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- Estúpido gigante descerebrado, ¡dame, dame! -sonaba la voz de Piru, incesante, una y otra vez, como si tratara de taladrar su oído con ella al tiempo que intentaba atravesar su cráneo con el pico.
El peliazul frunció el ceño al tiempo que una vena comenzaba a hincharse a lo largo de su cuello. Le alimentaba, protegía y cuidaba desde que le encontró. ¿Cómo se atrevía esa maldita cotorra deslenguada a tratarle de aquella forma? Tal vez debería haberla machacado a pisotones cuando la encontró con el ala rota en aquél camino, tras haberse caído de su nido. No era tan difícil mostrar un poco de gratitud después de haberle salvado la vida. Maldita sea, que encima lo hubiera hecho él era prácticamente un milagro. ¿No comprendía acaso el riesgo que conllevaba enfadar al iracundo asesino?
- ¡Maldita sea, montón de plumas apestado! -respondió a pleno pulmón mientras movía el brazo violentamente hacia arriba, intentando golpear a la pequeña ave como castigo por su conducta- ¿¡Quién las ha conseguido!? No recuerdo que ningún pajarraco las haya traído por su propia cuenta, ¡así que cállate y déjame en paz!
Algunos de los anaranjados gajos se escaparon entre sus dedos, cayendo sobre la hierba mojada y la tierra húmedas, manchándose. Una lástima, pues se formaban parte de una de las mandarinas de Conomi, famosas en el mundo entero por su sabor y motivo por el que el demonio se encontraba allí. Un amante de aquel cítrico creado por algún ser superior no podía rechazar la posibilidad de viajar a aquella isla. Una lástima que los trozos que quedaban se hubiesen manchado con aquel líquido carmesí... Seguro que su sabor se había estropeado, y eso no estaba nada bien. Satisfecho al ver esto, Piru se posó sobre una de las ramas más altas del árbol que había a sus espaldas e hizo amago de sacarle la lengua al chico.
- Eso te pasa por estúpido. ¡Imbécil, cabezahueca! -continuó blasfemando el entrañable pajarito mientras que su dueño recogía la mandarina echada a perder del suelo.
- Joder... Mira lo que ha pasado por tu culpa -respondió, dejando escapar un leve suspiro justo antes de arrearle una patada al árbol, cuyo tronco tembló violentamente- Ahora habrá que robarle de nuevo a esa escoria... Y seguro que ya se han dado cuenta de que han desaparecido dos de los suyos -chasqueó la lengua y cargó su enorme espada a la espalda, mientras se ajustaba bien el kimono (que se había quitado por simple comodidad)- Si tengo que matar a alguien no pienso darte ni la piel.
Y con esto en mente echó a caminar, siendo seguido desde una distancia prudencial por la cotorra. "Ya te despistarás, ya... Pienso hacer pollo frito esta noche" pensó mientras miraba a su compañero de reojo con cierta molestia.
El peliazul frunció el ceño al tiempo que una vena comenzaba a hincharse a lo largo de su cuello. Le alimentaba, protegía y cuidaba desde que le encontró. ¿Cómo se atrevía esa maldita cotorra deslenguada a tratarle de aquella forma? Tal vez debería haberla machacado a pisotones cuando la encontró con el ala rota en aquél camino, tras haberse caído de su nido. No era tan difícil mostrar un poco de gratitud después de haberle salvado la vida. Maldita sea, que encima lo hubiera hecho él era prácticamente un milagro. ¿No comprendía acaso el riesgo que conllevaba enfadar al iracundo asesino?
- ¡Maldita sea, montón de plumas apestado! -respondió a pleno pulmón mientras movía el brazo violentamente hacia arriba, intentando golpear a la pequeña ave como castigo por su conducta- ¿¡Quién las ha conseguido!? No recuerdo que ningún pajarraco las haya traído por su propia cuenta, ¡así que cállate y déjame en paz!
Algunos de los anaranjados gajos se escaparon entre sus dedos, cayendo sobre la hierba mojada y la tierra húmedas, manchándose. Una lástima, pues se formaban parte de una de las mandarinas de Conomi, famosas en el mundo entero por su sabor y motivo por el que el demonio se encontraba allí. Un amante de aquel cítrico creado por algún ser superior no podía rechazar la posibilidad de viajar a aquella isla. Una lástima que los trozos que quedaban se hubiesen manchado con aquel líquido carmesí... Seguro que su sabor se había estropeado, y eso no estaba nada bien. Satisfecho al ver esto, Piru se posó sobre una de las ramas más altas del árbol que había a sus espaldas e hizo amago de sacarle la lengua al chico.
- Eso te pasa por estúpido. ¡Imbécil, cabezahueca! -continuó blasfemando el entrañable pajarito mientras que su dueño recogía la mandarina echada a perder del suelo.
- Joder... Mira lo que ha pasado por tu culpa -respondió, dejando escapar un leve suspiro justo antes de arrearle una patada al árbol, cuyo tronco tembló violentamente- Ahora habrá que robarle de nuevo a esa escoria... Y seguro que ya se han dado cuenta de que han desaparecido dos de los suyos -chasqueó la lengua y cargó su enorme espada a la espalda, mientras se ajustaba bien el kimono (que se había quitado por simple comodidad)- Si tengo que matar a alguien no pienso darte ni la piel.
Y con esto en mente echó a caminar, siendo seguido desde una distancia prudencial por la cotorra. "Ya te despistarás, ya... Pienso hacer pollo frito esta noche" pensó mientras miraba a su compañero de reojo con cierta molestia.
Lion D. Émile
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No tenía muy claro por qué, pero siguiendo una corazonada, Émile había ordenador a sus barcos desviarse de su ruta para hacer escala en Conomi. Ni siquiera necesitaban provisiones, habían recalado no hacía ni una semana en la isla donde habían reparado la Dama Negra. Realmente no había nada que pudiera llamarle la atención en una isla sin importancia como aquella. No había ni grandes riquezas que valiera la pena saquear, ni oponentes que vencer para ganar más renombre. Y tampoco hombres que reclutar, dado que ni era una isla pirata ni andaban faltos de nuevos reclutas. ¿Había sido simplemente ganas de estirar las piernas? En el Corazón del Diablo había espacio de sobra para pasear, aunque cierto era que se trataba de unas vistas un tanto monótonas. No... algo le decía que aquel era el sitio donde debía encontrarse ese día. Le había dado vueltas a la cabeza intentando descubrir si no se trataría de alguna treta de Lucifer, pero el Diablo había desmentido aquella teoría. "Tus locuras no son asunto mío. Lo que creas que debes hacer en esa isla es cosa tuya" había dicho antes de volver a dormirse.
El Corazón del Diablo había permanecido a varias millas de la costa, y la Dama Negra le había acercado a esta. A medio kilómetro de tierra había ordenado a la nave dar media vuelta, y desplegando las alas, había volado hasta la isla y aterrizado cerca de uno de los poblados. Estaba vestido de manera más "discreta" de lo habitual. En lugar de su gabardina o sus elegantes trajes, llevaba una negra sudadera con capucha, y las pistolas ocultas bajo esta. Pasó por el pueblo, observando a la gente. Sus hermosos ojos castaños de vez en cuando brillaban con un destello rojo cuando se detenían en alguna persona. "No hay una especial cantidad de mal en nadie. En esta isla tampoco encontraré a ninguno de mis futuros generales." Esto iba en relación con una de las ambiciones de Émile. Su objetivo era encontrar a las seis personas que más destacasen por ser la representación terrenal perfecta de uno de los siete pecados capitales. Él era Orgullo... y por ello, quería como sus hombres de confianza a seis piratas capaces de encarnar los otros pecados. A medida pasaba por las calles de la ciudad, estas entraban en caos. La gente comenzaba a discutir sin motivo aparente, otros comenzaban a robar, algunas personas se ponían a sobar a otros con descaro... era debido a la influencia sobre las personas de su akuma. Despertar los pecaminosos deseos ocultos de la gente era su especialidad. Y una buena forma de encontrar a aquellos que encarnasen a sus futuros pecados.
Paró en una frutería y compró una manzana. La frutera había intentado que se llevase naranjas, pero las había rechazado. No eran una fruta que le gustase especialmente. La mujer probó a intentar ofrecerle una cesta entera de manzanas, y tras regatear un poco el precio, se llevó un buen puñado de ellas. Si aquella descarada tendera hubiese sabido con quién trataba, se hubiera dirigido hacia él con mayor respeto. Ah... a veces echaba de menos el puesto de Yonkaikyo. En aquellos tiempos podía pasearse por la calle sin que algún infeliz tratase de cobrarse su recompensa, o que los marines intentaran arrestarlo. Sin embargo, colaborar con el Gobierno no era una opción. No eran más que una panda de cerdos que protegían a los Tenryuubitos, y como hijo de Lion D. Karl era enemigo de la Nobleza Mundial. La obra de su padre no quedaría sin terminar. No descansaría hasta arrancarle el corazón de su podrido pecho al último de ellos.
Su paseo le llevó a las afueras de la aldea. De repente notó algo húmedo y frío en la cabeza, y alzó la mirada hacia el cielo. Se había nublado y comenzaba a llover un poco. Se puso la capucha, y continuó andando. La lluvia no era algo que le preocupara... no iba a enfermar por algo tan nimio como un poco de agua. La resistencia sobrenatural de su cuerpo a las bajas temperaturas le impedía resfriarse por un poco de agua. Mientras se alejaba de las últimas casas, se fijó en que se acercaba a unos campos de arroz que el camino cruzaba. Poco a poco, la llovizna comenzó a crecer en intensidad. En fin... aquello era un contratiempo. Si bien no podía enfermar, no era cómodo. Pero ni siquiera el mal tiempo iba a estropearle sus caprichos. Si quería pasear, pasearía, ya estuviera cayendo agua o fuego del cielo. Nadie le negaba nada. Fue entonces cuando lo vio: alto, musculoso, y vestido de una forma poco apropiada para caminar bajo semejante tormenta. Cogió una manzana de su cesto y le dio un mordisco, mientras sus ojos se volvían rojos. Un aura carmesí envolvía al hombre, intensa como pocas que hubiese visto. Una sonrisa malévola se dibujó en su rostro. Tal vez aquel paseo hubiese tenido razón de ser. Parecía disgustado por algo, y un pájaro le seguía volando. El animalejo iba profiriendo improperios contra él.
- Humillado por un pájaro... ¿en tan poca estima tienes tu orgullo, caminante-san? - preguntó, con una sonrisa burlona.
El Corazón del Diablo había permanecido a varias millas de la costa, y la Dama Negra le había acercado a esta. A medio kilómetro de tierra había ordenado a la nave dar media vuelta, y desplegando las alas, había volado hasta la isla y aterrizado cerca de uno de los poblados. Estaba vestido de manera más "discreta" de lo habitual. En lugar de su gabardina o sus elegantes trajes, llevaba una negra sudadera con capucha, y las pistolas ocultas bajo esta. Pasó por el pueblo, observando a la gente. Sus hermosos ojos castaños de vez en cuando brillaban con un destello rojo cuando se detenían en alguna persona. "No hay una especial cantidad de mal en nadie. En esta isla tampoco encontraré a ninguno de mis futuros generales." Esto iba en relación con una de las ambiciones de Émile. Su objetivo era encontrar a las seis personas que más destacasen por ser la representación terrenal perfecta de uno de los siete pecados capitales. Él era Orgullo... y por ello, quería como sus hombres de confianza a seis piratas capaces de encarnar los otros pecados. A medida pasaba por las calles de la ciudad, estas entraban en caos. La gente comenzaba a discutir sin motivo aparente, otros comenzaban a robar, algunas personas se ponían a sobar a otros con descaro... era debido a la influencia sobre las personas de su akuma. Despertar los pecaminosos deseos ocultos de la gente era su especialidad. Y una buena forma de encontrar a aquellos que encarnasen a sus futuros pecados.
Paró en una frutería y compró una manzana. La frutera había intentado que se llevase naranjas, pero las había rechazado. No eran una fruta que le gustase especialmente. La mujer probó a intentar ofrecerle una cesta entera de manzanas, y tras regatear un poco el precio, se llevó un buen puñado de ellas. Si aquella descarada tendera hubiese sabido con quién trataba, se hubiera dirigido hacia él con mayor respeto. Ah... a veces echaba de menos el puesto de Yonkaikyo. En aquellos tiempos podía pasearse por la calle sin que algún infeliz tratase de cobrarse su recompensa, o que los marines intentaran arrestarlo. Sin embargo, colaborar con el Gobierno no era una opción. No eran más que una panda de cerdos que protegían a los Tenryuubitos, y como hijo de Lion D. Karl era enemigo de la Nobleza Mundial. La obra de su padre no quedaría sin terminar. No descansaría hasta arrancarle el corazón de su podrido pecho al último de ellos.
Su paseo le llevó a las afueras de la aldea. De repente notó algo húmedo y frío en la cabeza, y alzó la mirada hacia el cielo. Se había nublado y comenzaba a llover un poco. Se puso la capucha, y continuó andando. La lluvia no era algo que le preocupara... no iba a enfermar por algo tan nimio como un poco de agua. La resistencia sobrenatural de su cuerpo a las bajas temperaturas le impedía resfriarse por un poco de agua. Mientras se alejaba de las últimas casas, se fijó en que se acercaba a unos campos de arroz que el camino cruzaba. Poco a poco, la llovizna comenzó a crecer en intensidad. En fin... aquello era un contratiempo. Si bien no podía enfermar, no era cómodo. Pero ni siquiera el mal tiempo iba a estropearle sus caprichos. Si quería pasear, pasearía, ya estuviera cayendo agua o fuego del cielo. Nadie le negaba nada. Fue entonces cuando lo vio: alto, musculoso, y vestido de una forma poco apropiada para caminar bajo semejante tormenta. Cogió una manzana de su cesto y le dio un mordisco, mientras sus ojos se volvían rojos. Un aura carmesí envolvía al hombre, intensa como pocas que hubiese visto. Una sonrisa malévola se dibujó en su rostro. Tal vez aquel paseo hubiese tenido razón de ser. Parecía disgustado por algo, y un pájaro le seguía volando. El animalejo iba profiriendo improperios contra él.
- Humillado por un pájaro... ¿en tan poca estima tienes tu orgullo, caminante-san? - preguntó, con una sonrisa burlona.
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A medida que avanzaban por los campos de arroz el cielo comenzaba a nublarse lentamente, vaticinando la llegada de lo que podría ser una tormenta bastante fuerte. Qué oportuno todo. El día parecía reunir las condiciones perfectas como para que al peliazul se le pudieran cruzar los cables con facilidad, cosa que hasta el pequeño Piru pareció notar pues no se atrevía a acercarse demasiado a este. Y, ciertamente, ¿quién querría estar cerca de una mole de músculos malhumorada? Sobre todo teniendo en cuenta el enorme espadón que cargaba a su espalda. Era un tanto rudimentario y, tal vez, exageradamente brutal pero... ¿Qué importaba? Estaba hecha a la perfección para la tarea con la que había sido concebida: cortar, partir y mutilar a todo el que se interpusiera en su camino... Cosa que no tardaría en ocurrir.
La lluvia comenzó a precipitarse sobre ellos, al principio de forma leve, como si los propios cielos temieran poder despertar la ira del joven. Sin embargo, tras lo que debieron ser poco más de unos minutos esta se vio intensificada, encharcando el suelo y humedeciendo sus ropajes. "Mierda." La ropa se le pegaba al cuerpo, una sensación nada agradable y, ya que en cualquier caso parecía que no podría evitar mojarse, decidió evitar el tener que soportar aquello. Desabrochó la parte superior, dejando a la vista su torso, con el vientre envuelto por el sarashi, así como sus tatuajes y alguna que otra cicatriz, quedando el kimono sujeto únicamente por la dorada cinta que servía de sujeción a la altura de la cintura. Hacía algo de frío y lo más probable era que si no encontraba algún sitio donde refugiarse pronto podría terminar cogiendo un buen resfriado. Tal era la intensidad de la lluvia que hasta la pequeña cotorra decidió acercarse hasta el peliazul para posarse sobre su hombro, viéndose incapaz de continuar el viaje por el aire. Eso sí, mantuvo el pico cerrado. Tampoco le convenía cabrearle ahora que la tenía tan a mano.
- Debería atravesarte con un palo y dejarte a merced de todos los felinos de la isla por tus estupideces -le dijo, con el ceño levemente fruncido.
De repente, ambos comenzaron a escuchar el chapoteo producido por unos pasos que parecían aproximarse poco a poco hacia ellos, confundiéndose con los suyos con el ruido que la lluvia ocasionaba de fondo. ¿Quién habría por la zona en medio de semejante tormenta? ¿Algún agricultor que no había llegado todavía a su hogar? Sin embargo, por motivos que no alcanzó a comprender, Piru volvió a alzar el vuelo y a soltar una nueva ristra de improperios hacia su persona. Parecía congratularse con dejarle en ridículo delante de la gente... Definitivamente aquel pajarraco no sabía la que se le vendría la próxima vez que se acercara. Frente a él, a escasos metros, se presentó una persona que no parecía para nada habitante de la isla. Sus ropas no eran las de un granjero, desde luego, aunque fuese bastante informal. Una capucha le protegía de la lluvia y en su mano reposaba una manzana apenas mordisqueada. "Una lástima. De haber sido mandarinas podría habérselas robado" pensó con cierta molestia, sin apartar su mirada carmesí de la del contrario. Aquellos ojos tenían algo extraño, al igual que el hombre en sí. ¿Quién sería?
- ¿Y a ti qué mierda te importa la estima en la que tenga o deje de tener mi orgullo, enclenque? Deberías aprender a medir tus palabras -le respondió con cierto deje malhumorado, cosa que se iba incrementando mientras observaba aquella irritante expresión de su rostro. ¿Se estaba burlando de él? ¿Ese cabrón se estaba atreviendo a cometer semejante estupidez?
- ¡Me pido los ojos! -gritaba Piru desde lo alto, volando en círculos como buenamente podía, observando a ambos.
El rostro de Kenneth comenzó arrugarse en una mueca de asco y odio. Ese chico se había topado con él en el momento equivocado y no había sabido escoger sus palabras. El peliazul sonrió con sadismo al tiempo que su mano se dirigía a la empuñadura de su colosal espada, con sus ojos relampagueando de ira.
- Supongo que unas manzanas serán mejor que nada... ¡Te voy a enseñar lo que le pasa a la escoria como tú cuando se topa con gente como yo! -bramó furioso al tiempo que desenvainaba, trazando con el acero un amplio arco que terminaría en un ataque brutal si llegaba a alcanzar al contrario.
La lluvia comenzó a precipitarse sobre ellos, al principio de forma leve, como si los propios cielos temieran poder despertar la ira del joven. Sin embargo, tras lo que debieron ser poco más de unos minutos esta se vio intensificada, encharcando el suelo y humedeciendo sus ropajes. "Mierda." La ropa se le pegaba al cuerpo, una sensación nada agradable y, ya que en cualquier caso parecía que no podría evitar mojarse, decidió evitar el tener que soportar aquello. Desabrochó la parte superior, dejando a la vista su torso, con el vientre envuelto por el sarashi, así como sus tatuajes y alguna que otra cicatriz, quedando el kimono sujeto únicamente por la dorada cinta que servía de sujeción a la altura de la cintura. Hacía algo de frío y lo más probable era que si no encontraba algún sitio donde refugiarse pronto podría terminar cogiendo un buen resfriado. Tal era la intensidad de la lluvia que hasta la pequeña cotorra decidió acercarse hasta el peliazul para posarse sobre su hombro, viéndose incapaz de continuar el viaje por el aire. Eso sí, mantuvo el pico cerrado. Tampoco le convenía cabrearle ahora que la tenía tan a mano.
- Debería atravesarte con un palo y dejarte a merced de todos los felinos de la isla por tus estupideces -le dijo, con el ceño levemente fruncido.
De repente, ambos comenzaron a escuchar el chapoteo producido por unos pasos que parecían aproximarse poco a poco hacia ellos, confundiéndose con los suyos con el ruido que la lluvia ocasionaba de fondo. ¿Quién habría por la zona en medio de semejante tormenta? ¿Algún agricultor que no había llegado todavía a su hogar? Sin embargo, por motivos que no alcanzó a comprender, Piru volvió a alzar el vuelo y a soltar una nueva ristra de improperios hacia su persona. Parecía congratularse con dejarle en ridículo delante de la gente... Definitivamente aquel pajarraco no sabía la que se le vendría la próxima vez que se acercara. Frente a él, a escasos metros, se presentó una persona que no parecía para nada habitante de la isla. Sus ropas no eran las de un granjero, desde luego, aunque fuese bastante informal. Una capucha le protegía de la lluvia y en su mano reposaba una manzana apenas mordisqueada. "Una lástima. De haber sido mandarinas podría habérselas robado" pensó con cierta molestia, sin apartar su mirada carmesí de la del contrario. Aquellos ojos tenían algo extraño, al igual que el hombre en sí. ¿Quién sería?
- ¿Y a ti qué mierda te importa la estima en la que tenga o deje de tener mi orgullo, enclenque? Deberías aprender a medir tus palabras -le respondió con cierto deje malhumorado, cosa que se iba incrementando mientras observaba aquella irritante expresión de su rostro. ¿Se estaba burlando de él? ¿Ese cabrón se estaba atreviendo a cometer semejante estupidez?
- ¡Me pido los ojos! -gritaba Piru desde lo alto, volando en círculos como buenamente podía, observando a ambos.
El rostro de Kenneth comenzó arrugarse en una mueca de asco y odio. Ese chico se había topado con él en el momento equivocado y no había sabido escoger sus palabras. El peliazul sonrió con sadismo al tiempo que su mano se dirigía a la empuñadura de su colosal espada, con sus ojos relampagueando de ira.
- Supongo que unas manzanas serán mejor que nada... ¡Te voy a enseñar lo que le pasa a la escoria como tú cuando se topa con gente como yo! -bramó furioso al tiempo que desenvainaba, trazando con el acero un amplio arco que terminaría en un ataque brutal si llegaba a alcanzar al contrario.
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Oh, ¿sólo le respondía con aquellas palabras? Bueno, a pesar de sus pintas de guerrero, tal vez ese hombre no encajase como Ira. Tal vez fuese un mercenario y le sirviera como Avaricia, o un perezoso empedernido y por eso no le había atacado aun. Por bondad desde luego no era... podía ver en su aura que estaba totalmente podrido por dentro. Aquel color no era el que adquirías por simplemente matar a un par de hombres, aquella persona debía haber cometido auténticas atrocidades para ser así. Se preguntaba cuál sería su maldad para tener un aura tan siniestra, cuando de repente el pájaro que le seguía hizo un comentario extraño. El rostro del gigantón cambió, y la mano de este se dirigió al arma de su espalda.
- Supongo que unas manzanas serán mejor que nada... ¡Te voy a enseñar lo que le pasa a la escoria como tú cuando se topa con gente como yo!
Una sonrisa enorme y siniestra se dibujó en el rostro de Émile. ¡Sí! ¡Aquella era la expresión que buscaba! ¡Aquella ira contenida liberada de golpe en un ataque de ira homicida! ¡La voluntad de arrebatar la vida a aquellos que le molestaban! Había encontrado a Ira... apretó los puños, temblando de emoción mientras el hombre desenvainaba y la espada caía sobre él. Todo parecía ir a cámara lenta para el pirata, la lluvia, el espadón de su rival, incluso su propia respiración. En un elegante movimiento, se echó hacia atrás con la celeridad del relámpago, y dio un salto. Calculando con detalle sus movimientos, cayó sobre la espada de su contrincante, apoyando la pierna izquierda sobre esta. Todo esto sin que se le cayera ni una sola manzana del cesto. El arma siguió bajando por la inercia del movimiento y el peso de Émile, clavándose en la tierra. El joven, sin embargo, mantuvo el equilibrio sobre esta, con su zapato imbuido en haki para que no se cortara.
- Escoria... ¿eh? - su sonrisa se ensanchó mientras un aura rojiza comenzaba a imbuirse - Aprende tu lugar en el mundo, novato. ¡Come barro!
En un ágil y brutal movimiento, demostrando una envidiable flexibilidad, alzó su pierna derecha protegiéndola con haki, y le lanzó una potente patada en mitad del rostro. El golpe iba con tanta fuerza que a una persona normal podría incluso partirle el cuello. A alguien de su robustez probablemente no, y además no estaba empleando todo su poder. A continuación se impulsó sobre su pierna izquierda y saltó hacia atrás. En un gesto casi desganado, se llevó la manzana a la boca y le dio un mordisco. Era hora de comprobar la fuerza de aquel hombre, y de ver si realmente era Ira. Si era débil... bueno, aquella sería su prueba. Debía cumplir un mínimo: sobrevivir. El resto daba igual; él mismo sería su entrenador. Mordió la fruta con parsimonia, observándole.
- ¿A qué esperas? Demuéstrame esa furia que he visto hace unos instantes. Atácame... si puedes. Te prometo no abusar. No emplearé mis manos.
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Su sonrisa se iba ampliando por momentos, a cada uno más feroz y vehemente que el anterior. Iba a regar el suelo con la sangre de aquella escoria, y lo iba a disfrutar. Oh... Vaya que si lo iba a disfrutar. Había pasado demasiado desde la última vez que se dejaba llevar de aquella forma por sus instintos, ni siquiera unas horas antes al partir por la mitad a los pobres granjeros. Aquello había sido un simple robo sin importancia pero esto... Esto era mucho más que eso. Era una oportunidad de desahogarse, y no la iba a desperdiciar.
Sin embargo, no todo fue como lo tenía planeado. Ese crío se había desplazado a tal velocidad que prácticamente había sido incapaz de seguir sus movimientos. Tan solo un parpadeo y se había posicionado sobre el filo de su espada, como si fuera lo más normal del mundo, sin inmutarse. Ni siquiera se le habían caído aquellas jodidas manzanas. Sus ojos se clavaron en los de él con una mezcla de rabia e incertidumbre. ¿Quién era ese tío? ¿Cómo había hecho eso? Infinidad de preguntar por el estilo recorrían de forma fugaz y caótica su mente mientras se disponía a quitarle de encima de su espada. ¿Quién se creía como para intentar humillarle de esa forma? Se iba a enterar. No se limitaría a matarle, no... Se ensañaría como jamás lo había hecho. Ni siquiera la muerte de sus padres fue tan brutal como la que le daría al sonrisitas. Siempre y cuando quitara el jodido pie de su cara. Con una potencia irracional, que jamás se habría esperado de alguien de su tamaño y complexión, la cabeza de Kenneth cedió hacia atrás seguida de todo su cuerpo, soltando su espada y haciéndole trastabillar varios metros antes de caer de boca contra el suelo, cayendo su arma justo al lado de él mientras el contrario parecía seguir mofándose.
- ¿Qué...? -preguntaba el peliazul a un ente invisible, como si esperara algún tipo de respuesta de la nada.
Un fino hilo de sangre comenzó a descender desde uno de los agujeros de su nariz, pasando por la comisura de los labios y llegando hasta la barbilla. Pronto saboreó su metálico gusto, justo mientras el chico comenzaba a erguirse del suelo lentamente. Tenía los puños cerrados y los nudillos adoptaron un tono pálido debido a la fuerza que estaba haciendo, prácticamente clavándose las uñas en las palmas de la mano. Temblaba ligeramente, con el rostro ensombrecido y oculto a causa de los mechones de pelo que caían sobre este. Algo que podría deberse al miedo o la congoja ante un rival que parecía ser claramente superior, pero que se desveló como una sensación completamente distinta. Tomó la espada del suelo y alzó la cabeza, observando a su contrincante con los ojos inyectados en sangre. Ahora sí que le había enfadado. Tan solo tenía que morir, convertirse en distintos pedazos de carne y vísceras esparcidos por el suelo, no era algo tan difícil.
- Tú... ¿¡CREES QUE TE VOY A TENER MIEDO, BASURA!? ¡PIENSO SACARTE LAS JODIDAS ENTRAÑAS! -rugió, iracundo, al tiempo que se lanzaba de frente contra él con la rabia recorriendo cada centímetro de tu cuerpo, como una apisonadora humana... Si es que podía llamarse humano al ser que se estaba presentando ante los ojos del contrario. Descargó el acero de nuevo contra el castaño, una vez, y otra, y otra más, buscando distintos puntos que cortar y mutilar. No pararía hasta que no quedara absolutamente nada de él.
Mientras, Piru descendió hasta el suelo y observó el enfrentamiento desde una distancia prudencial. Había enmudecido y no apartaba la mirada de ninguno de los dos hombres. Había comenzado a temblar...
Sin embargo, no todo fue como lo tenía planeado. Ese crío se había desplazado a tal velocidad que prácticamente había sido incapaz de seguir sus movimientos. Tan solo un parpadeo y se había posicionado sobre el filo de su espada, como si fuera lo más normal del mundo, sin inmutarse. Ni siquiera se le habían caído aquellas jodidas manzanas. Sus ojos se clavaron en los de él con una mezcla de rabia e incertidumbre. ¿Quién era ese tío? ¿Cómo había hecho eso? Infinidad de preguntar por el estilo recorrían de forma fugaz y caótica su mente mientras se disponía a quitarle de encima de su espada. ¿Quién se creía como para intentar humillarle de esa forma? Se iba a enterar. No se limitaría a matarle, no... Se ensañaría como jamás lo había hecho. Ni siquiera la muerte de sus padres fue tan brutal como la que le daría al sonrisitas. Siempre y cuando quitara el jodido pie de su cara. Con una potencia irracional, que jamás se habría esperado de alguien de su tamaño y complexión, la cabeza de Kenneth cedió hacia atrás seguida de todo su cuerpo, soltando su espada y haciéndole trastabillar varios metros antes de caer de boca contra el suelo, cayendo su arma justo al lado de él mientras el contrario parecía seguir mofándose.
- ¿Qué...? -preguntaba el peliazul a un ente invisible, como si esperara algún tipo de respuesta de la nada.
Un fino hilo de sangre comenzó a descender desde uno de los agujeros de su nariz, pasando por la comisura de los labios y llegando hasta la barbilla. Pronto saboreó su metálico gusto, justo mientras el chico comenzaba a erguirse del suelo lentamente. Tenía los puños cerrados y los nudillos adoptaron un tono pálido debido a la fuerza que estaba haciendo, prácticamente clavándose las uñas en las palmas de la mano. Temblaba ligeramente, con el rostro ensombrecido y oculto a causa de los mechones de pelo que caían sobre este. Algo que podría deberse al miedo o la congoja ante un rival que parecía ser claramente superior, pero que se desveló como una sensación completamente distinta. Tomó la espada del suelo y alzó la cabeza, observando a su contrincante con los ojos inyectados en sangre. Ahora sí que le había enfadado. Tan solo tenía que morir, convertirse en distintos pedazos de carne y vísceras esparcidos por el suelo, no era algo tan difícil.
- Tú... ¿¡CREES QUE TE VOY A TENER MIEDO, BASURA!? ¡PIENSO SACARTE LAS JODIDAS ENTRAÑAS! -rugió, iracundo, al tiempo que se lanzaba de frente contra él con la rabia recorriendo cada centímetro de tu cuerpo, como una apisonadora humana... Si es que podía llamarse humano al ser que se estaba presentando ante los ojos del contrario. Descargó el acero de nuevo contra el castaño, una vez, y otra, y otra más, buscando distintos puntos que cortar y mutilar. No pararía hasta que no quedara absolutamente nada de él.
Mientras, Piru descendió hasta el suelo y observó el enfrentamiento desde una distancia prudencial. Había enmudecido y no apartaba la mirada de ninguno de los dos hombres. Había comenzado a temblar...
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Esa era la respuesta que esperaba. No se había dejado amedrentar por su fuerza y sus palabras, si no que seguía desafiante ante él. Por un instante pareció que iba a flaquear, pero en el momento en que vio la expresión de su rostro, no le cupo duda: aquel era su hombre. La Ira encarnada. Escuchó sus palabras sin decir nada, inclinando ligeramente su rostro para que la capucha se lo tapara. Volvió a sonreír, aunque no tan macabramente como antes. Dejó caer la cesta de manzanas y le dio un mordisco a la que tenía en la mano. Podría pelear sin soltarla, pero le daba pereza tener que andar pendiente de que no se le cayeran. No era, en definitiva, una cuestión de capacidad, si no de eficiencia. ¿Para qué hacer un esfuerzo inútil? Bastante insultante era ya que peleara comiendo y sin usar sus brazos. Ni siquiera había desenfundado sus armas.
- Menos palabras, y más demostraciones - dijo, echándose a un lado para esquivar la primera acometida - Ladras como un perro callejero.
Activó su haki de observación, viendo venir todos los golpes de su oponente momentos antes de que ocurriesen. Entonces, con una facilidad insultante, comenzó a esquivarlos al tiempo que danzaba a su alrededor, obligándole a girarse constantemente para mantenerle en el punto de vista. Ciertamente poseía la fiereza que buscaba, pero peleando era poco más que un animal rabioso. Atacaba brutalmente y casi por instinto. Su brutalidad podía servirle con pueblerinos y gente de a pie, que abrumados por tanta rabia, posiblemente reaccionasen tarde. Sin embargo para un combatiente experimentado y fuerte aquello era apenas un penoso intento de golpearle. Impávido y frío en batalla, era capaz de leer sus movimientos tan claramente que realmente ni siquiera necesitaba el mantra. Empleaba este únicamente para poder humillarle del todo. Si quería domar a la Ira, debería hacerlo por la fuerza. Y una vez dominado, ofrecerle víctimas sobre las que desahogarse.
- ¿Y bien? Peleas como un paleto con un palo. ¿Sabes diferenciar al menos cuál extremo de tu arma es el que tienes que clavar? - dijo, mientras se echaba hacia atrás para evitar un corte.
Ya había llegado de juegos. Marearle y esquivar todo el rato empezaba a ser aburrido. Ya le había dejado claro que sería incapaz de tocarle. Ahora era el momento de humillarle de otra manera: mostrarle el hecho de que podría haberle matado hace rato. En cuanto llegó el siguiente espadazo, en lugar de simplemente evitarlo y moverse a uno de sus flancos, se lanzó de frente hacia el iracundo peliazul. Con una mirada intensa y una sonrisa demente, esquivó en el último momento la espada al tiempo que seguía echándose hacia él. Mientras, metió su mano izquierda por debajo de la sudadera, y sacó a Averno. Se paró a centímetros del tipo, apoyando el cañón de la pistola en su frente a una velocidad increíble. Sus ojos castaños se clavaron en los carmesíes del otro, y por un instante, los de Émile parecieron ser de aquel color sangriento también.
- Bang - comentó, para darle a continuación otro bocado a su manzana.
Sin previo aviso, le lanzó un rodillazo a la boca del estómago con fuerza, para a continuación dar un salto hacia atrás. Ya a una distancia prudencial, volvió a guardar su arma. Había logrado su objetivo, le había demostrado que desde un principio había estado a su merced. Porque era la verdad. De haberlo querido, podría haberlo matado desde un principio. Si no lo había hecho era porque no ganaba nada con ello. Volvió a dedicarle su atención a la fruta, disfrutando de su dulce sabor. Había tenido mucha suerte, y había hecho bien al seguir su instinto. Si no, no hubiese encontrado semejante diamante en bruto. Era fuerte como un toro, y no dudaba en segar vidas. Se relamió con fruición, y dedicó una sonrisa burlona al hombre al tiempo que se descubría el rostro, echándose la capucha hacia atrás.
- La furia asesina está bien, pero por sí sola no lleva a nada. En un combate real no durarías más de seis segundos - su sonrisa se desvaneció - Vuelve a llamarme basura, y tendré que sacarte los testículos por la garganta.
De repente su expresión cambió totalmente. Sus ojos relampaguearon, mostrando un instinto asesino inhumano. Centró su mirada en los ojos de aquel aspirante a cadáver, tratando de imponer su impía voluntad. Aquella mirada era capaz de hacer temblar de pavor a los más valientes. No era otra que la Mirada del Diablo. Tocaba ver hasta qué punto llegaba la ira y el coraje de aquel ser... si resultaba ser un cobarde, tal vez no mereciese la pena tanto como pensaba, Y por mucho que lo hubiese provocado él, el Orgullo no toleraba a nadie que le tratase así. Lo castigaría duramente por sus palabras.
- Menos palabras, y más demostraciones - dijo, echándose a un lado para esquivar la primera acometida - Ladras como un perro callejero.
Activó su haki de observación, viendo venir todos los golpes de su oponente momentos antes de que ocurriesen. Entonces, con una facilidad insultante, comenzó a esquivarlos al tiempo que danzaba a su alrededor, obligándole a girarse constantemente para mantenerle en el punto de vista. Ciertamente poseía la fiereza que buscaba, pero peleando era poco más que un animal rabioso. Atacaba brutalmente y casi por instinto. Su brutalidad podía servirle con pueblerinos y gente de a pie, que abrumados por tanta rabia, posiblemente reaccionasen tarde. Sin embargo para un combatiente experimentado y fuerte aquello era apenas un penoso intento de golpearle. Impávido y frío en batalla, era capaz de leer sus movimientos tan claramente que realmente ni siquiera necesitaba el mantra. Empleaba este únicamente para poder humillarle del todo. Si quería domar a la Ira, debería hacerlo por la fuerza. Y una vez dominado, ofrecerle víctimas sobre las que desahogarse.
- ¿Y bien? Peleas como un paleto con un palo. ¿Sabes diferenciar al menos cuál extremo de tu arma es el que tienes que clavar? - dijo, mientras se echaba hacia atrás para evitar un corte.
Ya había llegado de juegos. Marearle y esquivar todo el rato empezaba a ser aburrido. Ya le había dejado claro que sería incapaz de tocarle. Ahora era el momento de humillarle de otra manera: mostrarle el hecho de que podría haberle matado hace rato. En cuanto llegó el siguiente espadazo, en lugar de simplemente evitarlo y moverse a uno de sus flancos, se lanzó de frente hacia el iracundo peliazul. Con una mirada intensa y una sonrisa demente, esquivó en el último momento la espada al tiempo que seguía echándose hacia él. Mientras, metió su mano izquierda por debajo de la sudadera, y sacó a Averno. Se paró a centímetros del tipo, apoyando el cañón de la pistola en su frente a una velocidad increíble. Sus ojos castaños se clavaron en los carmesíes del otro, y por un instante, los de Émile parecieron ser de aquel color sangriento también.
- Bang - comentó, para darle a continuación otro bocado a su manzana.
Sin previo aviso, le lanzó un rodillazo a la boca del estómago con fuerza, para a continuación dar un salto hacia atrás. Ya a una distancia prudencial, volvió a guardar su arma. Había logrado su objetivo, le había demostrado que desde un principio había estado a su merced. Porque era la verdad. De haberlo querido, podría haberlo matado desde un principio. Si no lo había hecho era porque no ganaba nada con ello. Volvió a dedicarle su atención a la fruta, disfrutando de su dulce sabor. Había tenido mucha suerte, y había hecho bien al seguir su instinto. Si no, no hubiese encontrado semejante diamante en bruto. Era fuerte como un toro, y no dudaba en segar vidas. Se relamió con fruición, y dedicó una sonrisa burlona al hombre al tiempo que se descubría el rostro, echándose la capucha hacia atrás.
- La furia asesina está bien, pero por sí sola no lleva a nada. En un combate real no durarías más de seis segundos - su sonrisa se desvaneció - Vuelve a llamarme basura, y tendré que sacarte los testículos por la garganta.
De repente su expresión cambió totalmente. Sus ojos relampaguearon, mostrando un instinto asesino inhumano. Centró su mirada en los ojos de aquel aspirante a cadáver, tratando de imponer su impía voluntad. Aquella mirada era capaz de hacer temblar de pavor a los más valientes. No era otra que la Mirada del Diablo. Tocaba ver hasta qué punto llegaba la ira y el coraje de aquel ser... si resultaba ser un cobarde, tal vez no mereciese la pena tanto como pensaba, Y por mucho que lo hubiese provocado él, el Orgullo no toleraba a nadie que le tratase así. Lo castigaría duramente por sus palabras.
- Mirada del Señor del Abismo:
- - Mirada del señor del Abismo: Puede aterrorizar a una persona mirándola directamente. Sólo puede usarlo una vez por persona en cada combate/encuentro. A personajes del mismo nivel o hasta cinco por encima les aterroriza ligeramente durante un momento. A personajes de hasta diez niveles por debajo les aterroriza durante un post. Los personajes de más de diez niveles por debajo intentarán huir. Los personajes de más de cinco niveles por encima sólo se verán moderadamente afectados. El efecto será interpretable por el usuario, no estará obligado a asumir al 100% los efectos como si fuese haki del rey excepto en los más débiles. Sentirá un gran terror y el impulso de dejar de combatir y huir. Sólo en el caso de que el pj está más de diez niveles por debajo de el de Émile le afectará totalmente.
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¡Mierda, mierda, mierda! ¿¡Por qué ese tío no se moría de una vez!? El acero parecía estar tan cerca de alcanzarle algunas veces que prácticamente podía visualizar su muerte como si se lo hubiera cargado de verdad. Pero no, ese malnacido no se dejaba matar, seguía bailoteando de un lado a otro mientras esquivaba con una facilidad aberrante todos y cada uno de los ataques del peliazul. ¿Cómo podía reaccionar tan rápido? Aquello era imposible, completamente inhumano... Joder, ni siquiera había soltado la manzana desde que comenzaron a combatir. No podía estar resultándole tan insultantemente fácil, se negaba a creerlo. La tenebrosa sonrisa que había mostrado en un principio había sido sustituida por una mueca. Una mueca que tan solo representaba el odio y la rabia que sentía en aquél momento, mostrando sus dientes que parecían estar a punto de partirse debido a la presión que estaba ejerciendo con ellos, mientras que su respiración parecía haberse convertido en una serie de resoplidos y gruñidos, como los de un animal enfadado. No solo lograba evadir sus ataques, sino que encima se estaba burlando de él.
- Cállate... Cállate, ¡¡¡CÁLLATE!!! -gritaba al tiempo que volvía a blandir la colosal espada, intentando decapitarle en el acto pero, de nuevo, lo evitó.
Esta situación se prolongó durante lo que debió ser alrededor de un minuto, inundando la zona con un único sonido que acompañaba a la lluvia: los iracundos gritos y el sonido metálico que producía su arma al chocar contra el suelo embarrado. Se negaba a creerlo, se negaba a asumir que fuera incapaz de partir por la mitad a alguien. Hasta ese momento nadie había insultado a Kenneth y había vivido para contarlo, y el hecho de pensar en ello tan solo hacía que si rabia aumentara por momentos, convirtiendo su expresión en la de un sádico lunático. Le mataría, ah... Claro que le mataría, aunque fuera lo último que hiciera en ese mundo. Golpearía su cráneo una y otra vez hasta convertirlo en una papilla de huesos, sesos y sangre, y después le daría sus ojos a Piru para que se los comiera.
De repente su cuerpo se paralizó y sus ataques se frenaron. Su tacto era frío, muy frío, como nada que hubiera sentido nunca. El metal del arma se mantuvo pegado a su frente mientras los ojos de ambos se clavaban en los del contrario. Se había movido tan rápido que ni siquiera pudo responder, acababa de quedarse bloqueado. ¿Ese tío iba a apretar el gatillo? ¿Realmente iba a morir de una forma tan ridículamente fácil? Tragó saliva mientras contemplaba sus iris, que percibió por un instante de la misma tonalidad que los suyos propios. Su vida estaba en las manos de aquél hombre y lo único que le separaba de la muerte era el dedo que mantenía sobre el gatillo de su pistola. Era aterrador y, a la vez, tan... Estimulante. Había estado jugando con él desde el principio, como si no fuese más que un crío a su lado. Su victoria había llegado desde el mismo instante en que el peliazul descargaba su espada contra ese tipo. Si seguía vivo era porque aún no se había decidido a matarle. Mientras todo esto pasaba por su cabeza sus ojos se mantuvieron abiertos de par en par y su cuerpo prácticamente inmóvil, aunque la rabia no había desaparecido, sino que incluso parecía haber aumentado. Un mordisco más a la manzana y un intenso dolor en el abdomen, el cual le hizo inclinarse hacia el frente y clavar una rodilla sobre el barro mientras trataba de recuperar el aliento. Había podido verlo, había visto su rostro. Le era tan familiar... "¿Quién eres?" parecía preguntarle, sin poder separar su mirada de él, como si intentara decírselo con la mente.
Comenzó a hablar de nuevo tras guardar su pistola, dándole tiempo al peliazul para volver a erguirse mientras le escuchaba. Su actitud había cambiado por completo y su sonrisa se había borrado en un instante, como si algo hubiera provocado una modificación en su interior. Su tono ahora no mostraba sorna o burla, sino más bien enfado y molestia. Era intimidante, demasiado. Y, de repente, Kenneth soltó la espada, dejándola caer sobre la tierra mojada. El miedo comenzó a invadir cada milímetro de su cuerpo y una temblorosa voz le imploraba en su interior que corriera. Que corriera lo más rápido que pudiera y hasta que sus piernas no pudieran moverse más. Que salvara la vida y que evitara volver a encontrarse con este demonio. Su ira se desvaneció en segundos y dejándose arrastrar por la desesperación dio un paso hacia atrás. Debía de salir de allí, debía de correr como jamás había corrido para sobrevivir... Pero no podía hacerlo. Temor y rabia, sentido común e ira, miedo y furia se estaban enfrentando en su interior. ¿Iba a huir? ¿Iba a mostrarse como un cobarde ante ese crío, que parecía creerse alguna clase de ser superior? ¿Que le miraba como si estuviera por encima de él? Su ceño se frunció y sus puños volvieron a cerrarse mientras temblaba, agachándose levemente y bajando la cabeza, como si el dolor que aún sentía en el abdomen se hubiera intensificado. "Mátalo, mátalo, ¡MÁTALO!"
- ¡¡¡GRAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAH!!!
De su garganta surgió un poderoso rugido, como el de una bestia, y el miedo y el temor fueron aplacados por la rabia y la ira, que volvieron a conquistar su cuerpo mientras este se abalanzaba de nuevo sobre el castaño. Su puño temblaba mientras se dirigía hacia el rostro de aquel enano, síntoma de ser conocedor de que su propia muerte estaba a punto de llegar, pero no pensaba echarse atrás. No usaría su espada... No. Si le daba, quería hacerlo con sus propias manos, aunque fuera lo último que hiciera.
- Cállate... Cállate, ¡¡¡CÁLLATE!!! -gritaba al tiempo que volvía a blandir la colosal espada, intentando decapitarle en el acto pero, de nuevo, lo evitó.
Esta situación se prolongó durante lo que debió ser alrededor de un minuto, inundando la zona con un único sonido que acompañaba a la lluvia: los iracundos gritos y el sonido metálico que producía su arma al chocar contra el suelo embarrado. Se negaba a creerlo, se negaba a asumir que fuera incapaz de partir por la mitad a alguien. Hasta ese momento nadie había insultado a Kenneth y había vivido para contarlo, y el hecho de pensar en ello tan solo hacía que si rabia aumentara por momentos, convirtiendo su expresión en la de un sádico lunático. Le mataría, ah... Claro que le mataría, aunque fuera lo último que hiciera en ese mundo. Golpearía su cráneo una y otra vez hasta convertirlo en una papilla de huesos, sesos y sangre, y después le daría sus ojos a Piru para que se los comiera.
De repente su cuerpo se paralizó y sus ataques se frenaron. Su tacto era frío, muy frío, como nada que hubiera sentido nunca. El metal del arma se mantuvo pegado a su frente mientras los ojos de ambos se clavaban en los del contrario. Se había movido tan rápido que ni siquiera pudo responder, acababa de quedarse bloqueado. ¿Ese tío iba a apretar el gatillo? ¿Realmente iba a morir de una forma tan ridículamente fácil? Tragó saliva mientras contemplaba sus iris, que percibió por un instante de la misma tonalidad que los suyos propios. Su vida estaba en las manos de aquél hombre y lo único que le separaba de la muerte era el dedo que mantenía sobre el gatillo de su pistola. Era aterrador y, a la vez, tan... Estimulante. Había estado jugando con él desde el principio, como si no fuese más que un crío a su lado. Su victoria había llegado desde el mismo instante en que el peliazul descargaba su espada contra ese tipo. Si seguía vivo era porque aún no se había decidido a matarle. Mientras todo esto pasaba por su cabeza sus ojos se mantuvieron abiertos de par en par y su cuerpo prácticamente inmóvil, aunque la rabia no había desaparecido, sino que incluso parecía haber aumentado. Un mordisco más a la manzana y un intenso dolor en el abdomen, el cual le hizo inclinarse hacia el frente y clavar una rodilla sobre el barro mientras trataba de recuperar el aliento. Había podido verlo, había visto su rostro. Le era tan familiar... "¿Quién eres?" parecía preguntarle, sin poder separar su mirada de él, como si intentara decírselo con la mente.
Comenzó a hablar de nuevo tras guardar su pistola, dándole tiempo al peliazul para volver a erguirse mientras le escuchaba. Su actitud había cambiado por completo y su sonrisa se había borrado en un instante, como si algo hubiera provocado una modificación en su interior. Su tono ahora no mostraba sorna o burla, sino más bien enfado y molestia. Era intimidante, demasiado. Y, de repente, Kenneth soltó la espada, dejándola caer sobre la tierra mojada. El miedo comenzó a invadir cada milímetro de su cuerpo y una temblorosa voz le imploraba en su interior que corriera. Que corriera lo más rápido que pudiera y hasta que sus piernas no pudieran moverse más. Que salvara la vida y que evitara volver a encontrarse con este demonio. Su ira se desvaneció en segundos y dejándose arrastrar por la desesperación dio un paso hacia atrás. Debía de salir de allí, debía de correr como jamás había corrido para sobrevivir... Pero no podía hacerlo. Temor y rabia, sentido común e ira, miedo y furia se estaban enfrentando en su interior. ¿Iba a huir? ¿Iba a mostrarse como un cobarde ante ese crío, que parecía creerse alguna clase de ser superior? ¿Que le miraba como si estuviera por encima de él? Su ceño se frunció y sus puños volvieron a cerrarse mientras temblaba, agachándose levemente y bajando la cabeza, como si el dolor que aún sentía en el abdomen se hubiera intensificado. "Mátalo, mátalo, ¡MÁTALO!"
- ¡¡¡GRAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAH!!!
De su garganta surgió un poderoso rugido, como el de una bestia, y el miedo y el temor fueron aplacados por la rabia y la ira, que volvieron a conquistar su cuerpo mientras este se abalanzaba de nuevo sobre el castaño. Su puño temblaba mientras se dirigía hacia el rostro de aquel enano, síntoma de ser conocedor de que su propia muerte estaba a punto de llegar, pero no pensaba echarse atrás. No usaría su espada... No. Si le daba, quería hacerlo con sus propias manos, aunque fuera lo último que hiciera.
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Una sonrisa se dibujó en su rostro mientras observaba a su rival ser dominado por el terror, disfrutando de la sensación de poder. Había muy pocas personas que no quedasen paralizadas de puro pavor cuando les mostraba su verdadero poder. Lo observó, consciente de que en cualquier momento iba a salir corriendo. "Al final va a resultar que no era tan duro como esperaba. Una lástima. De todos modos, ha sido divertido."[/i] Estiró los brazos, en un gesto aburrido. Apenas había podido calentar... aunque tampoco hubiese servido de mucho alargar el combate si ni siquiera podía resistir una intimidación. Él buscaba a gente fuerte de cuerpo y de mente. Se giró, mientras se quitaba la sudadera, la correa donde llevaba las fundas de las pistolas y la camiseta. Las tenía empapadas, y era incómodo que se le pegaran a la piel. Para eso prefería ir a pecho desnudo. Recogió la cesta, y se dispuso a irse, cuando de repente escuchó un salvaje grito tras él. Parecía que su rival se había sobrepuesto a sus miedos. Una sonrisa salvaje y alegre asomó a su rostro.
- Veo que has logrado resistirte a mi Mirada del Diablo - dejó caer la copa y la cesta, y dejó la manzana a medio comer sobre esta - Muy bien, te lo has ganado. Emplearé mis brazos contra ti, como contra un igual.
Émile flexionó sus piernas y se preparó para detener la carga. Parecía que esta vez se había olvidado su espada, dominado totalmente por sus emociones. Notó una descarga de adrenalina, y la impaciencia le pudo. No quería seguir conteniéndose. Quería lanzarse contra él, sentir sus puños destrozando el cuerpo de su rival, y los del otro devolviéndole el daño. "Luchar te hace sentir vivo. El dolor, la sensación de peligro, la emoción de lograr derribar al contrario... hay pocas cosas iguales." Con un grito, se lanzó a por él. Interpuso su brazo izquierdo en la trayectoria del puñetazo, notando en el momento del impacto un gran dolor. Su cuerpo era mucho más resistente que el de un humano, pero eso no evitaba que pudiera sufrir. Pero en aquel momento, aquello sólo aumentaba su excitación y sus ansias por destrozar a su oponente. Riendo frenéticamente, comenzó a descargar una incesante lluvia de puñetazos contra el torso y la cabeza de su rival.
- ¡Eso es! ¡Demuéstrame tu voluntad! Disfrutaré mucho más viendo esa llama en tus ojos apagarse.
Émile había entrado en frenesí. Incapaz de recordar su objetivo, lanzaba golpes contra el hombre sin dejar de reírse. Ya no prestaba atención a su entorno, o a los golpes que recibía. Sólo sentía su corazón latiendo con más fuerza que nunca, y una intensa sensación por todo su cuerpo que no sabía describir. Y el dolor de las heridas sólo la aumentaba. Cada golpe que daba era como una liberación. En ellos descargaba todos aquellos sentimientos negativos, malos recuerdos y desgracias que le atormentaban. Sentía como si estuviese golpeando a todos aquellos que deseaba golpear. Por eso, sin pensar en lo que hacía, seguía devolviendo los golpes sin molestarse en esquivar. Un poco de sangre le saltó a la cara. No sabía muy bien si era suya o del otro, pero le daba igual. Finalmente, sus ojos se encontraron, y Émile vio un rostro fiero, magullado y demente en la pupila del otro. Aquel no era él, parecía más un animal salvaje. Ante semejante visión, retrocedió de un salto. Se había dejado llevar.
- Dime, ¿cuál es tu nombre? Si es que conservas aun suficiente raciocinio como para mascullar algo que no sean gruñidos - dijo entre jadeos.
Hacía mucho que no perdía el control de aquella manera en un combate. Había sido muy intenso... hasta lo había disfrutado.
- Veo que has logrado resistirte a mi Mirada del Diablo - dejó caer la copa y la cesta, y dejó la manzana a medio comer sobre esta - Muy bien, te lo has ganado. Emplearé mis brazos contra ti, como contra un igual.
Émile flexionó sus piernas y se preparó para detener la carga. Parecía que esta vez se había olvidado su espada, dominado totalmente por sus emociones. Notó una descarga de adrenalina, y la impaciencia le pudo. No quería seguir conteniéndose. Quería lanzarse contra él, sentir sus puños destrozando el cuerpo de su rival, y los del otro devolviéndole el daño. "Luchar te hace sentir vivo. El dolor, la sensación de peligro, la emoción de lograr derribar al contrario... hay pocas cosas iguales." Con un grito, se lanzó a por él. Interpuso su brazo izquierdo en la trayectoria del puñetazo, notando en el momento del impacto un gran dolor. Su cuerpo era mucho más resistente que el de un humano, pero eso no evitaba que pudiera sufrir. Pero en aquel momento, aquello sólo aumentaba su excitación y sus ansias por destrozar a su oponente. Riendo frenéticamente, comenzó a descargar una incesante lluvia de puñetazos contra el torso y la cabeza de su rival.
- ¡Eso es! ¡Demuéstrame tu voluntad! Disfrutaré mucho más viendo esa llama en tus ojos apagarse.
Émile había entrado en frenesí. Incapaz de recordar su objetivo, lanzaba golpes contra el hombre sin dejar de reírse. Ya no prestaba atención a su entorno, o a los golpes que recibía. Sólo sentía su corazón latiendo con más fuerza que nunca, y una intensa sensación por todo su cuerpo que no sabía describir. Y el dolor de las heridas sólo la aumentaba. Cada golpe que daba era como una liberación. En ellos descargaba todos aquellos sentimientos negativos, malos recuerdos y desgracias que le atormentaban. Sentía como si estuviese golpeando a todos aquellos que deseaba golpear. Por eso, sin pensar en lo que hacía, seguía devolviendo los golpes sin molestarse en esquivar. Un poco de sangre le saltó a la cara. No sabía muy bien si era suya o del otro, pero le daba igual. Finalmente, sus ojos se encontraron, y Émile vio un rostro fiero, magullado y demente en la pupila del otro. Aquel no era él, parecía más un animal salvaje. Ante semejante visión, retrocedió de un salto. Se había dejado llevar.
- Dime, ¿cuál es tu nombre? Si es que conservas aun suficiente raciocinio como para mascullar algo que no sean gruñidos - dijo entre jadeos.
Hacía mucho que no perdía el control de aquella manera en un combate. Había sido muy intenso... hasta lo había disfrutado.
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Dolor, rabia, frustración... Todo a la vez pero, ¿qué importaba? Nada, absolutamente nada. Cegado por un instinto animal se había dispuesto a golpear a ese enclenque hasta el desfallecimiento, y eso era precisamente lo que haría. Su puño había impactado contra el brazo del contrario, con fuerza, mostrando en su rostro una leve mueca justo antes de comenzar a recibir una oleada de puñetazos sin fin. Estómago, pecho, pómulo, mandíbula... No habría sabido decir cuántas veces le había golpeado, pero sin duda fueron muchas, tal vez demasiadas... Y, por extraño que pareciera, aquello era satisfactorio. Su enfado parecía estar a punto de desbordar su cuerpo, de obligarles a explotar tanto a él como a su adversario y, sin embargo, seguía incrementándose tras cada golpe encajado.
Kenneth no se había quedado atrás. Al igual que el castaño lanzó un puñetazo tras otro, sin descanso, aunque los que llegaban a acertar en su objetivo no eran tantos como los que le alcanzaban a él. De todos modos no importaba, seguiría golpeándole una y otra vez hasta que su cuerpo fallara y se dejase caer sobre el barro. Sus ojos parecían brillar con luz propia, una luz feroz y aterradora que lentamente iba apagándose a medida que su vista se emborronaba. Tal vez porque hubiera recibido un golpe cerca del ojo o simplemente porque su cuerpo estaba siendo sometido a un castigo demasiado intenso. Sus puñetazos dejaron de ser tan impetuosos y rítmicos como los primeros, aunque seguía lanzándolos. Retrocedía unos centímetros con cada impacto, formando un surco en el suelo encharcado con sus pies. El sabor metálico de la sangre inundaba su boca, tal vez por el hecho de que acababan de partirle el labio, o puede que hubiera comenzado a escupir sangre... ¿Quién sabe? Su boca se torció en una sonrisa demente y sus ojos se clavaron en los del contrario antes de recibir un último golpe que le obligó a retroceder varios pasos.
Las palabras del corsario le llegaron vagamente, casi incapaz de comprenderlas. ¿Su nombre? ¿Para qué quería conocer su nombre? ¿Deseaba saber cómo se llamaba la persona a la que estaba a punto de matar? Porque sí, no cabía otra posibilidad. Estaba a punto de morir a manos de aquel tipo y no sería capaz de evitarlo. Se había topado con alguien mucho más fuerte que él y, por ello, la vida del peliazul estaba en sus manos. Su cuerpo seguía temblando aún a causa de la adrenalina liberada, pero sus piernas le fallaron y cayó de rodillas sobre el suelo embarrado, aún con ese iracundo brillo en sus ojos. Le dolía absolutamente todo el cuerpo. Escupió hacia un lado algo más de sangre antes de dirigir su mirada hacia él, aún feroz, aún desafiante...
- Kenneth... -respondió entre incesantes jadeos, con varios hilos de sangre descendiendo por su barbilla y mandíbula- Kenneth Heito...
Su enorme espada se encontraba justo al lado de él, bañada en agua y barro mientras la tormenta parecía empeorar por momentos. Un rayo recorrió el cielo entre las nubes, haciendo que el mundo alrededor de ambos parpadeara con una intensa luz blanca. Qué día más apropiado. Tomó su arma por la empuñadura y a duras penas consiguió volver a erguirse. Sentía el brazo ligeramente adormecido, cosa que probablemente provocara algún puñetazo en uno de los nervios, aunque a decir verdad había varias zonas que, bien por el dolor o el cansancio, no era capaz de sentir. Su mirada carmesí siguió escudriñando la del contrario, así como sus rasgos, dándole vueltas a su posible identidad. Era demasiado familiar... Y entonces lo vio. Como una luz fugaz la imagen del cartel pasó ante sus ojos, y el cuerpo del peliazul se estremeció al tiempo que de sus labios escapaba un susurro.
- Kuro no Tenshi...
Kenneth no se había quedado atrás. Al igual que el castaño lanzó un puñetazo tras otro, sin descanso, aunque los que llegaban a acertar en su objetivo no eran tantos como los que le alcanzaban a él. De todos modos no importaba, seguiría golpeándole una y otra vez hasta que su cuerpo fallara y se dejase caer sobre el barro. Sus ojos parecían brillar con luz propia, una luz feroz y aterradora que lentamente iba apagándose a medida que su vista se emborronaba. Tal vez porque hubiera recibido un golpe cerca del ojo o simplemente porque su cuerpo estaba siendo sometido a un castigo demasiado intenso. Sus puñetazos dejaron de ser tan impetuosos y rítmicos como los primeros, aunque seguía lanzándolos. Retrocedía unos centímetros con cada impacto, formando un surco en el suelo encharcado con sus pies. El sabor metálico de la sangre inundaba su boca, tal vez por el hecho de que acababan de partirle el labio, o puede que hubiera comenzado a escupir sangre... ¿Quién sabe? Su boca se torció en una sonrisa demente y sus ojos se clavaron en los del contrario antes de recibir un último golpe que le obligó a retroceder varios pasos.
Las palabras del corsario le llegaron vagamente, casi incapaz de comprenderlas. ¿Su nombre? ¿Para qué quería conocer su nombre? ¿Deseaba saber cómo se llamaba la persona a la que estaba a punto de matar? Porque sí, no cabía otra posibilidad. Estaba a punto de morir a manos de aquel tipo y no sería capaz de evitarlo. Se había topado con alguien mucho más fuerte que él y, por ello, la vida del peliazul estaba en sus manos. Su cuerpo seguía temblando aún a causa de la adrenalina liberada, pero sus piernas le fallaron y cayó de rodillas sobre el suelo embarrado, aún con ese iracundo brillo en sus ojos. Le dolía absolutamente todo el cuerpo. Escupió hacia un lado algo más de sangre antes de dirigir su mirada hacia él, aún feroz, aún desafiante...
- Kenneth... -respondió entre incesantes jadeos, con varios hilos de sangre descendiendo por su barbilla y mandíbula- Kenneth Heito...
Su enorme espada se encontraba justo al lado de él, bañada en agua y barro mientras la tormenta parecía empeorar por momentos. Un rayo recorrió el cielo entre las nubes, haciendo que el mundo alrededor de ambos parpadeara con una intensa luz blanca. Qué día más apropiado. Tomó su arma por la empuñadura y a duras penas consiguió volver a erguirse. Sentía el brazo ligeramente adormecido, cosa que probablemente provocara algún puñetazo en uno de los nervios, aunque a decir verdad había varias zonas que, bien por el dolor o el cansancio, no era capaz de sentir. Su mirada carmesí siguió escudriñando la del contrario, así como sus rasgos, dándole vueltas a su posible identidad. Era demasiado familiar... Y entonces lo vio. Como una luz fugaz la imagen del cartel pasó ante sus ojos, y el cuerpo del peliazul se estremeció al tiempo que de sus labios escapaba un susurro.
- Kuro no Tenshi...
Lion D. Émile
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Para el arrastre. No había otra forma de definirlo. El estado del peliazul era lamentable. Si no hubiese recuperado la cordura, tal vez lo hubiera matado a golpes sin siquiera darse cuenta. Había ido de un pelo. Se tiró de un dedo dislocado hasta desencajarlo y lo recolocó en el sitio, sin hacer ni la más leve mueca de dolor. Así que Kenneth Heito... no olvidaría aquel nombre. Sin embargo, si sus planes salían bien pronto tendría uno nuevo. Se frotó el dolorido hombro derecho, donde había encajado un golpe, y vigiló a su rival. Un rayo iluminó a ambos, y por un instante pudo observarle con más detalle. Ya no parecía tan furioso, si bien no se había calmado. En su lugar, creyó verle una expresión pensativa. Enarcó una ceja con curiosidad, y esperó a ver si Kenneth decía algo más. Fue entonces cuando le sorprendió gratamente: le había reconocido.
- Oh, veo que mi fama me precede - sonrió y se limpió la sangre de la cara - Dado que me has reconocido, te daré dos cosas: un regalo y una oferta.
Era hora de jugar sus cartas con cuidado. Vista su fortaleza mental y su carácter, quería a aquel hombre en su tripulación. Sería una valiosa adquisición, y probablemente un buen candidato para ser su Ira, si no el mejor que podría encontrar. ¿Cuánta gente se quedaría a luchar en lugar de tratar de huir después de lo que había presenciado? Sí, no le cabía la menor duda. Sólo quería hacerle pasar por una última prueba. En ella determinaría definitivamente de qué pasta estaba hecho, así como su fortaleza física. La lluvia comenzó a arreciar con más fuerza, llevándose la sangre de su piel consigo, al tiempo que el fuerte viento lo despeinaba. Volvió a sonreír, en un gesto decidido y de autoconfianza, antes de decirle a Kenneth:
- Mi regalo es este: Te enseñaré una de mis técnicas. Es un honor que no concedo a cualquiera. Y esta es mi oferta, si sobrevives... te permitiré entrar en mi banda.
Sin esperar su respuesta, alzó la mano derecha hacia el cielo al tiempo que sus ojos volvían a teñirse de rojo. Una pequeña bola roja comenzó a formarse en esta y a crecer hasta alcanzar el tamaño de un puño. Entonces comenzó a contraerse rápidamente, y una llama brotó de esta. Era la combinación de dos de sus técnicas. La esfera era energía pura concentrada, que generaría una potente explosión de dos metros de radio. La llama en su lugar derivaba en parte de sus poderes de la akuma. Era su Fiamma di Collera, la llama de la ira. Un poder derivado de su Fuego del Averno, con la diferencia de que este podía manejarlo a placer sin tener que entrar en su forma completa. Algún día enseñaría a quien se convirtiera en Ira aquel poder, pues la clave la de la Fiamma di Collera era simple y obvia. El rostro de Émile se crispó en una mueca rabiosa, y entonces lanzó su ataque al tiempo que gritaba:
- MARTELLO DI RABBIA!
Un gran estallido envuelto en llamas de color rojo iluminaron la noche. Ya no veía a Kenneth, y en su lugar había un cráter sobre el que se levantaba una hoguera. Activó su mantra y su visión demoníaca y trató de localizarlo. No podía andar lejos.
- Oh, veo que mi fama me precede - sonrió y se limpió la sangre de la cara - Dado que me has reconocido, te daré dos cosas: un regalo y una oferta.
Era hora de jugar sus cartas con cuidado. Vista su fortaleza mental y su carácter, quería a aquel hombre en su tripulación. Sería una valiosa adquisición, y probablemente un buen candidato para ser su Ira, si no el mejor que podría encontrar. ¿Cuánta gente se quedaría a luchar en lugar de tratar de huir después de lo que había presenciado? Sí, no le cabía la menor duda. Sólo quería hacerle pasar por una última prueba. En ella determinaría definitivamente de qué pasta estaba hecho, así como su fortaleza física. La lluvia comenzó a arreciar con más fuerza, llevándose la sangre de su piel consigo, al tiempo que el fuerte viento lo despeinaba. Volvió a sonreír, en un gesto decidido y de autoconfianza, antes de decirle a Kenneth:
- Mi regalo es este: Te enseñaré una de mis técnicas. Es un honor que no concedo a cualquiera. Y esta es mi oferta, si sobrevives... te permitiré entrar en mi banda.
Sin esperar su respuesta, alzó la mano derecha hacia el cielo al tiempo que sus ojos volvían a teñirse de rojo. Una pequeña bola roja comenzó a formarse en esta y a crecer hasta alcanzar el tamaño de un puño. Entonces comenzó a contraerse rápidamente, y una llama brotó de esta. Era la combinación de dos de sus técnicas. La esfera era energía pura concentrada, que generaría una potente explosión de dos metros de radio. La llama en su lugar derivaba en parte de sus poderes de la akuma. Era su Fiamma di Collera, la llama de la ira. Un poder derivado de su Fuego del Averno, con la diferencia de que este podía manejarlo a placer sin tener que entrar en su forma completa. Algún día enseñaría a quien se convirtiera en Ira aquel poder, pues la clave la de la Fiamma di Collera era simple y obvia. El rostro de Émile se crispó en una mueca rabiosa, y entonces lanzó su ataque al tiempo que gritaba:
- MARTELLO DI RABBIA!
Un gran estallido envuelto en llamas de color rojo iluminaron la noche. Ya no veía a Kenneth, y en su lugar había un cráter sobre el que se levantaba una hoguera. Activó su mantra y su visión demoníaca y trató de localizarlo. No podía andar lejos.
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Su respuesta confirmó las palabras del peliazul. Efectivamente, se trataba del Ángel Negro, el Hijo de la Quimera... Y uno de los hombres más buscados de todos los mares. Su memoria no alcanzaba a recordar la magnitud de la recompensa que se ofrecía por su cabeza (o, más bien, en su estado no era capaz de hacer memoria), pero sabía que era una cantidad aberrante, al igual que las historias que se contaban sobre él. Temido, odiado... Siempre se había preguntado cómo era y, al fin, había podido conocerle. Solo sentía decepción por algo, y esto era por la escasa cercanía de los rumores a la realidad.... Esta era incluso peor. Sin duda, un verdadero demonio con una fuerza aberrante, y estaba seguro de que durante todo ese tiempo se había estado conteniendo con él de una u otra forma.
Su ceño se frunció ante sus palabras mientras dejaba que el agua arrastrara la sangre consigo al tiempo que la lluvia y el viento se veían intensificados por momentos. Un regalo y una oferta. ¿Qué estaría pasando por la mente del pirata en ese momento? Su mirada buscaba respuestas en la contraria mientras que su mano apretaba la empuñadura de la espada con fuerza. Tras unos segundos en los que la expresión de Émile mostró de nuevo una arrogante sonrisa, llegó su respuesta. El regalo, una muerte casi segura. La oferta, la posibilidad de seguir a aquél hombre por los mares, de referirse a él como "capitán". ¿Podría ser eso algo que el iracundo peliazul querría? Por un instante estuvo apunto de responder con la misma brusquedad que empleó en la primera frase, pero sus labios enmudecieron ante lo que sus ojos presenciaron a continuación. Una esfera de energía se generó en la mano del corsario, creciendo más y más con cada segundo que pasaba para, en un instante, comenzar a contraerse, envolviéndose a su vez en unas llamas que no eran de ese mundo. Una llama que tenía algo que atraía a Kenneth... Como si hubiera sido creada con la misma naturaleza que él mismo. Era aterradora y, a la vez... Hermosa. Su cuerpo se estremeció de emoción en el momento en que el contrario lanzó aquella técnica y, antes de que esta le alcanzara, mostró en su mirada la Ira que albergaba en su interior a su máximo esplendor, antes de que todo se volviera oscuro para él.
No habría sabido decir cuánto tiempo pasó después de aquello. Tal vez unos segundos o incluso algunos minutos, pero cuando abrió los ojos su visión estaba completamente distorsionada. Casi no alcanzaba a diferenciar formas o colores, ni siquiera el gris oscuro que se alzaba sobre él. Su respiración era débil y su pulso bastante bajo, casi inapreciable, como si tan solo un pequeño hilo le separara de la muerte. Curiosamente no sentía ningún tipo de dolor. De hecho, no sentía absolutamente nada, tal debía haber sido la conmoción de semejante golpe. Su cuerpo presentaba heridas por todo el torso, así como por brazos y piernas mientras que la sangre se mezclaba con el agua encharcada, tiñendo el barro de un oscuro rojo. Una pequeña forma se posó entonces sobre Kenneth. Era diminuta comparada con él y parecía poseer cierta tonalidad carmesí. Piru le picaba levemente en la mejilla, tratando de hacer que recobrara las fuerzas o que reaccionase de alguna forma, sin mucho éxito.
- Rata emplumada... -respondió débilmente, casi como un murmullo- Si sigues haciendo eso te ensartaré... Con una rama...
Incluso su rabia parecía incapaz de dejarse mostrar en ese estado tan lamentable, tal vez porque la había dejado salir toda justo antes de que aquella cosa le alcanzase. Era extraño que alguien se hubiera interesado en él por algo que había atemorizado a todos los demás desde que tenía uso de razón. ¿Acaso vería su ira como algo que debía existir? ¿Un sentimiento tan aceptable o más que el resto? Fuerza desmedida y aceptación de su rabia. ¿Encontraría en la banda del Ángel Negro un lugar donde su ferocidad no fuese vista con malos ojos? Su mirada comenzaba a nublarse, dejándose arrastrar por la oscuridad al tiempo que su consciencia se iba desvaneciendo lentamente, dejando atrás todos esos pensamientos. "¿Podría encontrar en él alguien a quien llamar capitán?"
Su ceño se frunció ante sus palabras mientras dejaba que el agua arrastrara la sangre consigo al tiempo que la lluvia y el viento se veían intensificados por momentos. Un regalo y una oferta. ¿Qué estaría pasando por la mente del pirata en ese momento? Su mirada buscaba respuestas en la contraria mientras que su mano apretaba la empuñadura de la espada con fuerza. Tras unos segundos en los que la expresión de Émile mostró de nuevo una arrogante sonrisa, llegó su respuesta. El regalo, una muerte casi segura. La oferta, la posibilidad de seguir a aquél hombre por los mares, de referirse a él como "capitán". ¿Podría ser eso algo que el iracundo peliazul querría? Por un instante estuvo apunto de responder con la misma brusquedad que empleó en la primera frase, pero sus labios enmudecieron ante lo que sus ojos presenciaron a continuación. Una esfera de energía se generó en la mano del corsario, creciendo más y más con cada segundo que pasaba para, en un instante, comenzar a contraerse, envolviéndose a su vez en unas llamas que no eran de ese mundo. Una llama que tenía algo que atraía a Kenneth... Como si hubiera sido creada con la misma naturaleza que él mismo. Era aterradora y, a la vez... Hermosa. Su cuerpo se estremeció de emoción en el momento en que el contrario lanzó aquella técnica y, antes de que esta le alcanzara, mostró en su mirada la Ira que albergaba en su interior a su máximo esplendor, antes de que todo se volviera oscuro para él.
No habría sabido decir cuánto tiempo pasó después de aquello. Tal vez unos segundos o incluso algunos minutos, pero cuando abrió los ojos su visión estaba completamente distorsionada. Casi no alcanzaba a diferenciar formas o colores, ni siquiera el gris oscuro que se alzaba sobre él. Su respiración era débil y su pulso bastante bajo, casi inapreciable, como si tan solo un pequeño hilo le separara de la muerte. Curiosamente no sentía ningún tipo de dolor. De hecho, no sentía absolutamente nada, tal debía haber sido la conmoción de semejante golpe. Su cuerpo presentaba heridas por todo el torso, así como por brazos y piernas mientras que la sangre se mezclaba con el agua encharcada, tiñendo el barro de un oscuro rojo. Una pequeña forma se posó entonces sobre Kenneth. Era diminuta comparada con él y parecía poseer cierta tonalidad carmesí. Piru le picaba levemente en la mejilla, tratando de hacer que recobrara las fuerzas o que reaccionase de alguna forma, sin mucho éxito.
- Rata emplumada... -respondió débilmente, casi como un murmullo- Si sigues haciendo eso te ensartaré... Con una rama...
Incluso su rabia parecía incapaz de dejarse mostrar en ese estado tan lamentable, tal vez porque la había dejado salir toda justo antes de que aquella cosa le alcanzase. Era extraño que alguien se hubiera interesado en él por algo que había atemorizado a todos los demás desde que tenía uso de razón. ¿Acaso vería su ira como algo que debía existir? ¿Un sentimiento tan aceptable o más que el resto? Fuerza desmedida y aceptación de su rabia. ¿Encontraría en la banda del Ángel Negro un lugar donde su ferocidad no fuese vista con malos ojos? Su mirada comenzaba a nublarse, dejándose arrastrar por la oscuridad al tiempo que su consciencia se iba desvaneciendo lentamente, dejando atrás todos esos pensamientos. "¿Podría encontrar en él alguien a quien llamar capitán?"
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Notó la presencia de Kenneth, ahora debilitada. Y podía percibir un brillo rojizo al otro lado del cráter con su Visión Demoníaca. Lo bordeó a paso tranquilo, observando los desperfectos. El camino que cruzaba los campos de arroz había quedado cortado por el ataque, aunque para el día siguiente los fuegos se habrían apagado y sería poco más que un desnivel. Había hecho bien en no apuntar al cuerpo de Kenneth, o lo hubiera matado. Obviamente aun no tenía el potencial suficiente para medirse con él, aunque con el entrenamiento apropiado sería capaz de superar todos sus límites. Era definitivo, quería a aquel hombre en su tripulación. No había intentado esquivar su ataque, y eso era un indicativo de su fuerza voluntad y decisión. Le gustaba aquel hombre. Se acercó a su cuerpo y lo observó. Si antes ya estaba en mal estado, ahora estaba cuanto menos al borde de la muerte. La Fiamma di Collera había quemado su cuerpo, y tenía algunas piedras clavadas a lo largo de este. La explosión debía haberlas lanzado a gran velocidad a modo de metralla. Se agachó y comenzó a arrancárselas. Necesitaba hacerlo si iba a curarle.
- Si no acepta, simplemente lo mataré. No me es útil si no es en la banda.
Era una especie de karma extraño e invertido. Si iba a realizar un acto bueno, lo compensaría con un asesinato si resultaba no beneficiar a sus intereses. Al fin y al cabo, él no era un buen samaritano. De repente algo se posó en el cuerpo inerte de Kenneth. Émile se detuvo a observarlo, extrañado. Era un pequeño pájaro, que en aquel momento picoteaba al corpulento hombre como en un intento de reanimarlo. ¿No era el mismo que había estado molestándolo cuando se encontraron? Este pareció reaccionar, pues comenzó a moverse. La situación parecía sacada de un cuadro macabro: tirado en el suelo, con el cuerpo destrozado en mitad de un charco de barro ensangrentado, e iluminado parcialmente por la luz de las llamas. El tipo comenzó a amenazar al animal en un tono de voz débil, casi inconsciente. Estaba a las puertas de la muerte; si no actuaba ya, moriría en cuestión de minutos por la pérdida de sangre y las hemorragias internas que debía tener. El pirata colocó su mano derecha sobre él, y mientras la palma de esta comenzaba a brillar con una luz dorada dijo:
- Te concedo el don de la vida. No olvides esto; sin mi hoy habrías muerto. Y lo que yo doy, puedo quitarlo. Ahora me debes tu vida.
La luz aumentó de intensidad hasta iluminar todo el cuerpo del peliazul. Las heridas comenzaron a cerrarse, y su cuerpo recuperó algo el color. El capitán notó cómo sus energías le eran drenadas rápidamente, pero no vaciló ni se permitió mostrar debilidad, y continuó emitiendo aquella luz. ¿Cómo un ser tan malvado podía poseer un poder así? Eso era porque él no siempre había sido así. Hubo un tiempo atrás en que había combatido la oscuridad de su corazón y tratado de ser bueno y puro. Y había logrado doblegar el mal a su voluntad y tornarlo luz, desarrollando aquella técnica. Sin embargo, la maldad no es tan fácil de extirpar, y bastó un momento de debilidad por su parte para que su demonio interior lograse dominar su corazón. La muerte de su padre había sido el causante de aquello. Y por eso, aquella luz curativa que debería ser pura y buena, era luz corrupta. Bastaba con mirarla para comprobar que no se trataba de un dorado auténtico, si no de uno teñido de rojo. Así como la técnica original llenaba el corazón de los que la recibían de alegría y esperanza, esta sólo traía consigo oscuridad.
- Levántate y camina, Kenneth Heito. Desde hoy eres el emisario de mi Odio en el mundo. Yo te bautizo como Amon, el demonio de la Ira. Ve y destruye a todo aquel que perturbe tu impío corazón.
Émile pronunció estas palabras con solemnidad. Esperó a que Kenneth se levantara, y entonces se transformó. De repente sus ojos se volvieron totalmente negros como la noche, excepto por el iris que se volvió de un rojo vivo. Dos enormes alas negras surgieron a su espalda, y su mano pasó a brillar con una luz sanguinolenta. Alzó la mano y la colocó sobre la cabeza de su nuevo seguidor, diciendo:
- ¿Juras servirme con lealtad, protegerme y obedecerme, así como respetar y defender a todos los que yo tome bajo mi protección?
Si Kenneth lo juraba, continuaría así:
- ¿Juras perseguir y dar muerte a todo aquel que me desee algún mal?
Finalmente, terminando el juramento, pronunció:
- ¿Y juras aceptar mi marca, no liberarte de ella si yo no te lo ordeno y por último, perseguir a nuestros enemigos los Tenryuubitos allá donde se hallen?
Una vez Amon aceptase todo esto, la luz de la mano de Émile aumentaría de intensidad. A continuación con la otra mano tocaría su pecho izquierdo, donde se grabaría a fuego una marca: una calavera en mitad de un pentáculo. La marca de los Shichi no Akuma.
- Per potestas mea, ego baptizo te Amon.
- Si no acepta, simplemente lo mataré. No me es útil si no es en la banda.
Era una especie de karma extraño e invertido. Si iba a realizar un acto bueno, lo compensaría con un asesinato si resultaba no beneficiar a sus intereses. Al fin y al cabo, él no era un buen samaritano. De repente algo se posó en el cuerpo inerte de Kenneth. Émile se detuvo a observarlo, extrañado. Era un pequeño pájaro, que en aquel momento picoteaba al corpulento hombre como en un intento de reanimarlo. ¿No era el mismo que había estado molestándolo cuando se encontraron? Este pareció reaccionar, pues comenzó a moverse. La situación parecía sacada de un cuadro macabro: tirado en el suelo, con el cuerpo destrozado en mitad de un charco de barro ensangrentado, e iluminado parcialmente por la luz de las llamas. El tipo comenzó a amenazar al animal en un tono de voz débil, casi inconsciente. Estaba a las puertas de la muerte; si no actuaba ya, moriría en cuestión de minutos por la pérdida de sangre y las hemorragias internas que debía tener. El pirata colocó su mano derecha sobre él, y mientras la palma de esta comenzaba a brillar con una luz dorada dijo:
- Te concedo el don de la vida. No olvides esto; sin mi hoy habrías muerto. Y lo que yo doy, puedo quitarlo. Ahora me debes tu vida.
La luz aumentó de intensidad hasta iluminar todo el cuerpo del peliazul. Las heridas comenzaron a cerrarse, y su cuerpo recuperó algo el color. El capitán notó cómo sus energías le eran drenadas rápidamente, pero no vaciló ni se permitió mostrar debilidad, y continuó emitiendo aquella luz. ¿Cómo un ser tan malvado podía poseer un poder así? Eso era porque él no siempre había sido así. Hubo un tiempo atrás en que había combatido la oscuridad de su corazón y tratado de ser bueno y puro. Y había logrado doblegar el mal a su voluntad y tornarlo luz, desarrollando aquella técnica. Sin embargo, la maldad no es tan fácil de extirpar, y bastó un momento de debilidad por su parte para que su demonio interior lograse dominar su corazón. La muerte de su padre había sido el causante de aquello. Y por eso, aquella luz curativa que debería ser pura y buena, era luz corrupta. Bastaba con mirarla para comprobar que no se trataba de un dorado auténtico, si no de uno teñido de rojo. Así como la técnica original llenaba el corazón de los que la recibían de alegría y esperanza, esta sólo traía consigo oscuridad.
- Levántate y camina, Kenneth Heito. Desde hoy eres el emisario de mi Odio en el mundo. Yo te bautizo como Amon, el demonio de la Ira. Ve y destruye a todo aquel que perturbe tu impío corazón.
Émile pronunció estas palabras con solemnidad. Esperó a que Kenneth se levantara, y entonces se transformó. De repente sus ojos se volvieron totalmente negros como la noche, excepto por el iris que se volvió de un rojo vivo. Dos enormes alas negras surgieron a su espalda, y su mano pasó a brillar con una luz sanguinolenta. Alzó la mano y la colocó sobre la cabeza de su nuevo seguidor, diciendo:
- ¿Juras servirme con lealtad, protegerme y obedecerme, así como respetar y defender a todos los que yo tome bajo mi protección?
Si Kenneth lo juraba, continuaría así:
- ¿Juras perseguir y dar muerte a todo aquel que me desee algún mal?
Finalmente, terminando el juramento, pronunció:
- ¿Y juras aceptar mi marca, no liberarte de ella si yo no te lo ordeno y por último, perseguir a nuestros enemigos los Tenryuubitos allá donde se hallen?
Una vez Amon aceptase todo esto, la luz de la mano de Émile aumentaría de intensidad. A continuación con la otra mano tocaría su pecho izquierdo, donde se grabaría a fuego una marca: una calavera en mitad de un pentáculo. La marca de los Shichi no Akuma.
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Su mente había caído en la más absoluta oscuridad. ¿Quién era? ¿Dónde estaba? ¿Terminaría de descender hacia el vacío o hallaría el final de este? Prácticamente tenía la sensación de estar suspendido en la infinita nada. Ni siquiera era capaz de ver su propio cuerpo, ni sentirlo. Tal vez había terminado muriendo. Si eso era así, tal vez aquél fuera el castigo por sus decisiones y acciones. Un eterno viaje en soledad, sin posibilidad de escapar. Hasta su rabia parecía haberse esfumado. Ya no era él, sino tan solo un fantasma de lo que fue y pudo haber sido. Quería gritar, golpear, pero era inútil. Había dejado de existir.
De repente, una intensa luz lo invadió todo. Al principio dorada y pura, inmaculada, una obra procedente de un mundo celestial, que le bendecía con paz y descanso. Sin embargo, lentamente, aquél dorado comenzó a verse mancillado por un tono rojizo que predominaba en algunos rayos de luz. En cuanto le alcanzaron, lo que sintió fue algo completamente distinto. Dolor, mucho dolor; así como agonía, tristeza y melancolía. La rabia volvió a brotar de él y la oscuridad inundó su corazón de nuevo. Una entidad le tendía una mano negra como la noche, envuelta en sombras, ofreciéndole una salida de aquel lugar. Era temible a la par que reconfortante. Como un macabro deseo que llevara a una clara destrucción pero que, a la vez, aliviaría su pesar. Con un nuevo cuerpo y envuelto por aquella luz impía, tomó aquella mano con decisión y, en un suspiro, la oscuridad volvió a devorar todo a su paso. Sus ojos se abrieron, pero se vio obligado a parpadear varias veces a causa de las gotas que cayeron sobre estos. El agua era fría y sentía su cuerpo entumecido aunque, por motivos que no alcanzaba a comprender, se sentía lleno de energía de nuevo. Piru aleteó violentamente al tiempo que soltaba algún que otro berrido, dejando que el peliazul pudiera levantarse. Observó su propio cuerpo con detenimiento, comprobando que todas las heridas parecían haber sanado, justo antes de dirigir su mirada a Émile.
Fue entonces cuando escuchó sus palabras, aquellas que probablemente le marcarían desde ese mismo instante. Deberle la vida a aquel hombre resultaba un tanto irónico si teníamos en cuenta de que había sido él quien casi se la arrebató. Pese a ello, no era lo que más le importaba a Kenneth. Había visto en el contrario un poder con el que jamás habría podido soñar y, más allá de eso... Comprensión. Aceptación de su voluntad y de su ira. Formar parte de su tripulación, ser uno de sus demonios, dar rienda suelta a la rabia que se aferraba a su negro corazón. "Amon, demonio de la Ira..." se repitió a sí mismo en su mente, al tiempo que sus labios se tornaban en una sonrisa vehemente. El simple hecho de pensar en lo que todo ello podía significar no podría complacerle más. Sus ojos pudieron maravillarse entonces con una imagen que pocos en el mundo entero habrían llegado a presenciar... La verdadera forma del Ángel Negro, similar en todos los sentidos a aquella sombra que le había arrancado de los brazos de la muerte. Se inclinó levemente hacia el frente mientras mantenía sus ojos clavados en los del corsario. Estaba decidido.
- Lo juro -respondió, sin parpadear, de nuevo con aquél sanguinolento brillo en su mirada- Lo juro -repitió, sin variar su posición, sin darle importancia a nada de lo que ocurría alrededor de ellos. Ni la lluvia ni el viento podrían perturbar ese momento- Lo juro -sentenció, por tercera y última vez, al tiempo que la luz que envolvía su cuerpo se intensificaba, aceptando la marca para sí, sin mostrar indicios de dolor ante la quemadura.
Amon, el Demonio de la Ira. Había aceptado portar ese nombre con orgullo, y se aseguraría de que fuera uno que el mundo entero conociera y temiera, al igual que el del hombre que acababa de convertirse en su capitán. Por fin podría dar rienda suelta a su verdadero ser y, compartiendo el camino de su recién nombrado maestro, nada ni nadie podría interponerse en su camino. Lo seguiría hasta la muerte e incluso después de esta. "Que el mundo tiemble, porque un nuevo demonio acaba de nacer."
De repente, una intensa luz lo invadió todo. Al principio dorada y pura, inmaculada, una obra procedente de un mundo celestial, que le bendecía con paz y descanso. Sin embargo, lentamente, aquél dorado comenzó a verse mancillado por un tono rojizo que predominaba en algunos rayos de luz. En cuanto le alcanzaron, lo que sintió fue algo completamente distinto. Dolor, mucho dolor; así como agonía, tristeza y melancolía. La rabia volvió a brotar de él y la oscuridad inundó su corazón de nuevo. Una entidad le tendía una mano negra como la noche, envuelta en sombras, ofreciéndole una salida de aquel lugar. Era temible a la par que reconfortante. Como un macabro deseo que llevara a una clara destrucción pero que, a la vez, aliviaría su pesar. Con un nuevo cuerpo y envuelto por aquella luz impía, tomó aquella mano con decisión y, en un suspiro, la oscuridad volvió a devorar todo a su paso. Sus ojos se abrieron, pero se vio obligado a parpadear varias veces a causa de las gotas que cayeron sobre estos. El agua era fría y sentía su cuerpo entumecido aunque, por motivos que no alcanzaba a comprender, se sentía lleno de energía de nuevo. Piru aleteó violentamente al tiempo que soltaba algún que otro berrido, dejando que el peliazul pudiera levantarse. Observó su propio cuerpo con detenimiento, comprobando que todas las heridas parecían haber sanado, justo antes de dirigir su mirada a Émile.
Fue entonces cuando escuchó sus palabras, aquellas que probablemente le marcarían desde ese mismo instante. Deberle la vida a aquel hombre resultaba un tanto irónico si teníamos en cuenta de que había sido él quien casi se la arrebató. Pese a ello, no era lo que más le importaba a Kenneth. Había visto en el contrario un poder con el que jamás habría podido soñar y, más allá de eso... Comprensión. Aceptación de su voluntad y de su ira. Formar parte de su tripulación, ser uno de sus demonios, dar rienda suelta a la rabia que se aferraba a su negro corazón. "Amon, demonio de la Ira..." se repitió a sí mismo en su mente, al tiempo que sus labios se tornaban en una sonrisa vehemente. El simple hecho de pensar en lo que todo ello podía significar no podría complacerle más. Sus ojos pudieron maravillarse entonces con una imagen que pocos en el mundo entero habrían llegado a presenciar... La verdadera forma del Ángel Negro, similar en todos los sentidos a aquella sombra que le había arrancado de los brazos de la muerte. Se inclinó levemente hacia el frente mientras mantenía sus ojos clavados en los del corsario. Estaba decidido.
- Lo juro -respondió, sin parpadear, de nuevo con aquél sanguinolento brillo en su mirada- Lo juro -repitió, sin variar su posición, sin darle importancia a nada de lo que ocurría alrededor de ellos. Ni la lluvia ni el viento podrían perturbar ese momento- Lo juro -sentenció, por tercera y última vez, al tiempo que la luz que envolvía su cuerpo se intensificaba, aceptando la marca para sí, sin mostrar indicios de dolor ante la quemadura.
Amon, el Demonio de la Ira. Había aceptado portar ese nombre con orgullo, y se aseguraría de que fuera uno que el mundo entero conociera y temiera, al igual que el del hombre que acababa de convertirse en su capitán. Por fin podría dar rienda suelta a su verdadero ser y, compartiendo el camino de su recién nombrado maestro, nada ni nadie podría interponerse en su camino. Lo seguiría hasta la muerte e incluso después de esta. "Que el mundo tiemble, porque un nuevo demonio acaba de nacer."
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Una sonrisa diabólica se dibujó en el rostro de Émile. Lo había logrado... tenía a su primer Pecado. Y pensar que si no se hubiera pasado por aquella isla no se hubiese cruzado nunca con él. Había tenido mucha suerte, y a partir de ahora confiaría más en su instinto. También tendría más trabajo, pues se debería ocupar de convertir a Amon en un miembro digno de Shichi no Akuma. Una de las primeras cosas que haría sería enseñarle a crear la Fiamma di Collera... en cuanto tuviera tiempo. El pirata apoyó la mano en el hombro de su nuevo subordinado, y dijo:
- Vamos, Amon, no tenemos nada que hacer aquí. Te llevaré a nuestro barco.
Recogió su cesta de frutas y su ropa y comenzaron a ir hacia la costa. Una vez allí lo llevaría volando hasta el Corazón del Diablo. Podían coger "prestada" una lancha, pero Émile no quería arriesgarse a que se hundiera por la tormenta. Como usuario, no podía nadar. Mientras caminaban, pensó en lo agradable y relajante que resultaba aquel ambiente: el ruido de la lluvia, la humedad, la temperatura... dado que a él no le molestaban las tormentas, ¿por qué no quedarse por la isla hasta el día siguiente? Podía dormir en un árbol y dar una última vuelta antes de irse a la mañana próxima.
- En cuanto lleguemos al barco, te dejaré con uno de mis oficiales para que te enseñe todo. Yo volveré a la isla hasta mañana.
Aquel ambiente lluvioso era melancólico, y hermoso a su manera. Definitivamente le apetecía salir a pasear bajo la lluvia. Cogería algo para comer y beber en el barco (a parte de las manzanas). Así podría aprovechar la experiencia totalmente. En cuanto llegaron a la costa, Émile agarró a Kenneth y comenzó a aletear con fuerza hasta que se elevaron por los aires. Entonces lo llevó a través del agitado mar durante unos minutos. No se alejaron mucho de la costa. Los barcos, ante la inminente tormenta, se habían acercado a la misma y anclado en una bahía. Sus oficiales habían estado demasiado atareados como para avisarle, pero en el momento en que alzó el vuelo un simple mensaje telepático le bastó para conocer la posición de estos. Finalmente, aterrizaron en la cubierta del Corazón del Diablo a salvo.
- Vamos, Amon, no tenemos nada que hacer aquí. Te llevaré a nuestro barco.
Recogió su cesta de frutas y su ropa y comenzaron a ir hacia la costa. Una vez allí lo llevaría volando hasta el Corazón del Diablo. Podían coger "prestada" una lancha, pero Émile no quería arriesgarse a que se hundiera por la tormenta. Como usuario, no podía nadar. Mientras caminaban, pensó en lo agradable y relajante que resultaba aquel ambiente: el ruido de la lluvia, la humedad, la temperatura... dado que a él no le molestaban las tormentas, ¿por qué no quedarse por la isla hasta el día siguiente? Podía dormir en un árbol y dar una última vuelta antes de irse a la mañana próxima.
- En cuanto lleguemos al barco, te dejaré con uno de mis oficiales para que te enseñe todo. Yo volveré a la isla hasta mañana.
Aquel ambiente lluvioso era melancólico, y hermoso a su manera. Definitivamente le apetecía salir a pasear bajo la lluvia. Cogería algo para comer y beber en el barco (a parte de las manzanas). Así podría aprovechar la experiencia totalmente. En cuanto llegaron a la costa, Émile agarró a Kenneth y comenzó a aletear con fuerza hasta que se elevaron por los aires. Entonces lo llevó a través del agitado mar durante unos minutos. No se alejaron mucho de la costa. Los barcos, ante la inminente tormenta, se habían acercado a la misma y anclado en una bahía. Sus oficiales habían estado demasiado atareados como para avisarle, pero en el momento en que alzó el vuelo un simple mensaje telepático le bastó para conocer la posición de estos. Finalmente, aterrizaron en la cubierta del Corazón del Diablo a salvo.
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