Dexter Black
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¿Cuántos años habían pasado ya? Tras la guerra del North Blue jamás había pisado Hallstat de nuevo. Pensar en esa isla le traía recuerdos de muerte e infamia, un horror indescriptible que apenas le permitía conciliar el sueño las pocas veces que sus propias preocupaciones lo abandonaban por un rato. La muerte de Byakuro, la desproporcionada venganza hacia un Derian tan enloquecido que matarlo oscilaba a ratos entre la piedad y el latrocinio... Y desde entonces Beros o Brownie eran tan solo dos nombres en una larga lista de muertes en su haber. Solia consolarse diciéndose que cuestionarlo era síntoma de que aún no todo estaba perdido, pero cada vez con más intensidad sentía que la oscuridad atenazaba su alma y, poco a poco, se iba acostumbrando.
Caminó sin un rumbo fijo por las calles de Nueva Markovia, aunque se parecía sobremanera a la vieja capital y todo el mundo la llamaba únicamente Markovia. Se trataba de una ciudad levantada en torno a dos montañas, coronada por dos fortalezas gemelas al noreste y sur y murallas que protegían toda su extensión desde el pico Reich hasta la línea de costa. También la cruzaba un río, naciente en el pico más alto de la isla y que, caudaloso como los más grandes del Nuevo Mundo, se utilizaba como vía de comunicacion y comercio. Pero Dexter no recordaba cómo se llamaba el río; estaba seguro de que empezaba con "f", pero no tenía ni idea de cómo continuaba. Ya preguntaría, en algún momento, si decidía detenerse en algo que no fuesen los múltiples puestos de mercado entre vendedores de halajas y buhoneros. Le gustaba estar allí: era como retroceder cientos de años, viajar tiempo atrás a una época más sencilla donde no había tantas guerras, donde la gente solo era... Eso, gente.
Se dejó encandilar por minutos que se tornaron horas, y aunque podía mantener su apetito controlado durante semanas y hasta meses no podía desperdiciar la oportunidad de regalarse con la gastronomía local. Estaba deseoso de probar una verdadera ensalada de patata con guarnición de tocinos en mantequilla, o los enormes asados por los que en Hallstat se habían hecho famosos tiempo atrás. Sabía que debía pedirlo siempre por adelantado, pero sentía deseos de encontrar un huevo imperial y devorarlo íntegramente, todo para él. Aunque se conformaría con una buena salchicha en chukrut, si no quedaba más remedio.
Con esa idea en mente empezó a callejear, preguntando a los lugareños dónde solían comer cuando deseaban algo de calidad. Mucha gente, desconfiada, huía, mientras alguna otra contestaba obscenidades. Unos pocos respondían un "en mi casa" lleno de malicia, pero sacó un par de lugares interesantes que parecían tener todo lo indicado para ser un lugar digno de su apetito. Al fin y al cabo, desde que Hinori había desaparecido, no había disfrutado de una buena comida. Solo quedaba ponerse rumbo al Pulled Bork, uno de los mesones más famosos de Hallstat desde que Vincent Van Bork I lo fundó hacía más de seiscientos años. Y, la verdad, es que su aspecto no defraudaba: Aun reconstruido tras la guerra entrar en él era como ver un pedacito de historia, seiscientos años de gastronomía en un único lugar y, más importante, recetas conservadas de aquellos tiempos. ¿Que más podía pedir?
Caminó sin un rumbo fijo por las calles de Nueva Markovia, aunque se parecía sobremanera a la vieja capital y todo el mundo la llamaba únicamente Markovia. Se trataba de una ciudad levantada en torno a dos montañas, coronada por dos fortalezas gemelas al noreste y sur y murallas que protegían toda su extensión desde el pico Reich hasta la línea de costa. También la cruzaba un río, naciente en el pico más alto de la isla y que, caudaloso como los más grandes del Nuevo Mundo, se utilizaba como vía de comunicacion y comercio. Pero Dexter no recordaba cómo se llamaba el río; estaba seguro de que empezaba con "f", pero no tenía ni idea de cómo continuaba. Ya preguntaría, en algún momento, si decidía detenerse en algo que no fuesen los múltiples puestos de mercado entre vendedores de halajas y buhoneros. Le gustaba estar allí: era como retroceder cientos de años, viajar tiempo atrás a una época más sencilla donde no había tantas guerras, donde la gente solo era... Eso, gente.
Se dejó encandilar por minutos que se tornaron horas, y aunque podía mantener su apetito controlado durante semanas y hasta meses no podía desperdiciar la oportunidad de regalarse con la gastronomía local. Estaba deseoso de probar una verdadera ensalada de patata con guarnición de tocinos en mantequilla, o los enormes asados por los que en Hallstat se habían hecho famosos tiempo atrás. Sabía que debía pedirlo siempre por adelantado, pero sentía deseos de encontrar un huevo imperial y devorarlo íntegramente, todo para él. Aunque se conformaría con una buena salchicha en chukrut, si no quedaba más remedio.
Con esa idea en mente empezó a callejear, preguntando a los lugareños dónde solían comer cuando deseaban algo de calidad. Mucha gente, desconfiada, huía, mientras alguna otra contestaba obscenidades. Unos pocos respondían un "en mi casa" lleno de malicia, pero sacó un par de lugares interesantes que parecían tener todo lo indicado para ser un lugar digno de su apetito. Al fin y al cabo, desde que Hinori había desaparecido, no había disfrutado de una buena comida. Solo quedaba ponerse rumbo al Pulled Bork, uno de los mesones más famosos de Hallstat desde que Vincent Van Bork I lo fundó hacía más de seiscientos años. Y, la verdad, es que su aspecto no defraudaba: Aun reconstruido tras la guerra entrar en él era como ver un pedacito de historia, seiscientos años de gastronomía en un único lugar y, más importante, recetas conservadas de aquellos tiempos. ¿Que más podía pedir?
Kaito Takumi
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La mejor manera para conocer una cultura es a través de la comida. Claro, la arquitectura, el arte, la poesía y el avance científico aportan datos muy importantes, pero nada refleja mejor que la cocina. Y ahí estaba, sentado para comer, el quinto día que picaba aquí y allá para entender cómo eran las gentes de Hallstat. El Pulled Bork era para mí un lugar extraño, pero no tanto más que los alegres bares y mesones donde la gente comía feliz en lugar de esconderse de la gente dispuesta a apuñalarles. Desde luego distaba mucho de los bares de mala muerte a los que iba para no llamar la atención… Y es que cuando la gente te considera un monstruo y cuchichea señalando los tentáculos que para ti son piernas, hasta la comida se hace una experiencia poco agradable.
Acababa de terminar la mazorca asada que acompañaba al conejo y estaba preparado para afrontar el segundo y último plato: el huevo imperial. Aquella maravilla culinaria era hija de la croqueta, del rebozado de cerdo, de la salchicha y el huevo al vapor, pero ninguno de aquellos padres se adjudicaba plenamente su custodia. Viendo su corte trasversal, que hacía sangrar su corazón de yema sobre la capa de carne picada que abrazaba al huevo y era rebozada en dorado plan rayado, uno podía pensar que era algo que podría hacerse en cualquier hogar, y aunque tuvieran razón, no les saldrían tan bien como a las manos que, tras las puertas de la cocina, llevaban haciéndolo casi toda su vida. Estaba simplemente delicioso…
Y aún más placentero era diseccionar cada ingrediente que contenía, separando la mitad no devorada en cada uno de sus diminutos componentes haciendo uso de tenedor, mano, tentáculo y cuchillo. Encontrar la grasa con la que había sido co-frito y el huevo de ganso que habían usado debía ser fácil, pero encontrar la salchicha específica que hacía de chaqueta iba a ser un problema. Existían demasiados aliños, todos ellos con una proporción diferentes de especias, por no hablar de los muchos tipos de carne que podían mezclarse dentro de la tripa ausente en el plato.
—¿Has terminado? —preguntó la morena con una sonrisa que, desde luego, no ocultaba el asco de verme regurgitar el análisis por tercera vez sobre el plato.
—Casi…—esta vez la comida fue para dentro y no volvió a salir—. Listo.
Retiró los platos con la misma mueca y esperó allí, de pie, sin darme cuartel para que pagase y me marchase cuanto antes. No quería satisfacerla.
—¿Y qué hay de postre?
Acababa de terminar la mazorca asada que acompañaba al conejo y estaba preparado para afrontar el segundo y último plato: el huevo imperial. Aquella maravilla culinaria era hija de la croqueta, del rebozado de cerdo, de la salchicha y el huevo al vapor, pero ninguno de aquellos padres se adjudicaba plenamente su custodia. Viendo su corte trasversal, que hacía sangrar su corazón de yema sobre la capa de carne picada que abrazaba al huevo y era rebozada en dorado plan rayado, uno podía pensar que era algo que podría hacerse en cualquier hogar, y aunque tuvieran razón, no les saldrían tan bien como a las manos que, tras las puertas de la cocina, llevaban haciéndolo casi toda su vida. Estaba simplemente delicioso…
Y aún más placentero era diseccionar cada ingrediente que contenía, separando la mitad no devorada en cada uno de sus diminutos componentes haciendo uso de tenedor, mano, tentáculo y cuchillo. Encontrar la grasa con la que había sido co-frito y el huevo de ganso que habían usado debía ser fácil, pero encontrar la salchicha específica que hacía de chaqueta iba a ser un problema. Existían demasiados aliños, todos ellos con una proporción diferentes de especias, por no hablar de los muchos tipos de carne que podían mezclarse dentro de la tripa ausente en el plato.
—¿Has terminado? —preguntó la morena con una sonrisa que, desde luego, no ocultaba el asco de verme regurgitar el análisis por tercera vez sobre el plato.
—Casi…—esta vez la comida fue para dentro y no volvió a salir—. Listo.
Retiró los platos con la misma mueca y esperó allí, de pie, sin darme cuartel para que pagase y me marchase cuanto antes. No quería satisfacerla.
—¿Y qué hay de postre?
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Abrir la puerta fue una experiencia para los sentidos: Podía notar las especias en el aire, y el aroma de las carnes maduradas traspasaba los refrigeradores que custodiaban a ambos lados una entrada en arco ojival, tras la que se encontraba la cocina. La barra tampoco defraudaba, llena de grifos y grifos de cerveza así como alguna ración rápida como arenque ahumado, empanada de salmón y lo que, aun sin saber su nombre, identificó como alguna clase de hornazo relleno. La lista de comidas que preparaban no solo era casi interminable sino que ocupaba un puesto capital en la decoración, ocupando -solo las especialidades de la casa- una pared entera en una grafía que, a más de dos metros, apenas sí podía leerse. Aparte de ello, los platos cuyos ingredientes sí podía conocer ocupaban una pequeña biblia de al menos veinte páginas, aunque asumió que eso se debía a que con muy pocos ingredientes en la proporción adecuada podían crear una infinidad de comidas sin apenas esfuerzo; o al menos un esfuerzo menor que el que estaba haciendo la pobre camarera por aguantar una arcada.
Ignorando la razón del desagrado se sentó en una mesa apartada, con la esperanza de que nadie lo reconociese. Aun cuando estaba lejos del Nuevo Mundo y nadie tenía por qué haber visto nunca su rostro no se sentía seguro cuando no iba disfrazado, pero ya era tarde para eso. No era que le preocupase especialmente, pero la gente al verlo tendía a asustarse y huir, y no era una reacción agradable, la verdad; demasiada gente se había hecho una imagen negativa de él por culpa de propaganda absurda.
- Buenos días, bienvenido al Pulled Bork -saludó amablemente la camarera. Era mona a pesar de su aspecto compungido, y tras su tez pálida se encontraba la cara de alguien que estaba deseando vomitar-, ¿en qué puedo ayudarle?
- Bueno, eso me gustaría saber a mí -respondió él, sonriendo de vuelta con cierta confianza-. Todo tiene un aspecto delicioso, pero yo quiero algo que no pueda comer en ningún otro lado. -Aguantó las ganas de interrumpirla cuando señaló la pared-. Exacto. Tráeme los que tú consideres los tres mejores de ahí. Dos de cada. Y luego vamos a jugar a un juego.
- Roger -sintió la muchacha, dándose la vuelta.
Ignorando la razón del desagrado se sentó en una mesa apartada, con la esperanza de que nadie lo reconociese. Aun cuando estaba lejos del Nuevo Mundo y nadie tenía por qué haber visto nunca su rostro no se sentía seguro cuando no iba disfrazado, pero ya era tarde para eso. No era que le preocupase especialmente, pero la gente al verlo tendía a asustarse y huir, y no era una reacción agradable, la verdad; demasiada gente se había hecho una imagen negativa de él por culpa de propaganda absurda.
- Buenos días, bienvenido al Pulled Bork -saludó amablemente la camarera. Era mona a pesar de su aspecto compungido, y tras su tez pálida se encontraba la cara de alguien que estaba deseando vomitar-, ¿en qué puedo ayudarle?
- Bueno, eso me gustaría saber a mí -respondió él, sonriendo de vuelta con cierta confianza-. Todo tiene un aspecto delicioso, pero yo quiero algo que no pueda comer en ningún otro lado. -Aguantó las ganas de interrumpirla cuando señaló la pared-. Exacto. Tráeme los que tú consideres los tres mejores de ahí. Dos de cada. Y luego vamos a jugar a un juego.
- Roger -sintió la muchacha, dándose la vuelta.
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Y la muy imbécil de la camarera en vez de ir a comentar mi pedido de strudel a la cocina, se fue a atender a un recién llegado que debía ser un puto gordo. Tras girar mi cabeza para contemplar el espécimen que iba a darse un duplicado banquete, pude darme cuenta de que no era para nada un cerdo obeso. Aunque sí que estaba “goghdo”, que era la manera en la que diferenciaba a aquellas personas ansias y comilonas que, aunque no tenían por qué pesar doscientos kilos, estaban gordos en espíritu. Lo que venía siendo un avatar de la gula.
Incluso a pesar de su obscena altura y complexión, pedir seis puñeteros platos era una maldita locura, aún mayor cuando eran dos sets por duplicado. Y sin ensalada. Una puta vergüenza. Aquello era un atentado contra la comida, o más bien con su origen, uno que cometían tantos otros como él a diario y que no importaba una puta mierda a los dueños de los locales. Era vergonzoso ver cómo la gente sólo quería pechuga, sin contramuslo, solomillo, pero no criadillas… Y toda la comida que se perdía, y todos los animales que morían…
—Pero no, el monstruo soy yo por comer humanos, claro —dije para mis adentros con un claro sarcasmo—. Putos pielseca.
Incluso a pesar de su obscena altura y complexión, pedir seis puñeteros platos era una maldita locura, aún mayor cuando eran dos sets por duplicado. Y sin ensalada. Una puta vergüenza. Aquello era un atentado contra la comida, o más bien con su origen, uno que cometían tantos otros como él a diario y que no importaba una puta mierda a los dueños de los locales. Era vergonzoso ver cómo la gente sólo quería pechuga, sin contramuslo, solomillo, pero no criadillas… Y toda la comida que se perdía, y todos los animales que morían…
—Pero no, el monstruo soy yo por comer humanos, claro —dije para mis adentros con un claro sarcasmo—. Putos pielseca.
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