[Privado -Giotto y Kusanagi] Cuando el norte y el oeste se cruzan.

Era una mañana como otra cualquiera en Ennies Lobby. El sol comenzaba a pegar con fuerza y los pajarillos cantaban al son del viento, que mecía con delicadeza los cabellos de Giotto. Se encontraba en la estación para coger el tren marítimo que le iba a llevar a isla vacaciones, pues había conseguido que un pequeño pub, pero muy reconocido entre pequeños músicos que estaban haciéndose un nombre, le dejara tocar alguna de sus canciones. Estaba feliz, quizá demasiado, como en una burbuja en la que solo se encontraba él y sus pensamientos. Y de pronto, como de la nada, mientras se levantaba del banco en el que estaba sentado, se chocó con un sujeto de cabellos rojizos.

—Discúlpeme, caballero —se excusó, Giotto, mostrando una alegre sonrisa—. Estaba ensimismado en mi mundo y no le he visto al levantarme.

Poso su mirada sobre aquel sujeto. Le conocía de algo, pero ¿de qué? Era lo único capaz de preguntarse. Le había visto, aunque no recordaba donde. Nunca había hablado con él hasta ese momento, pues era muy bueno recordando los distintos tonos de voz de la gente. ¿Alguna misión? Poco probable. ¿Durante su periodo de instrucción? Eso sí era plausible. Sin embargo, cuando el joven se fue lo recordó. El pelirrojo con un parche en el ojo, aquel que había tenido el sobrenombre de la llama del Oeste.

—No puede ser…

Rápidamente, le tendió la mano, abriendo los ojos con un brillo embriagador.

—Es un placer señor… —hizo una pausa y bajó el volumen de su voz—. No sé si debo decir su nombre. Yo soy Giotto LeBlanc, y se puede decir que usted es uno de mis referentes en lo que a la novela de investigación se refiere.

Tenía que ser discreto, pues no tenía muy claro si estaba de misión o no. Pero de lo que no tenía duda era de quien tenía frente a sus narices.

—Pues anda que han tardado en darme trabajo.

Las palabras se perdieron entre las paredes del cuarto que le habían asignado, considerablemente más pequeño que su viejo despacho en los tiempos en los que debía gestionar Reiseina Kou. No era algo que no se esperase, después de todo, al haber dejado de atender asuntos que precisasen de un espacio de trabajo especializado. Sus tiempos como líder de aquel pequeño comando quedaban ya muy atrás y, después de todo ese tiempo, volvía a ser un agente de a pie: superiores a los que obedecer, misiones que cumplir, entrenamientos a los que asistir... Una rutina de la que, a esas alturas, prácticamente se había olvidado. Sabía que necesitaría un tiempo de adaptación después de haber pasado tanto tiempo fuera, aunque no parecía llevarlo del todo mal por el momento. Quizá los recuerdos de Hikari, mucho más presentes en Enies Lobby que fuera de la isla judicial, era lo que peor llevaba. Por suerte sus heridas habían empezado a cicatrizar meses atrás. No sería nada que no pudiera sobrellevar.

«Quizá sea buena idea llevarme el cuaderno de dibujo» se dijo a sí mismo, echando un rápido vistazo por el cuarto mientras se aseguraba de que no se dejaba nada importante. Había guardado lo imprescindible en una pequeña bolsa con arnés: algunas mudas de ropa, dinero, documentación clasificada camuflada entre revistas varias y un largo etcétera de elementos que le ayudarían en su siguiente destino. Su pequeña libreta junto con algunas herramientas de dibujante fue lo último que guardó antes de cerrar la cremallera. Tampoco podía entretenerse mucho más si quería llegar a tiempo para coger el tren. Finalmente tomó un libro de su mesilla de noche, las notas de un estudio científico en relación al motivo por el que las islas del cielo se mantenían en el aire. Mentiría si hubiese dicho que aquella pregunta no rondaba en su mente desde que acabó a ellas y, aunque él mismo fuera un cerebrito en cuanto a física se refiere, no tenía las respuestas para todos los fenómenos de la naturaleza. Con esto en mano, se limitó a asegurarse de que la puerta estuviera bien cerrada, sin salir del cuarto, para abrir la ventana a continuación con la bolsa afianzada a su espalda y desvanecerse con un leve murmullo. Cuando su cuerpo volviera a adoptar una forma física estaría en un sitio completamente distinto: la Day Station de Enies Lobby. El equipo creativo se había comido el coco para ponerle nombre a la estación del Umi Resha de la isla donde nunca anochecía.

—Parece que aún tengo tiempo —susurró, hablándole a la nada, mientras observaba los horarios de los trenes en un gran cartel donde se anotaba la hora de llegada, de salida y sus destinos—. Será mejor quedarse cerca por si acaso.

Echó a andar tranquilamente hacia el andén correspondiente mientras abría su libro para disfrutar de una interesante lectura divulgativa, aunque esta se vio interrumpida más tarde que pronto. Algo o, más bien, alguien colisionó contra él, haciendo que el pelirrojo se sobresaltase y soltara lo que llevaba encima, pero sin llegar a perder el equilibrio. Cuando alzó la mirada vio a quien, por sus formas y protocolo, supuso que era otro agente del Cipher Pol. ¿Quién más, si no, estaría allí? Aparte de marines y representantes de la Tierra Sagrada, claro. Kusanagi esbozó una sonrisa amable en sus labios, negando con la cabeza y tranquilizando al chico con un gesto de su mano, como restándole importancia al pequeño accidente.

—No te preocupes, yo tampoco iba pendiente de dónde pisaba, tengo mi parte de culpa —admitió, agachándose a recoger el libro y disponiéndose a continuar su camino, justo antes de que el muchacho comenzara a presentarse tras haberle reconocido. Con una mezcla de sorpresa, confusión y, para qué negarlo, cierto apuro al no esperárselo, le devolvió el saludo estrechándole la mano, riendo levemente a continuación—. Kusanagi, aunque veo que ya lo sabes. Un placer, Giotto, y no te preocupes, estoy destinado a cierta isla pero queda bastante lejos de aquí. Además, estamos en Enies Lobby... —echó un rápido vistazo a su alrededor— no hay mucho de lo que preocuparse. ¡Ah! Por favor, tutéame, no soy tan mayor ni tengo un rango tan elevado.

Cada palabra que pronunciaba iba cargada de humildad, calma y, de un modo u otro, sonaba reconfortante. Así era él, después de todo. Cuando soltó su mano decidió cerrar el libro y guardarlo en la mochila. Si alguien le había reconocido, ¿qué menos que mostrar algo de decoro y conversar con él? Además, parecía bastante emocionado por el encuentro, así que tampoco estaba de más concederle unos minutos. No es que tuviera mucho más que hacer hasta que llegase el tren... ni cuando llegase, para ser honestos. El viaje era largo y el Umi Resha pasaría por varias islas antes de llegar al destino del pelirrojo, así que quizá todo fuera mucho más ameno con algo de compañía.

—¿Estás de servicio o simplemente te vas de permiso? —Inquirió, mirándole con cierta curiosidad mientras dejaba sus cosas en el suelo a un lado del banco y tomaba asiento mientras esperaban al tren, Parecía que iban a coger el mismo— Y, sobre todo, ¿cómo me has reconocido? ¿Hemos coincidido antes?

No podía creérselo… ¡Estaba hablando con su héroe de la agencia! Giotto había escuchado decenas de historias distintas sobre él. ¿Cuántas serían ciertas? ¿Debía preguntarle directamente sobre alguna de ellas? ¿Estaría bien decirle que le firmara un autógrafo en algún trozo de papel y enmarcarlo? Muchas eran las preguntas que venían a su cabeza, pero su buen juicio le respondió que no lo hiciera, que era de «maleducados» y Giotto mantenía dentro de la agencia la apariencia de ser una persona seria y formal.

—Me va a resultar difícil tutearle —le dijo con calma y cierta vergüenza—. Tengo por costumbre hablar de usted a todo el mundo, a excepción de aquellos que se encuentran en mi círculo más cercano. Y no por encontrarnos en Ennies Lobby tenemos que bajar la guardia —el semblante de Giotto se tornó oscuro, y en sus ojos se reflejó una mezcla de pena y odio que se difuminó en un instante—. Hasta en la mejor cesta de frutas una manzana podrida puede joder al resto.

No sabía si había hecho bien en decirle aquello de esa manera, pero ya no había vuelta atrás y continuó con la conversación en el tren. Ambos se sentaron a esperar, pero en el momento en el que su culo tocó el asiento de plástico de la estación, el grandilocuente ferrocarril marítimo hizo la primera parada, y le cedió el paso a Kusanagi para que entrara primero.

Camino junto a él hasta la sección reservada para los agentes del gobierno para sentarse. Eran asientos libres, así que se sentó en el lateral derecho del tren, frente al pelirrojo y se dejó caer sobre el asiento con cuidado, cruzando la pierna derecha sobre la izquierda para estar más cómodo.

—Ahora mismo voy a la isla de Vacaciones —le respondió—. Además de agente soy músico. No soy uno muy conocido, pero siempre ha sido mi sueño —aclaró con nostalgia e ilusión—. Cada paso que dé me llevará más lejos. Y quien sabe, quizá en unos años esté dando un recital en los mejores teatros del mundo —bromeó, soltando una risotada después—. No, no hemos coincidido antes. Apenas llevo un par de años en el servicio activo, pero le recuerdo de una visita al cuartel de instrucción de los agentes. Me resultó curiosa su forma de ser, es decir, no me pareció como el resto de superiores. Y luego estuve indagando por ahí y me contaron algunas historias sobre usted. Es un agente ejemplar —le dijo—. ¿Y usted? —preguntó—. ¿Se encuentra de descanso o le toca trabajar?

El tren se puso en marcha, y al cabo de un par de minutos todo se oscureció y una carta apareció sobre la mesa.