[Misión Común ― Paraíso] Marramamiau

Roland celebró su llegada a la majestuosa ciudad de Water Seven echando al agua un escupitajo de los cargaditos.

-¿Has visto, Donner? -dijo a su colega-. Si le llego a dar a un pez con eso, lo reviento, hohoho.

Donner empezó a reír... y no paró hasta seis minutos después. Era una risa constante, baja y un tanto alocada. Seguramente Donner estuviera puesto.

-¿Y por qué coño tiene tanta agua esta isla, a ver?

-C-c-c-cre-creo-o que son ca-canales, Rola-land -respondió Blitz Escupitajos.

-¿Pero cómo es que no se hunde?

No obtuvo respuesta, pero tampoco la necesitaba. Rara vez dedicaba más de un minuto a un problema mental; no era tan nenaza. Dedicó los siguientes minutos a dar orden de atracar el rompehielos en algún puerto barato, montar el puesto de helados para ver si sacaban algo de calderilla y adentrarse en las calles de esa peculiar ciudad. A pata, claro, porque Rudolf seguía en el taller.

La gente se le quedaba mirando como si fuese un criminal. Eso no le molestaba, claro, porque llevaba más de sesenta años siendo el delincuente más cojonudo y cabrón del North Blue -o al menos de la parte que le importaba un cagarro a alguien-, así que iba sacando pecho ante los mirones. Lo que sí le molestó fue que esos lagartos le olfateasen. Uno de ellos, una bestia verdosa que tiraba de un bote, incluso le metió el hocico en un bolsillo y trató de quitarle las morcillas de aperitivo. Roland tuvo que darle en los morros con la culata de Lulú y explicarle a su dueño las muy distintas formas de irse a la mierda.

Satisfecho con sus morcillas en la mano, Roland buscó algo que se pareciese a una sauna o un burdel. Con el frío que había hecho los últimos días, le apetecía hacer sudar un rato a los pequeños -o no tan pequeños-. Además tenía que ir a buscar una joyería. Después de cobrar la última presa se había comprado un anillo de oro tan ridículamente caro y brillante que le escandalizaba incluso a él. Lo único malo era que le venía muy pequeño, por lo que lo llevaba al cuello atado con una cadenita.

Algo le bufó desde un lado. Era una bestia negra, odiosa y enana, uno de esos bichos que Roland tanto detestaba. La alimaña le miraba desde lo alto de un muro que llegaba al cazador por la cintura. Roland le sacó el dedo y el gato le lanzó un zarpazo. Puto bicho. Iba a darle un buen susto. Cogió aire, acercó la cara al gato y pegó un grito monumental. El gato, cómo no, salió disparado.

No fue hasta que el animal se hubo alejado que se fijó en que algo brillaba entre las fauces del animal. Se echó la mano al cuello y no notó el anillo. El anillo monstruosamente caro. El gato echó a correr, y Roland sacó la pistola.

Se detuvo por tercera vez junto a una farola. Roland se apoyó con la cabeza en el foco, a la altura de su cabeza, y absorbió aire a grandes bocanadas para recuperar el aliento. Correr detrás de un gato no le hacía ningún bien a su corazón. Bastante tenía ya con filtrar los tropezones de colesterol que empujaba su sangre, como para encima ponerse a hacer ejercicio. Sin embargo, continuó. Si algo podía hacerle moverse eso era el dorado brillo del oro.

Forzó a sus piernas a continuar la persecución. Esa bola peluda había enfilado calle abajo, así que pudo dejarse llevar un poco. Y menos mal, porque odiaba correr. ¿Había algo peor en el mundo? El sudor, el roce de los muslos, sus varoniles tetas de hombre rebotando arriba y abajo... Ojalá su moto estuviese ya arreglada. Habría reventado a ese minino solo con las vibraciones del motor.

Cuando por fin alcanzó a esa maldita bestia, no estaba solo. Había una chica con él, un buen montón de curvas escandalosas que le recordaban a un circuito con dos tetas monumentales y ¿pelo blanco? Qué coño, si parecía una vieja. ¿Cuántos años tenia? No se podía decir que Roland fuese muy exquisito en cuanto a su gusto en mujeres, pero nunca le habían ido las maduritas.

-Apártate, monada -le advirtió, con el cañón de Lulú enseñándole su negra boca. El gato le bufó-. Sopla lo que quieras, alimaña. A ver si puedes robarme otra vez cuando te desparrame las putas trip...

-¡TE ENCONTRÉ!

Un rarito que cargaba con una red apareció de detrás de una esquina. Sin pensárselo, la lanzó hacia el gato y la chica. El animal se escabulló y salió disparado de nuevo sin que la red llegase ni a tocarle.

-¡Noo! ¡Vuelve aquí! -gritó el hombre.

Roland se encaró hacia él y le dio un empujón que lo tiró al canal. La gente se les quedaba mirando mientras paseaba con sus barquitas tiradas por serpientes, pero eso era lo de menos. Ese tipo le había fastidiado, y un buen chapuzón era lo mejor que podía pasarle a alguien que cabreaba a Roland.

-¡Mamonazo, has espantado al gato!

-¡Ese gato es mío! ¡Se tragó mi pendiente de diamantes!

Sí que le gustaba a esa cosa llevarse joyas ajenas... Por otro lado, ¿qué acababa de decir?

-Así que tuyo, ¿eh? -Roland sonrió malévolamente-. Entonces tendrás que pagar tú por sus robos.

-No, no, es una forma de hablar, yo... -El cazador de gatos nadó hasta el borde del canal y se agarró a él. Parecía nervioso, cosa que Roland disfrutó enormemente-. ¿Esa pistola es de verdad? Madre mía, sí que eres grande... No es mío, no es mío, solo me contrataron para encontrarlo.

-¿Quién?

-U-una señora. Una mujer a la que se le ha escapado. Jelga... no sé qué. Por Dios, baja ya esa cosa.

Lulú volvió a su funda. Si ese bicho tenía dueña, ella pagaría por el anillo. Tal vez incluso le llevase hasta el animal y pudiera sacárselo de la tráquea él mismo. Pero cuando se giró, el hombre ya se había alejado nadando. Qué cabrón. Tendría que buscarse a otro para que le ayudase a encontrar a Jelga la del gato.

Se giró hacia la chica con pelo de muerta.

-Oye, nena. ¿Eres de aquí? Llévame a buscar a esa Jelga, venga. Luego puedo darte un helado si quieres. Están en oferta.

Menuda frígida retorcida. ¿Que no le gustaban los helados? ¿Que su anillo era estúpido? Roland le habría dicho cuatro cosas de no ser porque estaba pensando en lo que había comentado. Si la dueña del gato era una de esas ricas chifladas que llenaban sus mansiones de bichos peludos, sí que soltaría un buen dinero por recuperar a su gato. Con suerte hasta lo querría para hacerse un gorro con su pellejo.

Roland vio la posibilidad de llevarse dos premios en uno: podía recuperar su anillo y además llevarse una buena propina. Solo tenía que encontrar a la vieja y luego llevarle el gato. ¿Sería como con los cazarrecompensas, que cobraban tanto si llevaban al pirata vivo como si lo mataban primero? Ya preguntaría. De momento solo tenía que ir a ver a la vieja...

¡¿Dónde coño vivía la vieja?!

Aquella ciudad estaba llena de casas de ricos. Toda la parte superior de la isla parecía plagada de sus lujosos edificios. Y encima la ciudad era enorme. Como se pusiera a preguntar direcciones le llevaría todo el día. Sería un puto coñazo. Era mucho más cómodo convencer a la maciza canosa de que le llevase a esa mansión en cuanto diesen con el gato. Y si algo sabía Roland von Klauswitz era cómo convencer a una tía buena.

-Espera, culazo, espera -le dijo. Un buen comienzo, con simpatía. Se aseguró de sonreír para dejar a la vista sus dientes de oro y de apretar bien los músculos de sus brazos-. Necesitas un hombre de verdad para esto. Ya ves que hay más gente que quiere a ese gato. Yo puedo espantarlos con mi enorme arma, tú me llevas hasta donde viva la dueña y luego nos gastamos la pasta en una buena juerga. ¿Qué te parece, eh? -Puso su mejor cara de seductor varonil-. Hasta te daré un regalo.

Roland echó mano a su saco, poco más que una bolsa fea y vieja colgada de su cinturón. Estaba claramente vacía. Sin embargo, metió la mano y sacó una caja envuelta en papel de regalo. Tras rasgarlo, vio que dentro había una caja de puros.

-Puede ser el regalo que quieras, nena. Una lavadora o algo que os guste a las tías.

"Ya tengo a la pájara en el bote".

Roland no escuchó eso que la maciza le decía sobre las obsceloquefuera. Estaba ocupado recolocándose el paquete, que con tanto trote había acabado por molestarle. Si es que eso de caminar era un atraso. Tal vez sería buena idea subirse a una de esas cosas que tiraban de las barcas. Aunque no pensaba compartir sus morcillas.

Siguió a la chica por lo que se le antojó una eternidad. Water Seven era un sitio curioso, casi interesante en algunas partes. Los edificios estaban construidos para elevarse por encima de las aguas; se podían distinguir estructuras más viejas debajo de las más nuevas, como si fuesen construyendo planta tras planta según se les iba hundiendo el chiringuito. Y no le extrañaba. Él tampoco habría querido vivir en una casa inundada por esas aguas asquerosas plagadas de los hilillos de mierda de esos putos largartos. Por lo demás, había demasiada agua para su gusto, hacía demasiado calor y de vez en cuando algún mocoso cabrón se le quedaba mirando y le llamaba gordo, pero en general no odiaba demasiado esa ciudad. Que buena parte del camino fuese cuesta arriba sí le fastidiaba, pero lo sobrellevaba diciéndose que así podría presumir de culo delante de la tipa. Se aseguró de ponerse delante de ella mientras subían las cuestas para que pudiera comprobar en primer plano lo que era un culo de hombre bien puesto.

Cuando llegaron a la mansión de la vieja casi pudo saborear el dinero. Alguien que vivía en un casoplón de tal calibre tenía que ir bien sobrada. Seguro que solo con la vajilla ya podía comprarse piezas nuevas para Rudolf. Y en ese enorme jardín podrían hacerse unas carreras cojonudas. Roland estaba decidido a tener algún día una mansión así. Algo grande, lujoso y decadente, una monstruosidad que chorrease riqueza con solo verla, con tanto oro que fuese como un puñetazo en los ojos de los desgraciados que la mirasen.

-Tranquila, sé cómo tratar con las maduritas. Me he hecho a más de una. En cuanto vea mis encantos le van a temblar hasta las papadas a ese papagayo.

Un tipo vestido de traje, con una pajarita al cuello y la cabeza pelada como un huevo, se les acercó en la puerta. Junto a él caminaban dos gatos. Uno de ellos atravesó los barrotes de la valla y empezó a refrotarse contra la pierna de Roland como un putón sediento de hombre. El cazador lo apartó de un puntapié, pero el hombrecillo no pareció darse cuenta. Estaba demasiado ocupado mirando hacia arriba, donde la blanca melena de Roland brillaba al sol recogida en una coleta.

-¿Quiénes son ustedes? -preguntó.

-Abre la puerta, calvo -gruñó Roland. Cómo odiaba a los calvos-. Venimos a ver a la loca de los gatos. A ver cuánto piensa darnos por encontrar al que se le ha perdido.

-¿Disculpe?

-¡El gato! -gritó, y su voz retumbó en su pecho como el bramido de un toro salvaje-. ¡Que venimos por lo del puto gato! Explícaselo tú, canosa, a ver si así se entera.

El hombrecillo terminó por abrirles la puerta, aunque hizo prometer a Roland que no seguiría escupiendo al suelo. Le sugirió que dejase las armas en la puerta, pero una mirada del viejo cazador le hizo callar antes de terminar ni la frase. De ese modo, todavía con Lulú descansando en sus lumbares, se encontraron ante la puerta de un despacho donde al parecer aguardaba la vieja.

-Muestre respeto ante la señora, señor -advirtió el calvo.

A Roland nunca le habían llamado "señor", al menos que él pudiera recordar, así que se dijo que tendría que esforzarse por ser educado y caballeroso. Aunque en realidad no cabía por esa puertecita ridícula, por lo que tendría que serlo desde fuera. El calvo fue a llamar para anunciar su presencia, pero Roland le dijo que esperase. Se atusó un poco la barba y soltó un pedo tan descomunal que le desabrochó el cinturón. Ya estaba listo.

-Vale, ya puedes tocar.

Menudo tufo pegaba aquella habitación. El despacho, lujosamente amueblado y repleto de estanterías a reventar de libros y otras cosas inútiles, apestaba a vieja que tiraba para atrás. Y la presencia de una docena de gatos no ayudaba demasiado. Los animales parecían los verdaderos dueños de la casa. Se tumbaban sobre las alfombras, mordían los cojines de un sofá a un lado de la sala, deambulaban por el escritorio donde la mujer examinaba unas cartas...

Roland tuvo que encorvarse para intentar entrar en la habitación. No lo consiguió, así que se quedó asomado a la puerta mientras la canosa entraba y la vieja levantaba la vista y les sonreía. Parecía una abuelita entrañable, solo que con un collar de perlas colgado del cuello, cada una del tamaño del ojo de un perro.

-Hey -saludó Roland.

-Buenos días. ¿Qué se os ofrece? -La mujer miró a su mayordomo. El calvo se asomaba como podía al lado de Roland, y asintió hacia su jefa-. Venís por lo de mi pequeño Rittles, ¿verdad?

-No, no. Venimos por lo del gato ese.

-El pobre aún es pequeño y le gusta escaparse. Tiene que aprender. Ojalá fuese más joven para poder ir yo misma tras él. Pero mis huesos ya no son lo que eran. Y además, esos pobres huelen fatal.

Roland alzó una ceja. Eso no se lo esperaba.

-Vale, vale, sí. Yo te traigo el gato, pero ¿cuánto me llevo?

-Oh, no podría poner precio a mi cachorrito. Eso sería...

-¿Mil? ¿Dos mil?

-Bueno, podría...

-¿Diez?

-Desde luego implicaría una recompensa importante, claro -dijo la vieja.

-Ohh, ya entiendo. Importante -repitió Roland, guiñándole un ojo a la señora-. Pues venga, canosa, vamos para allá.

Así le gustaban los tratos a Roland: rápidos y sencillitos. El encontraba al gato, le sacaba su anillo de entre los dientes y la vieja le daba su peso en oro. O al menos el pecho de una de sus nalgas, que ya era bastante. Después podía llevarse de juerga a esa gélida Miss Simpatía de pelo blanco.

Antes de marcharse de camino a cumplir el trabajo se acordó de hacerle una pregunta importante a la vieja:

-¿Lo quieres vivo o muerto?

Vivo, le dijo. En fin, no todo iban a ser alegrías.

Roland asintió cuando escuchó el plan. Cómo le ponían las tías inteligentes... Bueno, en realidad le importaba un huevo que fuese lista o tonta, pero tampoco iba a ponerse él a pensar en otra cosa. Una por los tejados y otro por la calle. Seguro que así encontraban a un montón de gatos.

-Yo soy Roland -se presentó con su mejor sonrisa de galán macizorro-. Puedes llamarme Mazazo. Y sí, vale, esa idea está bien. Si encuentras al bicho o te apetece un revolcón pégame una voz.

Roland empezó a hacer su parte: andar. Las estrechas calles de Water Seven no eran el mejor entorno para alguien tan grande como él, pero nadie se le ponía en medio. Su bamboleante e imponente tripa apartaba a todo aquel despistado que no se hacía a un lado cuando veía su sombra. Desde luego, seguía dando miedo.

No tardó en cansarse, por supuesto. Dar más pasos seguidos de los necesarios para ir a cagar o a buscar más pepinillos era perder el tiempo, y el roce continuo de sus muslos le ponía nervioso. Incluso había empezado a sudar. Decidió sentarse en la terraza de un bar en una zona algo más humilde que la de la vieja y pedirse una cervecita y un buen trozo de cochinillo para reponer sales. Necesitaría tener energía, porque no sabía cuánto podían tardar en dar con el animal. Con lo grande que era aquella ciudad, a lo mejor echaban allí la semana entera. ¿Y si mejor metía mano al saco mágico y veía a ver si le salía un gato?

Una hora después, la décima jarra hablaba con la voz de Roland. Había estado cantando con un par de viajeros del North Blue mientras intercambiaban historias de cómo eran las cosas en las islas invernales.

-Y ahora tengo que encontrar a esa alimaña del demonio -gruñó mientras devoraba una alita de pollo con hueso incluido-. ¿Desde cuándo a los gatos les gusta el oro, eh? Si tuviera...

Se detuvo y empezó a toser. Se había atragantado con el hueso de pollo. Dio un buen trago para tratar de bajarlo y luego pasó a darse fuertes manotazos en el pecho.

-¿Has dicho un gato? -preguntó alguien a su espalda. Roland se giró a ver quién era justo cuando un buen eructo desalojaba el hueso de pollo de su garganta-. Conozco a esa vi... Joder, qué asco. Conozco a esa vieja. Dicen que tiene una buena fortuna guardada.

El tipo era alguien normal, mal vestido y con pinta de matón. La clase de gente con la que Roland se sentía familiarizado. Llevaba un puñal bastante largo envainado a la cintura, y su rostro mostraba las marcas de más de una pelea.

-Hagamos una cosa: ¿y si vamos a medias? La novia de un primo mío trabaja con animales y siempre tiene un montón de gatos abandonados. Podemos coger uno parecido y que dé el pego y nos repartimos la pasta.

-Bocazas. Y mi collar ¿qué?

-Con lo que pague la momia podrás comprarte todas las joyas que quieras, nena.

Roland se levantó. Su panza derribó la mesa y desparramó el contenido de los vasos por el suelo. El desconocido echó mano a su arma mientras el cazador apretaba los puños.

-Repite eso, venga...

-Olvídalo. ¿Tenemos trato o no? -dijo el desconocido tendiéndole la mano.

Roland le escupió en ella.

-Ahí tienes tu trato, soplapollas. No comparto mi premio con capu...

El desconocido se levantó de improviso y embistió a Roland, arrojándolo al agua del canal. El cazador pataleó como loco. Odiaba el agua. Y por lo que sabía sobre los usuarios, el agua también lo odiaba a él. Trató de respirar y tragó un buen chorro de agua que le hizo toser como loco. Pasó un largo minuto de pánico agitando los brazos de un lado a otro, buscando algo a lo que agarrarse, hasta que se dio cuenta de que esa parte del canal era lo bastante pequeña como para que su enorme corpachón no se sumergiese.

Para cuando se dio cuenta de que no iba a ahogarse, el mamón que le había empujado ya no estaba, pero el bar se había llenado de mirones que se rían de él a coro. Roland salió del agua empapado y rojo de furia. Desenfundó a Lulú. Iba a cazar algo más que un gato.

La voz de la canosa le interrumpió cuando iba a sacudir a otro de los tipos que se había reído de él. Ya había dejado a un par tirados por ahí con menos dientes que un rato antes, pero seguía enfadado porque se le hubiera escapado el que lo había empujado. En fin, ya daría con él. De momento, lo importante era encontrar al gato. Y según la jamelga de los tejados, estaba por ahí cerca. Roland escrutó la calle con la mirada. El color del bicho no ayudaba demasiado, aunque tampoco que hubiese estado bebiendo un buen rato. Al final lo encontró, un fugaz movimiento que surgía de entre unas cajas y echaba a correr en dirección contraria a la del cazador. Qué suerte que iba cuesta abajo.

Roland fue tras el animal con toda la velocidad que pudo sacarle a sus piernas. Vaya día de carreritas... Y encima el cochinillo le pesaba una barbaridad. ¿Cómo podían esperar que hiciera ejercicio sin sus cuatro horas de digestión? Se obligó a pensar en el dinero que iba a conseguir por aquella molestia. Podría arreglar a Rudolf y no tendría que volver a dar más de diez pasos seguidos en su vida. Qué cómodo sería eso... Con su moto habría terminado ese ridículo encargo en dos minutos.

-¡Aparta, gordo! -le dijo alguien que pasaba corriendo por su lado-. ¡Ese gato es de los Toros Salvaje!

¡El chalado de la red! Era el que le había espantado al gato antes, ese al que había tirado al agua no hacía mucho. Había dejado su red y ahora iba armado con dos pistolas. Además le acompañaban unos cuantos amigos, también generosamente pertrechados con todo tipo de armamento. ¿Pero qué se habría tragado ese gato? Debía haberles robado algo muy valioso para movilizar a tanta gente.

El de la red empezó a disparar. ¡Casi le dio al gato! Roland iba detrás de él, compensando su falta de velocidad con unas piernas mucho más grandes. Sus compañeros intentaban adelantar al cazador, pero les cortó el paso con su gran corpachón. Incluso estampó a uno contra la pared usando su panza cuando intentó pasarle.

-¡¿Pero qué haces?! Necesito a ese bicho vivo.

Roland lo agarró de la cabeza y lo lanzó de nuevo al agua. No podía dejar que nadie matase al gato o se quedaría sin cobrar.

El bicho giró, saltó hasta una barcaza y la usó como punto de apoyo para cruzar al otro lado del canal. Los otros competidores, Toros Salvajes o como diablos se llamaran, saltaron al agua para cruzar y seguir al gato sin dejar de disparar. Uno de ellos se descolgó un bazooka -¡un maldito bazzoka!- del hombro y disparó. Roland le soltó un derechazo. Su mandíbula crujió como una galleta mientras el cañonazo salía desviado y reventaba el segundo piso de un edificio cercano. Sí, debía haberles robado algo muy valioso.

Roland saltó a la acera de enfrente y aterrizó sobre sus doloridas rodillas. Enganchó a uno de los Toros por la pierna y lo alzó para estrellarlo contra un muro. Luego hizo que Lulú derribase a un par más con cuatro tiros bien dados. Unos cuantos empezaron a devolverle el fuego sin dejar de correr, lo cual hacía más difícil darles. "Sin problema", pensó Roland. Se descolgó una granada del cinturón y la encajó a la fuerza entre los destrozados dientes del primero que se le puso a mano. Lo pateó en el pecho para que volase hacia una pareja de compañeros y la explosión los engulló a los tres. A los tres y a la planta baja de un edificio que amenazaba con venirse abajo.

-¡Cógelo y corre, chavala! -le gritó a su compañera, que debía estar por ahí.

A este paso acabarían cargándose al gato, y aún era demasiado pronto para eso.

Cuando aquella mujerona de cinco metros de altura se abalanzó sobre Roland y le clavó el hombro en la tripa al embestirlo, se puso un poco cachondo. No había nada mejor durante un tiroteo que un refrote con una buena tetuda como aquella. Ni siquiera atravesar un muro y acabar empotrado en el siguiente le pareció mal. Le gustaban las mujeres con carácter, como su cuarta ex-mujer. Solo esperaba que esta vez no intentaran freírle los huevos en aceite caliente.

Se levantó y la mujer le soltó un gancho de izquierda que casi le desencaja la mandíbula. Roland tropezó y se apoyó en una pared de la casa donde la pelea le había conducido. Los malditos Toros Salvajes no dejaban de aparecer. ¿Eso en qué convertía a esta tipa? ¿En una Tora? Fuese lo que fuese, Roland devolvió el golpe. Agarró una estufa de leña y la lanzó contra la tetuda. Esta la apartó de un manotazo y la estufa se estampó contra el suelo, llenando la habitación de humo y pavesas. Roland aprovechó para lanzar un patadón directo al generoso pecho de la Tora. La derribó, pero cuando quiso acercarse para dejarla seca, sacó un cuchillo de su bota y se lo clavó a Roland en la pantorrilla.

-¡Serás perra! ¡Las tías no respetáis una pelea a puñetazos! -gruñó Roland al caer de culo, con las manos apretadas en torno a la herida sangrante.

La Tora se incorporó y le cruzó la cara con un codazo que arrancó un crujido a la nariz de Roland. Luego se puso en pie, cogió un atizador de la chimenea y trató de golpear con él la cabeza del cazador. Suerte que se había puesto de pie. En el mismo momento en que el metal chocaba contra el suelo, Roland desenfundó a Lulú y apuntó. La Tora esquivó el primer disparó. La bala dejó en la puerta que había tras ella un agujero del tamaño de una naranja y se llevó consigo un par de dedos de la giganta, quien ya se abalanzaba sobre Roland. El cazador le arrojó una granada, pero ella la cogió y la tiró por una ventana. Entonces le frotó la mano ensangrentada por la cara y lo cegó momentáneamente para así incrustarle el puño en el estómago y atizarle en la sien. La cabeza de Roland rebotó, pero su instinto de peleador callejero le ayudó a apartarse, coger a la Tora de la cabeza y estampársela contra la pared. Intercambiaron posiciones como una salvaje pareja en la cama, y Roland la embistió con la cabeza, haciendo que destrozara la pared  y cayera al otro lado.

-Llámame, nena -le dijo a una inconsciente Tora. Roland le dejó una tarjeta con su número de caracol antes de reincorporarse a la carrera por el gato.

No tenía ni idea de dónde se había metido la canosa, pero si seguía a los pandilleros que perseguían al gato terminaría por encontrarla. Ojalá tuviese ya al puto bicho.

Varios de los Toros Salvajes se detuvieron en mitad de una calle para disparar hacia Roland. Le bastó con interponer el saco de los regalos, una tela mágica e indestructible, para detener los tiros. Luego metió la mano y sacó una caja bastante grande en vuelta en un colorido papel de regalo. El papel se rasgó y la caja quedó inservible, pero los tres tipos que le disparaban acabaron en el suelo.

Entonces oyó gritar a alguien. ¿Era la canosa? Vaya berrido había pegado. Fue hacia allá de inmediato, pero se topó con el tipo que le había echado al canal. Roland pidió un arma a su saco y este le concedió una ametralladora reluciente que no tardó en apuntar hacia él. Tras una generosa ráfaga de plomo por fin pudo vengar la ofensa de hacía un rato, aunque los puestos de fruta de detrás habían quedado destrozados.

Se encogió de hombros. De todos modos no le gustaba la fruta.

Roland se detuvo a recuperar el aliento cuando por fin hubo acabado con todos esos malditos entrometidos. El último enemigo había huido o muerto, y ya no le quedaban granadas. Había gastado las dos últimas en tirar abajo un edificio sobre un francotirador, e incluso había tenido que recurrir al saco para que le diese un par de minas de las gordas. Pero ya se había terminado. Y qué divertido había sido. Durante lo que había durado el tiroteo casi no se había acordado del motivo por el que se disparaban.

Varios cuerpos en no muy buen estado yacían tirados por aquí y por allá, todos ellos con la firma característica de Lulú en ellos. Cuando una bala del pistolón acertaba en un trozo de carne, poco quedaba luego que recoger. El aroma de la pólvora y el humo hicieron el milagro de calmar su desbocado corazón y ayudar a sus pulmones a volver a funcionar correctamente después de tanto esfuerzo físico. No estaba acostumbrado a disparar mientras corría, y eso se notaba.

-¿Qué? Ah, sí, creo que ya he acabado. Vámonos antes de que llegue la pasma -le dijo a la canosa. Se fijó en que llevaba al gato bien sujeto, por lo que por fin podrían entregarlo y cobrar el premio-. Ahora ya te tenemos, eh, pequeño hijo de puta. Si no fuese por que tu dueña va a pagarme te destriparía aquí mismo.

Lo cual no quitaba que fuese a darle al bicho un buen lingotazo de laxante para que escupiera su maldito collar. Y ya de paso, todas las barajitas que les hubiera robado a los demás. Esos Toros Salvajes le habían causado muchos problemas. Se merecía al menos una pequeña compensación por las molestias, ¿no?

Dejó que la chica le guiase hasta la mansión de la vieja chocha. Él no tenía ni idea de dónde habían acabado tras tanto trote, y mucho menos sabría volver a encontrar la mansión. Fue una sorpresa de lo más desagradable que estuviese cuesta arriba. A sus rodillas no les hacía bien trabajar tanto. Aun así, todo fuera por la pasta.

-Más vale que nos dé algo bueno. Como esa momia esté loca y quiera pagarnos con gatos o algo así me voy a cabrear.