Yazad Gotamaku
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Saberes
Akuma no mi
Varios
YAZAD GOTAMAKU
Datos Esenciales:
Experiencia: 0.
Nivel: 1.
Nombre: Yazad
Apellidos: Gotamaku Marrassh
Apodo:
Alineamiento: Caótico neutral
Raza: Humano
Sexo: Masculino
Edad: 22
Facción: Científico del gobierno
Rango/Empleo: Auxiliar
Recompensa: -
Rango social: Medio
Banda, Flota o Brigada: -
Clase: Dōbutsu no senshi: saru (Guerrero animal: mono) +5
Característica clave: Reflejos [0].
Características principales: Agilidad [0] y poder de destrucción [0].
Características secundarias: Velocidad [0] y fuerza [0].
Oficios:
- Domador:
Nivel 1: Obtienes tu primer animal. Este animal equivale a la mitad de tu nivel de la Clase que más se le ajuste (a hablar con el Staff).
Nivel 8: Ahora eres mejor con tu mascota. Esta te obedecerá en tareas simples, como sentarse, tumbarse o atacar con tan solo una palabra. Aunque seguirá sin poder hacerte la comida o rellenar los papeleos de la marina. A parte de esto, podrás amaestrar a otro animal, aunque este no te ayudará en batallas.
Nivel 15: Bien, tu mascota y tu empezáis a compenetraros más. Ahora no solo sabrá sentarse, tumbarse y atacar, sino que aprenderá a bailar y dar saltitos para que puedas pasar un sombrero en mitad de una multitud y ganarte algo de dinero. Ahora podrás tener otra mascota más, aunque esta seguirá sin ayudarte en batallas.
- Científico:
Nivel 1: Conoce los tratados básicos de física, química y biología. Empieza a interesarse por hacer estudios independientes.
Nivel 8: Se desenvuelve bastante bien, siendo capaz de hacer pequeños aparatos como máquinas simples o petardos. Aprende a diseccionar animales pequeños.
Nivel 15: Empieza a tener conocimientos avanzados en ciencias, como nociones de mecánica cuántica o genética, así como reacciones químicas a gran escala. A estas alturas, empieza a ser conocido como una promesa científica.
- Guardabosques:
- Nivel 1: Conoce el bosque en cierta medida, y sabe cuál es el mejor terreno para cultivar las plantas más comunes.
Nivel 8: Sabe bastante bien dónde hay raíces y ramas, además de empezar a reconocer algunas plantas venenosas. Empieza a construir reclamos para algunos animales, aunque no le sale muy bien.
Nivel 15: Es más ágil en terrenos boscosos o llenos de obstáculos que los demás, como calles abarrotadas, gracias a que se maneja bastante bien en estos lugares.
Akuma no mi:
Mar e Isla de Origen: West Blue, País de Kano.
Sueños:
-Salvar a su madre.
-Descubrir el secreto detrás de las magatamas y el mapa de su padre.
-Matar a Astrid.
Datos Escénicos:
Descripción Física:
- Descripción general: la piel de Yazad es de un color canela dada su ascendencia materna de Arabasta. Tiene una figura mesomorfa de espalda y caja torácica ancha. Tiene una estatura alta para los habitantes del País de Kano de 1,78 metros y un peso de 85 kilogramos. Aun así, su anchura y musculatura visible le hacen aparentar una mayor envergadura si cabe. Su melena larga y negra cae a ambos lados de su cabeza en forma de oscuros rizos, normalmente enredados y despeinados. Su cara es bastante afilada y rectangular con los pómulos muy marcados, con una nariz ancha (especialmente en el centro), ojos azulados y una frondosa barba. No es poco común verle semidesnudo, enseñando el pecho cubierto de vello por la calle. Objetivamente, se trata de una persona que cumple bastante con los cánones de belleza generales. Además, cuando sonríe crea un gran contraste con su generalmente harapiento aspecto dada su sonrisa blanca y pulcra.
- Indumentaria habitual: Por lo general, lleva ropa clara con accesorios de cuero. También combina con esto pequeñas piezas con una mezcla entre colores cálidos como naranjas y otros más fríos azules o verdes. Suele llevar una bandana en la frente dejando algunos mechones de cabello sobrepasarla. Usa pantalones anchos y zapatos acabados en punta, típico de la tierra de su madre. Por lo general, va bastante sucio y descuidado en su aspecto.
- Marcas personales: en su mejilla izquierda se ve reflejada una cicatriz. Por el momento, nadie sabe cómo se la hizo.
Descripción Psicológica: - Psicología: Alocado, suele hacer las cosas de manera imprevisible. Su mente está trabajando continuamente, atenta al más mínimo detalle de cada escena. Por ello también cambia de parecer tan rápido sobre un mismo tema. En un momento puede sentirse empirista hasta la médula y tras un segundo convertirse en un racionalista de la existencia. No hay que tomarse en serio sus rabietas repentinas o sus depresiones de dos minutos. Eso sí, cuando se le mete algo entre ceja y ceja no parará hasta conseguirlo... por lo menos durante unas horas. Se distrae con facilidad, por eso que decía antes de fijarse en cada detalle. Le puedes estar hablando sobre cómo hiciste el viaje más emocionante de tu vida mientras él analiza la composición de un moco que se acaba de sacar de la nariz. Te ha escuchado, pero en algún momento has pasado a un segundo plano y tardará un instante más de lo normal en procesar tu información. Es egocéntrico, pero más en una forma infantil que no llega a empatizar con el resto de las personas normalmente. De hecho, tiene una mayor afinidad con los animales que con las personas. Socialmente puede llegar a ser un desastre, siendo demasiado directo o sin prestar atención a la conversación ni ocultarlo.
- Gustos:
-Investigar toda cosa que viva o que salga de algo que viva o que tenga que ver con algo que viva. La vida es... bueno, eso, vida. Es el mayor misterio gracias al cual todos estamos aquí. Pero, ¿qué hay detrás? ¿Un dios? ¿La casualidad? ¿El destino? ¿Matrix? Cada descubrimiento nos da una repuesta y diez preguntas más. ¿No es eso emocionante?
-Improvisar para resolver cada conflicto, entrenar la mente ágil y ponerse al servicio de lo desconocido. Planear está bien de vez en cuando, pero la adrenalina del aquí y el ahora es una droga difícil de superar.
-Aprender de cada error. Equivocarse es natural, es humano. Aunque claro, todo es en pos de buscar la perfección. Si no deseásemos lo inalcanzable todavía seguiríamos viviendo en cuevas con palos y piedras.
-Sorprenderse con el mundo y sus colores. Más que todo lo anterior, las sorpresas son lo que más le gusta con diferencia. Los plot twists le hacen olvidarse de cualquier otra cosa y maravillarse de los misterios todavía escondidos. - Desagrados:
-Los cobardes. La gente que está muerta por dentro (la que está muerta por fuera le produce interés). No soporta a los que no se atreven a realizar lo que quieren o ni siquiera se lo han llegado a plantear por vivir una vida tranquila.
-Los tradicionalistas. Las ceremonias cierto día del año todavía las soporta, pero no puede con los valores preestablecidos que no se cuestionan en ningún momento. Algunas construcciones sociales le producen cierto escozor.
-La muerte. Le gusta arriesgarse, pero también teme el riesgo porque el mayor de todos ellos es el fin de la existencia. Le da pánico la idea de extinguirse y dejar de ser. No le importa lo que haya más allá. Sea Dios, Nirvana, el Paraíso o el Infierno; la vida es demasiado bonita (la suya, claro está).
Habilidades:
-Tiene amplios conocimientos de biología por todo lo que leyó en su infancia y adolescencia en las enciclopedias de su madre. Le fascina la composición de los cuerpos tanto de animales como de vegetales. Además, su capacidad de análisis es increíble cuando se trata de seres vivos y anatomía. Es capaz de discernir en un solo vistazo la posible estructura ósea y muscular de un cuerpo.
-Obviamente, destaca su gran afinidad con los animales, como si éstos vieran algo salvaje en Yazad y le sintieran más cercano a ellos. Todos los años que pasó con la tribu de los monos no fue una simple anécdota que contar. Sus movimientos son algo distintos de los de un humano hasta para hacer tareas cotidianas. Las costumbres de saber qué hacer con qué animal no sólo las estudió de niño en los libro sino que las experimentó en su adolescencia.
-Memoria eidética: Recuerda todo lo que ha visto, leído, escuchado, saboreado, olido, palpado, etc. El primer día que recuerda con tal exactitud fue el día que su madre le regaló el libro "Viaje a occidente" cuando él tenía seis años. Esto también se aplica a los malos recuerdos, por lo que puede ser desastroso revivir momentos traumáticos.
Torpezas:
-No tiene filtro social. Simplemente no piensa qué cosas no se pueden decir en según qué circunstancias. Es directo y no ve el problema en serlo. Esto le conlleva más de una pelea innecesaria y hace que trabar amistad sea una tarea árdua con mucho esfuerzo en las dos partes.
-Inestabilidad emocional y mental. Puede estar más contento que unas castañuelas y poco después arrastrándose por el suelo pensando lo insignificante de su existencia. También es como si sus ideales variaran muchas veces y no tuviera claro qué opina de algo.
-Falta de aseo. No suele oler demasiado bien. Se ducha una o dos veces al mes si se acuerda... La tierra, el polvo, la sangre, todo ello es como un accesorio más para él; casi como una segunda piel.
- Historia:
Qué bonita es la vida, ¿no os parece? Naces con cinco preciosos sentidos que te permiten ver los colores, escuchar los sonidos, oler las fragancias… Te conceden la capacidad de admirar la belleza de lo que te rodea. Estás vivo y a partir de ahí empiezas a sentir. Sientes felicidad, orgullo, rabia, dolor, éxtasis. Es maravilloso. Pero todo ello se acaba. La muerte está en todas partes: bosques, ciudades, mar, cielo, hasta dentro de tu propio cuerpo. Da miedo pensarlo, ¿verdad? Sí, yo temo y amo cada día como si de un efímero e intenso romance se tratara. Qué poético soy a veces para ser un hombre de ciencias…
Según me contaron mis padres, se conocieron en Arabasta. Mi madre era una bióloga de la ciudad de Alubarna que estudiaba la evolución de los patos gigantes que habitaban el país desde hacía siglos. Al parecer, la Marina estaba interesada en utilizarlos como transporte unipersonal dada su velocidad en tierra firme –interesantísima información, ¿verdad?– y enviaron a uno de sus escuadrones a probar su eficacia. El hilo rojo del destino fue acortándose hasta que un sargento llamado Tora y una bióloga llamada Shana cruzaron sus miradas. El amor… Ese complejo sentimiento que sentimos por momentos. En medio de la investigación un grupo de revolucionarios inició una rebelión contra el gobierno del reino. La guerra asoló las calles de la capital. Escaseaban los recursos más básicos tanto para un bando como para otro. Pero ni el más intenso de los conflictos pudo parar el fuego de la pasión que... bueno, ya os hacéis una idea. Lo cierto es que ahora mismo no quiero ponerme a contar más de lo necesario.
*Técnica secreta de súper resumen*
La guerra se acabó seis meses más tarde con mi padre teniéndose que retirar del servicio por una bala que alcanzó su espalda, incapacitándole, y el título de teniente honorífico por sus logros en la sofocación de los rebeldes. Llegaron al País de Kano –la tierra natal de mi padre– con mi madre a punto de dar a luz. Nací.
Mi madre buscó un trabajo en la capital, en un laboratorio del Gobierno Mundial. Sin embargo, decidieron irse a vivir a las afueras, a una antigua finca familiar. Recuerdo que, mientras chupaba leche de teta, llegamos a esa cochambrosa construcción a los pies de una montaña rodeada de frondoso bosque. Estábamos aislados prácticamente por completo de toda civilización. La villa más cercana estaba a unos tres kilómetros. Aquella época fue una delicia. Sin preocupaciones, sin presiones, sin casi tener que pensar. Agá –así era como llamaba en ese entonces a mi padre, ya que no tenía una pronunciación muy desarrollada– me “cuidaba” y se encargaba de la reforma de la casa. ¿Que cómo se ocupaba estando paralítico de cintura para abajo? Pues con una mano agarraba una muleta con la que se apoyaba en el suelo desplazándose a salto limpio y con la otra cogía desde botes hasta muebles de formas imposibles. No por nada le apodaban “Tora, el Coloso”. Lo cierto es que estaba tan pendiente de la reparación que a mí me dejaba en una cuna fuera de la casa en un sitio donde me pudiera tener vigilado más o menos. Yo me entretenía viendo y jugando con los bichos que se acercaban a mí: moscas, libélulas, mariposas y alguna hormiga trepadora.
Pasó el tiempo. La casa parecía ya algo habitable. Compraron caballos. Yo comencé a hablar, a andar, esas cosas que hacen los críos. Cuando cumplí diez años empezamos a ir de excursión al bosque. Veíamos ciervos, jabalíes, zorros e incluso algún lobo en la distancia. A veces, llevábamos el pan duro que sobraba en casa y lo echábamos para esperar a que salieran de sus madrigueras conejos o bajaran algunas ardillas de los árboles. Mi madre sonreía mientras nombraba cada cosa que veíamos y explicaba sus hábitos con gran entusiasmo. “Tora, el Coloso” no parecía tan duro cuando me acariciaba la cabeza con sus manos llenas de cayos. Llegó un momento en el que los animales del bosque incluso pasaban al lado de nuestra casa, reclamados por toda la fruta que dejaba fuera mi madre. Desde la ventana contemplábamos su majestuosidad. Adoptamos un búho que llegó hecho un mochuelo trémulo al que llamamos Seifu (viento del oeste). Buenos tiempos…
Conforme me hacía mayor, yo me iba interesando más por el trabajo de mi madre en el laboratorio. Incluso fui alguna vez con ella. Pero eso no parecía agradar a mi padre. Él me insistía en hacer ejercicio con él. Flexiones, abdominales, dominadas. Yo rechazaba todas sus ofertas. De un momento a otro, el choque de trenes era incontrolable. Él había pasado a un nuevo método de reeducación: la hostia chichonera. Consistía en un golpe limpio variable entre la zona frontal y la zona parietal de mi cráneo con la que esperaba que yo comprendiese que la decisión que había tomado era la incorrecta. El Coloso era un hombre de tradiciones y parece que yo había salido demasiado liberal. Si no me sentaba bien en la mesa: chichón. Si no me levantaba al salir el sol: chichón. Si me quejaba porque los chichones dolían: chichón. Esta técnica funcionó por un tiempo hasta que comencé a aprender cómo esquivar las arremetidas. Por muy teniente retirado de la Marina que fuera, no dejaba de tener menos movilidad que un chico en pleno inicio de la pubertad. Seguía insistiendo con que entrenara con él e incluso me perseguía. Pero por mucho que me atrapara, me hiciera chichones más grandes o me gritara; yo no entraba en su juego.
– Tienes que hacerte fuerte como yo, alguien de valía, alguien capaz de imponer respeto y…
– ¿¡Y poder recibir una bala que arruine mi vida o termine con ella!? –exploté de rabia al interrumpirle. Había estado escuchando el mismo discurso con distintas palabras durante los últimos meses. Como si cambiando el disfraz consiguiera engañarme para que hiciera lo que él quería. Pero ya estaba harto de su verborrea sobre la fuerza, el honor y el respeto.
Sin esperar a su réplica, entré en casa y subí a mi habitación. Me acosté en la cama y agarré un libro titulado “Anatomía de las aves rapaces”, aunque ni pude concentrarme en él. La rabia seguía nublándome la vista. Había sido cruel, sí. Pero la sensación de no ser suficiente para aquel viejo no era nueva y el vaso se había colmado.
Se escucharon los crujidos de la escalera al ser pisada por muletas que poco a poco se iban acercando. La enorme figura de un hombre entró por la puerta. Sus oscuros ojos me miraron, esperando pacientes al encuentro con los míos. Rehuí su mirada hasta que desesperé y cedí a su silenciosa petición. Había una seria comprensión en ella que me sorprendió. Con un movimiento de cabeza indicó que le siguiera. Yo, todavía atónito con su actitud y movido por ella, hice caso sin rechistar por primera vez en mucho tiempo.
Salimos de casa y nos adentramos en el bosque. Él lideraba mientras yo seguía su espalda a dos pasos de distancia. Ninguno hablaba. Yo esperaba escuchar una explicación en algún momento, pero sólo los sonidos del bosque llegaron a mis oídos. Comenzamos a ascender por un estrecho camino que llevaba a la montaña. Era una mañana algo brumosa, por lo que las copas de los árboles que quedaban atrás y por debajo de nuestros pies daban una sensación de misterio. No había subido hasta ese momento por aquella pendiente pedregosa que desde fuera estaría prácticamente camuflada por la inclinación. Las muletas de mi padre avanzaban sin vacilar por aquella superficie desigual de tal forma que casi parecía que penetraban en la tierra como clavos empujados por la presión que ejercía el cuerpo sobre ellas.
Una brisa me sorprendió levantando mi cabello y alborotándolo. El responsable no era otro que Seifu, el polluelo que habíamos acogido hacía ya tres años se había convertido en un majestuoso búho real de más de medio metro de altura. Había pasado junto a mí para aterrizar en el hombro del Coloso. Le acarició la mejilla con su pico y trinó como si estuviera diciendo algo trascendental. Giró su cabeza para mirarme con sus intensos ojos naranjas y echó a volar de nuevo para perderse en la niebla.
Llegamos a lo que parecía una abertura en la montaña por la que pasamos y nos sumimos en una húmeda oscuridad. Seguía sin comprender cuál era el motivo de aquel silencio solemne por su parte. Mientras seguía escuchando el sonido metálico de los apoyos de mi padre; yo iba tropezándome con piedras, hendiduras en el suelo y demás obstáculos que a él no parecían cruzársele. Vislumbré una luz no muy lejana que se iba haciendo cada vez más intensa junto a un olor a tierra mojada y flores. Tras un pequeño deslumbre, mi pupila se contrajo –lo que se llama miosis pupilar, que hay que aprender cosas nuevas cada día– y se adaptó a la nueva iluminación.
La atmósfera que se percibía era distinta a todo lo que había sentido. Era como que todo encajaba en un mismo… concepto, digámoslo así. No estaba el paisaje por un lado, las fragancias por otro y los sonidos en otro ámbito. La sensación era como si todos mis sentidos se hubieran unificado para percibir al unísono de forma mucho más potente. Dos grandes estatuas de unos monos en una posición marcial custodiaban la entrada a un sendero siseante. Al final de éste, un torii enmarcaba un puente que, pasando sobre un estanque, daba acceso a lo que parecía un santuario. Los árboles parecían colocados de tal forma que sus copas formaran un cuadro de colores brillantes y vivos. Hubiera dicho que en el aire podía percibir una sustancia que irradiaba luz y muy probablemente dispersaba la niebla del exterior. Era como una cúpula natural de preservación. Las flores que llenaban todos los rincones fuera del camino hacían llegar esa fragancia de pureza que, antes de que me diera cuenta había hecho saltar mis lágrimas. Sonaba un arroyo a lo lejos, cerca del puente que daba acceso al santuario. Un escalofrío recorrió mi cuerpo al apreciar la especie de éter que llenaba todo aquel espacio. Casi podía saborearlo. ¡Qué demonios! ¡Pues claro que podía saborearlo, palparlo, olerlo, oírlo, verlo, VIVIRLO!
Me quedé en el límite entre tierra y paraíso intentando procesar tantos estímulos. Mi padre, por su parte, siguió avanzando sin esperarme. Le alcancé en cuanto pude recuperarme y llegamos a la orilla del estanque que se encontraba bajo el puente en el que desembocaba un pequeño riachuelo proveniente de la montaña. Las muletas dejaron de aguantar el musculoso cuerpo de mi viejo y éste se tumbó cerrando los ojos. Yo miraba a mi alrededor pendiente de cada pequeño detalle, de cada fragmento que conformaba aquella fantasía.
– Yazad, dentro de poco cumplirás los catorce años, la edad a la que yo empecé mi entrenamiento para alistarme en la Marina. Fue mi padre quien me entrenó, y a él su padre, y a él su padre, y a él su padre. Es una tradición milenaria de nuestra familia que no pienso romper ni dejar que tú la rompas. Los espíritus siempre nos han bendecido y hemos de estar agradecidos. Si les deshonramos, nadie sabe cuán destructiva puede ser su ira. Sé que eres un apasionado de la naturaleza y el conocimiento, como tu madre. Pero en esta vida hay que aprender a luchar para defender lo que amas. Yo… amaba a mis padres, me hice marine para protegerlos. En la Marina, amé a mis compañeros, les guardé las espaldas e incluso recibí una bala por ellos –se golpeó las piernas con las manos abiertas–. Amo a tu madre desde que la vi en aquel puerto con su melena alocada al viento, su piel tostada y sus ojos más azules que el cielo. Tú eres su viva imagen y mi único hijo. Te amo de una forma que nunca pensé que nadie pudiera amar.
Mi corazón se paró por un momento. Nunca antes había escuchado salir nada similar de la boca de mi padre. Parecía como si ese éter del lugar deshiciera su férrea coraza emocional de soldado y dejara ver por primera vez el ser humano que llevaba dentro. Sobre la barrera que se había ido formando durante años entre los dos se había formado una pequeña conexión de empatía mutua.
– Por eso quiero que seas lo mejor posible en todo. Y, mientras descubres lo que amas, aquello que quieres proteger, yo te enseñaré a luchar para que lo puedas hacer. Ha llegado la hora de que te entrene para que seas un “dōbutsu no senshi”, un guerrero animal –se arrastró hasta el estanque y se lavó las manos concienzudamente–. ¿Ves esa hilera de rocas?
Señaló hacia unas pequeñas rocas lisas, ovaladas, húmedas y zigzagueantes que sobresalían del estanque. Yo asentí, tragando saliva y presintiendo sus intenciones.
– Quiero que vayas hasta el final y vuelvas de espaldas sin tocar el agua. Si caes: diez flexiones, diez abdominales y diez sentadillas. Y más te vale no molestarme en la ceremonia de ofrenda.
Agarró sus muletas, se puso sobre ellas de un salto con un equilibrio demencial y se fue con una sonrisa parecida a la de un niño pequeño que ha conseguido el juguete que quería.
Por supuesto, no logré pasar de la tercera piedra resbaladiza. Mucho me pareció poder llegar hasta ahí. Llegó un momento en el que apenas era capaz de ponerme de pie. Las piernas me temblaban debido al sobreesfuerzo. ¿Quería que hiciera eso a partir de ahora? Imposible.
Llegamos a casa a medianoche. Mi madre nos recibió con preocupación, pero se le cambió por una sonrisa de mejillas rosadas al ver el hermoso ramo de flores que le habíamos traído. Cenamos, subí a mi habitación gateando y me desmayé en la cama.
Ya no había vuelta a atrás: tenía que entrenar con mi padre. Menos mal que puse la condición de que sólo lo haría si por las mañanas me dejaba estudiar con mi madre, que era el periodo en el que no tenía que trabajar. Si no lo hubiera hecho, sé que me hubiera levantado antes de que saliera el sol. Su actitud había cambiado completamente, le habían salido patas de gallo de tanto sonreír. Apenas podía discernir sus ojos rasgados en su cara de felicidad. Por supuesto, no todo se había arreglado de la noche a la mañana. Seguíamos discutiendo, yo seguía esquivando sus hostias chichoneras y contestándole. Pero las reprimendas ya no eran tan… tensas. De hecho, parecían haberse convertido en parte del entrenamiento.
Ufff… el entrenamiento. Cada día íbamos al santuario a practicar y cada día me ponía una prueba sólo en el camino de ida: llevar una roca en brazos, saltar hasta que llegáramos, andar con los pies y las manos, encontrar el camino con los ojos vendados y un laaaaaargo etc. Además, una vez que más o menos había interiorizado la mecánica, las iba combinando. Los mejores paseos de mi vida. Pensaba crear una agencia de viajes que organizara paseos de ese tipo en grupo. Qué divertido hubiera sido. Pero, obviamente, eso era la introducción. El plato fuerte llegaba cuando entrábamos al santuario.
– ¡Diez series de cien repeticiones de puño recto, puño gancho, puño martillo, puño rechazo y puño doble! –gritaba Tora, el Coloso Entrenador. Me hacía practicar contra el aire, contra árboles o contra rocas. Luego, él también practicaba esos movimientos… contra mí. Nos poníamos frente a frente y él me atacaba con sus muletas. Yo tenía que prever sus golpes basándome en su movimiento, anticiparme a ellos y esquivar o bloquear. Conforme fui cogiendo práctica, también contraatacaba alguna vez que él no se lo esperara. Pero él siempre se lo esperaba, él siempre estaba alerta y detenía mi golpe con algún movimiento imposible.
Esquivas, derribos, desestabilizaciones y proyecciones de la inercia. En estos conceptos se basaban las técnicas de los guerreros animales del mono. Existían cinco tipos de "dōbutsu no senshi": mono, tigre, oso, ciervo y grulla. Cada estilo tenía sus propias técnicas y maneras de actuar. El tigre era agresivo, se basaba en el ataque con las manos y la letalidad. El oso era bruto y potente con movimientos en los que ponía todo el peso del cuerpo. La grulla era elegante y precisa en cada pequeño gesto. El ciervo era flexible y amplio imitando su enrevesada cornamenta. Por último, el mono era veloz, ágil y siempre estaba en movimiento para no quedarse perplejo. Todos tenían un poco de todos, pero seguían siendo únicos. Algo despertó en mí al saber aquello. Puede que, inconscientemente, la asociación de aquel esfuerzo físico al análisis de los movimientos de ciertos animales me resultara… interesante. Tenía que poner todos mis sentidos a disposición del momento y eso me centraba y amplificaba mi consciencia. Por supuesto, mi padre hablaba de espíritus que nos favorecían y que había que honrar. Él era tan místico… y yo tan escéptico.
Llegó un punto en que disfruté tanto del entrenamiento como del estudio. Nunca pensé que me vería acabando rápido de comer para poder ir a darle golpes a una roca. Mi padre, cómo no, estaba gozoso con todo aquello. Según él, todavía quedaba mucho camino, pero avanzaba adecuadamente. Habían pasado dos años ya sin darme cuenta. Los días de descanso –porque sí, el cuerpo debe reposar para asimilar el ejercicio y reflejarlo en musculatura– iba a la aldea cercana a mi casa y me reunía con algunos chicos y chicas que había conocido. Os voy a ser sincero, no tienen relevancia alguna en la historia pero quería que supieseis que tenía algo de vida social. No era un rarito que vivía con sus padres y no había interactuado con otra gente.
Al volver una de esas noches después de… “estar de tranquis” en casa de uno de mis amigos, volví a casa para cenar. Había una nota escrita por mi padre en la mesa del salón.
“Yazad, ha habido un accidente en el laboratorio de Shana. Me voy al hospital. No sé cuánto tardaré. Espérame en casa.”
Un accidente en un centro bioquímico no era ninguna broma. Teniendo en cuenta que mi madre estaba estudiando en ese momento las neurotoxinas de un extraño pez de las profundidades del West Blue mis hipótesis no hacían sino ir a peor. Aquellas paredes parecían estar oprimiéndome hasta que se abrió la puerta.
Mi padre entró bastante tarde en la noche. Su cara al ver la casa patas arriba se mezclaba con el cansancio, lo que le hubieran dicho en el hospital sobre mi madre y el hecho de verme sentado en el sofá con una mujer rubia sonriendo y apuntando a mi cabeza con una pistola.
– Cuánto tiempo, Tora…
El Coloso estaba con los ojos abiertos como platos y los puños que sujetaban las muletas temblando.
– ¿Qué estás haciendo, Astrid?
Ella le miró fingiendo no saber a qué se refería. Echó un vistazo alrededor y fijó sus fríos ojos color miel sobre mí. Yo tenía la mandíbula tan tensa que parecía que iba a encajarse para no volver a abrirse. Mi padre era al mismo tiempo un rayo de esperanza y un motivo de culpabilidad por convertirme en una carga para él.
– He venido a por la magatama. Pensé que tal vez tendrías su ubicación por algún sitio de la casa. Tu chico ha sido muy amable enseñándomela entera, un gran anfitrión. Lo tienes muy bien educado. Por cierto, siento el desorden –se disculpó como una chiquilla a la que habían pillado haciendo alguna trastada–. Bueno, ya que has llegado te puedo preguntar: ¿dónde está?
Los segundos a través de aquel tenso silencio parecían congelarse. La mirada de mi padre iba de ella a mí y viceversa. Su mente debía ser un cúmulo de planes analizando cuál tendría más éxito.
– Vamos. Si no es por mí, hazlo por él –sentí la presión del cilindro metálico en mi sien y mi respiración se agitó notablemente– o por Shana...
Aquello cayó sobre nosotros como un torrente de agua gélida.
– ¿Has sido tú? –Preguntó mi padre entre dientes.
– Nunca se es demasiado precavida, ¿no crees? Tú y yo sabemos que, con la unión de las magatamas, podemos salvarla.
– ¿Qué ha pasado con mamá? –Se escapó de mis labios. Me temía lo peor. También me preguntaba qué demonios eran esas magatamas de las que hablaban. Pero, en comparación, no tenían ni el más mínimo interés.
El silencio volvió a envolvernos.
– Está en coma de forma indefinida –me respondió mi padre tratando de resistir el dolor, la rabia y la impotencia–. Está bien, te llevaré hasta ella.
– Empezamos a entendernos. ¡Tú primero!
El bosque era frío y casi amenazante aquella noche. Llegamos a la pendiente de la montaña y empezamos a subir por ella. Pasamos la gruta y allí nos recibía el santuario con su aura de majestuosidad. Estaba bañado por la pálida luz lunar. Las luciérnagas revoloteaban y aportaban su particular quimioluminiscencia al lugar. La tal Astrid no me soltó hasta que llegamos al altar.
Mi padre nunca me había permitido acercarme hasta que no estuviera preparado para hacer las ofrendas. Había sobre una repisa pétrea una ventanilla de madera roja. La mujer agarró el pomo y tiró revelando su interior. La luz incidió sobre una estatuilla dorada. Se trataba de un mono ataviado con una armadura que sujetaba un bo de madera y una gema amarillenta. La rubia se abalanzó sobre la gema con una mano que intentó separarla de los dedos del primate. Al ver que sus esfuerzos eran inútiles, arrojó al suelo la estatuilla rompiéndola en mil pedazos y se reveló su interior de piedra. El sonido inundó la zona y pareció romper la cúpula de armonía que la rodeaba.
Astrid cogió el mineral refinado y levantó la vista… tarde. El Coloso había aprovechado ese instante para acercarse rápidamente. Un golpe metálico impactó en su mejilla que le hizo soltar la gema y volar hasta caer en el estanque.
– ¡Yazad, coge el bastón y la gema y vete!
– Pero…
– ¡Ahora! ¡No es momento de replicar!
Estaba en lo cierto, pero con las manos temblorosas me costó bastante más de lo debido recoger los diminutos objetos. Cuando me dirigía por el camino de piedra a la salida, comprobé que no había salida. Bueno, estaba allí. Sin embargo, una multitud de gente con máscaras de serpiente la taponaba.
– ¡Retrocede! –Parecía que mi padre también los había visto y corría en mi dirección sin quitarle ojo a la mujer que se levantaba y salía con dificultad del estanque.
– Como decía antes: nunca se toman suficientes precauciones –alargó la mano hacia nosotros mientras la multitud de enmascarados nos rodeaba.
Algo cayó a lo lejos de uno de los árboles. Comenzó a caminar entre las flores un chimpancé de un metro de alto que se acercaba con paso firme. Otro ruido reveló un macaco. Y otro mono, y otro mono, y otro mono. Aquella amplia sala natural de la montaña recibió en total a 12 primates de distintas especies contra aproximadamente 40 humanos. Una risa femenina retumbó en mis oídos.
– ¿Estos son vuestros guardianes? Había escuchado que seguíais las antiguas tradiciones todavía, pero depender de unos animaluchos para proteger la magatama y un solo humano… tullido...
Un ululato cruzó el aire como un grito de guerra. Las garras de Seifu cayeron en picado sobre la cara de Astrid siguiendo con continuos picotazos que hicieron brotar sangre de su frente. Los primates saltaron sobre los sicarios con una sucesión de golpes dirigidos con maestría a lo que estos últimos respondieron con técnicas sibilinas. Recibí un empujón desde mi espalda que me dirigía a una apertura del círculo de batalla.
– Ve, ellos te guiarán.
Sentí que mi padre quería decir mucho más que esas simples palabras, pero al instante ya se encontraba golpeando máscaras de serpiente. Actuando por instinto, seguí adelante sin pensar en nada más. Tambaleándome, palpando las paredes de la cueva con las manos; conseguí salir al exterior. Mi pecho se aceleraba a cada segundo, me estaba dando un ataque de ansiedad. Un rugido que no había escuchado antes y no pude identificar me dejó helado. Provenía del santuario. ¿Sería otro guardián de esos? Cuando iba a girarme para volver a dentro, una mano rugosa me hizo volver en mí unos segundos. Se trataba de un mandril que tiraba de mí pendiente abajo. Yo, por inercia y confiando en las palabras de mi padre, me dejé llevar.
Escuchaba varios gritos a lo lejos. El bosque seguía siendo tan frío que mis nerviosas exhalaciones generaban vapor que nublaba ligeramente mi visión. “Esto debe ser un sueño” pensaba. “No puede ser verdad. ¿Monos guardianes que luchan contra sectarios que vienen a por una maga-loquesea? ¡JA! Menuda imaginación tengo…” Me senté en el suelo con la cabeza agachada tratando de concentrarme para despertar. “Es un sueño, una pesadilla producida por el cansancio. Ayer fue un entrenamiento duro.”
Un enorme crepitar vino a mi mente. Escuché risas, dos presencias junto a un fuego que se iba haciendo cada vez más grande. Me giré en la dirección opuesta a la que el mandril me quería llevar y comencé a correr. Poco después, una humareda subía por encima de los árboles hacia el cielo estrellado y confirmó lo que me había dicho mi intuición: mi casa estaba en llamas. Los responsables reían alrededor. En carga, empujé al más cercano a las llamas. Fue curioso oler carne humana siendo calcinada. ¿Olía a pollo? Interesante… La compañera de la antorcha humana fue a por mí, pero esquivé su agarre percibiendo la trayectoria de su mano. Aproveché su posición desfavorable para coger su muñeca, dar un golpe seco en su hombro y dislocárselo.
Sentía el potencial de todo lo que había aprendido fluyendo a través de mí sin control alguno. Era puro instinto animal. Pero todo ello estaba impregnado de una ira bruta y llena de deseo de venganza. Era el sentimiento más potente que había experimentado hasta la fecha. Mi cuerpo era un hervidero caótico de brío.
Eché a la tipa al suelo boca arriba. Pisoteé su caja torácica varias veces notando sus costillas astillarse y romperse con cada nueva arremetida. Por la forma en la que le había dejado el pecho, probablemente le había perforado un pulmón y se le estaría encharcando. Una muerte apropiada. Ni siquiera pensé en ello de una forma humana. Acababa de matar por primera vez en mi vida y no había sentido más que la sorpresa de que fuera tan fácil. Qué frágiles éramos los humanos al fin y al cabo…
Miré la enorme pira en la que se había convertido mi casa y que se extendía ya por casi todos los árboles cercanos. Mi madre vino a mi mente. Tenía que ir con ella y… no lo sé, tenía que hacer algo. Los caballos habían escapado, pero podía ir andando. O, mejor dicho, hubiera podido antes de que empezaran a caer troncos ardiendo por todas partes sellando el camino. La parte que todavía estaba a salvo era por la que había venido y donde el mono hacía señas para que fuera deprisa. Recordé las palabras de mi padre una vez más y le hice caso.
El bosque entero se estaba movilizando hacia la misma dirección en una enorme estampida por la supervivencia. Corrí junto a ciervos, conejos y osos que ni se percataban de mi presencia. Llegado a cierto punto, noté una tendencia del resto de girar a la izquierda. La razón era el cañón por el que pasaba el río. A esa altura, había una caída de quince metros –a ojo de buen cubero– y una separación de otros siete entre las dos orillas. El mono hizo gestos extraños que no comprendí. Yo negué con la cabeza y seguí el cauce hacia abajo por la izquierda.
Al llegar hasta el nivel del río me di cuenta de lo estúpido que era, pues había llovido el día anterior y todavía conservaba una corriente demasiado fuerte como para cruzarlo. El mandril seguía haciendo movimientos con las manos que creía que significaban algo para mí. Intenté pensar qué podía hacer y noté algo en el bolsillo de mis pantalones bombachos. Eran el bō y la gema de la estatuilla. Las acaricié con… no lo sé, con el sentimiento de querer regresar atrás en el tiempo y cambiar todo lo que había sucedido aquella noche. El trozo de madera reaccionó y creció ligeramente al contacto. El mandril se había puesto a alabarlo. Volví a tocarlo con un dedo un poco miedoso. Regresó a su tamaño parecido al de un palillo gordo. Lo apreté en mi mano y noté cómo se expandía sin parar hasta tener las dimensiones de un bō de dos metros en el que podían apreciarse ciertas ornamentaciones. Lo estrujé con ambas manos y todas mis fuerzas para que se hiciera una enorme vara de cinco metros. ¿Qué clase de tecnología era aquella? Intenté analizarlo. Era sorprendentemente ligero y flexible para su volumen. Probablemente estuviera hecho de bambú pues en el centro parecía conservar un hueco que lo atravesaba de punta a punta. Reaccionaba a la presión aplicada sobre el material.
El mono, entusiasmado, tiró de mí y me llevó arriba hasta el abismo de quince metros de nuevo señalando una roca robusta y el largo bō. Esta vez lo entendí y lo miré como si estuviera loco –aunque realmente el loco era yo, que estaba discutiendo con un mono–. El olor a humo vino a mí. El incendio seguía avanzando y llegaría a mí tarde o temprano. Sin pensarlo más, lo hice. Apreté lo máximo que pude la vara para extenderla, cogí carrerilla, empecé a correr, apunté un extremo del palo hacia la base de la roca y luché contra la gravedad. Logré mi propósito. Salí hacia arriba, pero me quedé corto en la distancia y caí al vacío.
Pocas cosas hay más agobiantes que sentir que te ahogas y no poder respirar. Bajo la inmensa fuerza de un agua brava, yo luchaba por salir a la superficie agarrado a un palo de cinco metros. Una pistola en la cabeza, una batalla, un incendio y, finalmente, moriría en el torrente de un río. Contra la resistencia acuática, levanté el bastón usando la energía que residía en cada poro de mi piel y agarré un extremo con mis dientes como si tuviera la mandíbula de un tiburón blanco. Di una calada de aire que llenó mis pulmones al fin y dio oxígeno por unos momentos… hasta recibir un golpe en la cabeza y desmayarme.
– ¡Buaaaargfshgisgiss!
Fueron mis primeras palabras al despertarme vomitando agua. Abrí los ojos con la vista nublada y, cuando pude enfocar, el puto mono estaba ahí. Pero no estaba solo, Seifu le acompañaba. El búho me miraba con la cabeza torcida, probablemente preguntándose si estaba bien. Como pude, me levanté y le acaricié. Estaba en algún punto en el que el río se abría para convertirse en un pequeño lago que seguía descendiendo más adelante. Era por la mañana y la ceniza en el aire era claramente visible. En el cielo, grandes humaredas se veían a lo lejos. El incendió parecía seguir activo en ciertas zonas. Junto a mí también estaba ese magnífico palo que me había ayudado a caer por el cañón. Comprobé mi bolsillo y la gema también seguía allí, milagrosamente.
“Pero espera”, me di cuenta. “Si Seifu está aquí, significa que la batalla ha terminado y que padre le ha enviado a buscarme.” Con ayuda del bō como apoyo, eché a andar en la dirección en la que subía el río. De mis ropas húmedas tiró algo: el mandril otra vez. Con una mirada de odio, pues me recordaba a lo que había acontecido la noche anterior, me fui.
– ¡Padre!
Observando el cielo de nuevo, pude ver que el incendio se había desplazado hacia el este, dejando el acceso al santuario y a lo que quedaba de mi casa libre. Primero fui a visitar ésta por si hubiera vuelto tras el enfrentamiento. Todo el bosque estaba recubierto por un manto gris y los árboles estaban caídos por todas partes. La vida se había esfumado. “Ha sido duro, pero ya está. Ahora sólo tengo que encontrarle.” Como no estaba por la zona, me dirigí al camino escarpado de la montaña. “Seguramente estaba cansado por la batalla y se quedó descansando allí hasta que llegara yo”. Entré en la gruta.
– ¡Padre! –Seguía llamando, por si me escuchaba y respondía–. ¡Padre! ¡Pa-!
No os voy a describir la escena. Mi padre es una de las pocas figuras que he respetado realmente en mi vida y no pienso mancillar su recuerdo. Sólo diré que cada noche viene a mí ese lugar que antes había visto como un paraíso sin parangón. Ese paraíso que se había convertido en un infierno que me hacía querer arrancarme los ojos, coserme la boca, cortarme los oídos, romperme la nariz, amputarme las manos y MORIR.
Tras… no sé realmente cuánto tiempo, decidí que la mejor opción era dirigirme a la ciudad a ver a mi madre.
Me encontraba en un estado como anestesiado. La enfermera no parecía comprenderme ni yo a ella.
– Me temo que a la señora Shana Gotamaku la trasladaron de urgencia ayer noche a un centro especializado en el Grand Line por petición de un familiar. Su nombre, según los informes, era Astrid Marrash. Se trataba de la hermana de la paciente.
Debió ver mi cara de incomprensión y desorientación porque llamó a un doctor que me atendió. No le conté nada. Simplemente respondí a sus preguntas con monosílabos con tono neutro y la mirada perdida en algún punto. “¿Hermana?” Me preguntaba a mí mismo mientras hacía caso omiso del médico. “Mi madre no tiene ninguna hermana.”
Me ingresaron en la sección de tratamiento psiquiátrico. Tenía una habitación compartida con un señor esquizofrénico y una chica muda. Yo seguía sin percibir qué había pasado exactamente hasta el día en que apareció por la ventana Seifu acompañado de ese hijo de mona. El mandril desertó algo en mí. Sentí de nuevo una energía explosiva recorriendo mi cuerpo y atravesé la ventana del hospital sin pestañear. Los cristales no parecieron hacerme nada. Sólo quería alcanzar a aquel primate cabrón y descargar en él todo lo que sentía. Atravesamos el patio. La enfermera que me había recibido antes se cruzó en mi camino y pude esquivar a tiempo su cuerpo sin perder de vista mi objetivo. La chica gritó que un paciente se estaba escapando y un par de seguratas aparecieron en la salida para prevenir la huida del recinto. El mono giró súbitamente, trepó por un árbol, saltó por encima de los grandullones y éstos se quedaron embobados al ver el panorama. Yo le seguí de cerca sin notar todo el esfuerzo físico que estaba realizando. Atravesamos las calles de la ciudad sorteando todo tipo de obstáculos. La gente se apartaba sorprendida. Podía sentir a Seifu observando desde lo alto la escena.
Sin que me percatara casi, habíamos llegado al bosque calcinado. Pasamos sobre la negruzca tierra. Recordé el momento en el que huía del incendio. Aceleré. Él también lo hizo. Llegamos al punto del cañón y ya no había espacio para girar. Le iba a acorralar contra el abismo. Sin embargo, el mandril no se detuvo. Saltó sobre la piedra en la que yo había apoyado el bō y se lanzó directo con una acrobacia de la que jamás le hubiera imaginado capaz. Pero, decidido a no dejarle escapar, imité su movimiento y su técnica. Brinqué. No era tan distinta de algunos ejercicios que había practicado anteriormente. Por un instante pensé que lo conseguiría. Por otro pensé que no. Llegué con el cuerpo colgando de mis manos, que intentaban agarrarse a lo posible. Con esfuerzo, subí y contemplé que el mono me esperaba. Tomándolo como un reto, recuperé el aliento y volví a correr tras él.
Aquello sí que era terreno completamente desconocido para mí. Centré mi vista en el primate y no pensé en nada más. No sé cuántos minutos pasé así, pero llegó un momento en el que mi corazón luchaba por no colapsarse y reventar. El mono también había perdido velocidad. Aun así, fijándome por primera vez en mi alrededor, pude ver una construcción enorme de semihundida en la tierra y enmohecida. Parecía ser la entrada derruida de un gran edificio con arquitectura muy distinta a todo lo que había visto en mi vida hasta ese momento.
El mono corrió a refugiarse en él. Yo le seguí, mirando en todas direcciones. Dentro, la luz se filtraba por enormes grietas y permitía distinguir extraños símbolos que había esculpidos por las paredes. La estructura del edificio parecía diseñada con formas poligonales básicas como techo triangular, bases rectangulares y columnas cilíndricas decoradas con figuras antropomorfas. “Ni rastro de ese pequeño… Vale, encontrado.” Sí, junto a otros tantos monos que habían aparecido por todas partes: columnas, cornisas y grietas. Entre las sombras lejanas apareció una figura enorme de unos tres metros. Se trataba de un orangután albino que se dirigía con tranquilidad hacia mí, casi como si me conociera. Quedé sorprendido de aquel espécimen tan único. Comenzó a olerme alrededor, gruñía de modo extraño y miraba al resto con sus ojos grisáceos. Por primera vez después de todo lo que había sucedido, mi sentido del peligro despertó.
Sin saber bien por qué, mi mente se abstrajo de aquel momento. “A mamá le encantaría estar aquí. Observar a estos animales, comprenderles…” Por un momento encontré algo que creí haber perdido. “¿Por qué lo he dado por perdido? Si ella está viva todavía, tengo que ir a buscarla. Claro. Esa mujer, Astrid, busca la maldita magatama y quiere que vaya a dársela a cambio de mi madre. Hará lo posible por conservar su as en la manga. Eso es lo que hizo con mi padre.” Pero, al contrario que él, yo no pensaba luchar por algo tan insignificante como una estúpida tradición. “También tengo que pensar un poco: si se la entrego sin más, ella ya habrá obtenido lo que desea y probablemente nos elimine tanto a mi madre como a mí”.
El orangután discutía con un grupo de monos acaloradamente con extraños bufidos. En otro momento me hubiera fascinado por sus hábitos tan humanizados, pero en ese instante mi cuerpo comenzó a moverse por sí solo. Corrí hacia la salida sin nada más en mente que volver a ver a mi madre. Tenía que hacer algo, ya se me ocurriría el qué. Poco duró mi esperanza de irme. Un gorila cayó sobre mí, inmovilizándome y llevándome de nuevo frente al “monoarca”. Estaba secuestrado por primates, mi madre usada como rehén en algún lugar del Grand Line y la voz de mi padre venía a mí diciendo que los espíritus nos protegen.
– ¿Estos son tus espíritus, padre? ¿Tus espíritus son los mismos que permitieron que nuestra casa se incendiara junto a todo el bosque? ¿Los mismos que enviaron a esa mujer? ¿Los mismos que no te protegieron en su propio santuario mientras tú dabas la vida por ellos? ¡Que les jodan! ¡A la mierda tus espíritus! –Agarré el pequeño palo de mi bolsillo y lo apreté con todas mis fuerzas para transformarlo en una larga vara de cinco metros con la que combatir a aquella gran multitud de monos. Fui a por su líder, pero éste ya estaba preparado. El tronco que enarbolaba me golpeó rápidamente en un costado y me lanzó contra una pared. Caí inconsciente.
Me desperté en un cuarto extraño. La cama sobre la que yacía estaba hecha de piedra con algo de follaje. En una mesilla estaba el bō. Palpé mis bolsillos. La gema no estaba. Esos monos cabrones me la habían quitado. Oficialmente estaba secuestrado por monos. En la entrada había unas cuantas frutas que devoré al darme cuenta del hambre que tenía. ¿Qué demonios pretendían esos monos? ¿Divertirse conmigo como si fuera un esclavo que pelea para su entretenimiento? ¿Habían llegado a ese nivel de comportamiento? “Pues si quieren espectáculo lo van a tener. No me pienso ir sin esa magatama para salvar a mi madre.”
Cada vez que salía de mi celda era para pelear. Al principio me sorprendió la gran organización que tenían. Se reunían en un enorme círculo dentro del cual dos contendientes luchaban hasta que uno caía al suelo. Había rankings y torneos. Además, ¡utilizaban palos como armas! La primera vez, me enfrenté a un titi que aprovechó la diferencia de tamaño para derribarme con una finta y un barrido por la espalda. Cada uno tenía su propio estilo. Sé que parece algo surrealista, pero era fascinante ver cómo aprovechaban sus capacidades para salir victoriosos. Lo importante era ofrecer una pelea donde ponías toda la carne en el asador.
Con el tiempo descubrí que su sistema de comunicación era por signos con las manos y los distintos ruidos que emitían aportaban contexto emocional que podía cambiar el significado de una palabra. Después de las batallas, había ciertos debates de por qué había ganado uno y no el otro.
–Mono. Nariz. No. Bien. Mover. Piernas. (El mono narigudo no tiene un buen movimiento de piernas.) –Decía uno.
–Pero. Bien. Luchar. Brazos. (Pero se le da bien combatir con sus brazos) –Respondía otro.
Yo aprendía y entrenaba. Aquella rutina me recordaba de vez en cuando a una etapa no muy lejana de mi vida, los buenos tiempos… Era un dolor punzante y tierno.
Poco a poco, me dejaban más libertad para ir a donde quería. Aproveché esto para buscar dónde escondían la magatama, pero no tuve éxito. Seguramente ellos sabían que lo intentaría y ésta la custodiaría personalmente el orangután albino al que apodé King. También le puse nombre al mandril que me guió hasta allí, aunque al principio tuviera intenciones de matarle. Le llamé Coloso, dado su gran tamaño de más de un metro, su gran musculatura y la gran unión que había ido desarrollando con él que me recordaba en cierta forma... Oficialmente sufría el “Síndrome de Estocolmono”.
De alguna manera, pude canalizar todos mis sentimientos a través de la lucha. Me ayudaba a aceptar lo sucedido y, ya no a superarlo –porque algo así nunca se supera del todo–, pero sí a saber vivir con ello. Cuando lo recordaba, lloraba, pero seguía adelante. Todo esto me ayudó a pensar un plan para abordar la situación y conseguir mis objetivos. Una noche me infiltré en la ciudad y robé material de escritura. De vuelta en el templo, me esmeré en anotar todos los detalles, comportamientos, sistemas, costumbres y reacciones que había descubierto en mi estancia. Cientos de hojas y subiendo por cada día que pasaba.
Llegó un punto en que prácticamente era parte de su comunidad, uno más. Las prendas que llevaba antes se quedaban en mi habitación ya que dificultaban el movimiento y facilitaban el agarre enemigo. Además, el haber estado analizando activamente la fisionomía de cada especie me permitió predecir sus movimientos desarrollando el sentido de reacción a ellos. No sé cuánto tiempo llevaba allí cuando derroté a Coloso, ya que el cabronazo era muy bueno y me había costado muchos intentos. Cuando vi caer su cara colorada de azul y rojo sabía que sólo quedaba una cosa por hacer allí: derrotar a King.
Él llevaba su tronco de fresno contra mi bō extensible. El círculo de batalla era el más grande que había visto. Nadie quería recibir un golpe de nuestras armas, que abarcaban un gran radio. Comenzó él con un rápido intento de aplastarme con un golpe vertical, pero mi instinto me permitió esquivar hacia la derecha con precisión milimétrica. Corriendo hacia delante, apreté el bastón para que creciera lo máximo posible y arremeter con una estocada en su plexo solar. King consiguió interponer su brazo y bloquear el ataque. Seguí castigando varias veces para intentar causarle el suficiente daño y entorpecer esa extremidad. Sin embargo, eso hizo que me descuidara y recibiera un golpe de madero en las costillas. Si bien fue bastante parecido al que recibí en mi llegada al templo, apreté mis pies contra la tierra y sentí cómo pude aguantar el impacto siendo arrastrado sólo a un metro de mi posición. Agarré con un brazo toda la superficie posible del tronco pegado a mis costillas y, con el brazo libre, oprimí mi bō con el que lancé latigazo tras latigazo cortando el aire. Esto hizo que King soltara su leño y se llevara ambas manos a la cara. Aproveché para acercarme y comenzar a girar sobre mí mismo ganando inercia. Con toda la energía cinética que pude reunir descargué un golpe estruendoso sobre la rodilla derecha del orangután que cedió y fue al suelo. Soltó un puño directo a mí que conseguí que sólo me rozara en un hombro, quedó inservible para el resto de la pelea. Siendo así, me valí de mi velocidad para dar un pequeño salto sobre la rodilla que le quedaba en pie y hacer un salto mortal que me colocó a un metro sobre su cabeza. Utilicé una técnica que me había enseñado Coloso en un combate. La había estado practicando durante bastante tiempo en secreto. Empuñé mi bastón con los pies por un extremo y tiré con la única mano útil hacia arriba del otro extremo mientras la gravedad me comenzaba a empujar hacia abajo. King se preparó para el golpe volviendo sus brazos de un color oscuro que había visto a algunos de los monos más veteranos usar. Abrí mi mano para que el bō saltara con un silbido amenazante y atizara con toda su potencia los antebrazos de King. Pude sentir cómo el choque vibró por todo el templo. La gravedad, junto con la fuerza centrífuga que le había adherido mi mano, hizo que esta vez el que cayera al suelo derrotado fuera el jefe albino de los monos.
Cuando se irguió, me puso la mano en el hombro y me hizo un gesto para que le siguiera sin hacer caso al alboroto que se había generado entre todos los primates. Me guió hasta lo que parecían sus aposentos llenos de frutas de todo tipo. Al fondo, se distinguía una enorme puerta cerrada a cal y canto con los símbolos que poblaban todas las paredes. No obstante, había algo realmente distintivo en ella: en el lado izquierdo una figura humana, en el derecho la de un gran simio y en el centro la figura de la estatuilla del santuario. Mi estómago se revolvió al acordarme de ese sitio. King se acercó, puso la mano sobre el gran simio y señaló al centro donde, como si fueran dos cerraduras, había dos huecos que supuse al instante lo que necesitaban. Él sacó la magatama y yo mi bastón. Los colocamos y empujamos desde las siluetas que nos representaban. La puerta cedió y reveló una habitación imponente. El aire traía un aroma de antigüedad que no había percibido nunca antes. La sala estaba llena de estatuas de tigres, osos, grullas y ciervos de todos los tamaños. Pero un tragaluz enfocaba al anfitrión de la sala: la colosal efigie del mono ataviado con armadura estaba sentada con las piernas cruzadas. Sobre su regazo había un mapa. Estaba desgastado y escrito en un idioma ininteligible. Aun así, reconocí un mapa del mundo. Tenía marcas que señalaban ciertas islas, símbolos en ese idioma y el papel parecía ser algo translúcido, seguramente por el desgaste de los años.
Al salir con él en las manos, King me dijo en gestos:
–Tú. Padre. Querer. Yo. Dar. Mapa. Tú.
“Ellos te guiarán” recordé. Todavía con un nudo en el estómago, apreté el mapa contra mi pecho. Tenía la boca seca. No sabía qué hacer. No entendía qué quería decir todo aquello.
Había recuperado la magatama al fin, me había hecho un "dōbutsu no senshi" y había obtenido lo que podía ser un camino. Me había ganado el respeto y confianza de la manada y ellos la mía. La relación se había gestado de una forma un tanto violenta, pero eso sólo la había hecho a prueba de cualquier golpe. Ojalá pudiera contaros todas las historias que había vivido con ellos, pero esto es sólo un aperitivo. En otra ocasión os podré contar algo más. El caso es que llegó el momento de la despedida. Les expliqué en su lengua a grandes rasgos lo que planeaba hacer y ellos asintieron conformes. Sabía que estaban entusiasmados por haber sido capaz de lograr su objetivo que no era otro que terminar lo que mi padre empezó en su momento: mi entrenamiento. Pese a ello, no tenía intención de continuar la tradición de la familia de alistarme en la Marina. ¿Qué le iba a hacer? Era un innovador y tenía otras necesidades. Abracé uno por uno a todos los monos que habían convertido aquel templo antihigiénico en un refugio más que hogareño.
Llegué a la capital del País de Kano prácticamente semidesnudo, mugriento, apestoso y deseducado en algunos ámbitos sociales. Simplemente me duché en una fuente pública y cogí prestadas algunas prendas de tendederos ajenos. En unas pocas horas me habían denunciado por alteración del orden público, hurto menor y exhibicionismo. Me iba a costar adaptarme a aquello de nuevo, pero tenía que hacerlo. Me dirigí al laboratorio en el que había trabajado mi madre. Todo había cambiado bastante desde mi última visita con quince años, no por nada había pasado un lustro. Al no tener títulos, demostré mis conocimientos de forma práctica y, dado quien era mi madre, me admitieron como auxiliar del departamento de biotecnología. No podría haber salido mejor. Entraba así en la fase uno.
Datos Bélicos:
Talentos:
- Tiene consciencia de sus 5 sentidos simultáneamente y los tiene bastante desarrollados. Esto hace que sea difícil pillarle por sorpresa. Puede guiarse muy bien en la oscuridad, reconocer a alguien por su olor, registrar la forma de caminar de alguien o el sonido de su zapato.
- Hiperactivo. Es decir, siempre está mandando impulsos a sus músculos aunque sean movimiento internos mínimos y esto hace que su cuerpo reaccione de manera mucho más rápida. No puede estarse quieto, por lo que en batalla siempre estará haciendo fintas o yendo de un lado para otro confundiendo al rival. También le ayuda en el campo teórico, ya que el cuerpo ayuda a activar la mente y la creatividad. Si está sentado, moverá la rodilla de arriba abajo, girará sobre el eje de su silla, jugará con un boli, se levantará y hablará consigo mismo...
- Líder de la manada: a pesar de su aspecto, su olor, sus cambios de humor y de opinión, su trato y su egoísmo... si le miras bien, hay en él cierto aura de respeto. Cuando se yergue por completo, sus hombros parecen estar levantando algo más grande que él mismo, una visión, un concepto. Da casi terror verle serio y aguantarle la mirada se hace difícil.
Ineptitudes:
- Sufre de TDAH (Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad) y eso le dificulta muchas veces centrarse en lo que le están diciendo, o por lo menos lo procesa en segundo plano sin prestarle mucha atención.
- Ritmo inquieto: al estar en continuo movimiento y con una energía continua tan alta, le es prácticamente imposible ser sigiloso. Incluso su respiración le delata por ser más fuerte que la de una persona normal. No es torpe, pero su actividad corporal le impide ocultarse por mucho tiempo.
- Estilo de Lucha:
- Nombre del estilo de lucha: Dōbutsu no senshi: saru (Guerrero animal: mono)
Descripción del estilo de lucha: se trata de un estilo de lucha ligado al continuo movimiento del que lo practica. La posición básica y más "estática" es estar en el sitio dando pequeños saltos con los pies con las manos en guardia. El contraataque es la esencia de este estilo. La agilidad y los reflejos para esquivar y poner el ataque del enemigo en su contra son cruciales. Muchas veces ni se utiliza un golpe como tal sino que se aprovecha el del oponente para desestabilizarle. También se juega mucho con el espacio, aprovechando todo lo que haya y jugando con él. Un mono debe saber moverse por todos los entornos posibles y utilizarlos en su favor. Fintas, amagos, proyecciones, desvíos... son las técnicas que se desarrollan con el estilo. Por supuesto, todo esto es lo más básico. Después, cada maestro evoluciona estas técnicas conforme él considere. Hay pequeños santuarios perdidos por todo el mundo que describen algunas de ellas, tanto del mono como de los otros cuatro animales.
Ámbitos:
- Psicomotricidad superior: le da la misma pericia con los pies que con las manos, pudiendo usar objetos normalmente con cualquiera de sus extremidades. Esto permite tener un control máximo para moverse y aumentar su agilidad un 100% durante un turno con una recarga de dos turnos.
Pertenencias:
Armas:
- Umarekawaru:
Arma de calidad infrecuente en forma de vara alargada que varía su tamaño según la presión que se ejerza sobre ella. Máximo de 5 metros. Hueca por dentro y hecha de bambú.
Ropas: Lleva ropa holgada y cómoda hecha con franela blanca y cuero. Un pañuelo en la frente. Zapatos acabados en punta. Casi toda su ropa es de un estilo propio de Arabasta en honor a la búsqueda que realiza. Su indumentaria suele estar sucia.
Propiedades: -
Barcos: -
Islas: -
Varios:
-Magatama: pequeño crisoberilo con una forma peculiar.
Buenas tardes, caballero. Tengo que pedirte que modifiques algunas cosas antes de aceptar tu ficha:
Creo que no me dejo nada. Postea aquí cuando lo hayas arreglado y me pasaré para aceptarte la ficha.
- Descripción física: la indumentaria no se contabiliza dentro del límite de palabras, y sin ella no alcanzas las 150. Ya que lo tienes que alargar para llegar al mínimo, te agradecería que añadieses los apartados: descripción general, marcas personales e indumentaria habitual.
- En cuanto a "Habilidades y torpezas", debes llegar a las 100 palabras en cada apartado.
- Lo mismo ocurre con tu ineptitud en "Datos bélicos". Debe llegar a 50 palabras.
Creo que no me dejo nada. Postea aquí cuando lo hayas arreglado y me pasaré para aceptarte la ficha.
Yazad Gotamaku
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Fortaleza
Velocidad
Agilidad
Destreza
Precisión
Intelecto
Agudeza
Instinto
Energía
Saberes
Akuma no mi
Varios
Gracias por el aviso. He cambiado los apartados mencionados y creo que ahora cumplen con los mínimos. Espero que todo esté correcto.
Un saludo y te agradezco tu tiempo.
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