Fitzgerald Santelmo
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- Resumen y contexto:
Contexto
• En la cronología de Fitzgerald, este tema ocurre en un pasado reciente; tras dilapidar la fortuna que heredó, pero antes de viajar al País de las Flores;
• Fitzgerald no conoce a la tribu Mink;
• Fitzgerald nunca ha oído hablar de Momoiro ni conoce a los okama.
Resumen
• Poco después de decidir que quería vagar sin rumbo por el mundo en busca del oro, la fama y el poder(?), se cuela en un buque mercante para salir de Drum;
• La tripulación descarga en un puerto desconocido para Fitzgerald;
• El contenedor en el que viajaba escondido cae al mar y pierde el conocimiento;
• Despierta al día siguiente, aturdido, en la playa.
Me había pasado los tres últimos días oculto en las profundidades de aquel velero mercante que había partido del Reino de Drum tres noches atrás. Me había podido colar a bordo de milagro, escondido en un arcón repleto de carabinas viejas camuflado entre toda suerte de mercancías.
Durante el día, podía oír el resonar de los pasos y voces de la tripulación rebotando en la sentina. En las contadas ocasiones en que algún marineo se aventuraba allí abajo, por lo general para robar alguna cosa, me ocultaba de nuevo en la caja de carabinas de la que había salido y así, mecido por el mar y el aroma a pólvora, me entregaba a una cabezadita.
Tras pasar días confinado en la bodega respirando el mismo aire viciado, sentí cómo el aroma a aire fresco que entraba por la compuerta se filtraba entre las comisuras de la caja de armamento en la que me había ocultado. Incliné la cabeza a un lado y atiné a ver, por el resquicio de abertura que quedaba entre la tapa y el reborde, un abanico de haces de luz polvorienta barriendo la bodega. Linternas.
Escuché el deambular de pisadas y el alboroto de unos navegantes removiendo las cajas y derribando objetos por la bodega. Al poco, sentí un fuerte martilleo sobre la caja. En un principio creí que la querían deshacer a golpes. Al ver asomar las puntas de unos clavos en el borde de la tapa comprendí que lo que estaban haciendo era sellarla rematando todo el reborde. En un segundo, los escasos milímetros de abertura que quedaban entre el contorno de la caja y la cubierta desaparecieron. Me habían sepultado en mi propio escondite. Sentí como una docena de hombres levantaban la caja con palancas y oí las correas de lona rodear la madera. Escuché el correr de las cadenas y sentí el súbito tirón de la grúa hacia arriba.
Oí también como los cables de acero crujían y gemían como almas atormentadas bajo la presión, y las cadenas que sostenían la mercancía comenzaron a doblarse, cediendo ante el esfuerzo. La calidad del material no fue suficiente para soportar el exceso de peso, que era yo, y el contenedor se precipitó sobre las aguas heladas y oscuras de un puerto desconocido para mí.
La caída al vacío apenas me dio tiempo de aferrarme a las paredes del arcón. Al impactar sobre el agua, la pila de fusiles se alzó en el aire y golpeó con fuerza la parte superior de la caja. Durante unos segundos, el contenedor quedó a flote, meciéndose como una baliza. Luché por quitarme de encima las docenas de rifles bajo los que me había quedado enterrado. Un intenso olor a salitre y gasóleo alcanzó mi olfato. Oí entonces el sonido del agua penetrando a borbotones. En apenas un segundo, sentí el contacto frío del líquido inundando la base. Me invadió el pánico e intenté encogerme para alcanzar el extremo inferior del arcón. Al hacerlo, el peso de las carabinas se hizo a un lado y el contenedor se escoró.
El agua me cubrió los pies, corría entre mis dedos. Ya me llegaba a las rodillas cuando conseguí encontrar el orificio por el que se estaba colando el océano y lo tapé como pude, apretando con ambas manos.
El agua me trepó hasta el pecho, el frío me contenía la respiración. Se hizo de nuevo la oscuridad y comprendí que la caja se estaba hundiendo sin remedio. Mi mano derecha cedió a la presión del líquido. Intenté atrapar una última bocanada de aire.
La corriente succionó la carcasa de madera y la arrastró hacia el fondo sin tregua. Una cámara de apenas un palmo de aire había quedado atrapada en la parte superior. Luché por auparme hasta allí para arrancar un suspiro de oxígeno. Al poco, la caja se posó en el fondo y, tras inclinarse a un lado, quedó varada en el fango.
Perdí la respiración a la vez que el conocimiento, que no recuperé hasta la mañana siguiente, cuando, con un suspiro profundo, abrí los ojos y me encontré sumido en una costa que parecía sacada de un cuadro de ensueño.
Durante el día, podía oír el resonar de los pasos y voces de la tripulación rebotando en la sentina. En las contadas ocasiones en que algún marineo se aventuraba allí abajo, por lo general para robar alguna cosa, me ocultaba de nuevo en la caja de carabinas de la que había salido y así, mecido por el mar y el aroma a pólvora, me entregaba a una cabezadita.
Tras pasar días confinado en la bodega respirando el mismo aire viciado, sentí cómo el aroma a aire fresco que entraba por la compuerta se filtraba entre las comisuras de la caja de armamento en la que me había ocultado. Incliné la cabeza a un lado y atiné a ver, por el resquicio de abertura que quedaba entre la tapa y el reborde, un abanico de haces de luz polvorienta barriendo la bodega. Linternas.
Escuché el deambular de pisadas y el alboroto de unos navegantes removiendo las cajas y derribando objetos por la bodega. Al poco, sentí un fuerte martilleo sobre la caja. En un principio creí que la querían deshacer a golpes. Al ver asomar las puntas de unos clavos en el borde de la tapa comprendí que lo que estaban haciendo era sellarla rematando todo el reborde. En un segundo, los escasos milímetros de abertura que quedaban entre el contorno de la caja y la cubierta desaparecieron. Me habían sepultado en mi propio escondite. Sentí como una docena de hombres levantaban la caja con palancas y oí las correas de lona rodear la madera. Escuché el correr de las cadenas y sentí el súbito tirón de la grúa hacia arriba.
Oí también como los cables de acero crujían y gemían como almas atormentadas bajo la presión, y las cadenas que sostenían la mercancía comenzaron a doblarse, cediendo ante el esfuerzo. La calidad del material no fue suficiente para soportar el exceso de peso, que era yo, y el contenedor se precipitó sobre las aguas heladas y oscuras de un puerto desconocido para mí.
La caída al vacío apenas me dio tiempo de aferrarme a las paredes del arcón. Al impactar sobre el agua, la pila de fusiles se alzó en el aire y golpeó con fuerza la parte superior de la caja. Durante unos segundos, el contenedor quedó a flote, meciéndose como una baliza. Luché por quitarme de encima las docenas de rifles bajo los que me había quedado enterrado. Un intenso olor a salitre y gasóleo alcanzó mi olfato. Oí entonces el sonido del agua penetrando a borbotones. En apenas un segundo, sentí el contacto frío del líquido inundando la base. Me invadió el pánico e intenté encogerme para alcanzar el extremo inferior del arcón. Al hacerlo, el peso de las carabinas se hizo a un lado y el contenedor se escoró.
El agua me cubrió los pies, corría entre mis dedos. Ya me llegaba a las rodillas cuando conseguí encontrar el orificio por el que se estaba colando el océano y lo tapé como pude, apretando con ambas manos.
El agua me trepó hasta el pecho, el frío me contenía la respiración. Se hizo de nuevo la oscuridad y comprendí que la caja se estaba hundiendo sin remedio. Mi mano derecha cedió a la presión del líquido. Intenté atrapar una última bocanada de aire.
La corriente succionó la carcasa de madera y la arrastró hacia el fondo sin tregua. Una cámara de apenas un palmo de aire había quedado atrapada en la parte superior. Luché por auparme hasta allí para arrancar un suspiro de oxígeno. Al poco, la caja se posó en el fondo y, tras inclinarse a un lado, quedó varada en el fango.
Perdí la respiración a la vez que el conocimiento, que no recuperé hasta la mañana siguiente, cuando, con un suspiro profundo, abrí los ojos y me encontré sumido en una costa que parecía sacada de un cuadro de ensueño.
Berry
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Berry era una de esas marines que en sus ratos libres le encantaba explorar, a veces se embarcaba sin rumbo fijo hasta alguna isla extraña y colorida. Pese a sus viajes nunca presenció algo tan antinatural como ese pedazo de tierra rosa que parecía sacado de alguna droga alucinogena. Tardó en aceptar que aquello era real y preguntó a uno de los tripulantes sobre aquel lugar, se trataba de un estado independiente en el cual las personas vivían a su modo pero nadie tenía una explicación de su coloración.
Suspiró, esa imagen permaneció en su cabeza unos días, hasta que obtuvo unas semanas libres. Fue entonces que decidió explorar por su cuenta la isla y sus misterios, vestida como una turista más con camisa floreada de color fucsia y pantalones claros en conjunto con sandalias y gafas de sol. Solo le faltaba una bebida dentro de alguna fruta para que su disfraz fuese perfecto, como si una zorra humanoide pudiese pasar desapercibida en un mundo lleno de humanos.
La primera cosa que hizo al llegar a la isla fue presentarse con los habitantes, al principio no creyó que alguien pudiese vivir entre criaturas rosadas pero se sorprendió al ver a tantos habitantes. Los okamas no le despertaban ningún prejuicio, de hecho se adaptó fácil a las costumbres de las fiestas y el alcohol, tampoco se privó de probar la eficacia de su estilo contra el legendario okama kenpo.
Los días de descanso de la mink se resumían en entrenar por las mañanas, corriendo con pesas en sus extremidades a la orilla de la playa para luego practicar sus puñetazos contra rocas a falta de barcos encallados. Era una rutina agotadora que complementaba con flexiones, abdominales y una obsesión casi enfermiza por romper sus límites. De hecho más que un descanso podía parecer un constante martirio al estilo militar, de no ser porque alternaba aquellos días con otros de fiesta y estiramiento.
—Hmm... ¿Eso es?—
Expresó mientras terminaba una serie de flexiones notando algo que el día anterior no formaba parte del paisaje. Se acercó lentamente, elongando sus brazos que portaban varios collares con rocas al igual que sus piernas y tobillos resonando como cascabeles a cada paso. Movió su cola de lado a lado, mientras el sudor recorría su pelaje negro haciendo que este brille, distinguiendo claramente de sus prendas bañadas en esfuerzo.
—¿Estás bien?—
Su voz dulce recorrió la playa, mientras se arrodillaba frente a la figura, buscando voltearle para limpiarle la arena del rostro con sus garras. La mink debido a la luz del sol podía parecer una sombra o simplemente algún extraño depredador con los ojos inyectados en sangre, no era su culpa ser tan guapa y agraciada.
Movió sus orejas tras un tiempo sin respuesta, decidió repasar en su mente las lecciones que enseñaban en el cuartel, claro que se estaba tardando en aplicarlas.
—Veamos primero lo volteamos, luego preguntamos y si no responde se procede a...—
La mink comenzó a acercar sus labios a la boca de aquel pobre hombre, intuía que seguía vivo ya que al voltearlo no había sentido el frío de la muerte. Berry sentía que ese sujeto era el más afortunado del mundo, podría sentir sus suaves labios sin necesitar nada a cambio. Utilizó dos de sus dedos para cubrirle las fosas nasales tal y como le habían enseñado, avanzaba lenta pero segura, dispuesta a cumplir la maniobra y tal vez eso le valiese alguna medalla...
Suspiró, esa imagen permaneció en su cabeza unos días, hasta que obtuvo unas semanas libres. Fue entonces que decidió explorar por su cuenta la isla y sus misterios, vestida como una turista más con camisa floreada de color fucsia y pantalones claros en conjunto con sandalias y gafas de sol. Solo le faltaba una bebida dentro de alguna fruta para que su disfraz fuese perfecto, como si una zorra humanoide pudiese pasar desapercibida en un mundo lleno de humanos.
La primera cosa que hizo al llegar a la isla fue presentarse con los habitantes, al principio no creyó que alguien pudiese vivir entre criaturas rosadas pero se sorprendió al ver a tantos habitantes. Los okamas no le despertaban ningún prejuicio, de hecho se adaptó fácil a las costumbres de las fiestas y el alcohol, tampoco se privó de probar la eficacia de su estilo contra el legendario okama kenpo.
Los días de descanso de la mink se resumían en entrenar por las mañanas, corriendo con pesas en sus extremidades a la orilla de la playa para luego practicar sus puñetazos contra rocas a falta de barcos encallados. Era una rutina agotadora que complementaba con flexiones, abdominales y una obsesión casi enfermiza por romper sus límites. De hecho más que un descanso podía parecer un constante martirio al estilo militar, de no ser porque alternaba aquellos días con otros de fiesta y estiramiento.
—Hmm... ¿Eso es?—
Expresó mientras terminaba una serie de flexiones notando algo que el día anterior no formaba parte del paisaje. Se acercó lentamente, elongando sus brazos que portaban varios collares con rocas al igual que sus piernas y tobillos resonando como cascabeles a cada paso. Movió su cola de lado a lado, mientras el sudor recorría su pelaje negro haciendo que este brille, distinguiendo claramente de sus prendas bañadas en esfuerzo.
—¿Estás bien?—
Su voz dulce recorrió la playa, mientras se arrodillaba frente a la figura, buscando voltearle para limpiarle la arena del rostro con sus garras. La mink debido a la luz del sol podía parecer una sombra o simplemente algún extraño depredador con los ojos inyectados en sangre, no era su culpa ser tan guapa y agraciada.
Movió sus orejas tras un tiempo sin respuesta, decidió repasar en su mente las lecciones que enseñaban en el cuartel, claro que se estaba tardando en aplicarlas.
—Veamos primero lo volteamos, luego preguntamos y si no responde se procede a...—
La mink comenzó a acercar sus labios a la boca de aquel pobre hombre, intuía que seguía vivo ya que al voltearlo no había sentido el frío de la muerte. Berry sentía que ese sujeto era el más afortunado del mundo, podría sentir sus suaves labios sin necesitar nada a cambio. Utilizó dos de sus dedos para cubrirle las fosas nasales tal y como le habían enseñado, avanzaba lenta pero segura, dispuesta a cumplir la maniobra y tal vez eso le valiese alguna medalla...
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Me hallaba en el rincón de la vigilia donde los límites con la realidad se disuelven, en un frondoso patio adoquinado rodeado de antiguos edificios de piedra tallada. En su centro, se alzaba una fuente de mármol de la que manaban aguas cristalinas.
Cerré un instante mis ojos atesorando el eco del murmullo suave que entonaba la brisa al acariciar el vergel. Cuando los abrí, vi como de entre las enredaderas que trepaban con timidez por los muros brotaron figuras femeninas de cabellos oscuros que caían en cascada sobre la piel pálida de sus espaldas. Dando pasos etéreos, avanzaron hacia mí hasta que tuvieron mis contornos al alcance de sus manos. Con sus dedos, trazaron caminos por todo mi cuerpo y nos entregamos a la melodía susurrada del viento, como protagonistas de un cuadro de Botticelli.
El pulso se me lanzó a la brava cuando compartieron conmigo sus carnes, que sabían a canela. De vez en cuando, alguna despegaba de mí sus labios y con tono femenil embrujado me preguntaba « ¿Estás bien, estás bien?». En respuesta, yo apenas acertaba a balbucear.
Entonces, la visión de aquel idílico paraíso se nubló y sentí como mi aliento se entrecortaba. Noté como si me estuvieran apretando el rostro con un escobillón. Cuando abrí la boca en un intento desesperado por sorber una bocanada de oxígeno, se me resbaló la lengua sobre lo que parecía el borde dentado de una sierra.
Finalmente, me desperté gritando. El corazón me batía en el pecho como si quisiera abrirse camino a través de mis costillas. Al poco, la voz que me preguntaba si me encontraba bien adquirió rostro y enfrenté por primera vez aquella mirada ambarina y acerada, de pupilas tan rojas que parecían arder. Mis manos reaccionaron antes que mi cerebro, aparté de un empujón la figura que me cubría del sol y retrocedí, convulsionando entre gemidos.
— ¡Jesús, María y José! Si su intención era catapultarme las cejas más allá del frontispicio, le felicito, lo ha conseguido —jadeé, atónito—. Estará contento. Por si no me era suficiente tener lidiar con la textura a jamón serrano que han venido adquiriendo estas ropas, las que por poco no consigo rescatar del ajuar de mi santo padre, en paz descanse, ahora también voy orinado. Y qué meado, caballero, ¡como un toro!, ya querría para sí el basto océano tamaño caudal…
Ardiendo de rabia, continué bramando exabruptos hasta que conseguí calmarme. A pesar del susto inicial, logré asimilar la situación, toda duda se disipó cuando recordé haber naufragado la noche anterior.
—Permítame el honor de disculparme, amén del sobresalto, infiero que estaba preocupándose por mi estado. —dije, con intención conciliadora.
—No quiero juzgarle, ya sabe lo que dicen, no hay genio sin figura; es la triste realidad de estos tiempos trapaceros. Vanitas pecata mundi. Sin embargo, me haría un hombre dichoso si fuera tan amable de explicarme a qué responde la inusitada prevalencia de este irritante tono pastel y, lo que me inquieta más, ¿qué hace disfrazado de bestia un caballero hecho y derecho? —Enarqué una ceja al deparar mejor en las curvas de mi acompañante, que por su altura le había supuesto varón desde un principio —o señora. Hecha. Y también, derecha. Imagino, vaya.
Cerré un instante mis ojos atesorando el eco del murmullo suave que entonaba la brisa al acariciar el vergel. Cuando los abrí, vi como de entre las enredaderas que trepaban con timidez por los muros brotaron figuras femeninas de cabellos oscuros que caían en cascada sobre la piel pálida de sus espaldas. Dando pasos etéreos, avanzaron hacia mí hasta que tuvieron mis contornos al alcance de sus manos. Con sus dedos, trazaron caminos por todo mi cuerpo y nos entregamos a la melodía susurrada del viento, como protagonistas de un cuadro de Botticelli.
El pulso se me lanzó a la brava cuando compartieron conmigo sus carnes, que sabían a canela. De vez en cuando, alguna despegaba de mí sus labios y con tono femenil embrujado me preguntaba « ¿Estás bien, estás bien?». En respuesta, yo apenas acertaba a balbucear.
Entonces, la visión de aquel idílico paraíso se nubló y sentí como mi aliento se entrecortaba. Noté como si me estuvieran apretando el rostro con un escobillón. Cuando abrí la boca en un intento desesperado por sorber una bocanada de oxígeno, se me resbaló la lengua sobre lo que parecía el borde dentado de una sierra.
Finalmente, me desperté gritando. El corazón me batía en el pecho como si quisiera abrirse camino a través de mis costillas. Al poco, la voz que me preguntaba si me encontraba bien adquirió rostro y enfrenté por primera vez aquella mirada ambarina y acerada, de pupilas tan rojas que parecían arder. Mis manos reaccionaron antes que mi cerebro, aparté de un empujón la figura que me cubría del sol y retrocedí, convulsionando entre gemidos.
— ¡Jesús, María y José! Si su intención era catapultarme las cejas más allá del frontispicio, le felicito, lo ha conseguido —jadeé, atónito—. Estará contento. Por si no me era suficiente tener lidiar con la textura a jamón serrano que han venido adquiriendo estas ropas, las que por poco no consigo rescatar del ajuar de mi santo padre, en paz descanse, ahora también voy orinado. Y qué meado, caballero, ¡como un toro!, ya querría para sí el basto océano tamaño caudal…
Ardiendo de rabia, continué bramando exabruptos hasta que conseguí calmarme. A pesar del susto inicial, logré asimilar la situación, toda duda se disipó cuando recordé haber naufragado la noche anterior.
—Permítame el honor de disculparme, amén del sobresalto, infiero que estaba preocupándose por mi estado. —dije, con intención conciliadora.
—No quiero juzgarle, ya sabe lo que dicen, no hay genio sin figura; es la triste realidad de estos tiempos trapaceros. Vanitas pecata mundi. Sin embargo, me haría un hombre dichoso si fuera tan amable de explicarme a qué responde la inusitada prevalencia de este irritante tono pastel y, lo que me inquieta más, ¿qué hace disfrazado de bestia un caballero hecho y derecho? —Enarqué una ceja al deparar mejor en las curvas de mi acompañante, que por su altura le había supuesto varón desde un principio —o señora. Hecha. Y también, derecha. Imagino, vaya.
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La mink no pudo evitar echarse a reír al ver la reacción del hombre, apenas entendía algo de sus insultos. ¿Jesús? ¿Quienes eeran esos? Continuó riendo tomando su abdomen con ambas garras ya que tantos insultos solo le generaban risa, incluso llegó a pensar que su forma de rechazar un beso era demasiado chistosa. Secó una de sus lágrimas cuando este pareció volver a relajarse, su forma de hablar era cuanto menos curiosa.
—No es problema, siempre es un placer ayudar a una persona en apuros. Te encontré ahí tirado y parece que habías tragado mucha agua, estuviste balbuceando cosas raras mientras trataba de reanimarte.—
Comentó la mink volviendo a su postura erguida, estirando sus garras al cielo y meneando su cintura mientras su cola se movía lentamente haciendo resonar cual cascabeles las improvisadas pesas atadas a esta.
—¿Venditas del mundi? No tengo ni idea que es eso. En cuanto a esto no es un disfraz son pesas, mire no son la gran cosa pero siempre las uso para entrenar.—
Berry cortó con sus garras las sogas haciendo que las pesas cayeran sobre la arena, levantando pequeñas nubes de polvo rosa con cada una. Incluso las piedras eran rosadas y al caer se confundían con la arena. Una vez liberada de sus ataduras, la mink comenzó a elongar sus brazos y piernas, haciendovque sus huesos crujieran. Incluso estiró su espalda como si de un cachorro se tratase, demostrando que su aspecto no era lo único salvaje en ella.
—Me llamo Berry, y soy tal como me miras. Bueno puedo cambiar un poco mi aspecto pero naturalmente soy asi, todo esto es natural nada artificial. Incluso mi cola y mis orejitas, no hay disfraz ni truco.—
Berry tomó su cola entre sus doradas garras y comenzó a jugar con ella demostrando que era parte de su cuerpo, incluso rodando en la arena mientras la abrazaba. Se sacudió tras un rato volviendo a acortar distancias con el hombre, olfateando e identificando su aroma.
—En cuanto al tono de la isla es un misterio y nadie lo sabe. He estado unos días buscando la razón pero no logro descubrirla, al principio pensé que era una especie de ilusión optica pero yo no me veo rosa y los habitantes de aqui tampoco tienen ese tono. Por lo que me he quedado sin muchas ideas. ¿Estás perdido? No creo que seas de por aquí por como hablas.—
Berry explicó las cosas con una mano en su mentón, mientras daba vueltas alrededor del hombre sin parar. Parecía que causaría un agujero en la arena de tanto caminar hasta que finalmente detuvo su andar al interrogarle sobre su origen. Estaba claro que el hombre no era alguien familiar a ese lugar, su modo de hablar incluso era muy diferente al de otros civiles, a la mink le recordaba a los estirados nobles que había conocido en algunas islas pero era muy extraño verlos en ese estado.
Suspiró colocando sus manos en la nuca mientras alzaba su vista al cielo, al menos este seguía azul por lo cual no era el reflejo del nismo. Otra teoría a descartar, de momento la isla lo hacía muy bien en negarle sus secretos a los desconocidos.
—No es problema, siempre es un placer ayudar a una persona en apuros. Te encontré ahí tirado y parece que habías tragado mucha agua, estuviste balbuceando cosas raras mientras trataba de reanimarte.—
Comentó la mink volviendo a su postura erguida, estirando sus garras al cielo y meneando su cintura mientras su cola se movía lentamente haciendo resonar cual cascabeles las improvisadas pesas atadas a esta.
—¿Venditas del mundi? No tengo ni idea que es eso. En cuanto a esto no es un disfraz son pesas, mire no son la gran cosa pero siempre las uso para entrenar.—
Berry cortó con sus garras las sogas haciendo que las pesas cayeran sobre la arena, levantando pequeñas nubes de polvo rosa con cada una. Incluso las piedras eran rosadas y al caer se confundían con la arena. Una vez liberada de sus ataduras, la mink comenzó a elongar sus brazos y piernas, haciendovque sus huesos crujieran. Incluso estiró su espalda como si de un cachorro se tratase, demostrando que su aspecto no era lo único salvaje en ella.
—Me llamo Berry, y soy tal como me miras. Bueno puedo cambiar un poco mi aspecto pero naturalmente soy asi, todo esto es natural nada artificial. Incluso mi cola y mis orejitas, no hay disfraz ni truco.—
Berry tomó su cola entre sus doradas garras y comenzó a jugar con ella demostrando que era parte de su cuerpo, incluso rodando en la arena mientras la abrazaba. Se sacudió tras un rato volviendo a acortar distancias con el hombre, olfateando e identificando su aroma.
—En cuanto al tono de la isla es un misterio y nadie lo sabe. He estado unos días buscando la razón pero no logro descubrirla, al principio pensé que era una especie de ilusión optica pero yo no me veo rosa y los habitantes de aqui tampoco tienen ese tono. Por lo que me he quedado sin muchas ideas. ¿Estás perdido? No creo que seas de por aquí por como hablas.—
Berry explicó las cosas con una mano en su mentón, mientras daba vueltas alrededor del hombre sin parar. Parecía que causaría un agujero en la arena de tanto caminar hasta que finalmente detuvo su andar al interrogarle sobre su origen. Estaba claro que el hombre no era alguien familiar a ese lugar, su modo de hablar incluso era muy diferente al de otros civiles, a la mink le recordaba a los estirados nobles que había conocido en algunas islas pero era muy extraño verlos en ese estado.
Suspiró colocando sus manos en la nuca mientras alzaba su vista al cielo, al menos este seguía azul por lo cual no era el reflejo del nismo. Otra teoría a descartar, de momento la isla lo hacía muy bien en negarle sus secretos a los desconocidos.
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—Tiene narices. Primero me amedrenta y luego se pitorrea.
Quizá antes, cuando mi dinero todavía olía a perfume, habría juzgado de otra forma a la mink. Aquella mañana, desoyendo al sentido común, agradecí su compañía, aunque no lo dijera; a pesar de la impresión que me causó la fuerza sobrehumana que le deduje cuando dejó caer las piedras que portaba, levantando un manto de arena que revoloteó hasta el mar.
La explicación parecía sacada de una fábula, pero el tono y la expresión de su rostro eran sinceros, así que escuché y asentí con parsimonia hasta que, a punto de concluir su perorata, se interesó por mi procedencia. Aquello me trajo recuerdos incómodos.
—Estoy más que perdido. Estoy echado a perder —dije, y como no pude sostenerle la mirada, hundí las manos en mis bolsillos y alcé también la vista al cielo. Una conjura de gaviotas lo había teñido de blanco guano. Me detuve un instante a saborear el espectáculo de aquella estampa. La playa, ruborizada, parecía una confitería repleta de delicias presentadas con maestría para endulzar la melancolía otoñal que me había arrastrado hasta allí. Suspiré. No sólo me carcomía la conciencia, también el anhelo.
Enseguida, y como no tenía intención de contagiarle mi abatimiento a mi acompañante, interpreté mi mejor sonrisa florentina ajeno al aire hambriento y escuálido de posguerra que había venido adquiriendo mi rostro a lo largo de mi desventura marina.
—Como siga usted gravitándome con tanto ímpetu, no descarto que se forme un tornado y me devuelva volando a mi puerto de partida. Entonces, todo este viajecito no me habrá servido de nada —bromeé, cruzando, desde el centro de la circunferencia, de un salto, el surco en la arena —, si le soy sincero, ahora mismo me comería una enciclopedia de tapa dura. Además, estoy ansioso por quitarme estos ropajes húmedos y ensangrentados. No quiero ser indiscreto, pero siento como si llevara envueltas en estropajos las vísceras menores.
Me aupé a una piedra que por su forma y pigmentos podría haber sido un gigantesco melocotón y, con una mano haciéndome de visera, oteé el horizonte.
—¿Sabría usted indicarme si hay por aquí alguna ciudad en la que reponer comida, bebida y comprar algo de ropa que no hieda a contenedor de pañales, Berry?
Al pronunciar su nombre, que compartía con la moneda de cuño internacional, se me vinieron a la cabeza dos cosas. La primera, que no tenía dinero, a ver cómo me las apañaba a partir de ahora; la segunda, que no me había presentado.
—Doblones. Soy Marcelo Doblones. Para servirle a usted y a su familia, sean bípedos o cuadrúpedos —Mentí. Había estado a punto de confesar mi nombre verdadero, pero una punzada repentina de desconfianza me empujó a improvisar en el último momento.
Quizá antes, cuando mi dinero todavía olía a perfume, habría juzgado de otra forma a la mink. Aquella mañana, desoyendo al sentido común, agradecí su compañía, aunque no lo dijera; a pesar de la impresión que me causó la fuerza sobrehumana que le deduje cuando dejó caer las piedras que portaba, levantando un manto de arena que revoloteó hasta el mar.
La explicación parecía sacada de una fábula, pero el tono y la expresión de su rostro eran sinceros, así que escuché y asentí con parsimonia hasta que, a punto de concluir su perorata, se interesó por mi procedencia. Aquello me trajo recuerdos incómodos.
—Estoy más que perdido. Estoy echado a perder —dije, y como no pude sostenerle la mirada, hundí las manos en mis bolsillos y alcé también la vista al cielo. Una conjura de gaviotas lo había teñido de blanco guano. Me detuve un instante a saborear el espectáculo de aquella estampa. La playa, ruborizada, parecía una confitería repleta de delicias presentadas con maestría para endulzar la melancolía otoñal que me había arrastrado hasta allí. Suspiré. No sólo me carcomía la conciencia, también el anhelo.
Enseguida, y como no tenía intención de contagiarle mi abatimiento a mi acompañante, interpreté mi mejor sonrisa florentina ajeno al aire hambriento y escuálido de posguerra que había venido adquiriendo mi rostro a lo largo de mi desventura marina.
—Como siga usted gravitándome con tanto ímpetu, no descarto que se forme un tornado y me devuelva volando a mi puerto de partida. Entonces, todo este viajecito no me habrá servido de nada —bromeé, cruzando, desde el centro de la circunferencia, de un salto, el surco en la arena —, si le soy sincero, ahora mismo me comería una enciclopedia de tapa dura. Además, estoy ansioso por quitarme estos ropajes húmedos y ensangrentados. No quiero ser indiscreto, pero siento como si llevara envueltas en estropajos las vísceras menores.
Me aupé a una piedra que por su forma y pigmentos podría haber sido un gigantesco melocotón y, con una mano haciéndome de visera, oteé el horizonte.
—¿Sabría usted indicarme si hay por aquí alguna ciudad en la que reponer comida, bebida y comprar algo de ropa que no hieda a contenedor de pañales, Berry?
Al pronunciar su nombre, que compartía con la moneda de cuño internacional, se me vinieron a la cabeza dos cosas. La primera, que no tenía dinero, a ver cómo me las apañaba a partir de ahora; la segunda, que no me había presentado.
—Doblones. Soy Marcelo Doblones. Para servirle a usted y a su familia, sean bípedos o cuadrúpedos —Mentí. Había estado a punto de confesar mi nombre verdadero, pero una punzada repentina de desconfianza me empujó a improvisar en el último momento.
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La mink seguía bastante sorprendida de aquel dramaturgo algo ido, apenas le seguía el hilo a ciertas cosas que balbuceaba e incluso su forma de expresarse le parecía de lo más anticuada, ni los más viejos en el cuartel daban tantas vueltas a lo que hablaban. Al menos los que había conocido en sus años de servicio, aunque supuso que tal manera de usar el lenguaje podía provenir de alguna isla que ella no conociera.
—¿Acabado? Te ves bien, eres bastante guapo aunque huelas a pescado.—
Berry levantó su pulgar y sonrió haciendo que su colmillo brillase al sentir la luz del sol, pudo notar un momento de tristeza y cierta melancolía en su voz. Por lo cual le dedicó su mejor sonrisa, al mal tiempo buena cara o eso aplicaba Berry incluso en los días más grises a menos que estuviera resfriada pero eso era otra historia.
—¿Por qué la traes puesta entonces?—
Preguntó la mink ante las palabras que llegaban a sus orejas, lamiendo su pelaje tras haber entendido lo primero como una broma ya que ella era incapaz de generar algo como un tornado. Sin embargo, todavía seguía algo verde en las costumbres humanas sobre todo en lo referido a las prendas de vestir.
—Por lo que sé en esta isla, solo hay una ciudad está a pocos metros y se puede ver a la distancia cruzando la playa en linea recta. Hay tiendas de ropa aunque son un poco peculiares, pff, que hay las hay pero creo que se te verán muy chistosas.—
La mink comenzó a aguantar la risa, las tiendas vendían la típica indumentaria okama, extravagantes prendas muy ajustadas y llamativas. De solo imaginar al hombre usando algo de eso sus cachetes se inflaron y su risa comenzó a escapar de sus labios mientras escupía aire.
—¿Marcelo? ¡Agachate y conocelo! ¡Bwahahahaha! Doblones y Berries navegando por el mar. Debe ser una broma del destino, ay que no me puedo aguantar la risa.—
Berry comenzó a reír golpeando la arena y pataleando como una niña ante un chiste tan absurdo como malo que dado la elegancia del hombre quizás solo ella entendiese. Tras un rato dando tumbos en el suelo, volvió a su postura cuadrupeda, secando las lágrimas de sus ojos.
—Mi familia vive lejos, muy lejos. Pero es un placer señor Doblones, si quiere le puedo acompañar a la ciudad para que haga sus compras. Digamos que ando haciendo turismo y ya he culminado mi rutina matutina.—
La mink se quedó observando, barriendo la arena con el movimiento de su cola, se notaba bastante tranquila y feliz pese a haber conocido al sujeto en extrañas y divertidas circunstancias. No le guardaba desconfianza o temor, más bien curiosidad por su manera de hablar y los motivos por los cuales había decidido viajar nadando en lugar de usar un transporte.
—¿Acabado? Te ves bien, eres bastante guapo aunque huelas a pescado.—
Berry levantó su pulgar y sonrió haciendo que su colmillo brillase al sentir la luz del sol, pudo notar un momento de tristeza y cierta melancolía en su voz. Por lo cual le dedicó su mejor sonrisa, al mal tiempo buena cara o eso aplicaba Berry incluso en los días más grises a menos que estuviera resfriada pero eso era otra historia.
—¿Por qué la traes puesta entonces?—
Preguntó la mink ante las palabras que llegaban a sus orejas, lamiendo su pelaje tras haber entendido lo primero como una broma ya que ella era incapaz de generar algo como un tornado. Sin embargo, todavía seguía algo verde en las costumbres humanas sobre todo en lo referido a las prendas de vestir.
—Por lo que sé en esta isla, solo hay una ciudad está a pocos metros y se puede ver a la distancia cruzando la playa en linea recta. Hay tiendas de ropa aunque son un poco peculiares, pff, que hay las hay pero creo que se te verán muy chistosas.—
La mink comenzó a aguantar la risa, las tiendas vendían la típica indumentaria okama, extravagantes prendas muy ajustadas y llamativas. De solo imaginar al hombre usando algo de eso sus cachetes se inflaron y su risa comenzó a escapar de sus labios mientras escupía aire.
—¿Marcelo? ¡Agachate y conocelo! ¡Bwahahahaha! Doblones y Berries navegando por el mar. Debe ser una broma del destino, ay que no me puedo aguantar la risa.—
Berry comenzó a reír golpeando la arena y pataleando como una niña ante un chiste tan absurdo como malo que dado la elegancia del hombre quizás solo ella entendiese. Tras un rato dando tumbos en el suelo, volvió a su postura cuadrupeda, secando las lágrimas de sus ojos.
—Mi familia vive lejos, muy lejos. Pero es un placer señor Doblones, si quiere le puedo acompañar a la ciudad para que haga sus compras. Digamos que ando haciendo turismo y ya he culminado mi rutina matutina.—
La mink se quedó observando, barriendo la arena con el movimiento de su cola, se notaba bastante tranquila y feliz pese a haber conocido al sujeto en extrañas y divertidas circunstancias. No le guardaba desconfianza o temor, más bien curiosidad por su manera de hablar y los motivos por los cuales había decidido viajar nadando en lugar de usar un transporte.
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Berry escribió:
—¿Marcelo? ¡Agachate y conocelo! ¡Bwahahahaha!
—Eso de primero. De segundo, Doblones: no me toque los cojones.
Saldado el pareado, agradecí el cumplido acerca de mi guapura, si bien no sabía cómo interpretarlo viniendo de una mezcla entre persona y bestia; me disculpé por el olor a pescado y me adherí con brío a la propuesta de poner rumbo de vuelta a la civilización. Decidí delegar el problema del dinero en mi suerte futura y, aunque extrañado por la reacción de mi acompañante cuando le pregunté por las tiendas de ropa, dejé que me guiara hacia la ciudad que decía conocer.
Al comienzo del camino, mi cuerpo delataba el cansancio. Si me hubiera parado a pensarlo, habría reparado en el hecho de que me dolían los huesos y hasta la memoria, fue la esperanza de que la senda por aquella orilla pudiera llevarme a un plato caliente, whisky y una muda limpia lo que me mantuvo en pie y a paso firme. Sin embargo, a medida que compartía conversaciones banales con la mink, iba advirtiendo que ésta era un prodigio de oyente. Cuando se reía, que ocurría a menudo, sus facciones afiladas se redondeaban en esa mueca genuina de quienes no pierden la inocencia con los años; aquello me enternecía y me animaba al verso. Así, poco a poco, el dolor pasó a un segundo plano y centré toda mi atención en elaborar una disertación antropológica sobre la conveniencia de cubrirse el cuerpo con ropa, cuando volvimos a tratar el asunto, que concluyó con un «y por eso, la potencia civilizatoria de las sociedades presentes la debemos a esa primera argucia del hombre recién evolucionado del homo erectus que fue taparse las vergüenza con peletería de mamut».
De aquella forma transcurrieron los veinte minutos que tardamos en llegar hasta un gran portón de piedra rosa con una leyenda en un idioma que desconocía presidiendo la entrada.
—Reino Kamabakka —leí, —de aquí salgo también políglota, ¿deberíamos entrar?
Berry
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Berry se sintió feliz de ver a alguien que compartiese su humor, pese a haber creído que no sería así. Respondió la broma con una carcajada, mientras le seguía durante el camino, tratando de prestar atención al relato de enciclopedia que el hombre se mandaba. Sus ojos se entrecerraban a menudo, algún que otro bostezo, la verdad tantos términos podían servir de somnifero. Berry ahora luchaba para no caer dormida mientras avanzaba, desconocía que el tema de la ropa viniese tan arraigado en el cerebro humano por lo que incluso entre tanto bostezo le fascinaba la charla.
—Entonces un hombre erecto se cubrió por tenerla pequeña...—
Y ahí iba de nuevo, confundiendo las palabras tan extrañas y esa términología abismal que el buen Doblones manejaba. La zorra casi sigue de largo, notando a los pocos pasos que el hombre se había detenido frente al cartel. Le dio curiosidad que alguien tan versado tuviera dificultades en leer un simple letrero, sin embargo, el nombre del asentamiento tampoco ayudaba.
—Bueno teniendo en cuenta que es el único asentamiento en toda la isla, debemos entrar. Las personas son amables y de seguro tendrán algo de comida y un lugar donde cambiarte, claro que si le caes bien a alguien puede que te regalen las cosas.—
Berry dejó escapar una leve risa, suponía que el hombre apenas tendría dinero si había naufragado pero en el tiempo que ella había estado no tuvo inconvenientes y le habían regalado incluso comida en el coliseo. Doblones podría probar su suerte en las apuestas o interesarse en el arte del combate para ganar unos berries. Los okamas no eran personas muy complicadas de tratar, al menos para ella que compartía muchas cosas como el gusto por la fiesta y el combate.
—Entonces un hombre erecto se cubrió por tenerla pequeña...—
Y ahí iba de nuevo, confundiendo las palabras tan extrañas y esa términología abismal que el buen Doblones manejaba. La zorra casi sigue de largo, notando a los pocos pasos que el hombre se había detenido frente al cartel. Le dio curiosidad que alguien tan versado tuviera dificultades en leer un simple letrero, sin embargo, el nombre del asentamiento tampoco ayudaba.
—Bueno teniendo en cuenta que es el único asentamiento en toda la isla, debemos entrar. Las personas son amables y de seguro tendrán algo de comida y un lugar donde cambiarte, claro que si le caes bien a alguien puede que te regalen las cosas.—
Berry dejó escapar una leve risa, suponía que el hombre apenas tendría dinero si había naufragado pero en el tiempo que ella había estado no tuvo inconvenientes y le habían regalado incluso comida en el coliseo. Doblones podría probar su suerte en las apuestas o interesarse en el arte del combate para ganar unos berries. Los okamas no eran personas muy complicadas de tratar, al menos para ella que compartía muchas cosas como el gusto por la fiesta y el combate.
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Haciendo caso de las indicaciones de la mink, atravesé el portón sin la menor sospecha de adónde nos llevarían nuestros pasos. Así, accedimos a lo que parecía ser la calle principal, cuyos comercios habían encendido ya sus luces, dibujando trazos de colores sobre el empedrado rosa. Un halo escarlata se desvanecía en el cielo, resaltando los contornos de las cornisas y los tejados, también de color rosa. Todavía no había transeúntes en la avenida, lo que yo atribuí a que aún era temprano. A lo lejos, se perfilaba un cartel con la forma de unas tijeras sobresaliendo de una hendidura en lo que parecía ser un trozo de tela y bajo el logotipo, se podía leer grabado en trazo fino: Boutique. Se me extendió una sonrisa bendita en los labios. Apuré el paso, pidiéndole a mi compañera que me siguiera y no me detuve hasta llegar a la local al que correspondía aquel cartel.
Ni corto ni perezoso, me pegué al escaparate como lo haría un limpiafondos a los cristales de un acuario, pero no conseguí ver más que prendas de ropa femenina presentadas en maniquíes de tallaje considerablemente mayor que el de la mujer promedio. —Salta a la vista que aquí las mozas cotizan de un espinazo olímpico-natatorio —ironicé, impresionado, revisando uno por uno todos los vestidos expuestos para cerciorarme de que no me lo había imaginado.
Me crucé de brazos, calibrando el asunto. Si aquellas eran las proporciones habituales de una fémina local, las de varón poco podrían corresponderse con mi estado actual de hombrecillo enjuto y huesudo. Finalmente, y como no estaba dispuesto a seguir envuelto en los andrajos malolientes que llevaba, opté por entrar. Con un poco de suerte, tendrían algo en la sección de menores que fuera de mi talla.
—Antes de que me fusione por injerto con este frontón acristalado, ¿haría el favor de seguirme adentro, Berry?
Así hicimos y como era de esperar, sólo había vestidos, faldas, medias y un estante con vistosas pelucas adornadas con diademas y racimos de plumas de algún ave que no conseguí identificar. Al fondo, tras un mostrador de madera teñida en, cómo no, rosa, sobresalía la cabeza con los rasgos más groseros que he visto en mi vida. Si hubiera tenido que resumir mi impresión de aquella cara habría dicho que era dinosáurica, y es que en vez de boca tenía fauces interminables sobre las que se posaban dos ojos diminutos y una nariz gorrinoide colocados en perfecta línea horizontal bajo una única ceja de tres dedos de ancho que cruzaba como una autopista su frente quilométrica. Además, estaba calvo.
—¿Buscan algo? —Preguntó el portador de aquel semblante imposible, con voz grave y dicción acelerada.
—Buenos días por la mañana, muy señor mío —dije, haciendo acopio de fuerzas en el acto para sobreponerme a la sorpresa de haberme encontrado de pronto con su cara—. Buscamos la sección de caballeros.
—¿¡Señor!? —Gritó. —Dama, querrá decir —, y se levantó, mostrando que llevaba puesto un vestido de volantes de tonos pastel del que sobresalían dos piernas y dos brazos tan musculosos como velludos.
—Lo menos duquesa —atajé, asustado, y mi cuerpo se cuadró por instinto en un impecable saludo militar. Miré a Berry por el rabillo del ojo en lo que fue una vana solicitud de auxilio.
—A ver, ¿no has leído la litografía del pórtico?
—Kama...¿cómo era?, ¡Kamabakka! —alcancé a responder.
—¿Sabes lo que quiere decir? —Lanzó aquella pregunta con sus ojos inundados de vileza y una sonrisa socarrona. —Ka, ma, ba, kka. Sólo travestis.
A partir de entonces, todo ocurrió tan rápido que apenas pude darme cuenta. Recuerdo que me giré hacia la mink y sin emitir sonido alguno, gesticulé con los labios un desesperado «¡Deberías haberme puesto sobre aviso!» Luego, nuestro anfitrión saltó sobre la mesa con agilidad felina y tomándome de la pechera, me lanzó a los probadores. Se metió conmigo en el cubículo y me quitó la ropa con la facilidad con la que se desgarra un envoltorio de papel. Haciendo gala de una destreza que ya querrían para sí los sastres de mi ciudad natal, me tomó las medidas necesarias y unas cuantas que no lo eran y se apresuró a traerme lo que consideró que debía vestir. Intenté negarme, pero insistió advirtiéndome que no me dejaría salir de allí sin ropa que se ajustara a las normas de su reino, así que cedí y me dejé hacer.
Diez minutos más tarde, estaba ya embutido en un bodi celeste y con medias de rejilla arañándome las piernas. Para rematar, me ofreció unos tacones con los que no podía caminar sin mantener permanente las rodillas flexionadas.
—Listo, estás divino. ¿Te lo llevas o probamos otra cosa?
En aquel momento, me vine abajo y supliqué —¡No!, ¡al probador otra vez no!, ¡esto está perfecto! —Lloré.
Ni corto ni perezoso, me pegué al escaparate como lo haría un limpiafondos a los cristales de un acuario, pero no conseguí ver más que prendas de ropa femenina presentadas en maniquíes de tallaje considerablemente mayor que el de la mujer promedio. —Salta a la vista que aquí las mozas cotizan de un espinazo olímpico-natatorio —ironicé, impresionado, revisando uno por uno todos los vestidos expuestos para cerciorarme de que no me lo había imaginado.
Me crucé de brazos, calibrando el asunto. Si aquellas eran las proporciones habituales de una fémina local, las de varón poco podrían corresponderse con mi estado actual de hombrecillo enjuto y huesudo. Finalmente, y como no estaba dispuesto a seguir envuelto en los andrajos malolientes que llevaba, opté por entrar. Con un poco de suerte, tendrían algo en la sección de menores que fuera de mi talla.
—Antes de que me fusione por injerto con este frontón acristalado, ¿haría el favor de seguirme adentro, Berry?
Así hicimos y como era de esperar, sólo había vestidos, faldas, medias y un estante con vistosas pelucas adornadas con diademas y racimos de plumas de algún ave que no conseguí identificar. Al fondo, tras un mostrador de madera teñida en, cómo no, rosa, sobresalía la cabeza con los rasgos más groseros que he visto en mi vida. Si hubiera tenido que resumir mi impresión de aquella cara habría dicho que era dinosáurica, y es que en vez de boca tenía fauces interminables sobre las que se posaban dos ojos diminutos y una nariz gorrinoide colocados en perfecta línea horizontal bajo una única ceja de tres dedos de ancho que cruzaba como una autopista su frente quilométrica. Además, estaba calvo.
—¿Buscan algo? —Preguntó el portador de aquel semblante imposible, con voz grave y dicción acelerada.
—Buenos días por la mañana, muy señor mío —dije, haciendo acopio de fuerzas en el acto para sobreponerme a la sorpresa de haberme encontrado de pronto con su cara—. Buscamos la sección de caballeros.
—¿¡Señor!? —Gritó. —Dama, querrá decir —, y se levantó, mostrando que llevaba puesto un vestido de volantes de tonos pastel del que sobresalían dos piernas y dos brazos tan musculosos como velludos.
—Lo menos duquesa —atajé, asustado, y mi cuerpo se cuadró por instinto en un impecable saludo militar. Miré a Berry por el rabillo del ojo en lo que fue una vana solicitud de auxilio.
—A ver, ¿no has leído la litografía del pórtico?
—Kama...¿cómo era?, ¡Kamabakka! —alcancé a responder.
—¿Sabes lo que quiere decir? —Lanzó aquella pregunta con sus ojos inundados de vileza y una sonrisa socarrona. —Ka, ma, ba, kka. Sólo travestis.
A partir de entonces, todo ocurrió tan rápido que apenas pude darme cuenta. Recuerdo que me giré hacia la mink y sin emitir sonido alguno, gesticulé con los labios un desesperado «¡Deberías haberme puesto sobre aviso!» Luego, nuestro anfitrión saltó sobre la mesa con agilidad felina y tomándome de la pechera, me lanzó a los probadores. Se metió conmigo en el cubículo y me quitó la ropa con la facilidad con la que se desgarra un envoltorio de papel. Haciendo gala de una destreza que ya querrían para sí los sastres de mi ciudad natal, me tomó las medidas necesarias y unas cuantas que no lo eran y se apresuró a traerme lo que consideró que debía vestir. Intenté negarme, pero insistió advirtiéndome que no me dejaría salir de allí sin ropa que se ajustara a las normas de su reino, así que cedí y me dejé hacer.
Diez minutos más tarde, estaba ya embutido en un bodi celeste y con medias de rejilla arañándome las piernas. Para rematar, me ofreció unos tacones con los que no podía caminar sin mantener permanente las rodillas flexionadas.
—Listo, estás divino. ¿Te lo llevas o probamos otra cosa?
En aquel momento, me vine abajo y supliqué —¡No!, ¡al probador otra vez no!, ¡esto está perfecto! —Lloré.
Berry
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Intelecto
Agudeza
Instinto
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Berry siguió en cuatro patas al forastero, con una sonrisa observando las cosas, esa ciudad tan rosa no era su estilo pero no estaba mal. Conocía sitios mucho más feos, aunque este era extravagante no llegaba al limite, al menos no para ella, su acompañante tampoco parecía muy afectado tras haber naufragado toda esa ciudad era mucho mejor que seguir varado en la playa con apenas idea de que hacer. Frenaron ante la boutique, Marcelo parecía bastante curioso frente a las prendas, incluso Berry llegó a dudar si estaba viendo visiones como en esas caricaturas donde los hambrientos tienden a fantasear con comida en lugar de la ropa expuesta. Sonrió al ser invitada a pasar y avanzó junto con él mientras saludaba al vendedor a un lado del mostrador, era un viejo conocido que esos días le había dado refugio y comida al confundirla con una especie de mascota parlante.
—¿Qué tal todo?—
Preguntó antes de reír ante el aparente miedo en el hombre al ver a un okama, Berry no pudo evitar reír ante toda la escena, riendo mientras se llevaban al hombre, riendo al verlo vestido con sus nuevas prendas y estallando en carcajadas aún más fuertes al verle renegar de volver al vestidor. Pataleaba en el suelo como una niña pequeña, riendo entre lágrimas mientras observaba al nuevo sujeto, incluso levantando su mirada para burlarse un rato.
—¿Marcela? ¡Bwahahaha! Te ves bien, te dije que la ropa de este lugar era bonita y las personas tan amables que te visten y todo. Pero bueno, si no quieres pagar una millonada por eso será mejor que hagas como yo y vayas al coliseo. Descuida, no te matarán ni mucho menos, todo es más bien un espectáculo y si accedes a ser la nueva atracción podrás ahorrarte el precio del vestido y además dan comida gratis a los gladiadores.—
La mink tomó del brazo al sujeto mientras saludaba al tendero tirando besitos, este respondió de la misma forma, recordando que tendría su agua y alimento preparado en la entrada para cuando regresasen. Berry se limitó a sonreír y relamer sus labios pensando en los trozos de carne que le tocarían como premio por haber llevado un nuevo cliente, tras un rato de andar y andar, en especial porque el hombre no era muy diestro a la hora de usar calzado con tacos llegaron al coliseo ubicado a pocas manzanas. Sonrió mientras señalaba la puerta, ansiosa por entrar y sentarse en las gradas a apoyar a su ahora "amiga".
—Mira, es aquí, dentro te van a explicar las cosas, el que prepara todo es muy amable y no te hará nada. Yo iré a buscar un sitio en la grada, practican el Okama Kenpo, no sé si lo conoces pero no debes temer puedes luchar como quieras siempre que no lleves armas porque cuidan bastante que nadie se lastime de gravedad. Si tienes hambre solo pide comida y podrás comer antes de ejercitar, esto será muy divertido, en especial para mi.—
Se separó del hombre hablando con el cuidador y contando en detalle lo ocurrido, este se limitó a asentir con la cabeza y llamar al nuevo participante para que no tuviese que pagar ninguna deuda. Berry parecía una más en aquella ciudad, a cada que se cruzaba saludaba, le hacían mimos y caricias en su cabeza, sus orejas o su cola mientras esta ronroneaba. Sin embargo, ninguno se atrevía a golpearle o incluso intentar intimidarla, incluso los más grandotes parecían mostrar cierto respeto por la zorra humanoide cuando pasaba cerca de ellos.
—Esa... es...—
—Sí es ella, ve y pídele un autógrafo o una caricia, no sé ¿Dará besos? Recuerdo que fue todo un show en el coliseo y sus golpes eran algo de otro universo, lo mejor que hemos visto en años.—
Comentaron dos Okamas que comenzaron a seguir a Berry para pedirle su firma y tomarse fotos con ella, si bien había participado una sola noche en el coliseo aún quedaban recuerdos de sus peleas y algunos admiradores ya habían comenzado la campaña para que volviese a participar en un futuro. La mink simplemente se limitaba a disfrutarlo, para ella era divertido, todo en la ciudad lo era tan solo debía esperar para ver si Marcelo conseguía disfrutar de tal fama o de lo contrario se convertiría en el alivio cómico de esa función.
—¿Qué tal todo?—
Preguntó antes de reír ante el aparente miedo en el hombre al ver a un okama, Berry no pudo evitar reír ante toda la escena, riendo mientras se llevaban al hombre, riendo al verlo vestido con sus nuevas prendas y estallando en carcajadas aún más fuertes al verle renegar de volver al vestidor. Pataleaba en el suelo como una niña pequeña, riendo entre lágrimas mientras observaba al nuevo sujeto, incluso levantando su mirada para burlarse un rato.
—¿Marcela? ¡Bwahahaha! Te ves bien, te dije que la ropa de este lugar era bonita y las personas tan amables que te visten y todo. Pero bueno, si no quieres pagar una millonada por eso será mejor que hagas como yo y vayas al coliseo. Descuida, no te matarán ni mucho menos, todo es más bien un espectáculo y si accedes a ser la nueva atracción podrás ahorrarte el precio del vestido y además dan comida gratis a los gladiadores.—
La mink tomó del brazo al sujeto mientras saludaba al tendero tirando besitos, este respondió de la misma forma, recordando que tendría su agua y alimento preparado en la entrada para cuando regresasen. Berry se limitó a sonreír y relamer sus labios pensando en los trozos de carne que le tocarían como premio por haber llevado un nuevo cliente, tras un rato de andar y andar, en especial porque el hombre no era muy diestro a la hora de usar calzado con tacos llegaron al coliseo ubicado a pocas manzanas. Sonrió mientras señalaba la puerta, ansiosa por entrar y sentarse en las gradas a apoyar a su ahora "amiga".
—Mira, es aquí, dentro te van a explicar las cosas, el que prepara todo es muy amable y no te hará nada. Yo iré a buscar un sitio en la grada, practican el Okama Kenpo, no sé si lo conoces pero no debes temer puedes luchar como quieras siempre que no lleves armas porque cuidan bastante que nadie se lastime de gravedad. Si tienes hambre solo pide comida y podrás comer antes de ejercitar, esto será muy divertido, en especial para mi.—
Se separó del hombre hablando con el cuidador y contando en detalle lo ocurrido, este se limitó a asentir con la cabeza y llamar al nuevo participante para que no tuviese que pagar ninguna deuda. Berry parecía una más en aquella ciudad, a cada que se cruzaba saludaba, le hacían mimos y caricias en su cabeza, sus orejas o su cola mientras esta ronroneaba. Sin embargo, ninguno se atrevía a golpearle o incluso intentar intimidarla, incluso los más grandotes parecían mostrar cierto respeto por la zorra humanoide cuando pasaba cerca de ellos.
—Esa... es...—
—Sí es ella, ve y pídele un autógrafo o una caricia, no sé ¿Dará besos? Recuerdo que fue todo un show en el coliseo y sus golpes eran algo de otro universo, lo mejor que hemos visto en años.—
Comentaron dos Okamas que comenzaron a seguir a Berry para pedirle su firma y tomarse fotos con ella, si bien había participado una sola noche en el coliseo aún quedaban recuerdos de sus peleas y algunos admiradores ya habían comenzado la campaña para que volviese a participar en un futuro. La mink simplemente se limitaba a disfrutarlo, para ella era divertido, todo en la ciudad lo era tan solo debía esperar para ver si Marcelo conseguía disfrutar de tal fama o de lo contrario se convertiría en el alivio cómico de esa función.
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