Di un par de pisotones en el suelo, agitándose mi túnica y desprendiéndose no pocos granos de arena. No había contado con que el clima local sería tan molesto para mí, pues el viento arrastraba consigo a la arena, que se filtraba entre los pliegues de mi ropa y arañaba sin descanso mi cuerpo. Pensaba que me había librado de labores como aquélla con mi último ascenso, pero por lo visto aún estaba a un paso de olvidarme definitivamente de aquel tipo de trabajo de campo.
El reino de Arabasta, histórico aislado del Gobierno Mundial, había demandado su ayuda sumido en el más profundo de los secretos. Sospechaban que alguien, cuya identidad aún desconocían, planeaba un atentado contra algún miembro de la familia real. El objetivo concreto era desconocido por el momento. De hecho, ni siquiera había pruebas concluyentes de que realmente fuese así y que todo no fuese más que un delirio persecutorio de quien se sabía tremendamente importante. Fuera como fuese, que algún miembro de la alta alcurnia del desierto sufriese algún daño habiendo advertido al respecto alejaría a la monarquía local de nuestro radio del radio de influencia del Gobierno Mundial. Eso era algo que no se podía permitir, por supuesto, y era por ello que me habían enviado a mí.
Si verdaderamente se quería dar caza al supuesto responsable la operación debía desarrollarse con total discreción y por alguien en teoría cualificado para hacer frente a cualquier amenaza. En ese contexto, por algún motivo que no acertaba a discernir, habían estimado que yo era el indicado para acometer semejante empresa. Bostecé junto a una gran palmera, desprovisto de cualquier elemento que me identificase como miembro de la Marina, mucho menos como oficial de alta graduación.
Había llegado a Nanohana hacía varias semanas, solo, en un humilde barco pesquero cuyo capitán tampoco estaba al tanto de lo que ocurría realmente. Desde allí tendría que viajar hasta Alubarna por mis propios medios y sin levantar sospechas, por lo que había empalmado caravanas de comerciantes y grupos de artistas itinerantes hasta llegar a Yuba. Lo cierto era que se trataba de un lugar cuanto menos pintoresco y tranquilo, lo suficiente como para considerarlo como posible residencia cuando llegase el momento de retirarme. Por desgracia o por fortuna -más la primera que la segunda-, aún quedaba mucho para eso, pero no estaba de más ir identificando destinos.
El próximo convoy partiría en unas horas y habían aceptado llevarme con ellos a cambio de un pago más que razonable, por lo que me senté junto al agua que, como tesoro del desierto, actuaba como centro neurálgico de la villa. Las viviendas de Yuba, así como los escasos comercios regentados por la población local, habían ido siendo construidos en torno al oasis, sumergiéndose los más lejanos de nuevo en la arena a la que estaban condenados por norma general.
En Alubarna estaban al tanto de mi presencia en la isla y, por lo que me habían comentado, esperaban con ansias mi llegada, así que no podía entretenerme demasiado. Sumergí mis manos en el agua, recogiendo algo al formas mis manos un cuenco, y me empapé la cara y el pelo. El frescor fue tan placentero como efímero, pues el abrasador calor del sol no tardó en evaporar las gotas del líquido elemento. ¡Qué ganas tenía de irme de allí! Tal vez podría hacer una visita a mi hogar, pues la minúscula isla desprovista de vida humana en la que me había criado junto a mis padres y mis hermanos no se encontraba demasiado lejos.
El reino de Arabasta, histórico aislado del Gobierno Mundial, había demandado su ayuda sumido en el más profundo de los secretos. Sospechaban que alguien, cuya identidad aún desconocían, planeaba un atentado contra algún miembro de la familia real. El objetivo concreto era desconocido por el momento. De hecho, ni siquiera había pruebas concluyentes de que realmente fuese así y que todo no fuese más que un delirio persecutorio de quien se sabía tremendamente importante. Fuera como fuese, que algún miembro de la alta alcurnia del desierto sufriese algún daño habiendo advertido al respecto alejaría a la monarquía local de nuestro radio del radio de influencia del Gobierno Mundial. Eso era algo que no se podía permitir, por supuesto, y era por ello que me habían enviado a mí.
Si verdaderamente se quería dar caza al supuesto responsable la operación debía desarrollarse con total discreción y por alguien en teoría cualificado para hacer frente a cualquier amenaza. En ese contexto, por algún motivo que no acertaba a discernir, habían estimado que yo era el indicado para acometer semejante empresa. Bostecé junto a una gran palmera, desprovisto de cualquier elemento que me identificase como miembro de la Marina, mucho menos como oficial de alta graduación.
Había llegado a Nanohana hacía varias semanas, solo, en un humilde barco pesquero cuyo capitán tampoco estaba al tanto de lo que ocurría realmente. Desde allí tendría que viajar hasta Alubarna por mis propios medios y sin levantar sospechas, por lo que había empalmado caravanas de comerciantes y grupos de artistas itinerantes hasta llegar a Yuba. Lo cierto era que se trataba de un lugar cuanto menos pintoresco y tranquilo, lo suficiente como para considerarlo como posible residencia cuando llegase el momento de retirarme. Por desgracia o por fortuna -más la primera que la segunda-, aún quedaba mucho para eso, pero no estaba de más ir identificando destinos.
El próximo convoy partiría en unas horas y habían aceptado llevarme con ellos a cambio de un pago más que razonable, por lo que me senté junto al agua que, como tesoro del desierto, actuaba como centro neurálgico de la villa. Las viviendas de Yuba, así como los escasos comercios regentados por la población local, habían ido siendo construidos en torno al oasis, sumergiéndose los más lejanos de nuevo en la arena a la que estaban condenados por norma general.
En Alubarna estaban al tanto de mi presencia en la isla y, por lo que me habían comentado, esperaban con ansias mi llegada, así que no podía entretenerme demasiado. Sumergí mis manos en el agua, recogiendo algo al formas mis manos un cuenco, y me empapé la cara y el pelo. El frescor fue tan placentero como efímero, pues el abrasador calor del sol no tardó en evaporar las gotas del líquido elemento. ¡Qué ganas tenía de irme de allí! Tal vez podría hacer una visita a mi hogar, pues la minúscula isla desprovista de vida humana en la que me había criado junto a mis padres y mis hermanos no se encontraba demasiado lejos.
«Qué puto calor, joder». ¿Cuántas veces habría soltado esa queja en lo que llevaba de semana? Eso le pasaba por querer tomar un pequeño descanso para variar. ¿Podían culparla? Los últimos meses habían sido cuanto menos moviditos. Desde que conoció a Ayden y la… extenuante visita a Little Garden con él. Ni siquiera se vio con ganas de quedarse a descansar más que unos pocos días al volver de su trabajo conjunto, frustrada como estaba por la debilidad de su cuerpo. Que el chico hubiera visto lo «peor» de ella, su debilidad. La simple idea de esto sumado a la incertidumbre de porque se había molestado en ayudarla le siguieron carcomiendo e impacientando hasta no poder soportarlo. Así que cuando el rubio partió de Isla cactus ella tomó el mismo camino y durante los siguientes dos meses sin noticias del emplumado, con los bolsillos más llenos y la cabeza más despejada, había decidido que era buen momento para hacer una parada.
En aquella ocasión había usado por primera vez no un pase de barco que viajara de isla en isla, sino el Umi Resha. La velocidad del tren marítimo y el querer probarlo para no decir que no había hecho de todo en su vida no había sido más que una excusa para no tener que pasar por el engorroso camino que implicaba, según le habían contado, subir a una isla que estaba en lo alto del cielo y luego atravesar la ruta por la isla de Jaya, parando en Mock Town, su ciudad natal. No estaba preparada para ese viaje aún… Y cuando lo estuviera su objetivo no sería otro que hacer arder toda la ciudad de los piratas. Con suerte acabando primero con la vida de su madre y su abuelo —de seguir con vida—. Pero no, esa sería la historia de otra Hazel.
Como fuera, el viaje estuvo bien, y el tiempo no apremiaba así que la idea esporádica de hacer turismo para variar en vez de quedarse atascada en el puerto de la ciudad donde paraba el tren surgió en su cabeza. Había escuchado hablar algo de la isla: Mucha arena, una ciudad dorada y fortuna. La albina nunca había probado los juegos. Los casinos siempre pillaban muy lejos o tenían demasiado riesgo: Meterse en líos del bajo mundo trabajando con el gobierno. Pero tal vez el calor le había afectado la cabeza desde antes, o quizás ese tipo de riesgo era lo que le hacía falta para volver a ser la misma malencarada sin amigos de siempre que trabajaba en solitario.
Jodido el día que se le ocurrió aquello… Pero nada, ahí se encontraba, en la que debía ser su última parada antes de llegar a la capital: Yuba, una pequeña ciudad —si es que se le podía denominar así— de paso en medio del desierto, construida alrededor de un oasis puesto ahí por razones del azar, que aprovisionaba a todo el lugar, nutriendo los suelos colindantes al afluente de tierra fértiles con las que podían cultivar y mantener una vida decente dentro de su pobreza. Todo lo demás era arena, cangrejos gigantes que se enterraban en esta y algún que otro animal del desierto. Era como estar en un mar dorado que dolía tanto a la piel como a la vista. Por suerte para ella, el dinero llevaba a la comodidad y ella no iba pobremente cargada en aquella ocasión, como íbamos mencionando, así que pudo asegurarse de tener una habitación con ventilación propia, una cama cómoda y un espacio bastante disonante con cómo se veían las calles o todo el lugar. Un claro ejemplo de que no hay que juzgar los libros por su cubierta, la belleza está en el interior y todas esas gilipolleces pomposas que dice la gente para sentirse bien consigo misma.
Pero entonces, ¿por qué tanta queja? Bien es sabido que a Hazel le gusta quejarse, así que la pregunta se contesta sola. Si bien se le suma el hecho de haber tenido que cambiar su ropa, acostumbrada a prendas que dejaban resaltar su atractivo al máximo, que llamara la atención. Pero en ese clima tenía que ir tapada hasta los dientes. Además, con su elección de colores… Parecía una monja con gafas de sol cuando salía a la calle. Ya está. Era como una de esas hermanitas de convento que no sabían hacer otra cosa más que rezar a un supuesto dios que, de existir, debía ser el mayor de los hijos de puta. Sin duda entraría en sus desagrados con la vida de mierda que había tenido, a la altura de los piratuchos de Jaya o su familia. Por otro lado, el calor implicaba que o salía vestida así a la calle o no podía salir… Y fuera era como si el viendo cálido y seco te pegara una hostia cada vez que soplaba en contra, llenando la ropa —y los ojos— de los incautos de arena.
Y así estaba ella en ese momento, buscando resguardarse por donde podía mientras arrastraba sus pies por la arena y sobre su espalda portaba una abultada mochila, mucho más ancha que ella. El posadero de donde se apostó los últimos dos días había tenido la decencia de avisarle de que ese día iba a salir una suerte de mercaderes que habían estado en el mismo lugar que ella asentados camino a la capital. El pagar por acompañarles sería su mejor baza si quería aprovechar algo el tiempo «libre» que le quedaba antes de que Hilda empezase a pensar que se la había comido un rey marino, así que estaba matando el tiempo mientras se decidían a empacar.
Y como no podía ser de otra forma, sus pasos acabaron encaminados al único remanso de paz que encontraría en la ciudad, el oasis. Sentarse un rato con su equipaje a mano… Podría incluso darse un baño. Aquello no sonaba a un mal plan, total, no había nadie aparentemente cerca. Dejar su larga túnica negra, sus botas, el pañuelo blanco que cubría su cabeza a un lado y su ropa interior a un lado y darse un refrescante chapuzón. Por suerte, se detuvo aun manteniendo su ropa interior en el lugar cuando se percató de que no se encontraba sola. Ella había llegado después, pero como al hombre se le ocurriera girar la cabeza, se aseguraría con toda su cara dura de reprocharle el ser un cerdo pervertido y un mirón. Que no es que enseñar carnes le importara en exceso, pero tenía que mantener su porte y dignidad.
En aquella ocasión había usado por primera vez no un pase de barco que viajara de isla en isla, sino el Umi Resha. La velocidad del tren marítimo y el querer probarlo para no decir que no había hecho de todo en su vida no había sido más que una excusa para no tener que pasar por el engorroso camino que implicaba, según le habían contado, subir a una isla que estaba en lo alto del cielo y luego atravesar la ruta por la isla de Jaya, parando en Mock Town, su ciudad natal. No estaba preparada para ese viaje aún… Y cuando lo estuviera su objetivo no sería otro que hacer arder toda la ciudad de los piratas. Con suerte acabando primero con la vida de su madre y su abuelo —de seguir con vida—. Pero no, esa sería la historia de otra Hazel.
Como fuera, el viaje estuvo bien, y el tiempo no apremiaba así que la idea esporádica de hacer turismo para variar en vez de quedarse atascada en el puerto de la ciudad donde paraba el tren surgió en su cabeza. Había escuchado hablar algo de la isla: Mucha arena, una ciudad dorada y fortuna. La albina nunca había probado los juegos. Los casinos siempre pillaban muy lejos o tenían demasiado riesgo: Meterse en líos del bajo mundo trabajando con el gobierno. Pero tal vez el calor le había afectado la cabeza desde antes, o quizás ese tipo de riesgo era lo que le hacía falta para volver a ser la misma malencarada sin amigos de siempre que trabajaba en solitario.
Jodido el día que se le ocurrió aquello… Pero nada, ahí se encontraba, en la que debía ser su última parada antes de llegar a la capital: Yuba, una pequeña ciudad —si es que se le podía denominar así— de paso en medio del desierto, construida alrededor de un oasis puesto ahí por razones del azar, que aprovisionaba a todo el lugar, nutriendo los suelos colindantes al afluente de tierra fértiles con las que podían cultivar y mantener una vida decente dentro de su pobreza. Todo lo demás era arena, cangrejos gigantes que se enterraban en esta y algún que otro animal del desierto. Era como estar en un mar dorado que dolía tanto a la piel como a la vista. Por suerte para ella, el dinero llevaba a la comodidad y ella no iba pobremente cargada en aquella ocasión, como íbamos mencionando, así que pudo asegurarse de tener una habitación con ventilación propia, una cama cómoda y un espacio bastante disonante con cómo se veían las calles o todo el lugar. Un claro ejemplo de que no hay que juzgar los libros por su cubierta, la belleza está en el interior y todas esas gilipolleces pomposas que dice la gente para sentirse bien consigo misma.
Pero entonces, ¿por qué tanta queja? Bien es sabido que a Hazel le gusta quejarse, así que la pregunta se contesta sola. Si bien se le suma el hecho de haber tenido que cambiar su ropa, acostumbrada a prendas que dejaban resaltar su atractivo al máximo, que llamara la atención. Pero en ese clima tenía que ir tapada hasta los dientes. Además, con su elección de colores… Parecía una monja con gafas de sol cuando salía a la calle. Ya está. Era como una de esas hermanitas de convento que no sabían hacer otra cosa más que rezar a un supuesto dios que, de existir, debía ser el mayor de los hijos de puta. Sin duda entraría en sus desagrados con la vida de mierda que había tenido, a la altura de los piratuchos de Jaya o su familia. Por otro lado, el calor implicaba que o salía vestida así a la calle o no podía salir… Y fuera era como si el viendo cálido y seco te pegara una hostia cada vez que soplaba en contra, llenando la ropa —y los ojos— de los incautos de arena.
Y así estaba ella en ese momento, buscando resguardarse por donde podía mientras arrastraba sus pies por la arena y sobre su espalda portaba una abultada mochila, mucho más ancha que ella. El posadero de donde se apostó los últimos dos días había tenido la decencia de avisarle de que ese día iba a salir una suerte de mercaderes que habían estado en el mismo lugar que ella asentados camino a la capital. El pagar por acompañarles sería su mejor baza si quería aprovechar algo el tiempo «libre» que le quedaba antes de que Hilda empezase a pensar que se la había comido un rey marino, así que estaba matando el tiempo mientras se decidían a empacar.
Y como no podía ser de otra forma, sus pasos acabaron encaminados al único remanso de paz que encontraría en la ciudad, el oasis. Sentarse un rato con su equipaje a mano… Podría incluso darse un baño. Aquello no sonaba a un mal plan, total, no había nadie aparentemente cerca. Dejar su larga túnica negra, sus botas, el pañuelo blanco que cubría su cabeza a un lado y su ropa interior a un lado y darse un refrescante chapuzón. Por suerte, se detuvo aun manteniendo su ropa interior en el lugar cuando se percató de que no se encontraba sola. Ella había llegado después, pero como al hombre se le ocurriera girar la cabeza, se aseguraría con toda su cara dura de reprocharle el ser un cerdo pervertido y un mirón. Que no es que enseñar carnes le importara en exceso, pero tenía que mantener su porte y dignidad.
¿Qué hora sería? Era importante que no la perdiese de vista, pues no sabía si sería muy habitual que desde Yuba partiesen caravanas en dirección a la capital de Arabasta. ¿Y si los mercaderes se marchaban sin mí? Probablemente sería le peor forma imaginable de comenzar una misión ya de por sí problemática. ¡Mira que tenían escoltas y seguridad! ¿Por qué me tenía que tocar a mí encargarme de hacer las funciones por las que ya pagaban a tanta gente? ¿O acaso no les pagaban y por eso hacían mal su trabajo?
Bueno, fuera como fuese ya había tenido suficiente descanso y había llegado el momento de localizar a los comerciantes para, por supuesto, no separarme de ellos hasta que se pusiesen en marcha. No sería la primera vez que me quedase dormido en el lugar y momento menos oportunos y que hacerlo me costase un problema mayor.
-¡Uy! -dije tras levantarme y darme la vuelta, justo al comprobar que una mujer en ropa interior se hallaba detrás de mí. A una distancia más que prudencial, claro está, ¡pero casi en pelotas! ¿Acaso no sabía que el oasis era un lugar público? Bueno, había gente que encontraba cierto placer en exhibirse en lugares públicos-. Por aquí pasa mucha gente, ¿sabes? Yo me escondería un poco más si no quieres que... bueno, da igual. Yo ya me voy.
Comencé a caminar en dirección contraria a la mujer. Mentiría si dijese que no tenía ganas de, con alguna excusa -probablemente barata y no muy bien elaborada-, darme la vuelta para dar un rápido vistazo. Un burdo y primitivo instinto animal que los más hipócritas hubiesen denominado como curiosidad, pero que yo atribuía a un sencillo impulso natural, tan inocente como potencialmente incómodo. Pero no, lo apropiado era continuar caminando sin siquiera atreverme a pensar en girar la cabeza. Aunque no estaría de más hacer una simple pregunta antes de continuar con mi camino, por lo que pudiese pasar dado mi historial:
-Perdona, pero ¿sabes si es frecuente que desde aquí salga gente hacia la capital? Es decir, si suele ocurrir a diario, más o menos semanalmente o algo así.
Bueno, fuera como fuese ya había tenido suficiente descanso y había llegado el momento de localizar a los comerciantes para, por supuesto, no separarme de ellos hasta que se pusiesen en marcha. No sería la primera vez que me quedase dormido en el lugar y momento menos oportunos y que hacerlo me costase un problema mayor.
-¡Uy! -dije tras levantarme y darme la vuelta, justo al comprobar que una mujer en ropa interior se hallaba detrás de mí. A una distancia más que prudencial, claro está, ¡pero casi en pelotas! ¿Acaso no sabía que el oasis era un lugar público? Bueno, había gente que encontraba cierto placer en exhibirse en lugares públicos-. Por aquí pasa mucha gente, ¿sabes? Yo me escondería un poco más si no quieres que... bueno, da igual. Yo ya me voy.
Comencé a caminar en dirección contraria a la mujer. Mentiría si dijese que no tenía ganas de, con alguna excusa -probablemente barata y no muy bien elaborada-, darme la vuelta para dar un rápido vistazo. Un burdo y primitivo instinto animal que los más hipócritas hubiesen denominado como curiosidad, pero que yo atribuía a un sencillo impulso natural, tan inocente como potencialmente incómodo. Pero no, lo apropiado era continuar caminando sin siquiera atreverme a pensar en girar la cabeza. Aunque no estaría de más hacer una simple pregunta antes de continuar con mi camino, por lo que pudiese pasar dado mi historial:
-Perdona, pero ¿sabes si es frecuente que desde aquí salga gente hacia la capital? Es decir, si suele ocurrir a diario, más o menos semanalmente o algo así.
La chica se detuvo por un momento cuando el de cabello plateado se giró, clavando por un momento la mirada en ella, antes de eludirla y decir que se iba yendo, advirtiéndole que por aquella zona de aquel pueblo de paso que era Yuta solía haber mucha gente transitando. La cara de tonta que se le quedó a Hazel era para pintarla en un cuadro con todo el catalogo de expresiones que podía poner… Aunque la mayoría se resumía a unos morros enfurruñados genéricos. Como sea, no pudo evitar girarse para mirar a ver donde estaban los supuestos transeúntes.
«Imbécil». Masculló en sus adentros cuando le vio marcharse. Sería mejor que se limitara a refrescarse mojando su nuca un poco, así como su cara y canalillo, antes de secarse y ponerse en marcha… Y en ello estaba cuando la misma persona la sorprendió acuclillada de espaldas a él. «Joder, dos veces en un día». En una primera instancia quiso mandarle a la mierda y seguir a sus cosas, pero lo cierto era que entendía lo coñazo que era tener que esperar semanas en aquel pueblucho perdido de la mano de dios en un arenero tamaño país. Dejó escapar un sonoro alarido de desesperación.
—Vamos a ver, que parece que tienes muy pocas luces de verdad. ¿Tengo cara de ser alguien de este pueblucho? Quiero decir… Mira mi tono de piel y compara con el resto de gente. ¿Y no me habías dicho no sé que mierda sobre gente transitando? —Empezó a bramar, aunque se cortó a sí misma, porque tampoco le valía la pena. Simplemente suspiró—. Como sea, no te vayas aún. ¿Quieres irte de aquí? Hay en unas horas una comitiva de mercaderes que van a pasar camino a la capital. Lo sé porque me informé en la posada donde me he estado hospedando. Iba a ir al lugar por donde paran para reponer víveres ahora y unirme al grupo como pasajera. Por si te interesa unirte. Eso sí, tendrás que esperar a que me vista otra vez con… Eso. —Señaló con mala cara sus prendas— Pensaba que sería una buena idea hacer algo de turismo para variar pero… Agh. En fin. Por cierto, me llamo Hazel, señor mirón.
Tras presentarse y si el chico no se marchaba, no tardaría en volver a vestirse, con su pantalón ceñido oscuro, su camiseta y luego la túnica encima, acabando por volver a ponerse sus gafas de sol y el pañuelo en la cabeza.
El camino a recorrer no era largo, desde la fuente de agua caminarían durante diez minutos hasta una parada, con un bebedero para los pájaros gigantes de Arrabastra. Algunos ya disfrutando de su merecido y corto descanso. Había varias caravanas mercantes, y faltaban por llegar algunas más. Hazel pensó en abandonar al hombrecito y enseñar el papel del contrato como que había pagado para que la llevaran. Aunque lo mismo al verla con alguien más le decían algo. Esperaba que no ya que, literalmente, no le conocía de nada.
«Imbécil». Masculló en sus adentros cuando le vio marcharse. Sería mejor que se limitara a refrescarse mojando su nuca un poco, así como su cara y canalillo, antes de secarse y ponerse en marcha… Y en ello estaba cuando la misma persona la sorprendió acuclillada de espaldas a él. «Joder, dos veces en un día». En una primera instancia quiso mandarle a la mierda y seguir a sus cosas, pero lo cierto era que entendía lo coñazo que era tener que esperar semanas en aquel pueblucho perdido de la mano de dios en un arenero tamaño país. Dejó escapar un sonoro alarido de desesperación.
—Vamos a ver, que parece que tienes muy pocas luces de verdad. ¿Tengo cara de ser alguien de este pueblucho? Quiero decir… Mira mi tono de piel y compara con el resto de gente. ¿Y no me habías dicho no sé que mierda sobre gente transitando? —Empezó a bramar, aunque se cortó a sí misma, porque tampoco le valía la pena. Simplemente suspiró—. Como sea, no te vayas aún. ¿Quieres irte de aquí? Hay en unas horas una comitiva de mercaderes que van a pasar camino a la capital. Lo sé porque me informé en la posada donde me he estado hospedando. Iba a ir al lugar por donde paran para reponer víveres ahora y unirme al grupo como pasajera. Por si te interesa unirte. Eso sí, tendrás que esperar a que me vista otra vez con… Eso. —Señaló con mala cara sus prendas— Pensaba que sería una buena idea hacer algo de turismo para variar pero… Agh. En fin. Por cierto, me llamo Hazel, señor mirón.
Tras presentarse y si el chico no se marchaba, no tardaría en volver a vestirse, con su pantalón ceñido oscuro, su camiseta y luego la túnica encima, acabando por volver a ponerse sus gafas de sol y el pañuelo en la cabeza.
El camino a recorrer no era largo, desde la fuente de agua caminarían durante diez minutos hasta una parada, con un bebedero para los pájaros gigantes de Arrabastra. Algunos ya disfrutando de su merecido y corto descanso. Había varias caravanas mercantes, y faltaban por llegar algunas más. Hazel pensó en abandonar al hombrecito y enseñar el papel del contrato como que había pagado para que la llevaran. Aunque lo mismo al verla con alguien más le decían algo. Esperaba que no ya que, literalmente, no le conocía de nada.
¿Podrían ser esos los mismos comerciantes que me llevarían hasta la capital? Esperaba que no, puesto que eso implicaría realizar el viaje con la persona más malhumorada con la que recordaba haberme topado en años. No sólo alanzaba cotas de enfado que a duras penas resultaban compatibles con la vida, sino que al parecer estaban ahí sin motivo alguno. Suspiré de forma casi imperceptible, aproximándome a su ropa y acercándosela con cuidado de que no pudiese malinterpretar en modo alguno mis acciones.
-Y no soy un mirón -musité, más para dejarle claro al mundo que estaba equivocada que para ser escuchado por ella. De hecho, dudaba profundamente que hubiese podido oírme si quiera.
De cualquier modo, como de costumbre me dejé llevar. ¿Por qué cuestionar si había otra persona dispuesta a marcar el camino y quitarme de encima el esfuerzo de orientarme, pensar e indicar la ruta a seguir? No, ése no sería el día en que me volviesen alguien responsable y con iniciativa... Aunque, parándome a meditar al respecto, quizás esa actitud no hablase demasiado bien de mí. Pero ¿qué más daba? Nadie se enteraría, aquella muchacha no tenía la menor idea de quién era y con toda seguridad no volvería a encontrarme con ella en mi vida.
Tras un paseo en el que no despegué los ojos de esos pajarracos -al menos cuando pasamos junto a ellos- por precaución ante la posibilidad de que un violento y blanquecino lamparón adornase mi ropa, volvimos a la posición desde la que partirían los convoyes. El tipo con el que ya había llegado a un acuerdo para el viaje había sido de los primeros en llegar, puesto que ocupaba la segunda posición en el orden de partida. No era el tipo más hablador, pero al menos no era desagradable.
Hice unos amplios gestos desde la distancia, agitando los brazos para asegurarme de que me viera. No dijo nada, pero me confirmó que me había visto con un gesto de cabeza.
-Pues con ellos me voy yo, Hazel. Soy Iulio, encantado de conocerte.
¿Por qué no me había presentado antes? A saber, pero al menos lo había llegado a hacer... Aunque revelando mi nombre verdadero. De acuerdo, eso había sido un error, pero uno que no tendría mayor repercusión en el futuro; estaba seguro de ello. Fuese como fuese, me subí al segundo carro de los siete que conformaban el convoy. No fue una elección aleatoria, puesto que el cojín destinado a almohadillar las nalgas del conductor parecía el más cómodo y nuevo de cuantos tenían. Me senté junto a él, me recliné y esperé a que llegase el momento de partir, observando en todo momento lo que sucedía a mi alrededor, incluyendo a Hazel, con absoluta calma.
-Y no soy un mirón -musité, más para dejarle claro al mundo que estaba equivocada que para ser escuchado por ella. De hecho, dudaba profundamente que hubiese podido oírme si quiera.
De cualquier modo, como de costumbre me dejé llevar. ¿Por qué cuestionar si había otra persona dispuesta a marcar el camino y quitarme de encima el esfuerzo de orientarme, pensar e indicar la ruta a seguir? No, ése no sería el día en que me volviesen alguien responsable y con iniciativa... Aunque, parándome a meditar al respecto, quizás esa actitud no hablase demasiado bien de mí. Pero ¿qué más daba? Nadie se enteraría, aquella muchacha no tenía la menor idea de quién era y con toda seguridad no volvería a encontrarme con ella en mi vida.
Tras un paseo en el que no despegué los ojos de esos pajarracos -al menos cuando pasamos junto a ellos- por precaución ante la posibilidad de que un violento y blanquecino lamparón adornase mi ropa, volvimos a la posición desde la que partirían los convoyes. El tipo con el que ya había llegado a un acuerdo para el viaje había sido de los primeros en llegar, puesto que ocupaba la segunda posición en el orden de partida. No era el tipo más hablador, pero al menos no era desagradable.
Hice unos amplios gestos desde la distancia, agitando los brazos para asegurarme de que me viera. No dijo nada, pero me confirmó que me había visto con un gesto de cabeza.
-Pues con ellos me voy yo, Hazel. Soy Iulio, encantado de conocerte.
¿Por qué no me había presentado antes? A saber, pero al menos lo había llegado a hacer... Aunque revelando mi nombre verdadero. De acuerdo, eso había sido un error, pero uno que no tendría mayor repercusión en el futuro; estaba seguro de ello. Fuese como fuese, me subí al segundo carro de los siete que conformaban el convoy. No fue una elección aleatoria, puesto que el cojín destinado a almohadillar las nalgas del conductor parecía el más cómodo y nuevo de cuantos tenían. Me senté junto a él, me recliné y esperé a que llegase el momento de partir, observando en todo momento lo que sucedía a mi alrededor, incluyendo a Hazel, con absoluta calma.
—Puede ser. Pero yo tampoco soy una exhibicionista y aquí estamos —Farfulló aún algo enfurruñada y en el mismo tono bajo. De hecho, no es que hayan salido esos pensamientos de la boca del chico, aunque por como la miró durante los primeros segundos que cruzaron miradas estaba casi segura de que lo había pensado. ¿Leía la mente? No. Solo había conocido a otros con esa mentalidad. En cuanto a si pudo escuchar sus palabras o fue otra adivinación… Bueno, lo cierto era que la chica contaba con el oído de un cazador, alcanzar a escuchar murmurllos, algo tan suave como una rama seca partiéndose bajo la pata de un animal, el más leve crujir de las hojas… Todo eso estaba intrínseco en ella, así que escuchar un murmullo a escaso medio metro de su cabeza no iba a suponerle un problema—. Como sea… —repuso, estirando la mano para tomar la prenda que el desconocido le ofrecía del suelo—. Gracias, supongo… Lo que sea. Yo también iba a irme ahora, así que imagino que me has «ahorrado» el tiempo que iba a usar para combatir el calor antes del viaje por el desierto… —No, la verdad era que cuanto más lo decía y pensaba, más rabia le daba a Hazel quedarse sin pegarse un chapuzón, y se le notaba en la cara—. Porque algo me dice que vamos a ir juntos de viaje —concluyó, poniéndose en pie una vez estuvo de nuevo vestida, tomando su bolsa para cargársela a la espalda.
Por lo demás, el camino hasta los establos donde descansaban los pollos, bebían agua y los comerciantes cargaban víveres y revisaban sus bienes mercantiles; fue bastante tranquilo. No había gente por la calle ni niños gritones, algo agradable seguramente para ambos. Una de las pocas cosas en las que iban a ponerse de acuerdo. Los minutos pasaron y una vez en el lugar, parecía que se iba a acabar su pequeño encuentro nada afortunado… Ilusos de ellos. Hazel se fue por su lado a buscar a la mujer del regente de la posada. Parte de sus pertenencias no las llevaba encima, como era evidente, así que quería asegurarse de que se las habían traído todas y se encontraban en buen estado.
—¿Estás segura de que quieres llevar tus armas en el carro? A lo mejor lo malinterpretan, señorita Edevane —le decía la mujer mientras veía como la albina se agarraba al cinto la funda de una de sus katanas, quedando la tela fruncida en esa zona. Al menos así se estilizaba un poco más su figura con esas ropas. Tal vez si rasgase un lado del material podría terminar de acomodarse en caso de pelea. Por el momento con eso bastaría.
—Me da igual lo que malinterpreten o lo que no. Si pasa cualquier cosa prefiero tener mis armas a mano. No creo que ninguno de vuestros comerciantes tenga idea de defenderse —se excusó ella. Aunque realmente no necesitaba excusas para hacer lo que se le viniera en gana. Tras aclarar esto, la albina dejó una bolsa con unos cuantos Berries en manos de la mujer, un extra por tomarse las molestias de llevar todo en buen estado. Para que no se dijera que la rácana de turno no podía ser… amable con quien la trataba bien. Le quitó importancia cuando la mujer quiso darle las gracias, yendo a montarse en el caro para encontrarse al ir a su asiento que este había sido usurpado por el grandullón. Iulio se había hecho llamar. Bueno, el asiento de al lado también le serviría, o eso supuso. De hecho, el siguiente al suyo quedaría a la sombra gracias al hombre así que no se quejaría más allá de lanzarle una mala mirada antes de sentarse.
—Parece que aún nos queda un rato juntos en este viaje.
Por lo demás, el camino hasta los establos donde descansaban los pollos, bebían agua y los comerciantes cargaban víveres y revisaban sus bienes mercantiles; fue bastante tranquilo. No había gente por la calle ni niños gritones, algo agradable seguramente para ambos. Una de las pocas cosas en las que iban a ponerse de acuerdo. Los minutos pasaron y una vez en el lugar, parecía que se iba a acabar su pequeño encuentro nada afortunado… Ilusos de ellos. Hazel se fue por su lado a buscar a la mujer del regente de la posada. Parte de sus pertenencias no las llevaba encima, como era evidente, así que quería asegurarse de que se las habían traído todas y se encontraban en buen estado.
—¿Estás segura de que quieres llevar tus armas en el carro? A lo mejor lo malinterpretan, señorita Edevane —le decía la mujer mientras veía como la albina se agarraba al cinto la funda de una de sus katanas, quedando la tela fruncida en esa zona. Al menos así se estilizaba un poco más su figura con esas ropas. Tal vez si rasgase un lado del material podría terminar de acomodarse en caso de pelea. Por el momento con eso bastaría.
—Me da igual lo que malinterpreten o lo que no. Si pasa cualquier cosa prefiero tener mis armas a mano. No creo que ninguno de vuestros comerciantes tenga idea de defenderse —se excusó ella. Aunque realmente no necesitaba excusas para hacer lo que se le viniera en gana. Tras aclarar esto, la albina dejó una bolsa con unos cuantos Berries en manos de la mujer, un extra por tomarse las molestias de llevar todo en buen estado. Para que no se dijera que la rácana de turno no podía ser… amable con quien la trataba bien. Le quitó importancia cuando la mujer quiso darle las gracias, yendo a montarse en el caro para encontrarse al ir a su asiento que este había sido usurpado por el grandullón. Iulio se había hecho llamar. Bueno, el asiento de al lado también le serviría, o eso supuso. De hecho, el siguiente al suyo quedaría a la sombra gracias al hombre así que no se quejaría más allá de lanzarle una mala mirada antes de sentarse.
—Parece que aún nos queda un rato juntos en este viaje.
Mientras los comerciantes lo preparaban todo para la partida me las había ingeniado para hacerme con otro cojín, que en esos momentos servía de apoyo para mi cabeza. Recostado y degustando una bolsa de pistachos particularmente molesta dada la gran cantidad de frutos secos cerrados que había en su interior, charlaba con Tahill, el conductor del vehículo, sobre todo y nada al mismo tiempo.
Llevaba años ejerciendo como conductor de vehículos de convoyes como aquél, y dejaba atrás a una familia compuesta por su mujer y tres retoños que no superaban los siete años. Les echaba de menos, como no podía ser de otro modo, y sólo ansiaba terminar aquel encargo cuanto antes para poder volver a casa con algo de dinero y algún detalle para los pequeños. ¿Me llegaría a mi algún día algo así o, por el contrario, llevaría siempre una vida acaparada por mí mismo y no compartida con nadie?
No era el momento para plantearme algo así, por supuesto, pero si hubiese querido hacerlo tampoco habría podido. La chica del oasis acababa de sentarse junto a mí y, según parecía, el destino había hecho de las suyas para convertirnos en compañeros de viaje. Ni me alegraba ni me molestaba, honestamente, así que simplemente desplacé un poco los cojines para dejarle algo de sitio y continué con mi degustación.
Ni siquiera habían pasado dos horas desde la partida cuando me había dado cuenta de que atiborrarme a pistachos quizás no hubiese sido la mejor opción. Tenía la lengua seca, tanto que parecía que me había dedicado a lamer la arena desde el comienzo del viaje. El agua era suficiente para todos, pero estaba medida para no llevar más carga de la cuenta. Me habían dado un par de sorbos extra, pero los comerciantes me habían prohibido seguir bebiendo hasta que pasase al menos una hora.
Un sol abrasador golpeaba a las bestias que tiraban de los carros, tan acostumbradas a semejante calor que me inspiraban una envidia que sería difícil imaginar en otro contexto. Algunas aves revoloteaban en el cielo en espera de que algún viajero demasiado optimista y solitario cayese desfallecido.
-¿Cuánto dices que queda, Tahill? -pregunté.
-Algo más de una jornada -respondió con un tono neutro mientras secaba el sudor de su frente. No era la primera vez que hacía aquella ruta, pero no había modo de acostumbrarse a semejante bochorno.
-Oye, ¿no tendrás por ahí un poquito de agua para mí? -inquirí a continuación, dirigiéndome a la chica que se encontraba a mi lado, con una sonrisa que pretendía demostrar inocencia y educación a partes iguales.
Llevaba años ejerciendo como conductor de vehículos de convoyes como aquél, y dejaba atrás a una familia compuesta por su mujer y tres retoños que no superaban los siete años. Les echaba de menos, como no podía ser de otro modo, y sólo ansiaba terminar aquel encargo cuanto antes para poder volver a casa con algo de dinero y algún detalle para los pequeños. ¿Me llegaría a mi algún día algo así o, por el contrario, llevaría siempre una vida acaparada por mí mismo y no compartida con nadie?
No era el momento para plantearme algo así, por supuesto, pero si hubiese querido hacerlo tampoco habría podido. La chica del oasis acababa de sentarse junto a mí y, según parecía, el destino había hecho de las suyas para convertirnos en compañeros de viaje. Ni me alegraba ni me molestaba, honestamente, así que simplemente desplacé un poco los cojines para dejarle algo de sitio y continué con mi degustación.
***
Ni siquiera habían pasado dos horas desde la partida cuando me había dado cuenta de que atiborrarme a pistachos quizás no hubiese sido la mejor opción. Tenía la lengua seca, tanto que parecía que me había dedicado a lamer la arena desde el comienzo del viaje. El agua era suficiente para todos, pero estaba medida para no llevar más carga de la cuenta. Me habían dado un par de sorbos extra, pero los comerciantes me habían prohibido seguir bebiendo hasta que pasase al menos una hora.
Un sol abrasador golpeaba a las bestias que tiraban de los carros, tan acostumbradas a semejante calor que me inspiraban una envidia que sería difícil imaginar en otro contexto. Algunas aves revoloteaban en el cielo en espera de que algún viajero demasiado optimista y solitario cayese desfallecido.
-¿Cuánto dices que queda, Tahill? -pregunté.
-Algo más de una jornada -respondió con un tono neutro mientras secaba el sudor de su frente. No era la primera vez que hacía aquella ruta, pero no había modo de acostumbrarse a semejante bochorno.
-Oye, ¿no tendrás por ahí un poquito de agua para mí? -inquirí a continuación, dirigiéndome a la chica que se encontraba a mi lado, con una sonrisa que pretendía demostrar inocencia y educación a partes iguales.
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