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¡Nieve! ¡Jamás había visto tanta nieve reunida! Esas esponjosas cosas blancas que no dejaban de caer del cielo se llamaban copos de nieve; eso le había dicho su hermana. Estaba sorprendido, pues en su aldea nunca había visto algo así. Según Kimoto, la nieve se producía cuando llovía y había bajas temperaturas. Kazuya prefería limitarse a contemplar, no necesitaba encontrar ninguna explicación a lo que sucedía. Lo que sus ojos veían era suficiente, esa belleza que no encontraría en otro lugar. Definitivamente había sido buena idea viajar al Reino de Sakura. El único precio a pagar por contemplar un espectáculo así era el frío. Oh, mierda, hacía mucho, mucho frío.
El joven cocinero llevaba un grueso abrigo azul petróleo y una capucha de pieles, además de unas largas botas de cuero. Aun así, debía abrazarse a sí mismo para no morir congelado. ¿Cómo la gente podía vivir en un lugar así…? Entendía que la nieve era bonita, pero no soportaría esas bajas temperaturas. Por otra parte, ¿qué clase de plantas y árboles crecerían en el Reino de Sakura? No comprendía la razón de ello, pero su padre le había dicho que las plantas necesitaban luz y calidez, algo que no se daría en una isla invernal como esa. En cualquier caso, las excepciones siempre existían y Kazuya estaba ansioso de ver qué más había en el Reino de Sakura. ¿Acaso habría un platillo completamente desconocido? ¡Comenzaba a ser interesante! Hacía mucho que quería explorar otras regiones para conocer diferentes culturas culinarias y enriquecer sus propias habilidades. ¿Encontraría lo que tanto deseaba? Tenía la esperanza de que sí, tenía la esperanza de vivir una aventura inolvidable.
—Por favor no te vayas a perder, Kazuya —le comentó su hermana un tanto resignada. Conocía suficiente a su hermano para saber que terminaría metido en problemas. Siempre era así—. Es la primera ciudad que visitamos tras haber salido de Vednacor. Será mejor que tengamos cuidado.
—Te preocupas demasiado, Kimi —respondió el cocinero, entrelazando las manos detrás de la cabeza—. Verás que todo saldrá bien.
—Si no fueras un completo idiota no habría necesidad de preocuparme —le reprochó con el ceño fruncido. A diferencia de Kimoto, su hermano era impulsivo y parecía atraer los problemas—. ¿Y bien? ¿Cuál será el primer lugar que visitaremos? Me conformo con que haya calefacción. Moriremos congelados si no buscamos refugio.
—Una taberna, ¿no crees? Tal vez beber cerveza con este clima no sea buena idea, pero te aseguro que una o dos copas de vino sí lo serán. Aún tenemos algo de dinero del viejo Ryu, así que estaremos bien —mencionó el peliceleste con completa seguridad, dando un paso hacia delante y observando a su alrededor.
Curiosamente, los tejados de las casas tenían la forma de un pino: eran verdes y puntiagudos, cubiertos de nieve. La gente se paseaba de un lugar a otro, vistiendo grandes y pesados abrigos para protegerse del frío. Los faroles emitían una cálida luz anaranjada, al mismo tiempo que pequeñas lucecitas de diferentes colores atadas a largos cables conectados a los faroles otorgaban un ambiente más animado. Cuando el viento soplaba, estas se agitaban violentamente, pero resistían con fuerza.
—Supongo que no tenemos muchas opciones… ¡Bien! Busquemos una taberna.
El joven cocinero llevaba un grueso abrigo azul petróleo y una capucha de pieles, además de unas largas botas de cuero. Aun así, debía abrazarse a sí mismo para no morir congelado. ¿Cómo la gente podía vivir en un lugar así…? Entendía que la nieve era bonita, pero no soportaría esas bajas temperaturas. Por otra parte, ¿qué clase de plantas y árboles crecerían en el Reino de Sakura? No comprendía la razón de ello, pero su padre le había dicho que las plantas necesitaban luz y calidez, algo que no se daría en una isla invernal como esa. En cualquier caso, las excepciones siempre existían y Kazuya estaba ansioso de ver qué más había en el Reino de Sakura. ¿Acaso habría un platillo completamente desconocido? ¡Comenzaba a ser interesante! Hacía mucho que quería explorar otras regiones para conocer diferentes culturas culinarias y enriquecer sus propias habilidades. ¿Encontraría lo que tanto deseaba? Tenía la esperanza de que sí, tenía la esperanza de vivir una aventura inolvidable.
—Por favor no te vayas a perder, Kazuya —le comentó su hermana un tanto resignada. Conocía suficiente a su hermano para saber que terminaría metido en problemas. Siempre era así—. Es la primera ciudad que visitamos tras haber salido de Vednacor. Será mejor que tengamos cuidado.
—Te preocupas demasiado, Kimi —respondió el cocinero, entrelazando las manos detrás de la cabeza—. Verás que todo saldrá bien.
—Si no fueras un completo idiota no habría necesidad de preocuparme —le reprochó con el ceño fruncido. A diferencia de Kimoto, su hermano era impulsivo y parecía atraer los problemas—. ¿Y bien? ¿Cuál será el primer lugar que visitaremos? Me conformo con que haya calefacción. Moriremos congelados si no buscamos refugio.
—Una taberna, ¿no crees? Tal vez beber cerveza con este clima no sea buena idea, pero te aseguro que una o dos copas de vino sí lo serán. Aún tenemos algo de dinero del viejo Ryu, así que estaremos bien —mencionó el peliceleste con completa seguridad, dando un paso hacia delante y observando a su alrededor.
Curiosamente, los tejados de las casas tenían la forma de un pino: eran verdes y puntiagudos, cubiertos de nieve. La gente se paseaba de un lugar a otro, vistiendo grandes y pesados abrigos para protegerse del frío. Los faroles emitían una cálida luz anaranjada, al mismo tiempo que pequeñas lucecitas de diferentes colores atadas a largos cables conectados a los faroles otorgaban un ambiente más animado. Cuando el viento soplaba, estas se agitaban violentamente, pero resistían con fuerza.
—Supongo que no tenemos muchas opciones… ¡Bien! Busquemos una taberna.
Roland Oppenheimer
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"Es un sitio muy bonito" decían. "Seguro que te gustará" le habían dicho. Había llegado al Reino Sakura y sí, sabía que era una isla invernal, por lo que debía de haber nieve, pero nada más pisar la isla empezó a nevar. Lo que le molestaba no era el frío, ya que una de las pocas ventajas que tenía ser un mink era estar abrigado en cualquier momento, sino que al caminar sus pies se hundían en la nieve y le entorpecían sus pasos. Eso, junto a la nieve que caía sobre él y que al derretirse le empapaba, hizo que le cogiera antipatía a la isla.
No dejaba de admirar su belleza, pero ya se estaba cansando de caminar sin rumbo. No solo le molestaba la nieve sino que estaba perdido. Sus vacaciones no hacían más que empeorar de un momento a otro. Pensó en elevarse en el aire para intentar buscar el pueblo más cercano pero intentarlo sería inútil, ya que la nieve nublaba la visibilidad.
Por suerte, acabó llegando a un pueblo, después de horas de travesía sin rumbo, aunque si alguien le preguntaba nunca reconocería haberse perdido. Dio un paseo, observando las rústicas casas semienterradas en la nieve y los extraños animales que se encontraban allí. Si algo bueno tenía la isla era que nadie de allí le miraba mal. Estaban tan acostumbrados a ver criaturas extrañas que nadie reparaba en su aspecto. Era de agradecer, ya que en su trabajo no le quedaba otra que soportarlo, pero en sus vacaciones no le apetecía soportar miradas curiosas y dedos de niños pequeños apuntándole.
Llegó a lo que parecía una pequeña posada y decidió entrar y descansar un rato. Le vendría bien tomar algo caliente y preguntar qué se podía hacer en la isla. Tenía que aprovechar el tiempo ya que su tiempo para hacer turismo era más bien limitado. Entró y se sentó en la barra. El local parecía vacío, salvo por el camarero que se encontraba limpiando jarras.
- Sírvame un vaso de leche bien caliente, con espuma. Con el tiempo que hace me vendrá bien.
- Claro, caballero. Marchando.
El hombre no tardó ni un minuto en servirle una gran taza llena de leche recién hervida, con espuma chorreando por los lados. Roland dio un sorbo bien grande y se le quedó un bigote blanco, que se limpió rápidamente con el dorso de la mano.
- Y dígame, ¿qué podría hacer un extranjero en esta isla para entretenerse?
- Pues...ya que estamos en una isla replete de nieve la gente aprovecha para esquiar. Es un buen pasatiempo.
Roland se quedó pensativo, decidiendo si hacer caso al camarero o dar otra vuelta por cuenta propia. Dada su experiencia, a lo mejor le hacía caso al camarero. Dio otro sorbo a la taza y siguió a lo suyo, en silencio.
No dejaba de admirar su belleza, pero ya se estaba cansando de caminar sin rumbo. No solo le molestaba la nieve sino que estaba perdido. Sus vacaciones no hacían más que empeorar de un momento a otro. Pensó en elevarse en el aire para intentar buscar el pueblo más cercano pero intentarlo sería inútil, ya que la nieve nublaba la visibilidad.
Por suerte, acabó llegando a un pueblo, después de horas de travesía sin rumbo, aunque si alguien le preguntaba nunca reconocería haberse perdido. Dio un paseo, observando las rústicas casas semienterradas en la nieve y los extraños animales que se encontraban allí. Si algo bueno tenía la isla era que nadie de allí le miraba mal. Estaban tan acostumbrados a ver criaturas extrañas que nadie reparaba en su aspecto. Era de agradecer, ya que en su trabajo no le quedaba otra que soportarlo, pero en sus vacaciones no le apetecía soportar miradas curiosas y dedos de niños pequeños apuntándole.
Llegó a lo que parecía una pequeña posada y decidió entrar y descansar un rato. Le vendría bien tomar algo caliente y preguntar qué se podía hacer en la isla. Tenía que aprovechar el tiempo ya que su tiempo para hacer turismo era más bien limitado. Entró y se sentó en la barra. El local parecía vacío, salvo por el camarero que se encontraba limpiando jarras.
- Sírvame un vaso de leche bien caliente, con espuma. Con el tiempo que hace me vendrá bien.
- Claro, caballero. Marchando.
El hombre no tardó ni un minuto en servirle una gran taza llena de leche recién hervida, con espuma chorreando por los lados. Roland dio un sorbo bien grande y se le quedó un bigote blanco, que se limpió rápidamente con el dorso de la mano.
- Y dígame, ¿qué podría hacer un extranjero en esta isla para entretenerse?
- Pues...ya que estamos en una isla replete de nieve la gente aprovecha para esquiar. Es un buen pasatiempo.
Roland se quedó pensativo, decidiendo si hacer caso al camarero o dar otra vuelta por cuenta propia. Dada su experiencia, a lo mejor le hacía caso al camarero. Dio otro sorbo a la taza y siguió a lo suyo, en silencio.
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Debido al tamaño de Bighorn encontrar una taberna no fue difícil, nada más tuvieron que llegar al centro del pueblo y explorar esos alrededores. Allí vieron un edificio diferente a los demás, teniendo la apariencia de un enorme roble nevado. Justo encima de la puerta había un letrero inentendible por culpa de la nieve. Según Kazuya, era un buen lugar para conocer. Podía llamarse a sí mismo aventurero, pertenecer a ese grupo de personas que les fascinaba conocer diferentes lugares y vivir nuevas experiencias, cada una más emocionante que la otra. Sin embargo, al entrar no pudo evitar sentirse un tanto… decepcionado. El lugar estaba completamente vacío, a excepción del hombre que tomaba leche y el tabernero. «¿Quién toma leche en una taberna…? En fin, hay raros en todos lados», pensó con una sonrisa.
Le entristecía ver a un colega tras la barra, limpiando una y otra vez el mismo vaso. No era que siempre hubiera vasos sucios en una taberna, pero los taberneros creían verse misteriosos si siempre tenían uno en la mano, secándolo una y otra vez. Kazuya quería escuchar buena música, probar todo tipo de platillos y luego zamparse una jaba de cerveza. El interior de la taberna era agradable, había una chimenea al fondo y un pequeño escenario en los que deberían estar tocando los bardos. Había espacio para treinta personas; bueno, cuarenta algo apretadas.
—¿No crees que este lugar debería verse mucho más animado? —le preguntó a su hermana en voz baja. Tampoco quería ofender al hombre que hablaba con el rarito.
—Tal vez…, pero el silencio está bien —contestó poco convencida la chica de cabellos negros. También estaba acostumbrada a las tabernas ardientes y ruidosas, pero un cambio tampoco le hacía mal—. No se te estará ocurriendo una idiotez, ¿verdad?
El joven cocinero sonrió maliciosamente y luego miró al tabernero. Sabía lo que hacía falta: un buen aroma. Supuso que la cocina estaba apagada, y era lo que más necesitaba una taberna. Cuando los jugos de los alimentos comenzasen a liberarse, brotarían exquisitas fragancias que atraerían a los lugareños. Si el viejo no se animaba a cocinar, él lo haría.
—¿No le apena ver este lugar tan vacío, señor? —le preguntó, caminando hacia él con las manos tras la cabeza, mirándolo ingenuamente—. Debería haber gente cantando y bailando, disfrutando, ¿no?
—¡Ay, jovencito! ¡La llama de la juventud! —exclamó el hombre, soltando una sonrisa amigable—. En Bighorn la gente duerme temprano, así que es normal que no haya clientela. Eres extranjero, ¿no es así?
—Venimos de muy lejos. Soy Kazuya y ella es mi hermana Kimoto —se presentó, saludándole con la mano y sonriendo—. Dudo que haya escuchado alguna vez de Vednacor. Bueno, de ahí venimos nosotros.
—Tienes razón, jovencito, no me suena en lo absoluto. ¿Quieres algo de comer? Puedo encender el horno y asar algo de carne.
¡Algo de carne sería fabuloso! Eso quería decir, pero debía aprovechar la oportunidad. El solo hecho de masticar algo tan jugoso, tierno y sabroso, le hacía querer saltar de la emoción. ¿Con qué lo prepararía? ¿Lo salpimentaría bien? ¿O era de los hombres que prefería más sal que otra cosa? ¿Qué verduras usaría para acompañar la carne? Cada cocinero era un mundo diferente, cada quien con su estilo. En Vednacor la carne era muy usada, aunque los productos del mar no se quedaban atrás.
Justo antes de responder, los ojos de Kazuya emitieron un exagerado brillo y una sonrisa maliciosa se dejó ver en su rostro.
—Verá, señor, en nuestro pueblo manejábamos una taberna —comenzó a decir—. Solía estar llena, por eso me da algo de pena que este lugar esté vacío. Con lo bonito que es… ¡En fin! Yo me encargaba de la cocina junto a mi padre, y Kimoto manejaba las cuentas, aunque es una cocinera tan buena como yo, si es que no mejor —agregó, guiñándole un ojo a su hermana melliza—. A lo que voy es que sabemos cómo animar esto. Déjemelo a mí.
El hombre se mostró confundido ante la propuesta del joven desconocido. ¿Por qué encargarle la cocina a un extraño…? El viejo recordó su juventud, recordó los tiempos en los que no amaba nada más que pasar horas y horas cocinando, escuchando el aceite freír las verduras, dejarse llevar por las fragancias de los alimentos y degustar una combinación inimaginable de sabores. La mirada de Kazuya le hizo recordar.
—Está bien, muchacho. Dentro encontrarás todo lo que necesites —contestó al cabo de unos segundos—. Por cierto, soy John.
El joven de cabellos celestes sonrió de oreja a oreja y corrió hacia la cocina, dejando sus cosas a un lado. Se apresuró en lavarse las manos y luego echó un vistazo a la despensa. Había comida suficiente para preparar algo realmente exquisito. ¿Por qué no hacer uno de los platillos favoritos de Kimoto? Eso definitivamente atraería a la gente. Soltó una sonrisa y luego miró a su hermana.
—Te encargarás del puré de papa, Kimi —le ordenó a su hermana.
—Tienes la mala costumbre de siempre asumir el liderazgo en la cocina, ¿lo sabías? —respondió la chica, cruzándose de brazos—. Vale, yo haré el puré —terminó diciendo tras resoplar.
Kazuya calentó aceite de oliva en una sartén y luego agregó carne, además de cebolla picada en finos cuadraditos y ajo cortado en trozos incluso más finos. Por suerte había caldo de carne, el cual se lo agregó para darle más sabor a la mezcla. Revolvía todo el menjunje cada cierto tiempo, dejando que los aromas de los ingredientes comenzasen a desprenderse. Luego, añadió algo de condimento: orégano, pimienta negra molida, comino y una pizca de ají de color. Esa mezcla de carne y verduras la mezclaría con el puré de papas para conseguir el fondo del platillo, aunque aún faltaba agregar unos cuantos ingredientes.
En otra sartén calentó aceite y luego dejó caer con cuidado un poco de pollo previamente salpimentado. Si bien la carne molida era más que suficiente para dar un buen sabor al platillo, los trozos de pollo harían del platillo uno mucho más contundente. Lo condimentó con algo de orégano, pimienta negra y estragón. Los huevos que había estado cociendo Kimoto debían estar listos, así como también el puré. Kazuya buscó una fuente de vidrio y echó un poco menos de la mitad del cremoso puré, hecho con mantequilla, crema, leche tibia y sal. Con cuidado fue depositando las piezas doradas de pollo, aceituna y los huevos cocidos laminados, distribuyendo cada ingrediente lo mejor posible. Luego rellenó con lo que quedaba de puré y finalmente lo cubrió con una capa de queso parmesano. Ahora sólo tocaba esperar, pues el pastel de papa estaría 15 minutos en el horno.
—¡Me fascina este olor! —comentó Kimoto sonrojada por la fragancia que manaba el pastel de papa.
—Y eso que sólo es un platillo de calentamiento. El verdadero fuerte vendrá a continuación, cuando los primeros clientes comiencen a llegar —respondió el cocinero, soltando una sonrisa de satisfacción.
Luego de 15 minutos de espera, el joven peliceleste sirvió un trozo de pastel en una paila de greda y se lo ofreció al viejo John. El tabernero miró el platillo deseándolo más que cualquier otra cosa, queriendo insertar el tenedor y dejar que la mezcla de sabores se inundara por su boca, saboreando hasta el más mínimo de talle. Tuvo que contener la saliva que fluía dentro de su boca para no parecer un salvaje. Ciertamente era un buen platillo, uno que había desprendido una serie de aromas que enloquecería a cualquiera.
—¡Wonderful! ¡Subarashi!—gritó afeminadamente a los cuatro vientos tras probar el pastel, sintiendo cómo la perfecta mezcla entre papa y carne se balanceaba de un lado a otro dentro de su boca—. ¡No puedo dejar de comer! ¡Definitivamente no puedo!
Minutos después de que Kazuya preparase el pastel de papa, una pareja de jóvenes entró a la taberna, deleitándose por el lugar y las fragancias que lo inundaban.
Le entristecía ver a un colega tras la barra, limpiando una y otra vez el mismo vaso. No era que siempre hubiera vasos sucios en una taberna, pero los taberneros creían verse misteriosos si siempre tenían uno en la mano, secándolo una y otra vez. Kazuya quería escuchar buena música, probar todo tipo de platillos y luego zamparse una jaba de cerveza. El interior de la taberna era agradable, había una chimenea al fondo y un pequeño escenario en los que deberían estar tocando los bardos. Había espacio para treinta personas; bueno, cuarenta algo apretadas.
—¿No crees que este lugar debería verse mucho más animado? —le preguntó a su hermana en voz baja. Tampoco quería ofender al hombre que hablaba con el rarito.
—Tal vez…, pero el silencio está bien —contestó poco convencida la chica de cabellos negros. También estaba acostumbrada a las tabernas ardientes y ruidosas, pero un cambio tampoco le hacía mal—. No se te estará ocurriendo una idiotez, ¿verdad?
El joven cocinero sonrió maliciosamente y luego miró al tabernero. Sabía lo que hacía falta: un buen aroma. Supuso que la cocina estaba apagada, y era lo que más necesitaba una taberna. Cuando los jugos de los alimentos comenzasen a liberarse, brotarían exquisitas fragancias que atraerían a los lugareños. Si el viejo no se animaba a cocinar, él lo haría.
—¿No le apena ver este lugar tan vacío, señor? —le preguntó, caminando hacia él con las manos tras la cabeza, mirándolo ingenuamente—. Debería haber gente cantando y bailando, disfrutando, ¿no?
—¡Ay, jovencito! ¡La llama de la juventud! —exclamó el hombre, soltando una sonrisa amigable—. En Bighorn la gente duerme temprano, así que es normal que no haya clientela. Eres extranjero, ¿no es así?
—Venimos de muy lejos. Soy Kazuya y ella es mi hermana Kimoto —se presentó, saludándole con la mano y sonriendo—. Dudo que haya escuchado alguna vez de Vednacor. Bueno, de ahí venimos nosotros.
—Tienes razón, jovencito, no me suena en lo absoluto. ¿Quieres algo de comer? Puedo encender el horno y asar algo de carne.
¡Algo de carne sería fabuloso! Eso quería decir, pero debía aprovechar la oportunidad. El solo hecho de masticar algo tan jugoso, tierno y sabroso, le hacía querer saltar de la emoción. ¿Con qué lo prepararía? ¿Lo salpimentaría bien? ¿O era de los hombres que prefería más sal que otra cosa? ¿Qué verduras usaría para acompañar la carne? Cada cocinero era un mundo diferente, cada quien con su estilo. En Vednacor la carne era muy usada, aunque los productos del mar no se quedaban atrás.
Justo antes de responder, los ojos de Kazuya emitieron un exagerado brillo y una sonrisa maliciosa se dejó ver en su rostro.
—Verá, señor, en nuestro pueblo manejábamos una taberna —comenzó a decir—. Solía estar llena, por eso me da algo de pena que este lugar esté vacío. Con lo bonito que es… ¡En fin! Yo me encargaba de la cocina junto a mi padre, y Kimoto manejaba las cuentas, aunque es una cocinera tan buena como yo, si es que no mejor —agregó, guiñándole un ojo a su hermana melliza—. A lo que voy es que sabemos cómo animar esto. Déjemelo a mí.
El hombre se mostró confundido ante la propuesta del joven desconocido. ¿Por qué encargarle la cocina a un extraño…? El viejo recordó su juventud, recordó los tiempos en los que no amaba nada más que pasar horas y horas cocinando, escuchando el aceite freír las verduras, dejarse llevar por las fragancias de los alimentos y degustar una combinación inimaginable de sabores. La mirada de Kazuya le hizo recordar.
—Está bien, muchacho. Dentro encontrarás todo lo que necesites —contestó al cabo de unos segundos—. Por cierto, soy John.
El joven de cabellos celestes sonrió de oreja a oreja y corrió hacia la cocina, dejando sus cosas a un lado. Se apresuró en lavarse las manos y luego echó un vistazo a la despensa. Había comida suficiente para preparar algo realmente exquisito. ¿Por qué no hacer uno de los platillos favoritos de Kimoto? Eso definitivamente atraería a la gente. Soltó una sonrisa y luego miró a su hermana.
—Te encargarás del puré de papa, Kimi —le ordenó a su hermana.
—Tienes la mala costumbre de siempre asumir el liderazgo en la cocina, ¿lo sabías? —respondió la chica, cruzándose de brazos—. Vale, yo haré el puré —terminó diciendo tras resoplar.
Kazuya calentó aceite de oliva en una sartén y luego agregó carne, además de cebolla picada en finos cuadraditos y ajo cortado en trozos incluso más finos. Por suerte había caldo de carne, el cual se lo agregó para darle más sabor a la mezcla. Revolvía todo el menjunje cada cierto tiempo, dejando que los aromas de los ingredientes comenzasen a desprenderse. Luego, añadió algo de condimento: orégano, pimienta negra molida, comino y una pizca de ají de color. Esa mezcla de carne y verduras la mezclaría con el puré de papas para conseguir el fondo del platillo, aunque aún faltaba agregar unos cuantos ingredientes.
En otra sartén calentó aceite y luego dejó caer con cuidado un poco de pollo previamente salpimentado. Si bien la carne molida era más que suficiente para dar un buen sabor al platillo, los trozos de pollo harían del platillo uno mucho más contundente. Lo condimentó con algo de orégano, pimienta negra y estragón. Los huevos que había estado cociendo Kimoto debían estar listos, así como también el puré. Kazuya buscó una fuente de vidrio y echó un poco menos de la mitad del cremoso puré, hecho con mantequilla, crema, leche tibia y sal. Con cuidado fue depositando las piezas doradas de pollo, aceituna y los huevos cocidos laminados, distribuyendo cada ingrediente lo mejor posible. Luego rellenó con lo que quedaba de puré y finalmente lo cubrió con una capa de queso parmesano. Ahora sólo tocaba esperar, pues el pastel de papa estaría 15 minutos en el horno.
—¡Me fascina este olor! —comentó Kimoto sonrojada por la fragancia que manaba el pastel de papa.
—Y eso que sólo es un platillo de calentamiento. El verdadero fuerte vendrá a continuación, cuando los primeros clientes comiencen a llegar —respondió el cocinero, soltando una sonrisa de satisfacción.
Luego de 15 minutos de espera, el joven peliceleste sirvió un trozo de pastel en una paila de greda y se lo ofreció al viejo John. El tabernero miró el platillo deseándolo más que cualquier otra cosa, queriendo insertar el tenedor y dejar que la mezcla de sabores se inundara por su boca, saboreando hasta el más mínimo de talle. Tuvo que contener la saliva que fluía dentro de su boca para no parecer un salvaje. Ciertamente era un buen platillo, uno que había desprendido una serie de aromas que enloquecería a cualquiera.
—¡Wonderful! ¡Subarashi!—gritó afeminadamente a los cuatro vientos tras probar el pastel, sintiendo cómo la perfecta mezcla entre papa y carne se balanceaba de un lado a otro dentro de su boca—. ¡No puedo dejar de comer! ¡Definitivamente no puedo!
Minutos después de que Kazuya preparase el pastel de papa, una pareja de jóvenes entró a la taberna, deleitándose por el lugar y las fragancias que lo inundaban.
Roland Oppenheimer
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El clima de la estancia estaba tranquilo. El joven mink seguía disfrutando de su ahora tibia jarra de leche mientras se deleitaba con el monótono sonido que hacía el camarero frotando su trapo contra el cristal de los vasos. Había decidido esperar a que se dejase de nevar para volver a dar un paseo por la isla e ir a la zona de esquiar que le había recomendado el amable hombre. Sin embargo, si tan buen destino turístico era la isla, ¿por qué no habían hecho una guía de viajes con explicaciones detalladas de los sitios emblemáticos y mejores pasatiempos? A estas alturas daba igual, pero prefería guiarse por unos sencillos papeles bien explicados que por los vagos comentarios de un pueblerino.
El sonido de la puerta al abrirse sacó a Roland de sus pensamientos. Entró una pareja de niños que no parecían tener más de 15 años, y en sus rostros se reflejaba la desilusión, como si sus padres se hubieran olvidado de sus cumpleaños. Era obvio que esperaban que la taberna no estuviese tan vacía, por no decir desolada. Roland pensaba igual, pero en parte le agradaba estar tranquilo con su silencio pensando. El niño...¿eso era un niño? Parecía más bien una niña, pero por su tono de voz estaba claro que no lo era. Bueno, el niño empezó a hablar con el camarero despreocupadamente confirmando sus sospechas. Eso le daba igual, mientras no armasen jaleo y le dejasen en paz podían hacer lo que quisieran. El mink siguió a lo suyo ignorando al resto. Estaba convencido de que si dejaba de nevar podría disfrutar más de las vistas y de su estancia en general, aunque seguramente se aburriría rápido, ya que no había mucho más que hacer por allí.
Sin darse ni cuenta, empezó a mover la nariz, como si intentara atrapar algo con ella. ¿Qué podía oler tan bien en ese lugar? Cuando empezó a buscar con la vista vio que detrás de la entrada a la cocina los dos niños no paraban de moverse de un lado a otro, cargando comida y utensilios. ¿Serían ellas quienes estaban provocando tal olor? Roland no quería quedarse con la duda. Se levantó y fue hasta la cocina, donde empezó a observar todo lo que hacían. Nunca había cocinado y apenas había visto a gente haciéndolo, pero supo al instante que los dos niños estaban haciendo un buen trabajo. Por supuesto, aún sin haber tocado una sartén en su vida, conocía la teoría, y estaba convencido de que cocinaría igual o mejor que los pequeños que tenía delante, pero, ¿para qué molestarse si ellos ya lo estaban haciendo todo?
Volvió a su sitio en la barra y empezó a tener ganas de los niños terminasen ya. Ahora quería probar su comida y a cada minuto que transcurría se encontraba más impaciente. Al final, cuando acabaron, le dieron de probar al camarero un trozo del plato recién cocinado y casi se le cayeron los pantalones. ¿Tan bueno estaba? Tenía que probarlo.
- Eh, chaval, sírveme un plato, ¿quieres? Me ha entrado hambre - dijo mientras entraban un par de personas al local, a las cuáles ignoró.
El sonido de la puerta al abrirse sacó a Roland de sus pensamientos. Entró una pareja de niños que no parecían tener más de 15 años, y en sus rostros se reflejaba la desilusión, como si sus padres se hubieran olvidado de sus cumpleaños. Era obvio que esperaban que la taberna no estuviese tan vacía, por no decir desolada. Roland pensaba igual, pero en parte le agradaba estar tranquilo con su silencio pensando. El niño...¿eso era un niño? Parecía más bien una niña, pero por su tono de voz estaba claro que no lo era. Bueno, el niño empezó a hablar con el camarero despreocupadamente confirmando sus sospechas. Eso le daba igual, mientras no armasen jaleo y le dejasen en paz podían hacer lo que quisieran. El mink siguió a lo suyo ignorando al resto. Estaba convencido de que si dejaba de nevar podría disfrutar más de las vistas y de su estancia en general, aunque seguramente se aburriría rápido, ya que no había mucho más que hacer por allí.
Sin darse ni cuenta, empezó a mover la nariz, como si intentara atrapar algo con ella. ¿Qué podía oler tan bien en ese lugar? Cuando empezó a buscar con la vista vio que detrás de la entrada a la cocina los dos niños no paraban de moverse de un lado a otro, cargando comida y utensilios. ¿Serían ellas quienes estaban provocando tal olor? Roland no quería quedarse con la duda. Se levantó y fue hasta la cocina, donde empezó a observar todo lo que hacían. Nunca había cocinado y apenas había visto a gente haciéndolo, pero supo al instante que los dos niños estaban haciendo un buen trabajo. Por supuesto, aún sin haber tocado una sartén en su vida, conocía la teoría, y estaba convencido de que cocinaría igual o mejor que los pequeños que tenía delante, pero, ¿para qué molestarse si ellos ya lo estaban haciendo todo?
Volvió a su sitio en la barra y empezó a tener ganas de los niños terminasen ya. Ahora quería probar su comida y a cada minuto que transcurría se encontraba más impaciente. Al final, cuando acabaron, le dieron de probar al camarero un trozo del plato recién cocinado y casi se le cayeron los pantalones. ¿Tan bueno estaba? Tenía que probarlo.
- Eh, chaval, sírveme un plato, ¿quieres? Me ha entrado hambre - dijo mientras entraban un par de personas al local, a las cuáles ignoró.
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El pastel de papa había sido un éxito completo, no sólo por la gente que no dejaba de entrar a la taberna, sino también porque el tabernero, ese tal John, no podía dejar de comer. Aparentemente, hacía mucho que no probaba un platillo tan sabroso. La pareja de jóvenes, compuesta por un chico veinteañero de cabello rubio y una jovencita de aspecto adorable, también degustó el platillo preparado por los hermanos Kimimaro. Y también les había encantado. Ninguno de los dos cocineros esperaba que sus servicios fuesen pagados, más bien lo hacían para pasar el rato y divertirse un poco. Sin embargo, cuando el rarito de la leche caliente le pidió a Kazuya que le sirviese un plato, tuvo que contener las ganas de decirle que tendría que pagar.
Justo antes de responderle, se quedó en blanco al observar los rasgos del tipo. ¿Siquiera era humano…? El joven cocinero lo observó de pie a cabeza, fijándose en el exceso de pelo que tenía como si fuera una bestia. Sí, definitivamente era raro.
—Aquí tiene, señor —le dijo al tipo, dejando un cuenco de greda frente a él—. Veamos…, el platillo te costará 1500 berries. Por cierto, ¿de dónde eres? No puedo no preguntarte, ya sabes, no pareces alguien común y corriente. Y no lo digo porque estabas bebiendo leche en un bar.
Poco a poco el ambiente comenzaba a animarse, de hecho, un dúo de bardos no tardó en aparecer. Uno de ellos llevaba un laúd, mientras que el otro portaba un extraño tambor. Como sea, subieron al escenario y entonaron una melodía tranquila, bastante armoniosa y cálida. Kazuya sonrió con satisfacción. El lugar empezaba a verse más como una taberna. Sólo faltaba que la gente comenzase a beber alcohol y luego sus piernas se encargarían de lo demás: en cuestión de minutos la pista de baile estaría repleta. El peliceleste tenía la seguridad de que así sería, sin embargo, las cosas jamás resultaban como se planeaban.
—No puedo dejarles todo el trabajo a ustedes, chicos —mencionó John, quien parecía mucho más musculoso que antes. ¿Acaso probar la comida de Kazuya le había hecho cambiar…? ¡Los músculos casi no le cabían en la ropa!—. ¡Permítanme ayudar!
—¡Por supuesto! —respondió Kazuya, soltando una sonrisa de alegría. En verdad estaba feliz, mucho. No esperaba que su primera aventura consistiera en hacer lo de siempre: sorprender a las personas con platillos realmente exquisitos.
A medida que los platos recién preparados salían y contentaban a los clientes que no dejaban de llegar, el sitio se llenaba más y más. Un grupo de hombres de pintas medio raras hizo aparición. El que parecía ser el líder, pues iba al centro, era un poco más alto que Kazuya y mucho más feo. Una horrible cicatriz le cruzaba toda la cara y no dejaba de mirar feo a las demás personas. Sus brazos eran muy delgados en comparación a su torso que, por cierto, parecía un verdadero globo. A su lado había un tipo muy alto y fornido que parecía tener problemas para respirar, y a la izquierda de este había una chica rubia y de nariz tan larga como la de Pinoxo, un muñeco de madera al que le crecía la nariz cuando mentía.
—Al jefe no le gustará esto, ¿verdad?
Justo antes de responderle, se quedó en blanco al observar los rasgos del tipo. ¿Siquiera era humano…? El joven cocinero lo observó de pie a cabeza, fijándose en el exceso de pelo que tenía como si fuera una bestia. Sí, definitivamente era raro.
—Aquí tiene, señor —le dijo al tipo, dejando un cuenco de greda frente a él—. Veamos…, el platillo te costará 1500 berries. Por cierto, ¿de dónde eres? No puedo no preguntarte, ya sabes, no pareces alguien común y corriente. Y no lo digo porque estabas bebiendo leche en un bar.
Poco a poco el ambiente comenzaba a animarse, de hecho, un dúo de bardos no tardó en aparecer. Uno de ellos llevaba un laúd, mientras que el otro portaba un extraño tambor. Como sea, subieron al escenario y entonaron una melodía tranquila, bastante armoniosa y cálida. Kazuya sonrió con satisfacción. El lugar empezaba a verse más como una taberna. Sólo faltaba que la gente comenzase a beber alcohol y luego sus piernas se encargarían de lo demás: en cuestión de minutos la pista de baile estaría repleta. El peliceleste tenía la seguridad de que así sería, sin embargo, las cosas jamás resultaban como se planeaban.
—No puedo dejarles todo el trabajo a ustedes, chicos —mencionó John, quien parecía mucho más musculoso que antes. ¿Acaso probar la comida de Kazuya le había hecho cambiar…? ¡Los músculos casi no le cabían en la ropa!—. ¡Permítanme ayudar!
—¡Por supuesto! —respondió Kazuya, soltando una sonrisa de alegría. En verdad estaba feliz, mucho. No esperaba que su primera aventura consistiera en hacer lo de siempre: sorprender a las personas con platillos realmente exquisitos.
A medida que los platos recién preparados salían y contentaban a los clientes que no dejaban de llegar, el sitio se llenaba más y más. Un grupo de hombres de pintas medio raras hizo aparición. El que parecía ser el líder, pues iba al centro, era un poco más alto que Kazuya y mucho más feo. Una horrible cicatriz le cruzaba toda la cara y no dejaba de mirar feo a las demás personas. Sus brazos eran muy delgados en comparación a su torso que, por cierto, parecía un verdadero globo. A su lado había un tipo muy alto y fornido que parecía tener problemas para respirar, y a la izquierda de este había una chica rubia y de nariz tan larga como la de Pinoxo, un muñeco de madera al que le crecía la nariz cuando mentía.
—Al jefe no le gustará esto, ¿verdad?
Roland Oppenheimer
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La pregunta del chico le pilló por sorpresa del chico le pilló por sorpresa. ¿De donde era? ¿A donde pertenecía? Eso mismo llevaba preguntándose mucho tiempo. Obviamente era un mink, y esta raza proviene de Zou, la isla elefante. Roland había investigado eso desde que había aprendido que él era diferente a los demás, pero lo cierto era que nunca había visitado su tierra natal, y no tenía esa intención de momento, por lo que la pregunta era complicada de contestar, y decir que uno era deEnnies Lobby, la Isla Judicial, tampoco era del todo cierto. Sí, vivía y trabajaba allí, pero no era un hogar, era únicamente el sitio donde pasaba la mayor parte del tiempo. Así que Roland optó por no contestar la pregunta.
- ¿Soy el único al que le cobras el plato, me criticas por beber leche y encima me haces preguntas personales? - le espetó el mink - He cambiado de opinión, ya no tengo hambre.
Roland se levantó del taburete, cogió su jarra de leche y se sentó en una mesa alejada de la barra. Normalmente hubiera sido incluso más borde con el chico, pero la pregunta le hacía replantearse su existencia y solo quería deshacerse de esos pensamientos. Por suerte en la taberna empezó a llegar gente y pudo fijarse en cómo había cambiado el vacío local a un lugar mucho más agradable con murmullos recorriendo el aire, ruidos de copas chocándose y hasta un par de tipos cantando sobre el escenario.
Se asomó por la ventana un momento y cayó en la cuenta de que seguía nevando. No es que no quisiera seguir en el local, extrañamente se encontraba a gusto, relajado, algo difícil en él, pero también era inquieto y quería salir de nuevo, aunque no con esa nieve a no ser que no quedase otro remedio. Siguió sentado en su mesa, cavilando sobre sus cosas sin pedir otro vaso más de leche siquiera, ya que no le apetecía tener que volver a hablar con el niño.
Ahora que pensaba en el chico peliazul, ¿qué hacía un niño de su edad adueñándose de una cocina ajena? ¿Cómo permitían sus padres que estuviera a esas horas en una taberna? ¿Acaso tendría padres? Roland esperaba que sí, no le deseaba a nadie la suerte de no tener padres, aunque en ese caso, sus padres debían de ser unos irresponsables. Dejó de darle vueltas al asunto e intentó escuchar la música.
Empezó a observar cómo entraba la gente por la puerta. Todos iban abrigados, y entraban cubiertos de nieve a medio derretir, pero una vez dentro se quitaban sus abrigadas prendas de ropa y las colgaban de sus sillas. No se había dado cuenta, pero ahí dentro, con tanta gente, uno podía entrar en calor con facilidad. Siguió mirando la puerta, por la que entraba gente de toda índole, ancianos cuenta-batallitas que se deleitaban relatando las historias de su juventud, trabajadores del pueblo que buscaban un descanso después de una larga jornada de trabajo y jóvenes fiesteros que querían pasarlo bien esa noche. ¿Acaso había tanta gente en ese pueblo como para llenar el local? Roland no lo sabía, pero sí sabía que el lugar no tenía nada que ver con lo que era hace unas horas.
En un momento de la noche entró un estrafalario grupo de personas. Si el mink no hubiera estado observando la puerta probablemente no hubiese parado a fijarse en ellos, pero lo hizo, y por su experiencia se dio cuenta del tipo de personas que eran. Había tratado ya con algunos rufianes como para distinguir ciertos patrones en sus modus operandis. Eran tres, uno en el centro que parecía el cabecilla, un hombre bastante musculoso y una chica algo fea con aires de prepotencia. Vamos, típico grupito de matones de turno. El mink no sabía que era lo que querían, pero esperaba que no buscasen problemas. Si lo hacían, él se vería obligado a intervenir. Estaría de vaciones, pero seguía siendo un agente del Cipher Pol y debía hacer respetar la ley. Rolandi siguió observándolos y, por desgracia para él, no se quedaron quietecitos.
El del centro, un hombre rechoncho donde no los haya, no paraba de mirar a su alrededor con mala cara a todos lados, como si la escena no le gustase nada. Habló algo con sus compañeros. Roland se levantó de su apartada mesa y siguió al hombre hasta la barra, para poder oír mejor. El cabecilla llamó repetidas veces al camarero hasta que se acercó a atenderle, pero lo que le pidió no fue un plato de pastel de papa.
- Quiero que eches a la gente fuera - dijo masticando las palabras. Tenía una fea cicatriz que se retorcía cada vez que abría la boca.
- ¿Cómo dices? No puedo hacer eso. Llevaba meses, quizás años, sin tener el local tan repleto. Además, simplemente no puedo mandar a esta gente a sus casas cuando se lo están pasando tan bien. Si queréis el local para vosotros solos, tenéis que reservar con una semana de antelación - explicó el cocinera. Roland no se había fijado hasta el momento pero... ¿había crecido? Parecía tener más músculo y la camiseta le quedaba apretada, marcando un cuerpo definido.
- No lo has entendido. Mi jefe quiere este sitio vacío ¡AHORA MISMO! - gritó el hombre -. Spenser, Kori, hacedlo - dijo mientras chasqueaba los dedos.
El hombre alto y forzudo lanzó al aire un par de mesas cercanas tirandolas al suelo junto a todo lo que tenían encima, y la chica sacó un bate de béisbol (Roland no sabía de dónde) y arrasó con todo lo que había encima de la barra, pisoteando la comida que caía al suelo. El local se quedó en un silencio tan profundo que parecía estar como al principio de la noche, cambiando el monótono ruido que hacía el camarero al limpiar los vasos por los problemas respiratorios de uno de los rufianes.
- Espero que te haya quedado claro el mensaje, posadero. Si no le dices a tus clientes que se vayan, se lo diremos nosotros, y no creo que les guste.
El posadero, que se había puesto pálido, decidió seguirle la corriente y no meterse en problema. Una decisión sabia en otras circunstancias, pensó el mink, pero en esa ocasión había un agente de la ley entre ellos. El posadero se llevó las manos a la boca y formó con cono alrededor de esta.
- Hora de cerrar. Todo el mundo a su casa. La fiesta ha terminado por hoy - no lo dijo con voz alta, pero dado el silencio todo el mundo lo escuchó perfectamente.
- ¡NO! - gritó Roland -. Toda persona que no quiera irse que se quede - miró al grupito de matones - salvo vosotros tres. Fuera de aquí, y rapidito.
- ¿Pero quien te has creído que eres tú, mamarracho? Voy a tener que enseñarte modales. Spencer, hazlo.
El grandullón se abalanzó sobre el mink con un gran puñetazo. Demasiado lento. El agente se apartó hacia un lado y, agachándose, le clavó un puñetazo en el hígado a su agresor para después golpear con una patada lateral que lo lanzó contra la chica. Ambos cayeron al suelo y al cabecilla se le pusieron los ojos como platos.
- Soy Roland Oppenheimer, agente del Cipher Pol - dije sacando mi placa de los pantalones -. Fuera de aquí u os arresto.
Pillaron el mensaje a la perfección, ya que salieron corriendo sin mirar atrás. La gente del local prorrumpió en vítores y le ofrecieron al mink varias copas las cuales rechazó. No hacía falta que se lo agradecieran, era su trabajo, y es más, esa era la parte favorita de su trabajo, ver como los maleantes salían corriendo como los cobardes que eran.
- Ja, rufianes a mí - dijo para sí con un toque de orgullo.
- ¿Soy el único al que le cobras el plato, me criticas por beber leche y encima me haces preguntas personales? - le espetó el mink - He cambiado de opinión, ya no tengo hambre.
Roland se levantó del taburete, cogió su jarra de leche y se sentó en una mesa alejada de la barra. Normalmente hubiera sido incluso más borde con el chico, pero la pregunta le hacía replantearse su existencia y solo quería deshacerse de esos pensamientos. Por suerte en la taberna empezó a llegar gente y pudo fijarse en cómo había cambiado el vacío local a un lugar mucho más agradable con murmullos recorriendo el aire, ruidos de copas chocándose y hasta un par de tipos cantando sobre el escenario.
Se asomó por la ventana un momento y cayó en la cuenta de que seguía nevando. No es que no quisiera seguir en el local, extrañamente se encontraba a gusto, relajado, algo difícil en él, pero también era inquieto y quería salir de nuevo, aunque no con esa nieve a no ser que no quedase otro remedio. Siguió sentado en su mesa, cavilando sobre sus cosas sin pedir otro vaso más de leche siquiera, ya que no le apetecía tener que volver a hablar con el niño.
Ahora que pensaba en el chico peliazul, ¿qué hacía un niño de su edad adueñándose de una cocina ajena? ¿Cómo permitían sus padres que estuviera a esas horas en una taberna? ¿Acaso tendría padres? Roland esperaba que sí, no le deseaba a nadie la suerte de no tener padres, aunque en ese caso, sus padres debían de ser unos irresponsables. Dejó de darle vueltas al asunto e intentó escuchar la música.
Empezó a observar cómo entraba la gente por la puerta. Todos iban abrigados, y entraban cubiertos de nieve a medio derretir, pero una vez dentro se quitaban sus abrigadas prendas de ropa y las colgaban de sus sillas. No se había dado cuenta, pero ahí dentro, con tanta gente, uno podía entrar en calor con facilidad. Siguió mirando la puerta, por la que entraba gente de toda índole, ancianos cuenta-batallitas que se deleitaban relatando las historias de su juventud, trabajadores del pueblo que buscaban un descanso después de una larga jornada de trabajo y jóvenes fiesteros que querían pasarlo bien esa noche. ¿Acaso había tanta gente en ese pueblo como para llenar el local? Roland no lo sabía, pero sí sabía que el lugar no tenía nada que ver con lo que era hace unas horas.
En un momento de la noche entró un estrafalario grupo de personas. Si el mink no hubiera estado observando la puerta probablemente no hubiese parado a fijarse en ellos, pero lo hizo, y por su experiencia se dio cuenta del tipo de personas que eran. Había tratado ya con algunos rufianes como para distinguir ciertos patrones en sus modus operandis. Eran tres, uno en el centro que parecía el cabecilla, un hombre bastante musculoso y una chica algo fea con aires de prepotencia. Vamos, típico grupito de matones de turno. El mink no sabía que era lo que querían, pero esperaba que no buscasen problemas. Si lo hacían, él se vería obligado a intervenir. Estaría de vaciones, pero seguía siendo un agente del Cipher Pol y debía hacer respetar la ley. Rolandi siguió observándolos y, por desgracia para él, no se quedaron quietecitos.
El del centro, un hombre rechoncho donde no los haya, no paraba de mirar a su alrededor con mala cara a todos lados, como si la escena no le gustase nada. Habló algo con sus compañeros. Roland se levantó de su apartada mesa y siguió al hombre hasta la barra, para poder oír mejor. El cabecilla llamó repetidas veces al camarero hasta que se acercó a atenderle, pero lo que le pidió no fue un plato de pastel de papa.
- Quiero que eches a la gente fuera - dijo masticando las palabras. Tenía una fea cicatriz que se retorcía cada vez que abría la boca.
- ¿Cómo dices? No puedo hacer eso. Llevaba meses, quizás años, sin tener el local tan repleto. Además, simplemente no puedo mandar a esta gente a sus casas cuando se lo están pasando tan bien. Si queréis el local para vosotros solos, tenéis que reservar con una semana de antelación - explicó el cocinera. Roland no se había fijado hasta el momento pero... ¿había crecido? Parecía tener más músculo y la camiseta le quedaba apretada, marcando un cuerpo definido.
- No lo has entendido. Mi jefe quiere este sitio vacío ¡AHORA MISMO! - gritó el hombre -. Spenser, Kori, hacedlo - dijo mientras chasqueaba los dedos.
El hombre alto y forzudo lanzó al aire un par de mesas cercanas tirandolas al suelo junto a todo lo que tenían encima, y la chica sacó un bate de béisbol (Roland no sabía de dónde) y arrasó con todo lo que había encima de la barra, pisoteando la comida que caía al suelo. El local se quedó en un silencio tan profundo que parecía estar como al principio de la noche, cambiando el monótono ruido que hacía el camarero al limpiar los vasos por los problemas respiratorios de uno de los rufianes.
- Espero que te haya quedado claro el mensaje, posadero. Si no le dices a tus clientes que se vayan, se lo diremos nosotros, y no creo que les guste.
El posadero, que se había puesto pálido, decidió seguirle la corriente y no meterse en problema. Una decisión sabia en otras circunstancias, pensó el mink, pero en esa ocasión había un agente de la ley entre ellos. El posadero se llevó las manos a la boca y formó con cono alrededor de esta.
- Hora de cerrar. Todo el mundo a su casa. La fiesta ha terminado por hoy - no lo dijo con voz alta, pero dado el silencio todo el mundo lo escuchó perfectamente.
- ¡NO! - gritó Roland -. Toda persona que no quiera irse que se quede - miró al grupito de matones - salvo vosotros tres. Fuera de aquí, y rapidito.
- ¿Pero quien te has creído que eres tú, mamarracho? Voy a tener que enseñarte modales. Spencer, hazlo.
El grandullón se abalanzó sobre el mink con un gran puñetazo. Demasiado lento. El agente se apartó hacia un lado y, agachándose, le clavó un puñetazo en el hígado a su agresor para después golpear con una patada lateral que lo lanzó contra la chica. Ambos cayeron al suelo y al cabecilla se le pusieron los ojos como platos.
- Soy Roland Oppenheimer, agente del Cipher Pol - dije sacando mi placa de los pantalones -. Fuera de aquí u os arresto.
Pillaron el mensaje a la perfección, ya que salieron corriendo sin mirar atrás. La gente del local prorrumpió en vítores y le ofrecieron al mink varias copas las cuales rechazó. No hacía falta que se lo agradecieran, era su trabajo, y es más, esa era la parte favorita de su trabajo, ver como los maleantes salían corriendo como los cobardes que eran.
- Ja, rufianes a mí - dijo para sí con un toque de orgullo.
Volken von Goldschläger
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El joven peliceleste soltó una carcajada al oír la respuesta del hombre. ¿Cómo alguien podía ofenderse tan fácilmente? Era normal que le cobrara, ¿o era de esos que pensaba que todo debía darse gratis solo porque sí? Si al viejo John no le había cobrado un solo peso, era porque había razones muy obvias para ello: ¿acaso él no era el dueño de la taberna? A la pareja que acababa de entrar sí le había cobrado, y a las que vendrían también lo haría. Si fuera por Kazuya, les daría de comer a todos sin cobrar un solo berrie, pero su hermana era una chica con los pies en la tierra. Necesitarían dinero para seguir viajando y eso no lo obtendrían de buenas intenciones. Por otro lado, el tipo aún no se percataba de que beber leche en una taberna no era una buena idea. Simplemente no lo era.
—Vamos, ¿tienes techo de cristal o algo? —le respondió con una sonrisa amable—. Es normal que pagues por lo que consumes, ¿no crees? Si hubiese sabido que eres de los que se ofende por todo, no habría preguntado nada —bromeó y luego se alejó para volver a la cocina. Dios, era muy complicado tratar con los clientes.
El pintoresco grupo no tardó en robarse el protagonismo y llamar la atención de los presentes. Exigían, como si fuesen los dueños del mundo, que toda la gente se fuese. Por supuesto, a John no le parecía buena idea. Era difícil que un lugar como ese se llenase tanto como esa noche y no desperdiciaría la oportunidad que unos niños le habían dado. En ese momento, Kazuya dejó de hacer lo que estaba haciendo y miró a través de la rendija que separaba la cocina del comedor. Definitivamente parecían tipos rudos, aunque no tanto como los piratas que visitaron Vednacor hace un par de meses. A Kazuya la violencia le parecía tonta, pero respondía al lenguaje de los idiotas.
—No te metas en problemas —le susurró la chica de cabellos negros, cogiéndole tiernamente la mano y mirándole con preocupación. Conocía a su hermano. Sabía que, si las cosas se ponían más tensas, no dudaría en enfrentarles.
—A veces el mundo necesita un héroe —respondió con una sonrisa amable—, pero esa persona no soy yo.
El gigantón lanzó al aire las mesas cercanas como si no pesasen más que plumas, dejando en claro su fuerza casi sobrehumana, y su compañera tampoco quiso parecer menos. Empuñando un bate de béisbol, arrasó con todo lo que tenía en frente. Cuando Kazuya le vio pisotear la comida como si fuese basura, frunció el ceño y apretó los puños. Incluso Kimoto, quien siempre lucía serena y animada, fulminó con la mirada a la mujer. Al final los bandidos habían conseguido lo que querían: echar a toda la gente sólo porque sí. El viejo John no tenía los huevos para enfrentar a esa gente, así que no tuvo otra opción que obedecer y echarles a todos. Sin embargo, en ese momento un fuerte «no» recorrió toda la estancia. El mismo hombre que se había ofendido ahora llamaba la atención y robaba el protagonismo, llevándoles la contra a los matones de barrio. A Kazuya le pareció un gesto muy noble, después de todo, estaba ayudando a la gente en problemas, ¿no?
El gigantón llamado Spencer se abalanzó sobre el bebedor de leche y recibió una humillante paliza. La chica que le acompañaba también se vio envuelta en el contraataque, siendo derribada por su propio compañero. El único que no recibió un solo golpe fue el que los lideraba. Tras identificarse como un agente del Cipher Pol, los maleantes salieron corriendo del lugar y, como respuesta, el tipo recibió un mar de aplausos. Había sido el héroe de la noche.
—Eres muy bueno peleando —le comentó el joven cocinero mientras le dejaba un platillo de salmón ahumado con todo tipo de ensaladas verdes y un par de tomates—. Nos has ayudado a todos. El viejo quiere agradecerte de alguna forma, y yo también. Vamos, pruébalo. Esta vez no te cobraré un solo berrie —terminó diciendo, guiñándole el ojo y soltando una sonrisa.
—Vamos, ¿tienes techo de cristal o algo? —le respondió con una sonrisa amable—. Es normal que pagues por lo que consumes, ¿no crees? Si hubiese sabido que eres de los que se ofende por todo, no habría preguntado nada —bromeó y luego se alejó para volver a la cocina. Dios, era muy complicado tratar con los clientes.
El pintoresco grupo no tardó en robarse el protagonismo y llamar la atención de los presentes. Exigían, como si fuesen los dueños del mundo, que toda la gente se fuese. Por supuesto, a John no le parecía buena idea. Era difícil que un lugar como ese se llenase tanto como esa noche y no desperdiciaría la oportunidad que unos niños le habían dado. En ese momento, Kazuya dejó de hacer lo que estaba haciendo y miró a través de la rendija que separaba la cocina del comedor. Definitivamente parecían tipos rudos, aunque no tanto como los piratas que visitaron Vednacor hace un par de meses. A Kazuya la violencia le parecía tonta, pero respondía al lenguaje de los idiotas.
—No te metas en problemas —le susurró la chica de cabellos negros, cogiéndole tiernamente la mano y mirándole con preocupación. Conocía a su hermano. Sabía que, si las cosas se ponían más tensas, no dudaría en enfrentarles.
—A veces el mundo necesita un héroe —respondió con una sonrisa amable—, pero esa persona no soy yo.
El gigantón lanzó al aire las mesas cercanas como si no pesasen más que plumas, dejando en claro su fuerza casi sobrehumana, y su compañera tampoco quiso parecer menos. Empuñando un bate de béisbol, arrasó con todo lo que tenía en frente. Cuando Kazuya le vio pisotear la comida como si fuese basura, frunció el ceño y apretó los puños. Incluso Kimoto, quien siempre lucía serena y animada, fulminó con la mirada a la mujer. Al final los bandidos habían conseguido lo que querían: echar a toda la gente sólo porque sí. El viejo John no tenía los huevos para enfrentar a esa gente, así que no tuvo otra opción que obedecer y echarles a todos. Sin embargo, en ese momento un fuerte «no» recorrió toda la estancia. El mismo hombre que se había ofendido ahora llamaba la atención y robaba el protagonismo, llevándoles la contra a los matones de barrio. A Kazuya le pareció un gesto muy noble, después de todo, estaba ayudando a la gente en problemas, ¿no?
El gigantón llamado Spencer se abalanzó sobre el bebedor de leche y recibió una humillante paliza. La chica que le acompañaba también se vio envuelta en el contraataque, siendo derribada por su propio compañero. El único que no recibió un solo golpe fue el que los lideraba. Tras identificarse como un agente del Cipher Pol, los maleantes salieron corriendo del lugar y, como respuesta, el tipo recibió un mar de aplausos. Había sido el héroe de la noche.
—Eres muy bueno peleando —le comentó el joven cocinero mientras le dejaba un platillo de salmón ahumado con todo tipo de ensaladas verdes y un par de tomates—. Nos has ayudado a todos. El viejo quiere agradecerte de alguna forma, y yo también. Vamos, pruébalo. Esta vez no te cobraré un solo berrie —terminó diciendo, guiñándole el ojo y soltando una sonrisa.
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Aquellos patéticos maleantes de poca monta le habían alegrado la noche al joven agente. No había nada como recibir aplausos y alabanzas para subirle el ego, que de por sí solía estar en las nubes. Aún así, el fervor inicial se desvació poco a poco, volviendo cada uno a sus respectivas mesas para seguir bebiendo y charlando con sus amigos. Se olvidaron del salvador de la noche con relativa facilidad, pero eso no deprimió al mink. Se había empezado a cansar de tener a tanta gente a su alrededor. Llegaba un punto en el que por más cosas buenas y espectaculares que dijeran sobre él, le incomodaba no poder contar con su espacio personal y poder pensar con tranquilidad. Además, lo que había hecho, pensaba el mink, no había sido para tanto. No lo hacía por ayudar a los demás, lo hacía porque era su deber y porque no quería que le echasen del local mientras siguiera nevando allí fuera.
Había pasado poco tiempo cuando se acercó hacia él el chico cocinero de antes. Le traía un plato de comida y le dijo que por esta vez invitaba la casa, todo mientras le guiñaba un ojo con gesto de amabilidad. Roland se lo tomó como ofrenda de paz y no le puso pegas. Además, se trataba de pescado, su favorito, y rechazar aquel plato era casi un delito.
- Si insistes... no te voy a decir que no - dijo justo antes de probar un bocado.
El pescado era un salmón ahumado que sabía mucho mejor de lo que aparentaba, y su aspecto ya era bueno de por sí. Roland no recordaba la última vez que había comido algo tan rico y quiso darle algún reconocimiento al chef.
- El pescado está en su punto. Bien hecho chaval. Si cocinas así siempre, quizás te lleve conmigo a Ennies Lobby. No tengo tiempo para cocinar y no me importaría tener un cheff personal - comentó con un tétrico tono de humor.
Cuando terminó la charla y el chico volvió a la cocina, Roland siguió comiendo. No tardó mucho en terminar su plato y dejarlo limpio como una patena. Se percató de que había dejado de nevar y ya se estaba haciendo más de noche. Quería salir a disfrutar de la isla un rato con un paseo nocturno y después buscar un buen sitio donde pasar la noche, pero le preocupaba que aquellos rufianes pudieran volver al local. Se le ocurrió una idea que podía ser una molestia, pero más aún lo sería cargar en su conciencia con la venganza que aquellos tipejos.
Debajo de la mesa en la que estaba sentado, sin que nadie se diese cuenta, creó un espejo circular del tamaño de su mano. Todo gracias al poder le confería una de las frutas del diablo. Una vez hecho, se acercó al posadero que estaba detrás de la barra y le pidió que le diera otro espejo. El hombre cumplió con la petición, pero no entendía para qué era y Roland no se molestó en explicarle nada hasta que se lo dio. Cuando tuvo entre sus manos el segundo espejo, el cual era un espejo de mano de tamaño rectangular, un poco más grande que el que él había creado, realizó una conexión entre los dos y se guardó el suyo en el pantalón.
- Si por algún motivo aquellos tipejos vuelven por aquí y arman escándalo, pide auxilio a este espejo. Sólo en caso de necesidad. ¿Entendido?
Jhon el posadero no estaba seguro de qué pensar, pero aún así guardó el espejo debajo de la barra. Él no lo sabía, pero una vez que lo espejos estaban conectados, se podía ver y oír a través de ellos como si del otro se tratase. Como Roland llevaría el suyo guardado en un bolsillo, la función de compartir imágenes sería inútil, pero si alguien hablaba a través del espejo como si estuviera usando un Den Den Mushi, lo oiría y sería capaz de volver a terminar el trabajo.
- Vale, no estoy seguro de si será muy útil, pero te haré caso. Aunque no creo que pase nada, les diste una buena paliza.
- Por supuesto que lo hice - dijo con su típico tono de arrogancia -, pero esa clase de gente son como cucarachas. En fin, yo me voy ya. Dile al chico que mi oferta sigue en pie.
Y dando media vuelta, Roland se dirigió hacia la salida.
Había pasado poco tiempo cuando se acercó hacia él el chico cocinero de antes. Le traía un plato de comida y le dijo que por esta vez invitaba la casa, todo mientras le guiñaba un ojo con gesto de amabilidad. Roland se lo tomó como ofrenda de paz y no le puso pegas. Además, se trataba de pescado, su favorito, y rechazar aquel plato era casi un delito.
- Si insistes... no te voy a decir que no - dijo justo antes de probar un bocado.
El pescado era un salmón ahumado que sabía mucho mejor de lo que aparentaba, y su aspecto ya era bueno de por sí. Roland no recordaba la última vez que había comido algo tan rico y quiso darle algún reconocimiento al chef.
- El pescado está en su punto. Bien hecho chaval. Si cocinas así siempre, quizás te lleve conmigo a Ennies Lobby. No tengo tiempo para cocinar y no me importaría tener un cheff personal - comentó con un tétrico tono de humor.
Cuando terminó la charla y el chico volvió a la cocina, Roland siguió comiendo. No tardó mucho en terminar su plato y dejarlo limpio como una patena. Se percató de que había dejado de nevar y ya se estaba haciendo más de noche. Quería salir a disfrutar de la isla un rato con un paseo nocturno y después buscar un buen sitio donde pasar la noche, pero le preocupaba que aquellos rufianes pudieran volver al local. Se le ocurrió una idea que podía ser una molestia, pero más aún lo sería cargar en su conciencia con la venganza que aquellos tipejos.
Debajo de la mesa en la que estaba sentado, sin que nadie se diese cuenta, creó un espejo circular del tamaño de su mano. Todo gracias al poder le confería una de las frutas del diablo. Una vez hecho, se acercó al posadero que estaba detrás de la barra y le pidió que le diera otro espejo. El hombre cumplió con la petición, pero no entendía para qué era y Roland no se molestó en explicarle nada hasta que se lo dio. Cuando tuvo entre sus manos el segundo espejo, el cual era un espejo de mano de tamaño rectangular, un poco más grande que el que él había creado, realizó una conexión entre los dos y se guardó el suyo en el pantalón.
- Si por algún motivo aquellos tipejos vuelven por aquí y arman escándalo, pide auxilio a este espejo. Sólo en caso de necesidad. ¿Entendido?
Jhon el posadero no estaba seguro de qué pensar, pero aún así guardó el espejo debajo de la barra. Él no lo sabía, pero una vez que lo espejos estaban conectados, se podía ver y oír a través de ellos como si del otro se tratase. Como Roland llevaría el suyo guardado en un bolsillo, la función de compartir imágenes sería inútil, pero si alguien hablaba a través del espejo como si estuviera usando un Den Den Mushi, lo oiría y sería capaz de volver a terminar el trabajo.
- Vale, no estoy seguro de si será muy útil, pero te haré caso. Aunque no creo que pase nada, les diste una buena paliza.
- Por supuesto que lo hice - dijo con su típico tono de arrogancia -, pero esa clase de gente son como cucarachas. En fin, yo me voy ya. Dile al chico que mi oferta sigue en pie.
Y dando media vuelta, Roland se dirigió hacia la salida.
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No había nada en el mundo que le hiciera más feliz que cocinar, aunque ver la sonrisa de satisfacción de aquellos que probaban sus platillos le llenaba por dentro. El hombre que había apaleado a los bandidos no había sonreído al probar el salmón ahumado, pero sus palabras de reconocimiento fueron sinceras y bastaron a Kazuya para sentirse realizado. Y mientras lo hacía, el tipo le propuso trabajar como su chef personal en Ennies Lobby. Había dos grandes problemas en esa propuesta. Primero, Kazuya no tenía idea de dónde quedaba esa ciudad, isla o lo que fuese. Segundo, había algo muy importante por hacer que le impedía establecerse por mucho tiempo en cualquier lado, después de todo, estaba viviendo su propia aventura.
—Me alegra que te haya gustado —contestó con sinceridad, sonriendo suavemente—. Lo siento, pero no puedo aceptar tu propuesta. He pasado toda mi vida en Vednacor y es la primera vez que veo otras tierras —empezó a responder, recordando la vida que había tenido en esa pequeña isla del Paraíso—. Aún debo vivir muchas aventuras. Ah, y encontrar a mi padre. En algún lado debe estar.
Había dejado de nevar y poco a poco la luz del sol desaparecía, dejando que el alumbrado público robase el protagonismo. Desde dentro de la taberna podían verse aquellos faroles de luz anaranjada y cálida brillando tenuemente. Parecía un pueblo pacífico y poco interesante, aunque Kazuya tenía otra percepción. Para el joven cocinero todo era nuevo: la nieve, los extraños pescados con forma de “o” que había en la cocina y también las gruesas vestimentas que llevaba la gente. Le encantaría pasar un buen tiempo en el pueblo, conociendo a la gente y explorando los alrededores. Si bien no estaba apresurado y el tiempo no era un impedimento, tampoco podía pasar meses y meses allí.
Luego de la pelea, el ambiente no hizo más que volverse más amigable y fiestero. Las armoniosas melodías ahora abarcaban un tono más alegre y motivado, incluso rápido, provocando que la gente se levantase de sus asientos y comenzase a bailar al son de la música. El joven de largos cabellos también quería unírseles, pero alguien debía encargarse de la cocina y, si bien los pedidos habían disminuido considerablemente, aún había muchas cosas que hacer.
—Tengo un mal presentimiento de esto, Kazuya —comentó de pronto la pelinegra en posición pensativa.
—¿A qué te refieres? No ha pasado nada malo, ¿verdad?
—Esos hombres que entraron… ¿Crees que se quedarán cruzados de brazos? Ryota nos dijo que el mundo es un lugar peligroso y hay gente mala —respondió la chica, mirando preocupada a su hermano mellizo—. Además, el tipo que les echó ya no está con nosotros. ¿Qué pasa si vuelven? Estaremos en problemas…
Kimoto era de esas personas que se preocupaban por todo, imaginando una infinidad de situaciones peligrosas. Sin embargo, ¿de qué servía preocuparse por algo que aún no había pasado? El futuro era incierto, así que no tenía sentido tener la mente puesta en este. Vivir en el futuro era casi tan tóxico como zamparse toda la grasa del cerdo. No obstante, las preocupaciones de Kimoto solían volverse realidad, ya fuera porque tenía un buen ojo para predecir cosas o porque las atraía con sus comentarios negativos.
—Vengan o no, no dejaré que nada te pase —aseguró el joven cocinero, sonriendo confiadamente y acariciando la cabeza de su hermana—. Venga, terminemos esto.
El reloj marcaba eso de las doce de la noche cuando la taberna estaba casi vacía. La gente había bailado, bebido y comido como nunca, y en la mañana tendrían que levantarse temprano a trabajar. Ahora, la música era suave y relajada. El viejo John barría cada rincón de la taberna, mientras que Kazuya y Kimoto ordenaban las mesas y se ocupaban de que todo estuviese presentable.
—Hacía mucho que no veía este lugar tan lleno de vida, y eso ha sido gracias a ustedes dos. Por favor, quédense hoy —pidió el tabernero, dejando de barrer y acercándose a los chicos—. Debe haber un par de habitaciones vacías. Por cierto, ¿les parece bien si se quedan con el 75% de las ganancias de hoy? Me sentiría mal si es menos… Si no hubiera sido por ustedes…
—Nos quedaremos con el 50% —respondió rápidamente Kimoto—, y eso ya me parece mucho. Verá, casi todos los platillos que vendimos cuestan 1500 berries y, si no me equivoco, hubo alrededor de 40 clientes. Por supuesto, la gente no sólo consumió alimentos, sino también cerveza. Sacando cuentas, nos quedaremos con 40000 berries.
—Eres muy lista, niña. Por favor, quédense.
A eso de las dos de la mañana, el viejo John salió a fumarse un cigarrillo sin saber que dos sombras le esperaban en la oscuridad. Una de ellas le golpeó la cabeza, echándole al suelo. Rápidamente, le cubrió la cabeza con una bolsa de género y como si no pesara más que un bolígrafo se lo llevaron.
—Me alegra que te haya gustado —contestó con sinceridad, sonriendo suavemente—. Lo siento, pero no puedo aceptar tu propuesta. He pasado toda mi vida en Vednacor y es la primera vez que veo otras tierras —empezó a responder, recordando la vida que había tenido en esa pequeña isla del Paraíso—. Aún debo vivir muchas aventuras. Ah, y encontrar a mi padre. En algún lado debe estar.
Había dejado de nevar y poco a poco la luz del sol desaparecía, dejando que el alumbrado público robase el protagonismo. Desde dentro de la taberna podían verse aquellos faroles de luz anaranjada y cálida brillando tenuemente. Parecía un pueblo pacífico y poco interesante, aunque Kazuya tenía otra percepción. Para el joven cocinero todo era nuevo: la nieve, los extraños pescados con forma de “o” que había en la cocina y también las gruesas vestimentas que llevaba la gente. Le encantaría pasar un buen tiempo en el pueblo, conociendo a la gente y explorando los alrededores. Si bien no estaba apresurado y el tiempo no era un impedimento, tampoco podía pasar meses y meses allí.
Luego de la pelea, el ambiente no hizo más que volverse más amigable y fiestero. Las armoniosas melodías ahora abarcaban un tono más alegre y motivado, incluso rápido, provocando que la gente se levantase de sus asientos y comenzase a bailar al son de la música. El joven de largos cabellos también quería unírseles, pero alguien debía encargarse de la cocina y, si bien los pedidos habían disminuido considerablemente, aún había muchas cosas que hacer.
—Tengo un mal presentimiento de esto, Kazuya —comentó de pronto la pelinegra en posición pensativa.
—¿A qué te refieres? No ha pasado nada malo, ¿verdad?
—Esos hombres que entraron… ¿Crees que se quedarán cruzados de brazos? Ryota nos dijo que el mundo es un lugar peligroso y hay gente mala —respondió la chica, mirando preocupada a su hermano mellizo—. Además, el tipo que les echó ya no está con nosotros. ¿Qué pasa si vuelven? Estaremos en problemas…
Kimoto era de esas personas que se preocupaban por todo, imaginando una infinidad de situaciones peligrosas. Sin embargo, ¿de qué servía preocuparse por algo que aún no había pasado? El futuro era incierto, así que no tenía sentido tener la mente puesta en este. Vivir en el futuro era casi tan tóxico como zamparse toda la grasa del cerdo. No obstante, las preocupaciones de Kimoto solían volverse realidad, ya fuera porque tenía un buen ojo para predecir cosas o porque las atraía con sus comentarios negativos.
—Vengan o no, no dejaré que nada te pase —aseguró el joven cocinero, sonriendo confiadamente y acariciando la cabeza de su hermana—. Venga, terminemos esto.
El reloj marcaba eso de las doce de la noche cuando la taberna estaba casi vacía. La gente había bailado, bebido y comido como nunca, y en la mañana tendrían que levantarse temprano a trabajar. Ahora, la música era suave y relajada. El viejo John barría cada rincón de la taberna, mientras que Kazuya y Kimoto ordenaban las mesas y se ocupaban de que todo estuviese presentable.
—Hacía mucho que no veía este lugar tan lleno de vida, y eso ha sido gracias a ustedes dos. Por favor, quédense hoy —pidió el tabernero, dejando de barrer y acercándose a los chicos—. Debe haber un par de habitaciones vacías. Por cierto, ¿les parece bien si se quedan con el 75% de las ganancias de hoy? Me sentiría mal si es menos… Si no hubiera sido por ustedes…
—Nos quedaremos con el 50% —respondió rápidamente Kimoto—, y eso ya me parece mucho. Verá, casi todos los platillos que vendimos cuestan 1500 berries y, si no me equivoco, hubo alrededor de 40 clientes. Por supuesto, la gente no sólo consumió alimentos, sino también cerveza. Sacando cuentas, nos quedaremos con 40000 berries.
—Eres muy lista, niña. Por favor, quédense.
A eso de las dos de la mañana, el viejo John salió a fumarse un cigarrillo sin saber que dos sombras le esperaban en la oscuridad. Una de ellas le golpeó la cabeza, echándole al suelo. Rápidamente, le cubrió la cabeza con una bolsa de género y como si no pesara más que un bolígrafo se lo llevaron.
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La noche se había despejado, el fresco viento ya no se sentía tan frío y la luna apenas era visible en el cielo. El mink se encontraba dando un paseo mientras recordaba lo sucedido en la taberna. Aquello le había animado y le había hecho entrar en calor. Él no sentía como una persona especialmente pasional y ardiente, pero hacía tiempo que no peleaba y aquello le había hecho despertar sus adormilados instintos guerreros. Desde que salió del bar se encontraba rebosante de energía y sentía que tenía que descargarla de alguna manera.
El algún punto de su paseo empezó a moverse más rápido. Primero aceleró el ritmo ligeramente, aumentándolo progresivamente. Al poco tiempo ya estaba trotando y de un momento a otro se movía tan rápido que solo alguien en buena forma era capaz de seguirle el ritmo. De vez en cuando lanzaba algún puñetazo o hacía una poco de "boxeo de sombra" pero usando también sus piernas, para después seguir corriendo.No se había separado del pueblo, prácticamente lo estaba bordeando en su carrera, estando situado entre las casas y el invernal bosque que las rodeaba. Al cabo de un tiempo empezó a disminuir la velocidad hasta detenerse con una mirada pensativa en su rostro.
- ¿Cómo de fuerte serán mis puñetazos ahora mismo? - se preguntaba el agente con curiosidad.
Se acercó al bosque circundante y cuando estuvo al lado del árbol más cercano conectó un puñetazo con toda su fuerza sobre un pino bastante grueso. Tras impactar y retirar su puño, observó cómo se desprendían trozos de corteza para dejar paso a una hendidura con la forma de su puñetazo y ligeras grietas descritas alrededor de él.
- Mmm, no está mal... supongo. Aunque, ¿podría mejorar aún más el poder de mis golpes? - se preguntaba mientras posaba una mano en el mentón otorgándole un aspecto pensativo - Podría probar aquello que leí, aunque no creo que funcione.
Hacía ya un tiempo que Roland había encontrado un escrito de un antiguo filósofo de origen desconocido. En él hablaba del poder que albergaban los seres vivos en su interior, el cual si era despertado podía dar capacidades sorprendentes y muy útiles. Roland siempre había pensado que no eran más que las alocadas ideas de un hombre que se creía más sabio que los demás, pero en el fondo siempre había albergado la esperanza de que fuera posible, y alguna vez que otra intentaba controlar ese poder oculto, sin éxito alguno.
El texto no explicaba cómo hacerlo, solo hablaba de la existencia del poder, por lo que el mink no tenía muy claro como se hacía, por ello intentaba contactar con su parte espiritual. En ese momento, cerró los imaginando que una especia de aura blanquecina le rodeaba y sin dudar golpeó el árbol que seguía enfrente suyo, justo encima de la marca que había dejado con anterioridad. Cuando abrió los ojos, mostrando la decepción en su cara. Lo único que había logrado es marcar el árbol igual que la vez anterior, sin apenas diferencias. Si de verdad existía dicho poder, no sabía como era posible alcanzarlo. No había escuchado de él en ningún otro lado y no conocía a nadie con capacidades similares. Se sentía insatisfecho. Lo más probable es que tuviera razón y no fueran más que las locuras de un viejo demente, aunque la idea le desanimaba.
Agachó la cabeza y comenzó a andar hacia el pueblo con las manos en los bolsillos. Lo mejor era que encontrase un lugar donde dormir, ya que se había hecho tarde. Quizás la taberna de antes tuviera alguna habitación disponible y pudiera descansar en paz. Siguió caminando pero se detuvo al momento. Sus orejas se movieron como si hubieran sido asustadas y Roland se giró.
- ¿Quién anda ahí? - preguntó a las sombras que se arremolinaban a su alrededor -. Te he escuchado. Sé que estás ahí - dijo mientras señalaba un callejón cercano.
- Mierda - maldijo una voz nerviosa que le resultaba conocida.
De las sombras del callejón se asomó la chica que andaba con el grupo de matones en el bar. ¿Le estaba siguiendo? Eso a Roland no le gustaba, le ponía de muy mal humor.
- ¿Qué haces aquí? ¿Has venido a por más? No me voy a contener solo porque seas una chica - dijo a la vez que se crujía los nudillos.
- N-no, por favor. Te lo diré todo, pero no me hagas daño - dijo ella con temor en su voz
Al cabo de 5 minutos Roland salió corriendo hacía la taberna de antes sin detenimiento.
- ¡MIERDA! ¡MIERDA! ¡MIERDA! - gritaba mientras se apuraba en llegar a su destino.
El algún punto de su paseo empezó a moverse más rápido. Primero aceleró el ritmo ligeramente, aumentándolo progresivamente. Al poco tiempo ya estaba trotando y de un momento a otro se movía tan rápido que solo alguien en buena forma era capaz de seguirle el ritmo. De vez en cuando lanzaba algún puñetazo o hacía una poco de "boxeo de sombra" pero usando también sus piernas, para después seguir corriendo.No se había separado del pueblo, prácticamente lo estaba bordeando en su carrera, estando situado entre las casas y el invernal bosque que las rodeaba. Al cabo de un tiempo empezó a disminuir la velocidad hasta detenerse con una mirada pensativa en su rostro.
- ¿Cómo de fuerte serán mis puñetazos ahora mismo? - se preguntaba el agente con curiosidad.
Se acercó al bosque circundante y cuando estuvo al lado del árbol más cercano conectó un puñetazo con toda su fuerza sobre un pino bastante grueso. Tras impactar y retirar su puño, observó cómo se desprendían trozos de corteza para dejar paso a una hendidura con la forma de su puñetazo y ligeras grietas descritas alrededor de él.
- Mmm, no está mal... supongo. Aunque, ¿podría mejorar aún más el poder de mis golpes? - se preguntaba mientras posaba una mano en el mentón otorgándole un aspecto pensativo - Podría probar aquello que leí, aunque no creo que funcione.
Hacía ya un tiempo que Roland había encontrado un escrito de un antiguo filósofo de origen desconocido. En él hablaba del poder que albergaban los seres vivos en su interior, el cual si era despertado podía dar capacidades sorprendentes y muy útiles. Roland siempre había pensado que no eran más que las alocadas ideas de un hombre que se creía más sabio que los demás, pero en el fondo siempre había albergado la esperanza de que fuera posible, y alguna vez que otra intentaba controlar ese poder oculto, sin éxito alguno.
El texto no explicaba cómo hacerlo, solo hablaba de la existencia del poder, por lo que el mink no tenía muy claro como se hacía, por ello intentaba contactar con su parte espiritual. En ese momento, cerró los imaginando que una especia de aura blanquecina le rodeaba y sin dudar golpeó el árbol que seguía enfrente suyo, justo encima de la marca que había dejado con anterioridad. Cuando abrió los ojos, mostrando la decepción en su cara. Lo único que había logrado es marcar el árbol igual que la vez anterior, sin apenas diferencias. Si de verdad existía dicho poder, no sabía como era posible alcanzarlo. No había escuchado de él en ningún otro lado y no conocía a nadie con capacidades similares. Se sentía insatisfecho. Lo más probable es que tuviera razón y no fueran más que las locuras de un viejo demente, aunque la idea le desanimaba.
Agachó la cabeza y comenzó a andar hacia el pueblo con las manos en los bolsillos. Lo mejor era que encontrase un lugar donde dormir, ya que se había hecho tarde. Quizás la taberna de antes tuviera alguna habitación disponible y pudiera descansar en paz. Siguió caminando pero se detuvo al momento. Sus orejas se movieron como si hubieran sido asustadas y Roland se giró.
- ¿Quién anda ahí? - preguntó a las sombras que se arremolinaban a su alrededor -. Te he escuchado. Sé que estás ahí - dijo mientras señalaba un callejón cercano.
- Mierda - maldijo una voz nerviosa que le resultaba conocida.
De las sombras del callejón se asomó la chica que andaba con el grupo de matones en el bar. ¿Le estaba siguiendo? Eso a Roland no le gustaba, le ponía de muy mal humor.
- ¿Qué haces aquí? ¿Has venido a por más? No me voy a contener solo porque seas una chica - dijo a la vez que se crujía los nudillos.
- N-no, por favor. Te lo diré todo, pero no me hagas daño - dijo ella con temor en su voz
Al cabo de 5 minutos Roland salió corriendo hacía la taberna de antes sin detenimiento.
- ¡MIERDA! ¡MIERDA! ¡MIERDA! - gritaba mientras se apuraba en llegar a su destino.
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Frunció el ceño y apretó con fuerza la carta que había sobre la barra de madera. Si bien el que la había escrito no era un campeón de caligrafía, podía entenderse muy bien el propósito de esta. John había desafiado la autoridad de Los Cuchillas, y su secuestro era el primero de sus castigos. ¿Qué vendría después? ¿Tortura? Kazuya no podía imaginarse algo así, de hecho, creía que esas cosas sólo pasaban en libros y series animadas. Sin embargo, se sentía responsable por lo que había pasado. Si él no se hubiese puesto a cocinar, el viejo John seguiría manejando la taberna como de costumbre. Lo curioso de todo era que no exigían recompensa alguna por su rescate, sólo anunciaban explícitamente que lo habían secuestrado para demostrarle al mundo lo que pasaba cuando te metías con Los Cuchillas. Vaya nombre de mierda, por cierto.
La joven cocinera se acercó a su hermano y le quitó la carta de las manos para echarle un vistazo. Si alguien podía saber las verdaderas intenciones de la persona que había enviado el mensaje, definitivamente esa era Kimimaro Kimoto.
—Creo que la carta va dirigida a una persona en específico —mencionó la chica completamente seria y sin despegar la vista del trozo de papel—. ¿Recuerdas ayer la paliza que recibieron los matones? Casi pareciera que todo esto va de un ajuste de cuentas.
—Entonces, ¿involucraron al viejo John sólo porque ese hombre les dio una paliza?
—Yo diría que sí… Tampoco hay que ser un genio para darse cuenta de las intenciones de Los Cuchillas. Quieren venganza por haber sido humillados —contestó la pelinegra, mirando a su hermano y tragando saliva nerviosamente.
La única vez que Kazuya se había envuelto en una pelea fue hace muchos años, cuando un idiota empujó a su hermana. El cocinero era esa clase de persona que no tolera la injusticia ni los abusos, por lo que no dudó en tirársele encima y romperle la nariz con un fuerte puñetazo. Según su padre, había heredado el espíritu de lucha de su madre. Los movimientos que hizo aquel día no fueron los de un niño de diez años, sino los de un artista marcial consumado y respetado. La forma en que esquivó el puñetazo del chico de quince años fue magnífica. En cualquier caso, las peleas no eran la especialidad del cocinero.
—Debemos buscar al tipo de anoche —propuso Kimoto.
—Esos tipos se metieron con el viejo John sólo porque nosotros le “ayudamos”. No podemos abandonarle sin haberlo intentado, Kimi —respondió con una sonrisa, intentando parecer valiente—. Tenemos la dirección, así que…
—¡No seas idiota! ¿Crees que esto es un juego o algo así? Este es el mundo adulto, Kazuya, y nosotros no debemos cruzar la línea que nos separa de este —le interrumpió Kimoto sólo un poco histérica—. Sí, nosotros ayudamos a John, pero no hubiera pasado nada si ese hombre no hubiese intervenido. Además, los viste, ¿no? ¿Qué haremos contra esa gente? No somos héroes, Kazuya. Sólo somos dos niños que no conocen el mundo y quieren vivir una aventura. ¿Crees que podremos derrotarles con sartenes y espátulas?
—¿Entonces? ¿Le damos la espalda y hacemos como si nada hubiese pasado? Kimi, eso no es lo que nuestro padre nos enseñó —repuso el cocinero, frunciendo el ceño y mirando a su hermana—. ¡No abandonaremos a quien necesita ayuda! Además, tengo un plan. Sé que piensas que soy un idiota, pero a veces también uso la cabeza. Nosotros solos no podemos contra un grupo de bandidos, pero conocemos a alguien que sí. Venga, le iremos a buscar.
Kimoto sabía que no tenía sentido seguir discutiendo con su hermano. Era un cabezota y no atendería a razones, así que se limitó a resoplar molesta.
—Si vamos, seremos prudentes, ¿vale?
—Sí, sí, lo que tú digas. Venga, vamos a buscar a ese hombre-gato.
La joven cocinera se acercó a su hermano y le quitó la carta de las manos para echarle un vistazo. Si alguien podía saber las verdaderas intenciones de la persona que había enviado el mensaje, definitivamente esa era Kimimaro Kimoto.
—Creo que la carta va dirigida a una persona en específico —mencionó la chica completamente seria y sin despegar la vista del trozo de papel—. ¿Recuerdas ayer la paliza que recibieron los matones? Casi pareciera que todo esto va de un ajuste de cuentas.
—Entonces, ¿involucraron al viejo John sólo porque ese hombre les dio una paliza?
—Yo diría que sí… Tampoco hay que ser un genio para darse cuenta de las intenciones de Los Cuchillas. Quieren venganza por haber sido humillados —contestó la pelinegra, mirando a su hermano y tragando saliva nerviosamente.
La única vez que Kazuya se había envuelto en una pelea fue hace muchos años, cuando un idiota empujó a su hermana. El cocinero era esa clase de persona que no tolera la injusticia ni los abusos, por lo que no dudó en tirársele encima y romperle la nariz con un fuerte puñetazo. Según su padre, había heredado el espíritu de lucha de su madre. Los movimientos que hizo aquel día no fueron los de un niño de diez años, sino los de un artista marcial consumado y respetado. La forma en que esquivó el puñetazo del chico de quince años fue magnífica. En cualquier caso, las peleas no eran la especialidad del cocinero.
—Debemos buscar al tipo de anoche —propuso Kimoto.
—Esos tipos se metieron con el viejo John sólo porque nosotros le “ayudamos”. No podemos abandonarle sin haberlo intentado, Kimi —respondió con una sonrisa, intentando parecer valiente—. Tenemos la dirección, así que…
—¡No seas idiota! ¿Crees que esto es un juego o algo así? Este es el mundo adulto, Kazuya, y nosotros no debemos cruzar la línea que nos separa de este —le interrumpió Kimoto sólo un poco histérica—. Sí, nosotros ayudamos a John, pero no hubiera pasado nada si ese hombre no hubiese intervenido. Además, los viste, ¿no? ¿Qué haremos contra esa gente? No somos héroes, Kazuya. Sólo somos dos niños que no conocen el mundo y quieren vivir una aventura. ¿Crees que podremos derrotarles con sartenes y espátulas?
—¿Entonces? ¿Le damos la espalda y hacemos como si nada hubiese pasado? Kimi, eso no es lo que nuestro padre nos enseñó —repuso el cocinero, frunciendo el ceño y mirando a su hermana—. ¡No abandonaremos a quien necesita ayuda! Además, tengo un plan. Sé que piensas que soy un idiota, pero a veces también uso la cabeza. Nosotros solos no podemos contra un grupo de bandidos, pero conocemos a alguien que sí. Venga, le iremos a buscar.
Kimoto sabía que no tenía sentido seguir discutiendo con su hermano. Era un cabezota y no atendería a razones, así que se limitó a resoplar molesta.
—Si vamos, seremos prudentes, ¿vale?
—Sí, sí, lo que tú digas. Venga, vamos a buscar a ese hombre-gato.
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El mink atravesó las calles que formaban el pueblo como una flecha empujada por el viento. ¿Llegaría a tiempo de impedir el secuestro del tabernero? Creía que no, pero debía intentarlo. No le importaba si el hombre era secuestrado e incluso asesinado, pero viendo que era culpa suya, no quería que se dijera que no lo intentó. Malditas organizaciones criminales. Los pueblos tranquilos y pacíficos siempre salían malparados cuando estas organizaciones entraban en ellos, aprovechándose de la bondad de las personas para dominarlas mediante el caos y el terror. Esto a Roland no le importa demasiado. Si no fuera por su trabajo, ni se molestaría en mantener la paz y el orden, él no era ningún justiciero ni muchos menos. Al contrario, si de algo se le puede caracterizar, es rencoroso y vengativo, y de ahí provenía su principal fuente de motivación.
Esa banda había armado jaleo en un local en el que él intentaba relajarse. Pasable porque les dio la paliza que merecían, pero no se quedaron ahí. Le vigilaron y le siguieron para secuestrarle, igual que pretendían hacer con el pobre camarero por no seguir sus órdenes. El agente no toleraba que nadie le vigilase, y sentía su orgullo herido por considerarle alguien fácil de secuestrar. Quería darles un merecido, esta vez, uno de verdad.
Mientras corría, se acordó del espejo al que le había realizado una conexión antes de su partida. Si aún se encontraba a tiempo, podía intentar comunicarse con él y ordenarle que permaneciera en la taberna hasta que llegase. Si no... bueno, ese problema lo resolvería en su debido momento.
- ¿Hola? ¿Tabernero? Si está ahí, escuche esto, es importante. No salga del local. Es una orden, voy para allá. ¡¿Hay alguien?! - preguntaba con insistencia.
Esa banda había armado jaleo en un local en el que él intentaba relajarse. Pasable porque les dio la paliza que merecían, pero no se quedaron ahí. Le vigilaron y le siguieron para secuestrarle, igual que pretendían hacer con el pobre camarero por no seguir sus órdenes. El agente no toleraba que nadie le vigilase, y sentía su orgullo herido por considerarle alguien fácil de secuestrar. Quería darles un merecido, esta vez, uno de verdad.
Mientras corría, se acordó del espejo al que le había realizado una conexión antes de su partida. Si aún se encontraba a tiempo, podía intentar comunicarse con él y ordenarle que permaneciera en la taberna hasta que llegase. Si no... bueno, ese problema lo resolvería en su debido momento.
- ¿Hola? ¿Tabernero? Si está ahí, escuche esto, es importante. No salga del local. Es una orden, voy para allá. ¡¿Hay alguien?! - preguntaba con insistencia.
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El cocinero esperaba encontrar al hombre-gato lo antes posible y enseguida rescatar a John. Kazuya sabía que la dirección puesta en la carta era una trampa, no había que ser demasiado listo para percatarse de ello. Antes de partir, cogió su mochila de viaje y echó unas cuantas cosas que podrían ser útiles.
Cuando ya estaba listo para salir en busca del “agente”, el destino actuó a su favor. El tipo que tanto quería encontrar apareció en la puerta de la taberna. ¿Acaso lucía preocupado…? El joven peliceleste sonrió alegremente al ver al hombre-gato y se acercó a él rápidamente. Comenzó a hablarle sobre bandidos, fiesta, un hombre llamado John y un secuestro, todo tan deprisa que parecía imposible entender su vómito de palabras. Según el cocinero, usar las manos ayudaba a comprender la intención del hablante, pero la situación era demasiado ajena a él y no encontraba las palabras correctas para decir lo que quería pensar.
—Quiere decir que alguien secuestró al señor John —dijo Kimoto, suspirando cansada—. Nos ha llegado una carta con una dirección puesta a nombre de Kenzo Irubashi, líder de “Los Cuchillas”. Esperábamos contar con tu ayuda, después de todo, les diste una paliza a los bandidos de anoche, los mismos que se metieron con el señor John.
—¿Por qué repites lo mismo que digo, Kimoto? —le preguntó el cocinero, cruzándose de brazos y frunciendo el ceño.
—Haré como si jamás hubiera escuchado esa pregunta, hermano —respondió ella, apretando el puño y conteniendo las ganas de darle un puñetazo—. Kazuya está empeñado en ir, así que, bueno, te necesitamos.
Kazuya tenía la esperanza de que el hombre-gato, ese tal Roland Oppenheimer, prestase ayuda. Había visto lo fuerte que era y contar con alguien así en el equipo sería genial. Por supuesto, el cocinero les tenía fe a sus puños. En toda su vida jamás había perdido una pelea, aunque todas ellas fueron con gente del pueblo. Ninguna jamás supuso un peligro real. Sin embargo, ahora todo cambiaría. Los bandidos, esos “Los Cuchillas”, eran de los tipos que secuestraban gente, entraban a las tabernas a causar problemas y les gustaba hacerle daño a la gente; pensar en ello le hacía hervir la sangre.
El lugar de la dirección era un sitio alejado del pueblo que tenía toda la pinta de ser una verdadera fortaleza. Los bandidos no se habían preocupado de que el edificio se viese bien, sino que tuviese una única función: ser impenetrable. Había un enorme muro de hormigón cubierto de nieve que debía tener al menos tres metros de alto, y también un grueso portón custodiado por tres hombres con arcos en sus manos. Por el momento, el único lugar seguro era el forraje del bosque nevado. Allí se encontraba todo el grupo —incluyendo al agente si hubiese decidido ayudar—, observando cautelosamente los movimientos de los bandidos.
—¡Definitivamente nos hemos metido con la gente incorrecta! —susurró Kimoto casi histérica.
—Hmm, tienes razón… —respondió el cocinero algo apagado—. Siento haberte involucrado en algo así. No te preocupes por mí, estaré bien —le aseguró, sonriendo despreocupadamente—. Puedes volver a la taberna.
La chica de largos cabellos negros miró a su hermano con una expresión sombría en el rostro.
—Haré lo que yo quiera, Kazuya. ¿Crees que tú solo podrás contra todos estos tipos? Te lo vuelvo a decir: no eres un superhéroe; sólo un chico común y corriente con algo más de fuerza —sentenció la cocinera, cruzándose de brazos y mirando a su hermano con fogosidad—. Me quedaré aquí y te cuidaré. Eso es lo que hacen los hermanos.
Cuando ya estaba listo para salir en busca del “agente”, el destino actuó a su favor. El tipo que tanto quería encontrar apareció en la puerta de la taberna. ¿Acaso lucía preocupado…? El joven peliceleste sonrió alegremente al ver al hombre-gato y se acercó a él rápidamente. Comenzó a hablarle sobre bandidos, fiesta, un hombre llamado John y un secuestro, todo tan deprisa que parecía imposible entender su vómito de palabras. Según el cocinero, usar las manos ayudaba a comprender la intención del hablante, pero la situación era demasiado ajena a él y no encontraba las palabras correctas para decir lo que quería pensar.
—Quiere decir que alguien secuestró al señor John —dijo Kimoto, suspirando cansada—. Nos ha llegado una carta con una dirección puesta a nombre de Kenzo Irubashi, líder de “Los Cuchillas”. Esperábamos contar con tu ayuda, después de todo, les diste una paliza a los bandidos de anoche, los mismos que se metieron con el señor John.
—¿Por qué repites lo mismo que digo, Kimoto? —le preguntó el cocinero, cruzándose de brazos y frunciendo el ceño.
—Haré como si jamás hubiera escuchado esa pregunta, hermano —respondió ella, apretando el puño y conteniendo las ganas de darle un puñetazo—. Kazuya está empeñado en ir, así que, bueno, te necesitamos.
Kazuya tenía la esperanza de que el hombre-gato, ese tal Roland Oppenheimer, prestase ayuda. Había visto lo fuerte que era y contar con alguien así en el equipo sería genial. Por supuesto, el cocinero les tenía fe a sus puños. En toda su vida jamás había perdido una pelea, aunque todas ellas fueron con gente del pueblo. Ninguna jamás supuso un peligro real. Sin embargo, ahora todo cambiaría. Los bandidos, esos “Los Cuchillas”, eran de los tipos que secuestraban gente, entraban a las tabernas a causar problemas y les gustaba hacerle daño a la gente; pensar en ello le hacía hervir la sangre.
⸸⸸⸸⸸⸸⸸⸸
El lugar de la dirección era un sitio alejado del pueblo que tenía toda la pinta de ser una verdadera fortaleza. Los bandidos no se habían preocupado de que el edificio se viese bien, sino que tuviese una única función: ser impenetrable. Había un enorme muro de hormigón cubierto de nieve que debía tener al menos tres metros de alto, y también un grueso portón custodiado por tres hombres con arcos en sus manos. Por el momento, el único lugar seguro era el forraje del bosque nevado. Allí se encontraba todo el grupo —incluyendo al agente si hubiese decidido ayudar—, observando cautelosamente los movimientos de los bandidos.
—¡Definitivamente nos hemos metido con la gente incorrecta! —susurró Kimoto casi histérica.
—Hmm, tienes razón… —respondió el cocinero algo apagado—. Siento haberte involucrado en algo así. No te preocupes por mí, estaré bien —le aseguró, sonriendo despreocupadamente—. Puedes volver a la taberna.
La chica de largos cabellos negros miró a su hermano con una expresión sombría en el rostro.
—Haré lo que yo quiera, Kazuya. ¿Crees que tú solo podrás contra todos estos tipos? Te lo vuelvo a decir: no eres un superhéroe; sólo un chico común y corriente con algo más de fuerza —sentenció la cocinera, cruzándose de brazos y mirando a su hermano con fogosidad—. Me quedaré aquí y te cuidaré. Eso es lo que hacen los hermanos.
Roland Oppenheimer
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Nadie parecía contestar al mensaje de Roland, lo cuál era una mala señal. Si el tabernero estuviera en su lugar de trabajo, debería haber sido capaz de escucharlo. Podía ser que estuviera en el baño o haciendo alguna tarea lejos del espejo, pero estaba convencido de que, por lo menos alguna persona dentro del local, debería haber sido capaz de escuchar sus gritos. Al no haber respuesta por parte de nadie, solo podía significar que algo malo había pasado. ¿Se encontraría ya secuestrado, tal y como le contó la chica de la nariz larga? No lo sabía con seguridad, de modo que tenía que comprobarlo. Además, aunque el tabernero se encontrase sano y salvo, el mink tenía una cuenta pendiente con ese grupo criminal por intentar capturarle a él. Si llegaba a la taberna y encontraba todo en orden, buscaría pistas para hallar la ubicación de los maleantes y les daría una visita sorpresa cargada de venganza y fuerza bruta.
Siguió corriendo por las poco iluminadas calles del pueblo, intentando atajar por callejones, con sorprendente éxito, ya que llegó a su destino. La calle estaba silenciosa, pero la taberna seguía abierta. El mink sin detenimiento se asomó para encontrarse a los dos niños cocineros enfrente suyo. El chico que le había servido la comida empezó a soltar un cúmulo de palabras ininteligibles, siendo imposible seguir el ritmo de su monólogo. Por suerte, su hermana que ya estaba acostumbrada a los ataques de nerviosismo del hermano, hizo un breve resumen con los detalles necesarios que fue de ayuda. Al perecer los chicos también quería ir a ayudar al tabernero. "Menuda estupidez. ¿Por qué querrían meterse con gente peligrosa por un desconocido? El agente era incapaz de comprenderlo, pero a no ser que fuera capaz de dividirse, le era imposible retener a los dos muchachos a la vez que se dirigía a la dirección de "Los Cuchillas", por lo que la mejor opción es que le acompañaran pero siguiendo sus órdenes para que no metiesen la pata y chafaran el ataque sorpresa.
- Chicos, escuchadme - les dijo mientras los miraba muy seriamente -. Esto no es ningún juego. Seré sincero, no puedo impedir que me acompañéis, pero no pienso ser ningún canguro. Haréis lo que yo diga cuando yo lo diga y acataréis cualquier orden. Desde que el tabernero esté sano y salvo os iréis y no volveréis. Y por la madre de un Yonkou, intentad no morir, eso sería mucho papeleo.
Al cabo de un rato el extraño grupo se encontraba agazapado detrás de unos arbustos nevados que se encontraban enfrente de una construcción parecida a una pequeña forataleza. Tosca, sí, pero efectiva. Ninguna persona normal sería capaz de atravesarla, pero Roland no lo era. Ya tenía un plan para infiltrarse y rescatar al hombre, sin olvidarse de la parte en la que se vengaba de la banda criminal. En realidad era medio plan, en concreto la parte de infiltrarse. El como salir sin embargo...ya improvisaría.
- El amor fraternal es muy bonito y tal... pero sería maravilloso si cerrarais el pico y no llamaseis la atención de los guardias - espetó el mink ante la conversación de los hermanos en la nieve -. Bien, acercaos, este es el plan. Ya que habéis venido por voluntad propia, no os quejéis. Vais a acercaros a los guardias de la entrada y exigir que liberen al tabernero. Como es lógico, no lo harán, es más, os harán presos. En caso de que no lo hagan, insistid, intentad atravesar las puertas, lo que sea para obligarlos a que os detengan. Una vez dentro con toda probabilidad os llevarán ante el jefe. Vuestro cometido es mantenerlo entretenido todo el tiempo que haga falta - Roland le extendió al joven cocinero el mismo espejo que le había entregado el tabernero -. Este espejo está conectado a uno que llevo en el bolsillo. Cualquier cosa que suceda, podré oírla. Yo me infiltraré por otro lado y haré haciendo frente a sus números poco a poco. ¿Alguna duda?
Siguió corriendo por las poco iluminadas calles del pueblo, intentando atajar por callejones, con sorprendente éxito, ya que llegó a su destino. La calle estaba silenciosa, pero la taberna seguía abierta. El mink sin detenimiento se asomó para encontrarse a los dos niños cocineros enfrente suyo. El chico que le había servido la comida empezó a soltar un cúmulo de palabras ininteligibles, siendo imposible seguir el ritmo de su monólogo. Por suerte, su hermana que ya estaba acostumbrada a los ataques de nerviosismo del hermano, hizo un breve resumen con los detalles necesarios que fue de ayuda. Al perecer los chicos también quería ir a ayudar al tabernero. "Menuda estupidez. ¿Por qué querrían meterse con gente peligrosa por un desconocido? El agente era incapaz de comprenderlo, pero a no ser que fuera capaz de dividirse, le era imposible retener a los dos muchachos a la vez que se dirigía a la dirección de "Los Cuchillas", por lo que la mejor opción es que le acompañaran pero siguiendo sus órdenes para que no metiesen la pata y chafaran el ataque sorpresa.
- Chicos, escuchadme - les dijo mientras los miraba muy seriamente -. Esto no es ningún juego. Seré sincero, no puedo impedir que me acompañéis, pero no pienso ser ningún canguro. Haréis lo que yo diga cuando yo lo diga y acataréis cualquier orden. Desde que el tabernero esté sano y salvo os iréis y no volveréis. Y por la madre de un Yonkou, intentad no morir, eso sería mucho papeleo.
Al cabo de un rato el extraño grupo se encontraba agazapado detrás de unos arbustos nevados que se encontraban enfrente de una construcción parecida a una pequeña forataleza. Tosca, sí, pero efectiva. Ninguna persona normal sería capaz de atravesarla, pero Roland no lo era. Ya tenía un plan para infiltrarse y rescatar al hombre, sin olvidarse de la parte en la que se vengaba de la banda criminal. En realidad era medio plan, en concreto la parte de infiltrarse. El como salir sin embargo...ya improvisaría.
- El amor fraternal es muy bonito y tal... pero sería maravilloso si cerrarais el pico y no llamaseis la atención de los guardias - espetó el mink ante la conversación de los hermanos en la nieve -. Bien, acercaos, este es el plan. Ya que habéis venido por voluntad propia, no os quejéis. Vais a acercaros a los guardias de la entrada y exigir que liberen al tabernero. Como es lógico, no lo harán, es más, os harán presos. En caso de que no lo hagan, insistid, intentad atravesar las puertas, lo que sea para obligarlos a que os detengan. Una vez dentro con toda probabilidad os llevarán ante el jefe. Vuestro cometido es mantenerlo entretenido todo el tiempo que haga falta - Roland le extendió al joven cocinero el mismo espejo que le había entregado el tabernero -. Este espejo está conectado a uno que llevo en el bolsillo. Cualquier cosa que suceda, podré oírla. Yo me infiltraré por otro lado y haré haciendo frente a sus números poco a poco. ¿Alguna duda?
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El plan no parecía uno demasiado elaborado, pero tampoco había que exigir mucho. ¿Era peligroso? Por supuesto. ¿Tenía tantos vacíos que era imposible contarlos todos? Así es, sin embargo, era el único plan con el que contaban y el tiempo corría y corría. El joven cocinero cogió el espejo que el agente le entregó, preguntándose si había perdido la cabeza. ¿Cómo oiría algo a través de un espejo? El peliceleste no entendía nada, así que simplemente le preguntó:
—¿Cómo es eso de que los espejos están conectados?
Teniendo o no la respuesta, era hora de actuar.
Los hermanos Kimimaro siguieron al pie de la letra el plan del agente y aparecieron frente a la fortaleza, llamando la atención de dos hombres armados con fusiles y espadas que custodiaban el enorme portón de madera. Confusos, intercambiaron miradas y soltaron sonrisas maliciosas.
—Has elegido un mal momento para perderte, chico —dijo uno de ellos, desenvainando su arma lentamente.
—¡Será mejor que liberes al viejo John, bastardo! —rugió furiosamente el cocinero, desafiando con la mirada al hombre que poco a poco se acercaba hacia él.
—¡Vaya! ¿Eres su nieto o algo así? El tonto ha desobedecido nuestras órdenes directas, así que le haremos pagar —contestó el bandido—, y tú estás en el camino. Ahora, muere.
—Espera, ¿no será mejor que los llevemos con el jefe? Puede que consigamos un dinero extra si alguien paga el secuestro —dijo el otro criminal, cruzándose de brazos y mirando menospreciativamente a los jóvenes—. Venga, vendrán con nosotros.
—¡Está bien! Pero primero les daré una paliza —sentenció el bandido, soltando una siniestra sonrisa de oreja a oreja. Inmediatamente después, se abalanzó sobre la chica de cabellos negros con la intención de darle un bofetón, pero su embestida fue interrumpida a mitad de camino por un fuerte puñetazo en la boca del estómago—. ¡Bastardo! ¡Te mataré!
El bandido se incorporó pesadamente y se abalanzó sobre Kazuya, intentando cortarle el torso, pero sus movimientos eran predecibles y lentos. No le fue complicado esquivar el ataque y pasar a la ofensiva. Armó el puño, cerrando los dedos entre sí y replegando con fuerza el dedo pulgar sobre las falanges de los dedos índice y corazón. El golpe impactó de lleno en la boca del estómago del bandido, causándole gran dolor y entumeciendo levemente toda la zona afectada. Como respuesta, el criminal soltó un chorro de baba y cayó de rodillas al suelo, aguantando el dolor.
—Te llevaremos con nosotros a la fuerza, entonces —agregó el otro bandido.
—Idiota, esto no formaba parte del plan —le susurró la pelinegra a su hermano, retrocediendo poco a poco.
—Tranquila, está todo bajo control. ¡Venga, peleemos!
—¿Cómo es eso de que los espejos están conectados?
Teniendo o no la respuesta, era hora de actuar.
Los hermanos Kimimaro siguieron al pie de la letra el plan del agente y aparecieron frente a la fortaleza, llamando la atención de dos hombres armados con fusiles y espadas que custodiaban el enorme portón de madera. Confusos, intercambiaron miradas y soltaron sonrisas maliciosas.
—Has elegido un mal momento para perderte, chico —dijo uno de ellos, desenvainando su arma lentamente.
—¡Será mejor que liberes al viejo John, bastardo! —rugió furiosamente el cocinero, desafiando con la mirada al hombre que poco a poco se acercaba hacia él.
—¡Vaya! ¿Eres su nieto o algo así? El tonto ha desobedecido nuestras órdenes directas, así que le haremos pagar —contestó el bandido—, y tú estás en el camino. Ahora, muere.
—Espera, ¿no será mejor que los llevemos con el jefe? Puede que consigamos un dinero extra si alguien paga el secuestro —dijo el otro criminal, cruzándose de brazos y mirando menospreciativamente a los jóvenes—. Venga, vendrán con nosotros.
—¡Está bien! Pero primero les daré una paliza —sentenció el bandido, soltando una siniestra sonrisa de oreja a oreja. Inmediatamente después, se abalanzó sobre la chica de cabellos negros con la intención de darle un bofetón, pero su embestida fue interrumpida a mitad de camino por un fuerte puñetazo en la boca del estómago—. ¡Bastardo! ¡Te mataré!
El bandido se incorporó pesadamente y se abalanzó sobre Kazuya, intentando cortarle el torso, pero sus movimientos eran predecibles y lentos. No le fue complicado esquivar el ataque y pasar a la ofensiva. Armó el puño, cerrando los dedos entre sí y replegando con fuerza el dedo pulgar sobre las falanges de los dedos índice y corazón. El golpe impactó de lleno en la boca del estómago del bandido, causándole gran dolor y entumeciendo levemente toda la zona afectada. Como respuesta, el criminal soltó un chorro de baba y cayó de rodillas al suelo, aguantando el dolor.
—Te llevaremos con nosotros a la fuerza, entonces —agregó el otro bandido.
—Idiota, esto no formaba parte del plan —le susurró la pelinegra a su hermano, retrocediendo poco a poco.
—Tranquila, está todo bajo control. ¡Venga, peleemos!
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- No tengo tiempo para explicarte el poder de mis espejos, solo hazme caso, ¿entendiste? - insistió Roland al joven cocinero.
No solo era que no debían perder tiempo, sino que tampoco le apetecía explicarlo. Al parecer en algún momento de su infancia, cuando era tan pequeño que ni lo recordaba, comió una fruta del diablo que le otorgó la habilidad de crear espejos. No era realmente útil, y a cambio había perdido la capacidad de nadar (una vez lo intentó y no quería repetir la experiencia), por lo que prefería no hablar sobre ello y usarla solo cuando fuera necesario.
El plan comenzó nada más dirigirse los muchachos a la puerta de la fortaleza. Parecía que tenían claro lo que debían hacer, y así esperaba Roland, o se complicarían las cosas. Si todo salía bien, podía sacar provecho de ello. Su intención no era únicamente rescatar al tabernero, sino desmantelar la banda criminal. Así podría no solo tener su venganza sino conseguir méritos en la agencia del Gobierno Mundial. Odiaba la meritocracia, pero estaba resignado a vivir con ella, ya que cuanto más alto llegara, menos órdenes tendría que acatar, o mejor dicho, menos personas podrían darle órdenes.
Pero el afán de poder que sentía en ese momento desapareció de un momento a otro cuando el peliazul se encaró con los guardias. ¿En serio se había puesto a pelear en la entrada de la fortaleza enemiga? ¿En qué estaba pensando? Si quería salir vivo, tendría que haber seguido su plan, y no haberse puesto a pelear. Quizás por el momento estuviera ganando, pero si esa racha no era un golpe de suerte, se acabaría igualmente en cuanto llegaran más refuerzos. No sabían cuantas personas había dentro de la fortificación, pero seguro que eran más de las que podía enfrentar el chico.
Ahora Roland tenía dos opciones, o bien iba a ayudar a los chicos e intentaban enfrentarse ellos solos a todos los enemigos dejando atrás el elemento sorpresa, o bien aprovechaba la distracción que había provocado el cocinero para llevar a cabo la operación dejando a los chicos a su suerte. No fue una elección muy difícil.
El agente se movió sigilosamente por la vegetación que bordeaba la fortaleza enemiga, apartándose de la entrada principal. Una vez que ya no estaba a la vista de las personas situadas en la puerta, usando el Geppou saltó la muralla exterior infiltrándose con éxito en la base hostil. Moviéndose rápidamente buscó una entrada hacia la estructura y después de girar dos o tres veces por un pasillo, encontró una puerta. La abrió lentamente y observó que la habitación estaba oscura y silenciosa. Entró dejando la puerta cerrada y cuando sus ojos se adaptaron a la oscuridad de la habitación observó que era una especie de despensa. Se ocultó detrás de una estantería y sacó sus espejo. >>Vamos a ver como está la situación en el exterior<< pensó Roland.
El chico probablemente tuviese el espejo guardado, por lo que se lo llevó a la oreja y se concentró en escuchar a través de él para intentar recrear la escena en su cabeza a través del sonido.
No solo era que no debían perder tiempo, sino que tampoco le apetecía explicarlo. Al parecer en algún momento de su infancia, cuando era tan pequeño que ni lo recordaba, comió una fruta del diablo que le otorgó la habilidad de crear espejos. No era realmente útil, y a cambio había perdido la capacidad de nadar (una vez lo intentó y no quería repetir la experiencia), por lo que prefería no hablar sobre ello y usarla solo cuando fuera necesario.
El plan comenzó nada más dirigirse los muchachos a la puerta de la fortaleza. Parecía que tenían claro lo que debían hacer, y así esperaba Roland, o se complicarían las cosas. Si todo salía bien, podía sacar provecho de ello. Su intención no era únicamente rescatar al tabernero, sino desmantelar la banda criminal. Así podría no solo tener su venganza sino conseguir méritos en la agencia del Gobierno Mundial. Odiaba la meritocracia, pero estaba resignado a vivir con ella, ya que cuanto más alto llegara, menos órdenes tendría que acatar, o mejor dicho, menos personas podrían darle órdenes.
Pero el afán de poder que sentía en ese momento desapareció de un momento a otro cuando el peliazul se encaró con los guardias. ¿En serio se había puesto a pelear en la entrada de la fortaleza enemiga? ¿En qué estaba pensando? Si quería salir vivo, tendría que haber seguido su plan, y no haberse puesto a pelear. Quizás por el momento estuviera ganando, pero si esa racha no era un golpe de suerte, se acabaría igualmente en cuanto llegaran más refuerzos. No sabían cuantas personas había dentro de la fortificación, pero seguro que eran más de las que podía enfrentar el chico.
Ahora Roland tenía dos opciones, o bien iba a ayudar a los chicos e intentaban enfrentarse ellos solos a todos los enemigos dejando atrás el elemento sorpresa, o bien aprovechaba la distracción que había provocado el cocinero para llevar a cabo la operación dejando a los chicos a su suerte. No fue una elección muy difícil.
El agente se movió sigilosamente por la vegetación que bordeaba la fortaleza enemiga, apartándose de la entrada principal. Una vez que ya no estaba a la vista de las personas situadas en la puerta, usando el Geppou saltó la muralla exterior infiltrándose con éxito en la base hostil. Moviéndose rápidamente buscó una entrada hacia la estructura y después de girar dos o tres veces por un pasillo, encontró una puerta. La abrió lentamente y observó que la habitación estaba oscura y silenciosa. Entró dejando la puerta cerrada y cuando sus ojos se adaptaron a la oscuridad de la habitación observó que era una especie de despensa. Se ocultó detrás de una estantería y sacó sus espejo. >>Vamos a ver como está la situación en el exterior<< pensó Roland.
El chico probablemente tuviese el espejo guardado, por lo que se lo llevó a la oreja y se concentró en escuchar a través de él para intentar recrear la escena en su cabeza a través del sonido.
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Uno de los bandidos levantó su arma y apuntó a Kazuya con intenciones de dispararle al muslo, pero no contaba con la presencia de Kimoto, quien rápidamente cogió una piedra y se la lanzó, golpeándole la cara y desviando su atención. Enseguida, la pelinegra tomó otra y volvió a lanzársela, esta vez dándole en el ojo. Como respuesta, el bandido dejó de apuntar y llevó su mano derecha a la cara, dándose cuenta de que estaba sangrando. Encolerizado, volvió a apuntar con furia y fue en ese momento que el cocinero arremetió con violencia, corriendo lo más deprisa que pudo para luego darle un golpe de palma en la zona lateral del abdomen, cortándole la respiración e impidiéndole disparar, propagando la energía del impacto hacia el interior del cuerpo.
La pelea estaba lejos de terminar, de hecho, recién había empezado y es que a la puerta del bastión llegó un grupo de tres hombres empuñando sendos sables. No tardaron en darse cuenta de lo que estaba pasando: dos niños intentando ser héroes. Se burlaron de sus compañeros de armas y luego atacaron. Dos de ellos corrieron hacia Kazuya, y otro fue en busca de la pelinegra. La punta de la espada cortó el abrigo del muchacho, quien apenas pudo esquivar la estocada del otro contrincante. Intentó contraatacar, pero le fue imposible. Tenían armas y la distancia le jugaba en contra, limitándose a protegerse y esquivar, pero de esa forma no obtendría la victoria.
—¡Muere! ¡Muere! ¡Muere! —gritó uno de los bandidos completamente enloquecido.
Fue entonces que el sujeto lanzó un corte en forma de media luna, y Kazuya vio una oportunidad. «Es ahora o nunca», se dijo a sí mismo en sus pensamientos. Antes de que pudiera consolidar el ataque, el cocinero interrumpió los movimientos del bandido, cogiendo fuertemente su brazo y deteniendo el espadazo. Entonces, golpeó duramente los puntos de presión del torso, causándole un gran dolor al hombre. Pero sabía que no bastaría, por lo que aprovechó el momento para dirigir una serie de rápidos golpes a los hombros, brazos y pecho, impidiéndole coger el arma.
Kazuya estaba tan ocupado de su contrincante que no se dio cuenta de que el hombre del fusil, al que había derribado hacía un minuto, se encontraba de pie nuevamente, preparado para disparar. Y el sonido del cañón pareció detener el combate. Los presentes intercambiaron miradas, confusos. Tardó unos cuantos segundos en sentir el dolor, de hecho, no se percató de ello hasta que la sangre comenzó a empapar sus pantalones, provocando que Kazuya cayera sin poder evitarlo. Era la primera vez que recibía un disparo, y sin poder evitar reprimir el dolor soltó un grito. Su hermana intentó socorrerlo, mas fue interceptada por el hombre con el que a duras penas peleaba.
—Esto pasa cuando los niños juegan con los adultos —gruñó el del fusil, encendiendo un cigarrillo y acercándose al muchacho—. Me gustaría arrancarte la piel con mis propias manos y luego darte de comer a los cerdos, pero al jefe le gustará conocerte. Reno y yo llevaremos a estos chicos, ustedes quédense vigilando.
La pelea estaba lejos de terminar, de hecho, recién había empezado y es que a la puerta del bastión llegó un grupo de tres hombres empuñando sendos sables. No tardaron en darse cuenta de lo que estaba pasando: dos niños intentando ser héroes. Se burlaron de sus compañeros de armas y luego atacaron. Dos de ellos corrieron hacia Kazuya, y otro fue en busca de la pelinegra. La punta de la espada cortó el abrigo del muchacho, quien apenas pudo esquivar la estocada del otro contrincante. Intentó contraatacar, pero le fue imposible. Tenían armas y la distancia le jugaba en contra, limitándose a protegerse y esquivar, pero de esa forma no obtendría la victoria.
—¡Muere! ¡Muere! ¡Muere! —gritó uno de los bandidos completamente enloquecido.
Fue entonces que el sujeto lanzó un corte en forma de media luna, y Kazuya vio una oportunidad. «Es ahora o nunca», se dijo a sí mismo en sus pensamientos. Antes de que pudiera consolidar el ataque, el cocinero interrumpió los movimientos del bandido, cogiendo fuertemente su brazo y deteniendo el espadazo. Entonces, golpeó duramente los puntos de presión del torso, causándole un gran dolor al hombre. Pero sabía que no bastaría, por lo que aprovechó el momento para dirigir una serie de rápidos golpes a los hombros, brazos y pecho, impidiéndole coger el arma.
Kazuya estaba tan ocupado de su contrincante que no se dio cuenta de que el hombre del fusil, al que había derribado hacía un minuto, se encontraba de pie nuevamente, preparado para disparar. Y el sonido del cañón pareció detener el combate. Los presentes intercambiaron miradas, confusos. Tardó unos cuantos segundos en sentir el dolor, de hecho, no se percató de ello hasta que la sangre comenzó a empapar sus pantalones, provocando que Kazuya cayera sin poder evitarlo. Era la primera vez que recibía un disparo, y sin poder evitar reprimir el dolor soltó un grito. Su hermana intentó socorrerlo, mas fue interceptada por el hombre con el que a duras penas peleaba.
—Esto pasa cuando los niños juegan con los adultos —gruñó el del fusil, encendiendo un cigarrillo y acercándose al muchacho—. Me gustaría arrancarte la piel con mis propias manos y luego darte de comer a los cerdos, pero al jefe le gustará conocerte. Reno y yo llevaremos a estos chicos, ustedes quédense vigilando.
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Roland lo escuchó todo. Desde como empezó la pelea hasta el cómo terminó. Lo cierto es que los chavales lo habían hecho muy bien para aguantar tanto rato, pero el sonido de una bala siendo disparada sentenció el asunto. Ahora los malhechores creerían que la amenaza, denominada así de forma generosa, había pasado y que lo tenían todo bajo control. Pero no era así. Los jóvenes cocineros ahora estaban dentro e iban directo a donde el jefe, y no solo eso, Roland sería capaz de escuchar cualquier cosa que hablaran cerca de los chicos.
Pero él no se iba a quedar escondido escuchando a través de su espejo. No era su estilo. En vez de esperar por una oportunidad, crearía una. Salió por la puerta y empezó a recorrer el interior de la pequeña fortaleza. Normalmente habría apalizado a cualquiera que se cruzara en su camino hasta dar con el jefe, pero no se podía permitir tardar tanto. Si bien era cierto que los jóvenes cocineros no eran muy importantes para él, se trataban de un par de civiles, y su obligación era protegerlos. Podían acabar heridos y no habría ningún problema, pero si dejaban de vivir por algún motivo en el que él se viera involucrado significaría una montaña de papeleo y muchas preguntas, además de perder un poco de su reputación que tanto le había costado ganarse. De modo se movía rápido y silencioso, tal y como había aprendido todos los años en los que había estado en la agencia. Se desplazaba de pasillo en pasillo, de puerta en puerta, escuchando a ratos lo que decían por el espejo, aunque nada que le pudiese ayudar. Había tomado una buena decisión al buscar al líder por sí solo.
Al final, después de rondar por la base enemiga durante lo que pareció más de una hora aunque únicamente se trataron de 5 minutos, llegó a una estancia situada en el centro de la construcción. Estaba adornado con estandartes en las paredes de piedra y un gran trono que se elevaba por encima del suelo. Allí sentado había un hombre, de gran tamaño, con gesto aburrido y cara de pocos amigos. Portaba una inmensa armadura y negra y miraba fijamente a los dos chicos que acababan de ser arrastrados hacia ese Salón del Trono. Se encontraban maniatados y una venda alrededor de sus bocas les impedía hablar. Detrás suyo, dos guardias, con rifles colgando de sus hombros, y al fondo de la estancia, en el suelo desmayado, el tabernero. Tras echar un vistazo el mink entró como haría uno en su propia casa.
- Conque tú eres el líder de esta panda de inútiles. No me extraña, tienes pinta de ser igual de imbécil que ellos. Ahora todo sería mucho más sencillo si sueltas a esos muchachos y te estás quieto para que te de una paliza. Sencillo para mí, claro. Para ti va ser un dolor en el culo de todas formas - se mofó del jefe mientras se iba acercando a los chicos custodiados por los guardias.
- Vaya, así que tú eres el hombre-gato que apalizó a mis chicos en la taberna. Qué gran honor. He decir que no esperaba verte aquí de esta forma, aunque tampoco me sorprende. Pareces un chico muy útil. ¿Quieres trabajar para mí? Aunque no lo quieras, lo acabarás haciendo. Chicos, apresadle - ordenó a sus subordinados.
Los dos guardia que custodiaban a los chicos ahora apuntaban al agente con sus rifles. No dudaron en disparar pero Roland detuvo las balas usando su Tekkai. Aprovechó el corto periodo de tiempo en el que los guardias se estaban preguntando qué diablos había ocurrido para derribarlos de un golpe en la cabeza cada uno. Cayeron al suelo ipso facto. Ahora solo quedaba el cabecilla.
- Verás, yo elijo para quien trabajo. No tú - se lanzó velozmente hacia él con el uso del Soru y ejecutó un Shigan contra su pecho -. Y soy un mink, imbécil.
Todo parecía haber terminado, pero Roland fue empujado hacia atrás mientras su nuevo rival se ponía en pie. Su armadura había impedido que el Shigan fuera efectivo y le dio una oportunidad de contraatacar.
- Vaya, vaya. Eres rápido, no te vi venir. Su hubieras intentado golpear mi cabeza podrías haberme hecho daño, pero mi armadura que está hecha a prueba de balas no puede ser traspasada por si simple dedo. Muévete lo rápido que quieras pero de ahora en adelante no podrás golpearme - se tapó la cabeza con un yelmo y ahora su cuerpo entero se encontraba oculto por una gran capa de acero -. No por nada me llaman Tim el "Previsor", líder de Los Cuchillas - terminó a la vez que sacaba un largo cuchillo de su cinturón.
- Maldición, ahora te vas a enterar de lo que es bueno.
Roland se encontraba realmente furioso. Se lanzó al ataque mientras los pequeños cocineros se apartaban de la escena. Se habían quitado las cuerdas y las mordazas con un cuchillo de uno de los guardias caídos y se dirigían a una esquina con el tabernero. El mink pensó que mejor así, ya que no habría nadie que se interpusiera en su camino. Aunque la venganza no era algo que estuviera aceptado en su trabajo, lo cierto es que no estaba de guardia. Se podría decir que estaba haciendo un favor a los habitantes de la isla, por lo que olvidó algunas reglas de los agentes y se volcó en un combate a muerte contra ese hombre. Mientras le lanzaba golpes desde todas las direcciones y ángulos habidos y por haber pensaba en que era un mal día para haberse dejado la lanza. Con ella podría haber atravesado las uniones de la armadura, pero sin ella dependía de la fuerza bruta, y era muy difícil que así ganase.
Por otra parte, cada vez que el rival golpeaba a Roand, este lo bloqueaba con su Tekkai o lo esquivaba con el Kami-e para volver a atacar, pero el combate se fue alargando. A medida que el tiempo pasaba, a Roland le costaba más activar sus técnicas e iba recibiendo golpes. El cansancio iba haciendo mella en él y, al contrario que su rival, no tenía una armadura que le protegiese de cualquier ataque. A este paso iba a perder y por algún motivo eso le hacía enfurecer aún más. Se encontraba tirado en el suelo a causa del último puñetazo, pero su orgullo y arrogancia le hacía volver a levantarse otra vez.
- No pienso permitir... - empezó a decir mientras golpeaba con un puñetazo directo a la cabeza del rival - QUE ME DERROTES!! - el aire se arremolinó alrededor de su brazo y en el momento del impacto Roland sintió una energía recorrer su brazo. El golpe hizo añicos el yelmo del rufián y su puño siguió moviéndose hasta alcanzar su cara.
Tim el "Previsor" fue lanzado contra la pared debido a ese puñetazo, quedando desmayado. Roland no sabía que había pasado, pero ahora apremiaban otras cosas.
- Al final sí que golpeé tu cabeza - espetó al cuerpo inmóvil cuerpo.
Ahora todo había terminado. Dejó que los chicos acompañaran al posadero a su taberna mientras él terminaba de limpiar la guarida de la banda. Cuando hubo terminado esa tarea revisó el almacén. Allí encontró una bonita espada que le gustó y que decidió quedarse. Después fue otra vez al Salón del Trono y recogió el cuerpo del criminal, el cual cargó en su hombro para entregarlo a las autoridades las cuales le entregaron una cuantiosa recompensa ya que su cabeza tenía precio. Por último pasó por la posada para garantizar que todo estaba bien y allí se despidió de los chicos.
- Bueno, gracias por la comida. No me importaría repetir otro día. Ya nos veremos.
Así terminaron las vacaciones del agente, destruyendo una banda criminal en la isla invernal.
Pero él no se iba a quedar escondido escuchando a través de su espejo. No era su estilo. En vez de esperar por una oportunidad, crearía una. Salió por la puerta y empezó a recorrer el interior de la pequeña fortaleza. Normalmente habría apalizado a cualquiera que se cruzara en su camino hasta dar con el jefe, pero no se podía permitir tardar tanto. Si bien era cierto que los jóvenes cocineros no eran muy importantes para él, se trataban de un par de civiles, y su obligación era protegerlos. Podían acabar heridos y no habría ningún problema, pero si dejaban de vivir por algún motivo en el que él se viera involucrado significaría una montaña de papeleo y muchas preguntas, además de perder un poco de su reputación que tanto le había costado ganarse. De modo se movía rápido y silencioso, tal y como había aprendido todos los años en los que había estado en la agencia. Se desplazaba de pasillo en pasillo, de puerta en puerta, escuchando a ratos lo que decían por el espejo, aunque nada que le pudiese ayudar. Había tomado una buena decisión al buscar al líder por sí solo.
Al final, después de rondar por la base enemiga durante lo que pareció más de una hora aunque únicamente se trataron de 5 minutos, llegó a una estancia situada en el centro de la construcción. Estaba adornado con estandartes en las paredes de piedra y un gran trono que se elevaba por encima del suelo. Allí sentado había un hombre, de gran tamaño, con gesto aburrido y cara de pocos amigos. Portaba una inmensa armadura y negra y miraba fijamente a los dos chicos que acababan de ser arrastrados hacia ese Salón del Trono. Se encontraban maniatados y una venda alrededor de sus bocas les impedía hablar. Detrás suyo, dos guardias, con rifles colgando de sus hombros, y al fondo de la estancia, en el suelo desmayado, el tabernero. Tras echar un vistazo el mink entró como haría uno en su propia casa.
- Conque tú eres el líder de esta panda de inútiles. No me extraña, tienes pinta de ser igual de imbécil que ellos. Ahora todo sería mucho más sencillo si sueltas a esos muchachos y te estás quieto para que te de una paliza. Sencillo para mí, claro. Para ti va ser un dolor en el culo de todas formas - se mofó del jefe mientras se iba acercando a los chicos custodiados por los guardias.
- Vaya, así que tú eres el hombre-gato que apalizó a mis chicos en la taberna. Qué gran honor. He decir que no esperaba verte aquí de esta forma, aunque tampoco me sorprende. Pareces un chico muy útil. ¿Quieres trabajar para mí? Aunque no lo quieras, lo acabarás haciendo. Chicos, apresadle - ordenó a sus subordinados.
Los dos guardia que custodiaban a los chicos ahora apuntaban al agente con sus rifles. No dudaron en disparar pero Roland detuvo las balas usando su Tekkai. Aprovechó el corto periodo de tiempo en el que los guardias se estaban preguntando qué diablos había ocurrido para derribarlos de un golpe en la cabeza cada uno. Cayeron al suelo ipso facto. Ahora solo quedaba el cabecilla.
- Verás, yo elijo para quien trabajo. No tú - se lanzó velozmente hacia él con el uso del Soru y ejecutó un Shigan contra su pecho -. Y soy un mink, imbécil.
Todo parecía haber terminado, pero Roland fue empujado hacia atrás mientras su nuevo rival se ponía en pie. Su armadura había impedido que el Shigan fuera efectivo y le dio una oportunidad de contraatacar.
- Vaya, vaya. Eres rápido, no te vi venir. Su hubieras intentado golpear mi cabeza podrías haberme hecho daño, pero mi armadura que está hecha a prueba de balas no puede ser traspasada por si simple dedo. Muévete lo rápido que quieras pero de ahora en adelante no podrás golpearme - se tapó la cabeza con un yelmo y ahora su cuerpo entero se encontraba oculto por una gran capa de acero -. No por nada me llaman Tim el "Previsor", líder de Los Cuchillas - terminó a la vez que sacaba un largo cuchillo de su cinturón.
- Maldición, ahora te vas a enterar de lo que es bueno.
Roland se encontraba realmente furioso. Se lanzó al ataque mientras los pequeños cocineros se apartaban de la escena. Se habían quitado las cuerdas y las mordazas con un cuchillo de uno de los guardias caídos y se dirigían a una esquina con el tabernero. El mink pensó que mejor así, ya que no habría nadie que se interpusiera en su camino. Aunque la venganza no era algo que estuviera aceptado en su trabajo, lo cierto es que no estaba de guardia. Se podría decir que estaba haciendo un favor a los habitantes de la isla, por lo que olvidó algunas reglas de los agentes y se volcó en un combate a muerte contra ese hombre. Mientras le lanzaba golpes desde todas las direcciones y ángulos habidos y por haber pensaba en que era un mal día para haberse dejado la lanza. Con ella podría haber atravesado las uniones de la armadura, pero sin ella dependía de la fuerza bruta, y era muy difícil que así ganase.
Por otra parte, cada vez que el rival golpeaba a Roand, este lo bloqueaba con su Tekkai o lo esquivaba con el Kami-e para volver a atacar, pero el combate se fue alargando. A medida que el tiempo pasaba, a Roland le costaba más activar sus técnicas e iba recibiendo golpes. El cansancio iba haciendo mella en él y, al contrario que su rival, no tenía una armadura que le protegiese de cualquier ataque. A este paso iba a perder y por algún motivo eso le hacía enfurecer aún más. Se encontraba tirado en el suelo a causa del último puñetazo, pero su orgullo y arrogancia le hacía volver a levantarse otra vez.
- No pienso permitir... - empezó a decir mientras golpeaba con un puñetazo directo a la cabeza del rival - QUE ME DERROTES!! - el aire se arremolinó alrededor de su brazo y en el momento del impacto Roland sintió una energía recorrer su brazo. El golpe hizo añicos el yelmo del rufián y su puño siguió moviéndose hasta alcanzar su cara.
Tim el "Previsor" fue lanzado contra la pared debido a ese puñetazo, quedando desmayado. Roland no sabía que había pasado, pero ahora apremiaban otras cosas.
- Al final sí que golpeé tu cabeza - espetó al cuerpo inmóvil cuerpo.
Ahora todo había terminado. Dejó que los chicos acompañaran al posadero a su taberna mientras él terminaba de limpiar la guarida de la banda. Cuando hubo terminado esa tarea revisó el almacén. Allí encontró una bonita espada que le gustó y que decidió quedarse. Después fue otra vez al Salón del Trono y recogió el cuerpo del criminal, el cual cargó en su hombro para entregarlo a las autoridades las cuales le entregaron una cuantiosa recompensa ya que su cabeza tenía precio. Por último pasó por la posada para garantizar que todo estaba bien y allí se despidió de los chicos.
- Bueno, gracias por la comida. No me importaría repetir otro día. Ya nos veremos.
Así terminaron las vacaciones del agente, destruyendo una banda criminal en la isla invernal.
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