Las historias hablaban de esta isla. En ella, un famoso navegante había dirigido la exploración más ambiciosa que el mundo recordaba en busca de riquezas, convenciendo a su rey para que financiase la exploración con promesas de una ciudad construida en oro y piedras preciosas. También en ella se había ejecutado a ese mismo hombre por haber llevado a su reino casi hasta la quiebra en busca de una quimera que realmente nunca había existido. Durante generaciones se había conocido al instigador de semejante fiasco como "Mentiroso Norland". Tras una serie de eventos hacía un par de cientos de siglos, había pasado a llamarse simplemente "Norland". Si era verdad o no lo que decía, tal vez nunca lo supieses. Al fin y al cabo, solo era una figura folclórica que jamás había existido. Aunque, en realidad, hacía poco solías pensar lo mismo acerca de las frutas del diablo.
Eso solía darte qué pensar. ¿Cuántas cosas más creías que eran una simple ficción y simplemente eran demasiado increíbles como para no ser ciertas? La existencia de Illje despertaba la sospecha de que las sirenas podían ser reales, y que el Germa no fuese solo un antagonista más allá de los cómics te hacía pensar que tal vez hasta los Alvengers podrían rondar los mares. Tal vez por eso habías llegado a Lvneel, aunque no tenías muy claro qué ibas a sacar de ella. Tras tantos días en el barco, ni siquiera tus pensamientos estaban completamente limpios.
Las jornadas habían sido duras. Por tu condición siempre debías seguir ejercitándote, y por la mía cada noche te tomaba un par de horas para investigar el poder que había usurpado. El cuerpo solía dolerte todo el tiempo y, aunque estabas hecha al dolor, terminaba por minarte. También el no saber adónde ir, o qué hacer. No tener a nadie con quien hablar, tan solo libros que ya habías revisado y mapas de rutas que aún no te sentías preparada para recorrer. O tal vez sí. A estas alturas, ¿qué te ataba al North Blue? Quizás Eli.
Desechaste el pensamiento de tu mente. No nos quedaba mucho dinero, pero optaste una vez más por la opción más cauta: Unos días en hotel -no taberna, no posada; hotel-, el tiempo justo para reflexionar si debías o no iniciar tu viaje por Grand Line y descubrir todo lo que el dolor te había negado desde que eras una niña. Al fin y al cabo, padre había ido decenas de veces al mar más peligroso, siempre con promesas de llevarte cuando pudieses aguantar un viaje largo. Había muerto antes de que pudieses hacerlo, pero parecía el momento. La verdad, casi parecía que el tiempo ibas a invertirlo en descansar y mentalizarte: Ibas a ascender la gran montaña invertida y descubrir qué te esperaba en el lugar más peligroso del mundo. Sin duda lo mejor que podías querer hacer, ¿no?
En cuanto dejaste las cosas en la habitación bajaste las escaleras y saliste a la calle. Aquel día llevabas un vestido verde, a juego con tus ojos. Holgado, en realidad, pero atado a la cintura para dividir los volúmenes de tu cuerpo. Echaste a caminar con una sonrisa, soportando un dolor casi residual, en busca de un lugar donde espaciar un poco. Una cafetería, quizá, o puede que una biblioteca. No, mejor una biblioteca no. Llevabas días sin hablar con nadie, lo último que querías era seguir leyendo en silencio. Mejor buscar una cafetería, y lo más animada posible.
Tal vez fue el momento más inoportuno para doblar la calle, o que te metiste por un callejón sin darte cuenta, pero antes de que pudieses reaccionar recibiste un empujón que te tiró al suelo. El golpe resonó con violencia y escuchaste el crujido de varias costillas; también de la cadera. Miraste hacia él casi por instinto, y aunque no lo reconociste al instante, yo sí: Ese hombre tenía recompensa sobre su cabeza. Llevaba un tiempo consultando carteles desde el encontronazo en English Garden, y estaba seguro de ello. El único problema ahora era que, probablemente, te hubieses roto algún que otro hueso.
- ¡¿Ayuda?! -gritaste, desde el suelo. Seguramente visto desde fuera, con tu sonrisa cada vez más ensanchada, no terminase de parecer lo que realmente era. Aun así confiabas en que las rozaduras de tu brazo y pierna ayudasen a que alguien se compadeciese de ti y echase una mano. Si no... No sé.
Eso solía darte qué pensar. ¿Cuántas cosas más creías que eran una simple ficción y simplemente eran demasiado increíbles como para no ser ciertas? La existencia de Illje despertaba la sospecha de que las sirenas podían ser reales, y que el Germa no fuese solo un antagonista más allá de los cómics te hacía pensar que tal vez hasta los Alvengers podrían rondar los mares. Tal vez por eso habías llegado a Lvneel, aunque no tenías muy claro qué ibas a sacar de ella. Tras tantos días en el barco, ni siquiera tus pensamientos estaban completamente limpios.
Las jornadas habían sido duras. Por tu condición siempre debías seguir ejercitándote, y por la mía cada noche te tomaba un par de horas para investigar el poder que había usurpado. El cuerpo solía dolerte todo el tiempo y, aunque estabas hecha al dolor, terminaba por minarte. También el no saber adónde ir, o qué hacer. No tener a nadie con quien hablar, tan solo libros que ya habías revisado y mapas de rutas que aún no te sentías preparada para recorrer. O tal vez sí. A estas alturas, ¿qué te ataba al North Blue? Quizás Eli.
Desechaste el pensamiento de tu mente. No nos quedaba mucho dinero, pero optaste una vez más por la opción más cauta: Unos días en hotel -no taberna, no posada; hotel-, el tiempo justo para reflexionar si debías o no iniciar tu viaje por Grand Line y descubrir todo lo que el dolor te había negado desde que eras una niña. Al fin y al cabo, padre había ido decenas de veces al mar más peligroso, siempre con promesas de llevarte cuando pudieses aguantar un viaje largo. Había muerto antes de que pudieses hacerlo, pero parecía el momento. La verdad, casi parecía que el tiempo ibas a invertirlo en descansar y mentalizarte: Ibas a ascender la gran montaña invertida y descubrir qué te esperaba en el lugar más peligroso del mundo. Sin duda lo mejor que podías querer hacer, ¿no?
En cuanto dejaste las cosas en la habitación bajaste las escaleras y saliste a la calle. Aquel día llevabas un vestido verde, a juego con tus ojos. Holgado, en realidad, pero atado a la cintura para dividir los volúmenes de tu cuerpo. Echaste a caminar con una sonrisa, soportando un dolor casi residual, en busca de un lugar donde espaciar un poco. Una cafetería, quizá, o puede que una biblioteca. No, mejor una biblioteca no. Llevabas días sin hablar con nadie, lo último que querías era seguir leyendo en silencio. Mejor buscar una cafetería, y lo más animada posible.
Tal vez fue el momento más inoportuno para doblar la calle, o que te metiste por un callejón sin darte cuenta, pero antes de que pudieses reaccionar recibiste un empujón que te tiró al suelo. El golpe resonó con violencia y escuchaste el crujido de varias costillas; también de la cadera. Miraste hacia él casi por instinto, y aunque no lo reconociste al instante, yo sí: Ese hombre tenía recompensa sobre su cabeza. Llevaba un tiempo consultando carteles desde el encontronazo en English Garden, y estaba seguro de ello. El único problema ahora era que, probablemente, te hubieses roto algún que otro hueso.
- ¡¿Ayuda?! -gritaste, desde el suelo. Seguramente visto desde fuera, con tu sonrisa cada vez más ensanchada, no terminase de parecer lo que realmente era. Aun así confiabas en que las rozaduras de tu brazo y pierna ayudasen a que alguien se compadeciese de ti y echase una mano. Si no... No sé.
Ivan Markov
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Hacía tiempo que no estaba en un navío tan pequeño. Se paseó por la cubierta pasando la mano por la borda, con nostalgia. La madera estaba algo astillada y desgastada, necesitaba una mano de brea. Aquellas velas tampoco parecían nuevas, pero probablemente aguantarían aún muchos viajes. Era aquella clase de barco aún en perfectas condiciones pero que ya había visto años de mar y desarrollado una personalidad propia. Suspiró al escuchar una tablón crujir. Echaba de menos su viejo velero. Sin embargo su viaje había finalizado tras su accidentada llegada a la isla gyojin. Más recuerdos... en aquel tiempo, Yumiko, Zero e Iliana seguían viajando con él y aún era cazador.
¿Qué hacía allí? Bueno, era un día de niebla espesa. Apenas se veía tres en un burro en el puerto, así que nadie podía verle si se ponía a husmear por los barcos. Había llegado a Lvneel para prepararse para su llegada a Hallstat poniéndose al día de las noticias. Sin embargo, al ver una ocasión tan pintada de llenarse los bolsillos, le habían picado las manos. Hacía mucho tiempo que no robaba... sin violencia, al menos. ¿Por qué no hacer una incursión por los viejos tiempos? Estaba visto que visitar su isla natal tenía un efecto sobre él bastante peculiar. En cualquier otra isla, probablemente no se le habría ocurrido aquello. Ya se había pasado por otros tres barcos, aunque no había encontrado nada que llamase su atención más que baratijas, joyas y un puñado de berries en una caja fuerte. Aunque ahora era una caja forzada.
Esperaba que aquel barco tuviese mejores recompensas. Tampoco es que esperase encontrarse un arma legendaria tirada en el camarote, pero un mueble bar bien surtido estaría bien. Ya se había gastado su botella de whisky de treinta años con Aki. Estaría bien reponerla, y de paso meter unas cuantas más en la reserva. La puerta estaba cerrada, por supuesto. Podría haberla forzado de un puñetazo, pero bastante iba a hacer ya vaciando aquel sitio de cosas interesantes. Deshizo su cuerpo en niebla y se escurrió por el borde de la puerta, reformándose al otro lado. Al ver el acabado de los muebles del interior, dio un silbido de admiración. Premio gordo, había dado con el barco de un ricachón.
- Esto ya es otra cosa. ¡Oh, el mueble bar!
Abrió las puertas con el entusiasmo de un niño en una tienda de dulces y empezó a llenar los bolsillos del Manto de Sombras de botellas de licores de toda clase con pinta de ser muy caros, incluida una botella de tequila "Rubí añejo". Canturreó animadamente mientras empezaba a abrir cajones y rebuscar en busca de más tesoros. Encontró unas braguitas blancas con transparencias que decidió quedarse como souvenir de la correría. Tal vez se las daría a Katharina o algo así. Eso, o podría retomar su costumbre de quedarse trofeos. En medio de su búsqueda, se le ocurrió mirar debajo de la cama. Era sorprendente la de cosas que la gente se dejaba bajo la cama creyendo que era un lugar seguro.
- La madre del...
Debajo de la cama, reluciente pese a la leve capa de polvo que la cubría, estaba Kataklysmus, la lanza legendaria que había visto un año atrás en el mercado negro.
¿Qué hacía allí? Bueno, era un día de niebla espesa. Apenas se veía tres en un burro en el puerto, así que nadie podía verle si se ponía a husmear por los barcos. Había llegado a Lvneel para prepararse para su llegada a Hallstat poniéndose al día de las noticias. Sin embargo, al ver una ocasión tan pintada de llenarse los bolsillos, le habían picado las manos. Hacía mucho tiempo que no robaba... sin violencia, al menos. ¿Por qué no hacer una incursión por los viejos tiempos? Estaba visto que visitar su isla natal tenía un efecto sobre él bastante peculiar. En cualquier otra isla, probablemente no se le habría ocurrido aquello. Ya se había pasado por otros tres barcos, aunque no había encontrado nada que llamase su atención más que baratijas, joyas y un puñado de berries en una caja fuerte. Aunque ahora era una caja forzada.
Esperaba que aquel barco tuviese mejores recompensas. Tampoco es que esperase encontrarse un arma legendaria tirada en el camarote, pero un mueble bar bien surtido estaría bien. Ya se había gastado su botella de whisky de treinta años con Aki. Estaría bien reponerla, y de paso meter unas cuantas más en la reserva. La puerta estaba cerrada, por supuesto. Podría haberla forzado de un puñetazo, pero bastante iba a hacer ya vaciando aquel sitio de cosas interesantes. Deshizo su cuerpo en niebla y se escurrió por el borde de la puerta, reformándose al otro lado. Al ver el acabado de los muebles del interior, dio un silbido de admiración. Premio gordo, había dado con el barco de un ricachón.
- Esto ya es otra cosa. ¡Oh, el mueble bar!
Abrió las puertas con el entusiasmo de un niño en una tienda de dulces y empezó a llenar los bolsillos del Manto de Sombras de botellas de licores de toda clase con pinta de ser muy caros, incluida una botella de tequila "Rubí añejo". Canturreó animadamente mientras empezaba a abrir cajones y rebuscar en busca de más tesoros. Encontró unas braguitas blancas con transparencias que decidió quedarse como souvenir de la correría. Tal vez se las daría a Katharina o algo así. Eso, o podría retomar su costumbre de quedarse trofeos. En medio de su búsqueda, se le ocurrió mirar debajo de la cama. Era sorprendente la de cosas que la gente se dejaba bajo la cama creyendo que era un lugar seguro.
- La madre del...
Debajo de la cama, reluciente pese a la leve capa de polvo que la cubría, estaba Kataklysmus, la lanza legendaria que había visto un año atrás en el mercado negro.
Miraste hacia los lados, desconcertada. Tenías miedo, lógicamente. Lejos de la casa que ya no tenías y tan fácilmente herida en el primero de los cada vez más peligrosos días que te esperaban al explorar un mundo tan grande como amenazador. Me habría gustado consolarte o tomar tu cuerpo y llevarte a un lugar seguro, pero estoy convencido que si hubieses despertado ilesa en una habitación habrías llegado a pensar, no sin cierto grado de razón, que tenías lagunas mentales. Si realmente me hubieses necesitado habría aparecido, pero podías resolverlo tú sola. Ya lo habías hecho más veces.
Alguna gente pasaba cerca de ti, pero casi todos te ignoraban. Los demás respondían a tu mano tendida de auxilio arrojando unas monedas, o con una mirada de desprecio que no comprendías. Seguiste igualmente clamando por auxilio durante un rato, hasta que te diste cuenta de que nadie iba a llegar para salvarte. En realidad un par de huesos rotos no dolían tanto, o por lo menos no eran ni de lejos el mayor dolor que habías experimentado. Lacerante, sí, e intenso, pero desde luego no era el peor.
Con ese pensamiento en mente evaluaste torpemente los daños en tu cuerpo. A simple vista no notabas nada fuera de sitio, así que si algo estaba roto como poco no estaba fracturado; eso era suficiente: Podías moverte sin que nada empeorase.
Giraste sobre ti misma hasta estar boca abajo, arrodillada. No era la postura más digna, pero habías aprendido tras muchos años que la mejor forma de levantarte era aprovechando toda la superficie de la que pudieras echar mano. Esto era manos en el suelo, al erguirte de rodillas hasta las puntas de los pies y, adelantando uno de ellos, estirar ambas piernas para terminar erguida. No tenía mayores complicaciones, e incluso una costilla rota era fácil de superar de esa forma. Dolorosa, claro que sí, pero superable. La cadera ya era otra cosa; si de verdad se había roto cualquier peso que ejercieses sobre ella no significaría solo una descarga de dolor insoportable, sino que dar el paso podría hacer que cayeses con ella hecha pedazos, incapaz de dar un segundo intento.
Por eso añadiste pasos extra.
Gateaste hasta una pared cercana. No te gustaba hacerlo, claro que no. Tenías un buen culo, pero ni querías mostrarlo así ni tampoco a desconocidos. Por suerte pasaba poca gente por la calle, y una vez pudiste aferrarte con las manos a la sillería de una casa pudiste erguirte. Contuviste la respiración para sentir menos el dolor en tu costado, aunque no funcionó del todo bien. Sin embargo, el alivio de presión sobre la cadera fue de agradecer. No estabas segura de si estaba muy rota o no, pero con los años habías aprendido a tomar ciertas precauciones; las suficientes y necesarias.
Una vez en pie trataste de caminar. Diste un paso recto, luego otro. Parecía como si, de haberte hecho algo, no afectase a tu movilidad. De buenas a primeras se trataba de la mejor noticia del día. Aun así, decidiste que por el momento la mejor opción era no tanto ir hasta una cafetería; primero tenías que pasar por la gendarmería.
Alguna gente pasaba cerca de ti, pero casi todos te ignoraban. Los demás respondían a tu mano tendida de auxilio arrojando unas monedas, o con una mirada de desprecio que no comprendías. Seguiste igualmente clamando por auxilio durante un rato, hasta que te diste cuenta de que nadie iba a llegar para salvarte. En realidad un par de huesos rotos no dolían tanto, o por lo menos no eran ni de lejos el mayor dolor que habías experimentado. Lacerante, sí, e intenso, pero desde luego no era el peor.
Con ese pensamiento en mente evaluaste torpemente los daños en tu cuerpo. A simple vista no notabas nada fuera de sitio, así que si algo estaba roto como poco no estaba fracturado; eso era suficiente: Podías moverte sin que nada empeorase.
Giraste sobre ti misma hasta estar boca abajo, arrodillada. No era la postura más digna, pero habías aprendido tras muchos años que la mejor forma de levantarte era aprovechando toda la superficie de la que pudieras echar mano. Esto era manos en el suelo, al erguirte de rodillas hasta las puntas de los pies y, adelantando uno de ellos, estirar ambas piernas para terminar erguida. No tenía mayores complicaciones, e incluso una costilla rota era fácil de superar de esa forma. Dolorosa, claro que sí, pero superable. La cadera ya era otra cosa; si de verdad se había roto cualquier peso que ejercieses sobre ella no significaría solo una descarga de dolor insoportable, sino que dar el paso podría hacer que cayeses con ella hecha pedazos, incapaz de dar un segundo intento.
Por eso añadiste pasos extra.
Gateaste hasta una pared cercana. No te gustaba hacerlo, claro que no. Tenías un buen culo, pero ni querías mostrarlo así ni tampoco a desconocidos. Por suerte pasaba poca gente por la calle, y una vez pudiste aferrarte con las manos a la sillería de una casa pudiste erguirte. Contuviste la respiración para sentir menos el dolor en tu costado, aunque no funcionó del todo bien. Sin embargo, el alivio de presión sobre la cadera fue de agradecer. No estabas segura de si estaba muy rota o no, pero con los años habías aprendido a tomar ciertas precauciones; las suficientes y necesarias.
Una vez en pie trataste de caminar. Diste un paso recto, luego otro. Parecía como si, de haberte hecho algo, no afectase a tu movilidad. De buenas a primeras se trataba de la mejor noticia del día. Aun así, decidiste que por el momento la mejor opción era no tanto ir hasta una cafetería; primero tenías que pasar por la gendarmería.
Ivan Markov
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Alargó la mano en silencio hacia la lanza y la extrajo de debajo de la cama. Se incorporó sin quitarle los ojos de encima, maravillado e impresionado. En el mercado negro no había podido ver el arma tan de cerca. Era sorprendentemente ligera, tanto que parecía como si estuviese vacía por dentro. Sin embargo, sujetándola firmemente entre sus dedos, eran perfectamente consciente de que era muy sólida. Probó a realizar algunos movimientos simples con ella y girarla sobre el palo. Cada movimiento era fluido y salía de manera casi natural, como si el arma tuviese conciencia propia y quisiera ser empuñada y utilizada. A pesar de que Ivan era muy hábil, al no estar acostumbrado a las lanzas y menos a un arma que pesase tan poco, un movimiento demasiado emocionando acabó con la punta de la lanza rozando el suelo durante los giros. Aquel breve contacto bastó para trazar un largo y profundo surco en las tablas, sin llegar a partirlas.
- Ups...
Era un arma magnífica. No entendía cómo podía haber tenido tanta suerte de encontrarla en un sitio como aquel. Si no fuese porque sonaba ridículo, casi hasta pensaría que aquello era una trampa. Pero eso sería muy raro, por no hablar de que planear que él pasaría por aquel sitio era estúpido. ¿Qué haría el propietario de Kataklysmus en Lvneel, y por qué parecía que era una mujer? Lo que recordaba de la subasta era que lo había comprado un caballero. Se encogió de hombros y supuso que el arma ya habría cambiado de manos, por algún motivo. De hecho acababa de pasar de nuevo. Pensó en guardársela y salir de ahí, pero se sentía tentado de probar el arma. La lanza le llamaba, pidiéndole ser usada. Casi podía oír su voz, como las palabras lejanas de un recuerdo muy querido. Apretó las manos y finalmente cedió, con una sonrisa.
- Comprobemos cuánto tienen de cierto las leyendas.
Imprimiendo inconscientemente su voluntad en el golpe, lanzó un aguijonazo hacia el frente. Por un momento se sintió muy poderoso. Notó también algo proveniente de la espada: una presencia con un poderoso sentimiento: justicia. Solo podía definirlo de esa manera. La Justicia le embargó y ocupó cada fibra de su ser, para luego pasar por sus manos hacia el arma y salir por el asta en forma de una breve y potente llamarada. Asustado, Ivan retrocedió dejando caer a Kataklysmus. Entonces sintió una debilidad repentina, como si todas sus fuerzas se hubieran consumido en el fuego. Todo se volvió negro y cayó en la inconsciencia.
- Ups...
Era un arma magnífica. No entendía cómo podía haber tenido tanta suerte de encontrarla en un sitio como aquel. Si no fuese porque sonaba ridículo, casi hasta pensaría que aquello era una trampa. Pero eso sería muy raro, por no hablar de que planear que él pasaría por aquel sitio era estúpido. ¿Qué haría el propietario de Kataklysmus en Lvneel, y por qué parecía que era una mujer? Lo que recordaba de la subasta era que lo había comprado un caballero. Se encogió de hombros y supuso que el arma ya habría cambiado de manos, por algún motivo. De hecho acababa de pasar de nuevo. Pensó en guardársela y salir de ahí, pero se sentía tentado de probar el arma. La lanza le llamaba, pidiéndole ser usada. Casi podía oír su voz, como las palabras lejanas de un recuerdo muy querido. Apretó las manos y finalmente cedió, con una sonrisa.
- Comprobemos cuánto tienen de cierto las leyendas.
Imprimiendo inconscientemente su voluntad en el golpe, lanzó un aguijonazo hacia el frente. Por un momento se sintió muy poderoso. Notó también algo proveniente de la espada: una presencia con un poderoso sentimiento: justicia. Solo podía definirlo de esa manera. La Justicia le embargó y ocupó cada fibra de su ser, para luego pasar por sus manos hacia el arma y salir por el asta en forma de una breve y potente llamarada. Asustado, Ivan retrocedió dejando caer a Kataklysmus. Entonces sintió una debilidad repentina, como si todas sus fuerzas se hubieran consumido en el fuego. Todo se volvió negro y cayó en la inconsciencia.
Desprendiste una sonrisa silenciosa al pasar la mano por tu costado, contando cuál de ellas había salido peor parada. Eran dos, una de ellas en el lado contrario. Eso casi te arrancó un suspiro de sorpresa, o lo habría hecho de no ser por la desagradable sensación. En realidad dudabas que ninguna de ellas estuviese rota, pero mejor prevenir que curar; sobre todo en tu caso. Curabas deprisa, pero si no tenías cuidado... No te daría tiempo a sanar.
Un paso, luego otro, y otro y otro más. Contabas tus pasos, aproximando el cálculo para saber la distancia que ibas recorriendo. También tratabas de medir el tiempo asumiendo que todos tus pasos tenían la misma duración. Hacía muchos años habías aprendido a hacerlo para distraerte de las molestias, aunque poco a poco se había transformado en un ejercicio de autopercepción: Si caminabas a un ritmo medio de dos pasos por segundo y la distancia entre tus pies en cada uno era de unos cuarenta y siete centímetros -dos arriba dos abajo- caminabas a aproximadamente noventa y cuatro centímetros por segundo, unos cincuenta y seis metros y medio por minuto. Si no te parabas caminabas a un ritmo de tres kilómetros cuatrocientos metros por hora. Eras más lenta que la mayoría, pero caminabas sensiblemente más rápido que antes de Borschman. También ahora eras capaz de dar pequeños saltos sin que tus piernas se resintiesen.
Lo habías hecho bien.
Seguiste avanzando: Un paso más, y otro, así hasta que alcanzaste a un hombre de uniforme. No te molestaba preguntar a desconocidos, pero la gente en esa ciudad parecía huraña y te inspiraba desconfianza. El hombre de traje azul y una tripa demasiado prominente para la vida supuestamente activa que un buen vigilante debía llevar. Sin embargo trataste de centrarte en su cara de cerdito y su piel imberbe. Te habló con una voz extremadamente aguda, pero no recuerdas muy bien qué te dijo.
- No miraba nada, señor. Perdone -te disculpaste. Bueno, probablemente te había increpado por cruzar miradas con él-. Pero me preguntaba dónde estaría la casa de la gendarmería más cercana. Necesito hacer una denuncia.
Tal vez era tu sonrisa. Quizá que parecieses contenta, a pesar de que por dentro eras un hervidero. Todo lo que podría haber llegado a pasarte si el golpe hubiese sido más fuerte, o si hubieses caído sobre un adoquín fuera de sitio. Sin embargo, sonreías.
- ¿Qué tienes que denunciar? -preguntó, de malas formas.
- Métase en sus putos problemas y respóndame, por favor. -Nunca había sido tu mayor virtud una lengua contenida-. ¿Dónde está la gendarmería más cercana?
Tal vez te mereciste que te detuviese, pero tuviste la suerte de que esa respuesta lo dejase en shock. Te señaló el lugar antes de advertirte que cuidaras tu lenguaje si no querías que te llevase en persona y esa vez sí supiste callar. Al fin y al cabo, habías conseguido lo que querías.
Un paso, luego otro, y otro y otro más. Contabas tus pasos, aproximando el cálculo para saber la distancia que ibas recorriendo. También tratabas de medir el tiempo asumiendo que todos tus pasos tenían la misma duración. Hacía muchos años habías aprendido a hacerlo para distraerte de las molestias, aunque poco a poco se había transformado en un ejercicio de autopercepción: Si caminabas a un ritmo medio de dos pasos por segundo y la distancia entre tus pies en cada uno era de unos cuarenta y siete centímetros -dos arriba dos abajo- caminabas a aproximadamente noventa y cuatro centímetros por segundo, unos cincuenta y seis metros y medio por minuto. Si no te parabas caminabas a un ritmo de tres kilómetros cuatrocientos metros por hora. Eras más lenta que la mayoría, pero caminabas sensiblemente más rápido que antes de Borschman. También ahora eras capaz de dar pequeños saltos sin que tus piernas se resintiesen.
Lo habías hecho bien.
Seguiste avanzando: Un paso más, y otro, así hasta que alcanzaste a un hombre de uniforme. No te molestaba preguntar a desconocidos, pero la gente en esa ciudad parecía huraña y te inspiraba desconfianza. El hombre de traje azul y una tripa demasiado prominente para la vida supuestamente activa que un buen vigilante debía llevar. Sin embargo trataste de centrarte en su cara de cerdito y su piel imberbe. Te habló con una voz extremadamente aguda, pero no recuerdas muy bien qué te dijo.
- No miraba nada, señor. Perdone -te disculpaste. Bueno, probablemente te había increpado por cruzar miradas con él-. Pero me preguntaba dónde estaría la casa de la gendarmería más cercana. Necesito hacer una denuncia.
Tal vez era tu sonrisa. Quizá que parecieses contenta, a pesar de que por dentro eras un hervidero. Todo lo que podría haber llegado a pasarte si el golpe hubiese sido más fuerte, o si hubieses caído sobre un adoquín fuera de sitio. Sin embargo, sonreías.
- ¿Qué tienes que denunciar? -preguntó, de malas formas.
- Métase en sus putos problemas y respóndame, por favor. -Nunca había sido tu mayor virtud una lengua contenida-. ¿Dónde está la gendarmería más cercana?
Tal vez te mereciste que te detuviese, pero tuviste la suerte de que esa respuesta lo dejase en shock. Te señaló el lugar antes de advertirte que cuidaras tu lenguaje si no querías que te llevase en persona y esa vez sí supiste callar. Al fin y al cabo, habías conseguido lo que querías.
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Al despertar sintió una molesta sensación de fatiga. Era casi como si hubiese estado corriendo una semana entera seguida o hecho pesas con el Horror Circus. Simplemente estaba agotado. Abrió los ojos y el techo del camarote le recibió. Curioso lugar. Alguien se había molestado en poner una decoración de pan de oro y motivos florales por los bordes del techo. ¿Era realmente pan de oro? Le daba vueltas la cabeza de tal manera que no podría haberlo asegurado. Entonces lo recordó: se había quedado inconsciente en una situación de peligro, con fuego incluido. Se levantó de un salto mirando en todas direcciones.
- ¡Fuego!
Pero no había nada. Bueno, sí, las cortina de enfrente estaban chamuscadas, pero habían ardido mal y las llamas se habían consumido por sí solas antes de quemar nada más, dejando varios agujeros con los bordes ennegrecidos. Era el momento de preguntarse qué diablos había pasado. ¿Sería verdad lo que habían contado en la subasta? ¿Que Kataklysmus poseía la furia de los volcanes en su interior? Lo había descartado como una exageración poética, pero ahora ya no lo tenía tan claro. Recogió la lanza del suelo y la observó con cuidado, pasando la mano por el mango lentamente. Parecía que cerca del asta, la madera estaba ligeramente templada, como si hubiese estado al sol mucho tiempo.
- No me jodas. ¿Realmente ha sido el arma?
Las armas vivas eran verdaderamente raras y valiosas. Ahora entendía el elevadísimo precio que había alcanzado en la subasta. No le gustaba llevar consigo un aparato capaz de prender fuego a cosas, pero qué diablos. Era un arma que salía en varias leyendas y con un gran poder. Incluso si decidía que no le gustaba, siempre podía venderla. Abrió el Manto de Sombras y la metió dentro de uno de los bolsillos interiores, aumentando el peso que cargaba. Igual debería plantearse buscar un sitio seguro donde dejar cosas. Un día descubriría el límite de peso del Manto, y ese no sería un día divertido.
- Diablos, menudo viajecito.
Echó mano del mueble bar una vez más y cogió una botella de oporto y un vaso, sentándose a echar un trago. El corazón aún le latía con fuerza, estaba mareado y sentía un ligero dolor de cabeza. Una buena copa le ayudaría a asentar el estómago y atontar su percepción del dolor. Igual se estaba arriesgando al quedar tanto tiempo allí, pero le daba igual. Ya lidiaría con las consecuencias de su falta de cuidado, si llegaban.
- ¡Fuego!
Pero no había nada. Bueno, sí, las cortina de enfrente estaban chamuscadas, pero habían ardido mal y las llamas se habían consumido por sí solas antes de quemar nada más, dejando varios agujeros con los bordes ennegrecidos. Era el momento de preguntarse qué diablos había pasado. ¿Sería verdad lo que habían contado en la subasta? ¿Que Kataklysmus poseía la furia de los volcanes en su interior? Lo había descartado como una exageración poética, pero ahora ya no lo tenía tan claro. Recogió la lanza del suelo y la observó con cuidado, pasando la mano por el mango lentamente. Parecía que cerca del asta, la madera estaba ligeramente templada, como si hubiese estado al sol mucho tiempo.
- No me jodas. ¿Realmente ha sido el arma?
Las armas vivas eran verdaderamente raras y valiosas. Ahora entendía el elevadísimo precio que había alcanzado en la subasta. No le gustaba llevar consigo un aparato capaz de prender fuego a cosas, pero qué diablos. Era un arma que salía en varias leyendas y con un gran poder. Incluso si decidía que no le gustaba, siempre podía venderla. Abrió el Manto de Sombras y la metió dentro de uno de los bolsillos interiores, aumentando el peso que cargaba. Igual debería plantearse buscar un sitio seguro donde dejar cosas. Un día descubriría el límite de peso del Manto, y ese no sería un día divertido.
- Diablos, menudo viajecito.
Echó mano del mueble bar una vez más y cogió una botella de oporto y un vaso, sentándose a echar un trago. El corazón aún le latía con fuerza, estaba mareado y sentía un ligero dolor de cabeza. Una buena copa le ayudaría a asentar el estómago y atontar su percepción del dolor. Igual se estaba arriesgando al quedar tanto tiempo allí, pero le daba igual. Ya lidiaría con las consecuencias de su falta de cuidado, si llegaban.
Por fin fuiste capaz de llegar hasta allí. Se trataba de un edificio bastante descuidado, hecho en hormigón y acero que destacaba -para mal- entre tanto estilo clásico. Pero era una gendarmería, al fin y al cabo, y seguramente no tuviesen muchos fondos para construir edificios visualmente bonitos que dijesen "Aquí estamos", sino que su exiguo presupuesto solo valía como símil del mal estado en el que se encontraba el cuerpo. En English Garden teníais un cuerpo armado solo para proteger la propiedad, una policía, una guardia nacional, un ejército... Lvneel estaba resultando ser todo lo contrario. Aun así, diste un paso al interior del lugar. No mejoró.
Había decenas de mesas apelotonadas de las que solo una o dos estaban ocupadas; podías ver manchas de café y otros fluidos cuyo origen preferías no conocer, así como una inusitada cantidad de gente alrededor de una fuente, cacareando como gallinas. Te acercaste al agente más próximo y le preguntaste si podías poner una denuncia:
- Por supuesto, señorita -contestó, apartando un montón de basura de encima de su escritorio-. Dígame, ¿Nombre completo?
- Alice -respondiste.
- ¿Alice...?
Te puso nerviosa. Hacía un tiempo que no utilizabas tu apellido; sabías que alguien podía reconocerte si lo decías. A lo mejor no había sido tan buena idea venir hasta aquí. ¿Exactamente qué ibas a decirles? ¿Que un hombre te había empujado en un callejón? Por un momento estuviste a punto de levantarte y marchar, pero eso habría sido mucho peor.
- Alice Wanderlust. -El nudo en tu garganta se despejó cuando viste que apuntaba sin darle mayor trascendencia al nombre-. Con uve doble, no simple -lo corregiste-. No se preocupe, es un error común.
- Muy bien, señorita Wanderlust; ¿motivo de la denuncia?
- Hace un rato me han agredido, señor -dijiste-. Un hombre de pelo blanco y aspecto rudo; como de metro noventa. Llevaba una gabardina roja, y... -Viste que su caligrafía se iba volviendo temblorosa a medida que hablabas, pero preferiste no darle mayor importancia-. Y una espada; sí. Creo que llevaba una espada.
Rompió la hoja.
- Lo siento, pero no podemos hacer nada para ayudarla. Ese hombre está fuera de nuestra jurisdicción.
No sé muy bien cómo describir lo que sucedió a continuación, pero discutiste. Y discutió. Discutisteis mucho, a tal voz que la mayoría de agentes terminaron rodeándoos para ver qué demonios pasaba, pero aun así seguisteis a pleno pulmón durante casi diez minutos. Al final, con unos modales bastante mejorables, te escoltó hasta la sala de fotografías. Allí te dejó ante una pared blanca y te hizo esperar.
- Póngase de frente, por favor. Luego tomaremos perfil y tres cuartos.
- ¡¿Puedo poner expresión amenazante?! -preguntaste, emocionada-. Algo así.
No resultabas muy amenazante.
- Claro, ¿por qué no? Es su foto, al fin y al cabo.
- Gracias por la ayuda.
Por una vez, yo no tenía nada que ver en una de tus decisiones estúpidamente impulsivas, pero te habías registrado como cazarrecompensas. Tras una larga e intensa conversación te habían dicho que no podían ayudarte porque no tenían medios, pero el Gobierno Mundial sí, al menos económicamente hablando. Al final habías llegado a la misma conclusión que yo: ¿Por qué no ganar dinero cazando escoria? Aunque yo lo hacía por un retorcido y algo sádico sentido del deber mientras tú buscabas emoción combinada con un ligero masoquismo. Estabas como una puta cabra.
Al terminar la sesión prepararon tu carnet, dándote una suerte de placa con su correspondiente carnet que te identificaba como cazadora. Esta implicaba que podías meterte en peleas con gente buscada sin que se te asociase al crimen, también que podías cobrar un caché por los que entregases y, sobre todo, que podías llevar armas incluso donde solía estar prohibido para civiles a no ser que una autoridad militar te lo ordenase expresamente. También te dieron un taco de carteles, lo que te hizo comprender por qué los gendarmes se habían asustado tanto: Billy "el pecas" se parecía mucho físicamente a Ivan Markov, un criminal de cientos de millones de recompensa sobre su cabeza.
Pero Billy era más asequible. Dado que tenías que entregar a un criminal para que te diesen la licencia definitiva, optaste por darle un pequeño empujón en venganza. Eso era lo justo.
Había decenas de mesas apelotonadas de las que solo una o dos estaban ocupadas; podías ver manchas de café y otros fluidos cuyo origen preferías no conocer, así como una inusitada cantidad de gente alrededor de una fuente, cacareando como gallinas. Te acercaste al agente más próximo y le preguntaste si podías poner una denuncia:
- Por supuesto, señorita -contestó, apartando un montón de basura de encima de su escritorio-. Dígame, ¿Nombre completo?
- Alice -respondiste.
- ¿Alice...?
Te puso nerviosa. Hacía un tiempo que no utilizabas tu apellido; sabías que alguien podía reconocerte si lo decías. A lo mejor no había sido tan buena idea venir hasta aquí. ¿Exactamente qué ibas a decirles? ¿Que un hombre te había empujado en un callejón? Por un momento estuviste a punto de levantarte y marchar, pero eso habría sido mucho peor.
- Alice Wanderlust. -El nudo en tu garganta se despejó cuando viste que apuntaba sin darle mayor trascendencia al nombre-. Con uve doble, no simple -lo corregiste-. No se preocupe, es un error común.
- Muy bien, señorita Wanderlust; ¿motivo de la denuncia?
- Hace un rato me han agredido, señor -dijiste-. Un hombre de pelo blanco y aspecto rudo; como de metro noventa. Llevaba una gabardina roja, y... -Viste que su caligrafía se iba volviendo temblorosa a medida que hablabas, pero preferiste no darle mayor importancia-. Y una espada; sí. Creo que llevaba una espada.
Rompió la hoja.
- Lo siento, pero no podemos hacer nada para ayudarla. Ese hombre está fuera de nuestra jurisdicción.
No sé muy bien cómo describir lo que sucedió a continuación, pero discutiste. Y discutió. Discutisteis mucho, a tal voz que la mayoría de agentes terminaron rodeándoos para ver qué demonios pasaba, pero aun así seguisteis a pleno pulmón durante casi diez minutos. Al final, con unos modales bastante mejorables, te escoltó hasta la sala de fotografías. Allí te dejó ante una pared blanca y te hizo esperar.
- Póngase de frente, por favor. Luego tomaremos perfil y tres cuartos.
- ¡¿Puedo poner expresión amenazante?! -preguntaste, emocionada-. Algo así.
No resultabas muy amenazante.
- Claro, ¿por qué no? Es su foto, al fin y al cabo.
- Gracias por la ayuda.
Por una vez, yo no tenía nada que ver en una de tus decisiones estúpidamente impulsivas, pero te habías registrado como cazarrecompensas. Tras una larga e intensa conversación te habían dicho que no podían ayudarte porque no tenían medios, pero el Gobierno Mundial sí, al menos económicamente hablando. Al final habías llegado a la misma conclusión que yo: ¿Por qué no ganar dinero cazando escoria? Aunque yo lo hacía por un retorcido y algo sádico sentido del deber mientras tú buscabas emoción combinada con un ligero masoquismo. Estabas como una puta cabra.
Al terminar la sesión prepararon tu carnet, dándote una suerte de placa con su correspondiente carnet que te identificaba como cazadora. Esta implicaba que podías meterte en peleas con gente buscada sin que se te asociase al crimen, también que podías cobrar un caché por los que entregases y, sobre todo, que podías llevar armas incluso donde solía estar prohibido para civiles a no ser que una autoridad militar te lo ordenase expresamente. También te dieron un taco de carteles, lo que te hizo comprender por qué los gendarmes se habían asustado tanto: Billy "el pecas" se parecía mucho físicamente a Ivan Markov, un criminal de cientos de millones de recompensa sobre su cabeza.
Pero Billy era más asequible. Dado que tenías que entregar a un criminal para que te diesen la licencia definitiva, optaste por darle un pequeño empujón en venganza. Eso era lo justo.
Ivan Markov
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El oporto hacía maravillas para asentar el estómago. Sonrió mientras terminaba la copa y se estiró como un gato, satisfecho y de muy buen humor. Tanto que casi hasta le entraron ganas de ponerse a cantar. Casi. Se levantó del asiento y, tras dudar unos segundos, tapó la botella y se la metió también en la chaqueta. Ya que la había empezado sería de mal huésped dejarla a medias, ¿no? Tarareó el estribillo de una canción de su infancia sobre desplumar alondras, salió del camarote y dejó de hacer ruido, moviéndose discretamente hacia la borda. Tras asegurarse de que nadie miraba, saltó al puerto y echó a andas por las calles. Empezó a tararear de nuevo. ¿Y ahora qué?
- ¡Últimas noticias! ¡Doña María Josefina dice "que coman ciruelas"! ¡Doce gaviotas con excrementos ardientes aterrorizan el puerto de Downs! ¡Decenas de bandas piratas arrasan Hallstat!
Un chaval de no más de doce o trece años vendía periódicos, tratando de atraer clientes pregonando las noticias. Hasta que no mencionó la última, no captó el interés de Ivan. Por eso se había desviado a Lvneel, ¿no? Los recuerdos de infancia no eran tan felices como para que lo hubiese hecho por nostalgia. Así pues se acercó al chico dispuesto a comprar uno. Por un momento se planteó mangarle uno, ¿para qué pagar? Pero para algo se había hecho de oro con sus negocios de Paraíso. Hubiese sido muy cutre no pagar por un periódico que no debía valer ni mil berries.
- ¿Cuánto uno?
- Cincuenta berries, señor.
"Señor." A Ivan casi le entraron ganas de reírse al oírle referirse a él así. Contuvo una carcajada y buscó su billetera entre toda la chatarrada que llevaba consigo. Mientras lo hacía, fue sacando fuera de la gabardina cosas tan diversas como varias pelotas de colores, un cuerno de guerra, un mono de juguete con dos platillos... acabó hasta sacando las botellas del minibar y las braguitas. El niño le miraba impacientemente, mirando a su alrededor como si temiera que fuese a quedar sin clientes por esperarle. Finalmente encontró la billetera. Vaya, no tenía nada más pequeño que un billete de 10.000.
- Quédate con el cambio - dijo, dándoselo.
Mientras el chico miraba con ojos como platos el billete, el pirata le cogió uno de los periódicos (se había olvidado de dárselo de la impresión) y se alejó unos pasos, desplegándolo y buscando la noticia de Hallstat. Esperaba que no hubiese sido el timo de la estampita y la noticia fuesen cuatro líneas mal contadas. Hubiese sido un fallo gordo.
- ¡Últimas noticias! ¡Doña María Josefina dice "que coman ciruelas"! ¡Doce gaviotas con excrementos ardientes aterrorizan el puerto de Downs! ¡Decenas de bandas piratas arrasan Hallstat!
Un chaval de no más de doce o trece años vendía periódicos, tratando de atraer clientes pregonando las noticias. Hasta que no mencionó la última, no captó el interés de Ivan. Por eso se había desviado a Lvneel, ¿no? Los recuerdos de infancia no eran tan felices como para que lo hubiese hecho por nostalgia. Así pues se acercó al chico dispuesto a comprar uno. Por un momento se planteó mangarle uno, ¿para qué pagar? Pero para algo se había hecho de oro con sus negocios de Paraíso. Hubiese sido muy cutre no pagar por un periódico que no debía valer ni mil berries.
- ¿Cuánto uno?
- Cincuenta berries, señor.
"Señor." A Ivan casi le entraron ganas de reírse al oírle referirse a él así. Contuvo una carcajada y buscó su billetera entre toda la chatarrada que llevaba consigo. Mientras lo hacía, fue sacando fuera de la gabardina cosas tan diversas como varias pelotas de colores, un cuerno de guerra, un mono de juguete con dos platillos... acabó hasta sacando las botellas del minibar y las braguitas. El niño le miraba impacientemente, mirando a su alrededor como si temiera que fuese a quedar sin clientes por esperarle. Finalmente encontró la billetera. Vaya, no tenía nada más pequeño que un billete de 10.000.
- Quédate con el cambio - dijo, dándoselo.
Mientras el chico miraba con ojos como platos el billete, el pirata le cogió uno de los periódicos (se había olvidado de dárselo de la impresión) y se alejó unos pasos, desplegándolo y buscando la noticia de Hallstat. Esperaba que no hubiese sido el timo de la estampita y la noticia fuesen cuatro líneas mal contadas. Hubiese sido un fallo gordo.
Según ibas avanzando por las calles revisabas los carteles. Billy era tu objetivo, claro, pero no podías ir por ahí con el taco fuera constantemente o cualquiera podría imaginarse lo que pretendías hacer. De alguien darse cuenta, de hecho, sería sumamente peligroso para ti sobre; todo si te atrapasen desprevenida. Podías posicionarte correctamente si estabas atenta, pero si eran más listos que tú... Un golpe podía dejarte en un instante fuera de combate. Por suerte Lvneel era un sitio tranquilo y no muy transitado por delincuentes, así que era el espacio idóneo para hacerlo.
- ¡Extra, extra! -escuchaste-. ¡La guerra se recrudece en Hallstat! ¡Decenas de bandas piratas se suman a las huestes rebeldes! ¡Extra, extra!
Tu primera reacción fue levantar la mirada. Las noticias que contaba estaban sumamente desfasadas -la guerra, en su mayor parte, había terminado-, pero igualmente te pareció interesante echarle un vistazo por si decía algo que tú no hubieses vivido, por lo que te fuiste acercando cuidadosamente mientras el niño iba cambiando su discurso para dar más noticias, una de las cuales, relacionada con una tal Josefina, pareció atraer a un hombre alto vestido con una gabardina roja, de cabello albino. En serio, ¿por qué todos los hombres vestían igual en esa isla? Rebuscaste por todas partes con los ojos, viendo un montón de hombres jóvenes con distintas tipologías de chaquetas rojas y cabellos grisáceos en mayor o menor medida. Incluso el niño que vendía los periódicos llevaba un chaleco carmesí de cuero, por el amor de Dios. En fin...
Ignorando los indicios que apuntaban a que ese hombre era un borracho fetichista -creíste verle sacar unas braguitas que te sonaban de algo y varias botellas de alcohol- te pusiste a su espalda y esperaste con cierta impaciencia tu turno, tal vez carraspeando un par de veces más fuerte de lo que habría sido correcto. Pero llegó tu turno, e ibas a pagar tus cincuenta berries cuando te fijaste en que el niño no avanzaba, por algún motivo.
Moneda en mano se la pusiste sobre la cabeza -hay que admitir que tal vez no fue lo más educado- y te saliste de la cola para coger un periódico. Fue entonces cuando todo sucedió: Vuestras manos se rozaron, tú levantaste la vista hacia su cara y... Y él se alejó unos pasos sin darse ni cuenta. No es como si esperases un amor de comedia romántica, pero a veces causaba cierta desilusión ver tan cerca de suceder un encuentro fortuito que se iba tan fácilmente.
Guardando los carteles para poder leer cómodamente el periódico, seguiste caminando por la ciudad en busca del barrio más peligroso: Allí seguro que estaba el Pecas.
- ¡Extra, extra! -escuchaste-. ¡La guerra se recrudece en Hallstat! ¡Decenas de bandas piratas se suman a las huestes rebeldes! ¡Extra, extra!
Tu primera reacción fue levantar la mirada. Las noticias que contaba estaban sumamente desfasadas -la guerra, en su mayor parte, había terminado-, pero igualmente te pareció interesante echarle un vistazo por si decía algo que tú no hubieses vivido, por lo que te fuiste acercando cuidadosamente mientras el niño iba cambiando su discurso para dar más noticias, una de las cuales, relacionada con una tal Josefina, pareció atraer a un hombre alto vestido con una gabardina roja, de cabello albino. En serio, ¿por qué todos los hombres vestían igual en esa isla? Rebuscaste por todas partes con los ojos, viendo un montón de hombres jóvenes con distintas tipologías de chaquetas rojas y cabellos grisáceos en mayor o menor medida. Incluso el niño que vendía los periódicos llevaba un chaleco carmesí de cuero, por el amor de Dios. En fin...
Ignorando los indicios que apuntaban a que ese hombre era un borracho fetichista -creíste verle sacar unas braguitas que te sonaban de algo y varias botellas de alcohol- te pusiste a su espalda y esperaste con cierta impaciencia tu turno, tal vez carraspeando un par de veces más fuerte de lo que habría sido correcto. Pero llegó tu turno, e ibas a pagar tus cincuenta berries cuando te fijaste en que el niño no avanzaba, por algún motivo.
Moneda en mano se la pusiste sobre la cabeza -hay que admitir que tal vez no fue lo más educado- y te saliste de la cola para coger un periódico. Fue entonces cuando todo sucedió: Vuestras manos se rozaron, tú levantaste la vista hacia su cara y... Y él se alejó unos pasos sin darse ni cuenta. No es como si esperases un amor de comedia romántica, pero a veces causaba cierta desilusión ver tan cerca de suceder un encuentro fortuito que se iba tan fácilmente.
Guardando los carteles para poder leer cómodamente el periódico, seguiste caminando por la ciudad en busca del barrio más peligroso: Allí seguro que estaba el Pecas.
Ivan Markov
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Siguió silbando la canción de la alondra desplumada mientras se alejaba leyendo el periódico. Parecía que al menos no le habían timado y sí contaban noticias sobre Hallstat. Algunas cosas eran demasiado generales, otras ya las sabía y otras era puramente obviedades. El artículo también tenía su buena dosis de sensacionalismo y discurso pro-Gobierno Mundial, pero había unos cuantos datos interesantes. Parecía que tras saquear a gusto las costas novorodinas, muchos de los piratas se estaban concentrando en las kalaikas, al norte de Hallstat. Era una zona pobre en comparación con Novorod o Varenia, así que era cuanto menos un giro inesperado y curioso. También facilitaría su tarea de limpieza del país. Ya había planeado pasar primero por Hölen, así que aquellos estúpidos patanes le quedaban de camino.
Tendría que leer el artículo en más detalle para ver si algo más se le escapa, y revisaría el periódico a ver si había alguna otra noticia útil o nuevos carteles de se busca, pero por ahora era suficiente. Lo cerró, dobló y guardó en su gabardina y se movió por los callejones en busca de los Salones Milagrosos, el barrio de peor fama de aquella parte de la ciudad. Había pensado en internacionalizar sus negocios, y aquel era un buen sitio por donde empezar. No podía traer fácilmente y de manera regular suministro desde sus laboratorios de Dark Dome, así que tendría que conseguir a un proveedor local. Para eso lo primero era localizar el entramado de drogas local. Ahora, ¿qué clase de aproximación haría? Podía ser diplomático, para variar. A ningún señor de la droga le gustaría que apareciese un forastero a imponerle nada. Sin embargo...
Se fijó en las zonas más turbias del barrio, en cómo se movía la gente, en el ambiente general, el estado de los locales... si iba lograr hacer aquello, primero tenía que enterarse de cómo se movían las cosas por allí. Tantos años moviéndose por Dark Dome, y antes de eso como cazarrecompensas por diferentes zonas de cuestionable fama en busca de información, le habían enseñado cómo funcionaban las dinámicas de esos sitios. Recorrería la escala desde lo más bajo; primero tendría que encontrar a un yonki o, si tenía suerte, a un camello del que sacar la información que necesitaba. Tras localizar una casa de aspecto abandonado, pero en la que notó diferentes indicadores de que seguía en uso, dio una vuelta en torno a esta hasta localizar en una calleja a un hombre saliendo por la puerta trasera, con aire despistado. Ivan sonrió. Era justo lo que necesitaba.
- Eh, amigo. ¿Podrías ayudarme? Estoy buscando algo.
Tendría que leer el artículo en más detalle para ver si algo más se le escapa, y revisaría el periódico a ver si había alguna otra noticia útil o nuevos carteles de se busca, pero por ahora era suficiente. Lo cerró, dobló y guardó en su gabardina y se movió por los callejones en busca de los Salones Milagrosos, el barrio de peor fama de aquella parte de la ciudad. Había pensado en internacionalizar sus negocios, y aquel era un buen sitio por donde empezar. No podía traer fácilmente y de manera regular suministro desde sus laboratorios de Dark Dome, así que tendría que conseguir a un proveedor local. Para eso lo primero era localizar el entramado de drogas local. Ahora, ¿qué clase de aproximación haría? Podía ser diplomático, para variar. A ningún señor de la droga le gustaría que apareciese un forastero a imponerle nada. Sin embargo...
Se fijó en las zonas más turbias del barrio, en cómo se movía la gente, en el ambiente general, el estado de los locales... si iba lograr hacer aquello, primero tenía que enterarse de cómo se movían las cosas por allí. Tantos años moviéndose por Dark Dome, y antes de eso como cazarrecompensas por diferentes zonas de cuestionable fama en busca de información, le habían enseñado cómo funcionaban las dinámicas de esos sitios. Recorrería la escala desde lo más bajo; primero tendría que encontrar a un yonki o, si tenía suerte, a un camello del que sacar la información que necesitaba. Tras localizar una casa de aspecto abandonado, pero en la que notó diferentes indicadores de que seguía en uso, dio una vuelta en torno a esta hasta localizar en una calleja a un hombre saliendo por la puerta trasera, con aire despistado. Ivan sonrió. Era justo lo que necesitaba.
- Eh, amigo. ¿Podrías ayudarme? Estoy buscando algo.
Por algún motivo ibas tarareando el puñetero Alouette. No sabías por qué, pero maldijiste entre dientes mientras buscabas en el periódico noticias acerca de Villa Wanderwine -sí, desde luego no habías sido muy original al buscarle un nombre-. En Hallstat había terminado la guerra, pero la destrucción de tu casa era un detalle que difícilmente se podía pasar por alto. No tanto porque fuese particularmente importante -que a nivel local lo era-, sino porque sabías que en esa región concreta el único sitio reducido a cenizas era tu finca. Sin embargo, no encontraste nada.
Alzaste la vista del periódico. Mientras lo leías te habías despistado y terminaste... Bueno, no tenías muy claro dónde habías terminado. Los edificios habían perdido el lustre que los había caracterizado hasta el momento y las calles eran más estrechas. Bien es cierto que olía un poco peor que los amplios bulevares donde se encontraba tu alojamiento, pero no sabías distinguir bien del todo dónde estaba la línea entre plebeyo y miserable; para ti, hasta el momento, siempre había sido lo mismo. Tal vez en ese elitismo estaba el que no hubieses hecho buenas migas con nadie en Hallstat, pero todavía no estabas del todo lista para pensar en ello. Tampoco tenías tiempo, porque escuchaste un ruido a tu espalda y te giraste casi como instinto. Fue... Espectacular.
Lo seguiste casi hipnotizada. No entendías cómo lo habías escuchado; casi parecía no hacer ruido al caminar. Su abrigo se movía con cierta pesadez, pero cada paso que daba era elegante y su cabello blanco ondeaba al escaso viento que había, casi con vida propia. Su espada abultaba entre la ropa, y su avance era seguro y confiado. Casi no podías creer que se tratase de él. Avanzaste tras su estela hacia un callejón mientras sacabas tu pistola del bolso, y mientras se reunía con un yonki, apuntaste a su cabeza.
- ¡Billy "el pecas", quedas arrestado!
Tal vez no deberías haber hablado. Si bien se parecía mucho al hombre, simplemente de ver su perfil sabías que no era él: Su nariz era mucho más grande y vacía de pecas. Guardaste la pistola, casi alarmada, y te inclinaste hacia él a modo de disculpa.
- Le ruego me perdone, esto ha sido una lamentable equivocación. -Creo que lograste decir todo eso sin tartamudear una sola vez, pero aún no lo entiendo. De todos modos, no es cosa mía. Dejaste el callejón y te dispusiste a seguir buscando. Qué vergüenza, ¿qué iba a pensar ese pobre hombre inocente de ti?
Alzaste la vista del periódico. Mientras lo leías te habías despistado y terminaste... Bueno, no tenías muy claro dónde habías terminado. Los edificios habían perdido el lustre que los había caracterizado hasta el momento y las calles eran más estrechas. Bien es cierto que olía un poco peor que los amplios bulevares donde se encontraba tu alojamiento, pero no sabías distinguir bien del todo dónde estaba la línea entre plebeyo y miserable; para ti, hasta el momento, siempre había sido lo mismo. Tal vez en ese elitismo estaba el que no hubieses hecho buenas migas con nadie en Hallstat, pero todavía no estabas del todo lista para pensar en ello. Tampoco tenías tiempo, porque escuchaste un ruido a tu espalda y te giraste casi como instinto. Fue... Espectacular.
Lo seguiste casi hipnotizada. No entendías cómo lo habías escuchado; casi parecía no hacer ruido al caminar. Su abrigo se movía con cierta pesadez, pero cada paso que daba era elegante y su cabello blanco ondeaba al escaso viento que había, casi con vida propia. Su espada abultaba entre la ropa, y su avance era seguro y confiado. Casi no podías creer que se tratase de él. Avanzaste tras su estela hacia un callejón mientras sacabas tu pistola del bolso, y mientras se reunía con un yonki, apuntaste a su cabeza.
- ¡Billy "el pecas", quedas arrestado!
Tal vez no deberías haber hablado. Si bien se parecía mucho al hombre, simplemente de ver su perfil sabías que no era él: Su nariz era mucho más grande y vacía de pecas. Guardaste la pistola, casi alarmada, y te inclinaste hacia él a modo de disculpa.
- Le ruego me perdone, esto ha sido una lamentable equivocación. -Creo que lograste decir todo eso sin tartamudear una sola vez, pero aún no lo entiendo. De todos modos, no es cosa mía. Dejaste el callejón y te dispusiste a seguir buscando. Qué vergüenza, ¿qué iba a pensar ese pobre hombre inocente de ti?
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Lo más inusual de la situación fue el olor. En el momento en que captó aquel aroma a perfume caro y a delicioso aroma vital, supo que definitivamente la había cagado. Habían logrado pillarle en el acto y sólo había algo que podía hacer: pedir perdón. Sin pensarlo mucho (o en absoluto), sacó las braguitas que había robado del barco y se las ofreció a su dueña bajando la cabeza avergonzado.
- Lo siento. Toma tu ropa. Te devolvería la bebida, pero está ya en mi estómago.
¿Por qué había hecho eso? Tras razonar un segundo después lo que la desconocida le había dicho, se dio cuenta de que simplemente le había confundido con alguien más y se había delatado estúpidamente. Ahora tenía unas pocas opciones. Podía noquearla, intentar buscar alguna excusa, tal vez elaborar un intrincado y estúpidamente complejo plan que incluyese pingüinos... o podía hacer honor a la más antigua tradición pirata y salir por piernas. Un sonido de pasos alejándose apresuradamente le informaron de que el yonki al que había intentado interrogar acababa de darse a la fuga, probablemente pensando que había sido una encerrona. Allí se iba su oportunidad de meterse en el tráfico local de droga... qué remedio. Ya lo rastrearía luego o buscaría a otra persona. En el peor caso podía optar por el sutil y tradicional método de abrir puertas a patadas y dar puñetazos hasta que algo ocurriese.
Pero por ahora tenía que encargarse de no acabar con acoso sexual añadido a su lista de fechorías y con lo que parecía una cazarrecompensas bajita y de gatillo fácil persiguiéndole por Lvneel. Ya la había cagado al sacar las braguitas y soltar aquello, así que no servía de nada negar lo que ya había dicho. Tenía que trabajar con las cartas sobre la mesa. Un olor dulce y fragante llegó a su nariz, distrayéndolo. Olía verdaderamente deliciosa, algo de lo que no se había percatado en el barco. Casi como si las leyes que regían el universo hubiesen cambiado. O tal vez simplemente era muy limpia.
- Esto... - no tenía muy claro cómo salir de aquel embrollo, así que decidió improvisar - Me ordenaron hacer entrega de un paquete de licores y una braga a una chica rubia y muy guapa igual a ti, pero nunca me dieron el nombre. No tengo tu alcohol por problemas técnicos, pero puedo invitarte a una comida - y si colaba, colaba.
- Lo siento. Toma tu ropa. Te devolvería la bebida, pero está ya en mi estómago.
¿Por qué había hecho eso? Tras razonar un segundo después lo que la desconocida le había dicho, se dio cuenta de que simplemente le había confundido con alguien más y se había delatado estúpidamente. Ahora tenía unas pocas opciones. Podía noquearla, intentar buscar alguna excusa, tal vez elaborar un intrincado y estúpidamente complejo plan que incluyese pingüinos... o podía hacer honor a la más antigua tradición pirata y salir por piernas. Un sonido de pasos alejándose apresuradamente le informaron de que el yonki al que había intentado interrogar acababa de darse a la fuga, probablemente pensando que había sido una encerrona. Allí se iba su oportunidad de meterse en el tráfico local de droga... qué remedio. Ya lo rastrearía luego o buscaría a otra persona. En el peor caso podía optar por el sutil y tradicional método de abrir puertas a patadas y dar puñetazos hasta que algo ocurriese.
Pero por ahora tenía que encargarse de no acabar con acoso sexual añadido a su lista de fechorías y con lo que parecía una cazarrecompensas bajita y de gatillo fácil persiguiéndole por Lvneel. Ya la había cagado al sacar las braguitas y soltar aquello, así que no servía de nada negar lo que ya había dicho. Tenía que trabajar con las cartas sobre la mesa. Un olor dulce y fragante llegó a su nariz, distrayéndolo. Olía verdaderamente deliciosa, algo de lo que no se había percatado en el barco. Casi como si las leyes que regían el universo hubiesen cambiado. O tal vez simplemente era muy limpia.
- Esto... - no tenía muy claro cómo salir de aquel embrollo, así que decidió improvisar - Me ordenaron hacer entrega de un paquete de licores y una braga a una chica rubia y muy guapa igual a ti, pero nunca me dieron el nombre. No tengo tu alcohol por problemas técnicos, pero puedo invitarte a una comida - y si colaba, colaba.
A veces la vida te llevaba por caminos que no esperarías encontrarte. De buenas a primeras habías confundido a un pobre viandante con un criminal, y había resultado que efectivamente se trataba de un delincuente. Lo verdaderamente insólito no estaba en que en un barrio marginal ese hombre que amedrentaba a un yonki fuese un criminal, lo cual era realmente factible y, en verdad, mucho más esperable una vez lo pensabas fríamente. El verdadero problema venía de la segunda parte:
- ¿De qué demonios me estás hablando?
Ibas a marcharte, pero habló de bebida y ropa. Tú tenías bebida en el barco y, a decir verdad, solías vestirte con ropa. Sin embargo era algo tan genérico que cualquiera podría esperar que el doble del Pecas te estuviese confundiendo con alguna otra muchacha a la que había asaltado en algún momento. Al menos esa era una sólida teoría hasta que viste la ropa que te tendió.
Tu primer instinto fue darle una bofetada. No particularmente fuerte, claro, pero tu siguiente instinto fue negar con la cabeza, sonrojada. La ropa interior era interior porque nadie que tú no quisieras debía verla. ¿Qué iba a pensar de ti sabiendo que te ponías esas cosas? Que por otro lado no debería importarte lo que un desconocido que había robado tus bragas pensase de ti, pero el rubor de tus mejillas estaba subiendo mientras el calor evitaba que pensases con claridad.
- Eso no es mío -mentiste-. Pero no se le roba a alguien con tan buen gusto. ¡Cochino!
Su historia, además, no cuadraba en absoluto. ¿Cómo podía esperar que te creyeras esa tontería? ¡Más después de haber admitido el hurto apenas unos segundos antes! Aunque en realidad te paraste a pensar por un momento: ¿Cómo demonios te había reconocido? Solo tenía por pista unas braguitas y... Olfateaste el aire. Olías bien. Aunque claro, para poder no solo olerte sino reconocer tu olor tendría que ser algo así como un animal de rastreo, y aunque robar bragas a una señorita era muy de cerdo, tú no olías a trufa.
Al final la recogiste, tratando de aparentar la mayor dignidad posible -poca, dadas las circunstancias- y suspiraste, exasperada.
- Está bien, no pasa nada. El alcohol es barato. -Para ti, al menos, lo era-. ¿Cómo me has reconocido? -Era la única pregunta que realmente podías hacer sin sucumbir al impulso de correr inmediatamente hacia el barco.
- ¿De qué demonios me estás hablando?
Ibas a marcharte, pero habló de bebida y ropa. Tú tenías bebida en el barco y, a decir verdad, solías vestirte con ropa. Sin embargo era algo tan genérico que cualquiera podría esperar que el doble del Pecas te estuviese confundiendo con alguna otra muchacha a la que había asaltado en algún momento. Al menos esa era una sólida teoría hasta que viste la ropa que te tendió.
Tu primer instinto fue darle una bofetada. No particularmente fuerte, claro, pero tu siguiente instinto fue negar con la cabeza, sonrojada. La ropa interior era interior porque nadie que tú no quisieras debía verla. ¿Qué iba a pensar de ti sabiendo que te ponías esas cosas? Que por otro lado no debería importarte lo que un desconocido que había robado tus bragas pensase de ti, pero el rubor de tus mejillas estaba subiendo mientras el calor evitaba que pensases con claridad.
- Eso no es mío -mentiste-. Pero no se le roba a alguien con tan buen gusto. ¡Cochino!
Su historia, además, no cuadraba en absoluto. ¿Cómo podía esperar que te creyeras esa tontería? ¡Más después de haber admitido el hurto apenas unos segundos antes! Aunque en realidad te paraste a pensar por un momento: ¿Cómo demonios te había reconocido? Solo tenía por pista unas braguitas y... Olfateaste el aire. Olías bien. Aunque claro, para poder no solo olerte sino reconocer tu olor tendría que ser algo así como un animal de rastreo, y aunque robar bragas a una señorita era muy de cerdo, tú no olías a trufa.
Al final la recogiste, tratando de aparentar la mayor dignidad posible -poca, dadas las circunstancias- y suspiraste, exasperada.
- Está bien, no pasa nada. El alcohol es barato. -Para ti, al menos, lo era-. ¿Cómo me has reconocido? -Era la única pregunta que realmente podías hacer sin sucumbir al impulso de correr inmediatamente hacia el barco.
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