¿Estarán buenos los dinosaurios? [Anastasya - Kohaku][Privado]

«Qué calor...» Era lo único que podía pensar Anastasya cuando pisó tierra en esa isla. Ese clima sí que iba a acabar con ella más temprano que tarde. Se encontraba en Little Garden, en el Grand Line.

Su estancia no iba a ser duradera debido a los problemas climáticos que se vivían allí, así que se limitaron a montar el campamento cerca de la costa donde tenían la fragata atracada. El grupo de marines cargaba cajas pesadas con armas y alimentos, otros exploraban los alrededores con cuidado de que ninguna criatura hostil se les acercase. La tiradora terminó de enterrar aquel madero sobre esa tierra húmeda y propicia para el cultivo que parecía tener la isla.

Sudaba horrores y sentía que en cualquier momento iba a sufrir una insolación, por lo que se quitó la gorra y se desabrochó la parte superior de su uniforme reglamentario. No paraba de escuchar el zumbido de los insectos por todas partes, estaba rodeada de verde, de enormes plantas de las que colgaban lianas y que podían ser confundidas sin problemas con serpientes. Y en la lejanía solo se escuchaban rugidos y temblores.

—¡Anastasya agarra esto!

—¡Sí!

Antes de poder tirarse sobre el suelo reaccionó con velocidad al movimiento de su compañero, cogiendo la cuerda al vuelo y alzando la bandera por todo lo alto, de modo que se viera bien la ubicación del campamento.

Metió la mano en su bolso y sacó su cantimplora muerta de sed. Después de pegar lo que fue un buen trago alzó la vista y se fijó en las enormes montañas que dominaban la jungla. Sujetó su rifle como si se tratase de su más fiel compañero y esbozó una sonrisa llena diversión, hacía tiempo que no practicaba con Odín en la naturaleza.

Little Garden, la noble, legendaria e ilustre isla prehistórica de la ruta del rey, tan cerca de Cactus Island, que un trayecto directo era de apenas seis o siete horas si el viento era favorable. Kohaku llegó cuando el sol estaba en lo más alto, golpeando con fuerza la isla. Era un día precioso, con un cielo tan azul que parecía sacado de una de tantas novelas clásicas que había en la biblioteca del gremio.

Su llegada no fue para nada casual, pues según los rumores allí se encontraba un criminal buscando junto a su banda de maleantes. Un individuo que se hacía llamar Humberto el jilguero, con una recompensa de cuarenta millones de berries por delitos en contra de la seguridad pública, agresión, extorsión y robo en una aldea de Drum, y orinar en la puerta de un cuartel de la marina. «¿Se considerará eso atentar contra la propiedad del gobierno? Porque de ser así, conozco a un par que debería estar entre rejas», se dijo Kohaku, mientras caminaba por la región más noroccidental de la isla.

Había visto un barco desde lejos, así que supuso que eran ellos. Sin embargo, se topó con un barco de la marina que se encontraba cargando cajas. «Espero que no lo hayan capturado ellos», comentó para sus adentros con cierto disgusto, para luego ir acercándose poco a poco al grupo de marines. Habían montado un campamento, así que lo primero que se le pasó por la cabeza era preguntar. Después de todo, si lo habían apresado no tenía mucho que hacer allí.

Al llegar se acercó al primer marine. Era un sujeto regordete, con mirada risueña y cara de buena persona. Tenía apariencia de no ser más que un recluta novato.

—Buenas tardes —le dijo, haciendo un pequeño ademán con la cabeza.

—¿Buenas tardes? —le preguntó, para luego de forma nerviosa apuntarle con el rifle—. ¿Quién eres? ¿Qué haces aquí? ¡Alarma, alarma! ¡Un enemigo sin identificar! —Su mano le temblaba, mientras que Kohaku tan solo levantaba las manos esperando que algún otro marine de más rango apareciera.

«Que tío más escandaloso…», pensó, mientras suspiraba con cierta desgana.

No faltaba mucho para dejar todo el campamento listo y en orden. Anastasya que terminaba de sacudirse la tierra de encima solo podía pensar en lo mucho que quería practicar contra las criaturas de la jungla.  Hasta que después de un par de minutos escuchó un alboroto no muy lejos de su posición. Uno de sus compañeros sacó su arma y alertó de un enemigo. Anastasya sujetó su rifle y avanzó con rapidez hasta su posición con ceño fruncido, al igual que la mayoría de los soldados que la acompañaban.

«Anda pero... si yo le conozco.»

Solo le bastaron un par de segundos para reconocerlo, aquel grandullón que había visto brevemente en una isla del East Blue. Ni siquiera se acordaba de su nombre, pero sabía que podían estar tranquilos. Antes de que llegara el sargento la tiradora se adelantó hasta los dos jóvenes, intentando mediar entre ambos.

—Puede estar tranquilo recluta, no es ningún enemigo —esbozó una sonrisa cuando miró al cazarecompensas, llevándose la mano al mentón—. Creo que ya nos presentamos en el East Blue, pero me presentaré otra vez: Anastasya Seleznyova, cadete de la marina a su servicio. ¿Hay algo en lo que podamos ayudarle?

El ambiente pareció calmarse, aunque seguían rodeados de hombres curiosos y en alerta por la situación. Cuando cruzó mirada con esos ojos ambarinos volvió a sentirse intimidada, pero procuró mantener la compostura.

El novato de manos temblorosas continuaba armando escándalo, llamando la atención de cualquier persona que estuviera en los alrededores. Fue entonces, cuando apareció la joven que había conocido hacía varias semanas en el mar del este. El cometido de aquella vez no había salido muy bien, pero tenía el bello recuerdo de haber mantenido una relación cordial y buenrollismo que tanto le gustaba.

—Kohaku Sato —Se presentó, agitando levemente su mano derecha para saludarla—. Un placer volver a verte. Estoy aquí buscando a un hombre, Humberto, apodado el jilguero.

—¿Ese es el hombre que orinó frente al cuartel? —preguntó el otro marine, interrumpiéndole.

—El mismo —le respondió Kohaku.

—¡Un indeseable! —espetó de mala gana, con los ojos a punto de romper a llorar—. Yo tuve que fregar semejante guarrada, y encima pisó los rosales del capitán Pagles. Un monstruo.

—La verdad es que sí… —le dio la razón como a los tontos, con un tono de voz ligeramente irónico.

—Por cierto, me llamo Stuart —se presentó el regordete, alzando la mano y mostrando una sonrisa algo bobalicona.

—Un placer, Stuart —le tendió la mano, dándole un fuerte apretón—. Yo soy Kohaku.

—Pero puedes llamarme Stu.

Y sin decir nada más, se fue dando pasitos cortos hacia una de las tiendas del campamento. Era un sujeto muy cómico, tan solo esperaba que no sufriera mucho en la marina, después de todo se encontraban en tiempos extraños.

—Bueno, Anastasya… ¿Sabes algo de ese hombre? —inquirió de nuevo—. Tengo como cometi…

Y de nuevo le interrumpieron. Esa vez era el sargento del campamento, el cual, por su actitud, parecía estar a cargo de aquella improvisada base que habían montado. Era un hombre alto, de cabello rubio y decisión en la mirada. Sus ojos eran verdes como la esmeralda, y su porte tan regio como el de un noble.

—¡Cadete Seleznyova! —Se dirigió hacia la marine—. ¿Qué ha ocurrido aquí? ¿Y quién es este individuo?

Pero no hubo mucho tiempo para explicaciones, porque un tiranosaurio Rex apareció frente a ellos rugiendo con fuerza.

El muchacho reconoció casi de inmediato a Anastasya, que todavía seguía recta y sonriente, a lo que se presentó agitando la mano para preguntar después por un tal Humberto, el jilguero. Sí, ese nombre encendía alguna lucecita en su cabeza, pero la conversación que surgió entre sus compañeros a raíz de la pregunta la ayudó a ponerse al día más rápido. Todo el mundo lo conocía por su falta de civismo, un auténtico maleante que se atrevió a orinar en el cuartel, y que luego pisó los bonitos rosales del capitán.

Anastasya se acordaba del jaleo que se armó ese día a causa de todo eso, pero no entendía por qué su nombre surgía en una isla tan remota como lo era Little Garden. Cuando se quiso dar cuenta Stuart ya estaba cogiendo confianza con Kohaku, y eso lo interpretaba como una buena señal. Cuantos menos problemas mejor, especialmente cuando no hacía más de un minuto que lo apuntaba con su arma.

Observando como el regordete de Stuart volvía a su tienda, Kohaku quiso indagar más en el tema, pero se vieron interrumpidos por la llamada de atención del sargento. Anastasya no se sobresaltó, ya empezaba a acostumbrarse a esa actitud tan diligente y seria de la marina. La tiradora que todavía sudaba por el calor de la selva fue a responder, gesticulando con las manos para explicarse y convencer al sargento de las buenas intenciones de Kohaku, pero cuando se quiso dar cuenta percibió a tan solo unos metros la sombra de una enorme criatura.

Se quedó congelada con cara de terror cuando sus ojos dieron con el enorme tiranosaurio que rugía con fuerza. Pegó un grito y se cubrió el cuerpo con sus manos por instinto, como si aquello fuera a invocar una fuerza que la pudiese proteger. El sargento fue más rápido, con un aire sobreprotector la agarró por el brazo y echó a correr hacia el centro del campamento, donde al menos tendrían más espacio para combatir.

—¡Corre muchacho, corre!

El tiranosaurio no esperó un segundo y echó a correr detrás del sargento, pegando una fuerte embestida con la mandíbula a Kohaku. Y el campamento se volvió un caos. Los marines no tardaron en sacar sus mosquetes para apuntar y atacar a bocajarro, pero el espectáculo que vio Anastasya, que todavía era arrastrada por el sargento, no resultó nada alentador.

La criatura rugió en cuanto recibió los disparos y llena de furia arrancó una tienda de campaña con la boca, lanzándola lo más lejos que pudo junto a los pobres que estuviesen dentro, y ante el escozor que le provocaban los sablazos que recibía en las piernas giró sobre sí mismo, barriendo con la cola a aquellos que intentaban dejarlo inmovilizado.

—Cadete Seleznyova, no haga ninguna tontería. ¡Vamos, vamos!

Sin nada más que decir el sargento se adelantó desenvainando su sable. Anastasya todavía intentaba recuperarse mentalmente, allí en medio de todo ese desorden. Observó con la cabeza más fría al tiranosaurio, medía cerca de cinco metros, parecía bien alimentado y robusto, tanto que su piel parecía hecha de piedra ante los ataques de los marines. No paraba de rugir con fuerza y bueno, ella tenía que hacer algo. Sabía lo que tenía que hacer, pero el cuerpo le temblaba, era la primera vez que hacía frente a un monstruo como ese.

«Sé lo que tengo que hacer. A ver si te gusta esto…»

Procuró esconderse detrás de unos matorrales no muy lejos de su posición, cogió a Odín deseando que le otorgara buena suerte y apuntó. En ese momento se dio cuenta de lo pequeños que eran sus ojos, hundidos en aquel morro, pero sabía que iba a acertar. Escuchó el pulso acelerado de su corazón mientras seguía sus movimientos erráticos y frenéticos, descubrió que podía seguirlos. Y cuando su intuición se lo pidió, apretó el gatillo.

La bala cruzó el campamento y alcanzó al tiranosaurio en el ojo izquierdo, que profirió el rugido más potente de toda su existencia. Pegó una fuerte embestida y echó a correr a toda velocidad hacia Anastasya. Nerviosa, miró hacia atrás y echó a correr también, pero no lo iba a lograr…

El colosal reptil los vio enseguida. Era grande, de color pardo y con unas patitas delanteras muy cortas. «Es mono»”, se dijo Kohaku, tratando de llevar la mano a su espada, pero fue tarde. Antes de darse cuenta, estaba sobrevolando los cielos debido a una fuerte embestida del dinosaurio. Recorrió varios metros, cayendo de espaldas en una postura más cómica que habitual en el cuerpo humano. «Eso no me ha gustado», volvió a decirse mientras se levantaba.

Le dolía la espalda, pero nada que no curara un par de horas de descanso. Sabía perfectamente que, de no ser por su armadura, seguramente, estaría de camino al hospital con varias contusiones, o eso le decía la leve abolladura del armazón que cubría su tren superior.

En fin. Se aferró a la empuñadura de su arma, y concentrando electricidad en sus piernas se abalanzó sobre el dinosaurio, tratando de propinarle un corte. Redujo la distancia que lo separaba del bicho en menos de lo que dura un parpadeo, pareciendo que desaparecía y volvía a aparecer ante los ojos de una persona corriente. Su desplazamiento fue en línea recta, sin ningún obstáculo que le forzara a tener que reducir el ritmo, sujetando su espada con ambas manos y chocando de frente contra el dinosaurio. Las escamas que recorrían su cuerpo eran resistentes, pero incapaces de soportar varios ataques continuos en la misma zona. Y entonces, de pronto, algo le atravesó el ojo.

«¿Qué diantres?»

El dinosaurio rugió con rabia, girando sobre su eje y propinando un coletazo al cazador, que reaccionó tan rápido como pudo, interponiendo su espada arqueando ambos brazos, formando un ángulo de noventa grados entre sus brazos y la espada. Tras eso, el dinosaurio se fue hacia unos matorrales. ¿Estaba huyendo? Seguramente, aunque no pudo evitar ver como el animal se aproximaba a la cadete, que al ver al reptil comenzó a correr.

—¿En serio? —musitó el cazador, comenzando a correr tras el animal, pero sin llegar a alcanzarlo. La distancia que los separaba aún no era la suficiente.

Finalmente, cansado de correr tras él, paró en seco, elevó su espada y trazó una poderosa línea vertical que formó una senda onda cortante que avanzó con rapidez hasta golpear, con algo de suerte, la cola del dinosaurio, que al verlo comenzó a ir tras él.

«¿Y ahora qué intento de héroe?», se preguntó, esperando que llegara el dinosaurio con su arma en ristre.

Solo dos segundos después volví a tener el dinosaurio en frente, y de un rápido movimiento se echo a un lado, buscando el ojo cegado del animal, para luego concentrar todo su poder en el arma y tratar de travesarle el costando. Sin saber cómo, tal y como había sucedido en alguna otra ocasión, su arma se tornó oscura durante un leve instante, y lo atravesó. Tras ello, el bicho cayó sobre el suelo, desangrándose.

Estaba sufriendo y eso no le gustaba al cazador, así que fue hacia su cabeza y mirándolo al ojo pudo verse en sus labios una palabra: «Perdóname», y le cortó la cabeza para acabar con su sufrimiento.

Después de eso, enfundó su arma y se alejó de la sangre. La sangre animal aún podía soportarla, pero hacía que hiperventilase de forma constante.