alma me hacía imposible, o más bien horriblemente desagradable activar mi haki a su alrededor. Tan profunda era aquella desgracia para ella que se sobreponía al descontento, al hambre y la desesperación del aroma típico del peor barrio de la isla. Hedía, y aquella miseria se había quedado atascada en el alma de mi nariz y lamía ásperamente mi lengua dándome ganas de vomitar.
—Ahora mis preguntas. ¿Me contestarás con la verdad para todas las preguntas que te haga? Y la segunda es… ¿Crees que todos los hombres, o más bien todas las criaturas inteligentes, desde un punto de vista antropológico, no racista y, para que nos entendamos, humanoides, son iguales y merecen lo mismo?
Aquella pregunta era rara, directa y, desde luego, inapropiadamente apropiada. Hasta el señor del mostrador se quedó estupefacto, y eso que solo era un humilde satélite de la conversación.
—Yo quiero lo que esté más bueno y lleve mermelada. Lo dejo a su juicio de experto pastelero...
—Un Jam Roly-Poly entonces...—dijo tras parpadear un par de veces, sacando un trozo de lo que parecía un brazo gitano relleno de mermelada.
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Empezaba a abandonar la idea de sostener una conversación fluida con ese extraño. Medía sus respuestas y las vendía a precio de oro, por lo visto. Se preguntó si sería una diferencia propia de su especie, fuera la que fuera, o tan solo parte de su personalidad. En cualquier caso, si bien todavía se encontraba alerta no creía estar en peligro inmediato. El señor Black no parecía tener la intención de herirla, al menos no sin motivo. Y no pensaba darle uno, claro.
Se acercaron al escaparate; estaba lleno a rebosar de apetitosos manjares. Dulces, salados, todo tipo de postres cautelosamente ordenados para que cada uno mostrara su mejor lado y lograran atraer a cualquiera que pasara por allí. Al parecer, eso incluía a varios niños vestidos con harapos. Jul les miró, desatendiendo a los pasteles que de todas formas probaría en breve. Los mayores tendrían unos siete u ocho años, el menor no más de cinco. Los ojos les brillaban y la boca se les hacia agua, pero sus cuerpecitos estaban en tensión, listos para salir corriendo a la menor señal de necesidad. Jul les respetaba. Había estado en su lugar y sabía lo difícil que era sobrevivir cuando la vida te da una mala mano. Aún así, conocía a su tipo por propia experiencia. Pelearían con uñas, dientes y sonrisas, cualquier arma que tuvieran a mano, solo para poder aguantar un día más. Mucha gente que se jactaba de hacer lo mismo no tenía ni idea de lo que estaba hablando; tan solo romantizaba la idea. Pero ellos...
Se agachó y dejó varias monedas en el suelo, ante los atentos ojos de los niños. No intentó hablarles; ya bastante les había asustado el señor Black solo con acercarse. Retrocedió un par de pasos y una vez vio que se acercaban a por el botín se giró para entrar a la pastelería.
Escuchó con atención el relato de la joven a la que habían dejado atrás. Era una tragedia, sin duda, pero también sonaba a algo habitual. Injusto. Cruel. Pero habitual. Se sentó a la mesa frente al señor Black, todavía dándole vueltas a la historia. Se le ocurría una forma de sacar a la joven de su trance, ahora que tenía un poco más claro qué lo había provocado. No había garantías, claro, pero era simple anatomía... como mínimo estaba segura de poder hacerla reaccionar. Sin embargo... sin el dinero de vuelta, lo más seguro era que tarde o temprano volviera a su estado actual o terminara suicidándose.
- Para mí un trozo de tarta de zanahoria, por favor.
Aguardó hasta que el pastelero volvió con su dulce para contestar a la pregunta del señor Black. Era inusual y se lo pensó antes de responder. Para empezar, ¿Qué seres 'humanoides', pero no humanos, conocía? A su interlocutor, sin duda alguna. Y suponía que los vampiros entraban en esa categoría. Más allá de eso, su mente estaba en blanco. Sin embargo, la pregunta abría una interesante puerta a todo tipo de conjeturas. Los ojos le brillaron solo con pensar en las posibilidades. Un sinfín de especies semejantes a un humano, pero diferentes hasta el núcleo... ¿Cómo funcionarían sus cuerpos? ¿Sería su sangre compatible? ¿Sus órganos? Regresó a la tierra tras oler el pastel que acababan de poner frente a ella. Esbozó una sonrisa tímida y contestó con tranquilidad:
- Esa pregunta... depende de cómo lo consideres. No es algo de 'si' o 'no'. Me gustaría comentar antes de nada que lo cierto es que no tengo apenas experiencia con criaturas humanoides. Tú bien podrías ser si no la primera, la segunda con la que me cruzo. Dicho esto, considero que todos tienen el mismo valor que un humano, ya solo por su capacidad de raciocinio. Decir que son iguales me parece un error; estoy segura de que tus necesidades difieren de las mías. Teniendo esto en cuenta, todos merecen poder satisfacerlas, siempre y cuando estas no precisen dañar a otro ser para ser satisfechas. Incluso en ese caso estoy convencida de que sería posible encontrar alternativas que fueran provechosas para amabas partes.
Dio un bocado a la tarta y saboreó la invencible combinación de zanahoria y nata. Delicioso.
- Disculpa, quizá me extendí demasiado. Sí, te contestaré con la verdad; hasta donde yo sé, no tengo nada que ocultar. Y... una vez terminemos esta transacción, ¿crees que podríamos volver junto a la mujer de antes? Se me ocurre algo que quizá pueda ayudarla, pero me vendría bien tu compañía. Como puedes comprobar, no intimido mucho por mi cuenta.
Se acercaron al escaparate; estaba lleno a rebosar de apetitosos manjares. Dulces, salados, todo tipo de postres cautelosamente ordenados para que cada uno mostrara su mejor lado y lograran atraer a cualquiera que pasara por allí. Al parecer, eso incluía a varios niños vestidos con harapos. Jul les miró, desatendiendo a los pasteles que de todas formas probaría en breve. Los mayores tendrían unos siete u ocho años, el menor no más de cinco. Los ojos les brillaban y la boca se les hacia agua, pero sus cuerpecitos estaban en tensión, listos para salir corriendo a la menor señal de necesidad. Jul les respetaba. Había estado en su lugar y sabía lo difícil que era sobrevivir cuando la vida te da una mala mano. Aún así, conocía a su tipo por propia experiencia. Pelearían con uñas, dientes y sonrisas, cualquier arma que tuvieran a mano, solo para poder aguantar un día más. Mucha gente que se jactaba de hacer lo mismo no tenía ni idea de lo que estaba hablando; tan solo romantizaba la idea. Pero ellos...
Se agachó y dejó varias monedas en el suelo, ante los atentos ojos de los niños. No intentó hablarles; ya bastante les había asustado el señor Black solo con acercarse. Retrocedió un par de pasos y una vez vio que se acercaban a por el botín se giró para entrar a la pastelería.
Escuchó con atención el relato de la joven a la que habían dejado atrás. Era una tragedia, sin duda, pero también sonaba a algo habitual. Injusto. Cruel. Pero habitual. Se sentó a la mesa frente al señor Black, todavía dándole vueltas a la historia. Se le ocurría una forma de sacar a la joven de su trance, ahora que tenía un poco más claro qué lo había provocado. No había garantías, claro, pero era simple anatomía... como mínimo estaba segura de poder hacerla reaccionar. Sin embargo... sin el dinero de vuelta, lo más seguro era que tarde o temprano volviera a su estado actual o terminara suicidándose.
- Para mí un trozo de tarta de zanahoria, por favor.
Aguardó hasta que el pastelero volvió con su dulce para contestar a la pregunta del señor Black. Era inusual y se lo pensó antes de responder. Para empezar, ¿Qué seres 'humanoides', pero no humanos, conocía? A su interlocutor, sin duda alguna. Y suponía que los vampiros entraban en esa categoría. Más allá de eso, su mente estaba en blanco. Sin embargo, la pregunta abría una interesante puerta a todo tipo de conjeturas. Los ojos le brillaron solo con pensar en las posibilidades. Un sinfín de especies semejantes a un humano, pero diferentes hasta el núcleo... ¿Cómo funcionarían sus cuerpos? ¿Sería su sangre compatible? ¿Sus órganos? Regresó a la tierra tras oler el pastel que acababan de poner frente a ella. Esbozó una sonrisa tímida y contestó con tranquilidad:
- Esa pregunta... depende de cómo lo consideres. No es algo de 'si' o 'no'. Me gustaría comentar antes de nada que lo cierto es que no tengo apenas experiencia con criaturas humanoides. Tú bien podrías ser si no la primera, la segunda con la que me cruzo. Dicho esto, considero que todos tienen el mismo valor que un humano, ya solo por su capacidad de raciocinio. Decir que son iguales me parece un error; estoy segura de que tus necesidades difieren de las mías. Teniendo esto en cuenta, todos merecen poder satisfacerlas, siempre y cuando estas no precisen dañar a otro ser para ser satisfechas. Incluso en ese caso estoy convencida de que sería posible encontrar alternativas que fueran provechosas para amabas partes.
Dio un bocado a la tarta y saboreó la invencible combinación de zanahoria y nata. Delicioso.
- Disculpa, quizá me extendí demasiado. Sí, te contestaré con la verdad; hasta donde yo sé, no tengo nada que ocultar. Y... una vez terminemos esta transacción, ¿crees que podríamos volver junto a la mujer de antes? Se me ocurre algo que quizá pueda ayudarla, pero me vendría bien tu compañía. Como puedes comprobar, no intimido mucho por mi cuenta.
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Y a pesar de que había ayudado a esas alimañas, todo valió la pena por esa respuesta. La había pensado bien, y aunque aún me parecía algo demasiado “noble”, parecía que la experiencia la había empujado por el buen camino. O quizás fuera pura inteligencia; porque los niños médicos no abundan, la verdad.
Comí el dulce lentamente del papel cera en el que me lo habían servido, disfrutando y diseccionando cada textura que se ofrecía abiertamente a dientes y lengua. La capa exterior de bizcocho había sido pincelada con una mínima superficie de azúcar, que además de sellar, aportaba una resistencia crujiente que complementaba la ligereza del resto de la masa. Dulce, pero mucho menos que su relleno, ofrecía un contraste consistente al líquido afrutado de fresas que, para mi disfrute, aún presentaba algún que otro trozo completo del pequeño fruto. Encontrar las pequeñas semillas era un placer más, uno que crujía suavemente cuando los molares se cerraban sin esfuerzo ante lo blando del capricho pastelero.
La mar, cuanto tiempo me había llevado sin probar una buena mermelada.
—Claro que podremos—contesté, esta vez con la clara intención de cobrar—. Me pregunto qué planeas para necesitar a alguien intimidante… Pero supongo que ya lo veré, y no me hace falta desperdiciar una pregunta... Aunque…
Ladeé la cabeza estirándome todo cuan largo era hasta el punto de que mi oreja tapada casi tocaba el techo. Y entonces me incliné hacia delante, doblándome proyectando mi sombra sobre su pequeño cuerpecillo que casi me empujó a pensar que no podría ser una amenaza.
—¿Te doy miedo?—susurré sombrío.
—Sí—gimió.
La respuesta inoportuna del pastelero me hizo girar la cabeza con una mueca de desagrado. Suspiré, mascullando mínimas maldiciones hacia aquel que había roto el momento. Me quité la capucha de un golpe para mostrar mi nariz arrugada.
—Supongo que esa no es manera para ir por la ciudad entonces—dije buscando debajo de mi manto el dinero justo para pagar ambos tentempiés—. Y póngame un surtidito para llevar. Deprisita. —Y entretanto que el hombre se ponía manos a la obra y empezaba a calmarse, le comenté lo obvio a Jul con una mínima sonrisa—. Seguro que te esperabas a un puto gyojin de piel de colores o alguna mierda similar… racista.
Comí el dulce lentamente del papel cera en el que me lo habían servido, disfrutando y diseccionando cada textura que se ofrecía abiertamente a dientes y lengua. La capa exterior de bizcocho había sido pincelada con una mínima superficie de azúcar, que además de sellar, aportaba una resistencia crujiente que complementaba la ligereza del resto de la masa. Dulce, pero mucho menos que su relleno, ofrecía un contraste consistente al líquido afrutado de fresas que, para mi disfrute, aún presentaba algún que otro trozo completo del pequeño fruto. Encontrar las pequeñas semillas era un placer más, uno que crujía suavemente cuando los molares se cerraban sin esfuerzo ante lo blando del capricho pastelero.
La mar, cuanto tiempo me había llevado sin probar una buena mermelada.
—Claro que podremos—contesté, esta vez con la clara intención de cobrar—. Me pregunto qué planeas para necesitar a alguien intimidante… Pero supongo que ya lo veré, y no me hace falta desperdiciar una pregunta... Aunque…
Ladeé la cabeza estirándome todo cuan largo era hasta el punto de que mi oreja tapada casi tocaba el techo. Y entonces me incliné hacia delante, doblándome proyectando mi sombra sobre su pequeño cuerpecillo que casi me empujó a pensar que no podría ser una amenaza.
—¿Te doy miedo?—susurré sombrío.
—Sí—gimió.
La respuesta inoportuna del pastelero me hizo girar la cabeza con una mueca de desagrado. Suspiré, mascullando mínimas maldiciones hacia aquel que había roto el momento. Me quité la capucha de un golpe para mostrar mi nariz arrugada.
—Supongo que esa no es manera para ir por la ciudad entonces—dije buscando debajo de mi manto el dinero justo para pagar ambos tentempiés—. Y póngame un surtidito para llevar. Deprisita. —Y entretanto que el hombre se ponía manos a la obra y empezaba a calmarse, le comenté lo obvio a Jul con una mínima sonrisa—. Seguro que te esperabas a un puto gyojin de piel de colores o alguna mierda similar… racista.
Julianna M. Shelley
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Por suerte, el señor Black aceptó sin poner pegas a regresar con la mujer. Tan solo esperaba que su plan funcionara, porque de lo contrario no estaba segura de poder convencerle de no ''sacrificarla''.
- En realidad para la primera parte me basto sola, pero no creo que me lleve demasiado tiempo así que...
Él continuó hablando sin escucharle demasiado; claramente estaba perdido en sus propios pensamientos. Se estiró, mucho más alto que un humano, hasta casi rozar el techo. Su sombra cubrió a Jul por completo y lo cierto es que la pregunta la pilló por sorpresa... pero más lo hizo la respuesta del dueño de la pastelería. La pequeña no pudo evitar esbozar una discreta sonrisa y mirar a otro lado mientras el hombre se iba a preparar la orden del señor Black.
- Gracias por pagar. Y en cuanto a tu pregunta... no exactamente, aunque mentiría si te dijera que no me haces comprobar en todo momento que tengo algo con lo que defenderme. Al fin y al cabo, eres un desconocido y más grande que yo. Sin embargo... la curiosidad es igual de irracional que el temor y me temo que en este caso la primera gana la carrera. Por poco.
Se había quitado la capucha y Jul le miró de reojo mientras abandonaban la pastelería. Parecía un hombre normal, aunque sabía que lo que había bajo la cintura poco tenía de humano. Sus ojos eran especialmente bonitos, de un color dorado que no era muy habitual. Se preguntó a qué lado de su familia se debería y en seguida estaba reflexionando. ¿Sus padres serían ambos de su misma especie o surgiría a partir de un cruce? ¿Sería posible siquiera la procreación entre especies de ese tipo y humanos? Solo el escuchar una palabra desconocida logró sacarla del trance a la primera. Jul frunció el ceño, mirando al señor Black mientras caminaban de vuelta al lado menos afortunado de la ciudad.
- ¿Gyojin? No conozco esa palabra. ¿Es el nombre de tu especie? - Le miró de arriba abajo, comprobando que su piel era, efectivamente, de un color saludable y natural para un humano. - ¿Deberías tener la piel de colores acaso?
Decidió ignorar la parte de racista, ya que ignoraba si lo estaba siendo y sinceramente tampoco le importaba mucho; no había dicho nada con afán de molestarle y de todos modos ya estaban llegando a la casa de la mujer. Escuchó la respuesta del señor Black y luego subió las escaleras con el mismo cuidado que la última vez. La mujer se encontraba en el mismo lugar en el que la había dejado, tumbada en la cama. No parecía que hubiera dormido nada. Jul se giró y le hizo un gesto a Black para que no hiciera ruido. Luego cogió a la mujer y la sentó contra el cabecero de la cama. Todavía se movía un poco por su cuenta si alguien la guiaba, lo que era buena señal. Solo estaba traumatizada... y Jul tenía una teoría acerca de cómo podía sacarla del trance.
Le pasó la mano por los ojos para cerrárselos y comenzó a palpar su cara, cuello y hombros. Buscaba los puntos de presión adecuados, pues no quería pasarse. Tras unos segundos, encontró el lugar preciso y lo apuntaló firmemente con dos dedos. Un grito se alzó en el cuarto y Jul oyó la voz de la mujer por primera vez. Sonrió, aunque ella había empezado a llorar y se había agarrado el cuello como si le fuera la vida en ello. Se hizo una bolita contra el cabecero y los miró a ambos, con verdadero terror en los ojos. Jul le agarró las manos con ternura y le habló con claridad:
- No venimos a hacerte daño. Necesito la dirección, o al menos el nombre de quien te hizo esto. Quiero recuperar tu dinero.
Tras unos segundos, la mujer pareció entender lo que acababan de preguntarle y cuando logró dejar de sollozar, abrió la boca. Titubeante al principio, dijo un nombre en completo susurro.
- En realidad para la primera parte me basto sola, pero no creo que me lleve demasiado tiempo así que...
Él continuó hablando sin escucharle demasiado; claramente estaba perdido en sus propios pensamientos. Se estiró, mucho más alto que un humano, hasta casi rozar el techo. Su sombra cubrió a Jul por completo y lo cierto es que la pregunta la pilló por sorpresa... pero más lo hizo la respuesta del dueño de la pastelería. La pequeña no pudo evitar esbozar una discreta sonrisa y mirar a otro lado mientras el hombre se iba a preparar la orden del señor Black.
- Gracias por pagar. Y en cuanto a tu pregunta... no exactamente, aunque mentiría si te dijera que no me haces comprobar en todo momento que tengo algo con lo que defenderme. Al fin y al cabo, eres un desconocido y más grande que yo. Sin embargo... la curiosidad es igual de irracional que el temor y me temo que en este caso la primera gana la carrera. Por poco.
Se había quitado la capucha y Jul le miró de reojo mientras abandonaban la pastelería. Parecía un hombre normal, aunque sabía que lo que había bajo la cintura poco tenía de humano. Sus ojos eran especialmente bonitos, de un color dorado que no era muy habitual. Se preguntó a qué lado de su familia se debería y en seguida estaba reflexionando. ¿Sus padres serían ambos de su misma especie o surgiría a partir de un cruce? ¿Sería posible siquiera la procreación entre especies de ese tipo y humanos? Solo el escuchar una palabra desconocida logró sacarla del trance a la primera. Jul frunció el ceño, mirando al señor Black mientras caminaban de vuelta al lado menos afortunado de la ciudad.
- ¿Gyojin? No conozco esa palabra. ¿Es el nombre de tu especie? - Le miró de arriba abajo, comprobando que su piel era, efectivamente, de un color saludable y natural para un humano. - ¿Deberías tener la piel de colores acaso?
Decidió ignorar la parte de racista, ya que ignoraba si lo estaba siendo y sinceramente tampoco le importaba mucho; no había dicho nada con afán de molestarle y de todos modos ya estaban llegando a la casa de la mujer. Escuchó la respuesta del señor Black y luego subió las escaleras con el mismo cuidado que la última vez. La mujer se encontraba en el mismo lugar en el que la había dejado, tumbada en la cama. No parecía que hubiera dormido nada. Jul se giró y le hizo un gesto a Black para que no hiciera ruido. Luego cogió a la mujer y la sentó contra el cabecero de la cama. Todavía se movía un poco por su cuenta si alguien la guiaba, lo que era buena señal. Solo estaba traumatizada... y Jul tenía una teoría acerca de cómo podía sacarla del trance.
Le pasó la mano por los ojos para cerrárselos y comenzó a palpar su cara, cuello y hombros. Buscaba los puntos de presión adecuados, pues no quería pasarse. Tras unos segundos, encontró el lugar preciso y lo apuntaló firmemente con dos dedos. Un grito se alzó en el cuarto y Jul oyó la voz de la mujer por primera vez. Sonrió, aunque ella había empezado a llorar y se había agarrado el cuello como si le fuera la vida en ello. Se hizo una bolita contra el cabecero y los miró a ambos, con verdadero terror en los ojos. Jul le agarró las manos con ternura y le habló con claridad:
- No venimos a hacerte daño. Necesito la dirección, o al menos el nombre de quien te hizo esto. Quiero recuperar tu dinero.
Tras unos segundos, la mujer pareció entender lo que acababan de preguntarle y cuando logró dejar de sollozar, abrió la boca. Titubeante al principio, dijo un nombre en completo susurro.
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Aquella era una curiosa respuesta, y significaba sin duda alguna que quería encasquetarme el cuidado a largo plazo de aquella muchacha. Iba lista si creía que iba a cargar con un fardo traumado. Por otra parte, mi desagrado disminuyó al escuchar cuán poco sabía del mundo, algo que era mucho mejor que tener malas ideas previas, sin duda.
—No, aunque mucha gente lo cree así. Y a mi juicio son unos malditos racistas—agregué, pues siempre me había molestado que se me comparase con aquellos brutos—. Muchos de los hijos del mar, que es como realmente debería llamársenos, tienen la piel de distintos colores. Va según el tipo de ascendencia marina que tengan, que viene a ser a qué ser marino, o qué rasgos de estos, reflejan. Es más común en gyojin que en ningyo, aunque luego tienes tipos especiales de ningyo que demuestran más rasgos gyojin, que a veces se denominan “primigenios” o “umi no hitobito”, pero muchos los llaman “Sakanaya” a mala leche, cómo si llamarles “pescado” fuera ofensivo.—me rasqué la cara, molesto—. Aunque somos una especie muy abierta lo cierto es que siempre hay cierto racismo, e incluso sexismo, en connotaciones sociales…
Pagué lo justo, extendiendo la mano para la vuelta de los cinco berries que el pack sugería dejar como propina. Tras la transacción volvimos a las calles, donde escondí mi rostro bajo la capucha de nuevo. Tenía curiosidad por ver qué plan tenía la muchacha en mente, aunque puedo decir que me decepcionó bastante su ejecución. Pinzándole un nervio del cuello la había sacado del trance, pero lo cierto es que me pareció que podría haber hecho lo mismo de un guantazo.
“El dolor no es más que una señal eléctrica, y el cerebro, regido por estas, podía ser reseteado temporalmente” teoricé, siendo esa la primera de muchas ideas que fueron cruzando en fila por mi ajetreado cerebro.
—Ese es el tipo que dijeron las putas, Sir. Cucumberpatch, pero siendo un… Bueno, un “Sir”, estás jodida.
Y no fue ver cómo se hundía su rostro en la tristeza lo que me hizo darme cuenta que había sido un bocazas, sino aquel terrible hedor que se coló por mis fosas nasales. Incluso sin activarlo de manera consciente, la habilidad de percibir las almas ya había despertado en mi ser. Tuve que abandonar la estancia, pero la esencia de aquella emoción transpiraba por las desgastadas paredes de aquel cuchitril. Podía sentir aquella húmeda desgracia empapándome la lengua como una saliva amarga y espesa.
—Joder…—tosí, yendo hacia el balcón para tomar una bocanada del fresco aire metropolitano. Entonces vi el pequeño y ostentoso carruaje bajar por la esquina.
—No, aunque mucha gente lo cree así. Y a mi juicio son unos malditos racistas—agregué, pues siempre me había molestado que se me comparase con aquellos brutos—. Muchos de los hijos del mar, que es como realmente debería llamársenos, tienen la piel de distintos colores. Va según el tipo de ascendencia marina que tengan, que viene a ser a qué ser marino, o qué rasgos de estos, reflejan. Es más común en gyojin que en ningyo, aunque luego tienes tipos especiales de ningyo que demuestran más rasgos gyojin, que a veces se denominan “primigenios” o “umi no hitobito”, pero muchos los llaman “Sakanaya” a mala leche, cómo si llamarles “pescado” fuera ofensivo.—me rasqué la cara, molesto—. Aunque somos una especie muy abierta lo cierto es que siempre hay cierto racismo, e incluso sexismo, en connotaciones sociales…
Pagué lo justo, extendiendo la mano para la vuelta de los cinco berries que el pack sugería dejar como propina. Tras la transacción volvimos a las calles, donde escondí mi rostro bajo la capucha de nuevo. Tenía curiosidad por ver qué plan tenía la muchacha en mente, aunque puedo decir que me decepcionó bastante su ejecución. Pinzándole un nervio del cuello la había sacado del trance, pero lo cierto es que me pareció que podría haber hecho lo mismo de un guantazo.
“El dolor no es más que una señal eléctrica, y el cerebro, regido por estas, podía ser reseteado temporalmente” teoricé, siendo esa la primera de muchas ideas que fueron cruzando en fila por mi ajetreado cerebro.
—Ese es el tipo que dijeron las putas, Sir. Cucumberpatch, pero siendo un… Bueno, un “Sir”, estás jodida.
Y no fue ver cómo se hundía su rostro en la tristeza lo que me hizo darme cuenta que había sido un bocazas, sino aquel terrible hedor que se coló por mis fosas nasales. Incluso sin activarlo de manera consciente, la habilidad de percibir las almas ya había despertado en mi ser. Tuve que abandonar la estancia, pero la esencia de aquella emoción transpiraba por las desgastadas paredes de aquel cuchitril. Podía sentir aquella húmeda desgracia empapándome la lengua como una saliva amarga y espesa.
—Joder…—tosí, yendo hacia el balcón para tomar una bocanada del fresco aire metropolitano. Entonces vi el pequeño y ostentoso carruaje bajar por la esquina.
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Julianna escuchó atentamente el discurso del señor Black, sumamente interesada. Había palabras que no terminaba de entender, pero creyó que preguntar más a fondo sería indecoroso. Al parecer el tema era delicado, o al menos le generaba fuertes sentimientos. Aunque si de verdad su especie era considerada infrahumana y tratada acorde, no iba a ser Jul quien le dijera que exageraba. Por mucho que fuera medio pez estaba claro que tenía la cabeza en su sitio, o al menos tan en su sitio como podría tenerla un humano igual de extravagante. Por supuesto, de esos últimos abundaban en todas partes. De todas formas, cavilaría sobre el tema cuando no tuvieran otra prioridad entre manos.
Tuvo suerte de que su plan funcionara bastante bien. Ella no entendió el nombre que salió de los labios de la prostituta, pero el señor Black sí lo hizo, sin cortarse de repetirlo en voz alta. Un Sir... pomposo. Pero también noble y normalmente los nobles tenían riqueza propia, al menos la suficiente como para no necesitar robar de una prostituta desesperada. Jul frunció el ceño, algo molesta.
- Señor Black, me parece que tenemos tres opciones. Razonar con el hombre, forzarle a que nos devuelva el dinero o simplemente robar lo ya robado. Empezar por la última parece lo más productivo.
Se giró hacia él justo a tiempo de verle asqueado y huyendo al balcón. ¿Por qué? No había mal olor en el lugar, o al menos no tanto como para justificar esa reacción. Le siguió, pero la pregunta se escapó de su mente al ver el carruaje subir por la calle y al señor Black mirarlo fijamente. A Jul no le costó mucho tomar una decisión.
- Si todavía consiente en ayudarme, acompáñeme. Creo que entre ambos podemos llevar esto a cabo de forma discreta y eficaz.
Volvió junto a la prostituta y pasó un par de minutos calmándola y asegurándole que todo iría bien. No estaba segura de que eso fuera cierto, pero mentir a otros por su propio bien se le daba estupendamente. La metió en la cama y le convenció de dormir un rato; seguramente fuera lo que mejor le sentaría en el momento. Luego bajó las escaleras y aguardó a que el señor Black estuviera a su lado.
- ¿Tiene idea de por qué Sir Cumberbetch necesita ese dinero? ¿O fue crueldad?
Mientras escuchaba su respuesta echaría a andar en la dirección en la que se había ido el carruaje, dispuesta a llegar a la casa del ladrón.
Tuvo suerte de que su plan funcionara bastante bien. Ella no entendió el nombre que salió de los labios de la prostituta, pero el señor Black sí lo hizo, sin cortarse de repetirlo en voz alta. Un Sir... pomposo. Pero también noble y normalmente los nobles tenían riqueza propia, al menos la suficiente como para no necesitar robar de una prostituta desesperada. Jul frunció el ceño, algo molesta.
- Señor Black, me parece que tenemos tres opciones. Razonar con el hombre, forzarle a que nos devuelva el dinero o simplemente robar lo ya robado. Empezar por la última parece lo más productivo.
Se giró hacia él justo a tiempo de verle asqueado y huyendo al balcón. ¿Por qué? No había mal olor en el lugar, o al menos no tanto como para justificar esa reacción. Le siguió, pero la pregunta se escapó de su mente al ver el carruaje subir por la calle y al señor Black mirarlo fijamente. A Jul no le costó mucho tomar una decisión.
- Si todavía consiente en ayudarme, acompáñeme. Creo que entre ambos podemos llevar esto a cabo de forma discreta y eficaz.
Volvió junto a la prostituta y pasó un par de minutos calmándola y asegurándole que todo iría bien. No estaba segura de que eso fuera cierto, pero mentir a otros por su propio bien se le daba estupendamente. La metió en la cama y le convenció de dormir un rato; seguramente fuera lo que mejor le sentaría en el momento. Luego bajó las escaleras y aguardó a que el señor Black estuviera a su lado.
- ¿Tiene idea de por qué Sir Cumberbetch necesita ese dinero? ¿O fue crueldad?
Mientras escuchaba su respuesta echaría a andar en la dirección en la que se había ido el carruaje, dispuesta a llegar a la casa del ladrón.
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Ninguna de las opciones por Jul me parecía apropiada, pero si quería que Elloisa dejara de apestar no me quedaba otra que tomar una de esas tres horribles rutas. Aunque lo cierto es que se me ocurrían caminos más placenteros, directos y sencillos que los propuestos por Jul.
Tuve tiempo de meditar mientras memorizaba los intrincados motivos de plantas y helechos que habían sido tallados en el carruaje mientras este continuaba su lento y elegante trayecto por la calzada.
—Claro, Jul.
La muchacha había convertido mi propósito en el suyo, y eso me hizo sonreír. Aunque nuestros motivos fuesen diferentes, parecía que trabajaríamos por la misma causa, que para ella era noble y para mí una incómoda tarea. Esperé en la puerta viendo cómo intentaba consolarla con promesas sin respaldo y bajé con ella las estridentes escaleras.
—Nadie necesita dinero. —Tras soltar aquella verdad y paladear su delicioso regusto, me encogí de hombros—. Según las prostitutas ella era su favorita, y si ganó bastante dinero y ahora se lo ha quitado porque quería irse… Es fácil de determinar que quiere que siga aquí, dependiendo de él, satisfaciéndole en el ámbito sexual… ¿Es violento comentar esto con alguien de tu edad o…? Por que a mí me da igual, la verdad.
El camino hasta la zona rica de la ciudad iba a ser largo, pero lo peor de todo sería el nivel de seguridad al que nos veríamos sometidos cuando alcanzásemos el distrito. Y luego vendría lo preocupante de acusar a un noble, cuyo estatus por lo que tenía oído le iba a dar impunidad, no solo de recurrir a prostitutas, si no también de robarlas.
Tuve tiempo de meditar mientras memorizaba los intrincados motivos de plantas y helechos que habían sido tallados en el carruaje mientras este continuaba su lento y elegante trayecto por la calzada.
—Claro, Jul.
La muchacha había convertido mi propósito en el suyo, y eso me hizo sonreír. Aunque nuestros motivos fuesen diferentes, parecía que trabajaríamos por la misma causa, que para ella era noble y para mí una incómoda tarea. Esperé en la puerta viendo cómo intentaba consolarla con promesas sin respaldo y bajé con ella las estridentes escaleras.
—Nadie necesita dinero. —Tras soltar aquella verdad y paladear su delicioso regusto, me encogí de hombros—. Según las prostitutas ella era su favorita, y si ganó bastante dinero y ahora se lo ha quitado porque quería irse… Es fácil de determinar que quiere que siga aquí, dependiendo de él, satisfaciéndole en el ámbito sexual… ¿Es violento comentar esto con alguien de tu edad o…? Por que a mí me da igual, la verdad.
El camino hasta la zona rica de la ciudad iba a ser largo, pero lo peor de todo sería el nivel de seguridad al que nos veríamos sometidos cuando alcanzásemos el distrito. Y luego vendría lo preocupante de acusar a un noble, cuyo estatus por lo que tenía oído le iba a dar impunidad, no solo de recurrir a prostitutas, si no también de robarlas.
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Por suerte el avance del carruaje era el apropiado para alguien del estatus del ladrón: elegante y sosegado. Ello les dejaba seguirlo cómodamente sin tener que acelerar demasiado, lo que Julianna agradecía. Por más que su propósito tuviera buenas intenciones, su cuerpo no podría seguirla si se esforzaba más de lo normal. El vehículo era verdaderamente bonito, pensó la joven. De enormes ruedas y un color claro, estaba adornado con filigranas y tallas que representaban plantas y flores. Un vehículo así costaba mucho dinero y comenzaba a hacerse una idea de cómo sería la casa que se encontrarían en un rato. Entrar y conseguir su propósito no iba a resultar sencillo, pero dejar que el señor Black acabara con la prostituta no le parecía buena idea.
Escuchó su razonamiento de los motivos que podía tener el noble y asintió en silencio. Desde un punto de vista práctico, era lo más sencillo. Dejándola sin ahorros la obliga a quedarse y alguien dispuesto a eso no se preocupa del efecto que pueda tener en la mujer; solo quiere poseerla. No era el primer hombre de ese tipo que conocía. Esbozó una sonrisa triste ante la preocupación de su acompañante, pero pronto volvió a su expresión tranquila habitual.
- Descuide, señor Black. No creo que vaya a decir nada que desconozca. No me incomoda ese tema de conversación.
No era algo en lo que pensara a menudo, desde luego. Afortunadamente, la última relación de ese tipo que había tenido había finalizado tres años atrás y era bastante más feliz sin tener que pasar por ello de nuevo. Sabía que era algo usual y teóricamente placentero, pero para ella simplemente no era algo que se le antojara lo más mínimo. Sus recuerdos de ello eran todos si no terriblemente negativos, teñidos de miedo y rabia, horrorosamente pasivos y neutros. Sustituir esos recuerdos por otros más agradables no era algo precisamente alto en su lista de prioridades.
Salió de su ensimismamiento al avistar la mansión del noble a lo lejos. Tras una verja se extendían los jardines. Podía oler las flores desde allí; petunias, geranios y tulipanes de todos los colores. Y tras el tapiz florido, un enorme edificio pintado a juego con el carruaje en tonos claros. Blancos y cremas para las paredes, suaves marrones para las puertas, jambas y alféizares. Todo muy señorial y elegante, desde luego. Según se acercaban, distinguió además dos hombres en la verja, armados con lo que parecían finas espadas.
- Vamos a necesitar una excusa si pretendemos entrar. Lo mejor será de momento dejar pasar al carruaje e ir en un rato, cuando tengamos una idea de cómo enfocar el asunto.
Calló unos momentos, pensando en la tarea que tenían delante. Si lograban entrar a base de mentiras, quizá podrían husmear por la mansión y encontrar el dinero.
- ¿Sabe algo más acerca de Mr. Comberbatcho, Señor Black? Sus aficiones o negocios, quizás podrían ser útiles para encontrar un... cuento, adecuado.
Escuchó su razonamiento de los motivos que podía tener el noble y asintió en silencio. Desde un punto de vista práctico, era lo más sencillo. Dejándola sin ahorros la obliga a quedarse y alguien dispuesto a eso no se preocupa del efecto que pueda tener en la mujer; solo quiere poseerla. No era el primer hombre de ese tipo que conocía. Esbozó una sonrisa triste ante la preocupación de su acompañante, pero pronto volvió a su expresión tranquila habitual.
- Descuide, señor Black. No creo que vaya a decir nada que desconozca. No me incomoda ese tema de conversación.
No era algo en lo que pensara a menudo, desde luego. Afortunadamente, la última relación de ese tipo que había tenido había finalizado tres años atrás y era bastante más feliz sin tener que pasar por ello de nuevo. Sabía que era algo usual y teóricamente placentero, pero para ella simplemente no era algo que se le antojara lo más mínimo. Sus recuerdos de ello eran todos si no terriblemente negativos, teñidos de miedo y rabia, horrorosamente pasivos y neutros. Sustituir esos recuerdos por otros más agradables no era algo precisamente alto en su lista de prioridades.
Salió de su ensimismamiento al avistar la mansión del noble a lo lejos. Tras una verja se extendían los jardines. Podía oler las flores desde allí; petunias, geranios y tulipanes de todos los colores. Y tras el tapiz florido, un enorme edificio pintado a juego con el carruaje en tonos claros. Blancos y cremas para las paredes, suaves marrones para las puertas, jambas y alféizares. Todo muy señorial y elegante, desde luego. Según se acercaban, distinguió además dos hombres en la verja, armados con lo que parecían finas espadas.
- Vamos a necesitar una excusa si pretendemos entrar. Lo mejor será de momento dejar pasar al carruaje e ir en un rato, cuando tengamos una idea de cómo enfocar el asunto.
Calló unos momentos, pensando en la tarea que tenían delante. Si lograban entrar a base de mentiras, quizá podrían husmear por la mansión y encontrar el dinero.
- ¿Sabe algo más acerca de Mr. Comberbatcho, Señor Black? Sus aficiones o negocios, quizás podrían ser útiles para encontrar un... cuento, adecuado.
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Bueno, me llevé dos sorpresas favorables. Por una parte no había dicho nada inapropiado, algo bastante inusual en mí, y por otra no llamábamos la atención de los guardianes de la alta sociedad. Dos victorias, pero de esas que no terminaban de parecer definitivas y susurraban paranoias de desconsuelo directas a mi paranoica oreja. Pero por ahora todo estaba bien, y con ello debía de consolarme.
—No te creas, tuve la oportunidad de leerme una colección de hentai. Aunque a lo mejor tú también lo has hecho. Los niños de coral recibís demasiada información antes de que podáis procesarla. Creo…
Teorías sobre el desarrollo infantil y sexual se asomaron por mi cabeza momentáneamente, pero las aparté a patadas para dejar hueco a cosas más importantes en aquel momento. Debíamos adentrarnos a la mansión de Cocklempatch, pero aún más necesario era averiguar quién cuidaba de aquellos esplendorosos jardines que perfumaban toda la calle. ¿Preocuparnos por pasar ante los guardias o saltar la verja? Eso eran chorradas, aquí lo esencial era saber cómo en aquella isla lluviosa y fría crecían tan a sus anchas los geranios pelagornios más propios de climas secos.
—Claro, una excusa…—repetí frustrado por la impecable salud de los verdes tallos—. Llevo dulces para el té de un reputado chef —dije señalando los pastelitos—. Ale, esa es la excusa.
Podía parecer despreocupado, especialmente con algo tan simple y tonto, pero a veces las mejores soluciones a los problemas más complejos eran así de sencillas. Por supuesto, antes debíamos esperar a que los guardias dejaran pasar el carruaje de su amo y señor, y tras esto, dirigirnos hacia la puerta antes de que cerraran del todo la verja.
—La jardinería, como mínimo, le debe de gustar.
Y tras ese comentario tan corto y de tono tan poco halagüeño, reduje mi altura considerablemente para aparentar ser algo más humano bajo mi negro manto. Los dos competentes vigilantes no tardaron en notar mi presencia, y girándose empuñando sus lanzas amenazaron instintivamente mi silueta. Incluso a más de seis metros se podía ver el brillo de terror en sus ojos abiertos como platos. No era la primera vez que pasaba, y desde luego no parecía ser la última… Lo peor era que aún no entendía el porqué de aquello.
—Bue…
—¡Alto ahí! —chilló uno afianzando su agarre sobre el arma—. ¿¡Cuáles son sus intenciones?!
No me terminaba de acostumbrar a los manierismos tan raros de la gente local, la verdad. Entre esas expresiones tan raras, las patillas como palas y los parones para la hora del té todos los días casi no compensaban las ricas empanadas de anguila.
—Traigo un envío de dulces—dije descubriéndome el rostro y levantando el paquete—. Eso y una cara bonita porque yo, al parecer, no doy una buena primera impresión…—Le pasé a Jul la caja y la azucé dulcemente como una oveja con pequeños golpecitos del bichero para que entrara al redil delante de mí.
Que ella fuera delante me servía para que aquellos lanceros se ablandaran… y de posible escudo humano. Las personas asustadas eran imprevisibles, bastante más que los animales.
—No te creas, tuve la oportunidad de leerme una colección de hentai. Aunque a lo mejor tú también lo has hecho. Los niños de coral recibís demasiada información antes de que podáis procesarla. Creo…
Teorías sobre el desarrollo infantil y sexual se asomaron por mi cabeza momentáneamente, pero las aparté a patadas para dejar hueco a cosas más importantes en aquel momento. Debíamos adentrarnos a la mansión de Cocklempatch, pero aún más necesario era averiguar quién cuidaba de aquellos esplendorosos jardines que perfumaban toda la calle. ¿Preocuparnos por pasar ante los guardias o saltar la verja? Eso eran chorradas, aquí lo esencial era saber cómo en aquella isla lluviosa y fría crecían tan a sus anchas los geranios pelagornios más propios de climas secos.
—Claro, una excusa…—repetí frustrado por la impecable salud de los verdes tallos—. Llevo dulces para el té de un reputado chef —dije señalando los pastelitos—. Ale, esa es la excusa.
Podía parecer despreocupado, especialmente con algo tan simple y tonto, pero a veces las mejores soluciones a los problemas más complejos eran así de sencillas. Por supuesto, antes debíamos esperar a que los guardias dejaran pasar el carruaje de su amo y señor, y tras esto, dirigirnos hacia la puerta antes de que cerraran del todo la verja.
—La jardinería, como mínimo, le debe de gustar.
Y tras ese comentario tan corto y de tono tan poco halagüeño, reduje mi altura considerablemente para aparentar ser algo más humano bajo mi negro manto. Los dos competentes vigilantes no tardaron en notar mi presencia, y girándose empuñando sus lanzas amenazaron instintivamente mi silueta. Incluso a más de seis metros se podía ver el brillo de terror en sus ojos abiertos como platos. No era la primera vez que pasaba, y desde luego no parecía ser la última… Lo peor era que aún no entendía el porqué de aquello.
—Bue…
—¡Alto ahí! —chilló uno afianzando su agarre sobre el arma—. ¿¡Cuáles son sus intenciones?!
No me terminaba de acostumbrar a los manierismos tan raros de la gente local, la verdad. Entre esas expresiones tan raras, las patillas como palas y los parones para la hora del té todos los días casi no compensaban las ricas empanadas de anguila.
—Traigo un envío de dulces—dije descubriéndome el rostro y levantando el paquete—. Eso y una cara bonita porque yo, al parecer, no doy una buena primera impresión…—Le pasé a Jul la caja y la azucé dulcemente como una oveja con pequeños golpecitos del bichero para que entrara al redil delante de mí.
Que ella fuera delante me servía para que aquellos lanceros se ablandaran… y de posible escudo humano. Las personas asustadas eran imprevisibles, bastante más que los animales.
Kaito Takumi
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Aunque por sus rostros estaba bien claro que los guardias eran reticentes a dejarnos pasar, lo hicieron. Que ello fuera o no lo más correcto para la seguridad de su señor no importaba cuando temían por sus propias vidas. La gente puede ser leal, pero pocos seres concientes de sí mismos entregarían su existencia a otros pidiendo nada o poco a cambio.
Según atravesábamos el jardín fui dándome cuenta de la imposibilidad de algunas especies para soportar el frío y húmedo clíma de English Garden. ¿Cómo podían estar aquellas plantas de secano tan a sus anchas? ¿Por qué no se pudrían y infestaban de hongos? Parándome para inspeccionar las hojas y los tallos recios y sanos fui sorprendido por una voz.
—¿Le gustan las flores?
Aquella frase no sonaba tan amable cuando te apuntaban con un fusil. Largo y cobrizo, aquella herramienta de muerte no olía siquiera a pólvora. De dónde había salido la mujer era un misterio tan grande como el de dónde se había metido Jul.
—Me gustan la mayoría de las plantas, señorita.
Solo moví los ojos para verla. Delgada, casi mortecina, de pelo rubio y gafas anchas; de esas mujeres que parecían ser inofensivas hasta que demostraban que no lo eran. Me agradaba, aunque su rostro limpio y simétrico era aburrido y simple.
—Oh, ¿y qué plantas no te gustan?
La verdad es que esa era una pregunta que no me esperaba, tanto como que no apartara el cañón. Me quedé pensando hasta que me mostró su impaciencia con toquecitos del arma en la cara.
—No es que no me gusten algunas plantas, pero las versiones de algunas plantas. Por ejemplo: no me disgusta el sargazo, pero tiende a descontrolarse y ahogar todo cuanto la rodea. Y los cardos están muy bien hasta que hay tantos que no te dejan moverte por la estepa.
Sonrió, pero su mano no abandonó el gatillo. Con aquella emoción pintada en su rostro pude darme cuenta de que era de esas personas a las que les gusta jugar con otras.
—¿Qué hace un hijo del mar en mi casa?
Bajo mi capucha arrugé el rostro en una mueca demasiado evidente. Nunca me había dado por pensar si las lesbianas abusaban unas de otras, y mucho menos que las prostitutas fueran tan discretas como para llamarla simplemente "noble", y tardé unos segundos en que se me ocurrieran otras probables situaciones que explicaran aquello.
—¿Usted no es la señora Coclkentbatch?
—Es Cucumberpatch. No es tan difícil—Estaba bien claro que no era el primero que le cambiaba el apellido—. ¿A qué vienes a mi casa?
—Traigo dulces.
—¿Dónde?
Maldita niña, abandonándome a mi suerte.
—Los tiene Jul. Creo que ha ido para dentro... Es una niña con mejor cara que la mía.
—Espera aquí fuera.
Retrocedió lentamente con la destreza de un entrenado militar y despareció por el enorme umbral de piedra. Aproveché el momento para bichear el jardín, urgando como un insecto las plantas y los caminos hasta dar con una estructura de cristal anexa a la casa. ¡Un invernadero! ¡Qué chulo!
Según atravesábamos el jardín fui dándome cuenta de la imposibilidad de algunas especies para soportar el frío y húmedo clíma de English Garden. ¿Cómo podían estar aquellas plantas de secano tan a sus anchas? ¿Por qué no se pudrían y infestaban de hongos? Parándome para inspeccionar las hojas y los tallos recios y sanos fui sorprendido por una voz.
—¿Le gustan las flores?
Aquella frase no sonaba tan amable cuando te apuntaban con un fusil. Largo y cobrizo, aquella herramienta de muerte no olía siquiera a pólvora. De dónde había salido la mujer era un misterio tan grande como el de dónde se había metido Jul.
—Me gustan la mayoría de las plantas, señorita.
Solo moví los ojos para verla. Delgada, casi mortecina, de pelo rubio y gafas anchas; de esas mujeres que parecían ser inofensivas hasta que demostraban que no lo eran. Me agradaba, aunque su rostro limpio y simétrico era aburrido y simple.
—Oh, ¿y qué plantas no te gustan?
La verdad es que esa era una pregunta que no me esperaba, tanto como que no apartara el cañón. Me quedé pensando hasta que me mostró su impaciencia con toquecitos del arma en la cara.
—No es que no me gusten algunas plantas, pero las versiones de algunas plantas. Por ejemplo: no me disgusta el sargazo, pero tiende a descontrolarse y ahogar todo cuanto la rodea. Y los cardos están muy bien hasta que hay tantos que no te dejan moverte por la estepa.
Sonrió, pero su mano no abandonó el gatillo. Con aquella emoción pintada en su rostro pude darme cuenta de que era de esas personas a las que les gusta jugar con otras.
—¿Qué hace un hijo del mar en mi casa?
Bajo mi capucha arrugé el rostro en una mueca demasiado evidente. Nunca me había dado por pensar si las lesbianas abusaban unas de otras, y mucho menos que las prostitutas fueran tan discretas como para llamarla simplemente "noble", y tardé unos segundos en que se me ocurrieran otras probables situaciones que explicaran aquello.
—¿Usted no es la señora Coclkentbatch?
—Es Cucumberpatch. No es tan difícil—Estaba bien claro que no era el primero que le cambiaba el apellido—. ¿A qué vienes a mi casa?
—Traigo dulces.
—¿Dónde?
Maldita niña, abandonándome a mi suerte.
—Los tiene Jul. Creo que ha ido para dentro... Es una niña con mejor cara que la mía.
—Espera aquí fuera.
Retrocedió lentamente con la destreza de un entrenado militar y despareció por el enorme umbral de piedra. Aproveché el momento para bichear el jardín, urgando como un insecto las plantas y los caminos hasta dar con una estructura de cristal anexa a la casa. ¡Un invernadero! ¡Qué chulo!
Julianna M. Shelley
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Los guardias no tardaron en ubicarlos. Les apuntaron y Julianna pudo ver que tenían miedo, que aumentaba mientras se acercaban. Se les veía en la pupila, pero se derramaba por todo su cuerpo y acababa por notarse en la forma en que colocaban los pies y se asían a sus armas con una determinación que en realidad no sentían. No era por ella, claro. Era por el pez que iba delante. Comenzó a preguntarse qué podía causar tanto terror a causa de un mísero vistazo. No le conocían en persona, estaba segura. No sabían del todo a quién se enfrentaban y esa incertidumbre se sumaba a su miedo de forma exagerada. Pero había algo, sin duda. ¿Qué se contaba de los hijos del mar? ¿Qué habían hecho para ganarse ese terror y ese respeto alimentado con miedo? No estaba segura de querer la respuesta. Algo le decía a la pequeña que preguntara a quien preguntara, estaría contaminada por miedo o por resentimiento.
Mientras ella elucubraba, el Señor Black había dado comienzo al plan. Pasteles por delante, decidió que no era suficiente y pronto sus posiciones se invirtieron. Notó el bichero del hombre en su espalda y se vio forzada a componer una pequeña sonrisa ante los guardias. La caja de pasteles aterrizó entre sus manos y la alzó por acto reflejo, mostrándola como si fuera un trofeo. El olor debió llegar ante los guardias, que bastante reticentes decidieron romper filas y separarse tentativamente. Jul aprovechó para atravesar el hueco que habían dejado sin darles tiempo a repensarse su decisión. Veía la puerta de la casa al final del jardín y allí se dirigió sin entretenerse. Le dio tiempo, sin embargo, a admirar el lugar. Había una gran abundancia de plantas de numerosas especies, tamaños y colores, todas colocadas en armonía y cuidadas con evidente esmero.
Llamó a la puerta golpeando dos veces con la aldaba, ya que por supuesto estaba cerrada. Habría sido demasiado sencillo si no. En el momento en el que le abrieron, un escalofrío la recorrió y se dio cuenta de que estaba sola. ¿Y el señor Black? ¿En qué momento le había perdido? Se sintió más pequeña que de costumbre cuando el mayordomo la miró alzando una ceja. Tomó aire y cerrando los ojos apenas medio segundo, recuperó la compostura.
- Disculpe, vengo a entregar estos pasteles al señor... de la casa. - No estaba segura de cómo se pronunciaba el nombre, pero no era momento para experimentar.- Creo que llego a tiempo para la hora del té.
El mayordomo la miró suspicaz, pero al final se hizo a un lado para dejarla pasar. Cuando la puerta se cerró a su espalda, Jul no se sobresaltó. Extrañamente, se sentía más calmada. Concentrada, quizás. Siguió al hombre a lo largo de un sinfín de estancias y pasillos. La casa era enorme y estaba decorada de forma exquisita. Frunció el ceño aprovechando que su acompañante le daba la espalda. Comenzaba a entender el alcance de lo que había hecho el Sir a la prostituta de aquel piso desolado. No tenía ninguna necesidad de ese dinero, quería atar a la mujer y si no se la había traído encadenada era porque no pegaba con la decoración del lugar. No obstante, la buena noticia era que dos o tres jarrones de cualquier sala de esa casa bastarían para pagar con intereses lo que el hombre había robado.
- El señor está ahora mismo reunido. Por favor, aguarde aquí. Yo le llevaré los pasteles.
- Lo lamento, pero mi patrón me pidió que se los entregara en mano. No puedo desoír sus órdenes.
La voz de Jul era más fría de lo habitual, pero él no lo notó. Asintió sin molestarse en ocultar su molestia con la situación y desapareció por un corredor. La pequeña miró a su alrededor, buscando algo que pudiera meterse en el bolsillo para asegurarse la victoria. Por desgracia, todo era demasiado grande. Cuadros, tapices, incluso una estatua había en la esquina de enfrente. No podía alejarse mucho de momento, no estaba segura de cuánto tardaría el mayordomo. Esperaba que el señor Black no la hubiera dejado en la estacada, pero estaba decidida a salir de allí con el dinero que aquella joven necesitaba, fuera en monedas o en especias.
Mientras ella elucubraba, el Señor Black había dado comienzo al plan. Pasteles por delante, decidió que no era suficiente y pronto sus posiciones se invirtieron. Notó el bichero del hombre en su espalda y se vio forzada a componer una pequeña sonrisa ante los guardias. La caja de pasteles aterrizó entre sus manos y la alzó por acto reflejo, mostrándola como si fuera un trofeo. El olor debió llegar ante los guardias, que bastante reticentes decidieron romper filas y separarse tentativamente. Jul aprovechó para atravesar el hueco que habían dejado sin darles tiempo a repensarse su decisión. Veía la puerta de la casa al final del jardín y allí se dirigió sin entretenerse. Le dio tiempo, sin embargo, a admirar el lugar. Había una gran abundancia de plantas de numerosas especies, tamaños y colores, todas colocadas en armonía y cuidadas con evidente esmero.
Llamó a la puerta golpeando dos veces con la aldaba, ya que por supuesto estaba cerrada. Habría sido demasiado sencillo si no. En el momento en el que le abrieron, un escalofrío la recorrió y se dio cuenta de que estaba sola. ¿Y el señor Black? ¿En qué momento le había perdido? Se sintió más pequeña que de costumbre cuando el mayordomo la miró alzando una ceja. Tomó aire y cerrando los ojos apenas medio segundo, recuperó la compostura.
- Disculpe, vengo a entregar estos pasteles al señor... de la casa. - No estaba segura de cómo se pronunciaba el nombre, pero no era momento para experimentar.- Creo que llego a tiempo para la hora del té.
El mayordomo la miró suspicaz, pero al final se hizo a un lado para dejarla pasar. Cuando la puerta se cerró a su espalda, Jul no se sobresaltó. Extrañamente, se sentía más calmada. Concentrada, quizás. Siguió al hombre a lo largo de un sinfín de estancias y pasillos. La casa era enorme y estaba decorada de forma exquisita. Frunció el ceño aprovechando que su acompañante le daba la espalda. Comenzaba a entender el alcance de lo que había hecho el Sir a la prostituta de aquel piso desolado. No tenía ninguna necesidad de ese dinero, quería atar a la mujer y si no se la había traído encadenada era porque no pegaba con la decoración del lugar. No obstante, la buena noticia era que dos o tres jarrones de cualquier sala de esa casa bastarían para pagar con intereses lo que el hombre había robado.
- El señor está ahora mismo reunido. Por favor, aguarde aquí. Yo le llevaré los pasteles.
- Lo lamento, pero mi patrón me pidió que se los entregara en mano. No puedo desoír sus órdenes.
La voz de Jul era más fría de lo habitual, pero él no lo notó. Asintió sin molestarse en ocultar su molestia con la situación y desapareció por un corredor. La pequeña miró a su alrededor, buscando algo que pudiera meterse en el bolsillo para asegurarse la victoria. Por desgracia, todo era demasiado grande. Cuadros, tapices, incluso una estatua había en la esquina de enfrente. No podía alejarse mucho de momento, no estaba segura de cuánto tardaría el mayordomo. Esperaba que el señor Black no la hubiera dejado en la estacada, pero estaba decidida a salir de allí con el dinero que aquella joven necesitaba, fuera en monedas o en especias.
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Estaba decidido a entrar en aquel invernadero y llevarme los secretos que guardaba. Desgraciadamente, estaba cerrado a cal y canto. Podría haberme puesto a romper los cristales improvisando así una entrada, pero esa estrategia tan poco discreta no era en absoluto factible. Pegando mi rostro al frío cristal hasta el punto de que mis globos oculares casi acariciaban su superficie, pude ver la inconfundible silueta de una puerta en el verdoso baho.
—Hmm…—gemí con interés buscando en la piedra por dónde podría acceder a la puerta de mis anhelos.
Tras asomarme por las ventanas cerradas a cal y canto de la planta inferior, decidí hacer uso de mis ventosas para probar suerte con las de la segunda. Un dormitorio a medio airear me permitió dar mi primer paso dentro de la casa. A este le siguieron otros siete igualmente silenciosos, y aunque en aquella habitación de camas altas y muebles caros no había nada que pareciera de interés, algo me hizo detenerme. Lo que lo hicieron fueron, efectivamente, más pasos.
—Mierda, puta, carajo, me cago en tó’.
Me escurrí como solo alguien con mi ascendencia podía hacerlo en el pequeño hueco que dejaba el catre, y con la nariz doblada y pegada al suelo pude notar cómo unos firmes botines se detenían un horrible momento enfrente de la puerta entreabierta.
—¿Es que tengo que hacerlo yo todo en esta casa para que se haga bien? —dijo una voz tan áspera como su actitud.
Lo único que pude ver de aquella figura fueron sus inmaculados zapatos y el bajo de un pantalón negro firmemente planchado. Algo en las corriente en la que nadaba aquella servicial sombra me hacía sospechar que había hecho bien en ocultarme… Su alma olía… raro.
Dejé pasar unos preciosos momentos hasta que solo pude percibir las vibraciones de la agitada cocina través del mármol, y entonces salí de mi escondrijo para asomarme por el quicio de la puerta. No quedaba nadie en el pasillo salvo un montón de colada andante que, presumiblemente, era una criada que cargaba más de lo que pesaba. Me deslicé por el suelo adelantándola, continuando por el pasillo que me acercaba cada vez más a mi objetivo. O al menos lo hubiera hecho si el muy imbécil del arquitecto hubiera decidido que aquella ala necesitaba una escalera… Pero no. ¿Cuadros por todas partes y jarrones y bagatelas? Claro. ¿Escaleras? ¿Quién necesita de eso?
Los pequeños y nerviosos pasos de la criada tras de mí no se habían detenido, y parecían que no iban a hacerlo hasta llegar a la última estancia donde terminaba el corredor. Estaba atrapado.
¿Dónde demonios se habrá metido la niña esta?, pensé sabiendo que maldecía a otros por mi temeridad.
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El mayordomo regresó antes de lo que Jul habría querido. La escoltó a través de un par de estancias y finalmente se quedó a un lado mientras le sostenía abierta una puerta de doble hoja. Respirando hondo y cuadrando los ojos, la pequeña entró en la estancia.
Se trataba de un amplio salón de techo alto que derrochaba opulencia por los cuatro rincones. El suelo estaba completamente cubierto por una suavísima y enorme alfombra llena de intrincados dibujos bordados. Podía ver pájaros y plantas que no conocía allí donde los muebles dejaban verlos. Por todo el lugar había pequeñas mesitas que servían de apoyo para lujosos jarrones de cristal repujados en oro, llenos de flores exuberantes y coloridas. Al fondo, unos enormes ventanales que iban del suelo al techo otorgaban una hermosa vista del jardín, haciendo que la estancia pareciera aún más inmensa. La pieza central del lugar, no obstante, eran varios sofás tapizados en suave color crema, con una mesa de cristal en medio de ambos.
Mientras se acercaba, Jul no podía evitar fijarse en cada detalle que gritaba el dinero de la persona que vivía allí y notó que empezaba a enfadarse. Cerró los ojos apenas medio segundo y cuando los abrió, lo primero que vio fue al señor de la casa. Estaba sentado en uno de los sofás, descalzo y con una revista en las manos. No parecía haber reparado en ella. Llegó junto a él y dejó el paquete con los pasteles en la mesita, frente a él. No estaba segura de si debía decir algo, ni siquiera de si quería, pero tras sopesarlo un instante prefirió arriesgarse.
-Señor, la pastelería Foix le envía estos dulces como muestra de su gratitud.
El hombre levantó la vista de su revista y por un momento pareció extremadamente irritado. Empezó a hacer un gesto que a todas luces la invitaba a largarse, pero al mirarla se detuvo. Una horrible sonrisa se le dibujó en el rostro y sus manos dibujaron un 'acércate' clarísimo. En guardia, la pequeña se acercó. Sin poder hacer nada, el noble le cogió la barbilla y le acarició las mejillas de forma pegajosa.
-Y, ¿cómo se llama el precioso bollito que me han mandado, ricura?
- Mi nombre es Jul, señor.
Le miraba a los ojos en todo momento. No quería que pensara que estaba asustada, aunque estando tan cerca de él comenzaba a serle imposible reprimir su rabia. Él lo notó.
-Parece que tienes carácter. Qué linda. – El hombre afianzó su agarre sobre la pequeña y tiró hasta que ella trastabilló, cayendo sobre él. Intentó apartarse en seguida, pero él la retuvo con un brazo. – Que ocurre, ¿no te apetece jugar? – Por toda respuesta, Jul le mordió el pulgar que amenazaba con acariciar sus labios. Aprovechó el instante de sorpresa para apartarse y, a dos pasos de distancia, se recompuso sin dejar de mirarle enfadada.
- Creo que soy un poco mayor para juegos, señor.
¿Mayor? La carcajada del hombre atravesó la estancia como un dardo envenenado. Estaba entretenido, no cabía duda. En su elemento. Se llevó la mano al bolsillo del traje y le lanzó una pequeña bolsita de cuero a Jul. Ella la cogió al vuelo y se la guardó.
-Ten, una propina por los bollos. Puedes irte.
Tras asentir con la cabeza, la pequeña salió de allí. El mayordomo la esperaba en la puerta, pero le dijo que conocía el camino de salida. Un par de estancias más allá, miró el interior de la bolsa. Además de un montón de berries, había cuatro o cinco pequeñas esmeraldas que parecían verdaderas. Jul suspiró aliviada y se guardó el botín en el bolso. Debería ser suficiente para arreglar la situación de la mujer. Miró a su alrededor y comenzó a caminar, tratando de encontrar la salida.
Mientras tanto, en el salón, el noble hablaba con el mayordomo:
-Cógela antes de que se vaya y llévala a la sala azul. Creo que vendarla y atarla en seda será lo ideal para esta situación.
Se trataba de un amplio salón de techo alto que derrochaba opulencia por los cuatro rincones. El suelo estaba completamente cubierto por una suavísima y enorme alfombra llena de intrincados dibujos bordados. Podía ver pájaros y plantas que no conocía allí donde los muebles dejaban verlos. Por todo el lugar había pequeñas mesitas que servían de apoyo para lujosos jarrones de cristal repujados en oro, llenos de flores exuberantes y coloridas. Al fondo, unos enormes ventanales que iban del suelo al techo otorgaban una hermosa vista del jardín, haciendo que la estancia pareciera aún más inmensa. La pieza central del lugar, no obstante, eran varios sofás tapizados en suave color crema, con una mesa de cristal en medio de ambos.
Mientras se acercaba, Jul no podía evitar fijarse en cada detalle que gritaba el dinero de la persona que vivía allí y notó que empezaba a enfadarse. Cerró los ojos apenas medio segundo y cuando los abrió, lo primero que vio fue al señor de la casa. Estaba sentado en uno de los sofás, descalzo y con una revista en las manos. No parecía haber reparado en ella. Llegó junto a él y dejó el paquete con los pasteles en la mesita, frente a él. No estaba segura de si debía decir algo, ni siquiera de si quería, pero tras sopesarlo un instante prefirió arriesgarse.
-Señor, la pastelería Foix le envía estos dulces como muestra de su gratitud.
El hombre levantó la vista de su revista y por un momento pareció extremadamente irritado. Empezó a hacer un gesto que a todas luces la invitaba a largarse, pero al mirarla se detuvo. Una horrible sonrisa se le dibujó en el rostro y sus manos dibujaron un 'acércate' clarísimo. En guardia, la pequeña se acercó. Sin poder hacer nada, el noble le cogió la barbilla y le acarició las mejillas de forma pegajosa.
-Y, ¿cómo se llama el precioso bollito que me han mandado, ricura?
- Mi nombre es Jul, señor.
Le miraba a los ojos en todo momento. No quería que pensara que estaba asustada, aunque estando tan cerca de él comenzaba a serle imposible reprimir su rabia. Él lo notó.
-Parece que tienes carácter. Qué linda. – El hombre afianzó su agarre sobre la pequeña y tiró hasta que ella trastabilló, cayendo sobre él. Intentó apartarse en seguida, pero él la retuvo con un brazo. – Que ocurre, ¿no te apetece jugar? – Por toda respuesta, Jul le mordió el pulgar que amenazaba con acariciar sus labios. Aprovechó el instante de sorpresa para apartarse y, a dos pasos de distancia, se recompuso sin dejar de mirarle enfadada.
- Creo que soy un poco mayor para juegos, señor.
¿Mayor? La carcajada del hombre atravesó la estancia como un dardo envenenado. Estaba entretenido, no cabía duda. En su elemento. Se llevó la mano al bolsillo del traje y le lanzó una pequeña bolsita de cuero a Jul. Ella la cogió al vuelo y se la guardó.
-Ten, una propina por los bollos. Puedes irte.
Tras asentir con la cabeza, la pequeña salió de allí. El mayordomo la esperaba en la puerta, pero le dijo que conocía el camino de salida. Un par de estancias más allá, miró el interior de la bolsa. Además de un montón de berries, había cuatro o cinco pequeñas esmeraldas que parecían verdaderas. Jul suspiró aliviada y se guardó el botín en el bolso. Debería ser suficiente para arreglar la situación de la mujer. Miró a su alrededor y comenzó a caminar, tratando de encontrar la salida.
Mientras tanto, en el salón, el noble hablaba con el mayordomo:
-Cógela antes de que se vaya y llévala a la sala azul. Creo que vendarla y atarla en seda será lo ideal para esta situación.
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De perdidos al río era un refrán creado por los gyojines de agua dulce que me venía al pelo. No tenía ninguna posibilidad de pasar desapercibido, por lo que no iba a tener intención de hacerlo. Me recoloqué bien la capucha antes de girarme y pasar al lado de la criada. Sé que me vio, pero creo que cuando nuestras miradas se cruzaron se dio un entendimiento mutuo. Ambos rechazábamos la idea de que las sábanas recién limpias se mancharan de sangre.
—Bien. —La chica cerró la puerta tras de sí.
Solo me quedaba creer que la muchacha se quedara allí un buen rato antes de alertar a los guardias, porque realmente no tenía nada más para respaldarlo que el breve instante de terror que vi en sus ojos. El tiempo se me acababa, un precioso tiempo que podía estar invirtiendo en investigar las plantas. Fui directo por el pasillo, en dirección al centro de la vivienda, y no tardé en encontrar las enormes escaleras dobles de porte clásico y vestidas con caras alfombras de terciopelo.
“Teóricamente tendría que ir hacia ese ala”, me dije mientras me escurría peldaños abajo sopesando cómo podría deshacerme de futuros miembros del servicio que fuesen menos amedrentables. Me decidí por coger uno de los recargados jarrones con flores que perfumaban el tramo que separaba el acceso a la planta superior. Las azucenas se habían vuelto tan populares que me hubieran aburrido de no ser por su infinita variedad de isoformas. Lamentaba no tener tiempo de maravillarme por los tonos rosados ocultos en las vetas blancas de las flores que cargaba al hombro.
Afortunadamente, la única persona que encontré en mi afán por llegar a donde demonios se suponía que debía estar el invernadero fue la pequeña Jul. Fruncí el ceño y me llevé cómicamente el bichero a la cadera como una madre preocupada que agarraba una alpargata cargada.
—¿Pero dónde te habías metido? A mí no me des esos sustos.
Que fuese yo quién se había separado inicialmente buscando misterios entre la hierba no importaba en absoluto.
—Bien. —La chica cerró la puerta tras de sí.
Solo me quedaba creer que la muchacha se quedara allí un buen rato antes de alertar a los guardias, porque realmente no tenía nada más para respaldarlo que el breve instante de terror que vi en sus ojos. El tiempo se me acababa, un precioso tiempo que podía estar invirtiendo en investigar las plantas. Fui directo por el pasillo, en dirección al centro de la vivienda, y no tardé en encontrar las enormes escaleras dobles de porte clásico y vestidas con caras alfombras de terciopelo.
“Teóricamente tendría que ir hacia ese ala”, me dije mientras me escurría peldaños abajo sopesando cómo podría deshacerme de futuros miembros del servicio que fuesen menos amedrentables. Me decidí por coger uno de los recargados jarrones con flores que perfumaban el tramo que separaba el acceso a la planta superior. Las azucenas se habían vuelto tan populares que me hubieran aburrido de no ser por su infinita variedad de isoformas. Lamentaba no tener tiempo de maravillarme por los tonos rosados ocultos en las vetas blancas de las flores que cargaba al hombro.
Afortunadamente, la única persona que encontré en mi afán por llegar a donde demonios se suponía que debía estar el invernadero fue la pequeña Jul. Fruncí el ceño y me llevé cómicamente el bichero a la cadera como una madre preocupada que agarraba una alpargata cargada.
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