Masajea ahí... no, un poco más a la derecha [Priv +18 con Kaito]

Había logrado sobrevivir y salir de aquel combate, con sus últimas fuerzas llegar hasta la isla había sido un reto y, aunque habían curado la mayoría de sus heridas, no todo había desaparecido, pues sus huesos todavía pagaban el precio de su estupidez. Como mínimo juraría que tenía uno o dos huesos dislocados, los cuales comenzaban a doler pasado un tiempo. De esta forma no podría defenderse ni dedicarse a lo que trabajaba, la forja requería de bastante fuerza y resistencia, siendo lo último un tanto complicado en ese estado, necesitaba ayuda. Es por eso que, pese a que no le gustaba la idea, tenía que ir al hospital para pedir ayuda. No la conocían aún por su papel en el escándalo de Ilusia, así que lograría pasar como una civil más que necesitaba ayuda sanitaria. La única duda era... ¿Dejarían a una muerta de hambre sin hogar que recibiese tratamientos? Algún alma caritativa habría que quisiera ayudarla como mínimo aunque fuese extraoficialmente. Sobre todo el hombro derecho y la rodila izquierda eran las zonas más afectadas, las que sufrieron más, por lo que el dolor era notablemente mayor allí, pero mientras pudiese caminar, no tendría demasiado problema a corto plazo.

Caminaba tranquila para sufrir lo mínimo y procuraba juntarse cuanto menos mejor a las demás personas, un simple choque con alguien, especialmente con su hombro que además era lo más fácil, podría significar una descarga de dolor importante en su cuerpo. ¿Cómo un simple combate le podía generar tantos problemas? Pensaba que vivir en condiciones extremas era suficiente para volverla más fuerte, pero se equivocaba, totalmente. Eso sí, debía olvidarlo cuanto antes, tenía que recuperarse para poder volver a su isla y sacar de allí a su padre. Si lo llegaran a relacionar con ella y sus delitos, era más que seguro que lo encerrarían siendo inocente, o incluso que aquel desgraciado del Gobierno lo matase como venganza. Ganarle no era una opción, ella estaba muy por detrás y no tenía tiempo de entrenar lo suficiente como para llegar a hacerle frente, ya habría sucedido todo. Mierda.... La rodilla, haciendo de las suyas y complicando todo. Ya casi había llegado y justo había decidido crujir y provocar un inmenso dolor que la había obligado a sentarse como pudo, mientras colocaba las manos sobre esta en la inercia de intentar aliviarlo. Pero no por eso se iba a detener, seguiría caminando aún con el dolor. Ya se arrepentiría otro día en el futuro, ahora debía pensar en el presente.

Ahora continuaba apoyándose con una mano sobre la pared para no perder el equilibrio y terminando los metros que le quedaban. Y ahí estaba el hospital, su salvación... en otro momento que no era ese. No la dejaban pasar, no sabía si por pensar que era una vagabunda como hacían otras personas o porque ya había rumores de cierta muchacha que había asesinado a una persona y atacado a un agente del gobierno. No lo sabía y no le importaba en lo absoluto el motivo, necesitaba ayuda y no se la daban, pero no iba a atacar por eso, no era una asesina de sangre fría, pero tenía un problema bastante grave, estaba tirada en la puerta y... ¿tendría que curarse con el tiempo? Eso seguro que si algún día llega a pasar y no se muere antes, dejará secuelas, además de tardar demasiado. ¿Es que nadie puede ayudarme? ¿A esto hemos llegado? Soltaba ahí en medio. Nadie parecía hacerle caso, ni la miraban para ver qué ocurría, todos parecían estar demasiado ocupados como para dedicar una tarde de sus tiempos en ella.

Kaito había estado considerando a lo largo de su estancia el reacomodarse en Hallstat. Ahora que el West Blue estaba bajo el mar empezar allí le daba más quebraderos de cabeza que simplemente trasladar toda su troupe al mar del norte. Desgraciadamente solo había una cosa en aquella isla que detestara: la tecnología. Cocinar con leña, carbón y hierro estaba muy bien, sí, pero cuando la electricidad era una comodidad ausente y las gentes tachaban de brujería lo que era ciencia no valían absolutamente para nada. Dios, como odiaba a la gente de aquel reino lleno de piojos y ratas. El medievo para alguien como él solo tenía algo bueno.

—¿Esto es lo único que hay hoy? —espetó con desagrado moviendo el género del carro con el bichero.

—Qué puedo decir, no ha sido un buen día…

—Está bien. Ponme un muslo de este y… las pechugas de esta otra pieza.

—¿Las pechugas? —dijo alarmado.

El judío le fallaba. Podía cortar sin tapujo cualquier otro trozo, pero aquel simple trozo de carne era algo que bien no quería o no sabía extraer. Soltando un suspiro el encapuchado se adelantó sacando sus propias herramientas para tomar él mismo la carne que posteriormente guardó en la caja metálica que llevaba como mochila. El encargado de la morgue, si a ese lugar podía siquiera llamársele así, evitó mirar, lo que le permitió al pelirrojo cobrarse algún tajo de más.

—Con esto será suficiente. Volveré el viernes, y espero que para entonces hayas aprendido a no echarlos uno sobre otro para evitar que se manchen. Me podría haber llevado a ese niño también si no estuviera manchado de mierda; ahora no hay quién lo aproveche.

—Claro, claro. Como quieras, brujo— extendiendo su cadavérica garra el funerario esperó su justo pago. Lo recibió con la suficente propina para que mantuviese su boca cerrada.

Kaito debía reconocer que Hallstat era un magnífico lugar para comprar carne al peso. Nadie hacía preguntas, a nadie le importaba los que no podían pagar un entierro y pocos se negaban ante el poder del dinero. Eso y las constantes lluvias convertían aquel lugar en un paraíso para el anfibio antropófago.

El brujo salió del edificio en silencio mascando su mote con desagrado. La magia era ilógica, desde luego, pero la brujería casi podía considerarse una forma de alquimia. ¿Era eso mejor para alguien que era un científico? No mucho. No lo suficiente. Para cuando dio la vuelta a la institución de camino a su hogar la pregunta de la dama había hecho eco en los oídos sordos de los lugareños.

—¿Qué esperas, que la gente te ayude a cambio de nada? Con suerte te llegará un noble que te pague lo justo a cambio de tu buen servicio —le escupió la larga sombra con amargo realismo—. Si no explotas tu belleza alguien lo hará por ti.

Apuntándola con su bichero le lanzó una propuesta tan curvada y afilada como la punta de su arma.
—Necesito alguien para un trabajillo, ¿vienes? —dijo con frialdad—. O puedes esperar al barón de turno…

Fiarse de un caníbal no iba a ser peor que la falsa caridad que otros pudieran ofrecerle. Aunque, claro está, ella no sabía qué se escondía bajo el largo manto negro que le tapaba.

¿Qué? Preguntaba tras aquella aparición y charla tan... inesperada. Estaba tan anonadada (y sobre todo, herida) como para darle una respuesta de defensa, aparte de que tampoco habían ganas de esto. Sin embargo, había algo de bueno en esta situación, y era que no la conocían todavía, no sabían lo que había hecho. Todavía tenía posibilidades de permanecer tranquila y de que la ayudasen en algún momento. Pero también le hacía preguntarse aún más el por qué no la ayudaban entonces. ¿Realmente parecía una vagabunda? Tal vez Katharina tenía toda la razón en eso y no era solamente por decirlo. Jamás he dicho que no fuera a pagar los tratamientos...

Diría a regañadientes, casi como si no quisiera que le escuchase. De todas maneras no la creería, sería iniciar una discusión tontamente sin llegar a nada más que calentarse la cabeza. ¿Pero qué es eso de explotar mi belleza? No entendía a qué se refería con eso. ¿Acaso hay que ser una persona bella para que te atiendan en un hospital? "¿Incluye eso no estar herida"? No, era una estupidez, si precisamente iban allí los casos más horribles a que los arreglasen. Simplemente, no lo entendía, en nada.

Al escuchar lo del trabajillo, abría los ojos como platos. ¿Así sin más? Era todo muy extraño, demasiado, pero... si era verdad, no lo podía dejar escapar, necesitaría dinero, cuanto más mejor, para poder sobrevivir. No poseía más que lo que llevaba encima, lo que mantenía siempre consigo para alguna emergencia y la paga de aquel hombre por su arma. Le asombraba que no hubiese quedado destruido todo en la pelea o se perdiera/lo hubiesen robado, mientras pasaba un tiempo navegando, inconsciente o totalmente perdida. No podía pensarlo mucho o directamente se perdería esa oportunidad, arriesgarse a quedarse allí no era una opción y no confiaba en sí misma para arreglar su cuerpo a base de pura fuerza y sin conocimiento. Está... bien, acepto. Te acompañaré. Y sin más, se incorporaría e iría donde aquel desconocido le dijese. Su sentido de la confianza no estaba muy fino a decir verdad, por lo que no tenía esa inseguridad que la echaría para atrás.

Podía notar que se trataba de un lugar algo apartado, con un edificio humilde donde había total tranquilidad. Podría ser un buen sitio para vivir si preferías alejarte de los demás. Eso a Naiara le agradaba, estaba acostumbrada a la soledad de las montañas, pero... algo no cuadraba. En ese momento, realmente pensaba que se trataba de una trampa, tal vez un agente del gobierno que planeaba asesinarla allí de incógnito. Este pensamiento la hacía detenerse en seco, quedandosele mirando y con una mano cerca de su espada, oculta en su ropa, en caso de necesitarla para defenderse o atacar. ¿Me vas a explicar ya qué quieres de mí? No avanzaré más si no conozco qué planeas hacer. Si esto se tratase de una trampa... Le diría, en un tono realmente mosqueado, típico de ella cuando llegaba a su límite de paciencia.

El camino hasta las afueras del pueblo era largo, pero nada que la promesa vacía del ningyo no valiese. El haki de observación tenía sus ventajas, y parecía que una de ellas era que la gente te apreciara como alguien más... digno de fiar. Por supuesto, si la chica hubiera buscado qué era lo que tenía dentro de aquella bolsa de mimbre hubiera salido corriendo sin importarle lo mucho que le dolían sus huesos.

—¿Ahora me preguntas eso? ¿Tú eres idiota? —le dijo sin tapujos.

Alguien herido y débil no suponía ningún problema para el encapuchado. De hecho esas eran sus presas favoritas. ¿Pero qué importaba aquello? Nada. Si se atrevía a atacar Kaito le respondería con una dureza desproporcionada y sincera, una de quien lo daba todo y no le importaba matar a lo que se le lanzara. Mirando la casita pegada al bosque se sintió el hombre con más suerte del mundo. Encontrar a aquella viejecita desvalida y con la pata rota fue lo mejor que le podía haber pasado. Ahora tenía una casa, una pegada a la naturaleza, una con un jardín de hierbas y flores que cuidaba con el esmero que la edad le había arrebatado a la anciana. Un tejado con alguna que otra gotera no era algo que le preocupara a un hijo del mar.

Se quitó la capucha antes de hablar, aunque aquello no revelaba en absoluto su especie.

—Busco alguien a quien mimar —dijo sin pararse a pensar que aquello podía sonar de una manera muy espeluznante—. Soy un cocinero y quiero dedicarme a dar masajes, pero necesito alguien que me de opiniones sinceras y crudas. Si no te vale te puedes venir por donde has venido, pero habiendo andado tanto eso sería muy estúpido por tu parte.

Sin pararse a esperar una respuesta el ningyo cruzó la pequeña muralla de piedra llena de musgo que delimitaba el viejo edificio. Entró suavemente y se dirigó directo a la cocina que hacía las veces de chimenea. Allí no había mucho, pero lo que persistía aguantaba el incontable peso de las generaciones y las almas de todos cuantos habían vivido allí. Quitándose su negro manto, Kaito se movió de aquí para allá preparándolo todo para el largo guiso de carne misteriosa.

En el caso de que la muchacha hubiera terminado por fiárse de él, señalaría la diminuta habitación bajo las escaleras.

—Puedes descansar ahí. No hay mucho espacio para cosas, pero el colchón es cómodo. Espero que no tengas mucha hambre, a esto le quedarán unas horas.

Ahora un insulto. Daban ganas de saltarle al cuello y cortárselo, pero... no. En el estado en el que se encontraba, era un sinsentido buscar una pelea innecesaria. La última vez... no resultó muy bien, casi muriendo de hecho. Además, supuestamente la iba a ayudar de alguna manera. ¿Qué era exactamente? Estaba por desenfundar la espada, pero justo en ese momento le explicaba qué era lo que quería hacer. La respuesta era un tanto... confusa al principio.

Mimos... Se susurraba a sí misma. Seguramente se refería a eso con lo de la belleza. Pero entonces sale con los masajes. ¿Era un masaje lo que la iba a ayudar? Necesitaría un médico para arreglar los huesos fracturados... pero al menos era algo, seguro que como mínimo aliviaría el dolor y podría aguantar el dolor gracias a eso, hasta recibir un tratamiento completo. O a lo mejor incluso lo arreglaba del todo, visto lo visto hasta ahora...
Está bien... acepto. Puedes darme ese masaje y te daré mis opiniones. Y con eso, ya se calmaba, soltaba su arma y se disponía a seguirle. No podía negar que tenía ciertos nervios por si aquello era una trampa o no, pero debía aprender a saber en quienes confiar y él... no parecía mal tipo, al menos eso creía... o quería creer. Frente a las indicaciones, simplemente se sentaba sobre el colchón mencionado, dejando a un lado los refuerzos de su ropa, que servían como una armadura más o menos en combate. Todavía lo llevaba de aquel día. La espada, sin embargo, la mantenía oculta aún, no dejaría que la viese, la necesitaría por si acaso.


¿Y bien? ¿Cuándo empezamos? Preguntaba al aire, mientras inspeccionaba el lugar. El estado no era precisamente bueno que se diga, pero por lo menos se mantenía en pie y con un aire respirable, con eso bastaba. Si sirve de algo, donde más me duele es en la zona de la columna, aunque creo que también tengo una costilla rota... No era dolor, sino dificultad al respirar, lo que le hacía dudar de si se debía a eso o no, no estaba segura de si realmente esa era la causa. Pero sabiendo la situación, era probable.

El pelirrojo se encogió de hombros y volvió a remover el caldo antes de taparlo. No era el tono de la chica ni su lenguaje corporal lo que le susurraban que estaba tensa, si no el leve aroma de desconfianza que, naturalmente, manaba de su cuerpo. Los animales y las personas heridos eran más difíciles de tratar que el resto, especialmente cuando el daño de sus cuerpos había sido ocasionado por gente malvada.

—Siéntate en alguna de esas sillas y comenzaremos hoy por los pies. Si te duele lo único que puedo recomendarte es descanso hasta que pida un médico en la ciudad...—Se giró hacia ella con una tierna sonrisa—. Siempre que te parezca bien, claro.

¿Fetichismo? Eso sería propio de un bicho que no tenía pies propios, pero realmente era una cuestión de confianza. Dejarle a la mujer los brazos libres para actuar la haría sentirse más segura, y él no tenía que preocuparse teniendo seis más de sobra para actuar si las cosas se torcían. Porque, aunque tuviera delante una criatura débil y herida hasta los más pequeños monstruitos pueden resultar mortales.

Una vez la muchacha tuviera asiento el hijo del mar reptaría hasta allí tomando el cubo de agua de pozo. Primero, antes de todo, debía lavarle los pies, pero incluso antes, debia pedirle permiso.

—¿Puedo? —solicitaría con amabilidad, agachándose y mirándola a los ojos.

¿Por los... pies? Si la situación no era rara ya de por sí, ahora continuaba por esto. ¿Por qué quería empezar por los pies? ¿Era esto parte del tratamiento o de los mimos que este quería? Cualquier cosa podía pasar ya... y lo aceptaría, mientras no sea buscando el mal. Resignada a lo que sea que estuviera tramando, se dirigía con calma hacia una de las sillas, colocándose recta y reposando bien la espalda. No sabía si era buena o mala idea, pues esto dolía. No mucho, la verdad, por lo que simplemente lo aguantaba, intentando no generar ninguna mueca en el proceso.

Si esto forma parte del tratamiento o de esos "mimos", entonces supongo que... n-no habrá problema alguno. El tartamudeo del mal, indicando que algo de rechazo sí que tenía. Nada grave. No iba a pedir que se detuviese por eso. Acto seguido, procedía a quitarse las botas y revelando sus pies ante aquel extraño hombre. La situación, confusa cuanto menos, le resultaba bastante incómoda, por mucho que tratara de ocultarlo. Lo bueno era que no tenía mangas en las piernas, por lo que la ropa no se mojaría.

La visión de este agachándose y pidiendo permiso era... indescriptible. Pero simplemente, se limitaría a contestar a su pregunta. Sí... puedes. Decía con una voz de total desconfianza. Los dedos estaban agarrotados, se notaba que se estaba aplicando fuerza con ellos, en un acto reflejo, el cuál tuvo durante algunos segundos, hasta poder relajarse un poco y evitar que esto siguiera ocurriendo. Aunque ya había dicho que sí, lo paraba con la mano, pidiendo algo de tiempo, hasta que sus dedos pasaran a estar normal.

Ahora sí, adelante. Diría por fin de forma definitiva. Cerraba los ojos con fuerza, solamente dejaría el tiempo pasar lo que fuese necesario. Pero seguía preguntándose una cosa. ¿Cuánto tendría que estar así, precisamente? Había escuchado algo de que faltaban horas para no sé qué. ¿Iba a pasarse horas lavando los pies o ese era el tiempo total que duraría todo esto? Por apariencias, se esperaba perfectamente que fuese la primera opción. Pensando un poco, esto serviría de escondite mientras todo transcurría y nadie podría tacharla de criminal/asesina ni nada parecido. Dentro de todo, no era tan malo.

Kimihiro esperó pacientemente a que la muchacha se abriese a él. La comprendía, de hecho él mismo no se hubiera fiado de un loco que le pidiera mimos, seguramente porque no se quería a sí mismo, pero esa era otra historia. Con una pequeña sonrisa de divertimento, pues la situación le parecía un tanto cómica para lo cruel y despiadado que era el mundo, el pulpo comenzó a lavarle los pies con una simple advertencia.

—Está fría, pero en esta isla tampoco es que haga demasiado fresco.

Las plantas, el envés, los dedos e incluso la mugrecilla de las uñas fue limpiada acompañadas de un pequeño masaje para que la sensación fría del agua y unas manos desconocidas resultaran lo menos desagradable posible. Desde aquella posición de servidumbre podía parecer que era un objetivo fácil, pero el ningyo bien podría haberle torcido un tobillo antes de que tuviera tiempo a sacar su arma. Estar sentado tenía sus desventajas, pero no es necesario recrearse en cuán lejos distaban los poderes de uno y otro: aquel día era de paz.

—Listo.

Retiró la humedad de sus pies con sus propias manos, sujetándolos firmemente y tirando de ellos rascando de su piel el agua con las artes de su raza. Sutil, y efectivo.

—Voy a hechar este agua fuera. Puedes tumbarte sobre la mesa o la alfombra del suelo para la espalda; como prefieras.

Y tal como dijo procedió, regando las hierbas con el agua que poco se había llenado de polvo y algún ínfimo resto de piel muerta.

Parecía que Naiara se había entregado totalmente al placer que le daban aquellas manos. Hizo sus mayores esfuerzos para no gemir, pero de vez en cuando se le escapaba un murmullo que intentaba ahogar con una tos falasa. Reticente, pero deseosa de más, trastabilló hasta la mesa donde el ningyo la ayudó a subir con la húmeda delicadeza de sus tentáculos.

—Ahora mismo vuelvo, ve preparándote.

Se marchó con paso tranquilo por la puerta de atrás, directo al huerto de hierbas y especias para buscar entre el amalgama de flores sembradas por la mano del hombre y por la suerte de la naturaleza sus más delicados ingredientes. Azaleas, amapolas, lavandas y rosas silvestres eran cuidadosamente descabezadas para tomar los olorosos pétalos destinados a perfumar un cuerpo que esperaba encontrar desnudo a su vuelta. Disfrutando del delicado aroma que contenían sus manos, Kaito miró alrededor para encontrar el consuelo de un bosque salvaje e indómito que creía sin prisa y sin control allá donde posaba la vista. Pronto la vida reclamaría aquella casa si se la dejaba.

Con un largo y reconfortante pero cansado suspiro, el sireno volvió dentro para atender su obra.

Pero a su vuelta el ningyo no encontró sobre su mesa ninguna carne expuesta. La muchacha húbose ido en el momento en el que él salió por la puerta, y cogiendo sus cosas había dejado la puerta de fuera abierta de par en par. Asomándose por el portón de madera el ningyo observó como aquella figura renqueante trastabillaba en el largo camino hacia la ciudad.

—Bueno, allá ella.

¿Acaso la cervatilla herida había visto la impresión que daba su alma, o quizás había sido lo suficientemente curiosa para levantar el cruel contenido del guiso a medio hacer? Fuese lo que fuese, todo parecía señalar que había considerado demasiado peligroso, o más bien demasiado incauto, quedarse allí para que un desconocido engendro salido de la profundidad de los océanos le diese "mimos". Desde luego, espeluznante era ya de por sí.

Pero al ningyo no le hacía falta gente como ella para poner en práctica lo que quería, las calles estaban llenas de mendigos, indeseables, desdichados y juguetes rotos...

—¡Señor Black, ya estamos aquí! —dijo la jovencita que volvía para cobrar por, simplemente, dejarse querer.
—¡Pasad, la puerta está abierta!

Y estos siempre tendrían un lugar en su mesa.

Con el estómago vacíos de sustento y cariño, al ningyo le había resultado tremendamente fácil encontrar "clientes" habituales. Por supuesto no le pagaban, y en muchos sentidos eran poco más que pánfilos gorrones que no iban a rechazar una comida gratis y un masaje, pero poco sabían ellos que lo que a Kaito le daban valía su peso en oro.

Cada gesto, cada sonrisa, cada pequeño gemido y cada mínimo temblor de sus carnes eran para él un registro de dónde un simple movimiento era capaz de hacer estremecer de placer un cuerpo curtido por el dolor, el cansancio y el esfuerzo. Y aquello, aunque fuese menospreciado, era una información sumamente valiosa. ¿Por qué? Porque la gente podía curtir sus cuerpos contra el dolor, pero solo los más sabios, prudentes, ególatras o paranoicos hacían lo mismo con el placer. Y en el momento en el que un cuerpo negaba sus defensas para recibir de brazos abiertos aquella oleada de endorfinas se encontraban en su punto más vulnerable. Y era momentos como esos en los que la muerte se encontraba tan solo a una simple puñalada de distancia.

—Bob. Eh, Bob —dijo Kaito moviendo un poco al obeso maleante que se ganaba de vez en cuando unas cuantas monedas en las palizas de mendigos —. No te me duermas, tío.

—Nahnsnahsn....—balbuceó sin querer irse de aquel cielo.

Pronto se corrió la voz del brujo que hacía magia con las espaldas, las rodillas y, bueno, otras cosas menos comunes y no tan ciertas. Así eran los rumores que le hacían cada vez más difícil encontrar facilidades en proveerse de su oscuro sustento, por lo que el pulpo decidió que ya era hora de marcharse de aquel lugar.

—¿Cómo que te vas? ¡Si tenía hora mañana! —se quejó la rubita de anchas caderas.
—No la tenías. No doy hora —afirmó tajante e inocentemente el pelirrojo, limpiándose las manos de la suave grasa perfumada.
—¡Pero he cambiado una cita con un cliente para venir! —se quejó la prostituta, reincorporándose de la mesa sin atreverse aún a levantarse.

El hombre pulpo caminó despacio hasta el pilón donde comenzó a limpiarse las manos y los tentáculos impregnados aún del olor a satisfacción plena. Sin preocuparse por las continuas quejas de la dama se enjabonó, frotando su piel para librarla de los jugos ajenos.

—Alana, tu jefe vino ayer, y prácticamente me amenazó con que o dejaba de hacer mi trabajo o lo hacía bajo su techo.

Por fin la chica cerró la boca. Su pequeña boca de jugosos labios quedó reducida a una apretada mueca de desagrado, tristeza y, para su desgracia, una acostumbrada melancolía. Todos los que le agradaban siempre se iban.

—Entre eso, los fanáticos religiosos y los clientes demasiado pesados —por no mencionar lo difícil que le era ahora comer carne—, no tengo elección.

—La tienes —se jactó sombría—. Pero escoges irte.

El hijo del mar se giró hacia la que otros habrían considerado una de las más bellas criaturas y se dejó inundar por la oleada de emociones que manaban de su persona. El corazón era un órgano estúpido, como también lo era el cerebro atontado por las hormonas que le hacían tener fe en algo que no existía. No, no había cariño en sus caricias, ni preocupación en sus preguntas, solo un eficaz interés y una intención que nada se parecía al amor que ella tanto deseaba. Mas, por un momento, y a pesar de lo horrible que le resultaba la figura que le proporcionaba a la chica tantas piezas de oro entre los nobles, Kaito deseó poder quererla. Él también estaba muy solo.

—Sí —afirmó, viendo innecesario mentir—. Debo volver a casa.

Aunque no lo sabía, aquella simple afirmación fue una última puñalada para el alma que creía que el único hogar que podría encontrar estaba entre sus brazos.