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<<Genial>>, pensé al contemplar el deshabitado paisaje que se extendía más allá de los límites del modesto puerto en el que había desembarcado tras dejar a Lorenzzo y los suyos. Un discreto cartel que rezaba "Bienvenido a Isla Navideña", semioculto bajo un cúmulo de nieve en el límite externo de la zona portuaria, fue lo más parecido a un saludo que obtuve en la primera isla que pisaba tras abandonar mi hogar, dado que los marineros a los que me dirigía mientras exploraba el lugar me ignoraban completamente o, con algo de suerte, me regalaban un breve vistazo de indiferencia antes de continuar con sus labores.
No obstante, el cartel debía haber sido colocado por alguien en aquel lugar y dudaba mucho que hubiera sido ninguno de los tripulantes que iban y venían, de modo que me acerqué a uno de ellos, que casualmente salía de una pequeña taberna concebida con toda probabilidad para hacer negocio con la sed etílica de los navegantes, con la esperanza de que no emulara a sus compañeros y me prestase un mínimo de atención.
-Disculpe, ¿sabe si por aquí cerca hay algún lugar en el que pueda quedarme? -pregunté en un tono de voz lo suficientemente alto como para que el ensimismado hombre tuviese que reparar en mi presencia.
-Hasta donde yo sé, si caminas unos pocos kilómetros hacia el norte deberías encontrar una aldea, pero no sé si la ropa que llevas es la más indicada. Dentro de poco anochecerá y dudo mucho que lo que llevas te abrigue lo suficiente -respondió sin detenerse, dando la conversación por zanjada y alejándose de mí sin darme opción a réplica. Desde luego en aquel muelle la educación brillaba por su ausencia.
No obstante, el tipo tenía razón. El hecho de que no estuviera rondando la hipotermia en aquellos momentos indicaba que no era el día más frío que se podía esperar de una isla en la que la nieve era reina y soberana, pero de ahí a que mi fina camisa celeste de lino fuese suficiente abrigo había un buen trecho.
Tras ver cómo el marinero se perdía a marchas forzadas en dirección a la zona donde se aglutinaban los navíos mercantes, me paré bajo el fino arco de madera que marcaba el límite del puerto a considerar mis opciones. Frente a mí, una inmensa y nevada explanada hacía las veces de antesala para un bosque de imponentes abetos situado a unos quinientos metros de mí. Afortunadamente, un sendero trazado a través del mismo gracias a la tala selectiva de árboles parecía indicar el camino a seguir para alcanzar la aldea.
Era bastante arriesgado tratar de llegar al poblado con la oscuridad acechando, pero quedarme allí no me evitaría pasar una gélida noche y, ya que el marinero no había hablado de la taberna como un posible lugar de descanso, supuse que no había ningún lugar más cercano donde poder encontrar un lecho caliente.
En consecuencia, tomé la única decisión que estimé viable y me dispuse recorrer el blanco camino que prometía llevarme a una noche alejado de la gelidez.
Caminé durante una hora que para mí transcurrió como tres. Una vez abandonado el refugio que proporcionaban las edificaciones cercanas al muelle, un fuerte viento que avisaba de que una noche extremadamente fría estaba por venir acometió una y otra vez contra mí, provocando que me encogiera sobre mí mismo en un infructuoso intento de guardar algo de calor corporal, y que apretara el paso todo lo que el entumecimiento de mis extremidades me permitía.
Cuando sospechaba que mi corta experiencia fuera de mi pequeña isla natal estaba a punto de llegar a su fin y que acabaría mis días sepultado y olvidado bajo una gruesa capa de nieve, unas luces algunos cientos de metros por delante de mi posición me indicaron que era mi día de suerte. Sacando fuerzas de flaqueza y sin reparar en las características de los edificios de la zona a causa de la prisa que llevaba, cubrí la distancia que me separaba de la aldea y me introduje en la primera construcción de cuyo interior percibí cierto alboroto.
Una ola de calor, gritos, humo y whiskey barato se abalanzó con furia contra mí en cuanto abrí la puerta. A mi alrededor, un gran número de mesas redondas de madera visiblemente estropeadas por el paso de los años sostenía vasos y ceniceros, y en torno a ellas se sentaban grupos de personas de las apariencias más diversas que jugaban a las cartas y a los dados.
Pasando con cuidado entre las sillas y luchando contra el tembleque conseguí llegas hasta la barra. Allí, un muchacho y una muchacha que sin duda eran hermanos se afanaban en satisfacer las demandas de los clientes con la mayor celeridad posible. Me senté en uno de los taburetes libres y esperé a que llegase mi turno, tal y como mis padres me explicaron en su día que funcionaban las colas. Escasos minutos después la chica se acercó a mí, ajustándose el moño en el que había recogido su espesa y rizada melena cobriza y secándose las manos en un trapo que llevaba en la cintura. Para ese momento prácticamente había dejado de tiritar, así que pude pedir algo caliente para terminar de reponerme. La camarera desapareció en la cocina para volver portando un vaso de humeante caldo, el cual reposó sobre la añeja barra de madera de abeto que la separaba de mí.
El calor recorrió mi garganta y alcanzó hasta el último rincón de mi cuerpo, reconfortándome y permitiéndome observar con mayor detalle todo lo que sucedía a mi alrededor.
Una pequeña aglomeración en una mesa cercana me llamó la atención. Preguntándome qué sucedería allí, pagué mi poco habitual consumición y, tras dedicarle un educado "gracias" a la rubia, me acerqué al grupo de personas.
Justo cuando yo llegaba un corpulento y sonrosado hombre se levantaba y se narchaba airado. Frente a la silla que había ocupado hasta hacía unos instantes, un sujeto que usaba una remendada gabardina y una chistera mostraba una pequeña bola blanca a sus espectadores.
-No hay truco caballeros, y para que lo vean yo mismo apostaré cincuenta berries de mi bolsillo contra otros cincuenta de quien se atreva a probar suerte -comentaba el hombre mientras alineaba tres vasos frente a él-. El primer intento es gratis, y sólo hay que acertar el vaso en el que se encuentra la bolita. ¿Algún voluntario?
Nunca me habían hablado de un juego como aquél en casa, pero parecía divertido, así que decidí intentarlo. La codiciosa mirada del de la chistera se detuvo en mí justo cuando alcé la mano, indicándome con un gesto que me acercara.
En cuanto me senté introdujo la esfera blanca bajo uno de los vasos y comenzó a moverlos, cruzándolos a gran velocidad. Creí ser capaz de seguir el vaso indicado, de modo que señalé sin dudar en cuanto el hombre dejó de mezclarlos. El tipo me preguntó si estaba seguro, y cuando respondí afirmativamente descubrió la bolita.
-¿Quiere seguir? -inquirió el hombre al tiempo que cambiaba la bola de vaso y ponía cincuenta berries sobre la mesa. Parecía un juego fácil, de modo que contesté mostrando la misma cantidad de dinero. En esta ocasión los vasos se movieron a menor velocidad pero durante más tiempo. No obstante, no había perdido de vista mi objetivo en ningún momento, por lo que volví a elegir sin vacilar. Por desgracia, en aquella ocasión no acerté, de modo que el de la chistera cogió mis cincuenta berries y se los guardó.
Varios intentos más se sucedieron ante mi empeño de ganar a aquel dichoso juego, errando con mi decisión en la gran mayoría de ellos. Quizás era el momento de levantarme e irme, pero la frustración y el "sólo una más" me cegaban.
No obstante, el cartel debía haber sido colocado por alguien en aquel lugar y dudaba mucho que hubiera sido ninguno de los tripulantes que iban y venían, de modo que me acerqué a uno de ellos, que casualmente salía de una pequeña taberna concebida con toda probabilidad para hacer negocio con la sed etílica de los navegantes, con la esperanza de que no emulara a sus compañeros y me prestase un mínimo de atención.
-Disculpe, ¿sabe si por aquí cerca hay algún lugar en el que pueda quedarme? -pregunté en un tono de voz lo suficientemente alto como para que el ensimismado hombre tuviese que reparar en mi presencia.
-Hasta donde yo sé, si caminas unos pocos kilómetros hacia el norte deberías encontrar una aldea, pero no sé si la ropa que llevas es la más indicada. Dentro de poco anochecerá y dudo mucho que lo que llevas te abrigue lo suficiente -respondió sin detenerse, dando la conversación por zanjada y alejándose de mí sin darme opción a réplica. Desde luego en aquel muelle la educación brillaba por su ausencia.
No obstante, el tipo tenía razón. El hecho de que no estuviera rondando la hipotermia en aquellos momentos indicaba que no era el día más frío que se podía esperar de una isla en la que la nieve era reina y soberana, pero de ahí a que mi fina camisa celeste de lino fuese suficiente abrigo había un buen trecho.
Tras ver cómo el marinero se perdía a marchas forzadas en dirección a la zona donde se aglutinaban los navíos mercantes, me paré bajo el fino arco de madera que marcaba el límite del puerto a considerar mis opciones. Frente a mí, una inmensa y nevada explanada hacía las veces de antesala para un bosque de imponentes abetos situado a unos quinientos metros de mí. Afortunadamente, un sendero trazado a través del mismo gracias a la tala selectiva de árboles parecía indicar el camino a seguir para alcanzar la aldea.
Era bastante arriesgado tratar de llegar al poblado con la oscuridad acechando, pero quedarme allí no me evitaría pasar una gélida noche y, ya que el marinero no había hablado de la taberna como un posible lugar de descanso, supuse que no había ningún lugar más cercano donde poder encontrar un lecho caliente.
En consecuencia, tomé la única decisión que estimé viable y me dispuse recorrer el blanco camino que prometía llevarme a una noche alejado de la gelidez.
Caminé durante una hora que para mí transcurrió como tres. Una vez abandonado el refugio que proporcionaban las edificaciones cercanas al muelle, un fuerte viento que avisaba de que una noche extremadamente fría estaba por venir acometió una y otra vez contra mí, provocando que me encogiera sobre mí mismo en un infructuoso intento de guardar algo de calor corporal, y que apretara el paso todo lo que el entumecimiento de mis extremidades me permitía.
Cuando sospechaba que mi corta experiencia fuera de mi pequeña isla natal estaba a punto de llegar a su fin y que acabaría mis días sepultado y olvidado bajo una gruesa capa de nieve, unas luces algunos cientos de metros por delante de mi posición me indicaron que era mi día de suerte. Sacando fuerzas de flaqueza y sin reparar en las características de los edificios de la zona a causa de la prisa que llevaba, cubrí la distancia que me separaba de la aldea y me introduje en la primera construcción de cuyo interior percibí cierto alboroto.
Una ola de calor, gritos, humo y whiskey barato se abalanzó con furia contra mí en cuanto abrí la puerta. A mi alrededor, un gran número de mesas redondas de madera visiblemente estropeadas por el paso de los años sostenía vasos y ceniceros, y en torno a ellas se sentaban grupos de personas de las apariencias más diversas que jugaban a las cartas y a los dados.
Pasando con cuidado entre las sillas y luchando contra el tembleque conseguí llegas hasta la barra. Allí, un muchacho y una muchacha que sin duda eran hermanos se afanaban en satisfacer las demandas de los clientes con la mayor celeridad posible. Me senté en uno de los taburetes libres y esperé a que llegase mi turno, tal y como mis padres me explicaron en su día que funcionaban las colas. Escasos minutos después la chica se acercó a mí, ajustándose el moño en el que había recogido su espesa y rizada melena cobriza y secándose las manos en un trapo que llevaba en la cintura. Para ese momento prácticamente había dejado de tiritar, así que pude pedir algo caliente para terminar de reponerme. La camarera desapareció en la cocina para volver portando un vaso de humeante caldo, el cual reposó sobre la añeja barra de madera de abeto que la separaba de mí.
El calor recorrió mi garganta y alcanzó hasta el último rincón de mi cuerpo, reconfortándome y permitiéndome observar con mayor detalle todo lo que sucedía a mi alrededor.
Una pequeña aglomeración en una mesa cercana me llamó la atención. Preguntándome qué sucedería allí, pagué mi poco habitual consumición y, tras dedicarle un educado "gracias" a la rubia, me acerqué al grupo de personas.
Justo cuando yo llegaba un corpulento y sonrosado hombre se levantaba y se narchaba airado. Frente a la silla que había ocupado hasta hacía unos instantes, un sujeto que usaba una remendada gabardina y una chistera mostraba una pequeña bola blanca a sus espectadores.
-No hay truco caballeros, y para que lo vean yo mismo apostaré cincuenta berries de mi bolsillo contra otros cincuenta de quien se atreva a probar suerte -comentaba el hombre mientras alineaba tres vasos frente a él-. El primer intento es gratis, y sólo hay que acertar el vaso en el que se encuentra la bolita. ¿Algún voluntario?
Nunca me habían hablado de un juego como aquél en casa, pero parecía divertido, así que decidí intentarlo. La codiciosa mirada del de la chistera se detuvo en mí justo cuando alcé la mano, indicándome con un gesto que me acercara.
En cuanto me senté introdujo la esfera blanca bajo uno de los vasos y comenzó a moverlos, cruzándolos a gran velocidad. Creí ser capaz de seguir el vaso indicado, de modo que señalé sin dudar en cuanto el hombre dejó de mezclarlos. El tipo me preguntó si estaba seguro, y cuando respondí afirmativamente descubrió la bolita.
-¿Quiere seguir? -inquirió el hombre al tiempo que cambiaba la bola de vaso y ponía cincuenta berries sobre la mesa. Parecía un juego fácil, de modo que contesté mostrando la misma cantidad de dinero. En esta ocasión los vasos se movieron a menor velocidad pero durante más tiempo. No obstante, no había perdido de vista mi objetivo en ningún momento, por lo que volví a elegir sin vacilar. Por desgracia, en aquella ocasión no acerté, de modo que el de la chistera cogió mis cincuenta berries y se los guardó.
Varios intentos más se sucedieron ante mi empeño de ganar a aquel dichoso juego, errando con mi decisión en la gran mayoría de ellos. Quizás era el momento de levantarme e irme, pero la frustración y el "sólo una más" me cegaban.
Krieg
Fama
Recompensa
Características
fuerza
Fortaleza
Velocidad
Agilidad
Destreza
Precisión
Intelecto
Agudeza
Instinto
Energía
Saberes
Akuma no mi
Varios
Habiéndome librado de la inmunda presencia de aquella cazadora, sólo me quedaba una cosa por hacer antes de abandonar aquella isla: deshacerme de la prueba del delito que yo no había cometido. “¿Pero qué podía hacer?”, me pregunté sabiendo que llamaría la atención si simplemente lo devolvía a la comisaría más cercana como un buen ciudadano. La verdad sea dicha, no parecía que las buenas personas abundaran en aquella ciudad donde el dinero y la apariencia valían más que la nobleza interior. Ya me había cruzado con más de un hombre altanero que pateaba a su simio personal sin ningún tipo de respeto, pero lo que pasó fue el maldito colmo.
-¡Quita de mi camino, bicho!- escupió después, y no antes, de darme una patada en la espalda que me hizo perder el equilibrio.
Lentamente, muy lentamente, giré mi rostro a la vez que me zafaba de mi capucha con un rápido y agresivo gesto para mirar al pobre desgraciado que acababa de cometer el mayor error de su vida. Reconocí ese rostro aguileño, amargo y enjuto al instante, ya lo había visto antes en el enorme cuadro expuesto en la sala de espera de las oficinas del almacén, mientra esperaba a entregar una pieza musical que descarté al conocer su propósito. En un abrir y cerrar de ojos, el gesto del Sr Costamontón pasó del desprecio y la rabia de un abusivo dueño al pánico de una denuncia judicial. Todas y cada una de las personas que cruzaban la calle principal habían visto el ataque, y silenciar a tantos testigos supondría un dinero que aquella avara ave de presa no querría gastar. Además, estaba el hecho de que muchas de esas personas podrían ponerse de parte de sus competidores, los cuales se esforzarían para que el pleito acabara bien… para mí y para ellos. Me sacudí la nieve, levantándome para enfrentar a mi agresor.
-Sabía que el mundo de los negocios era duro, pero no me esperaba esto- dije con tono amable y una pequeña sonrisa-. Debo admitir que se conserva usted muy bien, Señor Costamontón, esa patada ha sido digna de un futbolista. Ahora, si me disculpa, tengo gente con la que hablar, compras que hacer y paquetes que enviar…
Antes de que pudiera abandonar del todo la escena, dejando al público boquiabierto y con ganas de más, el rápido taconeo de una secretaria lista como el hambre introdujo a un personaje más en el escenario. Era pelirroja, joven y bien dotada, justo lo que uno necesitaba para alegrarse tras un largo día de papeleo.
-Buenas tardes, soy Leyliana y, si no le importa, me gustaría ayudarle con sus compras. Estoy segura de que podremos llegar a un acuerdo, el Señor Costamontón acaba de graduarse sus nuevas gafas y aún no se ha aclimatado del todo a ellas… Comprenderá que…
-Lo entiendo- interrumpí, seco y tajante. Dediqué una última mirada a su jefe, aún algo inquieto, y le sonreí para tranquilizarle. Aceptaría esta ofrenda de paz… ¿Pero sería capaz de pagar una ofensa tan grande? Lo dudaba.-. Será mejor que me presente antes, por si hubiera que hacer algún trámite legal- le dije sin quitar la sonrisa, dejando caer la amenaza-: Soy Alphonse, Alphonse Capone.
Sonrió sin mostrar temor alguno, sin saber de un apellido que apretaba los corazones de los ancianos y de aquellos que habían vivido la historia a través de los libros. Hacía mucho tiempo que el West Blue no conocía un verdadero Capone como amo y señor de los mares, uno que reuniera a las cinco familias bajo una bandera de sangre y acero para gobernar con puño de hierro. A decir verdad, me alegró encontrarme con alguien amable, aunque fuera por interés, que no supiera de mi terrible herencia.
Pasé el resto de la tarde junto a ella, visitando comercios sin comprar nada hasta dar con la relojería que había sido robada. En mi interior podía notar el terrible peso de aquel hermoso reloj de bolsillo que me hundía en una vergüenza que no debía soportar.
-Es una pena, la verdad- le dije al tendero que se quejaba en voz baja de la poca habilidad y rapidez de la milicia local. Él sabía que aquel sucio muchacho le había robado y seguía sin rastro del objeto ni noticias del justo castigo-. ¿Era uno como los de por aquí?- dije, mirando los mostradores cerrados a cal y canto.
Se acercó rápidamente, negando tristemente, lamentando como un mal actor de tragicomedia que el robo se había efectuado de la cámara principal, donde guardaba las obras más preciadas de su artesanía. Mentía, y lo sabía porque podía contemplar la simplicidad pero elegancia del diseño con mis propios ojos. Continuó jactándose de los rubíes y zafiros engarzados en las manecillas, del delicado grabado interno tallado en diente de rey marino y el pequeño cuadro pintado en su cierre, un bello paisaje nevado. Tuve que resistirme el impulso de tirarle el reloj a la cara y hacérselo tragar.
-¿Se encuentra bien?- dijo, notando mi enfado.
-Sí, es que la situación me repugna. Pobre hombre, y pobre de mí por no poder disfrutar de semejante pieza-me lamenté, a la vez desechaba toda responsabilidad moral por verme involucrado en el hurto del objeto. La gente así de falsa se merecía que le quitaran todo lo quetenía y más.
-¿Entonces…- dijo ladinamente-¿Desea un reloj, caballero?
-No, no. Si ya no tiene algo así me temo que ya no podré satisfacer mi antojo. Quizás en un futuro, cuando construya una maravilla similar. Señorita, continuemos.
Tras visitar un par de tiendas más, sin volver a gastar un mísero berrie, finalmente la chica preguntó con curiosidad.
-¿No va a comprar… nada? El Señor Costamontón se pondrá bastante triste, había sido su idea el compensarle por su… pequeño accidente- mintió. Había sido su idea, pero, como sirviente, no podría admitirlo nunca. Y bien que hacía.
-Lo que yo quiero no se puede comprar con dinero- sentencié bajando la calle para alejarme poco a poco de la ciudad-. Preséntele mis respetos a su jefe de mi parte, y dígale que si de verdad quiere mi perdón, lo mínimo que puede hacer es disculparse personalmente. Le estaré esperando mañana en el puerto, a las doce.
El camino hacia el pequeño pueblo era largo, frío y oscuro , sobre todo cuando el sol decidió que ya era hora de irse a dormir entre aquel mar de pinos que separaba los dos núcleos urbanos. Con cuidado, caminé todo lo recto que pude para no desviarme de mi ruta y acabar perdido por el bosque, y cuando vi las luces a lo lejos supe que mi orientación no me había fallado. Suspiré, tranquilizado por la promesa del fuego, de una comida caliente y una cómoda cama en alguna posada local. Entonces, los agudos chillidos del bosque recorrieron mi columna y le gritaron a mis pies que corrieran para ponerme a salvo, y yo les ordené que volvieran a su sitio. Por supuesto, cuando el siguiente cruzó el cielo, opté por no arriesgarme a entablar un combate en desventaja, tocando una rápida retirada. Existe mucha diferencia entre ser valiente y ser idiota.
Entré por la puerta como una ventisca, rápido y sin cuidado, dando un portazo que encajó al límite de su bisagra el enorme portón dividido en dos. Todos aquellos ojos me miraron, parando su fiesta y su jolgorio como si hubieran visto al fantasma que yo acababa de escuchar. Hice un esfuerzo para recomponerme, tosiendo levemente y cerrando la puerta como se merecía para después quitarme mi abrigo y contemplar que no había lugar donde colgarlo.
“Bárbaros”, pensé durante un segundo, dándome cuenta del tugurio al que había dado a parar. Apestoso antro que, por cierto, continuaba inmerso en un sepulcral silencio. El suave arrullo de una canica rodando contra la madera dominó la escena. Como movida por el destino, llegó a mí, sorteando los pies inquietos, las patas de los taburetes y las fundas de las espadas a punto de desenvainarse.
-Buenas noches a todos- le dije a mi público, el cual todavía estaba recuperándose de la estruendosa entrada-, ¿alguien ha perdido una canica?- dije, cogiéndola lentamente para no terminar de ganarme un tiro y después alzarla sobre mi cabeza.
Y, por fin, dejé de ser el protagonista cuando todos aquellos tipejos giraron sus cabezas al rostro petrificado del mago al que acababa de chafar su truco.
-¡Quita de mi camino, bicho!- escupió después, y no antes, de darme una patada en la espalda que me hizo perder el equilibrio.
Lentamente, muy lentamente, giré mi rostro a la vez que me zafaba de mi capucha con un rápido y agresivo gesto para mirar al pobre desgraciado que acababa de cometer el mayor error de su vida. Reconocí ese rostro aguileño, amargo y enjuto al instante, ya lo había visto antes en el enorme cuadro expuesto en la sala de espera de las oficinas del almacén, mientra esperaba a entregar una pieza musical que descarté al conocer su propósito. En un abrir y cerrar de ojos, el gesto del Sr Costamontón pasó del desprecio y la rabia de un abusivo dueño al pánico de una denuncia judicial. Todas y cada una de las personas que cruzaban la calle principal habían visto el ataque, y silenciar a tantos testigos supondría un dinero que aquella avara ave de presa no querría gastar. Además, estaba el hecho de que muchas de esas personas podrían ponerse de parte de sus competidores, los cuales se esforzarían para que el pleito acabara bien… para mí y para ellos. Me sacudí la nieve, levantándome para enfrentar a mi agresor.
-Sabía que el mundo de los negocios era duro, pero no me esperaba esto- dije con tono amable y una pequeña sonrisa-. Debo admitir que se conserva usted muy bien, Señor Costamontón, esa patada ha sido digna de un futbolista. Ahora, si me disculpa, tengo gente con la que hablar, compras que hacer y paquetes que enviar…
Antes de que pudiera abandonar del todo la escena, dejando al público boquiabierto y con ganas de más, el rápido taconeo de una secretaria lista como el hambre introdujo a un personaje más en el escenario. Era pelirroja, joven y bien dotada, justo lo que uno necesitaba para alegrarse tras un largo día de papeleo.
-Buenas tardes, soy Leyliana y, si no le importa, me gustaría ayudarle con sus compras. Estoy segura de que podremos llegar a un acuerdo, el Señor Costamontón acaba de graduarse sus nuevas gafas y aún no se ha aclimatado del todo a ellas… Comprenderá que…
-Lo entiendo- interrumpí, seco y tajante. Dediqué una última mirada a su jefe, aún algo inquieto, y le sonreí para tranquilizarle. Aceptaría esta ofrenda de paz… ¿Pero sería capaz de pagar una ofensa tan grande? Lo dudaba.-. Será mejor que me presente antes, por si hubiera que hacer algún trámite legal- le dije sin quitar la sonrisa, dejando caer la amenaza-: Soy Alphonse, Alphonse Capone.
Sonrió sin mostrar temor alguno, sin saber de un apellido que apretaba los corazones de los ancianos y de aquellos que habían vivido la historia a través de los libros. Hacía mucho tiempo que el West Blue no conocía un verdadero Capone como amo y señor de los mares, uno que reuniera a las cinco familias bajo una bandera de sangre y acero para gobernar con puño de hierro. A decir verdad, me alegró encontrarme con alguien amable, aunque fuera por interés, que no supiera de mi terrible herencia.
Pasé el resto de la tarde junto a ella, visitando comercios sin comprar nada hasta dar con la relojería que había sido robada. En mi interior podía notar el terrible peso de aquel hermoso reloj de bolsillo que me hundía en una vergüenza que no debía soportar.
-Es una pena, la verdad- le dije al tendero que se quejaba en voz baja de la poca habilidad y rapidez de la milicia local. Él sabía que aquel sucio muchacho le había robado y seguía sin rastro del objeto ni noticias del justo castigo-. ¿Era uno como los de por aquí?- dije, mirando los mostradores cerrados a cal y canto.
Se acercó rápidamente, negando tristemente, lamentando como un mal actor de tragicomedia que el robo se había efectuado de la cámara principal, donde guardaba las obras más preciadas de su artesanía. Mentía, y lo sabía porque podía contemplar la simplicidad pero elegancia del diseño con mis propios ojos. Continuó jactándose de los rubíes y zafiros engarzados en las manecillas, del delicado grabado interno tallado en diente de rey marino y el pequeño cuadro pintado en su cierre, un bello paisaje nevado. Tuve que resistirme el impulso de tirarle el reloj a la cara y hacérselo tragar.
-¿Se encuentra bien?- dijo, notando mi enfado.
-Sí, es que la situación me repugna. Pobre hombre, y pobre de mí por no poder disfrutar de semejante pieza-me lamenté, a la vez desechaba toda responsabilidad moral por verme involucrado en el hurto del objeto. La gente así de falsa se merecía que le quitaran todo lo quetenía y más.
-¿Entonces…- dijo ladinamente-¿Desea un reloj, caballero?
-No, no. Si ya no tiene algo así me temo que ya no podré satisfacer mi antojo. Quizás en un futuro, cuando construya una maravilla similar. Señorita, continuemos.
Tras visitar un par de tiendas más, sin volver a gastar un mísero berrie, finalmente la chica preguntó con curiosidad.
-¿No va a comprar… nada? El Señor Costamontón se pondrá bastante triste, había sido su idea el compensarle por su… pequeño accidente- mintió. Había sido su idea, pero, como sirviente, no podría admitirlo nunca. Y bien que hacía.
-Lo que yo quiero no se puede comprar con dinero- sentencié bajando la calle para alejarme poco a poco de la ciudad-. Preséntele mis respetos a su jefe de mi parte, y dígale que si de verdad quiere mi perdón, lo mínimo que puede hacer es disculparse personalmente. Le estaré esperando mañana en el puerto, a las doce.
El camino hacia el pequeño pueblo era largo, frío y oscuro , sobre todo cuando el sol decidió que ya era hora de irse a dormir entre aquel mar de pinos que separaba los dos núcleos urbanos. Con cuidado, caminé todo lo recto que pude para no desviarme de mi ruta y acabar perdido por el bosque, y cuando vi las luces a lo lejos supe que mi orientación no me había fallado. Suspiré, tranquilizado por la promesa del fuego, de una comida caliente y una cómoda cama en alguna posada local. Entonces, los agudos chillidos del bosque recorrieron mi columna y le gritaron a mis pies que corrieran para ponerme a salvo, y yo les ordené que volvieran a su sitio. Por supuesto, cuando el siguiente cruzó el cielo, opté por no arriesgarme a entablar un combate en desventaja, tocando una rápida retirada. Existe mucha diferencia entre ser valiente y ser idiota.
Entré por la puerta como una ventisca, rápido y sin cuidado, dando un portazo que encajó al límite de su bisagra el enorme portón dividido en dos. Todos aquellos ojos me miraron, parando su fiesta y su jolgorio como si hubieran visto al fantasma que yo acababa de escuchar. Hice un esfuerzo para recomponerme, tosiendo levemente y cerrando la puerta como se merecía para después quitarme mi abrigo y contemplar que no había lugar donde colgarlo.
“Bárbaros”, pensé durante un segundo, dándome cuenta del tugurio al que había dado a parar. Apestoso antro que, por cierto, continuaba inmerso en un sepulcral silencio. El suave arrullo de una canica rodando contra la madera dominó la escena. Como movida por el destino, llegó a mí, sorteando los pies inquietos, las patas de los taburetes y las fundas de las espadas a punto de desenvainarse.
-Buenas noches a todos- le dije a mi público, el cual todavía estaba recuperándose de la estruendosa entrada-, ¿alguien ha perdido una canica?- dije, cogiéndola lentamente para no terminar de ganarme un tiro y después alzarla sobre mi cabeza.
Y, por fin, dejé de ser el protagonista cuando todos aquellos tipejos giraron sus cabezas al rostro petrificado del mago al que acababa de chafar su truco.
-¡Todo o nada! -exclamó el tipo al tiempo que dejaba todo su dinero sobre la mesa, junto a los tres vasos a los que tanto provecho les estaba sacando-. ¿Te atreves, chico?
Desde luego, aquel hombre sabía cómo provocar a la gente que engatusaba. Ya había perdido la cuenta del número de partidas que había jugado y, del mismo modo, no sabía cuánto dinero había perdido en total desde el maldito momento en que decidí sentarme allí.
A la sencilla apuesta de cincuenta berries con la que había comenzado, el tipo había ido añadiendo variantes del tipo de "doble o nada" o "si aciertas lo recuperas todo", incitándome a seguir probando suerte. Yo, por mi parte, encontraba extremadamente raro que, aunque fuera por puro azar, no atinase a localizar el vaso que escondía la dichosa bolita en ninguna ocasión.
Contemplé el fajo de billetes que había puesto junto a él, "mi" fajo de billetes, con un gesto que intentaba esconder toda la rabia que sentía. Las palabras de mi padre resonaron en mi mente: "La desconfianza reina allí fuera. La realidad del mundo es algo que ha sobrepasado la simple y lógica subsistencia de los individuos para convertirse en un macabro juego en el que el perdedor se queda sin nada", al igual que las de Lorenzzo: "El dinero mueve el mundo, chico. Hay quien está dispuesto a hacer cualquier cosa por conseguirlo, y ese tipo de personas se esconden tras las apariencias más diversas".
Hasta ese momento no había sido consciente de a qué se referían, y la mirada del de la chistera me hacía pensar que iba a exprimirme todo lo que pudiera. Pensando qué hacer, me ajusté el cuello de la camisa con la mano izquierda, rozando en el proceso la cadena que siempre llevaba enroscada en torno al torso cual serpiente. Mientras tanto, con la derecha tanteé mi bolsillo. Aún tenía la mayoría del dinero que había conseguido durante mi viaje hasta allí, pero si perdía, el de los vasos daría un buen mordisco a mis primeros ahorros. En esa ocasión fue la voz de mi madre la que acudió a mi mente: "No puedes ser tan impulsivo, Ruffo. Tienes que aprender a relajarte".
Una vez más, ignoré el sabio y útil consejo y, haciendo caso omiso de lo que me dictaba el sentido común, saqué un fajo de billetes de mi pantalón y lancé una mirada desafiante al tipo. El de la chistera curvó sus labios en una casi imperceptible sonrisa que me indicó que había cometido un grave error. Acto seguido, como había hecho una y mil veces, mostró la bolita y la introdujo bajo uno de los vasos para comenzar a moverlos rápidamente.
No obstante, una atropellada entrada seguida de un portazo sumió el lugar en un tenso silencio. Tres botes y el sonido de una canica rodando fue lo único que se escuchó antes de que el recién llegado la cogiera y se la mostrara a todo el local. A continuación el sujeto que acababa de entrar dijo algo, pero, temiéndome el tipo de estafa a la que había sido sometido, pasé a ignorarlo y levanté los tres cubiletes antes de que el que los movía tuviese tiempo de reaccionar.
Como era obvio, no había bola bajo ninguno de ellos. ¿Cómo me había podido dejar estafar por un truco tan burdo? Me llevaban advirtiendo desde pequeño sobre cómo funcionaban las cosas más allá de mi recóndita isla, pero supongo que no quería creerlo... Fuera como fuere, el recuerdo de mi madre pidiéndome calma volvió a aparecer en mi interior.
No pensaba hacerle caso, pero cuando me disponía a lanzar un puñetazo directo a la quijada del timador, el hombre al que había desvalijado en primer lugar y un grupo de cinco amigos se levantaron en una mesa cercana.
-Con que tengo mala suerte, ¿no, hijo de puta? -gritó tremendamente enfadado. Al escuchar aquello, los que formaban el círculo más interno del corro que nos rodeaba al estafador y a mí se irguieron como un resorte, revelándose como compinches del de la chistera.
Sin mediar palabra, el primer estafado y sus amigos se lanzaron contra los timadores, que los recibieron con los puños en alto. El encargado de ocultar la canica trató de aprovechar la confusión para coger ambos montones de dinero, pero estaba atento y le acerté con un ansiado golpe en la mandíbula justo cuando la pelea daba comienzo. El golpe desequilibró al sujeto, que cayó de lado junto a su silla con un sonoro y gratificante estruendo.
Sin prestar más atención a lo que sucedía, cogí todo el dinero que había sobre la mesa y me acerqué de nuevo a la barra para sentarme en el mismo asiento que había ocupado anteriormente.
-Te has librado de una buena -comentó la del moño mientras se acercaba y me servía un vaso con un contenido transparente-. Invita la casa. -Mientras tanto, un grupo de corpulentos hombres entraron en escena para ir echando a los alborotadores uno a uno al exterior, arrojándolos como si fuesen sacos de harina.
Contemplé con curiosidad el líquido que me había dado la rubia mientras hacía girar el recipiente en mis manos. Sabía que era alguna bebida alcohólica, el fuerte olor era inconfundible, pero en casa nunca me habían dado a probar nada así. <<Si no lo hago ahora, ¿cuándo lo voy a hacer?>>, me dije para, acto seguido, dar un largo trago. Un extraño e irritante calor recorrió mi esófago, provocando que arrugase un tanto el rostro. No obstante, al final me dejó una sensación agradable, por lo que volví a llamar a la camarera en cuanto me lo acabé.
-Ponme otra copa de lo mismo, por favor. Por cierto, ¿qué es? -dije cuando la rubia estuvo lo suficientemente cerca.
Desde luego, aquel hombre sabía cómo provocar a la gente que engatusaba. Ya había perdido la cuenta del número de partidas que había jugado y, del mismo modo, no sabía cuánto dinero había perdido en total desde el maldito momento en que decidí sentarme allí.
A la sencilla apuesta de cincuenta berries con la que había comenzado, el tipo había ido añadiendo variantes del tipo de "doble o nada" o "si aciertas lo recuperas todo", incitándome a seguir probando suerte. Yo, por mi parte, encontraba extremadamente raro que, aunque fuera por puro azar, no atinase a localizar el vaso que escondía la dichosa bolita en ninguna ocasión.
Contemplé el fajo de billetes que había puesto junto a él, "mi" fajo de billetes, con un gesto que intentaba esconder toda la rabia que sentía. Las palabras de mi padre resonaron en mi mente: "La desconfianza reina allí fuera. La realidad del mundo es algo que ha sobrepasado la simple y lógica subsistencia de los individuos para convertirse en un macabro juego en el que el perdedor se queda sin nada", al igual que las de Lorenzzo: "El dinero mueve el mundo, chico. Hay quien está dispuesto a hacer cualquier cosa por conseguirlo, y ese tipo de personas se esconden tras las apariencias más diversas".
Hasta ese momento no había sido consciente de a qué se referían, y la mirada del de la chistera me hacía pensar que iba a exprimirme todo lo que pudiera. Pensando qué hacer, me ajusté el cuello de la camisa con la mano izquierda, rozando en el proceso la cadena que siempre llevaba enroscada en torno al torso cual serpiente. Mientras tanto, con la derecha tanteé mi bolsillo. Aún tenía la mayoría del dinero que había conseguido durante mi viaje hasta allí, pero si perdía, el de los vasos daría un buen mordisco a mis primeros ahorros. En esa ocasión fue la voz de mi madre la que acudió a mi mente: "No puedes ser tan impulsivo, Ruffo. Tienes que aprender a relajarte".
Una vez más, ignoré el sabio y útil consejo y, haciendo caso omiso de lo que me dictaba el sentido común, saqué un fajo de billetes de mi pantalón y lancé una mirada desafiante al tipo. El de la chistera curvó sus labios en una casi imperceptible sonrisa que me indicó que había cometido un grave error. Acto seguido, como había hecho una y mil veces, mostró la bolita y la introdujo bajo uno de los vasos para comenzar a moverlos rápidamente.
No obstante, una atropellada entrada seguida de un portazo sumió el lugar en un tenso silencio. Tres botes y el sonido de una canica rodando fue lo único que se escuchó antes de que el recién llegado la cogiera y se la mostrara a todo el local. A continuación el sujeto que acababa de entrar dijo algo, pero, temiéndome el tipo de estafa a la que había sido sometido, pasé a ignorarlo y levanté los tres cubiletes antes de que el que los movía tuviese tiempo de reaccionar.
Como era obvio, no había bola bajo ninguno de ellos. ¿Cómo me había podido dejar estafar por un truco tan burdo? Me llevaban advirtiendo desde pequeño sobre cómo funcionaban las cosas más allá de mi recóndita isla, pero supongo que no quería creerlo... Fuera como fuere, el recuerdo de mi madre pidiéndome calma volvió a aparecer en mi interior.
No pensaba hacerle caso, pero cuando me disponía a lanzar un puñetazo directo a la quijada del timador, el hombre al que había desvalijado en primer lugar y un grupo de cinco amigos se levantaron en una mesa cercana.
-Con que tengo mala suerte, ¿no, hijo de puta? -gritó tremendamente enfadado. Al escuchar aquello, los que formaban el círculo más interno del corro que nos rodeaba al estafador y a mí se irguieron como un resorte, revelándose como compinches del de la chistera.
Sin mediar palabra, el primer estafado y sus amigos se lanzaron contra los timadores, que los recibieron con los puños en alto. El encargado de ocultar la canica trató de aprovechar la confusión para coger ambos montones de dinero, pero estaba atento y le acerté con un ansiado golpe en la mandíbula justo cuando la pelea daba comienzo. El golpe desequilibró al sujeto, que cayó de lado junto a su silla con un sonoro y gratificante estruendo.
Sin prestar más atención a lo que sucedía, cogí todo el dinero que había sobre la mesa y me acerqué de nuevo a la barra para sentarme en el mismo asiento que había ocupado anteriormente.
-Te has librado de una buena -comentó la del moño mientras se acercaba y me servía un vaso con un contenido transparente-. Invita la casa. -Mientras tanto, un grupo de corpulentos hombres entraron en escena para ir echando a los alborotadores uno a uno al exterior, arrojándolos como si fuesen sacos de harina.
Contemplé con curiosidad el líquido que me había dado la rubia mientras hacía girar el recipiente en mis manos. Sabía que era alguna bebida alcohólica, el fuerte olor era inconfundible, pero en casa nunca me habían dado a probar nada así. <<Si no lo hago ahora, ¿cuándo lo voy a hacer?>>, me dije para, acto seguido, dar un largo trago. Un extraño e irritante calor recorrió mi esófago, provocando que arrugase un tanto el rostro. No obstante, al final me dejó una sensación agradable, por lo que volví a llamar a la camarera en cuanto me lo acabé.
-Ponme otra copa de lo mismo, por favor. Por cierto, ¿qué es? -dije cuando la rubia estuvo lo suficientemente cerca.
Krieg
Fama
Recompensa
Características
fuerza
Fortaleza
Velocidad
Agilidad
Destreza
Precisión
Intelecto
Agudeza
Instinto
Energía
Saberes
Akuma no mi
Varios
No tardé mucho en comprender que aquel sucio trilero de la esquina había engañado a más de un idiota. Dispuestos a recuperar su dinero, y pagar justamente el timo, se levantaron para encontrarse igualados con los compinches del charlatán. Sólo podía hacer una cosa en ese momento… y era aprovechar que había quedado un sitio en la barra para sentarme a contemplar el espectáculo.
Con mucho gusto me hubiera unido a la trifulca rompiendo los huesos de los embaucadores, pero dada la peliaguda situación con las fuerzas de la ley y mi encontronazo con el muchimillonario, no estaba dispuesto correr riesgos innecesarios. Sólo quería una comida caliente antes descansar mi cabeza sobre una suave almohada.
Esperando a ser atendido, eché un vistazo al local para disfrutar de la mundana visión de un infierno hecho en madera. Aunque se trataba de un local familiar y bastante acogedor, la presencia de los ebrios borrachos, los juegos de mesa y el obcecado tabaquismo convertían la escena en un humeante e incómodo pozo en el que cada bocanada te dejaba el sabor de tus predecesores incrustado en la garganta. Tosí, sin librarme de aquel horrible gusto a colillas y licor barato.
El rostro de los gemelos tenderos no mostró preocupación, sino una mueca de acostumbrado disgusto mientras una silla volaba por el local para estamparse contra la espalda de un pobre desdichado, obligándole a meterse en la pelea. “¿Así era la vida en los suburbios?”, me pregunté, desdeñando tanto aquella barbárica actitud como el permisivismo de los empleados del local. Cuando uno de los truhanes fue empujado a una mesa, tirándoles las jarras de cervezas a sus comensales, estos se levantaron con ganas de terminar con todo. Y vaya si lo hicieron, los seis forzudos cogieron a los alborotadores por el cogote y jugaron a los bolos con ellos, lanzándoles al inhóspito frío de la noche.
- ¿Qué te pongo, guapo?- dijo la rubia al otro lado de la barra tras servir un trago de ginebra al joven al final de la misma. Era una chica robusta, con un cuerpo perfectamente aislado del frío mediante gruesas capas de grasa. A pesar de su tamaño, y sus barbillas de más, no parecía achacada por los calores y la vagueza de los obesos, sino que trasmitía una inesperada y refrescante jovialidad.
-Buenas noches, señorita- dije con mi acostumbrada buena educación-; me gustaría cenar y una cama caliente en la que descansar mis agotados pies esta noche. ¿Tendrían por casualidad una habitación y una mesa libre ahora que esos indeseables se han marchado amablemente?- ironicé cómicamente.
Sonrió, riéndose ante el comentario a pesar de que no era tan sagaz, era una buena camarera al fin y al cabo.
-Por supuesto, toda suya – dijo señalando con su rollizo brazo la mesa que su hermano, o un marido cuyo parecido familiar rozaba lo incestuoso, terminaba de limpiar-. Tras la comida le daré la llave de su habitación- concretó, mientras yo ya me dirigía a mi futuro asiento dándole las gracias.
Contemplé desde aquel lugar la felicidad ajena con una mezcla de envidia y asco. Los hombres y mujeres que tenía frente a mí no tenían educación alguna: se pasaban sin ningún tipo de protocolo las cervezas, metían sus manos en los platos compartidos mientras fumaban, bebían y apostaban como si estuviésemos en el más pagano de los casinos. “Si me repugnaban tanto, ¿por qué quería poder unirme a ellos?”, me pregunté. La respuesta llegó rápido, pues era la misma por la que había aceptado la compañía de aquella muchacha sin comprar nada: porque estaba sólo. Tragué el amargo sentimiento, empujándolo muy dentro de mí, jugueteando con aquella canica sobre la mesa para distraerme de mí mismo mientras esperaba la cena.
Cuando el muchacho dejó los platos sobre mi mesa pude sentir su mirada acusadora, cargada de una rabia tan silenciosa y cortés que me hizo temer que hubiese escupido en el potaje. Le dije un “Gracias” a la cara, pero este golpeó sobre su espalda encorvada y tensa. Me quedé mirando la espesa superficie del color del cerumen y esperé a que se enfriara a la vez que buscaba alguna pista del oculto gargajo. No encontré nada, y, para mi sorpresa y prejuicio, estaba bastante rico.
Masticando aquel sabroso sustento, aproveché para hacer lo mismo con la idea de formar una nueva familia. Al fin y al cabo seguía siendo un Capone, y aunque no desistiera de mi propósito de encontrar a Bill, siempre podría ir haciendo amigos por el camino. ¿Pero por donde podría empezar? Aquellos brutos de la mesa parecían una buena adquisición, pero no se habían levantado al saber de aquella injusticia. ¿Los borrachos? No, ellos mismos habían sido timados, y esa parecía la única razón que les empujó a luchar. Tenía que encontrar alguien en quien pudiera confiar, alguien honorable y preferiblemente de buenos modales que me acompañara como mi mano derecha a lo largo de mis viajes. Sentí vergüenza ante ese pensamiento, creí, acusándome a mí mismo, que quería reemplazar al bueno de Bill.
Joder, parecía que a más intentaba librarme de mi pesar, más me condenaba, incapaz de liberarme de unas cadenas autoimpuestas. Muchos otros hubieran recurrido al alcoholismo para acallar esos tristes susurros de negatividad y culpa, pero yo conocía una droga mejor. Tras cenar, saqué de mi maleta mi dossier para comenzar a escribir y así alejar mi mente del infierno en el que me había metido y del que me empeñaba innecesariamente en crearme.
Las infinitas posibilidades de la hoja en blanco me abrumaron por un instante, como siempre hacían antes de que la primera gota de tinta las limitara. La inspiración se fue tan pronto como había venido, dejando tras de sí sólo una frase: "Around the world."
¿Alrededor del mundo qué, maldita musa? ¿Qué asuntos tan importantes tienes que atender que me dejas con la miel en los labios? Pedazo de hija de la gran puta. Muchas veces el escribir era más una cuestión de empujarse a sí mismo a seguir, de repasar continuamente una misma obra hasta que se llegaba un punto en el tu truño se transformaba en algo de lo que uno podía sentirse satisfecho; pero no sentía que esta fuese una de esas veces. Volví a escribir la frase, en un vano intento de que el impulso de hacerlo rápido me permitiera conocer cómo continuaba.
Con mucho gusto me hubiera unido a la trifulca rompiendo los huesos de los embaucadores, pero dada la peliaguda situación con las fuerzas de la ley y mi encontronazo con el muchimillonario, no estaba dispuesto correr riesgos innecesarios. Sólo quería una comida caliente antes descansar mi cabeza sobre una suave almohada.
Esperando a ser atendido, eché un vistazo al local para disfrutar de la mundana visión de un infierno hecho en madera. Aunque se trataba de un local familiar y bastante acogedor, la presencia de los ebrios borrachos, los juegos de mesa y el obcecado tabaquismo convertían la escena en un humeante e incómodo pozo en el que cada bocanada te dejaba el sabor de tus predecesores incrustado en la garganta. Tosí, sin librarme de aquel horrible gusto a colillas y licor barato.
El rostro de los gemelos tenderos no mostró preocupación, sino una mueca de acostumbrado disgusto mientras una silla volaba por el local para estamparse contra la espalda de un pobre desdichado, obligándole a meterse en la pelea. “¿Así era la vida en los suburbios?”, me pregunté, desdeñando tanto aquella barbárica actitud como el permisivismo de los empleados del local. Cuando uno de los truhanes fue empujado a una mesa, tirándoles las jarras de cervezas a sus comensales, estos se levantaron con ganas de terminar con todo. Y vaya si lo hicieron, los seis forzudos cogieron a los alborotadores por el cogote y jugaron a los bolos con ellos, lanzándoles al inhóspito frío de la noche.
- ¿Qué te pongo, guapo?- dijo la rubia al otro lado de la barra tras servir un trago de ginebra al joven al final de la misma. Era una chica robusta, con un cuerpo perfectamente aislado del frío mediante gruesas capas de grasa. A pesar de su tamaño, y sus barbillas de más, no parecía achacada por los calores y la vagueza de los obesos, sino que trasmitía una inesperada y refrescante jovialidad.
-Buenas noches, señorita- dije con mi acostumbrada buena educación-; me gustaría cenar y una cama caliente en la que descansar mis agotados pies esta noche. ¿Tendrían por casualidad una habitación y una mesa libre ahora que esos indeseables se han marchado amablemente?- ironicé cómicamente.
Sonrió, riéndose ante el comentario a pesar de que no era tan sagaz, era una buena camarera al fin y al cabo.
-Por supuesto, toda suya – dijo señalando con su rollizo brazo la mesa que su hermano, o un marido cuyo parecido familiar rozaba lo incestuoso, terminaba de limpiar-. Tras la comida le daré la llave de su habitación- concretó, mientras yo ya me dirigía a mi futuro asiento dándole las gracias.
Contemplé desde aquel lugar la felicidad ajena con una mezcla de envidia y asco. Los hombres y mujeres que tenía frente a mí no tenían educación alguna: se pasaban sin ningún tipo de protocolo las cervezas, metían sus manos en los platos compartidos mientras fumaban, bebían y apostaban como si estuviésemos en el más pagano de los casinos. “Si me repugnaban tanto, ¿por qué quería poder unirme a ellos?”, me pregunté. La respuesta llegó rápido, pues era la misma por la que había aceptado la compañía de aquella muchacha sin comprar nada: porque estaba sólo. Tragué el amargo sentimiento, empujándolo muy dentro de mí, jugueteando con aquella canica sobre la mesa para distraerme de mí mismo mientras esperaba la cena.
Cuando el muchacho dejó los platos sobre mi mesa pude sentir su mirada acusadora, cargada de una rabia tan silenciosa y cortés que me hizo temer que hubiese escupido en el potaje. Le dije un “Gracias” a la cara, pero este golpeó sobre su espalda encorvada y tensa. Me quedé mirando la espesa superficie del color del cerumen y esperé a que se enfriara a la vez que buscaba alguna pista del oculto gargajo. No encontré nada, y, para mi sorpresa y prejuicio, estaba bastante rico.
Masticando aquel sabroso sustento, aproveché para hacer lo mismo con la idea de formar una nueva familia. Al fin y al cabo seguía siendo un Capone, y aunque no desistiera de mi propósito de encontrar a Bill, siempre podría ir haciendo amigos por el camino. ¿Pero por donde podría empezar? Aquellos brutos de la mesa parecían una buena adquisición, pero no se habían levantado al saber de aquella injusticia. ¿Los borrachos? No, ellos mismos habían sido timados, y esa parecía la única razón que les empujó a luchar. Tenía que encontrar alguien en quien pudiera confiar, alguien honorable y preferiblemente de buenos modales que me acompañara como mi mano derecha a lo largo de mis viajes. Sentí vergüenza ante ese pensamiento, creí, acusándome a mí mismo, que quería reemplazar al bueno de Bill.
Joder, parecía que a más intentaba librarme de mi pesar, más me condenaba, incapaz de liberarme de unas cadenas autoimpuestas. Muchos otros hubieran recurrido al alcoholismo para acallar esos tristes susurros de negatividad y culpa, pero yo conocía una droga mejor. Tras cenar, saqué de mi maleta mi dossier para comenzar a escribir y así alejar mi mente del infierno en el que me había metido y del que me empeñaba innecesariamente en crearme.
Las infinitas posibilidades de la hoja en blanco me abrumaron por un instante, como siempre hacían antes de que la primera gota de tinta las limitara. La inspiración se fue tan pronto como había venido, dejando tras de sí sólo una frase: "Around the world."
¿Alrededor del mundo qué, maldita musa? ¿Qué asuntos tan importantes tienes que atender que me dejas con la miel en los labios? Pedazo de hija de la gran puta. Muchas veces el escribir era más una cuestión de empujarse a sí mismo a seguir, de repasar continuamente una misma obra hasta que se llegaba un punto en el tu truño se transformaba en algo de lo que uno podía sentirse satisfecho; pero no sentía que esta fuese una de esas veces. Volví a escribir la frase, en un vano intento de que el impulso de hacerlo rápido me permitiera conocer cómo continuaba.
-Muchas gracias -dije en voz baja cuando la camarera dejó mi nueva consumición frente a mí. Debía tener cuidado con cómo y cuánto bebía. Desde pequeño me habían advertido de la manera en que las adicciones iban erosionando a las personas hasta convertirlas en un vano recuerdo de lo que algún día fueron y, aunque era la segunda copa de mi vida, no quería empezar abriendo una ventana hacia el alcoholismo. <<Soy un exagerado>>, me dije.
Mientras pensaba comencé a frotar las palmas de mis manos entre sí. No era un gesto típico en mí, sino que había comenzado a hacerlo después de que aquellas extrañas almohadillas apareciesen. Al hacerlo no pude evitar acordarme de Rupert y la desagradable experiencia que habíamos vivido en aquel barco abandonado, aunque, bien pensado, si no hubiese pasado por aquello no habría recibido el poder de la fruta ni, lo más importante, unas palmas tan blanditas y prácticas... <<Tal vez debería comprarme unos guantes o algo>>, pensé al tiempo que presionaba levemente las almohadillas de mi mano izquierda. Yo estaba muy contento con el nuevo aspecto de mis manos, pero sospechaba que no era buena idea ir mostrándoselas a todo el mundo.
Tomé mi copa y alcé la vista para contemplar al resto de personas que ocupaban la barra. Haciéndola girar en mis manos, fui observando a los demás uno a uno. Ninguno llamaba especialmente la atención. La mayoría eran probablemente lugareños que charlaban y bebían en parejas o tríos, ignorando el altercado que había tenido lugar hacía unos minutos y comentando lo cálidos que habían sido los últimos días.
No pude reprimir una sonrisa. ¿Cálidos? La imagen del rudimentario termómetro de mercurio colocado en la pared de la cocina de mi vieja cosa acudió a mi mente. No recordaba ni una sola vez en la que el condenado hubiera marcado menos de 15°C. Irónico, ¿verdad? La primera isla que había pisado tras abandonar mi hogar era exactamente lo opuesto a mi isla natal.
Divagando entre mis pensamientos, pasé a ignorar a los demás clientes y me bebí mi copa a pequeños sorbos. Tras eso, pedí la que sería la tercera y última y me dispuse a preguntar a la camarera si en aquel lugar podrían proporcionarme una cama en la que pasar la noche. Sin embargo, ni la del moño ni su hermano -o lo que fuera- se encontraban tras la barra en ese momento, así que me giré sin despegarme del asiento y sondeé el bar en su busca.
Ambos se encontraban en la otra punta del establecimiento. Atendían a un grupo particularmente numeroso que, a juzgar por la ausencia de vasos o platos en su mesa, debía haber llegado hacía poco. Carraspeé y me ajusté la cadena y el cuello de la camisa de lino antes de levantarme y dirigirme hacia su posición. Apenas había avanzado un par de metros cuando pasé junto al tipo que había entrado armando un enorme escándalo. Bien pensado, era gracias a él que el sinvergüenza no me había desvalijado anteriormente.
El tipo parecía estar escribiendo algo, o al menos intentándolo. No le presté ni la más mínima atención a lo que hacía, sino que me detuve junto a su mesa durante un instante.
-Disculpe, sólo quería agradecerle su... peculiar entrada. De no haberse producido ahora me encontraría sin un berrie -dije. A continuación me quedé esperando unos segundos por si el individuo alzaba la mirada y me decía algo. En caso contrario simplemente continuaría mi camino en dirección a la del moño.
Mientras pensaba comencé a frotar las palmas de mis manos entre sí. No era un gesto típico en mí, sino que había comenzado a hacerlo después de que aquellas extrañas almohadillas apareciesen. Al hacerlo no pude evitar acordarme de Rupert y la desagradable experiencia que habíamos vivido en aquel barco abandonado, aunque, bien pensado, si no hubiese pasado por aquello no habría recibido el poder de la fruta ni, lo más importante, unas palmas tan blanditas y prácticas... <<Tal vez debería comprarme unos guantes o algo>>, pensé al tiempo que presionaba levemente las almohadillas de mi mano izquierda. Yo estaba muy contento con el nuevo aspecto de mis manos, pero sospechaba que no era buena idea ir mostrándoselas a todo el mundo.
Tomé mi copa y alcé la vista para contemplar al resto de personas que ocupaban la barra. Haciéndola girar en mis manos, fui observando a los demás uno a uno. Ninguno llamaba especialmente la atención. La mayoría eran probablemente lugareños que charlaban y bebían en parejas o tríos, ignorando el altercado que había tenido lugar hacía unos minutos y comentando lo cálidos que habían sido los últimos días.
No pude reprimir una sonrisa. ¿Cálidos? La imagen del rudimentario termómetro de mercurio colocado en la pared de la cocina de mi vieja cosa acudió a mi mente. No recordaba ni una sola vez en la que el condenado hubiera marcado menos de 15°C. Irónico, ¿verdad? La primera isla que había pisado tras abandonar mi hogar era exactamente lo opuesto a mi isla natal.
Divagando entre mis pensamientos, pasé a ignorar a los demás clientes y me bebí mi copa a pequeños sorbos. Tras eso, pedí la que sería la tercera y última y me dispuse a preguntar a la camarera si en aquel lugar podrían proporcionarme una cama en la que pasar la noche. Sin embargo, ni la del moño ni su hermano -o lo que fuera- se encontraban tras la barra en ese momento, así que me giré sin despegarme del asiento y sondeé el bar en su busca.
Ambos se encontraban en la otra punta del establecimiento. Atendían a un grupo particularmente numeroso que, a juzgar por la ausencia de vasos o platos en su mesa, debía haber llegado hacía poco. Carraspeé y me ajusté la cadena y el cuello de la camisa de lino antes de levantarme y dirigirme hacia su posición. Apenas había avanzado un par de metros cuando pasé junto al tipo que había entrado armando un enorme escándalo. Bien pensado, era gracias a él que el sinvergüenza no me había desvalijado anteriormente.
El tipo parecía estar escribiendo algo, o al menos intentándolo. No le presté ni la más mínima atención a lo que hacía, sino que me detuve junto a su mesa durante un instante.
-Disculpe, sólo quería agradecerle su... peculiar entrada. De no haberse producido ahora me encontraría sin un berrie -dije. A continuación me quedé esperando unos segundos por si el individuo alzaba la mirada y me decía algo. En caso contrario simplemente continuaría mi camino en dirección a la del moño.
Krieg
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Agilidad
Destreza
Precisión
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Instinto
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Akuma no mi
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Veamos… ¿qué pasa alrededor del mundo? ¿La desgracia y el tormento acosan al pobre ciudadano indefenso? Pomposo, antigubernamental, me ganaría un balazo en la cabeza. ¿Alrededor del mundo todos bailan al son de mi voz? Ojalá. ¿Las mujeres dicen que te aman pero luego saltan a la entrepierna de otro cuando tú quieres esperar? Calzonazos. No debía basarlo en experiencias propias, pero aun así tenía ser algo que todo el mundo haya vivido alguna vez, algo que pasara en cada esquina de los Blues y en cada mitad del Grand Line. ¿Y el Red Line? No podía olvidarme de aquel gran trozo de tierra seca.
Respiré bien hondo intentando dejar que los duendecillos entraran por mi nariz para acariciar mi cerebro con su magia. Inspiré tanto que podría haber parecido que esnifaba una infinita raya de cocaína. Joder, inspiré tanto que casi me caí de la silla. Exhalé furioso y frustrado.
Sostuve la hoja maniáticamente escrita, poniéndola al contraluz y dándole la vuelta en la fútil búsqueda de lo que había perdido nada más escribir la tercera palabra. Por supuesto, ver escrito cincuenta veces “plɹoʍ ǝɥʇ punoɹ∀” tampoco me inspiró. Estaba a punto de hacer trizas aquel maldito documento, pero yo mismo había caído bajo el terrible embrujo de un puzle a desentrañar. Las palabras me habían embaucado con su simpleza y ausente significado.
Intenté tranquilizarme, tomando otro prístino folio para comenzar a hacer el pentagrama al que todavía no había asignado clave ni ritmo ni instrumento. Acosado por mi mismo, otra vez, garabateé en su superficie para que el azar decidiera el fondo de la melodía, un estribillo pegadizo que no debía repetir más de dos veces. Y las palabras hechizadas infectaron mi mano, condenando a la obra vecina a sufrir el mismo destino. A todo el mundo le gusta la música pegadiza, pero abusar tanto de la misma composición no lo hubiera aguantado ni Sengoku.
Desplazando nuevamente el folio al montón condenado a la basura, cogí uno más dispuesto a cambiar mi suerte de una vez por todas. Y para no tentar a la dama fortuna no escogería ni la escritura ni la música para distraer mi cerebro empeñado en chafarme la noche, sino el dibujo.
La inspiración no tardó en llegar de mano del escalofriante recuerdo del grito en medio del bosque, a la que se le sumó la belleza de la textura de la vieja mesa en la que me apoyaba. “¿Qué mejor que madera para la piel de un monstruo que habita en el bosque?”, me dije, pero recordé que en aquella noche no podía distinguir un árbol de una piedra. Necesitaba plasmar el terror en una figura oscura, lánguida y perturbadora que, además, debía relaccionarse con el sentimiento de perderse en la nocturna arboleda.
Sabía que sus ojos debían ser un abismo, ¿pero qué abismo puede haber en la sombra? No, tenían que ser un hueco en la propia noche, pura luz.
Contemplé durante unos segundos la oscura máscara, pero no sentí ningún escalofrío recorriéndome la columna, ninguna desesperación ni anhelo. Y encima me había olvidado de la boca. Mi arte estaba tan muerto como… como mi capacidad para improvisar metáforas.
Sostuve la pluma en lo alto, sin lograr del todo escuchar lo que me habían dicho. El muchacho me miraba, esperando una respuesta que debía proporcionarle. ¿Qué decir cuando no tenía ni idea de qué demonios me había dicho? Bueno, tenía una respuesta:
-Buenas noches; soy Alphonse, Alphonse Capone- dije tendiéndole la mano libre para estrechársela mientras la gota de tinta caía en la sien de mi personaje.
Respiré bien hondo intentando dejar que los duendecillos entraran por mi nariz para acariciar mi cerebro con su magia. Inspiré tanto que podría haber parecido que esnifaba una infinita raya de cocaína. Joder, inspiré tanto que casi me caí de la silla. Exhalé furioso y frustrado.
Sostuve la hoja maniáticamente escrita, poniéndola al contraluz y dándole la vuelta en la fútil búsqueda de lo que había perdido nada más escribir la tercera palabra. Por supuesto, ver escrito cincuenta veces “plɹoʍ ǝɥʇ punoɹ∀” tampoco me inspiró. Estaba a punto de hacer trizas aquel maldito documento, pero yo mismo había caído bajo el terrible embrujo de un puzle a desentrañar. Las palabras me habían embaucado con su simpleza y ausente significado.
Intenté tranquilizarme, tomando otro prístino folio para comenzar a hacer el pentagrama al que todavía no había asignado clave ni ritmo ni instrumento. Acosado por mi mismo, otra vez, garabateé en su superficie para que el azar decidiera el fondo de la melodía, un estribillo pegadizo que no debía repetir más de dos veces. Y las palabras hechizadas infectaron mi mano, condenando a la obra vecina a sufrir el mismo destino. A todo el mundo le gusta la música pegadiza, pero abusar tanto de la misma composición no lo hubiera aguantado ni Sengoku.
Desplazando nuevamente el folio al montón condenado a la basura, cogí uno más dispuesto a cambiar mi suerte de una vez por todas. Y para no tentar a la dama fortuna no escogería ni la escritura ni la música para distraer mi cerebro empeñado en chafarme la noche, sino el dibujo.
La inspiración no tardó en llegar de mano del escalofriante recuerdo del grito en medio del bosque, a la que se le sumó la belleza de la textura de la vieja mesa en la que me apoyaba. “¿Qué mejor que madera para la piel de un monstruo que habita en el bosque?”, me dije, pero recordé que en aquella noche no podía distinguir un árbol de una piedra. Necesitaba plasmar el terror en una figura oscura, lánguida y perturbadora que, además, debía relaccionarse con el sentimiento de perderse en la nocturna arboleda.
Sabía que sus ojos debían ser un abismo, ¿pero qué abismo puede haber en la sombra? No, tenían que ser un hueco en la propia noche, pura luz.
Contemplé durante unos segundos la oscura máscara, pero no sentí ningún escalofrío recorriéndome la columna, ninguna desesperación ni anhelo. Y encima me había olvidado de la boca. Mi arte estaba tan muerto como… como mi capacidad para improvisar metáforas.
Sostuve la pluma en lo alto, sin lograr del todo escuchar lo que me habían dicho. El muchacho me miraba, esperando una respuesta que debía proporcionarle. ¿Qué decir cuando no tenía ni idea de qué demonios me había dicho? Bueno, tenía una respuesta:
-Buenas noches; soy Alphonse, Alphonse Capone- dije tendiéndole la mano libre para estrechársela mientras la gota de tinta caía en la sien de mi personaje.
Dirigí un rápido vistazo al dibujo que el desconocido tenía ante él -si a aquella aglomeración de tinta se la podía llamar de ese modo. No entendía mucho de arte, pero creía recordar que había que pintar a las personas sin olvidarse de ninguna parte de su cuerpo. <<Bah, yo no entiendo nada de arte. A lo mejor es uno de esos artistas modernos, abstractos, conceptuales y metafóricos... o como se diga>>, pensé mientras el de la perilla se presentaba.
-Cornelius D. Ruffo -dije en voz alta cuando Alphonse se identificó, ofreciéndome una mano y devolviéndome al mundo real. <<Mierda>>, me dije al recordar que nada cubría las almohadillas de mis manos. Hacía unos instantes había estado pensando precisamente en eso y, poco después, la primera persona con la que estrechaba la mano -ya que no recordaba haberlo hecho con Lorenzzo ni ninguno de los tripulantes de su barco- iba a descubrir mi más que evidente secreto. Ya me lo decía mi madre: la sutileza y el disimulo brillaban en mí por su ausencia. Aún quedaba la remota posibilidad de que mi salvador desde el punto de vista económico continuase inmerso en los papeles que tenía delante, tanto como para no prestar atención al extraño tacto que tenía mi mano.
Entonces reparé con más detalle en las hojas que había repartidas por la mesa, dando un breve vistazo con la intención de no incomodar a su propietario. No tenía ni la más remota idea de qué pretendía reflejar en ellas y, si alguien me preguntase, diría que él tampoco.
Dado que no respondía a mi comentario, volví a repetírselo. No quería empezar con mal pie.
-Sólo quería agradecerle su aparición. El tipo de la chistera me estaba sacando todo mi dinero con ese truco. Debería haber dejado de jugar y apostar dinero antes de que llegase, pero supongo que me cegué y me dejé llevar -dije tras deshacer el apretón de manos con el más que improbable deseo de que no hubiese reparado en su singularidad, ajustándome la cadena y el cuello de la camisa en un claro gesto de nerviosismo. El sujeto había estrechado mi mano de forma firme, pero sin llegar resultar violento o amenazante. Por mi parte esperaba haber hecho algo similar. La falta de costumbre hacía que no fuese más que un novato en asuntos protocolarios como aquél.
Entonces me planteé si dejar la conversación como un simple agradecimiento e irme a buscar a la del moño o, por el contrario, tratar de entablar algún tipo de diálogo con Alphonse. Mi naturaleza de charlatán empedernido me pudo, probablamente azuzada por las tres copas que me había bebido hasta el momento.
-No he podido evitar fijarme en el trajín que tiene entre manos -comenté, señalando los papeles y haciendo un esfuerzo por recordar las fórmulas más educadas que mis padres nos habían enseñado a mis hermanos y a mí hacía ya demasiado tiempo.
Me gustase más o menos venía de una familia de artistas, y el caos que el moreno había esparcido por la mesa en la que se sentaba me recordaba a las innumerables tardes de frustración en las que mi madre, Tyrano e Iulio luchaban contra sí mismos por encontrar una inspiración que no se dignaba a aparecer. ¿Tendría aquello algo que ver? No lo sabía, pero puestos a suponer...
-Cornelius D. Ruffo -dije en voz alta cuando Alphonse se identificó, ofreciéndome una mano y devolviéndome al mundo real. <<Mierda>>, me dije al recordar que nada cubría las almohadillas de mis manos. Hacía unos instantes había estado pensando precisamente en eso y, poco después, la primera persona con la que estrechaba la mano -ya que no recordaba haberlo hecho con Lorenzzo ni ninguno de los tripulantes de su barco- iba a descubrir mi más que evidente secreto. Ya me lo decía mi madre: la sutileza y el disimulo brillaban en mí por su ausencia. Aún quedaba la remota posibilidad de que mi salvador desde el punto de vista económico continuase inmerso en los papeles que tenía delante, tanto como para no prestar atención al extraño tacto que tenía mi mano.
Entonces reparé con más detalle en las hojas que había repartidas por la mesa, dando un breve vistazo con la intención de no incomodar a su propietario. No tenía ni la más remota idea de qué pretendía reflejar en ellas y, si alguien me preguntase, diría que él tampoco.
Dado que no respondía a mi comentario, volví a repetírselo. No quería empezar con mal pie.
-Sólo quería agradecerle su aparición. El tipo de la chistera me estaba sacando todo mi dinero con ese truco. Debería haber dejado de jugar y apostar dinero antes de que llegase, pero supongo que me cegué y me dejé llevar -dije tras deshacer el apretón de manos con el más que improbable deseo de que no hubiese reparado en su singularidad, ajustándome la cadena y el cuello de la camisa en un claro gesto de nerviosismo. El sujeto había estrechado mi mano de forma firme, pero sin llegar resultar violento o amenazante. Por mi parte esperaba haber hecho algo similar. La falta de costumbre hacía que no fuese más que un novato en asuntos protocolarios como aquél.
Entonces me planteé si dejar la conversación como un simple agradecimiento e irme a buscar a la del moño o, por el contrario, tratar de entablar algún tipo de diálogo con Alphonse. Mi naturaleza de charlatán empedernido me pudo, probablamente azuzada por las tres copas que me había bebido hasta el momento.
-No he podido evitar fijarme en el trajín que tiene entre manos -comenté, señalando los papeles y haciendo un esfuerzo por recordar las fórmulas más educadas que mis padres nos habían enseñado a mis hermanos y a mí hacía ya demasiado tiempo.
Me gustase más o menos venía de una familia de artistas, y el caos que el moreno había esparcido por la mesa en la que se sentaba me recordaba a las innumerables tardes de frustración en las que mi madre, Tyrano e Iulio luchaban contra sí mismos por encontrar una inspiración que no se dignaba a aparecer. ¿Tendría aquello algo que ver? No lo sabía, pero puestos a suponer...
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Me esforcé en no mostrar mi asombro ante el delicado tacto de su mano. Aquella mullida superficie de textura aterciopelada era cálida y suave como el pecho de una jovencita. No pude evitar acordarme del amor perdido que parecía haber ganado para luego, justo cuando iba a celebrarlo, me cambiara por otro como si no le importara, tergiversando mis palabras sin haberme tenido ni en cuenta ni en consideración. Todavía la quería y la odiaba a la vez, pero ya no la amaba, ni queriendo hacerlo.
Cornelius era un muchacho atlético, recio y rebosante de vitalidad; desde luego, no me esperaba que alguien tan joven y mundano usara crema de manos. Debía preguntarle cuál era su secreto para una piel tan… tan… ¿Rosa?, pensé cuando nuestras manos se desentrelazaron y la horrible e hinchada marca se entrevió en el movimiento.
Miré al vacío un instante, contemplando la maldición de una completa psoriasis o peor, el desarrollo de esas ridículas marcas en mis propias palmas. ¿Cómo preguntarle a alguien por un rasgo tan variopinto sin ofenderle? ¿Cómo cerciorarme de que aquel jovencito no iba por ahí despreocupadamente infectando a otras personas como una puta descarriada? Estaba siendo bastante paranoico, pero parecía que esa noche no tenía otra opción.
-No tiene nada que agradecerme-le dije con modestia-, ha sido solo una cuestión de azar que el viento haya empujado la puerta tan fuertemente- mentí-; es a él a quien hay que agradecer que las cosas hayan salido bien-. Entorné los ojos, intentando buscar la excusa perfecta para cambiar el tema de conversación a mi favor, pero a mi cerebro sólo se le ocurrió una idea tan original como estúpida.
-Parece ser que hoy todo me cuesta, como si con mi pequeño villancico- que no quise vender- hubiera rebañado de mí cada rastro de originalidad- dije, entristecido.
Volví la vista a mi dibujo para encontrar las gotas acumuladas que amenazaban con hundirse en el folio atravesándolo para manchar la mesa de mis anfitriones. Soplé extendiéndolas por la hoja, y los rastros dejaron caminos torcidos y nudosos como las ramas de un árbol, asemejándose irremediablemente a una extraña cornamenta que coronaba como rey del bosque a mi cada vez más horrible criatura. Quedé embelesado por su belleza y simplicidad, sabía que debía dotar a aquel rostro de un cuerpo acorde. Pero antes de eso necesitaba un nombre, una voz, un propósito que definiera su forma antes siquiera de tenerla. Y como la peor de las personas, aquel engendro debería ser un farsante, un embaucador que prometía guiarte por su reino con la oscura y secreta intención de que nunca volvieses a casa. Tan enfrascado estaba en delimitar su modus operandi que casi me olvidé de preguntar. Casi.
-Y dígame, Señor Cornelius, ¿por casualidad las marcas de sus manos son un rasgo heredado de un lejano pariente mink? No quisiera ser indiscreto, pero es que me han llamado la atención; creía que, de existir, un híbrido tendría rasgos más llamativos.
Volví a mirarle, sonriendo, esperando una respuesta que satisficiera mi curiosidad y desterrara mi temporal ansiedad. Me empeñé en no dejar que mis preocupaciones se mostraran en mi rostro, ni en mi dulce voz, tan sólo quería interpretar a un amable muchacho que buscaba un agradable tema de conversación sin intención alguna de ofenderle ni de dañar su espíritu recalcando una probable malformidad.
Cornelius era un muchacho atlético, recio y rebosante de vitalidad; desde luego, no me esperaba que alguien tan joven y mundano usara crema de manos. Debía preguntarle cuál era su secreto para una piel tan… tan… ¿Rosa?, pensé cuando nuestras manos se desentrelazaron y la horrible e hinchada marca se entrevió en el movimiento.
Miré al vacío un instante, contemplando la maldición de una completa psoriasis o peor, el desarrollo de esas ridículas marcas en mis propias palmas. ¿Cómo preguntarle a alguien por un rasgo tan variopinto sin ofenderle? ¿Cómo cerciorarme de que aquel jovencito no iba por ahí despreocupadamente infectando a otras personas como una puta descarriada? Estaba siendo bastante paranoico, pero parecía que esa noche no tenía otra opción.
-No tiene nada que agradecerme-le dije con modestia-, ha sido solo una cuestión de azar que el viento haya empujado la puerta tan fuertemente- mentí-; es a él a quien hay que agradecer que las cosas hayan salido bien-. Entorné los ojos, intentando buscar la excusa perfecta para cambiar el tema de conversación a mi favor, pero a mi cerebro sólo se le ocurrió una idea tan original como estúpida.
-Parece ser que hoy todo me cuesta, como si con mi pequeño villancico- que no quise vender- hubiera rebañado de mí cada rastro de originalidad- dije, entristecido.
Volví la vista a mi dibujo para encontrar las gotas acumuladas que amenazaban con hundirse en el folio atravesándolo para manchar la mesa de mis anfitriones. Soplé extendiéndolas por la hoja, y los rastros dejaron caminos torcidos y nudosos como las ramas de un árbol, asemejándose irremediablemente a una extraña cornamenta que coronaba como rey del bosque a mi cada vez más horrible criatura. Quedé embelesado por su belleza y simplicidad, sabía que debía dotar a aquel rostro de un cuerpo acorde. Pero antes de eso necesitaba un nombre, una voz, un propósito que definiera su forma antes siquiera de tenerla. Y como la peor de las personas, aquel engendro debería ser un farsante, un embaucador que prometía guiarte por su reino con la oscura y secreta intención de que nunca volvieses a casa. Tan enfrascado estaba en delimitar su modus operandi que casi me olvidé de preguntar. Casi.
-Y dígame, Señor Cornelius, ¿por casualidad las marcas de sus manos son un rasgo heredado de un lejano pariente mink? No quisiera ser indiscreto, pero es que me han llamado la atención; creía que, de existir, un híbrido tendría rasgos más llamativos.
Volví a mirarle, sonriendo, esperando una respuesta que satisficiera mi curiosidad y desterrara mi temporal ansiedad. Me empeñé en no dejar que mis preocupaciones se mostraran en mi rostro, ni en mi dulce voz, tan sólo quería interpretar a un amable muchacho que buscaba un agradable tema de conversación sin intención alguna de ofenderle ni de dañar su espíritu recalcando una probable malformidad.
¿Villancico? No pude reprimir una sonrisa al recordar lo que rezaba el cartel que había encontrado antes de salir del puerto. Dudaba mucho que hubiese una composición más indicada para aquella isla, y así se lo hice saber a mi interlocutor.
-Parece una pieza apropiada para el lugar en el que nos encontramos -dije al tiempo que dirigía mi atención una vez más a los papeles de Alphonse-. No soy un artista, a no ser que considere el gusto por la ropa y la moda como tal. No obstante, por desgracia o por fortuna he convivido desde pequeño con un escultor y dos pintores, así que sé la frustración que se siente cuando las musas se esconden. -La esperanza de que no hubiera reparado en mis almohadillas crecía por momentos, ya que el moreno no parecía haber hecho ningún gesto extraño y no había comentado nada sobre el asunto. Si de algo estaba seguro era de que si las hubiese percibido me hubiese soltado la mano al instante o habría preguntado acerca de su naturaleza.
Alphonse me bajó de mi nube unos instantes después, tras soplar a aquella... Bueno, "aquella" que había dibujado, ¿o sería "aquél"? Cualquiera sabía. La cuestión era que, como era lógico, estaba intrigado por la peculiaridad de las palmas de mis manos. Después de escuchar atentamente su comentario, traté de hacer un rápido repaso sobre las diferentes especies que poblaban el mundo, o al menos las que había estudiado de pequeño.
Tal vez debería haber puesto más interés en memorizar aquellas lecciones, pero si no recordaba mal los Mink eran aquella raza con aspecto animal. No era una mala explicación, pero tal y como el de la perilla decía un híbrido mostraría más elementos además de unas simples almohadillas. No obstante, tomé nota por si en un futuro un motivo como aquél podía sacarme de un aprieto o de alguna pregunta incómoda.
Dejando de lado aquellas ideas, el hecho era que debía decirle algo a Alphonse que pudiera satisfacer su curiosidad, al menos en parte. Sin embargo, no se me ocurría nada y los incómodos segundos de silencio se sucedían, aumentando al mismo tiempo mis niveles de nerviosismo.
-Digamos que fueron un regalo de un buen amigo en mi camino hacia aquí. Lo cierto es que tampoco sé qué son exactamente -dije al final en un ataque de sinceridad a medias, contradiciendo uno a uno todos los pensamientos y convicciones que había visto tan claros hasta hacía unos instantes-. Se podría decir que son un buen complemento para la experiencia tan... radicalmente nueva que estoy viviendo -terminé por afirmar al tiempo que me ajustaba de nuevo la cadena y el cuello de la camisa. Tenía la certeza de que iba a espantar a aquel tipo con tanto misterio envolviendo mis manos-. ¿Qué hay de usted?, ¿qué le trae por aquí? Si se puede preguntar, claro -inquirí en un desesperado intento por desviar el tema de conversación.
-Parece una pieza apropiada para el lugar en el que nos encontramos -dije al tiempo que dirigía mi atención una vez más a los papeles de Alphonse-. No soy un artista, a no ser que considere el gusto por la ropa y la moda como tal. No obstante, por desgracia o por fortuna he convivido desde pequeño con un escultor y dos pintores, así que sé la frustración que se siente cuando las musas se esconden. -La esperanza de que no hubiera reparado en mis almohadillas crecía por momentos, ya que el moreno no parecía haber hecho ningún gesto extraño y no había comentado nada sobre el asunto. Si de algo estaba seguro era de que si las hubiese percibido me hubiese soltado la mano al instante o habría preguntado acerca de su naturaleza.
Alphonse me bajó de mi nube unos instantes después, tras soplar a aquella... Bueno, "aquella" que había dibujado, ¿o sería "aquél"? Cualquiera sabía. La cuestión era que, como era lógico, estaba intrigado por la peculiaridad de las palmas de mis manos. Después de escuchar atentamente su comentario, traté de hacer un rápido repaso sobre las diferentes especies que poblaban el mundo, o al menos las que había estudiado de pequeño.
Tal vez debería haber puesto más interés en memorizar aquellas lecciones, pero si no recordaba mal los Mink eran aquella raza con aspecto animal. No era una mala explicación, pero tal y como el de la perilla decía un híbrido mostraría más elementos además de unas simples almohadillas. No obstante, tomé nota por si en un futuro un motivo como aquél podía sacarme de un aprieto o de alguna pregunta incómoda.
Dejando de lado aquellas ideas, el hecho era que debía decirle algo a Alphonse que pudiera satisfacer su curiosidad, al menos en parte. Sin embargo, no se me ocurría nada y los incómodos segundos de silencio se sucedían, aumentando al mismo tiempo mis niveles de nerviosismo.
-Digamos que fueron un regalo de un buen amigo en mi camino hacia aquí. Lo cierto es que tampoco sé qué son exactamente -dije al final en un ataque de sinceridad a medias, contradiciendo uno a uno todos los pensamientos y convicciones que había visto tan claros hasta hacía unos instantes-. Se podría decir que son un buen complemento para la experiencia tan... radicalmente nueva que estoy viviendo -terminé por afirmar al tiempo que me ajustaba de nuevo la cadena y el cuello de la camisa. Tenía la certeza de que iba a espantar a aquel tipo con tanto misterio envolviendo mis manos-. ¿Qué hay de usted?, ¿qué le trae por aquí? Si se puede preguntar, claro -inquirí en un desesperado intento por desviar el tema de conversación.
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Su explicación es harto extraña, por un momento me hizo pensar que se trataba de algún tipo de tatuaje, una curiosa escarificación para la gente que le gusta torturar su cuerpo justificándolo con que el arte impresa en su piel tiene un valor tanto sentimental como espiritual, pero cuando añadió que no sabía lo que era descarté esa idea. Dudaba de que alguien al que aún te atrevías a llamar amigo te dejara inconsciente para grabar un dibujo sobre tu piel sin explicarte siquiera el significado. Debía ser otra cosa, ¿pero qué?
Desde luego iba a satisfacer su curiosidad mejor que él la mía, a ver si depositando un poco de confianza en él se me devolvía con intereses. ¿Pero qué estaba haciendo realmente en aquella isla? Había venido con la excusa de presentar mi villancico, de ganarme unos berries para poder financiar las reparaciones que el hogar de los Capone tanto necesitaba… cuando a cada esquina y a cada lugar en el que entraba iba buscando alguna pista que Bill me pudiera haberme dejado. ¿Dónde demonios se habría metido?
-Voy buscando a mi familia- dije dejando que la melancolía se apoderara de mí obligándome a esbozar una sonrisa de amarga esperanza-, tanto a la vieja como a la nueva-añadí, intentando librarme de la pesadumbre de un alma cansada, sin conseguirlo. Tenía que cambiar de tema, no quería cargar con mis propios problemas a un extraño, no más de lo necesario-. ¿Y aparte de gustarle la ropa y la moda ya ha realizado sus propios diseños? Sólo aquel que crea, cree lo que cree, puede ser considerado un artista- dije revelando una verdad bien conocida pero poco interiorizada, dispuesto a inspirar a cualquier persona a que dejara fluir su lado creativo sin que la frustración de un texto a medio escribir, una canción sin terminar o un dibujo churrero les arrebatara la ilusión de dar vida a algo nuevo en el mundo, algo verdaderamente suyo.
Esperaría su respuesta con interés, con la ilusión de encontrar algún esbozo sobre papel acompañado de trozos de tela, muestras de cuero e hilo con los que la pieza sería confeccionada y traída del limbo a la realidad física. Un pensamiento egoísta se hizo hueco en mi mente para susurrarme que no estaría mal, nada mal, tener un sastre que se encargara de confeccionar piezas para todos y cada uno de los miembros de mi famiglia. Y otro, como queriendo compensar la maleducada intromisión de su hermano, sugirió que mi propia creación debía vestir una capa de hojas secas cosidas con agujas de pino, sin preocuparse de que fuera o no posible.
Describí un par de líneas para definir un cuello humano evitando alejar demasiado a mi monstruo de algo reconocible, algo en lo que uno pudiese confiar en la noche, y luego repiqueteé cortos trazos alrededor de sus hombros, definiendo vagamente con las hojas de las coníferas su nueva y única prenda. Todavía no tenía alma, no del todo... ¿Qué deseaba? ¿Qué sustento podía obtener aquel engendro de las pobres almas perdidas en los bosques? Eso mismo. “Cómo” era ahora la pregunta.
Desde luego iba a satisfacer su curiosidad mejor que él la mía, a ver si depositando un poco de confianza en él se me devolvía con intereses. ¿Pero qué estaba haciendo realmente en aquella isla? Había venido con la excusa de presentar mi villancico, de ganarme unos berries para poder financiar las reparaciones que el hogar de los Capone tanto necesitaba… cuando a cada esquina y a cada lugar en el que entraba iba buscando alguna pista que Bill me pudiera haberme dejado. ¿Dónde demonios se habría metido?
-Voy buscando a mi familia- dije dejando que la melancolía se apoderara de mí obligándome a esbozar una sonrisa de amarga esperanza-, tanto a la vieja como a la nueva-añadí, intentando librarme de la pesadumbre de un alma cansada, sin conseguirlo. Tenía que cambiar de tema, no quería cargar con mis propios problemas a un extraño, no más de lo necesario-. ¿Y aparte de gustarle la ropa y la moda ya ha realizado sus propios diseños? Sólo aquel que crea, cree lo que cree, puede ser considerado un artista- dije revelando una verdad bien conocida pero poco interiorizada, dispuesto a inspirar a cualquier persona a que dejara fluir su lado creativo sin que la frustración de un texto a medio escribir, una canción sin terminar o un dibujo churrero les arrebatara la ilusión de dar vida a algo nuevo en el mundo, algo verdaderamente suyo.
Esperaría su respuesta con interés, con la ilusión de encontrar algún esbozo sobre papel acompañado de trozos de tela, muestras de cuero e hilo con los que la pieza sería confeccionada y traída del limbo a la realidad física. Un pensamiento egoísta se hizo hueco en mi mente para susurrarme que no estaría mal, nada mal, tener un sastre que se encargara de confeccionar piezas para todos y cada uno de los miembros de mi famiglia. Y otro, como queriendo compensar la maleducada intromisión de su hermano, sugirió que mi propia creación debía vestir una capa de hojas secas cosidas con agujas de pino, sin preocuparse de que fuera o no posible.
Describí un par de líneas para definir un cuello humano evitando alejar demasiado a mi monstruo de algo reconocible, algo en lo que uno pudiese confiar en la noche, y luego repiqueteé cortos trazos alrededor de sus hombros, definiendo vagamente con las hojas de las coníferas su nueva y única prenda. Todavía no tenía alma, no del todo... ¿Qué deseaba? ¿Qué sustento podía obtener aquel engendro de las pobres almas perdidas en los bosques? Eso mismo. “Cómo” era ahora la pregunta.
No pude evitar imaginarme a un sinfín de personas morenas con perilla, tanto hombres como mujeres, caminando de la mano por una llanura nevada. ¿Por qué se me ocurría algo tan estúpido? Probablemente por el impulso de una mente inquieta y las distorsiones favorecidas por los efectos del alcohol etílico.
Tomando aquél como el primer aviso de que la bebida anula la voluntad y transforma a las personas, estiré la mano para dejar el vaso medio lleno en una mesa desocupada junto a mí. Había sido más que suficiente para una primera vez.
-¿La nueva? -inquirí tras soltar el recipiente de cristal. Me planteé si se referiría a que estaba buscando una pareja con la que compartir su vida y formar una familia, pero todo se quedó en eso, un pensamiento, porque Alphonse se interesó por mi aficción por la moda-. En casa tenía numerosos bocetos e ideas reflejadas en papel. Estaba comenzando a darle forma a algunos de ellos, pero estaba harto de una vida tan... ¿insulsa? No sabría decir si es la palabra adecuada o no, la cuestión es que me marché en cuanto tuve ocasión y todo se quedó allí. -Tal vez hubiera sido suficiente con un simple "no" cuando el moreno me preguntó si ya había creado algo, pero mi naturaleza siempre me había empujado a adornar el contenido de los mensajes con cuantas palabras fuera posible... "Charlatán" siempre había sido la palabra predilecta de mis familiares para referirse a mí cuando aquello sucedía.
Mientras hablaba a mi mente acudieron los recuerdos de aquella habitación situada junto a uno de los cuartos de invitados, en la planta baja. Antes de subir al barco de Lorenzzo, cuando había ido corriendo a recoger el equipaje que había hecho la noche anterior, no había podido evitar tomarme unos minutos para contemplar mi estudio desde el marco de la puerta. Aquella imagen se había quedado grabada a fuego en mi retina: sobre las paredes, de forma completamente anárquica, había distribuidas varias decenas de bocetos que representaban atuendos de lo más diversos, desde un vestido de noche hasta la combinación más casual y mundana que se pudiera imaginar; y repartidos por el suelo de la estancia varios maniquíes, en su mayoría aún desnudos, hacían las veces de modelos.
La nostalgia que me había invadido al verme ante veinte años de trabajo con mi maleta y listo para partir casi me hizo quedarme, pero sabía que me arrepentiría en cuanto el barco que me iba a llevar se alejase sin mí. Quizás debería haber arrancado alguna de aquellas ideas de la pared para tener algo sobre lo que continuar trabajando, aunque eso podría haber implicado que un puente hacia mi hogar quedase tendido, lo que no entraba en mis planes por el momento. De cualquier modo lo verdaderamente importante era mi mente y eso siempre venía conmigo, haciendo surgir nuevas ideas que no podía plasmar por la carencia de papel y lápiz.
Entonces dirigí un breve vistazo hacia la mesa que atendía la del moño. Justo en ese momento la chica dejó de tomarles nota a sus ocupantes y puso rumbo de vuelta a la barra.
-Un momento, por favor -le dije a Alphonse antes de darle oportunidad de abrir la boca. Prefería eso a interrumpirlo o ignorarlo cuando la rubia pasase cerca-. Disculpa, me gustaría saber si tenéis alguna habitación libre en la que poder pasar la noche -solicité en cuanto la camarera se aproximó lo suficiente.
-Claro, pídeme la llave cuando quieras subir -respondió sin detenerse. ¿Habría siempre tanto trajín en aquel establecimiento?
-Perdona, pero con tanta clientela temía quedarme sin lugar para dormir y con un clima tan frío no me gustaría pasar la noche fuera -comenté mientras volvía a dirigir mi atención al de la perilla.
Tomando aquél como el primer aviso de que la bebida anula la voluntad y transforma a las personas, estiré la mano para dejar el vaso medio lleno en una mesa desocupada junto a mí. Había sido más que suficiente para una primera vez.
-¿La nueva? -inquirí tras soltar el recipiente de cristal. Me planteé si se referiría a que estaba buscando una pareja con la que compartir su vida y formar una familia, pero todo se quedó en eso, un pensamiento, porque Alphonse se interesó por mi aficción por la moda-. En casa tenía numerosos bocetos e ideas reflejadas en papel. Estaba comenzando a darle forma a algunos de ellos, pero estaba harto de una vida tan... ¿insulsa? No sabría decir si es la palabra adecuada o no, la cuestión es que me marché en cuanto tuve ocasión y todo se quedó allí. -Tal vez hubiera sido suficiente con un simple "no" cuando el moreno me preguntó si ya había creado algo, pero mi naturaleza siempre me había empujado a adornar el contenido de los mensajes con cuantas palabras fuera posible... "Charlatán" siempre había sido la palabra predilecta de mis familiares para referirse a mí cuando aquello sucedía.
Mientras hablaba a mi mente acudieron los recuerdos de aquella habitación situada junto a uno de los cuartos de invitados, en la planta baja. Antes de subir al barco de Lorenzzo, cuando había ido corriendo a recoger el equipaje que había hecho la noche anterior, no había podido evitar tomarme unos minutos para contemplar mi estudio desde el marco de la puerta. Aquella imagen se había quedado grabada a fuego en mi retina: sobre las paredes, de forma completamente anárquica, había distribuidas varias decenas de bocetos que representaban atuendos de lo más diversos, desde un vestido de noche hasta la combinación más casual y mundana que se pudiera imaginar; y repartidos por el suelo de la estancia varios maniquíes, en su mayoría aún desnudos, hacían las veces de modelos.
La nostalgia que me había invadido al verme ante veinte años de trabajo con mi maleta y listo para partir casi me hizo quedarme, pero sabía que me arrepentiría en cuanto el barco que me iba a llevar se alejase sin mí. Quizás debería haber arrancado alguna de aquellas ideas de la pared para tener algo sobre lo que continuar trabajando, aunque eso podría haber implicado que un puente hacia mi hogar quedase tendido, lo que no entraba en mis planes por el momento. De cualquier modo lo verdaderamente importante era mi mente y eso siempre venía conmigo, haciendo surgir nuevas ideas que no podía plasmar por la carencia de papel y lápiz.
Entonces dirigí un breve vistazo hacia la mesa que atendía la del moño. Justo en ese momento la chica dejó de tomarles nota a sus ocupantes y puso rumbo de vuelta a la barra.
-Un momento, por favor -le dije a Alphonse antes de darle oportunidad de abrir la boca. Prefería eso a interrumpirlo o ignorarlo cuando la rubia pasase cerca-. Disculpa, me gustaría saber si tenéis alguna habitación libre en la que poder pasar la noche -solicité en cuanto la camarera se aproximó lo suficiente.
-Claro, pídeme la llave cuando quieras subir -respondió sin detenerse. ¿Habría siempre tanto trajín en aquel establecimiento?
-Perdona, pero con tanta clientela temía quedarme sin lugar para dormir y con un clima tan frío no me gustaría pasar la noche fuera -comenté mientras volvía a dirigir mi atención al de la perilla.
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Aquel muchacho que tenía frente a mí también padecía la misma enfermedad que yo: la melancolía. Por un momento nos creí iguales, dos almas que intentaban bailar la danza de la vida sin conocer todos los pasos mientras contemplaban como todos los demás tenían las suyas prácticamente resueltas. ¿Qué había empujado a aquel hombre frente a mí a abandonar su hogar? “Insulso” era algo que yo jamás llamaría a una vida tranquila y familiar.
¿Le odiaba? Momentáneamente, por puro prejuicio antes siquiera de preguntar cuáles eran sus verdaderas razones. Algo en mí se negaba a creer que alguien en este mundo pudiese rechazar algo que yo deseaba tanto. ¿Cómo podía preguntarle sin resultar descortés? Tan sólo era el primer día de una posible amistad, pero en mis viajes no disponía de lla continuidad que una relación a largo plazo necesitaba, y sabía que la duda me corroería como las primeras palabras escritas aquella noche.
Cuando se marchó tras su larga introspección, demasiado larga y sufrida como para ser falsa, volví a mi nuevo hijo para, por fin, regalarle un nombre. Aquella bestia frente a mí sería sólo eso, pues no necesitaba más para ser conocido ni nadie nunca osaría preguntarle cuál fue su primer nombre, el cual tampoco recordaba. No habría hueco para la bondad y la amistad en el corazón de "La bestia", nunca, jamás. Crecería nutriéndose de los cuerpos de los pobres extraviados en su bosque, los que él mismo había hecho perderse. ¿Pero cómo? ¿Acaso se posa sobre ellos y los pisaba con sus raíces? ¿Bebía la putrefacción de sus jugos con una larga probóscide? No… No terminaba de gustarme la idea.
Miré por la ventana sorteando el humo y las idas y venidas de borrachos a la barra. Allí, en la oscuridad del bosque y la luz que reflejaba la nieve no había nada ni nadie para sugerirme cómo continuar con el desarrollo de mi monstruo. Nada ni nadie… ¿ofrecía el monstruo la calidez de su compañía como reclamo? ¿Y cómo guiaba a aquellas pobres almas entre los matorrales y las raíces en la noche? Por un momento pensé que me complicaba demasiado para darle sentido a un ser que no necesitaba tenerlo.
-No se preocupe, en todo caso debería disculparme yo por continuar con mi trabajo mientras hablamos- repliqué, firmando la obra y nombrándola en largas letras simplemente cómo “The Beast”-. Es totalmente excusable que quiera huir del frío… de la noche… Discúlpeme un segundo.
Fuego, esa era la respuesta a cómo atraía a sus presas. No era la calidez de sus actos ni de su voz lo que les acercaba, sino la promesa de acabar con toda sombra. ¿Cómo iba a llevar aquella criatura de corteza una llama consigo? Mis ojos sondearon la sala en busca de la respuesta, y ahí estaba sobre una mesa: una lámpara de aceite. Una lámpara que necesitaba ser alimentada, que mantenía viva una llama que lo único que hacía era condenar a su dueño. Una luz tan pura que nadie sospecharía su verdadero cometido ni su macabro origen.
Acabados los últimos trazos de la lámpara sostenida por la lánguida mano, volvería a mirar a mi acompañante para continuar con la charla.
-Lo siento, temía que la idea se marchase antes de quedar reflejada-¿Por dónde íbamos?-. Ah, sí, la “nueva” familia. En este mundo lo peor que uno podría hacer es quedarse sólo, así que busco personas con las que formar mi familia y continuar mi viaje por los Blues hasta que esté lo bastante satisfecho como para volver a casa… o construir una nueva, que para algo soy arquitecto y albañil- le dije sonriendo y prometiéndome a mí mismo que lograría mi propósito-. Si no considera muy indiscreta la pregunta, me gustaría saber cuál es la razón de su viaje, ¿busca fama, fortuna, una familia como yo o bien simplemente el crecer como persona?
¿Le odiaba? Momentáneamente, por puro prejuicio antes siquiera de preguntar cuáles eran sus verdaderas razones. Algo en mí se negaba a creer que alguien en este mundo pudiese rechazar algo que yo deseaba tanto. ¿Cómo podía preguntarle sin resultar descortés? Tan sólo era el primer día de una posible amistad, pero en mis viajes no disponía de lla continuidad que una relación a largo plazo necesitaba, y sabía que la duda me corroería como las primeras palabras escritas aquella noche.
Cuando se marchó tras su larga introspección, demasiado larga y sufrida como para ser falsa, volví a mi nuevo hijo para, por fin, regalarle un nombre. Aquella bestia frente a mí sería sólo eso, pues no necesitaba más para ser conocido ni nadie nunca osaría preguntarle cuál fue su primer nombre, el cual tampoco recordaba. No habría hueco para la bondad y la amistad en el corazón de "La bestia", nunca, jamás. Crecería nutriéndose de los cuerpos de los pobres extraviados en su bosque, los que él mismo había hecho perderse. ¿Pero cómo? ¿Acaso se posa sobre ellos y los pisaba con sus raíces? ¿Bebía la putrefacción de sus jugos con una larga probóscide? No… No terminaba de gustarme la idea.
Miré por la ventana sorteando el humo y las idas y venidas de borrachos a la barra. Allí, en la oscuridad del bosque y la luz que reflejaba la nieve no había nada ni nadie para sugerirme cómo continuar con el desarrollo de mi monstruo. Nada ni nadie… ¿ofrecía el monstruo la calidez de su compañía como reclamo? ¿Y cómo guiaba a aquellas pobres almas entre los matorrales y las raíces en la noche? Por un momento pensé que me complicaba demasiado para darle sentido a un ser que no necesitaba tenerlo.
-No se preocupe, en todo caso debería disculparme yo por continuar con mi trabajo mientras hablamos- repliqué, firmando la obra y nombrándola en largas letras simplemente cómo “The Beast”-. Es totalmente excusable que quiera huir del frío… de la noche… Discúlpeme un segundo.
Fuego, esa era la respuesta a cómo atraía a sus presas. No era la calidez de sus actos ni de su voz lo que les acercaba, sino la promesa de acabar con toda sombra. ¿Cómo iba a llevar aquella criatura de corteza una llama consigo? Mis ojos sondearon la sala en busca de la respuesta, y ahí estaba sobre una mesa: una lámpara de aceite. Una lámpara que necesitaba ser alimentada, que mantenía viva una llama que lo único que hacía era condenar a su dueño. Una luz tan pura que nadie sospecharía su verdadero cometido ni su macabro origen.
Acabados los últimos trazos de la lámpara sostenida por la lánguida mano, volvería a mirar a mi acompañante para continuar con la charla.
-Lo siento, temía que la idea se marchase antes de quedar reflejada-¿Por dónde íbamos?-. Ah, sí, la “nueva” familia. En este mundo lo peor que uno podría hacer es quedarse sólo, así que busco personas con las que formar mi familia y continuar mi viaje por los Blues hasta que esté lo bastante satisfecho como para volver a casa… o construir una nueva, que para algo soy arquitecto y albañil- le dije sonriendo y prometiéndome a mí mismo que lograría mi propósito-. Si no considera muy indiscreta la pregunta, me gustaría saber cuál es la razón de su viaje, ¿busca fama, fortuna, una familia como yo o bien simplemente el crecer como persona?
Aquélla era una pregunta a la que ni yo mismo tenía una respuesta clara. ¿Por qué había abandonado mi hogar realmente? ¿Buscaba algo o simplemente huía de unos inexistentes fantasmas del pasado? Me acordé de Iulio y de su inevitable pereza, rota únicamente cuando el afán de soplar vidrio la desterraba durante un rato; y de Tyrano y de su intrínseco mal genio, que sólo se esfumaba a la hora de plasmar todo tipo de emociones sobre el lienzo. Entonces observé la reciente creación de Alphonse y recordé a mi madre y sus abstractas obras de arte, las únicas de cuantas había visto que eran capaces de inspirar en mí algo que no fuese la sensación de estar siendo estafado por un cantamañanas.
Era curioso cómo aquello que recordaba con tanta nostalgia se mostraba ante mí como la causa de mi precipitada partida. ¿Cómo estarían mis hermanos? Seguramente bien, la relación que tenían ambos mellizos siempre había trascendido la que pudiera tener cualquier pareja de hermanos. Era algo que siempre me había molestado, pero desde la perspectiva que me otorgaba la distancia echaba de menos cuando ambos se aliaban en mi contra, provocando que casi todas las reprimendas tras las numerosas peleas cayeran sobre mis espaldas.
No sabía la significación que tendría para Alphonse el concepto de "familia", si sería más débil o más fuerte que el mío o si simplemente representaría algo completamente diferente. No obstante, dudaba mucho que se asemejase al mío. Mis padres y mis hermanos eran las únicas personas que había conocido hasta que, tras el fallecimiento de los primeros, Lorenzzo y su tripulación habían aparecido en mi diminuta isla natal como enviados por un ser superior. Resultaba obvio que la mía era una relación de parentesco nada habitual.
Desde luego tenía que agradecer a aquel hombre que me hubiera realizado una pregunta en apariencia tan simple. Supongo que el hecho de verme obligado a reflexionar sobre el tema por imposición externa me hizo verlo todo desde otro punto de vista... Aunque, pensándolo bien, probablemente hasta ese momento no había llegado a plantearme algo tan trascendental e íntimo de forma seria. Sí, no enfrentarme a mí mismo había sido un inconsciente acto de cobardía al que el de la perilla había puesto freno sin querer.
Entonces volví a centrar mi atención en Alphonse. Al hacerlo me di cuenta de que no sabía cuánto tiempo había pasado pensando sobre aquello. Podían haber sido desde unos pocos segundos hasta varios minutos. Desde luego, el moreno tenía motivos más que de sobra para catalogarme cuanto menos como un desequilibrado. Sin embargo, dado el torbellino de emociones sepultadas que se había despertado en mi interior, la percepción que mi interlocutor pudiese tener de mí era lo que menos importaba en esos momentos. Opté por ceñirme a los fríos hechos para explicar mi presencia allí, sin reflejar en mi comentario las poco comunes implicaciones que tenía lo que contaba.
-Diría que la última de tus opciones se aproxima más a la realidad... Disculpa que te tutee -añadí al recordar las advertencias de mi padre acerca de tutear a desconocidos. Aunque bueno, Alphonse ya no podía ser considerado como tal, ¿no? Fuera como fuere seguí con mi comentario. Ya me corregiría si le desagradaba mi forma de dirigirme a él-. Me crié en un ambiente poco habitual con mis padres y mis hermanos. No tuve mucho contacto con el mundo real hasta la muerte de los primeros. Entonces decidí irme a conocer el mundo y aquí estoy... Mis hermanos menores se quedaron en casa, pero me confirmaron antes de dejarlos que también se irían más tarde o más temprano. Me gustaría encontrar algún modo de comunicarme con ellos -terminé, pronunciando la última frase en voz muy baja, más para mí que para el de la perilla.
Era curioso cómo aquello que recordaba con tanta nostalgia se mostraba ante mí como la causa de mi precipitada partida. ¿Cómo estarían mis hermanos? Seguramente bien, la relación que tenían ambos mellizos siempre había trascendido la que pudiera tener cualquier pareja de hermanos. Era algo que siempre me había molestado, pero desde la perspectiva que me otorgaba la distancia echaba de menos cuando ambos se aliaban en mi contra, provocando que casi todas las reprimendas tras las numerosas peleas cayeran sobre mis espaldas.
No sabía la significación que tendría para Alphonse el concepto de "familia", si sería más débil o más fuerte que el mío o si simplemente representaría algo completamente diferente. No obstante, dudaba mucho que se asemejase al mío. Mis padres y mis hermanos eran las únicas personas que había conocido hasta que, tras el fallecimiento de los primeros, Lorenzzo y su tripulación habían aparecido en mi diminuta isla natal como enviados por un ser superior. Resultaba obvio que la mía era una relación de parentesco nada habitual.
Desde luego tenía que agradecer a aquel hombre que me hubiera realizado una pregunta en apariencia tan simple. Supongo que el hecho de verme obligado a reflexionar sobre el tema por imposición externa me hizo verlo todo desde otro punto de vista... Aunque, pensándolo bien, probablemente hasta ese momento no había llegado a plantearme algo tan trascendental e íntimo de forma seria. Sí, no enfrentarme a mí mismo había sido un inconsciente acto de cobardía al que el de la perilla había puesto freno sin querer.
Entonces volví a centrar mi atención en Alphonse. Al hacerlo me di cuenta de que no sabía cuánto tiempo había pasado pensando sobre aquello. Podían haber sido desde unos pocos segundos hasta varios minutos. Desde luego, el moreno tenía motivos más que de sobra para catalogarme cuanto menos como un desequilibrado. Sin embargo, dado el torbellino de emociones sepultadas que se había despertado en mi interior, la percepción que mi interlocutor pudiese tener de mí era lo que menos importaba en esos momentos. Opté por ceñirme a los fríos hechos para explicar mi presencia allí, sin reflejar en mi comentario las poco comunes implicaciones que tenía lo que contaba.
-Diría que la última de tus opciones se aproxima más a la realidad... Disculpa que te tutee -añadí al recordar las advertencias de mi padre acerca de tutear a desconocidos. Aunque bueno, Alphonse ya no podía ser considerado como tal, ¿no? Fuera como fuere seguí con mi comentario. Ya me corregiría si le desagradaba mi forma de dirigirme a él-. Me crié en un ambiente poco habitual con mis padres y mis hermanos. No tuve mucho contacto con el mundo real hasta la muerte de los primeros. Entonces decidí irme a conocer el mundo y aquí estoy... Mis hermanos menores se quedaron en casa, pero me confirmaron antes de dejarlos que también se irían más tarde o más temprano. Me gustaría encontrar algún modo de comunicarme con ellos -terminé, pronunciando la última frase en voz muy baja, más para mí que para el de la perilla.
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Lanzada la pregunta, sólo recibí un largo e incómodo silencio como respuesta. Tras unos segundos miré discretamente alrededor por si se había detenido a causa de una figura oscura que nos escuchaba, un demonio que le perseguía o algo similar. Pero no, allí no había nadie que no estuviese antes.
Volví a mi dibujo tras repiquetear levemente sobre la mesa, esperando que la eterna introspección de mi amigo acabara en algún momento. Desde luego se hacía de rogar, y esperaba que la contestación que me diera mereciera la pena como lo hacía una buena comida. Cuando volvió en sí, justo había empezado a disfrutar de su ausencia.
Por un momento no toleré el tuteo, pero justo cuando se disculpó supe que verdaderamente se merecía el poder darme ese trato. Era un mozo dispuesto, con valores sinceros y loables, alguien a quien verdaderamente podía respetar.
Fruncí el ceño, extrañado de que Ruffo encontrara un impedimento para contactar con su familia.
-Sé que probablemente se le habrá ocurrido- dije, modesto-, pero si disponen de un den-den podría hablar con ellos fácilmente. Y si no, a menos que viviese en un lugar tremendamente aislado, podría pedirle a alguna gaviota de mensajería que les llevara cartas. Eso sí, ellos lo tendrían mucho más difícil para contestar a menos que le mandara su futura localización… Para lo que podría buscar un lugar en los que instalarse durante, por ejemplo, un par de semanas- dije, intentando animarle.
Saqué un taquito de folios y lo puse frente a él junto a uno de mis muchos rotuladores negros. Sabía que mis ideas eran simples, que probablemente no le ayudaran en nada porque ya las habría intentado, pero también sabía que conseguiría animarle.
-Y si todo eso falla, puede ir escribiendo todo lo que quiera decirles, como si estuvieran aquí, como si fueran a leerlos mañana. A mí me ayudó…-le dije sonriendo amablemente, sin revelarle la verdad de que sólo fue una solución temporal.
Pasados unos segundos le enseñaría mi dibujo, presentándoselo con una pizca de orgullo y una oculta vergüenza, al fin y al cabo era un primer boceto.
-¿Qué le parece? Sé que es un borrador, pero como idea para un antagonista no me parece nada mal. Un ser viejo, que cosecha las vidas de otros para nutrir la suya propia, que te engaña para que lleves su lámpara por el bosque hasta que al final te pierdes y… formas parte de su bosque. No sé si transformará a la gente en árbol; coger madera para su lámpara no lo veo apropiado, quizás si fuera aceite. Hmm… ¿Habrá arboles de los que se saca aceite?- pregunté, intentando que ambos olvidáramos las penurias de la soledad para colaborar en una elaborada distracción.
Volví a mi dibujo tras repiquetear levemente sobre la mesa, esperando que la eterna introspección de mi amigo acabara en algún momento. Desde luego se hacía de rogar, y esperaba que la contestación que me diera mereciera la pena como lo hacía una buena comida. Cuando volvió en sí, justo había empezado a disfrutar de su ausencia.
Por un momento no toleré el tuteo, pero justo cuando se disculpó supe que verdaderamente se merecía el poder darme ese trato. Era un mozo dispuesto, con valores sinceros y loables, alguien a quien verdaderamente podía respetar.
Fruncí el ceño, extrañado de que Ruffo encontrara un impedimento para contactar con su familia.
-Sé que probablemente se le habrá ocurrido- dije, modesto-, pero si disponen de un den-den podría hablar con ellos fácilmente. Y si no, a menos que viviese en un lugar tremendamente aislado, podría pedirle a alguna gaviota de mensajería que les llevara cartas. Eso sí, ellos lo tendrían mucho más difícil para contestar a menos que le mandara su futura localización… Para lo que podría buscar un lugar en los que instalarse durante, por ejemplo, un par de semanas- dije, intentando animarle.
Saqué un taquito de folios y lo puse frente a él junto a uno de mis muchos rotuladores negros. Sabía que mis ideas eran simples, que probablemente no le ayudaran en nada porque ya las habría intentado, pero también sabía que conseguiría animarle.
-Y si todo eso falla, puede ir escribiendo todo lo que quiera decirles, como si estuvieran aquí, como si fueran a leerlos mañana. A mí me ayudó…-le dije sonriendo amablemente, sin revelarle la verdad de que sólo fue una solución temporal.
Pasados unos segundos le enseñaría mi dibujo, presentándoselo con una pizca de orgullo y una oculta vergüenza, al fin y al cabo era un primer boceto.
-¿Qué le parece? Sé que es un borrador, pero como idea para un antagonista no me parece nada mal. Un ser viejo, que cosecha las vidas de otros para nutrir la suya propia, que te engaña para que lleves su lámpara por el bosque hasta que al final te pierdes y… formas parte de su bosque. No sé si transformará a la gente en árbol; coger madera para su lámpara no lo veo apropiado, quizás si fuera aceite. Hmm… ¿Habrá arboles de los que se saca aceite?- pregunté, intentando que ambos olvidáramos las penurias de la soledad para colaborar en una elaborada distracción.
A pesar de que no me ayudaba en lo más mínimo, agradecí sinceramente en mi fuero interno el intento de Alphonse por contribuir a solucionar mi problema.
-Pues no se me habían ocurrido. Lo cierto es que en mi situación esas ideas tampoco me ayudan mucho, pero gracias por tu interés -respondí, acompañando mi comentario con una sonrisa de resignación-. No sé si he mencionado esto anteriormente o no. Justo antes de irme me dijeron que ellos también abandonarían mi hogar en poco tiempo. Ya hace varios meses que zarpé, de modo que ya deben haberse marchado... Y aún así no podría asegurar que alguna de esas gaviotas fuese capaz de llegar hasta allí. No recuerdo que ningún barco pasase cerca de mi isla antes que el que me sacó de ella, así que no me extrañaría que ni siquiera apareciese en los mapas. Por cierto, ¿qué es un den-den? -Me temía que fuese una pregunta estúpida, pero aquello estaba entre las muchas cosas que mis padres no habían podido o querido enseñarme.
Entonces contemplé la pila de hojas en blanco que había colocado ante mí y escuché su sugerencia sin mirarle. Indudablemente era una forma bastante melancólica de hablar con Iulio y Tyrano, pero al mismo tiempo se me antojaba la más sincera. Me acerqué un poco el montón de papeles con una mano, mientras que con la otra cogí el rotulador. Hacía bastantes meses que no sostenía uno, por no hablar del tiempo que llevaba sin escribir.
-¿Te importaría si me quedo esto? Me gustaría escribirles en la intimidad -dije. Pensándolo bien, no era mala idea ir dejando constancia por escrito de lo que tuviera que contarles mientras no pudiese contactar con ellos. De ese modo, cuando los encontrase sería fácil ponerlos al día-. ¿Y por qué debería ser un antagonista? -inquirí cuando el moreno me enseñó el boceto-. ¿Acaso luchar por sobrevivir hace que sea un ser malo, despreciable o algo que se la parezca? Siempre me ha costado entender ese concepto, desde que era pequeño -comenté al tiempo que devolvía una jovial sonrisa a mi semblante y recordaba cómo mi madre se empeñaba en convencerme de aquella idea. Había sido suficiente tristeza por el momento-. No lo digo como una crítica destructiva, ni como una crítica siquiera. Es decir, si es la única forma que tiene de seguir existiendo, ¿qué obliga a que sea considerado el personaje al que hay que derrotar y no el que debe ser ayudado?
Una vez el de la perilla respondiese, si tenía a bien regalarme su rotulador y sus hojas -o en su defecto prestármelos-, subiría a mi habitación tras despedirme. Una vez allí comenzaría a escribir todos mis pensamientos de los últimos meses. También reflejaría las experiencias vividas para tener algo que enviarles a mis hermanos cuando los localizase. Tras eso me iría a dormir esperando que la luz de un nuevo día me sacase del mundo de los sueños.
En caso de que esos objetos tuviesen un gran valor para él o simplemente no quisiera o pudiera dármelos, también me despediría de forma educada y subiría a mi habitación tras pedirle la llave a la del moño. Al no tener nada que hacer, me limitaría a meterme en la cama y tratar de sumirme en el más profundo de los sueños hasta el día siguiente.
-Pues no se me habían ocurrido. Lo cierto es que en mi situación esas ideas tampoco me ayudan mucho, pero gracias por tu interés -respondí, acompañando mi comentario con una sonrisa de resignación-. No sé si he mencionado esto anteriormente o no. Justo antes de irme me dijeron que ellos también abandonarían mi hogar en poco tiempo. Ya hace varios meses que zarpé, de modo que ya deben haberse marchado... Y aún así no podría asegurar que alguna de esas gaviotas fuese capaz de llegar hasta allí. No recuerdo que ningún barco pasase cerca de mi isla antes que el que me sacó de ella, así que no me extrañaría que ni siquiera apareciese en los mapas. Por cierto, ¿qué es un den-den? -Me temía que fuese una pregunta estúpida, pero aquello estaba entre las muchas cosas que mis padres no habían podido o querido enseñarme.
Entonces contemplé la pila de hojas en blanco que había colocado ante mí y escuché su sugerencia sin mirarle. Indudablemente era una forma bastante melancólica de hablar con Iulio y Tyrano, pero al mismo tiempo se me antojaba la más sincera. Me acerqué un poco el montón de papeles con una mano, mientras que con la otra cogí el rotulador. Hacía bastantes meses que no sostenía uno, por no hablar del tiempo que llevaba sin escribir.
-¿Te importaría si me quedo esto? Me gustaría escribirles en la intimidad -dije. Pensándolo bien, no era mala idea ir dejando constancia por escrito de lo que tuviera que contarles mientras no pudiese contactar con ellos. De ese modo, cuando los encontrase sería fácil ponerlos al día-. ¿Y por qué debería ser un antagonista? -inquirí cuando el moreno me enseñó el boceto-. ¿Acaso luchar por sobrevivir hace que sea un ser malo, despreciable o algo que se la parezca? Siempre me ha costado entender ese concepto, desde que era pequeño -comenté al tiempo que devolvía una jovial sonrisa a mi semblante y recordaba cómo mi madre se empeñaba en convencerme de aquella idea. Había sido suficiente tristeza por el momento-. No lo digo como una crítica destructiva, ni como una crítica siquiera. Es decir, si es la única forma que tiene de seguir existiendo, ¿qué obliga a que sea considerado el personaje al que hay que derrotar y no el que debe ser ayudado?
Una vez el de la perilla respondiese, si tenía a bien regalarme su rotulador y sus hojas -o en su defecto prestármelos-, subiría a mi habitación tras despedirme. Una vez allí comenzaría a escribir todos mis pensamientos de los últimos meses. También reflejaría las experiencias vividas para tener algo que enviarles a mis hermanos cuando los localizase. Tras eso me iría a dormir esperando que la luz de un nuevo día me sacase del mundo de los sueños.
En caso de que esos objetos tuviesen un gran valor para él o simplemente no quisiera o pudiera dármelos, también me despediría de forma educada y subiría a mi habitación tras pedirle la llave a la del moño. Al no tener nada que hacer, me limitaría a meterme en la cama y tratar de sumirme en el más profundo de los sueños hasta el día siguiente.
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Su escasez de conocimientos comunes era encantadora, como ver a un niño que no tenía ni idea de lo que era una televisión y saber que en el momento en el que le pusieras un programa infantil lloraría por quedarse a verlo terminar. No pude evitar preguntarme qué llevó a su familia a recluirse en una isla perdida del resto del mundo, ¿tanto valía la pena estar solo? No lo creía.
-Tranquilo, no existen preguntas estúpidas. Un den-den es un molusco que permite la comunicación entre otros de su especie, no sé bien cómo funcionan, pero los seres humanos hemos aprovechado esa capacidad para transmitir sonido e imágenes y reproducirlos mediante dispositivos anexos a ellos: teléfonos, cámaras, faxes… No conozco todos. Pero no hay que olvidar que es un ser vivo que come, duerme, siente… Aunque la mayor parte del tiempo están en un estado letárgico. Ah, y como todo caracol, odian la sal- terminé con el índice alzado, proporcionando un dato curioso.
Y ahora que lo decía en voz alta no podía sino maravillarme de aquella pequeña criatura que habíamos convertido en un recurso útil para todos. ¿Cómo había podido olvidarme de la tremenda importancia de los den-den en este mundo? Me había acostumbrado a ella, a tomarla por garantizada, cuando antes de eso el mundo no había tenido manera de comunicarse al instante, sin esperar las semanas que el correo tardaba en llegar a pesar de la diligencia de las gaviotas entrenadas.
Cerré los ojos y respiré hondo, dejando la pluma a un lado para preguntarme cuán complicado sería dibujar sin ella, qué incómodo sería estar sentado en el suelo y lo imposible que sería vivir en este mundo sin un techo bajo el que guarecerse del frío, la lluvia y la nieve. Todos debíamos estar agradecidos, por todo lo que teníamos y por lo que no teníamos aún.
Las reflexiones de Ruffo sobre mi personaje me sacaron otra sonrisa, cada vez me caía mejor. ¿Cómo podía ser alguien que seguía su naturaleza malo? ¿Acaso era malo un lobo o un buitre? No, claro que no, sólo subsistían. Pero no podía dotar a aquella criatura de una esencia primal, aquel monstruo era sin duda un ser maligno y, por ende, racional. Mientras mi sonrisa se desvanecía no pude evitar pensar cuantos villanos de cuento podrían haber sido salvados si todos hubieran compartido la misma visión que mi compañero. Sonreí triste.
-Se supone que el ser ha extendido su vida por encima de sus posibilidades al robarle la esencia vital a aquellos que se pierden en su bosque, no creo que podamos considerarlo como… bueno. Su idea está muy bien, dotaría de humanidad a cualquier personaje, pero en este caso quiero alejarlo de lo que es ser un ser humano, o mejor dicho, una buena persona- volví a coger mi pluma-. Pero lo tendré en cuenta para el próximo villano, algún tipo que quisiera hacer el bien en el mundo pero que para ello tuviese que hacer cierto mal. Ahora mismo no se me ocurre un buen ejemplo…-dije, casi disculpándome por mi escasez actual de inventiva.
Negué, haciendo un pequeño gesto con la mano para que no tuviese que preocuparse.
-Nada me gustaría más; puede quedárselos. Que tenga una buena noche, y que sus palabras fluyan con más soltura que mis ideas- dije divertido, olvidándome por un momento de todo el pesar que me rodeaba. Hasta que se fue, claro.
Recogí mis cosas dedicándole un último vistazo al villano. Aún le faltaba mucho, todo un mundo a su alrededor para que fuera alguien. Me dirigí hacia la barra para solicitar la llave de mi habitación en la que intentaría dormir para silenciar mi propia voz. Mañana sería mi último día en la Isla Navideña.
-Tranquilo, no existen preguntas estúpidas. Un den-den es un molusco que permite la comunicación entre otros de su especie, no sé bien cómo funcionan, pero los seres humanos hemos aprovechado esa capacidad para transmitir sonido e imágenes y reproducirlos mediante dispositivos anexos a ellos: teléfonos, cámaras, faxes… No conozco todos. Pero no hay que olvidar que es un ser vivo que come, duerme, siente… Aunque la mayor parte del tiempo están en un estado letárgico. Ah, y como todo caracol, odian la sal- terminé con el índice alzado, proporcionando un dato curioso.
Y ahora que lo decía en voz alta no podía sino maravillarme de aquella pequeña criatura que habíamos convertido en un recurso útil para todos. ¿Cómo había podido olvidarme de la tremenda importancia de los den-den en este mundo? Me había acostumbrado a ella, a tomarla por garantizada, cuando antes de eso el mundo no había tenido manera de comunicarse al instante, sin esperar las semanas que el correo tardaba en llegar a pesar de la diligencia de las gaviotas entrenadas.
Cerré los ojos y respiré hondo, dejando la pluma a un lado para preguntarme cuán complicado sería dibujar sin ella, qué incómodo sería estar sentado en el suelo y lo imposible que sería vivir en este mundo sin un techo bajo el que guarecerse del frío, la lluvia y la nieve. Todos debíamos estar agradecidos, por todo lo que teníamos y por lo que no teníamos aún.
Las reflexiones de Ruffo sobre mi personaje me sacaron otra sonrisa, cada vez me caía mejor. ¿Cómo podía ser alguien que seguía su naturaleza malo? ¿Acaso era malo un lobo o un buitre? No, claro que no, sólo subsistían. Pero no podía dotar a aquella criatura de una esencia primal, aquel monstruo era sin duda un ser maligno y, por ende, racional. Mientras mi sonrisa se desvanecía no pude evitar pensar cuantos villanos de cuento podrían haber sido salvados si todos hubieran compartido la misma visión que mi compañero. Sonreí triste.
-Se supone que el ser ha extendido su vida por encima de sus posibilidades al robarle la esencia vital a aquellos que se pierden en su bosque, no creo que podamos considerarlo como… bueno. Su idea está muy bien, dotaría de humanidad a cualquier personaje, pero en este caso quiero alejarlo de lo que es ser un ser humano, o mejor dicho, una buena persona- volví a coger mi pluma-. Pero lo tendré en cuenta para el próximo villano, algún tipo que quisiera hacer el bien en el mundo pero que para ello tuviese que hacer cierto mal. Ahora mismo no se me ocurre un buen ejemplo…-dije, casi disculpándome por mi escasez actual de inventiva.
Negué, haciendo un pequeño gesto con la mano para que no tuviese que preocuparse.
-Nada me gustaría más; puede quedárselos. Que tenga una buena noche, y que sus palabras fluyan con más soltura que mis ideas- dije divertido, olvidándome por un momento de todo el pesar que me rodeaba. Hasta que se fue, claro.
Recogí mis cosas dedicándole un último vistazo al villano. Aún le faltaba mucho, todo un mundo a su alrededor para que fuera alguien. Me dirigí hacia la barra para solicitar la llave de mi habitación en la que intentaría dormir para silenciar mi propia voz. Mañana sería mi último día en la Isla Navideña.
¿Por qué nunca me acordaba de correr las cortinas? Aquella pregunta me era tan familiar como mi propio reflejo. Los primeros rayos de luz habían impactado de pleno en mi rostro, atravesando la única ventana de mi habitacíon que, cómo no, tenía que estar orientada hacia el este.
Con el mal humor amenazando con rebosar a través de los poros de mi cuerpo, me vestí y me dispuse a bajar a desayunar. A pesar de haber comenzado mal, el día prometía presentar un tiempo agradable dentro de lo que cabía. En consecuencia escogí una camisa celeste y unos pantalones marrones, poniéndome en último lugar unos zapatos de un tono algo más oscuro que los segundos. No era la mejor combinación posible, pero al menos se alejaba de las atrocidades que había visto en el bar el día anterior. Por último, ignorando por completo lo apropiado del conjunto, me coloqué mis protecciones en el brazo izquierdo. Hacía mucho tiempo que no las usaba y una cierta nostalgia me había invadido al verlas en el fondo de mi equipaje, de modo que no me lo pensé dos veces y las sujeté firmemente en su lugar antes de bajar a tomar algo.
A esas horas de la mañana no había mucha gente en la tasca. La chica rubia, que esa mañana había optado por recoger su pelo en una trenza, atendía relajadamente las únicas tres mesas ocupadas. Por mi parte, me dirigí a una de las que se situaban más cerca de la barra y esperé a que me mirase para indicarle con un gesto que se acercase.
-Buenos días. Querría dos tostadas con jamón y aceite y, a poder ser, un zumo de naranja natural -solicité, extrañando al mismo tiempo los desayunos de los que disfrutaba en mi casa.
-Claro, enseguida te lo traigo todo -respondió jovialmente, no sin antes dirigir una mirada extrañada a mi brazo izquierdo. Era algo normal a fin de cuentas. Aquellas protecciones desentonaban con el resto de mi atuendo tanto como un zorro en un gallinero, así que no le di mucha importancia al gesto de la muchacha.
Durante los cinco minutos que tardó en estar listo mi desayuno me dediqué a observar al resto de la clientela. Eran tres solitarias personas que se habían sentado lo más lejos posible unos de otros. Uno de ellos iba ataviado con un uniforme de guardia de seguridad, por lo que probablemente habría terminado su turno hacía poco. Una anciana y un hombre mayor eran los otros dos clientes, tal vez movidos hasta allí por el insomnio asociado a la senescencia.
Cuando la de la trenza se acercaba hacia mí con la bandeja de comida en alto y una gran sonrisa iluminando su cara, un estruendo similar al de la noche anterior se propagó por la estancia. Un nuevo portazo inundó mis oídos y me sobresaltó, pero en esta ocasión no había sido producido por el viento ni por ningún desconocido. Un grupo de cuatro hombres, entre los cuales se encontraba el tipo de la chistera que me había intentado timar, había entrado violentamente en el local.
-¿Dónde está mi bolita? -pronunció en voz baja el estafador, con los ojos inyectados en sangre a causa de una rabia que yo no comprendía. Una vena hizo aparición en su frente para acompañar a una ya de por sí ingurgitada yugular derecha-. ¡Ya! -exclamó al tiempo que clavaba en mí su mirada.
-¿La de ayer? -pregunté desde mi asiento mientras daba un primer bocado a una de las tostada-. Ni idea, pero me alegro de que la hayas perdido. ¿Por qué es tan importante? No me digas que es tu amuleto de la suerte -inquirí sin darle tiempo a responder a mi primera cuestión para, justo después, soltar una carcajada y dar un sorbo de mi zumo.
Con el mal humor amenazando con rebosar a través de los poros de mi cuerpo, me vestí y me dispuse a bajar a desayunar. A pesar de haber comenzado mal, el día prometía presentar un tiempo agradable dentro de lo que cabía. En consecuencia escogí una camisa celeste y unos pantalones marrones, poniéndome en último lugar unos zapatos de un tono algo más oscuro que los segundos. No era la mejor combinación posible, pero al menos se alejaba de las atrocidades que había visto en el bar el día anterior. Por último, ignorando por completo lo apropiado del conjunto, me coloqué mis protecciones en el brazo izquierdo. Hacía mucho tiempo que no las usaba y una cierta nostalgia me había invadido al verlas en el fondo de mi equipaje, de modo que no me lo pensé dos veces y las sujeté firmemente en su lugar antes de bajar a tomar algo.
A esas horas de la mañana no había mucha gente en la tasca. La chica rubia, que esa mañana había optado por recoger su pelo en una trenza, atendía relajadamente las únicas tres mesas ocupadas. Por mi parte, me dirigí a una de las que se situaban más cerca de la barra y esperé a que me mirase para indicarle con un gesto que se acercase.
-Buenos días. Querría dos tostadas con jamón y aceite y, a poder ser, un zumo de naranja natural -solicité, extrañando al mismo tiempo los desayunos de los que disfrutaba en mi casa.
-Claro, enseguida te lo traigo todo -respondió jovialmente, no sin antes dirigir una mirada extrañada a mi brazo izquierdo. Era algo normal a fin de cuentas. Aquellas protecciones desentonaban con el resto de mi atuendo tanto como un zorro en un gallinero, así que no le di mucha importancia al gesto de la muchacha.
Durante los cinco minutos que tardó en estar listo mi desayuno me dediqué a observar al resto de la clientela. Eran tres solitarias personas que se habían sentado lo más lejos posible unos de otros. Uno de ellos iba ataviado con un uniforme de guardia de seguridad, por lo que probablemente habría terminado su turno hacía poco. Una anciana y un hombre mayor eran los otros dos clientes, tal vez movidos hasta allí por el insomnio asociado a la senescencia.
Cuando la de la trenza se acercaba hacia mí con la bandeja de comida en alto y una gran sonrisa iluminando su cara, un estruendo similar al de la noche anterior se propagó por la estancia. Un nuevo portazo inundó mis oídos y me sobresaltó, pero en esta ocasión no había sido producido por el viento ni por ningún desconocido. Un grupo de cuatro hombres, entre los cuales se encontraba el tipo de la chistera que me había intentado timar, había entrado violentamente en el local.
-¿Dónde está mi bolita? -pronunció en voz baja el estafador, con los ojos inyectados en sangre a causa de una rabia que yo no comprendía. Una vena hizo aparición en su frente para acompañar a una ya de por sí ingurgitada yugular derecha-. ¡Ya! -exclamó al tiempo que clavaba en mí su mirada.
-¿La de ayer? -pregunté desde mi asiento mientras daba un primer bocado a una de las tostada-. Ni idea, pero me alegro de que la hayas perdido. ¿Por qué es tan importante? No me digas que es tu amuleto de la suerte -inquirí sin darle tiempo a responder a mi primera cuestión para, justo después, soltar una carcajada y dar un sorbo de mi zumo.
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Debí suponer que el que aquel gordinflas se lanzara a darme la llave, cambiando además las directrices que su hermana me había dado, no era algo bueno. Parecía que el muy hijo de puta me había dado la peor habitación de todas: una larga y angosta estancia en la que se apretujaban una maltrecha cama y una simple mesita de noche. En un principio me dije que no pasaba nada, no llevaba tantas cosas encima y me gustaba la intimidad… así que no reclamé mi derecho a cambiar de cuarto. Craso error.
La pequeña ventana sobre la mesa de noche no terminaba de cerrarse, y el frío que se colaba por aquel pequeño hueco bastaba para hacerme tiritar de frío. Tuve que hacer uso de mi abrigo como una improvisada manta extra para subsistir en aquel endiablado entorno. ¿Suficiente para una noche, a que sí? Pues no, el colmo fue que las tuberías que descargaban el váter del edificio pasaban por mi pared sin aislamiento alguno, dejándome escuchar cuándo y cuántas veces los inquilinos se levantaban a miccionar, y permitiéndome diferenciar el momento en el que se empeñaban en darle varias veces a la cisterna para hacer tragar sus pesados ñordos a la angosta taza. ¿Dormir y descansar? No para mí. Intenté aprovechar el tiempo, pero la pequeña lámpara tampoco funcionaba, y cuando traté de salir, la puerta estaba atrancada.
Finalmente opté por tumbarme para hacer el esfuerzo de dormir lo poco que podría entre quejas farfulladas y los truenos de la pared a cada evacuación. Y el poco sueño que conseguí se tornó en pesadilla.
Mis pies hacían crujir la nieve a cada paso que daban entre el apretado bosque de blancos abedules. Sin nada más que mi fiel linterna y mi hacha para guiarme por el camino, encontrar a aquellos niños iba a ser algo muy difícil.
-¿Por qué tardas tanto, leñador?- dijo la profunda voz tras la larga sombra de uno de los troncos-. La llama se está apagando, y si se apaga…
Algo me impulsó a avanzar en aquel monótono terreno, una decisión que yo no había tomado. Poco después, encontré a las dos tiernas criaturas a las que creía haber ayudado anteriormente. Y una de ellas había sucumbido al bosque, a La bestia, siendo parasitada por las ramas que lentamente crecían sobre su cuerpo, exudando el negro aceite que tanto necesitaba extraer.
-Vamos leñador, ya sabes cómo funciona: todos los que mueran aquí se convertirán en árboles para la linterna, córtalos con tu hacha… ahora- ordenó la voz tras de mí.
Y entonces, en vez de seguir cómo el sueño quería, hice el esfuerzo para girarme e iluminar a aquella criatura.
Desperté asustado, con el sol despuntando sobre las copas de los árboles y un mal presentimiento que empujé al fondo de mi ser. Al fin y al cabo sólo era un sueño, una ilusión inspirada por un patético dibujo que significaba más para mí que para cualquiera que pudiera verlo. Me adecenté y escogí un traje crema para la ocasión, zapatos marrones y una elegante corbata añil sobre la camisa blanca. En un principio iba a optar por la roja, pero como tenía que tratar negocios a las doce de aquella mañana, me decidí por un tono menos belicoso.
Ahora que no tenía que preocuparme por las personas a la que despertaría desatrancando la puerta, me dispuse a forzarla para encontrarme con que se abría fácilmente. Fruncí el ceño, sospechando alguna triquiñuela del posadero al que, sin ningún motivo que yo conociera, no le había caído en gracia.
Bajé guardando mis cosas a excepción del abrigo, que no tardaría mucho en usar, y pedí una gran taza de café con galletas para desayunar a la amable muchacha que se había llevado toda la bondad de su familia.
-Parece ser que a su hermano- dato que había sonsacado al escucharles hablar desde las finas paredes de mi habitación- no le he caído en gracia.
-Roger es un gruñón, de vez en cuando la paga con alguien, y siempre con quien menos se lo merece- se quejó, dándome las galletas con una sonrisa.
Tras agradecérselo y retirarme a una mesa cerca de la ventana, comí mirando la extraña forma de pica que tenían las galletas que me había servido. Bueno, casi tenían forma de pica, les faltaba el rabito, más bien parecían tener forma de melocotón. No sabían a melocotón, sino a deliciosa y azucarada mantequilla.
Justo cuando salía de mi ensoñación gracias a la cafeína y a lo calórico de mis dulces, justo en el momento en el que iba a dirigirme hacia Ruffo para despedirme, el portazo me arrebató todo el protagonismo. Ahora sabía lo que debió sentir aquel desgraciado al que interrumpí, el mismo que exigía saber dónde había ido a parar la canica. Sabía que estaba en mi maleta, probablemente en el bolsillo del traje por planchar del día anterior, pero no dije nada. Una parte de mí quería hacerles responsables de mi mala noche, rompiéndoles los huesos y hundiendo sus caras en el asfalto bajo la nieve; y otra tan sólo deseaba salir de allí pacíficamente.
Entonces, mi buen amigo tuvo que abrir la boca y atraer toda la atención y rabia del cuarteto para sí. Lo bueno es que parecía ir vestido para la ocasión, con su nueva y reluciente hombrera, y lo malo es que estaba en clara desventaja numérica. Decidí levantarme y andar hacia la puerta que abandonaba el trío de matones dispuestos a cumplir las órdenes de su desesperado y cobarde líder.
-¿Os referís a la bolita que pregunté ayer si era de alguien?-pregunté en voz alta con cierta ironía-. Cuánto me duele que me hayáis olvidado, es lo peor que se le puede hacer a un artista- añadí como una reina del drama, esperando que no tardaran mucho en seguirme fuera del humilde establecimiento.
Lo último que quería era darles más quebraderos de cabeza a aquella oronda santa.
La pequeña ventana sobre la mesa de noche no terminaba de cerrarse, y el frío que se colaba por aquel pequeño hueco bastaba para hacerme tiritar de frío. Tuve que hacer uso de mi abrigo como una improvisada manta extra para subsistir en aquel endiablado entorno. ¿Suficiente para una noche, a que sí? Pues no, el colmo fue que las tuberías que descargaban el váter del edificio pasaban por mi pared sin aislamiento alguno, dejándome escuchar cuándo y cuántas veces los inquilinos se levantaban a miccionar, y permitiéndome diferenciar el momento en el que se empeñaban en darle varias veces a la cisterna para hacer tragar sus pesados ñordos a la angosta taza. ¿Dormir y descansar? No para mí. Intenté aprovechar el tiempo, pero la pequeña lámpara tampoco funcionaba, y cuando traté de salir, la puerta estaba atrancada.
Finalmente opté por tumbarme para hacer el esfuerzo de dormir lo poco que podría entre quejas farfulladas y los truenos de la pared a cada evacuación. Y el poco sueño que conseguí se tornó en pesadilla.
Mis pies hacían crujir la nieve a cada paso que daban entre el apretado bosque de blancos abedules. Sin nada más que mi fiel linterna y mi hacha para guiarme por el camino, encontrar a aquellos niños iba a ser algo muy difícil.
-¿Por qué tardas tanto, leñador?- dijo la profunda voz tras la larga sombra de uno de los troncos-. La llama se está apagando, y si se apaga…
Algo me impulsó a avanzar en aquel monótono terreno, una decisión que yo no había tomado. Poco después, encontré a las dos tiernas criaturas a las que creía haber ayudado anteriormente. Y una de ellas había sucumbido al bosque, a La bestia, siendo parasitada por las ramas que lentamente crecían sobre su cuerpo, exudando el negro aceite que tanto necesitaba extraer.
-Vamos leñador, ya sabes cómo funciona: todos los que mueran aquí se convertirán en árboles para la linterna, córtalos con tu hacha… ahora- ordenó la voz tras de mí.
Y entonces, en vez de seguir cómo el sueño quería, hice el esfuerzo para girarme e iluminar a aquella criatura.
Desperté asustado, con el sol despuntando sobre las copas de los árboles y un mal presentimiento que empujé al fondo de mi ser. Al fin y al cabo sólo era un sueño, una ilusión inspirada por un patético dibujo que significaba más para mí que para cualquiera que pudiera verlo. Me adecenté y escogí un traje crema para la ocasión, zapatos marrones y una elegante corbata añil sobre la camisa blanca. En un principio iba a optar por la roja, pero como tenía que tratar negocios a las doce de aquella mañana, me decidí por un tono menos belicoso.
Ahora que no tenía que preocuparme por las personas a la que despertaría desatrancando la puerta, me dispuse a forzarla para encontrarme con que se abría fácilmente. Fruncí el ceño, sospechando alguna triquiñuela del posadero al que, sin ningún motivo que yo conociera, no le había caído en gracia.
Bajé guardando mis cosas a excepción del abrigo, que no tardaría mucho en usar, y pedí una gran taza de café con galletas para desayunar a la amable muchacha que se había llevado toda la bondad de su familia.
-Parece ser que a su hermano- dato que había sonsacado al escucharles hablar desde las finas paredes de mi habitación- no le he caído en gracia.
-Roger es un gruñón, de vez en cuando la paga con alguien, y siempre con quien menos se lo merece- se quejó, dándome las galletas con una sonrisa.
Tras agradecérselo y retirarme a una mesa cerca de la ventana, comí mirando la extraña forma de pica que tenían las galletas que me había servido. Bueno, casi tenían forma de pica, les faltaba el rabito, más bien parecían tener forma de melocotón. No sabían a melocotón, sino a deliciosa y azucarada mantequilla.
Justo cuando salía de mi ensoñación gracias a la cafeína y a lo calórico de mis dulces, justo en el momento en el que iba a dirigirme hacia Ruffo para despedirme, el portazo me arrebató todo el protagonismo. Ahora sabía lo que debió sentir aquel desgraciado al que interrumpí, el mismo que exigía saber dónde había ido a parar la canica. Sabía que estaba en mi maleta, probablemente en el bolsillo del traje por planchar del día anterior, pero no dije nada. Una parte de mí quería hacerles responsables de mi mala noche, rompiéndoles los huesos y hundiendo sus caras en el asfalto bajo la nieve; y otra tan sólo deseaba salir de allí pacíficamente.
Entonces, mi buen amigo tuvo que abrir la boca y atraer toda la atención y rabia del cuarteto para sí. Lo bueno es que parecía ir vestido para la ocasión, con su nueva y reluciente hombrera, y lo malo es que estaba en clara desventaja numérica. Decidí levantarme y andar hacia la puerta que abandonaba el trío de matones dispuestos a cumplir las órdenes de su desesperado y cobarde líder.
-¿Os referís a la bolita que pregunté ayer si era de alguien?-pregunté en voz alta con cierta ironía-. Cuánto me duele que me hayáis olvidado, es lo peor que se le puede hacer a un artista- añadí como una reina del drama, esperando que no tardaran mucho en seguirme fuera del humilde establecimiento.
Lo último que quería era darles más quebraderos de cabeza a aquella oronda santa.
No me esperaba para nada la intervención de Alphonse. Hasta donde yo sabía él se había ido a dormir después de mí y no era capaz de concebir un motivo racional por el que, sin ser despertado contra su voluntad, pudiese encontrarse allí a una hora tan temprana. Si la memoria no me fallaba, el moreno había sido quien había sostenido la dichosa bolita en lo alto tras su precipitada entrada. En consecuencia, cabía pensar que aún la tuviera en su posesión, aunque podría haberse desecho de ella perfectamente. A fin de cuentas, ¿qué otra función podía tener más allá de estafar a personas inocentes?
Mientras el de la perilla hablaba, di un nuevo mordisco a mi tostada. Éste fue más grande que el anterior, ya que me temía que la cosa se iba a poner fea y que, intencionadamente o no, con su aparición Alphonse se iba a ver involucrado. Lo mínimo que podía hacer en caso de que dicha situación se presentase era intervenir a su favor. No en vano yo había sido quien había provocado a los timadores.
Pensándolo en frío, tal vez hubiese sido buena idea ignorar a los enfurecidos estafadores... Aunque, por otro lado, seguramente vendrían sabiendo a quiénes debían buscar y todo hubiera acabado de un modo similar. Fuera como fuere, el hecho era que mi mal humor matutino me había vuelto a hacer hablar de más, y que de algún modo había conseguido introducir rebanada y media de pan en mi boca.
Atento como estaba al de la perilla, no había reparado en que los tipos se habían movido de su posición junto a la puerta. Los tres matones con cara de malas pulgas venían hacia mí, mientras que Alphonse caminaba hacia la puerta a la vez que lanzaba al aire un comentario de lo más irónico. Me gustaba el sentido del humor de aquel tipo.
Una señal del de la chistera provocó que los que venían hacia mí se detuviesen y que, tras dirigirme unas amenazadoras miradas, se diesen la vuelta para acompañar a su jefe y al trajeado al exterior. Movido por los nervios me di un par de toscos golpes en el pecho, logrando al fin que la bola de pan que se había formado en mi esófago continuase con su descenso. Acto seguido, apuré lo que me quedaba de zumo de un solo trago y dejé un puñado de berries sobre la mesa. Seguramente sería más de lo necesario, pero la situación no me permitía detenerme a pedir la cuenta.
Cuando salí al exterior el de la chistera se encontraba separado de Alphonse por cinco metros de nieve. Entre ambos se encontraban dos de los matones. Uno de ellos se situaba justo en el punto medio, mientras que el otro alzaba la mano en dirección al hombro del de la perilla, como si pretendiese establecer contacto físico para intimidarlo todo lo posible. El tercero se encontraba junto al timador, de modo que me acerqué a él haciendo gala de mi mayor virtud: la charla.
-Creo que aquí ha habido un grave malentendido -dije mientras me aproximaba al de la chistera con paso lento y las manos en alto-. Es cierto que mi comentario ha estado fuera de lugar y me disculpo por ello. En cuanto al caballero del traje, me ha parecido entender que os iba a dar la famosa bolita en cuanto saliese al exterior. ¿Me equivoco? -inquirí cuando estuve a unos escasos cincuenta centímetros del de la chistera y su secuaz. Al mismo tiempo, dirigí mi mirada hacia Alphonse y puse una mano sobre la clavícula del sicario en actitud conciliadora. Frente a mí, el sujeto que se encontraba más cerca del moreno parecía estar a punto de hacer lo propio con su hombro-. En fin... Aclarado todo, sólo me gustaría añadir una cosa antes de darlo todo por zanjado... Hasta luego.
Cuando pronuncié aquellas últimas palabras, el matón sobre el que había puesto mi mano y que se disponía a retirarla con violencia salió volando. El tipo se desplazó por el aire hasta golpearse violentamente la cabeza contra un muro cercano, quedando aturdido sobre la nieve a causa del impacto.
-¿Qué demonios pasa con la puñetera bolita? -pregunté al que parecía ser el cabecilla, que me miraba con un gesto entre asustado y sorprendido.
Mientras el de la perilla hablaba, di un nuevo mordisco a mi tostada. Éste fue más grande que el anterior, ya que me temía que la cosa se iba a poner fea y que, intencionadamente o no, con su aparición Alphonse se iba a ver involucrado. Lo mínimo que podía hacer en caso de que dicha situación se presentase era intervenir a su favor. No en vano yo había sido quien había provocado a los timadores.
Pensándolo en frío, tal vez hubiese sido buena idea ignorar a los enfurecidos estafadores... Aunque, por otro lado, seguramente vendrían sabiendo a quiénes debían buscar y todo hubiera acabado de un modo similar. Fuera como fuere, el hecho era que mi mal humor matutino me había vuelto a hacer hablar de más, y que de algún modo había conseguido introducir rebanada y media de pan en mi boca.
Atento como estaba al de la perilla, no había reparado en que los tipos se habían movido de su posición junto a la puerta. Los tres matones con cara de malas pulgas venían hacia mí, mientras que Alphonse caminaba hacia la puerta a la vez que lanzaba al aire un comentario de lo más irónico. Me gustaba el sentido del humor de aquel tipo.
Una señal del de la chistera provocó que los que venían hacia mí se detuviesen y que, tras dirigirme unas amenazadoras miradas, se diesen la vuelta para acompañar a su jefe y al trajeado al exterior. Movido por los nervios me di un par de toscos golpes en el pecho, logrando al fin que la bola de pan que se había formado en mi esófago continuase con su descenso. Acto seguido, apuré lo que me quedaba de zumo de un solo trago y dejé un puñado de berries sobre la mesa. Seguramente sería más de lo necesario, pero la situación no me permitía detenerme a pedir la cuenta.
Cuando salí al exterior el de la chistera se encontraba separado de Alphonse por cinco metros de nieve. Entre ambos se encontraban dos de los matones. Uno de ellos se situaba justo en el punto medio, mientras que el otro alzaba la mano en dirección al hombro del de la perilla, como si pretendiese establecer contacto físico para intimidarlo todo lo posible. El tercero se encontraba junto al timador, de modo que me acerqué a él haciendo gala de mi mayor virtud: la charla.
-Creo que aquí ha habido un grave malentendido -dije mientras me aproximaba al de la chistera con paso lento y las manos en alto-. Es cierto que mi comentario ha estado fuera de lugar y me disculpo por ello. En cuanto al caballero del traje, me ha parecido entender que os iba a dar la famosa bolita en cuanto saliese al exterior. ¿Me equivoco? -inquirí cuando estuve a unos escasos cincuenta centímetros del de la chistera y su secuaz. Al mismo tiempo, dirigí mi mirada hacia Alphonse y puse una mano sobre la clavícula del sicario en actitud conciliadora. Frente a mí, el sujeto que se encontraba más cerca del moreno parecía estar a punto de hacer lo propio con su hombro-. En fin... Aclarado todo, sólo me gustaría añadir una cosa antes de darlo todo por zanjado... Hasta luego.
Cuando pronuncié aquellas últimas palabras, el matón sobre el que había puesto mi mano y que se disponía a retirarla con violencia salió volando. El tipo se desplazó por el aire hasta golpearse violentamente la cabeza contra un muro cercano, quedando aturdido sobre la nieve a causa del impacto.
-¿Qué demonios pasa con la puñetera bolita? -pregunté al que parecía ser el cabecilla, que me miraba con un gesto entre asustado y sorprendido.
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Akuma no mi
Varios
Jamás en mi vida pensé que vería a un hombre hecho y derecho volar hasta chocar contra una pared, pero este mundo jamás dejará de asombrarme. Y al parecer tampoco dejará de meterme en problemas por gente sin dos dedos de frente.
Ruffo había lanzado a uno de los matones hasta la pared cercana con la suficiente fuerza como para que no volviera a levantarse, vivía, o eso pude inferir de los quejidos que manaban de su dolorido rostro. Tampoco sabía mucho de medicina, así que no podía decir si era temporal, aunque para todos lo era, ¿no? La mortalidad es una bonita prisión. Reflexiones aparte, miré sintiendo lo mismo que todos los allí presentes, pero no dejé que se mostrara tan grotescamente en mi rostro, a diferencia de los rufianes.
Antes de que el mago hiciera algo de lo que se arrepintiera, me pronuncié sobre el asunto.
-Creo que todos queremos que esto salga bien, o al menos mejor de lo que está saliendo. Si tan importante es la bolita para todo… lo que sea que esté pasando, colaboraré- dije, colocando mi maleta de un golpe sobre el moribundo, impidiendo que se levantara, para buscar entre los bolsillos de mi traje la dichosa canica-. Eso sí, creo que deberíamos llevarnos algo a cambio. Aquí mi amigo ha sido timado, y aunque ha recuperado su dinero, la ofensa sigue sin pagarse. Una disculpa no servirá de nada dado que usted ya ha perdido todo el derecho a gozar de su confianza… pero si, no sé, saca tajada de lo que requiera esta humilde- la extraje, levantándola a la vista del todo- bolita… ¿Usted qué dice, Señor Cornelius?
Cerré mi maleta, propinando con ella otro empujón al caído para que el mensaje de que siguiera en el suelo quedara bien claro.
-Por supuesto, si no os parece bien siempre podría lanzar esta bolita blanca en medio de la nieve. No perderíais mucho tiempo en encontrarla, ¿verdad? – jugueteé con ella entre mis manos, haciendo cómicos gestos de torpeza-. ¿Tenemos un trato, caballeros?
Con una mezcla de miedo y desprecio, el de la chistera dedicó una última mirada a Ruffo, asintiendo tras tragar ruidosamente sus emociones. Se dirigió a mí, dando un par de lentos y cautos pasos, como si no quisiera poner nervioso al agresivo guerrero que acababa de derrotar fácilmente a uno de los suyos.
-No, por favor, no haga eso. Sólo es una reliquia familiar, el primer juego que mi padre me enseñó para que me convirtiera en un gran mago- suplicó-. No me haga perder el único recuerdo que me queda…
He de admitir que por un momento me creí las palabras que manaban de su boca sin un solo ápice de teatralidad. Iba a darle aquella estúpida bolita para que pudiera tener algo con lo que narrar a sus nietos una anécdota con la que inculcar la magia y la fantasía en sus corazones. Y entonces, cuando iba a prepararme a dar el primer paso hacia delante con una sonrisa sincera y una disculpa… lo recordé: aquel tipo era un charlatán.
-Entiendo…-dije, haciendo acopio de la crueldad que necesitaba para ese momento. Miré al caído y coloqué mi pie suavemente sobre la mano que empezaba a usar para levantarse-.¿Es eso cierto?
-¿Qué?-escupió como si quisiese vomitar.
-¿Para qué sirve la bolita?- repetí, aplicando cierta presión a sus falanges.
-¡Ya te lo he dicho!- se apresuró a interrumpir el de la chistera-. ¡Sólo es un recuerdo familiar!
¿Pero cómo podría creer a un hombre que había roto la confianza de un buen amigo? Es como si hubiese roto la mía, o incluso peor.
Cuando no pudo aguantar más el dolor de su mano aplastada, confesó entre gritos.
-¡Es una llave, una llave para un tesoro!- Y habiendo satisfecho mi curiosidad, le libré de la tortura.
-Una llave y una reliquia familiar, qué cliché- añadí con sarcasmo, atravesando con mis ojos a aquel timador de poca monta.
Por un momento tuve la ilusión de que aquella canica fuese parte de un timo mayor, un timo por el que pudiéramos lanzarlos a una celda en la que se pudrirían el resto de sus vidas. Mi sed por la sangre y el dolor de los malvados quedaría insatisfecha.
-¿Nos ponemos en marcha ya? La mañana pasa muy rápido.- Y tengo que estar a las doce en el puerto.
Ruffo había lanzado a uno de los matones hasta la pared cercana con la suficiente fuerza como para que no volviera a levantarse, vivía, o eso pude inferir de los quejidos que manaban de su dolorido rostro. Tampoco sabía mucho de medicina, así que no podía decir si era temporal, aunque para todos lo era, ¿no? La mortalidad es una bonita prisión. Reflexiones aparte, miré sintiendo lo mismo que todos los allí presentes, pero no dejé que se mostrara tan grotescamente en mi rostro, a diferencia de los rufianes.
Antes de que el mago hiciera algo de lo que se arrepintiera, me pronuncié sobre el asunto.
-Creo que todos queremos que esto salga bien, o al menos mejor de lo que está saliendo. Si tan importante es la bolita para todo… lo que sea que esté pasando, colaboraré- dije, colocando mi maleta de un golpe sobre el moribundo, impidiendo que se levantara, para buscar entre los bolsillos de mi traje la dichosa canica-. Eso sí, creo que deberíamos llevarnos algo a cambio. Aquí mi amigo ha sido timado, y aunque ha recuperado su dinero, la ofensa sigue sin pagarse. Una disculpa no servirá de nada dado que usted ya ha perdido todo el derecho a gozar de su confianza… pero si, no sé, saca tajada de lo que requiera esta humilde- la extraje, levantándola a la vista del todo- bolita… ¿Usted qué dice, Señor Cornelius?
Cerré mi maleta, propinando con ella otro empujón al caído para que el mensaje de que siguiera en el suelo quedara bien claro.
-Por supuesto, si no os parece bien siempre podría lanzar esta bolita blanca en medio de la nieve. No perderíais mucho tiempo en encontrarla, ¿verdad? – jugueteé con ella entre mis manos, haciendo cómicos gestos de torpeza-. ¿Tenemos un trato, caballeros?
Con una mezcla de miedo y desprecio, el de la chistera dedicó una última mirada a Ruffo, asintiendo tras tragar ruidosamente sus emociones. Se dirigió a mí, dando un par de lentos y cautos pasos, como si no quisiera poner nervioso al agresivo guerrero que acababa de derrotar fácilmente a uno de los suyos.
-No, por favor, no haga eso. Sólo es una reliquia familiar, el primer juego que mi padre me enseñó para que me convirtiera en un gran mago- suplicó-. No me haga perder el único recuerdo que me queda…
He de admitir que por un momento me creí las palabras que manaban de su boca sin un solo ápice de teatralidad. Iba a darle aquella estúpida bolita para que pudiera tener algo con lo que narrar a sus nietos una anécdota con la que inculcar la magia y la fantasía en sus corazones. Y entonces, cuando iba a prepararme a dar el primer paso hacia delante con una sonrisa sincera y una disculpa… lo recordé: aquel tipo era un charlatán.
-Entiendo…-dije, haciendo acopio de la crueldad que necesitaba para ese momento. Miré al caído y coloqué mi pie suavemente sobre la mano que empezaba a usar para levantarse-.¿Es eso cierto?
-¿Qué?-escupió como si quisiese vomitar.
-¿Para qué sirve la bolita?- repetí, aplicando cierta presión a sus falanges.
-¡Ya te lo he dicho!- se apresuró a interrumpir el de la chistera-. ¡Sólo es un recuerdo familiar!
¿Pero cómo podría creer a un hombre que había roto la confianza de un buen amigo? Es como si hubiese roto la mía, o incluso peor.
Cuando no pudo aguantar más el dolor de su mano aplastada, confesó entre gritos.
-¡Es una llave, una llave para un tesoro!- Y habiendo satisfecho mi curiosidad, le libré de la tortura.
-Una llave y una reliquia familiar, qué cliché- añadí con sarcasmo, atravesando con mis ojos a aquel timador de poca monta.
Por un momento tuve la ilusión de que aquella canica fuese parte de un timo mayor, un timo por el que pudiéramos lanzarlos a una celda en la que se pudrirían el resto de sus vidas. Mi sed por la sangre y el dolor de los malvados quedaría insatisfecha.
-¿Nos ponemos en marcha ya? La mañana pasa muy rápido.- Y tengo que estar a las doce en el puerto.
El aplomo y la serenidad que exhibía Alphonse eran dignos de estudio. Mi poco conciliadora intervención parecía haber dejado a los allí presentes un poco confundidos, pero el moreno en seguida había tomado las riendas de la situación y le había dado la vuelta. ¿Cuánto de accidental y cuánto de intencionado habría en la rudeza con la que había usado al sujeto que yacía sobre la nieve como mesa?
-Completamente de acuerdo. De hecho, diría que el haberse presentado el día siguiente para intimidar al timado y a quien accidentalmente encontró la bolita es lo más grave.
La casi teatral conversación entre Alphonse y el mago continuó y, afortunadamente, el del traje crema no se dejó engañar por la historia con la que pretendía embaucarle. No pude reprimir una sonrisa al ver el modo en que, apenas moviendo un pie, el de la perilla le sacó la verdad acerca de la canica al hombre que hasta hacía unos momentos era su mesa.
¿Una llave? Una sombra de curiosidad se instauró en lo más profundo de mi mente y, como si fuese capaz de leerla, Alphonse prácticamente obligó de forma educada al de la chistera a que emprendiera el camino hasta la puerta en cuestión. Lo que más me intrigaba era cómo podría ser la cerradura que abriera aquella dichosa bolita. ¿Acaso sería algún tipo de mecanismo? Lo comprobaría más tarde o más temprano... siempre y cuando todo aquello no fuese una trampa tendida por los estafadores. No parecía lo más probable, ya que el tipo que había recibido todos los golpes parecía bastante convincente.
-Si no os importa, subiré a coger algo de abrigo antes de que nos vayamos -comenté para, acto seguido, subir a mi habitación a coger un grueso jersey a juego con los zapatos y la camisa.
Nos pusimos en marcha en cuanto volví a aparecer. El de la chistera nos guió por el pueblo, dirigiéndose siempre hacia el límite del mismo. Yo caminaba en todo momento un poco por detrás del grupo, procurando no darle la espalda a ninguno de los sujetos y atento a cualquier movimiento sospechoso que pudieran realizar. Me temía que en cualquier momento uno de ellos intentaría noquearme y no pensaba permitir que aquello ocurriera.
No obstante, hicimos el trayecto sin ningún tipo de incidente. Cuando llegamos a las construcciones que marcaban el fin de la población el mago no se detuvo, sino que continuó caminando durante unos minutos más.
-Aquí es -comentó el de la chistera al tiempo que se detenía. ¿Aquí? El lugar al que habíamos ido a parar no podía calificarse como "aquí", sino que más bien era un "en medio de la nada" o algo similar. El tipo se había introducido en el bosque sin pensárselo y, tras trazar una ruta que conocía de memoria o se inventaba -a saber-, había ido a detenerse en un claro que formaban los nevados árboles. Era un círculo casi perfecto que debía rondar los cinco metros de radio, y lo único que se podía distinguir en las cercanías era el manto níveo sobre el que reposaban nuestros pies y los troncos de los abetos.
Permanecí de pie, muy quieto en espera de que el tipo añadiese algo más a su escueto comentario, pero los segundos se sucedían y no abría la boca. Parecía escrutar cada milímetro de los alrededores, ¿pero qué buscaba?
-¿Y bien? -pregunté en voz alta tras tres minutos de silencio que se me antojaron como treinta.
-Completamente de acuerdo. De hecho, diría que el haberse presentado el día siguiente para intimidar al timado y a quien accidentalmente encontró la bolita es lo más grave.
La casi teatral conversación entre Alphonse y el mago continuó y, afortunadamente, el del traje crema no se dejó engañar por la historia con la que pretendía embaucarle. No pude reprimir una sonrisa al ver el modo en que, apenas moviendo un pie, el de la perilla le sacó la verdad acerca de la canica al hombre que hasta hacía unos momentos era su mesa.
¿Una llave? Una sombra de curiosidad se instauró en lo más profundo de mi mente y, como si fuese capaz de leerla, Alphonse prácticamente obligó de forma educada al de la chistera a que emprendiera el camino hasta la puerta en cuestión. Lo que más me intrigaba era cómo podría ser la cerradura que abriera aquella dichosa bolita. ¿Acaso sería algún tipo de mecanismo? Lo comprobaría más tarde o más temprano... siempre y cuando todo aquello no fuese una trampa tendida por los estafadores. No parecía lo más probable, ya que el tipo que había recibido todos los golpes parecía bastante convincente.
-Si no os importa, subiré a coger algo de abrigo antes de que nos vayamos -comenté para, acto seguido, subir a mi habitación a coger un grueso jersey a juego con los zapatos y la camisa.
Nos pusimos en marcha en cuanto volví a aparecer. El de la chistera nos guió por el pueblo, dirigiéndose siempre hacia el límite del mismo. Yo caminaba en todo momento un poco por detrás del grupo, procurando no darle la espalda a ninguno de los sujetos y atento a cualquier movimiento sospechoso que pudieran realizar. Me temía que en cualquier momento uno de ellos intentaría noquearme y no pensaba permitir que aquello ocurriera.
No obstante, hicimos el trayecto sin ningún tipo de incidente. Cuando llegamos a las construcciones que marcaban el fin de la población el mago no se detuvo, sino que continuó caminando durante unos minutos más.
-Aquí es -comentó el de la chistera al tiempo que se detenía. ¿Aquí? El lugar al que habíamos ido a parar no podía calificarse como "aquí", sino que más bien era un "en medio de la nada" o algo similar. El tipo se había introducido en el bosque sin pensárselo y, tras trazar una ruta que conocía de memoria o se inventaba -a saber-, había ido a detenerse en un claro que formaban los nevados árboles. Era un círculo casi perfecto que debía rondar los cinco metros de radio, y lo único que se podía distinguir en las cercanías era el manto níveo sobre el que reposaban nuestros pies y los troncos de los abetos.
Permanecí de pie, muy quieto en espera de que el tipo añadiese algo más a su escueto comentario, pero los segundos se sucedían y no abría la boca. Parecía escrutar cada milímetro de los alrededores, ¿pero qué buscaba?
-¿Y bien? -pregunté en voz alta tras tres minutos de silencio que se me antojaron como treinta.
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fuerza
Fortaleza
Velocidad
Agilidad
Destreza
Precisión
Intelecto
Agudeza
Instinto
Energía
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Asentí repetidas veces dando mi total apoyo al comentario de Ruffo. Él también comprendía la crudeza del asunto, y el que me ayudara a la teatralidad de la escena no me podría haber venido mejor. Entonces, como una mala comedia, dijo que iba a ir a por su puñetero abrigo… dejándome sólo con el cuarteto. Por desgracia no estaba de broma. Esperé unos segundos mirando a la puerta cerrada, preguntándome cómo alguien podría ser tan subnormal para dejar a su compañero en tan clara desventaja.
-Por favor, denme una excusa- dije, tirándome un farol tan grande que podría haberse visto en la más densa de las nieblas. Por suerte para mí, bastó, y no tuve que volver a hacer juegos con la canica para dar a entender que la lanzaría tan lejos que jamás la volverían a encontrar entre la nieve.
Mientras esperaba el largo tiempo en el que mi amigo parecía decidirse entre sus abrigos, nosotros disfrutábamos de un largo e incómodo silencio. Intenté caldear un poco el helado ambiente mañanero, atreviéndome a romper el hielo.
-¿Qué frío eh?- Tampoco dije que lo hiciera demasiado bien.
Una vez el muchacho bajó preparado para la aventura, nos pusimos en marcha. Viendo que del único que podía fiarme había optado por vigilarnos desde la retaguardia, cometí la estupidez de colocarme al lado del de la chistera. ¿Por qué? Porque muchas veces la estupidez y la valentía son cosas tan parecidas que las confunden con gemelas. Debía dejar claro que no era como él, yo no me escudaba en mis “subordinados” sino que les reclutaba como una extensión propia de mi voluntad y fuerza. Ya veríamos si quería probar suerte para comprobar si mi fachada tenía un muro de piedra detrás. Justo cuando salimos del pueblo, metiéndonos de lleno en el bosque, empecé a sospechar que aquellos bandidos nos estaban llevando a la boca del lobo para desvalijarnos a punta de pistola.
-¿Falta mucho?- pregunté marcando mi desagrado e impaciencia. Su líder negó y pronto llegamos al claro.
Mientras el mago husmeaba la nieve intentando de encontrar lo que fuera que estaba buscando, me dediqué a contemplar los árboles con interés. Que aquellos largos abedules no hubiesen crecido en torno a una forma tan perfecta sólo podía significar una cosa: allí, bajo la nieve, se ocultaban los cimientos de una estructura. También podían existir otras posibilidades, como que alguien se hubiera dedicado a quitar los árboles del claro a propósito, pero, sin tocones a la vista, y conociendo la dificultad para extraerlos sin las herramientas apropiadas, mi corazonada inicial me parecía la justificación más probable.
Usando mi maleta como improvisado banco, le hice un gesto a Ruffo para que se acercara. Una vez lo hiciera, si decidía hacerme caso, mantendría una conversación privada en voz baja.
-Lo de antes ha sido realmente impresionante, señor Cornelius. En mi vida había visto a alguien lanzar a un hombre hecho y derecho volando sin hacer un gesto de esfuerzo, sin tomar impulso ni… bueno, nada que justifique el desplazamiento de una carga tan pesada con tanta facilidad. ¿Le importaría confiarme su secreto?- esperaba sinceramente que no se tratase de alguna técnica familiar que no pudiese confiarme, aunque dado el aislamiento de familia de la que había salido el de la hombrera no me hubiese extrañado en absoluto. Un golpe tan poderoso y elegante debía ser mío.
Segundos después de lanzar mi pregunta, sin darle tiempo a Ruffo para que satisfaciese mi curiosidad, el mago chilló un “Eureka” cargado de satisfacción y orgullo. Saltó por la nieve, feliz y contento hasta a mí, haciendo una exagerada reverencia para acabar con su mano extendida frente a mi cara, demasiado cerca para mi gusto.
-La llave, por favor- pidió con una voz grave y pomposa.
Dejé caer la bolita sobre su mano y él volvió al mismo lugar desde donde había gritado.
-¡Señoras y señores!- gritó, dejando caer la canica en el hueco que había hecho en la nieve-. ¡La torre inversa del gran mago Lermín!- dijo, extendiendo sus brazos hacia el claro. Allí no había nada, no se habia abierto ningún hueco ni pasadizo entre la nieve. Un suave viento susurró en la escena, casi llamándole idiota.
El momento de confusión se transformó en rabia cuando los matones a los que le había prometido su peso en oro y joyas decidieron lanzarse a por él para hacerle pagar por todo el tiempo perdido. Al menos, habría espectáculo.
-Por favor, denme una excusa- dije, tirándome un farol tan grande que podría haberse visto en la más densa de las nieblas. Por suerte para mí, bastó, y no tuve que volver a hacer juegos con la canica para dar a entender que la lanzaría tan lejos que jamás la volverían a encontrar entre la nieve.
Mientras esperaba el largo tiempo en el que mi amigo parecía decidirse entre sus abrigos, nosotros disfrutábamos de un largo e incómodo silencio. Intenté caldear un poco el helado ambiente mañanero, atreviéndome a romper el hielo.
-¿Qué frío eh?- Tampoco dije que lo hiciera demasiado bien.
Una vez el muchacho bajó preparado para la aventura, nos pusimos en marcha. Viendo que del único que podía fiarme había optado por vigilarnos desde la retaguardia, cometí la estupidez de colocarme al lado del de la chistera. ¿Por qué? Porque muchas veces la estupidez y la valentía son cosas tan parecidas que las confunden con gemelas. Debía dejar claro que no era como él, yo no me escudaba en mis “subordinados” sino que les reclutaba como una extensión propia de mi voluntad y fuerza. Ya veríamos si quería probar suerte para comprobar si mi fachada tenía un muro de piedra detrás. Justo cuando salimos del pueblo, metiéndonos de lleno en el bosque, empecé a sospechar que aquellos bandidos nos estaban llevando a la boca del lobo para desvalijarnos a punta de pistola.
-¿Falta mucho?- pregunté marcando mi desagrado e impaciencia. Su líder negó y pronto llegamos al claro.
Mientras el mago husmeaba la nieve intentando de encontrar lo que fuera que estaba buscando, me dediqué a contemplar los árboles con interés. Que aquellos largos abedules no hubiesen crecido en torno a una forma tan perfecta sólo podía significar una cosa: allí, bajo la nieve, se ocultaban los cimientos de una estructura. También podían existir otras posibilidades, como que alguien se hubiera dedicado a quitar los árboles del claro a propósito, pero, sin tocones a la vista, y conociendo la dificultad para extraerlos sin las herramientas apropiadas, mi corazonada inicial me parecía la justificación más probable.
Usando mi maleta como improvisado banco, le hice un gesto a Ruffo para que se acercara. Una vez lo hiciera, si decidía hacerme caso, mantendría una conversación privada en voz baja.
-Lo de antes ha sido realmente impresionante, señor Cornelius. En mi vida había visto a alguien lanzar a un hombre hecho y derecho volando sin hacer un gesto de esfuerzo, sin tomar impulso ni… bueno, nada que justifique el desplazamiento de una carga tan pesada con tanta facilidad. ¿Le importaría confiarme su secreto?- esperaba sinceramente que no se tratase de alguna técnica familiar que no pudiese confiarme, aunque dado el aislamiento de familia de la que había salido el de la hombrera no me hubiese extrañado en absoluto. Un golpe tan poderoso y elegante debía ser mío.
Segundos después de lanzar mi pregunta, sin darle tiempo a Ruffo para que satisfaciese mi curiosidad, el mago chilló un “Eureka” cargado de satisfacción y orgullo. Saltó por la nieve, feliz y contento hasta a mí, haciendo una exagerada reverencia para acabar con su mano extendida frente a mi cara, demasiado cerca para mi gusto.
-La llave, por favor- pidió con una voz grave y pomposa.
Dejé caer la bolita sobre su mano y él volvió al mismo lugar desde donde había gritado.
-¡Señoras y señores!- gritó, dejando caer la canica en el hueco que había hecho en la nieve-. ¡La torre inversa del gran mago Lermín!- dijo, extendiendo sus brazos hacia el claro. Allí no había nada, no se habia abierto ningún hueco ni pasadizo entre la nieve. Un suave viento susurró en la escena, casi llamándole idiota.
El momento de confusión se transformó en rabia cuando los matones a los que le había prometido su peso en oro y joyas decidieron lanzarse a por él para hacerle pagar por todo el tiempo perdido. Al menos, habría espectáculo.
Mi pregunta no obtuvo respuesta de ninguno de los allí presentes. Alphonse y los matones no parecían tener ni idea de qué estábamos buscando, y el de la chistera no me había escuchado o había decidido ignorarme. No obstante, preferí no mencionar el malestar que aquello me causaba y me dediqué a observar cómo escrutaba cada palmo de nieve bajo sus pies.
Entonces, el de la perilla me indicó con un gesto que me acercara a él. Verlo sentado sobre su maleta provocó que una sonrisa aflorase brevemente en mi rostro. Me resultaba curioso que un hombre tan pulcro y formal usase su equipaje como improvisado asiento, ¿pero quién era yo para juzgar aquello? A saber cuántas rarezas peores había cometido yo hasta el momento sin ser consciente.
La pregunta me cogió completamente por sorpresa. Había dado por hecho que, siendo conocedor de lo peculiar de mis manos, no habría tenido problemas en relacionar su singularidad con el breve vuelo del matón. No tenía ningún problema en revelarle mi pequeño secreto, ya que había dado la cara por mí en la taberna -o al menos eso me había parecido cuando intervino-. De hecho, me disponía a contárselo cuando el mago me interrumpió con el más estrafalario de los gritos. Eureka... ¿en serio?
Reprimí mis ganas de propinarle una colleja como las que les daba a mis hermanos y opté por guardar silencio, dado que el tipo pedía con entusiasmo la dichosa canica que tantos dolores de cabeza me estaba trayendo. Alphonse se la dio sin rechistar y el tipo se acercó al lugar en el que había comenzado a vociferar, dejando caer la bolita en una oquedad que había abierto en la nieve... Nada, ni el más leve murmullo.
Mi indignación sólo era comparable con la de sus secueces que, creyéndose engañados, se lanzaron contra él.
-¡No, mirad! -exclamó mientras se cubría la cara con las manos-. No os he mentido, el mecanismo está ahí. Debería haber sonado algo que inidacase que la bola ha llegado a su lugar, pero no lo ha hecho... Debe haberse quedado pillada o algo.
Los tipos no hicieron caso de las súplicas del que hasta no hacía mucho se había comportado como su líder. Por otro lado, yo no terminaba de comprender lo que estaba sucediendo frente a mí. Era incapaz de discernir si lo estaban traicionando o si él los había engañado, en cuyo caso probablemente se merecería la paliza que se le venía encima. Dirigí un rápido vistazo hacia Alphonse, que permanecía sentado sobre su maleta y no parecía tener intención de intervenir. ¿En qué clase de mundo me había metido? ¿Acaso mis padres siempre habían dicho la verdad y estaba podrido hasta la médula?
Aquello era algo que debería decidir más adelante, pero el hecho fue que yo tampoco moví un dedo en favor del mago. Los tres sicarios descargaron toda su furia contra él mientras el de la perilla y yo observábamos el espectáculo. Algo se rompió dentro de mí en aquel momento. Pude notarlo, pero no le presté la más mínima atención. En su lugar, sepulté mi sentimiento de culpa bajo capas de indiferencia y esperé a que los tres sujetos se marcharan, dejando al de la chistera tendido en el suelo.
Su aspecto era lamentable, pero pasé junto a él e inspeccioné la supuesta cerradura.
-¿Y si decía la verdad? -pregunté en voz alta sin mirar a Alphonse. A continuación puse mi mano izquierda sobre el orificio. Dudaba que pudiese repeler la bolita sin tocarla, pero tal vez pudiese agitar de algún modo el mecanismo para que cayese.
Un ahogado y breve chasquido sonó bajo mi mano, y a continuación el suelo que pisaba comenzó a temblar. Una invisible plataforma bajo mis pies comenzó a desplazarse, alejándome del moreno y dejando que intermitentes montículos de nieve cayeran en el hueco que se estaba abriendo.
-Pues sí, tenía razón -comenté mientras me asomaba a las escaleras de piedra que habían aparecido ante nosotros-. ¿La torre inversa de quién? -inquirí al tiempo que clavaba mis ojos en los del moreno.
Entonces, el de la perilla me indicó con un gesto que me acercara a él. Verlo sentado sobre su maleta provocó que una sonrisa aflorase brevemente en mi rostro. Me resultaba curioso que un hombre tan pulcro y formal usase su equipaje como improvisado asiento, ¿pero quién era yo para juzgar aquello? A saber cuántas rarezas peores había cometido yo hasta el momento sin ser consciente.
La pregunta me cogió completamente por sorpresa. Había dado por hecho que, siendo conocedor de lo peculiar de mis manos, no habría tenido problemas en relacionar su singularidad con el breve vuelo del matón. No tenía ningún problema en revelarle mi pequeño secreto, ya que había dado la cara por mí en la taberna -o al menos eso me había parecido cuando intervino-. De hecho, me disponía a contárselo cuando el mago me interrumpió con el más estrafalario de los gritos. Eureka... ¿en serio?
Reprimí mis ganas de propinarle una colleja como las que les daba a mis hermanos y opté por guardar silencio, dado que el tipo pedía con entusiasmo la dichosa canica que tantos dolores de cabeza me estaba trayendo. Alphonse se la dio sin rechistar y el tipo se acercó al lugar en el que había comenzado a vociferar, dejando caer la bolita en una oquedad que había abierto en la nieve... Nada, ni el más leve murmullo.
Mi indignación sólo era comparable con la de sus secueces que, creyéndose engañados, se lanzaron contra él.
-¡No, mirad! -exclamó mientras se cubría la cara con las manos-. No os he mentido, el mecanismo está ahí. Debería haber sonado algo que inidacase que la bola ha llegado a su lugar, pero no lo ha hecho... Debe haberse quedado pillada o algo.
Los tipos no hicieron caso de las súplicas del que hasta no hacía mucho se había comportado como su líder. Por otro lado, yo no terminaba de comprender lo que estaba sucediendo frente a mí. Era incapaz de discernir si lo estaban traicionando o si él los había engañado, en cuyo caso probablemente se merecería la paliza que se le venía encima. Dirigí un rápido vistazo hacia Alphonse, que permanecía sentado sobre su maleta y no parecía tener intención de intervenir. ¿En qué clase de mundo me había metido? ¿Acaso mis padres siempre habían dicho la verdad y estaba podrido hasta la médula?
Aquello era algo que debería decidir más adelante, pero el hecho fue que yo tampoco moví un dedo en favor del mago. Los tres sicarios descargaron toda su furia contra él mientras el de la perilla y yo observábamos el espectáculo. Algo se rompió dentro de mí en aquel momento. Pude notarlo, pero no le presté la más mínima atención. En su lugar, sepulté mi sentimiento de culpa bajo capas de indiferencia y esperé a que los tres sujetos se marcharan, dejando al de la chistera tendido en el suelo.
Su aspecto era lamentable, pero pasé junto a él e inspeccioné la supuesta cerradura.
-¿Y si decía la verdad? -pregunté en voz alta sin mirar a Alphonse. A continuación puse mi mano izquierda sobre el orificio. Dudaba que pudiese repeler la bolita sin tocarla, pero tal vez pudiese agitar de algún modo el mecanismo para que cayese.
Un ahogado y breve chasquido sonó bajo mi mano, y a continuación el suelo que pisaba comenzó a temblar. Una invisible plataforma bajo mis pies comenzó a desplazarse, alejándome del moreno y dejando que intermitentes montículos de nieve cayeran en el hueco que se estaba abriendo.
-Pues sí, tenía razón -comenté mientras me asomaba a las escaleras de piedra que habían aparecido ante nosotros-. ¿La torre inversa de quién? -inquirí al tiempo que clavaba mis ojos en los del moreno.
Krieg
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Me miró mientras le estaban pegando, pidiéndome ayuda; también miró a Ruffo, y como yo, permaneció impasible. ¿Crees que voy a ayudarte, muchacho? ¿A ti que has robado el dinero mediante timos y juegos? No ayudaría a los de tu calaña a otra cosa que no fuera que dejasen de serlo, bien por el dulce toque de la muerte o la divina caricia de la redención. Todo esto, todo lo que te está pasando y todo el dolor que estás sufriendo te lo has ganado tú mismo a pulso.
Con esos terribles pensamientos en mente me levanté para acompañar a Ruffo hasta el dispositivo que había mencionado aquel chantajista entre gritos de súplica, pero… me detuve. Aquel pobre desgraciado amoratado e hinchado estaba llorando por el dolor y la traición. Solo, en un mundo cruel y siempre injusto hasta cuando lo era, supo que sus acciones le habían llevado hasta ese punto. Noté cómo se estaba cerrando en sí mismo, como el odio y la crueldad le abrazaban… y yo estaba ahí para hacer algo al respecto.
Le extendí la mano, pero se encogió sobre sí mismo, temiendo otra golpiza. No pude evitar sonreír.
-Vamos, ¿acaso no quieres ver la tumba del gran mago Lermín?- le dije con amabilidad. Golpeó mi mano con desprecio y odio.
-Maldito… imbécil… ¿Crees que ahora por tenderme la mano voy a ser tu amigo o algo así?-me escupió, encontrando fuerzas en la rabia y el desdén-. Os habéis quedado mirando sin hacer nada viendo cómo me golpeaban. Iros a la mierda- dijo, cojeando fuera de escena con una promesa de venganza.
No me esperaba esa actitud, confiaba en que iba a tomar mi mano, a prometerme su amistad y yo se lo recompensaría con un millón de berries y todo lo que pudiésemos encontrar. Creía que podría reencauzar su vida y convertirle en un estupendo mago e historiador. Sentí el peso de la culpa en mi espalda porque, quizás, si hubiera evitado que le pegaran o hubiese intervenido antes… las cosas podrían haber sido muy diferentes.
-¿Crees que puede haber personas malas, Ruffo? ¿O quizás la propia percepción del bien y el mal no tiene cabida en un mundo con personas que sienten? ¿Hemos fracasado en el acto de traer un bien mayor al mundo o simplemente no era nuestro trabajo? Qué filosófico me estoy poniendo para no haber dormido- añadí, cerrando los ojos con fuerza para intentar hacer desaparecer la pesadez en mi rostro-. En fin… vamos a la gran torre inversa del gran mago Lermín- parafraseé pomposamente.
Tomé la iniciativa para bajar las escaleras, encontrando al final de estas una recia puerta de hierro entreabierta que, tras empujarla, nos llevó a una pequeña entrada de viejos muebles rotos y zapatos mordisqueados.
-Qué… extraño- dije con preocupación mirando aquel peculiar destrozo. Me agaché y cogí una de las botas de cuero que alguien, o algo, se había intentado comer en un desesperado intento por llevarse algo al estómago-. Aquí hay o había alguien…-dije con preocupación, volviendo la mirada al lado de la puerta para encontrar la bolita reposando en un cuenco colocado justo bajo una pequeña tubería. La cogí por si las moscas-. Dejemos la puerta abierta, no vaya a ser que también nos quedemos encerrados- dije abriéndola del todo y fijándola con los secos restos de madera olvidada y un puñado de chanclas a medio comer como tope.
Confiaba que Ruffo continuase para asegurar el terreno antes de que yo terminara con mi pequeña pero necesaria tarea. Estaba seguro que encontraríamos alguna trampa, algún acertijo o similar en un lugar que se suponía que era importante para el trasfondo del gran y desconocido personaje que le daba nombre. Nos hubiera venido bien contar con la ayuda del mago para nuestra tarea… Una pena.
Con esos terribles pensamientos en mente me levanté para acompañar a Ruffo hasta el dispositivo que había mencionado aquel chantajista entre gritos de súplica, pero… me detuve. Aquel pobre desgraciado amoratado e hinchado estaba llorando por el dolor y la traición. Solo, en un mundo cruel y siempre injusto hasta cuando lo era, supo que sus acciones le habían llevado hasta ese punto. Noté cómo se estaba cerrando en sí mismo, como el odio y la crueldad le abrazaban… y yo estaba ahí para hacer algo al respecto.
Le extendí la mano, pero se encogió sobre sí mismo, temiendo otra golpiza. No pude evitar sonreír.
-Vamos, ¿acaso no quieres ver la tumba del gran mago Lermín?- le dije con amabilidad. Golpeó mi mano con desprecio y odio.
-Maldito… imbécil… ¿Crees que ahora por tenderme la mano voy a ser tu amigo o algo así?-me escupió, encontrando fuerzas en la rabia y el desdén-. Os habéis quedado mirando sin hacer nada viendo cómo me golpeaban. Iros a la mierda- dijo, cojeando fuera de escena con una promesa de venganza.
No me esperaba esa actitud, confiaba en que iba a tomar mi mano, a prometerme su amistad y yo se lo recompensaría con un millón de berries y todo lo que pudiésemos encontrar. Creía que podría reencauzar su vida y convertirle en un estupendo mago e historiador. Sentí el peso de la culpa en mi espalda porque, quizás, si hubiera evitado que le pegaran o hubiese intervenido antes… las cosas podrían haber sido muy diferentes.
-¿Crees que puede haber personas malas, Ruffo? ¿O quizás la propia percepción del bien y el mal no tiene cabida en un mundo con personas que sienten? ¿Hemos fracasado en el acto de traer un bien mayor al mundo o simplemente no era nuestro trabajo? Qué filosófico me estoy poniendo para no haber dormido- añadí, cerrando los ojos con fuerza para intentar hacer desaparecer la pesadez en mi rostro-. En fin… vamos a la gran torre inversa del gran mago Lermín- parafraseé pomposamente.
Tomé la iniciativa para bajar las escaleras, encontrando al final de estas una recia puerta de hierro entreabierta que, tras empujarla, nos llevó a una pequeña entrada de viejos muebles rotos y zapatos mordisqueados.
-Qué… extraño- dije con preocupación mirando aquel peculiar destrozo. Me agaché y cogí una de las botas de cuero que alguien, o algo, se había intentado comer en un desesperado intento por llevarse algo al estómago-. Aquí hay o había alguien…-dije con preocupación, volviendo la mirada al lado de la puerta para encontrar la bolita reposando en un cuenco colocado justo bajo una pequeña tubería. La cogí por si las moscas-. Dejemos la puerta abierta, no vaya a ser que también nos quedemos encerrados- dije abriéndola del todo y fijándola con los secos restos de madera olvidada y un puñado de chanclas a medio comer como tope.
Confiaba que Ruffo continuase para asegurar el terreno antes de que yo terminara con mi pequeña pero necesaria tarea. Estaba seguro que encontraríamos alguna trampa, algún acertijo o similar en un lugar que se suponía que era importante para el trasfondo del gran y desconocido personaje que le daba nombre. Nos hubiera venido bien contar con la ayuda del mago para nuestra tarea… Una pena.
Tras contemplar las escaleras dirigí brevemente mi vista hacia Alphonse, que le ofrecía una mano al mago. Sin embargo, el tipo rechazó la ayuda con desprecio, cosa que no me extrañó en lo más mínimo. ¿Qué esperaba el de la perilla? Había permanecido quieto mientras tres matones lo golpeaban hasta quedarse satisfechos, observando desde su improvisado asiento el espectáculo. ¿Acaso pretendía que tomara su mano después de aquello, que viera como un redentor a quien había contemplado de brazos cruzados su sufrimiento? Yo no entendía mucho del mundo, pero hasta a mí se me antojó como un gesto de lo más hipócrita.
-Hmmm... No sabría decirte. Yo no entiendo mucho de nada, pero creo que esas percepciones sí que existen -dije tras la marcha del de la chistera, volviendo a centrar mi atención en la escalera-. Sin embargo, me parece que es algo que no se puede aplicar a todo el mundo. Me refiero a que cada uno puede ver un hecho de un modo completamente diferente, lo que lo convierte en bueno y malo a la vez. Sin ir más lejos, esa oferta de ayuda a destiempo para ti será un acto bueno y noble, mientras que ese timador no lo ha visto del mismo modo. Si me preguntas mi opinión, que lo dudo, diría que ha sido un acto de lo más hipócrita -comenté calmadamente, haciéndome eco de mis reflexiones anteriores-. Donde quiero llegar es a que no se puede esperar hacer un bien para todos o que todos estén de acuerdo, porque eso no existe. Todo acto perjudicará a alguien directa o indirectamente. Por eso creo que lo más importante es ser consecuente con uno mismo... Al menos eso me enseñaron hace tiempo. -Así lo pensaba y así lo dije. ¿Por qué el bien de uno mismo debía situarse en un escalón inferior al de los demás? ¿Acaso no luchaba cada uno por su propia felicidad y la de sus seres queridos?
Tras aquello seguí a Alphonse hasta las profundidades de la tierra o, al menos, hasta el lugar al que conducían los pétreos peldaños. Terminamos por acceder a una estancia completamente estropeada. Mientras el de la perilla observaba lo que había en la entrada, me adentré en un corredor que nacía a nuestra derecha. Desde luego, tal y como decía el moreno, todo indicaba que allí había vivido alguien. No obstante, el olor a cerrado, el polvo y el estado en que se encontraba todo hacían que la posibilidad de que hubiese alguien vivo me pareciese muy remota.
El pasillo debía tener unos tres metros de longitud, y una puerta a la izquierda y dos a la derecha flanqueaban mi paso. Me asomé brevemente a cada una de las estancias para asegurarme de que no hubiera nadie, y tal y como había sospechado no había ni un alma en el baño, la biblioteca y la diminuta sala de estar. Del mismo modo, no parecía haber nada interesante en aquellas salas, así que continué hasta el salón que se abría al final del corredor. La oscuridad allí era casi absoluta, por lo decidí esperar en la puerta hasta que mis ojos se acostumbrasen a la penumbra y llamé a Alphonse para que se acercase.
Por otro lado, no comprendía a qué se debía el nombre del lugar. Por lo que había visto hasta el momento, el lugar se asemajaba más a una casa que a cualquier tipo de torre. Además, ¿quién era ese tal Lermin?
-Hmmm... No sabría decirte. Yo no entiendo mucho de nada, pero creo que esas percepciones sí que existen -dije tras la marcha del de la chistera, volviendo a centrar mi atención en la escalera-. Sin embargo, me parece que es algo que no se puede aplicar a todo el mundo. Me refiero a que cada uno puede ver un hecho de un modo completamente diferente, lo que lo convierte en bueno y malo a la vez. Sin ir más lejos, esa oferta de ayuda a destiempo para ti será un acto bueno y noble, mientras que ese timador no lo ha visto del mismo modo. Si me preguntas mi opinión, que lo dudo, diría que ha sido un acto de lo más hipócrita -comenté calmadamente, haciéndome eco de mis reflexiones anteriores-. Donde quiero llegar es a que no se puede esperar hacer un bien para todos o que todos estén de acuerdo, porque eso no existe. Todo acto perjudicará a alguien directa o indirectamente. Por eso creo que lo más importante es ser consecuente con uno mismo... Al menos eso me enseñaron hace tiempo. -Así lo pensaba y así lo dije. ¿Por qué el bien de uno mismo debía situarse en un escalón inferior al de los demás? ¿Acaso no luchaba cada uno por su propia felicidad y la de sus seres queridos?
Tras aquello seguí a Alphonse hasta las profundidades de la tierra o, al menos, hasta el lugar al que conducían los pétreos peldaños. Terminamos por acceder a una estancia completamente estropeada. Mientras el de la perilla observaba lo que había en la entrada, me adentré en un corredor que nacía a nuestra derecha. Desde luego, tal y como decía el moreno, todo indicaba que allí había vivido alguien. No obstante, el olor a cerrado, el polvo y el estado en que se encontraba todo hacían que la posibilidad de que hubiese alguien vivo me pareciese muy remota.
El pasillo debía tener unos tres metros de longitud, y una puerta a la izquierda y dos a la derecha flanqueaban mi paso. Me asomé brevemente a cada una de las estancias para asegurarme de que no hubiera nadie, y tal y como había sospechado no había ni un alma en el baño, la biblioteca y la diminuta sala de estar. Del mismo modo, no parecía haber nada interesante en aquellas salas, así que continué hasta el salón que se abría al final del corredor. La oscuridad allí era casi absoluta, por lo decidí esperar en la puerta hasta que mis ojos se acostumbrasen a la penumbra y llamé a Alphonse para que se acercase.
Por otro lado, no comprendía a qué se debía el nombre del lugar. Por lo que había visto hasta el momento, el lugar se asemajaba más a una casa que a cualquier tipo de torre. Además, ¿quién era ese tal Lermin?
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