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¿Hipócrita? Eso me había dolido. Tan sólo le acababa dar la oportunidad de redimirse, de reencauzar su vida después de toda la mierda que se había echado encima. Él mismo había llegado a esa situación utilizando las palabras no para inspirar, sino para engañar y mentir, torciendo toda la bondad y la estupidez de este mundo en su beneficio. Él era un depredador, una araña que tejía sus hilos para que las inocentes presas cayesen en ellos… como Ruffo había caído. De no ser por mí… de no ser por mi intervención.
Respiré hondo. No valía la pena ponerme a refutarle su pensamiento, no cuando la ira todavía era el plato principal, servida con una abundante guarnición de frustración. Una vez me enfriara y diera con las palabras correctas le pondría en su sitio, abriéndole los ojos a la verdad frente a la que estaba ciego y… tan acertado. No, no lo está, me corregí, sabiendo que el bien de todos pesa más que el de uno mismo, sabiendo que esto debe ser así siempre que podamos hacerlo.
Demasiado ocupado digiriendo mis pensamientos y obligándomelos a tragar como una amarga medicina, decidí analizar las salas que tan rápidamente había decidido ignorar Ruffo. El baño era un lugar pequeño, equipado con una pequeña bañera de latón que hacía las veces de ducha, un lavabo sobre el que se disponía un mueble de espejo y una taza rota de inodoro. El hielo había congelado su suelo, y , de no ser por el cercano marco de la puerta a la que me agarré, podría haber encontrado mi muerte con mi sien clavada en el borde de la tina. Con firmeza, y clavando los pies en el suelo para romper la fina capa, llegué hasta el mueble con la intención de descubrir los tesoros de su interior. Allí sólo había un palo de metal, pero, conociendo en casa de quien estábamos, sabía de qué se trataba. Sosteniéndolo en mis manos y volviendo a la seguridad del pasillo la alcé hacia el cielo con orgullo.
-¡La varita del gran mago Lermín!-exclamé, esgrimiéndola y agitándola para ver si hacía algún truco. Por supuesto, al no habérseme instruido en la magia, no me esperaba gran cosa, pero siquiera obtuve una chispa. Luego pensé que podría tratarse de algún extraño equipo de higiene, y que quizás me había premeditado en cogerlo directamente con la mano. Tomándola por la puntita con cierto asco continué a la habitación siguiente.
La biblioteca, si podíamos llamar así al cuartucho lleno de estanterías vacías, no parecía contener nada de interés. Viendo cómo desaparecía Ruffo en la oscuridad del pasillo, abrí la tercera puerta para encontrar una pequeña sala de estar con un cómodo sofá en el que sentarme. Gran error, porque justo cuando rodeé el mobiliario para acomodarme, pude ver el cadáver momificado por el tiempo y la inanición.
-Y este debe ser el gran Lermín- dije tras recomponerme de la impresión observando el cuerpo enjuto y bajito tumbado en posición fetal. Me acuclillé a su lado, intentando comprender qué había podido llevar a aquel pobre hombre a recluirse allí. Miré a mi espalda y comprendí la razón de la escasez de literatura en su hogar tras ver aquel montón de ceniza en la pequeña chimenea; sólo buscaba un lugar para mantenerse caliente-. ¿Qué te pasó, Lermín?- pregunté como si pudiese escucharme-. ¿Venían a por ti y no pudiste salir? ¿Fuiste presa de una enfermedad mental que te devoró poco a poco?- tras una larga pasa solo pude decir una cosa más, algo que, incluso sin conocerle, necesitaba ser dicho-. Lo siento mucho, Lermín.
Respiré hondo. No valía la pena ponerme a refutarle su pensamiento, no cuando la ira todavía era el plato principal, servida con una abundante guarnición de frustración. Una vez me enfriara y diera con las palabras correctas le pondría en su sitio, abriéndole los ojos a la verdad frente a la que estaba ciego y… tan acertado. No, no lo está, me corregí, sabiendo que el bien de todos pesa más que el de uno mismo, sabiendo que esto debe ser así siempre que podamos hacerlo.
Demasiado ocupado digiriendo mis pensamientos y obligándomelos a tragar como una amarga medicina, decidí analizar las salas que tan rápidamente había decidido ignorar Ruffo. El baño era un lugar pequeño, equipado con una pequeña bañera de latón que hacía las veces de ducha, un lavabo sobre el que se disponía un mueble de espejo y una taza rota de inodoro. El hielo había congelado su suelo, y , de no ser por el cercano marco de la puerta a la que me agarré, podría haber encontrado mi muerte con mi sien clavada en el borde de la tina. Con firmeza, y clavando los pies en el suelo para romper la fina capa, llegué hasta el mueble con la intención de descubrir los tesoros de su interior. Allí sólo había un palo de metal, pero, conociendo en casa de quien estábamos, sabía de qué se trataba. Sosteniéndolo en mis manos y volviendo a la seguridad del pasillo la alcé hacia el cielo con orgullo.
-¡La varita del gran mago Lermín!-exclamé, esgrimiéndola y agitándola para ver si hacía algún truco. Por supuesto, al no habérseme instruido en la magia, no me esperaba gran cosa, pero siquiera obtuve una chispa. Luego pensé que podría tratarse de algún extraño equipo de higiene, y que quizás me había premeditado en cogerlo directamente con la mano. Tomándola por la puntita con cierto asco continué a la habitación siguiente.
La biblioteca, si podíamos llamar así al cuartucho lleno de estanterías vacías, no parecía contener nada de interés. Viendo cómo desaparecía Ruffo en la oscuridad del pasillo, abrí la tercera puerta para encontrar una pequeña sala de estar con un cómodo sofá en el que sentarme. Gran error, porque justo cuando rodeé el mobiliario para acomodarme, pude ver el cadáver momificado por el tiempo y la inanición.
-Y este debe ser el gran Lermín- dije tras recomponerme de la impresión observando el cuerpo enjuto y bajito tumbado en posición fetal. Me acuclillé a su lado, intentando comprender qué había podido llevar a aquel pobre hombre a recluirse allí. Miré a mi espalda y comprendí la razón de la escasez de literatura en su hogar tras ver aquel montón de ceniza en la pequeña chimenea; sólo buscaba un lugar para mantenerse caliente-. ¿Qué te pasó, Lermín?- pregunté como si pudiese escucharme-. ¿Venían a por ti y no pudiste salir? ¿Fuiste presa de una enfermedad mental que te devoró poco a poco?- tras una larga pasa solo pude decir una cosa más, algo que, incluso sin conocerle, necesitaba ser dicho-. Lo siento mucho, Lermín.
Aguardé en la entrada del salón mientras Alphonse exploraba con algo más de detenimiento las habitaciones que yo había dejado atrás. Creía no haber visto nada al asomarme a su interior, aunque tampoco habría sido capaz de identificar algo útil o interesante. Sabiendo que el moreno realizaría aquella tarea mucho mejor que yo, en lugar de apremiarle para que llegara pronto hasta mi posición esperé pacientemente -por una vez- a que terminase su periplo por las estancias.
No obstante, se estaba demorando mucho en el interior de la última de ellas. Ante la ausencia de sonido alguno que me confirmase el estado de Alphonse, decidí ir a comprobar cómo se encontraba. Avancé despacio, tratando de mitigar en lo posible los quejidos que emitía la madera bajo mis pies. Sin embargo, el carcomido suelo crujía con todos y cada uno de mis pasos sin que yo pudiera hacer nada para evitarlo.
Terminé por introducirme en la salita de estar preparado para lo que fuera, pero el trajeado se encontraba en su interior y no parecía haber nadie más allí.
-¿Qué ocurre, Alphonse? -inquirí mientras caminaba hacia él. El hecho de que estuviera agazapado era cuanto menos desconcertante. Entonces las historias de miedo de mi infancia acudieron a mi mente de forma súbita... Sinceramente esperaba que ningún antiguo espíritu hubiese poseído el cuerpo del de la perilla. Mis irracionales dudas quedaron despejadas cuando, tras terminar de aproximarme cuidadosamente a él, comprobé que examinaba un cadáver.
-Vaya... Así que eso pasa -murmuré-. Aquí al lado hay un salón. Estaré echando un vistazo. -No terminaba de sentirme cómodo con un viejo y consumido cuerpo ante mí.
Con los ojos algo más acostumbrados a la ausencia de luz, me introduje en la sala que quedaba por ver. Una gran mesa de madera con seis sillas en torno a ella ocupaba el centro de la habitación. A su alrededor, una única vitrina en forma de "U" pegada a las paredes era el único elemento decorativo.
Decidí ignorarlas por el momento y me dirigí hacia una puerta situada a la derecha, la cual servía de acceso a una pequeña cocina. Algunos útiles oxidados se distribuían desordenadamente por el lugar y varios muebles servían de almacén para el resto. Tras mirar en todos ellos y no encontrar nada aparte de instrumentos de cocina, decidí volver al salón para ver si el de la perilla había llegado ya.
En vista de que no lo había hecho, opté por observar el contenido de la vitrina mientras esperaba. A mí también me gustaría haber encontrado algo como "la varita del gran mago Lermín" o como se llamase, pero parecía que aquel día la suerte sólo estaría del lado de uno de los dos.
De cualquier modo, el contenido de la gran urna de cristal consistía en un sinfín de rocas y minerales de todo tipo, los cuales se encontraban catalogados con un letrero bajo ellos. Una curvada caligrafía indicaba el nombre del material y su lugar de procedencia. Caminé frente al cristal deteniéndome en cada objeto, pero la oscuridad me impedía distinguir lo que reflejaban los pequeños carteles y sólo podía observar la apariencia de las piedras. Yo no tenía ni la más remota idea de geología, pero tenía que buscarme algún entretenimiento hasta que Alphonse terminara con el cadáver.
-Espero que no esté haciendo nada raro -musité cuando una oscura idea apareció en mi mente.
No obstante, se estaba demorando mucho en el interior de la última de ellas. Ante la ausencia de sonido alguno que me confirmase el estado de Alphonse, decidí ir a comprobar cómo se encontraba. Avancé despacio, tratando de mitigar en lo posible los quejidos que emitía la madera bajo mis pies. Sin embargo, el carcomido suelo crujía con todos y cada uno de mis pasos sin que yo pudiera hacer nada para evitarlo.
Terminé por introducirme en la salita de estar preparado para lo que fuera, pero el trajeado se encontraba en su interior y no parecía haber nadie más allí.
-¿Qué ocurre, Alphonse? -inquirí mientras caminaba hacia él. El hecho de que estuviera agazapado era cuanto menos desconcertante. Entonces las historias de miedo de mi infancia acudieron a mi mente de forma súbita... Sinceramente esperaba que ningún antiguo espíritu hubiese poseído el cuerpo del de la perilla. Mis irracionales dudas quedaron despejadas cuando, tras terminar de aproximarme cuidadosamente a él, comprobé que examinaba un cadáver.
-Vaya... Así que eso pasa -murmuré-. Aquí al lado hay un salón. Estaré echando un vistazo. -No terminaba de sentirme cómodo con un viejo y consumido cuerpo ante mí.
Con los ojos algo más acostumbrados a la ausencia de luz, me introduje en la sala que quedaba por ver. Una gran mesa de madera con seis sillas en torno a ella ocupaba el centro de la habitación. A su alrededor, una única vitrina en forma de "U" pegada a las paredes era el único elemento decorativo.
Decidí ignorarlas por el momento y me dirigí hacia una puerta situada a la derecha, la cual servía de acceso a una pequeña cocina. Algunos útiles oxidados se distribuían desordenadamente por el lugar y varios muebles servían de almacén para el resto. Tras mirar en todos ellos y no encontrar nada aparte de instrumentos de cocina, decidí volver al salón para ver si el de la perilla había llegado ya.
En vista de que no lo había hecho, opté por observar el contenido de la vitrina mientras esperaba. A mí también me gustaría haber encontrado algo como "la varita del gran mago Lermín" o como se llamase, pero parecía que aquel día la suerte sólo estaría del lado de uno de los dos.
De cualquier modo, el contenido de la gran urna de cristal consistía en un sinfín de rocas y minerales de todo tipo, los cuales se encontraban catalogados con un letrero bajo ellos. Una curvada caligrafía indicaba el nombre del material y su lugar de procedencia. Caminé frente al cristal deteniéndome en cada objeto, pero la oscuridad me impedía distinguir lo que reflejaban los pequeños carteles y sólo podía observar la apariencia de las piedras. Yo no tenía ni la más remota idea de geología, pero tenía que buscarme algún entretenimiento hasta que Alphonse terminara con el cadáver.
-Espero que no esté haciendo nada raro -musité cuando una oscura idea apareció en mi mente.
Krieg
Fama
Recompensa
Características
fuerza
Fortaleza
Velocidad
Agilidad
Destreza
Precisión
Intelecto
Agudeza
Instinto
Energía
Saberes
Akuma no mi
Varios
Mientras el Señor Cornelius investigaba el resto de la casa, yo debía hacer una cosa que no quería. Tras guardar la varita en mi maleta y respirar hondo varias veces, cogí el cadáver entre mis brazos con la intención de sacarlo de allí. Podía notar como su piel acartonada crujía al mínimo contacto, cómo el polvo de piel seca me manchaba la piel y se mezclaba en el aire amenazándome con hacerme toser.
Poco a poco, con cuidado y la solemnidad que requería el momento, me dirigí hacia las escaleras para salir, subiéndolas lentamente para que la frágil estructura que cargaba no se rompiese. Aquellas cuencas vacías parecían mirarme con una sonrisa de largos dientes resecos y ajados, como si estuvieran agradeciéndome un gesto tan innecesario.
-Ahora vuelvo- dije en voz alta una vez en el umbral de la escalera, esperando que Ruffo pudiese oírme en el terrible silencio del bosque-. Si decide salir coja mi maleta, por favor, está en la salita de estar-solicité, esperando que no cerrase la puerta condenando a mis pertenencias al mismo destino que el pobre Lermín.
Dejando la momia apoyada en el tronco de uno de los abedules limítrofes al claro, me dispuse a encontrar un hueco lo suficientemente grande entre los árboles para que las raíces no me entorpeciesen demasiado para cavar.
Colocando mi izquierda en diferentes ángulos rectos y dando vueltas alrededor del agujero que comenzaba a proyectar con mis ondas, dejé impresa la forma grabada en la tierra. Con las manos heladas fui arrastrando la nieve y los grandes trozos de tierra apelmazada a un lado, rompiéndola a base de fuerza. No era la mejor tumba del mundo, y probablemente no estaba a la altura del gran nombre de Lermín… pero habiendo sido hace tanto tiempo olvidado, debería de bastarle. Sobre todo teniendo en cuenta que poco faltaba para que sacrificara mis dedos a la congelación.
Arrastré con cuidado el cuerpo hasta la fosa y lo dejé caer por ella. Tras chocar un par de veces con las paredes, momentos en los que lamenté mi falta de delicadeza, llegó al fondo en dos partes. Y, volviendo a rellenar el hueco, terminé el enterramiento sepultándole bajo capas de hielo y tierra. Y me quede allí, frotándome desesperadamente las manos, contemplando el pequeño hueco que quedaría oculto cuando volviera a nevar.
Tan sólo quedaba la parte más importante de todo entierro: el discurso. ¿Qué podía decir de Lermín? Era un señor bajito, que probablemente hubiese muerto por inanición entre terribles sufrimientos… poco más. Obviamente, para honrar a aquel pobre desgraciado no podía referirme a nada de eso. ¿Qué podía decir cuando no tenía nada que decir?
-Yo no le conocía, Lermín, no sé si ha sido un buen o un mal hombre. Tampoco sé si su título como gran mago estaba justificado, y mucho menos si realmente es usted quien acaba de ser enterrado. Yo solo sé que la historia ha olvidado su nombre, ha perdonado sus errores e ignorado sus buenas acciones- me quedé en silencio, contemplando la irregularidad que acababa de pintar sobre el blanco lienzo de la isla-. Solo espero- aunque no creía en esas cosas- que su alma encuentre la paz… y le prometo que si alguien me pregunta sobre dónde está, revelaré la localización de su tumba para que puedan venir a presentar sus respetos de una mejor manera que lo que yo estoy haciendo- añadí con una sonrisa-. Descanse en paz, Lermín, descanse en paz...- quise decir al terminar-. Y perdóname por haberte roto en dos al tirarte.
Una vez terminado el respetuoso gesto, a pesar de que me sentía un tanto avergonzado por mi falta de inspiración y solemnidad, volví a la casa para coger mis pertenencias si el señor Ruffo no había terminado, así como para retirar el tope de la puerta para que aquella estructura siguiera oculta a los ojos de los curiosos y los saqueadores. Más saqueadores. ¿Podríamos considerarnos saqueadores? No es como si alguien se hubiese preocupado de buscarle o algo así, teníamos nuestro derecho cómo aventureros, ¿verdad? Probablemente.
-¿Tienes hora, Ruffo? Se supone que tengo que estar a las doce en el puerto…- dije, desterrando las preocupaciones éticas a un lado.
Poco a poco, con cuidado y la solemnidad que requería el momento, me dirigí hacia las escaleras para salir, subiéndolas lentamente para que la frágil estructura que cargaba no se rompiese. Aquellas cuencas vacías parecían mirarme con una sonrisa de largos dientes resecos y ajados, como si estuvieran agradeciéndome un gesto tan innecesario.
-Ahora vuelvo- dije en voz alta una vez en el umbral de la escalera, esperando que Ruffo pudiese oírme en el terrible silencio del bosque-. Si decide salir coja mi maleta, por favor, está en la salita de estar-solicité, esperando que no cerrase la puerta condenando a mis pertenencias al mismo destino que el pobre Lermín.
Dejando la momia apoyada en el tronco de uno de los abedules limítrofes al claro, me dispuse a encontrar un hueco lo suficientemente grande entre los árboles para que las raíces no me entorpeciesen demasiado para cavar.
Colocando mi izquierda en diferentes ángulos rectos y dando vueltas alrededor del agujero que comenzaba a proyectar con mis ondas, dejé impresa la forma grabada en la tierra. Con las manos heladas fui arrastrando la nieve y los grandes trozos de tierra apelmazada a un lado, rompiéndola a base de fuerza. No era la mejor tumba del mundo, y probablemente no estaba a la altura del gran nombre de Lermín… pero habiendo sido hace tanto tiempo olvidado, debería de bastarle. Sobre todo teniendo en cuenta que poco faltaba para que sacrificara mis dedos a la congelación.
Arrastré con cuidado el cuerpo hasta la fosa y lo dejé caer por ella. Tras chocar un par de veces con las paredes, momentos en los que lamenté mi falta de delicadeza, llegó al fondo en dos partes. Y, volviendo a rellenar el hueco, terminé el enterramiento sepultándole bajo capas de hielo y tierra. Y me quede allí, frotándome desesperadamente las manos, contemplando el pequeño hueco que quedaría oculto cuando volviera a nevar.
Tan sólo quedaba la parte más importante de todo entierro: el discurso. ¿Qué podía decir de Lermín? Era un señor bajito, que probablemente hubiese muerto por inanición entre terribles sufrimientos… poco más. Obviamente, para honrar a aquel pobre desgraciado no podía referirme a nada de eso. ¿Qué podía decir cuando no tenía nada que decir?
-Yo no le conocía, Lermín, no sé si ha sido un buen o un mal hombre. Tampoco sé si su título como gran mago estaba justificado, y mucho menos si realmente es usted quien acaba de ser enterrado. Yo solo sé que la historia ha olvidado su nombre, ha perdonado sus errores e ignorado sus buenas acciones- me quedé en silencio, contemplando la irregularidad que acababa de pintar sobre el blanco lienzo de la isla-. Solo espero- aunque no creía en esas cosas- que su alma encuentre la paz… y le prometo que si alguien me pregunta sobre dónde está, revelaré la localización de su tumba para que puedan venir a presentar sus respetos de una mejor manera que lo que yo estoy haciendo- añadí con una sonrisa-. Descanse en paz, Lermín, descanse en paz...- quise decir al terminar-. Y perdóname por haberte roto en dos al tirarte.
Una vez terminado el respetuoso gesto, a pesar de que me sentía un tanto avergonzado por mi falta de inspiración y solemnidad, volví a la casa para coger mis pertenencias si el señor Ruffo no había terminado, así como para retirar el tope de la puerta para que aquella estructura siguiera oculta a los ojos de los curiosos y los saqueadores. Más saqueadores. ¿Podríamos considerarnos saqueadores? No es como si alguien se hubiese preocupado de buscarle o algo así, teníamos nuestro derecho cómo aventureros, ¿verdad? Probablemente.
-¿Tienes hora, Ruffo? Se supone que tengo que estar a las doce en el puerto…- dije, desterrando las preocupaciones éticas a un lado.
La petición de Alphonse llegó cuando ya me había detenido a observar la mitad de aquellos exóticos minerales. Con la penumbra que inundaba la estancia era imposible distinguir todos los detalles, pero aún así alcanzaba a ver sus extrañas formas y colores. Mientras avanzaba en dirección a la siguiente, procuré asegurarme de no olvidar la maleta del de la perilla. ¿Adónde iría?
Unas extrañas y refulgentes betas rojizas causaron que me olvidara de aquello por unos momentos. La roca que venía a continuación era la más extraña de cuantas había allí. Un blanco transformado en gris por la oscuridad dominaba su lisa y esférica superficie. Sobre la misma, varias franjas de color escarlata trazaban unos recorridos tortuosos que le conferían un aspecto de lo más extraño. No podía leer la descripción escrita en el letrero que había bajo ella, pero algo me incitaba a llevármela. A fin de cuentas el tal Lermín no la necesitaría, ¿no? Era una lástima que algo que combinaba tan bien simpleza y belleza se quedase allí, privando al mundo de poder contemplarlo.
No me lo pensé, y haciendo caso a mi primer impulso abrí la vitrina y cogí la piedra y su cartel descriptivo. Más tarde lo leería. Pasé varios minutos más analizando el resto de minerales, pero ninguno se acercaba a igualar siquiera la belleza del que había decidido guardar en mi bolsillo. Una vez los hube visto todos, me dirigí a reencontrarme con Alphonse. ¿Qué demonios estaría haciendo? ¿Por qué tardaba tanto?
Me encontraba ya frente a las escaleras que llevaban a la superficie cuando recordé que debía recoger sus pertenencias, así que me di la vuelta y me encaminé hacia la salita de estar. Tal y como me había dicho su maleta se encontraba allí, pero el cadáver que había visto anteriormente había desaparecido. La única explicación plausible era que el moreno se lo hubiera llevado, lo que además justificaría que hubiese dejado allí sus cosas. ¿Qué pretendía hacer con él? Las siniestras sospechas que había desechado anteriormente volvieron a aparecer, de modo que me encaminé hacia la superficie temiendo lo que pudiera encontrar.
No obstante, desaparecieron de nuevo al llegar donde se encontraba. En los márgenes del claro, un gran agujero que no se encontraba allí antes llamó poderosamente mi atención.
-No, ni siquiera tengo reloj, Alphonse. Lo siento -dije mientras dejaba la maleta junto a él y me acercaba a la oquedad. Mi curiosidad se disipó cuando até los cabos. ¿Había subido un cadáver para darle entierro? Eso parecía... Desde luego, no cabía duda de que era un hombre peculiar cuanto menos.
Tras eso me dirigí de vuelta al lugar donde se encontraba el de la perilla.
-No sé qué hora será, pero si es un encuentro importante me iría ya por lo que pueda pasar... Yo me iré de vuelta a la posada. Quiero ver un poco la isla antes de marcharme -comenté para, acto seguido, tenderle la mano en señal de despedida. Suponía que nada le llevaría de vuelta al pueblo y que se encaminaría en dirección al puerto desde allí mismo.
Después de despedirme, me diera la mano o no, me dispuse a salir del claro por el mismo lugar que habíamos empleado para llegar. Esperaba ser capaz de orientarme entre los árboles y de encontrar el camino de vuelta. Mientras caminaba me llevé la mano al bolsillo y saqué la piedra y la tarjeta que me había llevado. Una vez en el exterior, la belleza de la roca era aún mayor, y los rayos de luz arrancaban destellos de las rojizas betas. Del mismo modo, las doradas letras del pequeño letrero brillaban cuando el sol incidía sobre ellas.
Tras leer la nota, volví a guardarla en mi bolsillo y continué andando al tiempo que observaba la peculiar roca.
Unas extrañas y refulgentes betas rojizas causaron que me olvidara de aquello por unos momentos. La roca que venía a continuación era la más extraña de cuantas había allí. Un blanco transformado en gris por la oscuridad dominaba su lisa y esférica superficie. Sobre la misma, varias franjas de color escarlata trazaban unos recorridos tortuosos que le conferían un aspecto de lo más extraño. No podía leer la descripción escrita en el letrero que había bajo ella, pero algo me incitaba a llevármela. A fin de cuentas el tal Lermín no la necesitaría, ¿no? Era una lástima que algo que combinaba tan bien simpleza y belleza se quedase allí, privando al mundo de poder contemplarlo.
No me lo pensé, y haciendo caso a mi primer impulso abrí la vitrina y cogí la piedra y su cartel descriptivo. Más tarde lo leería. Pasé varios minutos más analizando el resto de minerales, pero ninguno se acercaba a igualar siquiera la belleza del que había decidido guardar en mi bolsillo. Una vez los hube visto todos, me dirigí a reencontrarme con Alphonse. ¿Qué demonios estaría haciendo? ¿Por qué tardaba tanto?
Me encontraba ya frente a las escaleras que llevaban a la superficie cuando recordé que debía recoger sus pertenencias, así que me di la vuelta y me encaminé hacia la salita de estar. Tal y como me había dicho su maleta se encontraba allí, pero el cadáver que había visto anteriormente había desaparecido. La única explicación plausible era que el moreno se lo hubiera llevado, lo que además justificaría que hubiese dejado allí sus cosas. ¿Qué pretendía hacer con él? Las siniestras sospechas que había desechado anteriormente volvieron a aparecer, de modo que me encaminé hacia la superficie temiendo lo que pudiera encontrar.
No obstante, desaparecieron de nuevo al llegar donde se encontraba. En los márgenes del claro, un gran agujero que no se encontraba allí antes llamó poderosamente mi atención.
-No, ni siquiera tengo reloj, Alphonse. Lo siento -dije mientras dejaba la maleta junto a él y me acercaba a la oquedad. Mi curiosidad se disipó cuando até los cabos. ¿Había subido un cadáver para darle entierro? Eso parecía... Desde luego, no cabía duda de que era un hombre peculiar cuanto menos.
Tras eso me dirigí de vuelta al lugar donde se encontraba el de la perilla.
-No sé qué hora será, pero si es un encuentro importante me iría ya por lo que pueda pasar... Yo me iré de vuelta a la posada. Quiero ver un poco la isla antes de marcharme -comenté para, acto seguido, tenderle la mano en señal de despedida. Suponía que nada le llevaría de vuelta al pueblo y que se encaminaría en dirección al puerto desde allí mismo.
Después de despedirme, me diera la mano o no, me dispuse a salir del claro por el mismo lugar que habíamos empleado para llegar. Esperaba ser capaz de orientarme entre los árboles y de encontrar el camino de vuelta. Mientras caminaba me llevé la mano al bolsillo y saqué la piedra y la tarjeta que me había llevado. Una vez en el exterior, la belleza de la roca era aún mayor, y los rayos de luz arrancaban destellos de las rojizas betas. Del mismo modo, las doradas letras del pequeño letrero brillaban cuando el sol incidía sobre ellas.
- Tarjeta descriptiva:
- Piedra Guía
Las extrañas betas rojizas que la recorren son capaces de almacenar la luz del sol. Posteriormente, cuando su temperatura aumenta un poco tras un tiempo de contacto con las manos de alguien, libera la luz almacenada e ilumina un radio de dos metros a su alrededor.
Tras leer la nota, volví a guardarla en mi bolsillo y continué andando al tiempo que observaba la peculiar roca.
Krieg
Fama
Recompensa
Características
fuerza
Fortaleza
Velocidad
Agilidad
Destreza
Precisión
Intelecto
Agudeza
Instinto
Energía
Saberes
Akuma no mi
Varios
Sin duda alguna, necesitaba un reloj, todo el mundo necesitaba un reloj.
Lamentando la falta de un complemento tan necesario lavé mis manos con un poco de nieve antes dársela a Ruffo, no fuera a ser que algún trozo reseco de momia o la propia suciedad de la tierra mojada mancharan un gesto tan noble.
-Espero que encuentre alguna manera de dar con su familia lo antes posible- le deseé al estrechársela, para luego tomar mi maleta y, tras cerrar la casa del gran mago y escapar milagrosamente de su vuelta a la tierra, dirigirme entre los árboles por donde habíamos venido a paso rápido, movido por la prisa que mi puntualidad me exigía y por la nerviosa impresión de casi perder un pie a costa de la estructura.
Me prometí que algún día volvería para desentrañar los secretos de su arquitectura, cómo también me prometí que volvería a ver a aquel loable muchacho.
Un amalgama de tranquilidad y decepción me embargó cuando, al llegar al puerto, vi que el reloj del stand portuario tan sólo marcaba las once. Tenía tiempo, demasiado tiempo para todo lo que había corrido entre la nieve. Decidí sentarme a tomar una media mañana compuesta de un exquisito pan rústico con un par de lonchas de aquello que llamaban “carne mechada”; estaba delicioso. Después, pues aunque ahbía comido bastante lento aún quedaba más de cuarenta y cinco minutos para que el barco zarpara y media hora para que empezara a dirigirme hacia él, decidí volver a trazar el dibujo de La Bestia en una nueva hoja para limpiar los trazos más burdos de mi obra. Y en el justo momento en el que mi mente andaba ocupada en la tonalidad que tendría aquella criatura, me dieron los buenos días.
-Buenos días- respondí, dándome cuenta a destiempo que había hecho de su voz la mía. Tosí-. Buenos días, señorita.
Allí estaba ella, como había prometido, dispuesta a saldar una deuda que no era suya. En sus manos sostenía una caja de puros. Yo había pedido una disculpa personal y esto era lo que me traía. El señor Costamontón me había ofendido, pero ella… ¿Cómo iba a poder culparla a ella?
-Mi jefe le pide disculpas, hoy tenía una importante reunión de negocios para la exportación de luces de navidad a todo el West- Aún era agosto-. Espera que esta fina y exquisita caja de puros, de la misma marca que fumaba su antepasado, sea suficiente para disculparle- Estaba nerviosa, todo lo nerviosa que podía estar una mujer al saber que el hombre que estaba frente a él tenía un nombre escrito en sangre que le precedía y anulaba toda una tarde de bondad y completa normalidad. Nunca más podría disfrutar de una tarde así con ella, jamás. El dulce recuerdo se tornaría en anhelo, y de ahí a tristeza, rabia, soledad y miedo.
-Gracias- dije escuetamente, recogiendo mis cosas y, finalmente, tomando la caja de puros-. Ahora, si no le importa, he de embarcar. Le deseo un buen día.
Rumbo al pequeño navío turístico, una mano se posó sobre mi hombro con deseos de venganza.
-Tú…-susurró el botarate que había mantenido en el suelo aquella mañana.
-Oh, no- me lamenté, dejando caer mi cansada cabeza hacia delante.
-Oh sí- respondió, girándome y clavándome su morcilloso dedo sobre mi esternón-. Tú y yo tenemos un asunto que tratar.
-Mire, señor, yo sólo me quiero ir de esta fría isla, sentarme en mi camarote y disfrutar de un buen par de estos exquisitos y caros… malos y rancios puros-me corregí, alejando la caja de él.
-Ajá- dijo arrebatándome una caja que le dejé coger-. ¡Con esto bastará!
-Pero señor- dije, en modo de súplica-, ¿no podría quedarme al menos uno?
Me empujó, yéndose riendo y abriendo brutamente la pobre caja que quería para sacar uno de los puros que hubiese tirado a la papelera. Era una caja muy bonita.
Me contenté sabiendo que, al menos, tenía la “Gran varita del mago Lermín”, a la que le dedicaría tiempo de investigación y desinfección en mi trayecto hasta la próxima y desconocida isla escogida al buen canto de Gorgorito. También, durante alguno de los días del viaje, lanzaría aquel reloj roto a las entrañas del océano para que quedase completamente olvidado. Tan olvidado como el haberle terminado de preguntar el secreto de tan gloriosa técnica a mi nuevo amigo, pensé, creyéndome retrasado, justo al escuchar el lejano ruidito del reloj al hundirse.
Lamentando la falta de un complemento tan necesario lavé mis manos con un poco de nieve antes dársela a Ruffo, no fuera a ser que algún trozo reseco de momia o la propia suciedad de la tierra mojada mancharan un gesto tan noble.
-Espero que encuentre alguna manera de dar con su familia lo antes posible- le deseé al estrechársela, para luego tomar mi maleta y, tras cerrar la casa del gran mago y escapar milagrosamente de su vuelta a la tierra, dirigirme entre los árboles por donde habíamos venido a paso rápido, movido por la prisa que mi puntualidad me exigía y por la nerviosa impresión de casi perder un pie a costa de la estructura.
Me prometí que algún día volvería para desentrañar los secretos de su arquitectura, cómo también me prometí que volvería a ver a aquel loable muchacho.
Un amalgama de tranquilidad y decepción me embargó cuando, al llegar al puerto, vi que el reloj del stand portuario tan sólo marcaba las once. Tenía tiempo, demasiado tiempo para todo lo que había corrido entre la nieve. Decidí sentarme a tomar una media mañana compuesta de un exquisito pan rústico con un par de lonchas de aquello que llamaban “carne mechada”; estaba delicioso. Después, pues aunque ahbía comido bastante lento aún quedaba más de cuarenta y cinco minutos para que el barco zarpara y media hora para que empezara a dirigirme hacia él, decidí volver a trazar el dibujo de La Bestia en una nueva hoja para limpiar los trazos más burdos de mi obra. Y en el justo momento en el que mi mente andaba ocupada en la tonalidad que tendría aquella criatura, me dieron los buenos días.
-Buenos días- respondí, dándome cuenta a destiempo que había hecho de su voz la mía. Tosí-. Buenos días, señorita.
Allí estaba ella, como había prometido, dispuesta a saldar una deuda que no era suya. En sus manos sostenía una caja de puros. Yo había pedido una disculpa personal y esto era lo que me traía. El señor Costamontón me había ofendido, pero ella… ¿Cómo iba a poder culparla a ella?
-Mi jefe le pide disculpas, hoy tenía una importante reunión de negocios para la exportación de luces de navidad a todo el West- Aún era agosto-. Espera que esta fina y exquisita caja de puros, de la misma marca que fumaba su antepasado, sea suficiente para disculparle- Estaba nerviosa, todo lo nerviosa que podía estar una mujer al saber que el hombre que estaba frente a él tenía un nombre escrito en sangre que le precedía y anulaba toda una tarde de bondad y completa normalidad. Nunca más podría disfrutar de una tarde así con ella, jamás. El dulce recuerdo se tornaría en anhelo, y de ahí a tristeza, rabia, soledad y miedo.
-Gracias- dije escuetamente, recogiendo mis cosas y, finalmente, tomando la caja de puros-. Ahora, si no le importa, he de embarcar. Le deseo un buen día.
Rumbo al pequeño navío turístico, una mano se posó sobre mi hombro con deseos de venganza.
-Tú…-susurró el botarate que había mantenido en el suelo aquella mañana.
-Oh, no- me lamenté, dejando caer mi cansada cabeza hacia delante.
-Oh sí- respondió, girándome y clavándome su morcilloso dedo sobre mi esternón-. Tú y yo tenemos un asunto que tratar.
-Mire, señor, yo sólo me quiero ir de esta fría isla, sentarme en mi camarote y disfrutar de un buen par de estos exquisitos y caros… malos y rancios puros-me corregí, alejando la caja de él.
-Ajá- dijo arrebatándome una caja que le dejé coger-. ¡Con esto bastará!
-Pero señor- dije, en modo de súplica-, ¿no podría quedarme al menos uno?
Me empujó, yéndose riendo y abriendo brutamente la pobre caja que quería para sacar uno de los puros que hubiese tirado a la papelera. Era una caja muy bonita.
Me contenté sabiendo que, al menos, tenía la “Gran varita del mago Lermín”, a la que le dedicaría tiempo de investigación y desinfección en mi trayecto hasta la próxima y desconocida isla escogida al buen canto de Gorgorito. También, durante alguno de los días del viaje, lanzaría aquel reloj roto a las entrañas del océano para que quedase completamente olvidado. Tan olvidado como el haberle terminado de preguntar el secreto de tan gloriosa técnica a mi nuevo amigo, pensé, creyéndome retrasado, justo al escuchar el lejano ruidito del reloj al hundirse.
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