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Roland Oppenheimer
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¿Por qué lo complicaban todo? No importaba dónde mirase, Roland no era capaz de encontrar nada. O había bebido demasiado alcohol, o quién construyó el sitio no sabía nada sobre pasadizos secretos. La clave para abrir la puerta secreta siempre estaba en un libro. Siempre. Pero el genio arquitecto del lugar no asistió a clase aquel día, porque obviamente el mink era igual de capaz o más de encontrar la clave para atravesar la pared con alcohol en sangre o sin él.
De pronto un hombre feo, rudo y bastante paleto entró en la habitación. Roland se quedó inmóvil, observándolo. No esperaba que nadie más entrase en el despacho, pero aquel estúpido creía estar en un baño.
—Sí, está ocupado —Rodó los ojos y siguió a lo suyo—. Y va para largo.
Pero aquel molesto hombre no se fue: todo lo contrario. Ni corto ni perezoso, se sacó la chorra en mitad de la habitación y comenzó a mear dentro de un cubo de metal. El sonido del grueso chorro de orina resuena por toda la habitación, desconcentrando a un ya desconcentrado Roland. Y para colmo, el muy guarro se limpió las manos por toda la habitación, restregándose con ganas. ¿Eran todos así en esa isla o era un caso en particular? El ex-agente no lo sabía ni quería saberlo, ya le bastaba con estar molesto porque le hubieran interrumpido mientras hacía su trabajo.
Y lejos de irse, el hombre se puso a hablar. ¿Por qué tenía que ponerse a hablar? ¿Estaba tan borracho y solo que buscaba conversación con cualquier desconocido en un intento desesperado de contacto humano? Joder, eso podía comprenderse, pero había decenas de personas más en aquella taberna. Sin embargo, a medida que seguía hablando, Roland se paró a escucharle detenidamente. Se giró y lo observó de frente. El ambiente había cambiado considerablemente, y sus palabras parecían esconder más de lo que decían. «Esto no me gusta» pensó tras la mención de las preguntas. ¿Acaso le había estado observando? ¿Por qué alguien iba a estar interesado en vigilar a alguien que hacía preguntas sobre una fábrica de vodka? A no ser que escondieran algo y quisieran mantenerlo en secreto. «Mierda».
En cuanto observó como se materializaban los cepos, saltó instintivamente hacia un lado, buscando de sus mordidas metálicas. Sintió como los dientes de metal arañaban su espalda. Desde la puerta que había dejado en retaguardia había aparecido otro cepo que no fue capaz de ver, pero al intentar alejarse del resto consiguió lo mismo con de atrás, recibiendo tan solo un pequeño rasguño. Si el resto de cepos no conseguían herirle ni arrancarle ninguna parte del cuerpo, giraría sobre el suelo hasta chocarse contra la pared más lejana. La cabeza le daría vueltas y se provocaría hasta el punto de subirle el vómito a la garganta, aunque conseguiría evitar vomitar enfrente del hombre.
Si el hombre le había atacado, sería por algún motivo. Debía de saber cosas, o conocer a quién las supiera, y aquella oportunidad no la iba a dejar pasar. Necesitaba interrogarlo, y eso haría. Aunque a su manera.
—Oye, tú, cacho cerdo. ¡Podrías haberme matado! —grita enfadado—. ¿Por qué lo has hecho? ¿Te he hecho daño en otra vida anterior? No me jodas, o me lo explicas o tendré que darte una paliza.
De pronto un hombre feo, rudo y bastante paleto entró en la habitación. Roland se quedó inmóvil, observándolo. No esperaba que nadie más entrase en el despacho, pero aquel estúpido creía estar en un baño.
—Sí, está ocupado —Rodó los ojos y siguió a lo suyo—. Y va para largo.
Pero aquel molesto hombre no se fue: todo lo contrario. Ni corto ni perezoso, se sacó la chorra en mitad de la habitación y comenzó a mear dentro de un cubo de metal. El sonido del grueso chorro de orina resuena por toda la habitación, desconcentrando a un ya desconcentrado Roland. Y para colmo, el muy guarro se limpió las manos por toda la habitación, restregándose con ganas. ¿Eran todos así en esa isla o era un caso en particular? El ex-agente no lo sabía ni quería saberlo, ya le bastaba con estar molesto porque le hubieran interrumpido mientras hacía su trabajo.
Y lejos de irse, el hombre se puso a hablar. ¿Por qué tenía que ponerse a hablar? ¿Estaba tan borracho y solo que buscaba conversación con cualquier desconocido en un intento desesperado de contacto humano? Joder, eso podía comprenderse, pero había decenas de personas más en aquella taberna. Sin embargo, a medida que seguía hablando, Roland se paró a escucharle detenidamente. Se giró y lo observó de frente. El ambiente había cambiado considerablemente, y sus palabras parecían esconder más de lo que decían. «Esto no me gusta» pensó tras la mención de las preguntas. ¿Acaso le había estado observando? ¿Por qué alguien iba a estar interesado en vigilar a alguien que hacía preguntas sobre una fábrica de vodka? A no ser que escondieran algo y quisieran mantenerlo en secreto. «Mierda».
En cuanto observó como se materializaban los cepos, saltó instintivamente hacia un lado, buscando de sus mordidas metálicas. Sintió como los dientes de metal arañaban su espalda. Desde la puerta que había dejado en retaguardia había aparecido otro cepo que no fue capaz de ver, pero al intentar alejarse del resto consiguió lo mismo con de atrás, recibiendo tan solo un pequeño rasguño. Si el resto de cepos no conseguían herirle ni arrancarle ninguna parte del cuerpo, giraría sobre el suelo hasta chocarse contra la pared más lejana. La cabeza le daría vueltas y se provocaría hasta el punto de subirle el vómito a la garganta, aunque conseguiría evitar vomitar enfrente del hombre.
Si el hombre le había atacado, sería por algún motivo. Debía de saber cosas, o conocer a quién las supiera, y aquella oportunidad no la iba a dejar pasar. Necesitaba interrogarlo, y eso haría. Aunque a su manera.
—Oye, tú, cacho cerdo. ¡Podrías haberme matado! —grita enfadado—. ¿Por qué lo has hecho? ¿Te he hecho daño en otra vida anterior? No me jodas, o me lo explicas o tendré que darte una paliza.
Kaito Takumi
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Lo cierto es que a Kaito no le había quedado nada claro de qué bando estaba aquella isla llena de nieve, osos polares y gente igual de peluda que estos últimos, pero sabiendo que no tardaría mucho en ver las alianzas -ni en preguntar- fijó su vista en los menús torpemente escritos a lo lejos.
"Curioso como que lo que primero te ha llamado la atención es lo de la alianza... Y ahogando las penas, ni más ni menos" pensó el pulpo.
—Aparentemente del reino de Perlado; es una monarquía de los hijos del mar en el borde West-Calm Belt. Tampoco es que pasase mucho allí, aunque tengo que volver un día de estos para continuar con mis investigaciones. Es curioso como se trata de uno de los reinos más prosperos por la distribución de corrientes marinas, que hace circular una rica corriente de nutrientes a los pastos de bivalvos...—comenzó, y ya no hubo quien le parara.
Aunque aquello tan sumamente atroz hizo detener su pequeño discurso.
—Joder —dijo, no sintiendo asco, sino pena—. Si quieres te busco la forma de regenerar el tejido, si tienes parientes no afectados y tu lengua esta entera -asi´como tu ano- no debería ser difícil —comentó—. Es curioso como el principio y el final del tracto digestivo comparten similitudes...
El ningyo frunció el ceño molesto ante el comienzo del ruido. Desde luego no le agradaban las costumbres locales, ni la gente, ni desde luego la algarabía alegre en la que no podía participar. Siempre se había sentido solo en el mundo, quizás por su particular forma de ver las cosas, y aquel acto tan propio de la humanidad en la que se había zambullido comenzaba incluso a ahogarle. Mas tras mirar con cierto desden e incomprensión al tumulto encontró resquicios de resistencia al poderoso cántico.
Y un puño.
Todo se detuvo para el pelirrojo, congelado en un momento cuyo celebro solo podía categorizar como "Peligro" y "Muerte". Si el príncipe Draco hubiera sido un hombre normal, su puño solo hubiera significado una leve jaqueca, o -como mucho- una pequeña contusión; pero saltaba a la vista que no lo era. Su brazo, del tamaño y grosor de un tronco, podía extenderse mucho más allá de la distancia que les separaba, y con la misma y extrema facilidad astillar completamente el cráneo del sireno.
Sin espacio para huir, su fatídico destino debía ser el mismo que el de cualquiera de los allí presentes si hubiera estado en su situación.
Mas Kaito no era un hombre normal. No, él no era humano.
Todo sucedió tan rápido que hasta el ningyo solo llegó a procesar el final. La cabeza le dolía, y sobre él estaba extendido el poderoso puño del príncipe. Estaba en el suelo. Levantando sus muchas piernas contra la mesa, empujándose y arqueando la espalda había esquivado por poco el empuje de aquel infame pistón a costa de darse un testarazo en la nuca. ¿Pero por qué le sangraba la nariz? Tan abismal era la fuerza de aquel guerrero que el simple avance del aire alrededor del puño cerrado había hecho estallar sus capilares. Afortunadamente para el pelirrojo, -y para Draco- sus heridas sanaban tan rápido como funcionaba su cerebro.
—Vaya... esto podría generar un enorme conflicto entre países—dijo, con los ojos naranjas y la pupila dilatada, con su vista recorirendo cada rincón de aquel peligroso entorno—. ¿Qué tal si respiramos y lo dejamos correr? —Sus tentáculos ya habían acariciado la umigatana, pero se había frenado a tiempo de segar las piernas del grandullón por debajo de la mesa.
Además de buscar la paz, Kaito buscaba alli al infame responsable de trastocar las emociones ajenas. ¿Dónde se escondía? Si es que, claro, el que primero les había mostrado aquel inusual poder no había hecho de títere para otro usuario de akuma. Las situación le parecía de lo más interesante...
"Curioso como que lo que primero te ha llamado la atención es lo de la alianza... Y ahogando las penas, ni más ni menos" pensó el pulpo.
—Aparentemente del reino de Perlado; es una monarquía de los hijos del mar en el borde West-Calm Belt. Tampoco es que pasase mucho allí, aunque tengo que volver un día de estos para continuar con mis investigaciones. Es curioso como se trata de uno de los reinos más prosperos por la distribución de corrientes marinas, que hace circular una rica corriente de nutrientes a los pastos de bivalvos...—comenzó, y ya no hubo quien le parara.
Aunque aquello tan sumamente atroz hizo detener su pequeño discurso.
—Joder —dijo, no sintiendo asco, sino pena—. Si quieres te busco la forma de regenerar el tejido, si tienes parientes no afectados y tu lengua esta entera -asi´como tu ano- no debería ser difícil —comentó—. Es curioso como el principio y el final del tracto digestivo comparten similitudes...
El ningyo frunció el ceño molesto ante el comienzo del ruido. Desde luego no le agradaban las costumbres locales, ni la gente, ni desde luego la algarabía alegre en la que no podía participar. Siempre se había sentido solo en el mundo, quizás por su particular forma de ver las cosas, y aquel acto tan propio de la humanidad en la que se había zambullido comenzaba incluso a ahogarle. Mas tras mirar con cierto desden e incomprensión al tumulto encontró resquicios de resistencia al poderoso cántico.
Y un puño.
Todo se detuvo para el pelirrojo, congelado en un momento cuyo celebro solo podía categorizar como "Peligro" y "Muerte". Si el príncipe Draco hubiera sido un hombre normal, su puño solo hubiera significado una leve jaqueca, o -como mucho- una pequeña contusión; pero saltaba a la vista que no lo era. Su brazo, del tamaño y grosor de un tronco, podía extenderse mucho más allá de la distancia que les separaba, y con la misma y extrema facilidad astillar completamente el cráneo del sireno.
Sin espacio para huir, su fatídico destino debía ser el mismo que el de cualquiera de los allí presentes si hubiera estado en su situación.
Mas Kaito no era un hombre normal. No, él no era humano.
Todo sucedió tan rápido que hasta el ningyo solo llegó a procesar el final. La cabeza le dolía, y sobre él estaba extendido el poderoso puño del príncipe. Estaba en el suelo. Levantando sus muchas piernas contra la mesa, empujándose y arqueando la espalda había esquivado por poco el empuje de aquel infame pistón a costa de darse un testarazo en la nuca. ¿Pero por qué le sangraba la nariz? Tan abismal era la fuerza de aquel guerrero que el simple avance del aire alrededor del puño cerrado había hecho estallar sus capilares. Afortunadamente para el pelirrojo, -y para Draco- sus heridas sanaban tan rápido como funcionaba su cerebro.
—Vaya... esto podría generar un enorme conflicto entre países—dijo, con los ojos naranjas y la pupila dilatada, con su vista recorirendo cada rincón de aquel peligroso entorno—. ¿Qué tal si respiramos y lo dejamos correr? —Sus tentáculos ya habían acariciado la umigatana, pero se había frenado a tiempo de segar las piernas del grandullón por debajo de la mesa.
Además de buscar la paz, Kaito buscaba alli al infame responsable de trastocar las emociones ajenas. ¿Dónde se escondía? Si es que, claro, el que primero les había mostrado aquel inusual poder no había hecho de títere para otro usuario de akuma. Las situación le parecía de lo más interesante...
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- Oppen el fiestero:
- Buen salto, de veras. Muy ágil, muy espectacular, muy felino. Alcanzas la relativa seguridad de la pared opuesta mientras los afilados dientes de las trampas chasquean en el aire y destrozan lo que pillan, desde libros de cuentas a esa alfombra tan fea. Por desgracia, serían necesarios una destreza mayor y unos reflejos más afilados que los tuyos para salir ileso en tu actual estado de embriaguez, no sé si sabes por dónde voy.
La buena noticia es que has clavado un aterrizaje casi perfecto, sin romperte la crisma con nada y, más importante aún, sin volcar la papelera llena de pis. La mala es que tienes un cepo mordiéndote la pantorrilla. Pero, oye, realmente es preferible eso a llenarse de orina ajena. Al momento, todas las trampas desaparecen excepto la que se incrusta en tu carne, ya más roja que otra cosa. No debe haber tocado nada demasiado importante a juzgar por el caudal de sangre y por el hecho de que no te has desangrado para cuando terminas la frase.
-¡¿Podría haberte matado?! -exclama el Cojo.
Se termina de enroscar de nuevo la pata de palo y se levanta súbitamente. En su mano aparece una pistola, que te apunta a ti, como es normal. Un segundo después ya te ha disparado justo a un lado de la cabeza, volándote unos cuantos pelos e incrustando una bala en una caja de cecina.
-Si hablas, te pego un tiro. ¿Crees que no te esperábamos? “¿Por qué no invitamos a los guardias de la fábrica?” -Esa imitación tuya es tan certera e hiriente que a mí me dolería-. Muy sutil. -El cojo saca un papel de un bolsillo mientras fuera, en el salón, la gente comienza a corear una ruidosa canción. El hombre busca en uno de los cajones del escritorio sin dejar de apuntarte, saca un Den Den Mushi y marca un número-. Menos mal que he estado alerta. Siempre hay que estar alerta, sin oes cuando te dan por... ¿Hola? Soy Mern. Tenemos uno aquí.
-Mierda. Alguien se ha ido de la lengua. ¿Sigue vivo? -pregunta la voz al otro lado del caracol.
-Por ahora. Aunque podría haberlo matado, jajaja.
-Vale, traételo. -Cuelga.
-Ya has oído, amigo. Vas a responder preguntas de gente menos paciente que yo. Y nada de numeritos. -Buen tipo el Cojo, ¿verdad? Agarra la vieja escalera por la parte baja y tira de ella hacia arriba. Levanta la escalera, que en su parte superior permanece apoyada en uno de los estantes, y también un trozo del suelo pegado a la base, revelando así un acceso a un subterráneo. A un gesto suyo, la cadena se suelta del cepo, dándote mayor movilidad-. Ale, para adentro.
- Kaito el no fiestero:
- -No te resistas -dice Draco. No suena como una amenaza ni como algo realmente hostil. Casi parece una petición-. Será mucho mejor así.
La canción se detiene y es sustituida por vítores. Muchos de los miembros del improvisado coro se ponen en pie y taponan todas las salidas, jaleando al enorme príncipe, que se ha convertido en su campeón. Navajas y herramientas de aspecto contundente aparecen aquí y allá entre miradas de escasa animosidad. No seré yo quien hable de racismo, pero aquí nadie te anima a ti...
-¡Espía! -grita alguien entre la turba.
-¡Mátalo!
Mucho alcohol y poca paciencia forman una combinación peligrosa. El círculo se cierra a tu alrededor. El ambiente, ya cargado con los olores de la cocina y el fuego de la chimenea, se caldea cada vez más según la multitud escupe amenazas y mortíferas proclamas.
Draco amaga otro ataque. Los espectadores se muestran entusiasmados, como si estuviesen presenciando un entretenido partido en el que tú eres la pelota. Algunos presionan para que acabe ya; otros para que no te mate enseguida; un tercer grupo tiene ganas de unirse a la fiesta, muy probablemente en tu contra. Por el contrario, tu agresor no comparte tanto jolgorio. No hay rastro de odio ni disfrute en su expresión.
-Te dije que no se preguntaban cosas como esa a la ligera. -Entonces susurra, con voz tan baja que bien podrías haberlo imaginado-. En serio. No. Te. Resistas.
Con cara de estar disfrutando mucho menos que el resto, Draco patea el suelo. Una buena cantidad de las tablas de madera se levantan, partidas y astilladas. Entonces inspira profundamente por la nariz, atrayendo hacia sí multitud de pedazos. Luego suelta el aire hacia ti y te lanza una lluvia de afiladas astillas un segundo antes de embestir con el hombro por delante con la intención de aplastarte. Aunque si te fijas, la mayoría de los proyectiles más grandes tienen una trayectoria que hará que se pierdan por encima de tu cabeza, y más bien parece que vaya a chocar contigo con el pecho. En fin, qué cosas.
Roland Oppenheimer
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Seguramente fuera a causa de la bebida —no se le ocurría otra explicación— pero uno de los cepos se clavó su pierna, mordiendo con fuerza la pantorrilla. La sensación fue la misma que si un animal salvaje hubiera clavado sus dientes en la zona. El dolor se volvió excesivo y soltó un grito ahogado, pero buscó la forma de tranquilizarse y no perder de vista a aquel hombre. No era la primera vez que tenía una herida, y no sería la última. «Te mataré» se prometió mentalmente.
Acto seguido el hombre sacó una pistola y disparó con bastante precisión. Sabía que se trataba de un disparo de alerta, y que podría haberle colado un tiro entre ceja y ceja, pero en ningún momento se preocupó por ello. De haberlo querido, podría haberlo esquivado, pero prefirió dejar que el bocazas creyera que las tenía todas consigo. La imitación le hizo fruncir el ceño, incluso mostrar levemente los dientes, pero incluso en su estado de embriaguez, o quizás debido a este, logró contenerse y no saltar sobre el hombre. Quería llevarle a charlar con sus jefes, por lo que le dejaría que le guiara hasta el lugar en el que se encontraban. Claramente, todo estaba yendo según sus planes.
Acto seguido, después de colgar el Den Den Mushi, abrió un pasadizo situado bajo la escalera. ¡Bajo la maldita escalera! Sin duda el que lo había puesto ahí era estúpido. Era el peor sitio donde colocar una entrada secreta. Si alguien necesitaba la escalera se descubría el pastel, mientras que la gente no tocaba nunca los libros. Y seguro que mucho menos en aquella isla llena de paletos. Pero a pesar de todo había encontrado la trampilla por la que se había infiltrado la pareja de antes, y no había puesto en riesgo su auténtica identidad. Aquello era a todas luces un puñetero éxito.
Se levantó y siguió las órdenes del hombre. No le apetecía que le dispararan; mucho esfuerzo seguir peleando. La cabeza le seguía dando vueltas y el cepo en la pierna era más molesto de lo que hubiera admitido. Alcanzó la trampilla mostrando una excesiva cojera, en parte porque le dolía la pierna y en parte para que el tal Mern se confiara. Si se mostraba más débil de lo que realmente estaba seguramente no le prestara tanta atención y aquello jugaría en su favor. Jadeó, exhausto, y puso muecas de dolor a cada paso. Realmente podría haber podido con varios cepos más, pero aquella era una jugada triunfal digna del ex-agente Oppenheimer.
Y así bajó por la trampilla, atento a cualquier cosa que pudiera encontrarse o escuchar.
Acto seguido el hombre sacó una pistola y disparó con bastante precisión. Sabía que se trataba de un disparo de alerta, y que podría haberle colado un tiro entre ceja y ceja, pero en ningún momento se preocupó por ello. De haberlo querido, podría haberlo esquivado, pero prefirió dejar que el bocazas creyera que las tenía todas consigo. La imitación le hizo fruncir el ceño, incluso mostrar levemente los dientes, pero incluso en su estado de embriaguez, o quizás debido a este, logró contenerse y no saltar sobre el hombre. Quería llevarle a charlar con sus jefes, por lo que le dejaría que le guiara hasta el lugar en el que se encontraban. Claramente, todo estaba yendo según sus planes.
Acto seguido, después de colgar el Den Den Mushi, abrió un pasadizo situado bajo la escalera. ¡Bajo la maldita escalera! Sin duda el que lo había puesto ahí era estúpido. Era el peor sitio donde colocar una entrada secreta. Si alguien necesitaba la escalera se descubría el pastel, mientras que la gente no tocaba nunca los libros. Y seguro que mucho menos en aquella isla llena de paletos. Pero a pesar de todo había encontrado la trampilla por la que se había infiltrado la pareja de antes, y no había puesto en riesgo su auténtica identidad. Aquello era a todas luces un puñetero éxito.
Se levantó y siguió las órdenes del hombre. No le apetecía que le dispararan; mucho esfuerzo seguir peleando. La cabeza le seguía dando vueltas y el cepo en la pierna era más molesto de lo que hubiera admitido. Alcanzó la trampilla mostrando una excesiva cojera, en parte porque le dolía la pierna y en parte para que el tal Mern se confiara. Si se mostraba más débil de lo que realmente estaba seguramente no le prestara tanta atención y aquello jugaría en su favor. Jadeó, exhausto, y puso muecas de dolor a cada paso. Realmente podría haber podido con varios cepos más, pero aquella era una jugada triunfal digna del ex-agente Oppenheimer.
Y así bajó por la trampilla, atento a cualquier cosa que pudiera encontrarse o escuchar.
Kaito Takumi
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-No te resistas . Será mucho mejor así.
—Ah claro, voy a dejarte que me destroces el cráneo—se quejó el ningyo, con la boca llena de una amarga bilis—. ¿Tú estas... ton...?
La última palabra fue poco más que un gallo. Demasiada gente. Demasiados ojos. Demasiadas presencias pendiente de él como para que su garganta no le traicionara. Y ninguna de ellas era a quien creía responsable -parcialmente- de todo aquello.
"No deberián actuar así, tan coordinados", razonó el pelirrojo. Su comisura ya en arco se acentuó al darse cuenta de que no podría salir de allí con el peso extra de su extraña fiambrera. Le molestaba abandonarla, pero esa opción ya está había sido tomada mientras su cráneo barajaba los posibles planes en consecuencia.
1) ¿Entregarse? Lo intentaría, si el monstruo no estuviese ya preparando su ataque.
2) ¿Atacar? No. Demasiados testigos. Demasiados problemas internacionales.
-¡Espía! -grita alguien entre la turba.
-¡Mátalo!
3) Huir. Ah, la vieja confiable. ¿Pero por dónde? ¿Cómo?
Kaito simplemente retrocedió, girando ante el movimiento del hombretón, librándose sin problema del siguiente puñetazo que destroza la mesa que les separaba. Aquel movimiento había sido vago, falto de propósito, una reticencia que el pelirrojo pudo ver bien en el rostro del príncipe. Draco no queria luchar, pero sabiá que de él se esperaba mucho. Demasiado.
El rostro del ningyo se ensombreció bajo el tumulto de gritos e insultos de los hijos de Russuam. Intuitivamente, el pulpo continuó rechazando el combate, retrocediendo lentamente hacia el único calor que no era humano. Pese a todo, sostiene la mirada del gran guerrero del hielo con calma -o quizás más bien tristeza-.
-Te dije que no se preguntaban cosas como esa a la ligera. -Su tono cambia, adaptándose en susurro para su conversación privada-. En serio. No. Te. Resistas.
Las palabras y la intención tras su tono le dicen más a Kaito que el olor de su alma. Mas ya es demasiado tarde. Sus ventosas ya llevan rato accionando la umigatana.
El príncipe rompió el suelo, sin pretenderlo encogiendo al ningyo de la propia impresión. Contaba con que era fuerte, ¿pero tanto? Lo siguiente que hace le descoloca casi tanto como la aberrante ingestión de los jugos de la pata. Apenas tiene tiempo a cubrirse, arqueándose mientras procuraba recubrir su cara de haki para minimizar los daños. Aunque, por la naturaleza del ataque y del proyectil no se conviertió en un colador, Kaito no pudo evitar acordarse del terrible día en que se cayó en la sección de los cactus. Y lo peor es que pretendía aceptar con la misma naturalidad la carga del príncipe.
—Okey...—susurró Kaito, relajando el rostro con una sonrisa suave y laxa.
Porque Draco era duro, y él no podía ganarle, pero quizás aquello bastaba para apelar al tierno corazón de un príncipe que no quería nada malo -o al menos nada peor- para su nuevo amigo. Y quizás aquello era suficiente para minimizar el impacto ya en gran medida anulado por la no-resistencia; lo suficiente como para que la carga no continuase a través del muro que contenía la fogata.
Y de ser así, Kaito volvería a tensar sus miembros, liberando el agua que había acumulado bajo sí para salir propulsado con gran rapidez por el hueco de la chimenea, escurriéndose de su enemigo y captor como el gusano cobarde que era. Solo girándose cuando la distancia entre ambos le pareciese el doble de lo que había estimado correcto.
—Guárdame la fiambrera, ¿quieres? —diría entre el humo, dolorido, reanudando la marcha con la rapidez de ocho piernas—. ¡Nos vemos!.
Y asi intentaría huir de allí a toda prisa y sigilo. Primero intentaría encontrar alguna pista ma´s de Oppen, pero si todo parecía demasiado complicado como para evitar patrullas y gentuza, simplemente volvería a su hotel. Hotel en el que solo una persona en aquella isla le había dicho que se alojaba. Tenía esperanzas en que dicho elemento se presentara allí, con una buena disculpa -aunque esperaba más bien algo nada agradable-.
—Ah claro, voy a dejarte que me destroces el cráneo—se quejó el ningyo, con la boca llena de una amarga bilis—. ¿Tú estas... ton...?
La última palabra fue poco más que un gallo. Demasiada gente. Demasiados ojos. Demasiadas presencias pendiente de él como para que su garganta no le traicionara. Y ninguna de ellas era a quien creía responsable -parcialmente- de todo aquello.
"No deberián actuar así, tan coordinados", razonó el pelirrojo. Su comisura ya en arco se acentuó al darse cuenta de que no podría salir de allí con el peso extra de su extraña fiambrera. Le molestaba abandonarla, pero esa opción ya está había sido tomada mientras su cráneo barajaba los posibles planes en consecuencia.
1) ¿Entregarse? Lo intentaría, si el monstruo no estuviese ya preparando su ataque.
2) ¿Atacar? No. Demasiados testigos. Demasiados problemas internacionales.
-¡Espía! -grita alguien entre la turba.
-¡Mátalo!
3) Huir. Ah, la vieja confiable. ¿Pero por dónde? ¿Cómo?
Kaito simplemente retrocedió, girando ante el movimiento del hombretón, librándose sin problema del siguiente puñetazo que destroza la mesa que les separaba. Aquel movimiento había sido vago, falto de propósito, una reticencia que el pelirrojo pudo ver bien en el rostro del príncipe. Draco no queria luchar, pero sabiá que de él se esperaba mucho. Demasiado.
El rostro del ningyo se ensombreció bajo el tumulto de gritos e insultos de los hijos de Russuam. Intuitivamente, el pulpo continuó rechazando el combate, retrocediendo lentamente hacia el único calor que no era humano. Pese a todo, sostiene la mirada del gran guerrero del hielo con calma -o quizás más bien tristeza-.
-Te dije que no se preguntaban cosas como esa a la ligera. -Su tono cambia, adaptándose en susurro para su conversación privada-. En serio. No. Te. Resistas.
Las palabras y la intención tras su tono le dicen más a Kaito que el olor de su alma. Mas ya es demasiado tarde. Sus ventosas ya llevan rato accionando la umigatana.
El príncipe rompió el suelo, sin pretenderlo encogiendo al ningyo de la propia impresión. Contaba con que era fuerte, ¿pero tanto? Lo siguiente que hace le descoloca casi tanto como la aberrante ingestión de los jugos de la pata. Apenas tiene tiempo a cubrirse, arqueándose mientras procuraba recubrir su cara de haki para minimizar los daños. Aunque, por la naturaleza del ataque y del proyectil no se conviertió en un colador, Kaito no pudo evitar acordarse del terrible día en que se cayó en la sección de los cactus. Y lo peor es que pretendía aceptar con la misma naturalidad la carga del príncipe.
—Okey...—susurró Kaito, relajando el rostro con una sonrisa suave y laxa.
Porque Draco era duro, y él no podía ganarle, pero quizás aquello bastaba para apelar al tierno corazón de un príncipe que no quería nada malo -o al menos nada peor- para su nuevo amigo. Y quizás aquello era suficiente para minimizar el impacto ya en gran medida anulado por la no-resistencia; lo suficiente como para que la carga no continuase a través del muro que contenía la fogata.
Y de ser así, Kaito volvería a tensar sus miembros, liberando el agua que había acumulado bajo sí para salir propulsado con gran rapidez por el hueco de la chimenea, escurriéndose de su enemigo y captor como el gusano cobarde que era. Solo girándose cuando la distancia entre ambos le pareciese el doble de lo que había estimado correcto.
—Guárdame la fiambrera, ¿quieres? —diría entre el humo, dolorido, reanudando la marcha con la rapidez de ocho piernas—. ¡Nos vemos!.
Y asi intentaría huir de allí a toda prisa y sigilo. Primero intentaría encontrar alguna pista ma´s de Oppen, pero si todo parecía demasiado complicado como para evitar patrullas y gentuza, simplemente volvería a su hotel. Hotel en el que solo una persona en aquella isla le había dicho que se alojaba. Tenía esperanzas en que dicho elemento se presentara allí, con una buena disculpa -aunque esperaba más bien algo nada agradable-.
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- Zarpitas:
- Si alguien te dice alguna vez que bajar por la escalera de un túnel estrecho totalmente vertical con un cepo clavado a la pierna es fácil, ahora sabrás que te está mintiendo. Es especialmente problemático el hecho de que la sangre empape los escalones. ¿No quieres una venda o algo así?
Mern te apunta desde arriba, y cuando vas por la mitad, baja él. Cierra la trampilla con un topetazo amortiguado por el alocado concierto de gritos que hay en la taberna y entonces descorre un cerrojo. Será para desenganchar la escalera de la trampilla, seguramente.
Si alguien te dice alguna vez que bajar por la escalera de un túnel estrecho totalmente vertical con una pata de palo y a oscuras es fácil... si alguien te dice eso es que es idiota. Y sin embargo Mern muestra una soltura considerable. Se deja caer varios escalones de golpe y se agarra con una mano para frenar el descenso y repetir el proceso. La otra mano permanece firme en la empuñadura del arma. Aunque no haya ningún tipo de luz ahí abajo, habiendo tan poco espacio sería difícil fallar.
Una vez abajo, el cojo acciona un interruptor y unos fluorescentes revelan un pasillo pobremente enlosado y de paredes ásperas. Si tienes algún sentido de la orientación tal vez te des cuenta de que conduce en dirección al otro extremo del complejo de la fábrica. Fíjate, tiene un bar y una guarida maligna. ¿No te encantaría trabajar aquí?
Tras una caminata en la que Mern te espolea desde atrás con continuos y vejatorios “arre” y “Si ese culo se para te vas a poder tirar los pedos de dos en dos” llegáis a un ascensor. Los botones indican que hay tres plantas sobre vosotros y dos más hacia abajo, aunque para estas hace falta una llave. ¿Mern tenía una llave? A saber. Puedes preguntárselo al gafotas que acaba de salir del elevador acompañado por un amasijo de músculos embutidos en un traje. O sino a la mujer con un rifle colgado del hombro que va con ellos.
- Kaito Claus:
- Draco embiste. Una mole de músculos que choca contra ti con bastante más potencia que la que uno esperaría por su actitud. Por suerte, ahora mismo eres algo parecido a un trapo con tentáculos, a efectos prácticos, y el príncipe no carga con el hombro ni el codo por delante, sino que deja que sea su pectoral el que impacte contra ti. Su contundente teta de hombre impacta en tu cara y te arrolla como un toro a un gatito hasta empotrarte en la chimenea.
A pesar de que no disfrute con la idea de golpearte, Draco tiene poco control. Tu flácida anatomía atraviesa el ladrillo, y eso sí que duele, aunque no sales por el otro lado. Más bien quedas encajonado en la chimenea, lo cual te supone quemarte la punta de más de una extremidad cuando las llamas se dan cuenta de que has invadido su territorio.
Lo bueno es que logras apagar el fuego con el mismo agua que te impulsa chimenea arriba, provocando una riada de preguntas e incomprensión en el local. Para cuando sales por el otro extremo, cubierto totalmente de hollín, la noche te espera. Hace frío, pero es agradablemente silenciosa. Durante unos segundos solo estáis tú y las estrellas, brillando ahí arriba para darte ánimos. No hay música, turbas furiosas ni gigantes que intenten apalearte.
Pero la realidad vuelve, y toca trabajar.
Desde tu posición privilegiada puedes ver buena parte del complejo. La zona donde estás, al este, incluye edificios bajos y dispersos, aunque de buen tamaño, como la taberna. Ocupando más de la mitad norte hay grandes moles de hormigón y acero plagadas de chimeneas y tubos de un tamaño a juego, todas ellas apagadas; parece una fábrica de lo más normal, a juzgar por las vistas. Hay multitud de almacenes al suroeste del recinto, y lo que bien podrían ser edificios de administración al sureste.
No hay rastro de Roland desde ahí, y eso que el tío es ruidoso por naturaleza. En fin, ya aparecerá, ¿no? Por otro lado, has aterrizado en el tejado de la taberna. No hay patrullas ni guardias a la vista, aunque también cabe preguntarse qué fábrica de alcohol normal y corriente tendría un ejército de guardias armados. A quien sí ves es al oso de Draco, que duerme hecho una bola por ahí, y a tus amigos. Ya no cantan, sino que salen a buscarte, al menos los más violentos de ellos. Una docena o más de personas armada con cuchillos empieza a dispersarse por los alrededores en busca del extraño hombre volador que se les ha escapado por la chimenea. Si quieres volver al hotel deberías estar pendiente de estos tipos.
Kaito Takumi
Fama
Recompensa
Características
fuerza
Fortaleza
Velocidad
Agilidad
Destreza
Precisión
Intelecto
Agudeza
Instinto
Energía
Saberes
Akuma no mi
Varios
Exento de voluntad, aire y casi de vida, el cuerpo de Kaito se amoldó a la poderosa colisión emitiendo un húmeo crujido. Adaptado a las presiones del mundo abisal en donde había renacido, aquello no había significado la letal sentencia que habría sido para muchos. Mas no quedó completamente exento de daño.
Ya arriba, una vez se pudo permitir pensar y sentir tras las decisiones y la adrenalina, Kaito se dejó caer sobre la nieve, tintándola del mismo ollín que había quedado pegado a su cuerpo y a su abrigo. Tuvo que forzarse a respirar, recolocando dolorosamente sus costillas y su diafragma que poco a poco -gracias a la innatural elasticidad de su cuerpo, que iba más allá de su ascendencia- volvían a sitio.
Quedó mirando al cielo estrellado del Reino Russuam, con la vista perdida en el infinito en el que se precipitaba su mente. Desde ya muy pequeño, y como buen hijo del mar, había aprendido de las estrellas las señales que guiaban a su pueblo, pero incluso en aquellas primeras e importantes lecciones su mente había ido más allá. ¿A las constelaciones? No. ¿Al clima? Ni hablar, no más allá de la física que la dictaba. ¿Entonces? A algo más obvio. Algo que podía verse y que muchos, si no todos, ignoraban. Y por una buena razón.
Lo que Kaito miraba desde allí era...
—Cago en la mar...—blasfemó el pulpo, reincorporándose para escuchar los gritos de sus enemigos, que no tardaron en salir fuera y ver la nieve caída del techo.
Retorciéndose para terminar de estirar su espalda, y sin querer sobrepasarse demasiado al hacerlo tras la colisión, el extraño pelirrojo intentó moverse con sigilo y agilidad -prácticamente sin dejar huella, aunque raro sería que alguien reconociese unas sin verdaderos pies- para marcharse de allí. ¿Su destino?
La boca del lobo, claro está. No solo porque allí sería menos probable que lo buscaran -ya que quién en su sano juicio iría más adentro cuando le estaban persiguiendo-; y lo segundo porque sabía que el gato, bueno, no estaba en sus plenas facultades. Además, sentía curiosidad por resolver todo aquello, encontrar a Oppen y no volver a encontrarse la juiciosa mirada de un agente que subempleaba a un humilde ciudadano.
Ya luego tendría tiempo de volver a su hotel, una vez la marabunta se dispersase desde allí, su foco, por la ciudad.
—A ver si encuentro una ventanita habierta o algún sitio por donde colarme—pensó para sí, queriendo huir más del frío que de sus captores.
No se molestó en quitarse el hollín; no porque fuera un guarro -que casi que también- si no porque prefería enmascarar su natural olor todo lo posible para retrasar el más que probable rastreo de los dos grandes seres peludos que, de seguro, le buscarían.
Ya arriba, una vez se pudo permitir pensar y sentir tras las decisiones y la adrenalina, Kaito se dejó caer sobre la nieve, tintándola del mismo ollín que había quedado pegado a su cuerpo y a su abrigo. Tuvo que forzarse a respirar, recolocando dolorosamente sus costillas y su diafragma que poco a poco -gracias a la innatural elasticidad de su cuerpo, que iba más allá de su ascendencia- volvían a sitio.
Quedó mirando al cielo estrellado del Reino Russuam, con la vista perdida en el infinito en el que se precipitaba su mente. Desde ya muy pequeño, y como buen hijo del mar, había aprendido de las estrellas las señales que guiaban a su pueblo, pero incluso en aquellas primeras e importantes lecciones su mente había ido más allá. ¿A las constelaciones? No. ¿Al clima? Ni hablar, no más allá de la física que la dictaba. ¿Entonces? A algo más obvio. Algo que podía verse y que muchos, si no todos, ignoraban. Y por una buena razón.
Lo que Kaito miraba desde allí era...
—Cago en la mar...—blasfemó el pulpo, reincorporándose para escuchar los gritos de sus enemigos, que no tardaron en salir fuera y ver la nieve caída del techo.
Retorciéndose para terminar de estirar su espalda, y sin querer sobrepasarse demasiado al hacerlo tras la colisión, el extraño pelirrojo intentó moverse con sigilo y agilidad -prácticamente sin dejar huella, aunque raro sería que alguien reconociese unas sin verdaderos pies- para marcharse de allí. ¿Su destino?
La boca del lobo, claro está. No solo porque allí sería menos probable que lo buscaran -ya que quién en su sano juicio iría más adentro cuando le estaban persiguiendo-; y lo segundo porque sabía que el gato, bueno, no estaba en sus plenas facultades. Además, sentía curiosidad por resolver todo aquello, encontrar a Oppen y no volver a encontrarse la juiciosa mirada de un agente que subempleaba a un humilde ciudadano.
Ya luego tendría tiempo de volver a su hotel, una vez la marabunta se dispersase desde allí, su foco, por la ciudad.
—A ver si encuentro una ventanita habierta o algún sitio por donde colarme—pensó para sí, queriendo huir más del frío que de sus captores.
No se molestó en quitarse el hollín; no porque fuera un guarro -que casi que también- si no porque prefería enmascarar su natural olor todo lo posible para retrasar el más que probable rastreo de los dos grandes seres peludos que, de seguro, le buscarían.
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Akuma no mi
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