[Ayden & Kohaku - Privado] Un malentendido y un pirata pestilente. ¿Amigo o enemgo?

El gremio de los tres soles había tenido que parar en la isla de Drum para reparar el barco. Hacía varias horas que se habían chocado con un iceberg, así que el tiempo apremiaba. Sin embargo, el tiempo en la isla no estaba a favor de los cazadores, que tuvieron que hacer un apaño en la grieta y esperar a que terminara de nevar.

—Esto va a retrasarnos mucho —Comentó Kohaku, que se encontraba cruzado de brazos en la cubierta con un poco de frío—. ¿No sería conveniente que algunos se adelantaran y fueran al pueblo más cercano? Allí quizá podamos encontrar algo de ayuda.

Rompe, el mal timonel del navío, y la razón por la que estaban allí varados, parecía estar de acuerdo con Kohaku, aunque su mirada atisbaba algo más que consonancia con su argumento.

—El joven Ko tiene razón —añadió en voz alta—. ¿Votos a favor de que se acerque al núcleo más próximo y pida ayuda? —Y todos salvo Kohaku levantaron la mano—. La democracia ha sido ejercida. Coge un termo con café caliente, algo de ron y sigue el camino.

«Democracia mis cojones», pensó Kohaku con desdén.

Muchas veces los hombres con los que viajaba parecían más piratas que cazadores enviados por su padre para tenerle controlado. Bebían a todas horas, canturreaban canciones de mal gusto y no carecían del sentido del saneamiento. Apenas se bañaban, por lo que el barco desprendía un hedor que era la mezcla de sudor, alcohol del malo y salsa de tomate.

Una vez paró un poco de nevar, aunque no mucho, Kohaku puso rumbo a Robelle, el pueblecito más cercano a las costas en las que estaban parados. Fue un camino duro, pero no necesariamente largo. Pudo encontrarse con unos extraños conejos gigantes, pero que parecían estar más pendiente del bosque de coníferas que los tenía rodeados que de su presencia.

Al llegar, el pueblo estaba completamente desierto y tres casas completamente destruidas recientemente.

«¿Qué habrá pasado aquí?»

La mano del cazador recorrió la madera carbonizada de lo que, en algún momento, debió ser el hogar de alguien. Su rostro se mantenía impasible, pero en su mente no dejaban de surgir multitud de preguntas. ¿Por qué nadie había ido en auxilio de aquella pobre gente? Por lo que le habían dicho en el pueblo vecino, Robelle llevaba sufriendo las constantes amenazas y chantajes por parte de una figura misteriosa que había llegado recientemente al reino; un problema que los marines podrían haber solventado rápidamente de haber mandado un pequeño destacamento.

—Tal vez no haya llegado el aviso —sentenció, irguiéndose para ajustarse la gruesa capa que había adquirido en la isla para combatir el frío.

Pese al abrigo sentía que el frío de la isla invernal de Sakura resultaba excesivo. No podía sino sorprenderse de que la gente se hubiera acostumbrado a vivir con un clima tan duro como ese, y es que raros eran los momentos en los que la nieve cesaba en su obsesión por caer allí. De hecho, se había visto en la obligación de crear un manto de plumas bajo la capa para conservar el calor y soportar mejor las vicisitudes de tan terrible temporal.

Fuera como fuese, tendría que echar un rápido vistazo por la zona para ver si encontraba algo que pudiera serle de utilidad: un rastro, alguna nota, una firma del culpable —como la que solían dejar los sociópatas para satisfacer su ego— o lo que fuera. Entre los escombros de aquella casa tenía claro que no quedaría nada en buen estado. Echó a andar, empujando el manto de nieve que cubría las calles, y es que sin nadie allí para apartarlo a diario había terminado por acumularse un buen montón, lo que dificultaba el transitar por allí.

Por lo que pudo apreciar, el sitio parecía haber sido desalojado con bastante prisa y, de hecho, pudo ver a través de algunas ventanas que el interior de las viviendas resultaba bastante cotidiano: mesas puestas, salas sin recoger... aunque los fuegos de las chimeneas estaban apagados y el polvo empezaba a acumularse. «Habrán huido tras el ataque, pero... ¿Quién podría ahuyentar a todo un pueblo? O nuestro amigo cuenta con aliados o es un tío peligroso», sentenció para sí mismo, justo antes de verse obligado a detener sus pasos y clavar su mirada sobre una figura más adelante.

—¡Eh! —gritó, frunciendo el ceño y acercando las manos a sus espadas bajo la capa. Quien se encontraba al final de la calle era un hombre moreno, corpulento y considerablemente más alto que él. De hecho, debía sacarle varias cabezas—. ¡Quieto ahí! ¿Qué haces aquí?

El cazador se encontraba perdido en sus propios pensamientos, cuando un extraño sujeto de cabellos cobrizos, casi rubios, de estatura baja para ser un humano, y aspecto poco descuidado comenzó a gritar. En un principio creyó que no era con él, e instintivamente giró su cabeza para ver si había alguien más, pero no era así. Kohaku arrugó el entrecejo y se señaló el pecho con el dedo índice.

—¿Yo? —preguntó en voz baja, tan baja que tan solo pudo escucharlo él mismo, mas eso sirvió para que el hombrecillo pareciera asentir.

A Kohaku no le gustaba codearse con gente escandalosa, y mucho menos con aquellos que no parecían estar en sus cabales, es decir, que podrían estar locos.

«Y a usted que le importa», le respondió para sus adentros, mirando fijamente al hombre. Pero recordó la frase que le dijo su madre cuando era un niño: «Si te encuentras a alguien que no parece estar sano mentalmente, ya tenga aspecto de vagabundo o no, intenta ir por otro lado. Y si no puedes, no le mires y sigue hacia adelante.»

Y eso hizo, pasó por el lado del hombre, aumentando la velocidad con la que daba cada zancada y esperando que no le siguiera. Sin embargo, antes de darse cuenta una masa fría, húmeda y algo dura chocó contra su cabeza. Sí, le habían lanzado una bola de nieve. Estaba claro quien había sido, pero no hizo nada más que apretar el puño, respirar hondo y seguir hacia adelante.

Finalmente, llegó a una taberna de la aldea, aunque más bien parecía un local tan pequeño que tan solo tenía la barra con un taburete, la cocina y muchas mesitas colocadas fuera para atender a la gente. Se sentó en la más próxima al local, y llamó al camarero con la mano.

—¿Qué desea caballero? —le preguntó con alegría—. Intuyo que algo para el frío, ¿verdad?

Kohaku asintió.

—¿Te parece bien un chocolate caliente y unos buenos churros?

—¿Churros? —preguntó Kohaku con curiosidad.

—¿Nunca los has probado? Te van a encantar, hazme caso—le dijo, marchándose hacia el local con la comanda.

—Tendré que creerte…

El muchacho que tenía frente a él parecía confuso con verle allí o, al menos, confundido porque le hubiera llamado la atención. ¿Por qué? ¿Tan rara resultaba esa pregunta estando en una zona devastada? Lo más normal para el rubio era increpar a cualquiera que pudiera aparecer por allí, y es que las posibilidades eran tres: en primer lugar, podía ser uno de los culpables volviendo al lugar de los hechos; en segundo lugar, tal vez un saqueador buscando cosas de utilidad en la zona; por último, alguien que estuviera buscando supervivientes o que viviera en las cercanías. No sabía cuál de todas sería, pero lo cierto era que no mostró una actitud agresiva, logrando calmar sus ánimos lo suficiente como para que apartara la mano de la empuñadura de su espada, bajo la capa.

Pese a ello, el grandullón no respondió a su pregunta y comenzó a acortar distancias con él con aparente calma, casi rehuyendo su mirada. «Me está... ¿ignorando?», cuestionó él para sus adentros, mirándole con una ceja alzada y cierta incredulidad en el rostro.

—Oye, que te estoy hablando. ¿Eres sordo o algo? —volvió a intentar llamar su atención, siguiéndole con la mirada y girando el cuerpo cuando pasó a su lado para no darle el lateral ni la espalda en ningún momento—. ¿Hola? ¿Hay alguien en esa azotea?

Estaba completamente seguro de que ese individuo podía oírle, y es que había notado cómo aceleraba el paso una vez empezaron nuevamente las preguntas. Aquello le hizo fruncir el ceño, molesto por los malos modales de ese impresentable, de modo que decidió cobrarse una pequeña venganza. Aprovechó toda la nieve que había en la zona y la amasó con ambas manos hasta formar una bola lo suficientemente grande como para que abarcara la totalidad de su mano derecha; después, solo tuvo que echar el brazo hacia atrás para darle impulso al lanzamiento que, como no podía ser de otro modo, acertó de lleno en el cogote del moreno. Con esto logró que se detuviera por un instante, siguiendo su camino después.

«Menudo rarito», pensó el cazador, torciendo los labios en una mueca. Terminó por encogerse de hombros, suspirando, antes de echar un rápido vistazo por la zona. No parecía que fuera a encontrar nada más allí, así que no tenía ningún rastro más para seguir que el de el mudito de tres metros... o dos y medio, los que fueran. Tal vez hubiera alguna población cercana donde poder preguntar por lo que había ocurrido allí, así que tampoco perdía nada dejándose guiar por él. Su sorpresa no pudo ser mayor al darse cuenta de que, lejos de lo que pensaba, aquel pueblo fantasma no lo era tanto: tan solo se encontraba desolada una sección del mismo, llevándose la vida con normalidad en el resto.
Darse cuenta de esto hizo que se sintiera terriblemente abochornado durante unos instantes, comprendiendo por qué el grandullón le había ignorado. Si el pueblo seguía en pie, tan solo habría visto a un loco llamando su atención con preguntas que no tenían sentido ninguno.

—Genial, Ayden. Dando el cante nada más llegar —se regañó a sí mismo, volviendo a suspirar.

Finalmente retomó el plan y siguió a aquel individuo, más por fruto de la casualidad que porque quisiera hacerlo realmente; había entrado en lo que parecía ser una especie de posada, el lugar idóneo para hacer todas las preguntas que necesitaba. Con esto en mente se adentró en el local, observando a esa mole sentada frente a la barra. Hizo acopio de la escasa dignidad que le quedaba tras aquel encontronazo y se acercó hasta el dueño, tomando asiento a un lado del moreno tras escuchar la conversación.

—Yo también quiero probar ese chocolate con churros —se apresuró a decir.

—¡Oh! Disculpe, señor, no le había visto. Delo por hecho, no se arrepentirá —aseguró el buen hombre, adentrándose en lo que, supuso, debían ser las cocinas.

Una vez dada la comanda, Ayden se apoyó sobre la madera con ambos antebrazos y miró de soslayo al silencioso hombre, riéndose con cierto nerviosismo, como quien se topa con una situación incómoda.

—Oye, perdona por lo de antes. Pensaba que el pueblo estaba arrasado por completo y que, tal vez, tú pudieras saber algo. No sabía que solo habían atacado esa parte —aclaró, haciendo una pausa—. De hecho, ¿tienes alguna idea de quién hizo eso? Tengo entendido que tienen problemas con cierto individuo problemático... pero no he podido averiguar mucho.

El moreno no terminaba de saber que era lo que el camarero le había ofrecido, pero esperaba que aquella delicia local estuviera a la altura de sus expectativas como gran gourmet que se creía, aunque si tenía chocolate nada podía salir mal. Dejó caer su cuerpo por completo en el respaldo de la silla de madera, dándose cuenta de que tenía más ganas de descansar de las que creía. Aquella terraza era acogedora, pero algo extraño sucedía: la gente no elevaba apenas la voz, ni siquiera los niños. Era raro que un local en el que también había niños consumiendo estuviera tan en silencio. Observó la clientela durante un instante, pero en ese momento una voz sonó a su espalda pidiendo otro chocolate con churros. Sí, era el loco que le había estado persiguiendo.

«Vamos…, no me jodas».

De todos los locales que había en aquel pueblecito tenía que venir precisamente a ese, aunque lo peor no era eso, si no que se había sentado a su lado y lo miraba demasiado. Kohaku se repetía a sí mismo que no lo mirase, pero siempre pasa lo mismo, mientras menos quieres hacer algo, siempre acabas haciendo lo contrario y fijó sus ojos ambarinos sobre el muchacho.

—¡Ah! —exclamó con sorpresa—. Me alegra saber que no eres el loco del pueblo —soltó de sopetón, con total sinceridad y cara de circunstancia—. Lo cierto es que no tengo claro que ha pasado aquí, pero me resulta extraño que… —Y se calló porque vino el camarero.

—¡Un par de chocolates y unos churritos para los amiguitos! —alzó la voz, sirviendo la comanda.

Era una taza blanca con un chocolate caliente ligeramente espeso y un olor que hacía que le rugieran las tripas. Era capaz de notar en sus papilas gustativas el sabor a chocolate con tan solo aspirar el aroma; era un placer para los sentidos. Los churros resultaba ser una especie de masa fruta de forma fálica bastante grandes.

—Si mojáis el churro en chocolate sabe mejor —dijo el camarero—. Así que no os lo comáis por separado. Hacedme caso.

Haciéndole caso, el moreno cogió uno de los churros y lo mojó en el chocolate, agitándolo dentro de la taza y luego llevárselo a la boca con cuidado.

—Pues sí que esta bueno —comentó en voz alta, dirigiéndose al sujeto cuyo nombre desconocía—. Por cierto, ¿cómo te llamas? —le preguntó.

Pasados unos minutos, un hombre se levantó de la mesa y la golpeó con las manos.

—¡Ya estoy harto! —gritó muy enfadado—. ¡Tenemos que hacer algo! ¡No podemos estar así hasta que se marchen!

Kohaku frunció el entrecejo y miró después a Ayden.