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—¡Buena suerte! —dijo Leblanque con sorna. El gesto con el que me había sacado del barco había sido tan gentil como un guantazo con la mano abierta. Que me había echado del navío, vamos. ¿Que por qué? Pues lo cierto era que no lo tenía demasiado claro. Tras todo lo acontecido en aquella condenada isla invernal formada a base de nieve, hielo y frío, habíamos puesto rumbo a algún otro montón de tierra plagado de problemas.
No obstante, en algún momento debía haber llegado un aviso de que algo estaba aconteciendo en otro lugar, porque nos habíamos desviado y el vicealmirante se había tomado la molestia de explicarme la situación. Sí, pero el problema era que sus palabras habían pasado a mi alrededor con evidente intención de evitarme. No sabía dónde me encontraba ni por qué, y eso era un problema. El resto de la brigada volvería en algún momento y esperaría que hubiese solucionado... algo.
Cuando quise darme cuenta, ya no había pasarela a mis espaldas y Coralle me despedía con la mano desde la distancia. A mi alrededor, la nueva integrante del grupo. Aoi era la única que había intentado poner algo de sentido común en la fiesta de golpes contra el zoológico de Sakura. Era evidente que no se encontraba allí por azar. Más incluso: ambos debíamos haber desembarcado por la misma razón.
Abrí la boca, dispuesto a preguntarle si ella tenía la menor idea de qué debíamos hacer. ¿Por qué demonios nunca escuchaba a mis superiores cuando me hablaban? ¡Sabía de sobra que casi siempre se dirigían a mí para informarme de algo que me concernía! Sin embargo, no tardé en darme cuenta del pésimo lugar en que esa cuestión me dejaría. Todos en la tripulación conocían en mayor o menor medida mi reputación y mi tendencia a olvidar o ignorar lo que sucedía a mi alrededor. Muchas me habían sufrido en sus propias carnes, pero quizás la nueva no estuviese tan al tanto como los demás. Por una vez, decidí prolongar todo lo posible el tiempo que mi buena imagen —si es que la tenía— pudiese durar.
—¿Vamos? —dije sin más, abandonando la zona destinada al embarque y desembarque de personas y mercancías. El puerto se encontraba bastante concurrido a aquella hora. ¿Qué debía hacer?
Cuando quise darme cuenta, algo o alguien aferró la manga de mi túnica y me sacó a la fuerza de la muchedumbre. Un hombre de escasa estatura y todavía menos pelo en la cabeza me ocultó tras una pila de cajas que aguardaba a ser cargada en algún barco.
—¡Pedí discreción! ¡Formaba parte del trato! —me recriminó, ahogando un grito de furia en un susurro. Dirigí un rápido vistazo hacia atrás, rezando por hallar la figura de Aoi y, al mismo tiempo, suplicando que supiese quién era ese sujeto o a qué se refería.
No obstante, en algún momento debía haber llegado un aviso de que algo estaba aconteciendo en otro lugar, porque nos habíamos desviado y el vicealmirante se había tomado la molestia de explicarme la situación. Sí, pero el problema era que sus palabras habían pasado a mi alrededor con evidente intención de evitarme. No sabía dónde me encontraba ni por qué, y eso era un problema. El resto de la brigada volvería en algún momento y esperaría que hubiese solucionado... algo.
Cuando quise darme cuenta, ya no había pasarela a mis espaldas y Coralle me despedía con la mano desde la distancia. A mi alrededor, la nueva integrante del grupo. Aoi era la única que había intentado poner algo de sentido común en la fiesta de golpes contra el zoológico de Sakura. Era evidente que no se encontraba allí por azar. Más incluso: ambos debíamos haber desembarcado por la misma razón.
Abrí la boca, dispuesto a preguntarle si ella tenía la menor idea de qué debíamos hacer. ¿Por qué demonios nunca escuchaba a mis superiores cuando me hablaban? ¡Sabía de sobra que casi siempre se dirigían a mí para informarme de algo que me concernía! Sin embargo, no tardé en darme cuenta del pésimo lugar en que esa cuestión me dejaría. Todos en la tripulación conocían en mayor o menor medida mi reputación y mi tendencia a olvidar o ignorar lo que sucedía a mi alrededor. Muchas me habían sufrido en sus propias carnes, pero quizás la nueva no estuviese tan al tanto como los demás. Por una vez, decidí prolongar todo lo posible el tiempo que mi buena imagen —si es que la tenía— pudiese durar.
—¿Vamos? —dije sin más, abandonando la zona destinada al embarque y desembarque de personas y mercancías. El puerto se encontraba bastante concurrido a aquella hora. ¿Qué debía hacer?
Cuando quise darme cuenta, algo o alguien aferró la manga de mi túnica y me sacó a la fuerza de la muchedumbre. Un hombre de escasa estatura y todavía menos pelo en la cabeza me ocultó tras una pila de cajas que aguardaba a ser cargada en algún barco.
—¡Pedí discreción! ¡Formaba parte del trato! —me recriminó, ahogando un grito de furia en un susurro. Dirigí un rápido vistazo hacia atrás, rezando por hallar la figura de Aoi y, al mismo tiempo, suplicando que supiese quién era ese sujeto o a qué se refería.
Azumane Aoi
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Akuma no mi
Varios
Bla, bla, bla, esta es tu última oportunidad. Bla, bla, bla, si superas esta misión con éxito. Bla, bla, bla, Dressrosa, bla, bla bla, discreción, bla, bla bla, necesito que te lo tomes en serio, bla, bla, bla, esperanzas en ti, bla, bla, bla...
El sermón que le había dado su superior salía por una oreja casi instantáneamente después de haber entrado por la otra, como solía suceder cada vez que algún superior le empezaba a dar discursitos sobre su comportamiento, o sobre su vestimenta, o sobre su falta de disciplina, o sobre cualquier cosa que ella fuese, hiciese o se pusiese, en general. Debido al intenso entrenamiento en Marineford y los excesivos gritos, resoplidos resignados y sermones que recibía día sí y día también, Aoi ya entraba en piloto automático en cuanto un superior tocaba siquiera el tema de su comportamiento o de su futuro en la Marina.
Y ese había sido el error fatal que había cometido el Vicealmirante Zuko, en un fallido intento de motivar a su recién llegada subordinada para no tirar su futuro como marine por la borda.
El Vicealmirante había sido informado, vía Denden, de que Aoi era requerida en el cuartel para recibir "medidas disciplinarias especiales" debido a su completa falta de disciplina y respeto por la jerarquía. Lo que la Marina quería hacer con ella era un misterio, pero probablemente no sería nada bueno. Debido a ello, Zuko había querido rescatar a su cadete, ofreciéndole una última oportunidad de brillar por su talento para evitar sufrir su inevitable destino. Aunque, por supuesto, en aquellos momentos Aoi no sabía absolutamente nada al respecto. Y, posiblemente, el conocer aquella información no habría cambiado absolutamente nada. Para ser sinceros, la muchacha se preguntaba desde hacía semanas por qué no, simplemente, la echaban. Aunque sentía curiosidad por descubrir el motivo, y había hecho amigos en el cuartel, así que no le importaba quedarse.
Fuese como fuese, Aoi estaba poniendo pie en Dressrosa sin tener la más remota idea de por qué. Por suerte, pensaba ella, iba acompañada de uno de sus superiores. Uno de esos que parecía responsable. O... ¿era ese el que no había hecho absolutamente nada en Sakura? ¿Era acaso una conducta responsable el no hacer nada durante una misión? Aunque quizá era responsable tomar la decisión de que su intervención no era necesaria para resolver el conflicto. O quizá no estaba de acuerdo con el desarrollo de la misión, como ella, y se había negado a participar en la misma.
Aunque a lo peor simplemente era vago.
Aoi se rascó la mejilla, intentando discernir si aquella persona a su lado era de fiar o no. El rubio la interpeló entonces, apremiándola a ir a alguna parte. Ah, entonces debía saber a dónde tenían que ir, al menos. Eso era un alivio.
―Sí, será lo mejor. Han dicho que vienen a buscarnos en unas horas -convino la novata, echando un vistazo a su alrededor.
Visitar dos islas seguidas tras no haber salido en su vida de la suya, y luego verse encerrada en un cuartel marine, era sin duda una experiencia emocionante para la joven, que absorbía cada centímetro de aquel puerto, cada pieza de ropa llamativa, cada carcajada contagiosa y cada objeto inusual con el que se topaban sus ojos.
Al menos había podido quitarse las estúpidas botas. A diferencia de Sakura, Dressrosa tenía un clima tirando a cálido, aunque no excesivamente caluroso, así que había abandonado su capa, guantes, gorro y botas en el barco, y ahora meneaba los deditos de los pies con felicidad, al notar la conocida sensación de la piedra rascándole las plantas de los pies descalzos.
No recordaba qué era lo que tenían que hacer, pero sí se había quedado con el trocito de información que mencionaba la discreción y les daba permiso para no tener que llevar el uniforme de la Marina, y por eso había ido corriendo al camarote a cambiarse de ropa en cuanto Zuko había dejado de hablar, para ponerse su vestido asimétrico de uso diario, que le ofrecía muchísima más comodidad y libertad de movimiento.
Distraída como estaba absorbiendo cada detalle de aquel lugar desconocido, no se dio cuenta de que su compañero había desaparecido hasta que miró en la dirección donde éste debía estar y se encontró el hueco desocupado.
―¡Ah! Que se me ha perdido el rubio -saltó en voz alta, mirando a todos lados e intentando discernir aquella cabellera plateada, sedosa y mil veces mejor cuidada que la suya, entre la multitud. La encontró un poco más allá, brillando al sol del mediodía tras unas cajas, y emitió un suspiro de alivio antes de acercarse, pensando que tenía suerte de tener un pelo tan fácil de identificar en aquella marabunta de gente.
Si Aoi tuviese algún tipo de rutina de autocuidado, quizá le habría preguntado qué tipo de acondicionador utilizaba para mantener aquella melena tan mansa y sedosa, pero a Aoi nunca le importaron esas cosas, y la maraña salvaje sujeta de cualquier manera en una subespecie de moño mal hecho al que ella llamaba pelo era una muestra más que clara.
―Ahí estás. Oh -soltó, al ver a la figura pequeña que había agarrado a su compañero y los miraba con ojos apremiantes-. ¡Ah! -saltó a continuación, al tiempo que su cerebro sumaba dos y dos e intuía que aquel tipo debía tener que ver con la misión-. Después de usted, buen hombre -indicó la muchacha, haciendo una seña para permitirle el paso al desconocido.
―Tú tampoco vienes muy discreta, pero por lo menos no llevas el uniforme de la Marina... Tendréis que valer -refunfuñó con resignación el señor, soltando a Iulio-. Seguidme -susurró a continuación-, y procurad no llamar la atención.
Aoi miró a Iulio.
―Eso. Discreción. Zuko lo dejó bastante claro. Lo de la discreción -aseguró la muchacha, fingiendo saber más de lo que sabía en un intento por no descubrir que no tenía ni idea de quién era ese señor, a dónde los llevaba o qué debían hacer con exactitud.
Sin más inri, echó a caminar tras el hombre, que los alejó del puerto y los adentró en la ciudad utilizando callejuelas secundarias y poco transitadas.
El sermón que le había dado su superior salía por una oreja casi instantáneamente después de haber entrado por la otra, como solía suceder cada vez que algún superior le empezaba a dar discursitos sobre su comportamiento, o sobre su vestimenta, o sobre su falta de disciplina, o sobre cualquier cosa que ella fuese, hiciese o se pusiese, en general. Debido al intenso entrenamiento en Marineford y los excesivos gritos, resoplidos resignados y sermones que recibía día sí y día también, Aoi ya entraba en piloto automático en cuanto un superior tocaba siquiera el tema de su comportamiento o de su futuro en la Marina.
Y ese había sido el error fatal que había cometido el Vicealmirante Zuko, en un fallido intento de motivar a su recién llegada subordinada para no tirar su futuro como marine por la borda.
El Vicealmirante había sido informado, vía Denden, de que Aoi era requerida en el cuartel para recibir "medidas disciplinarias especiales" debido a su completa falta de disciplina y respeto por la jerarquía. Lo que la Marina quería hacer con ella era un misterio, pero probablemente no sería nada bueno. Debido a ello, Zuko había querido rescatar a su cadete, ofreciéndole una última oportunidad de brillar por su talento para evitar sufrir su inevitable destino. Aunque, por supuesto, en aquellos momentos Aoi no sabía absolutamente nada al respecto. Y, posiblemente, el conocer aquella información no habría cambiado absolutamente nada. Para ser sinceros, la muchacha se preguntaba desde hacía semanas por qué no, simplemente, la echaban. Aunque sentía curiosidad por descubrir el motivo, y había hecho amigos en el cuartel, así que no le importaba quedarse.
Fuese como fuese, Aoi estaba poniendo pie en Dressrosa sin tener la más remota idea de por qué. Por suerte, pensaba ella, iba acompañada de uno de sus superiores. Uno de esos que parecía responsable. O... ¿era ese el que no había hecho absolutamente nada en Sakura? ¿Era acaso una conducta responsable el no hacer nada durante una misión? Aunque quizá era responsable tomar la decisión de que su intervención no era necesaria para resolver el conflicto. O quizá no estaba de acuerdo con el desarrollo de la misión, como ella, y se había negado a participar en la misma.
Aunque a lo peor simplemente era vago.
Aoi se rascó la mejilla, intentando discernir si aquella persona a su lado era de fiar o no. El rubio la interpeló entonces, apremiándola a ir a alguna parte. Ah, entonces debía saber a dónde tenían que ir, al menos. Eso era un alivio.
―Sí, será lo mejor. Han dicho que vienen a buscarnos en unas horas -convino la novata, echando un vistazo a su alrededor.
Visitar dos islas seguidas tras no haber salido en su vida de la suya, y luego verse encerrada en un cuartel marine, era sin duda una experiencia emocionante para la joven, que absorbía cada centímetro de aquel puerto, cada pieza de ropa llamativa, cada carcajada contagiosa y cada objeto inusual con el que se topaban sus ojos.
Al menos había podido quitarse las estúpidas botas. A diferencia de Sakura, Dressrosa tenía un clima tirando a cálido, aunque no excesivamente caluroso, así que había abandonado su capa, guantes, gorro y botas en el barco, y ahora meneaba los deditos de los pies con felicidad, al notar la conocida sensación de la piedra rascándole las plantas de los pies descalzos.
No recordaba qué era lo que tenían que hacer, pero sí se había quedado con el trocito de información que mencionaba la discreción y les daba permiso para no tener que llevar el uniforme de la Marina, y por eso había ido corriendo al camarote a cambiarse de ropa en cuanto Zuko había dejado de hablar, para ponerse su vestido asimétrico de uso diario, que le ofrecía muchísima más comodidad y libertad de movimiento.
Distraída como estaba absorbiendo cada detalle de aquel lugar desconocido, no se dio cuenta de que su compañero había desaparecido hasta que miró en la dirección donde éste debía estar y se encontró el hueco desocupado.
―¡Ah! Que se me ha perdido el rubio -saltó en voz alta, mirando a todos lados e intentando discernir aquella cabellera plateada, sedosa y mil veces mejor cuidada que la suya, entre la multitud. La encontró un poco más allá, brillando al sol del mediodía tras unas cajas, y emitió un suspiro de alivio antes de acercarse, pensando que tenía suerte de tener un pelo tan fácil de identificar en aquella marabunta de gente.
Si Aoi tuviese algún tipo de rutina de autocuidado, quizá le habría preguntado qué tipo de acondicionador utilizaba para mantener aquella melena tan mansa y sedosa, pero a Aoi nunca le importaron esas cosas, y la maraña salvaje sujeta de cualquier manera en una subespecie de moño mal hecho al que ella llamaba pelo era una muestra más que clara.
―Ahí estás. Oh -soltó, al ver a la figura pequeña que había agarrado a su compañero y los miraba con ojos apremiantes-. ¡Ah! -saltó a continuación, al tiempo que su cerebro sumaba dos y dos e intuía que aquel tipo debía tener que ver con la misión-. Después de usted, buen hombre -indicó la muchacha, haciendo una seña para permitirle el paso al desconocido.
―Tú tampoco vienes muy discreta, pero por lo menos no llevas el uniforme de la Marina... Tendréis que valer -refunfuñó con resignación el señor, soltando a Iulio-. Seguidme -susurró a continuación-, y procurad no llamar la atención.
Aoi miró a Iulio.
―Eso. Discreción. Zuko lo dejó bastante claro. Lo de la discreción -aseguró la muchacha, fingiendo saber más de lo que sabía en un intento por no descubrir que no tenía ni idea de quién era ese señor, a dónde los llevaba o qué debían hacer con exactitud.
Sin más inri, echó a caminar tras el hombre, que los alejó del puerto y los adentró en la ciudad utilizando callejuelas secundarias y poco transitadas.
Por desgracia para mí seguía tan perdido como hacía unos minutos. Sí, un tipo desconocido me había reconocido, me había cogido de la manga y me había sacado de la muchedumbre. De acuerdo, Aoi había vuelto a aparecer de a saber dónde y asentía de vez en cuando a las palabras del desconocido. Pero hasta ahí. ¿Por qué ninguno de los dos hablaba claramente sobre el motivo de que estuviésemos allí?
Lo que quedaba meridianamente claro según las palabras de ambos era que no debíamos desentonar. Nada de uniformes, saludos militares ni nada por el estilo. No tenía ningún problema con eso, pero el atuendo que llevaba bajo la túnica clamaba a voces mi identidad. La cerré hasta que el blanco dejó de ser visible, causando que el rostro del hombre se relajase un poco.
—Mucho mejor —comentó con cierto temor, extrayendo un pañuelo de un bolsillo y secándose el sudor de la frente. Era nerviosismo puro y duro, pues allí no hacía calor. ¿Qué demonios le pasaba?—. Bueno, acompañadme.
Guardé silencio y empecé a andar sin más. De vez en cuando dirigía una fugaz mirada a Aoi. Tal vez tuviese a bien intentar comentar algún detalle de la misión; quizás se dignase a despejar inconscientemente las incógnitas que me hacían dudar de cada paso que daba. «Eso sería demasiado fácil, imbécil. Demasiado bonito para ser verdad», me dije, suspirando justo antes de girar por séptima vez en una esquina. ¿Nos llevaba a algún sitio o estaba haciendo de guía turístico?
No tardó en quedar claro que la correcta era la primera opción. El paisaje cambió de forma radical al torcer por novena vez. Las construcciones, sometidas al paso del tiempo en mayor o menor medida —pero acabadas, eso sí—, desaparecieron para ser sustituidas por armazones de edificios, grúas, materiales de construcción y alboroto, mucho alboroto.
—Aquí termina mi labor —dijo de repente el señor—. Confío en vosotros. Ayudadnos, por favor.
¿Ayudar a quién? Pero no había espacio para las preguntas. De hecho, ni aunque hubiese querido me habría encontrado en situación de hacérselas. Preso de la misma ansiedad que había demostrado en todo momento, la que había guiado sus rápidos y cortos pasos, desapareció con la misma celeridad que había aparecido.
«¿Y ahora qué?», me pregunté, mas la respuesta llegó hasta mí sin ir a buscarla. Lo hizo en forma escandalera, de gritos reivindicativos proferidos contra algo o alguien muy concreto. Una muchedumbre de obreros se había congregado frente a una pequeña edificación. Si era el centro desde el que se coordinaban las obras o un almacén me era desconocido, pero ondeaban trozos de tela y coreaban con furia:
—¡Abajo el explotador! ¡Fuera los negreros!
Los cánticos se repetían sin cesar. Movido únicamente por la inercia, me aproximé a ellos con la cautela de quien ignora dónde se mete. No sabía si aquél era el problema que debíamos solucionar, aunque resultaba evidente que un problema sí que había. Más aún, suponiendo que debiésemos intervenir... ¿de parte de quién teníamos que estar? ¿Llevaban la razón los albañiles o el empresario al que suponía que estaban increpando?
—Ten cuidado —se me ocurrió decir a mi compañera—, que todavía nos vamos de aquí con un ladrillazo en la cabeza. —Aquel comentario era tan estúpido que llegaba a resultar repulsivo, pues era evidente que ese supuesto ladrillazo pasaría a través de mí como si nada. Bueno... lo importante era que la nueva pillase el concepto.
Lo que quedaba meridianamente claro según las palabras de ambos era que no debíamos desentonar. Nada de uniformes, saludos militares ni nada por el estilo. No tenía ningún problema con eso, pero el atuendo que llevaba bajo la túnica clamaba a voces mi identidad. La cerré hasta que el blanco dejó de ser visible, causando que el rostro del hombre se relajase un poco.
—Mucho mejor —comentó con cierto temor, extrayendo un pañuelo de un bolsillo y secándose el sudor de la frente. Era nerviosismo puro y duro, pues allí no hacía calor. ¿Qué demonios le pasaba?—. Bueno, acompañadme.
Guardé silencio y empecé a andar sin más. De vez en cuando dirigía una fugaz mirada a Aoi. Tal vez tuviese a bien intentar comentar algún detalle de la misión; quizás se dignase a despejar inconscientemente las incógnitas que me hacían dudar de cada paso que daba. «Eso sería demasiado fácil, imbécil. Demasiado bonito para ser verdad», me dije, suspirando justo antes de girar por séptima vez en una esquina. ¿Nos llevaba a algún sitio o estaba haciendo de guía turístico?
No tardó en quedar claro que la correcta era la primera opción. El paisaje cambió de forma radical al torcer por novena vez. Las construcciones, sometidas al paso del tiempo en mayor o menor medida —pero acabadas, eso sí—, desaparecieron para ser sustituidas por armazones de edificios, grúas, materiales de construcción y alboroto, mucho alboroto.
—Aquí termina mi labor —dijo de repente el señor—. Confío en vosotros. Ayudadnos, por favor.
¿Ayudar a quién? Pero no había espacio para las preguntas. De hecho, ni aunque hubiese querido me habría encontrado en situación de hacérselas. Preso de la misma ansiedad que había demostrado en todo momento, la que había guiado sus rápidos y cortos pasos, desapareció con la misma celeridad que había aparecido.
«¿Y ahora qué?», me pregunté, mas la respuesta llegó hasta mí sin ir a buscarla. Lo hizo en forma escandalera, de gritos reivindicativos proferidos contra algo o alguien muy concreto. Una muchedumbre de obreros se había congregado frente a una pequeña edificación. Si era el centro desde el que se coordinaban las obras o un almacén me era desconocido, pero ondeaban trozos de tela y coreaban con furia:
—¡Abajo el explotador! ¡Fuera los negreros!
Los cánticos se repetían sin cesar. Movido únicamente por la inercia, me aproximé a ellos con la cautela de quien ignora dónde se mete. No sabía si aquél era el problema que debíamos solucionar, aunque resultaba evidente que un problema sí que había. Más aún, suponiendo que debiésemos intervenir... ¿de parte de quién teníamos que estar? ¿Llevaban la razón los albañiles o el empresario al que suponía que estaban increpando?
—Ten cuidado —se me ocurrió decir a mi compañera—, que todavía nos vamos de aquí con un ladrillazo en la cabeza. —Aquel comentario era tan estúpido que llegaba a resultar repulsivo, pues era evidente que ese supuesto ladrillazo pasaría a través de mí como si nada. Bueno... lo importante era que la nueva pillase el concepto.
Azumane Aoi
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Fortaleza
Velocidad
Agilidad
Destreza
Precisión
Intelecto
Agudeza
Instinto
Energía
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Akuma no mi
Varios
El señor los condujo por las callejuelas de la ciudad como si se las conociese mejor que la palma de su propia mano.
Aoi procuraba prestar atención para no perderse en el camino de vuelta y poder encontrar el puerto, pero después del quinto giro de esquina aleatoria ya no sabía dónde estaba, ni por dónde había venido, y tampoco sabía hacia dónde iba.
En caso de emergencia, pensaba la novata mientras se apartaba un mechón de pelo del rostro, siempre podía escalar alguno de esos edificios para tener buena visibilidad. O preguntarle a su compañero el brillos, que para algo era su superior, y el único responsable en esa misión. Responsable por partida doble, quizá, porque la responsabilidad de Aoi como persona siempre había tendido a brillar por su ausencia.
Aquella ciudad le recordaba un poco a las callejuelas mugrientas y oscuras de la capital de Ba Sing Se, donde había pasado sus últimos seis años de vida. Esas calles secundarias sinuosas, sospechosas, oscuras y malolientes que solo frecuentaban las personas a las que no les gusta el sol, o aquellas que prefieren no ser vistas, eran mucho más acogedoras para ella que las grandes avenidas o las rutas principales, tan amplias y llenas de luz. De hecho, el cuchitril de mala muerte al que llamaba su hogar estaba situado en una de esas callejuelas inmundas, y siempre tenía que andarse con ojo de camino a casa, para no cortarse con los trozos de las botellas de alcohol rotas desperdigadas por el suelo, o pincharse con esas agujas sospechosas que se multiplicaban casi mágicamente del día a la noche.
Aquellos suelos estaban más limpios, sin embargo, tal y como se percató Aoi al mirarse los pies descalzos y ver que la piedra del pavimento carecía de manchas sospechosas, cristales rotos o productos desechados de drogas variadas. Se daba cuenta, también, de que su compañero marine le echaba miradas furtivas de vez en cuando, aunque se imaginó que estaría juzgando su comportamiento para reportarlo cuando regresasen, o asegurándose de que no hacía nada malo.
Giraron una sexta, séptima y octava vez, y Aoi ya tenía la sensación de que estaban moviéndose en círculos y habían dado marcha atrás en algún momento. ¿Quizá el señor se había equivocado de calle y no quería admitirlo? O quizá la que se equivocaba era ella. Fuese como fuese, tras un giro más por aquellas calles sinuosas llegaron a una zona en construcción, más abierta.
Había varios armazones de edificios alzados frente a ellos, señal de que estaban construyendo una urbanización entera en esa zona.
El señor los abandonó y huyó como quien le persigue el demonio, dejándolos tirados en un lugar desconocido y sin darles mayores detalles. Aoi reprimió un gesto de aprehensión, al verse inútil y sin conocimiento de dónde estaban, por qué estaban ahí o qué era lo que tenían que hacer. Echó un vistazo hacia su superior, que parecía estar mucho más enterado de todo, y se dio cuenta de que se estaba acercando al grupo de personas que chillaban un poco más allá, así que apuró el paso para alcanzarlo.
Aquella gente, por su forma de vestir y sus manifiestos exigentes podrían ser identificados con poca complicación como los trabajadores de aquel complejo urbanístico. Probablemente albañiles, carpinteros y otro tipo de artesanos que participaban en la construcción de esos altos edificios. Los cánticos que soltaban a pleno pulmón eran bastante genéricos, así que tampoco ofrecían mucha información acerca de lo que acontecía.
No obstante, Aoi sabía sumar dos y dos, incluso cuando estaba sobria, y a su cerebro no le costó chispear y crear la idea de que los trabajadores estaban siendo explotados y la marina había sido llamada allí para ayudarlos. ¿O quizá los trabajadores eran unos vagos quejicas y a quien debían ayudar era al arquitecto o empresario al cargo de la construcción?
Su compañero mencionó algo de lanzar ladrillos a cabezas, y tan sólo el pensamiento dolía, pero Aoi estaba demasiado ocupada pensando como para dignarse a responder.
—¡Abajo el explotador! -repetían los manifestantes, alzando sus puños irados hacia la ventana del primer piso del único edificio terminado, considerablemente más pequeño que los que estaban en construcción-. ¡Somos humanos y tenemos derechos! ¡Somos humanos y tenemos derechos!
La tropa de manifestantes comenzó a repetir lo mismo una y otra vez. Parecían estar liderados por el tipo con el casco de obra y el megáfono, al menos a nivel de cánticos y chillidos.
Para Aoi, lo más lógico habría sido ayudar a los obreros explotados. Era lo primero que se le había pasado por la cabeza nada más llegar allí. Tenían una misión, y los habían llevado a un lugar donde había obreros manifestándose contra un explotador. Bastante simple, ¿no? Pero había algo que no encajaba. Por un lado, estaba el hecho de que les habían pedido discreción. Eso debía implicar que las personas al cargo de la isla no habían sido las que habían llamado a la Marina por ayuda, ¿no? O quizá sí, pero les habían pedido discreción por algún motivo concreto. Y no podían llevar el uniforme, ¿no? Porque no podía quedar claro que la Marina apoyaba a ese bando en concreto. Porque... ¿Estaba mal?
"Vamos a ver... Si estamos aquí para apoyar a los obreros, lo cual sería lo más lógico porque la marina se supone que ayuda a los que lo necesitan, ¿no? Si estamos aquí para eso, entonces la discreción se ha pedido porque quien sea el empresario debe ser un pez gordo, y no podemos oponernos directamente a él o ella o ellos o ellas o lo que sea que son. Pero si a quien apoyamos es al empresario o arquitecto o lo que sea, entonces la discreción también tiene sentido porque no está nada bien visto que la Marina, que se supone que ayuda a los civiles, vaya en contra de los manifestantes que necesitan ayuda. Pero, ¿por qué íbamos a ir en su contra? Bueno, supongo que el rubio lo sabrá...", reflexionó Aoi, decidiendo dejar de pensar sobre el asunto porque se le empezaba a levantar dolor de cabeza. Pensar estando sobria definitivamente no era lo suyo. Estaba más confusa que antes de pensar, si cabe.
Así pues, miró a su superior y, al ver que éste no parecía dispuesto a hacer nada, se acercó al supuesto capataz del sombrero y el megáfono y le dio unos toquecitos amistosos en el hombro para atraer su atención.
—Disculpe, buen hombre, ¿podría decirme qué está pasando aquí? ¿Por qué se están manifestando exactamente? -inquirió, cuando el hombre se giró con rostro molesto para mirarla.
—¡¿No ves que estamos en medio de una manifestación?! ¡Si quieres respuestas, infórmate! ¡Infórmate sobre esta injusticia! -lo último se lo gritó encendiendo el megáfono otra vez, y la onda sonora le revolvió el pelo y le hizo daño en los tímpanos.
Comprendió aquello como una señal de que no estaban dispuestos a dialogar con gente externa, y volvió su vista hacia su superior mientras se alejaba un poco del señor chillón del megáfono, que volvía a chillar la de "Abajo el explotador" acompañado de los demás presentes.
—Bueno, ¿qué hacemos? ¿Entramos a preguntar? -inquirió, señalando el edificio con la cabeza.
Quizá allí dentro alguien estaría dispuesto a ofrecerles respuestas. Aunque quizá no debían entrar en absoluto y acababa de descubrirle al rubio que no había prestado ni un poquito de atención a Zuko.
Aoi procuraba prestar atención para no perderse en el camino de vuelta y poder encontrar el puerto, pero después del quinto giro de esquina aleatoria ya no sabía dónde estaba, ni por dónde había venido, y tampoco sabía hacia dónde iba.
En caso de emergencia, pensaba la novata mientras se apartaba un mechón de pelo del rostro, siempre podía escalar alguno de esos edificios para tener buena visibilidad. O preguntarle a su compañero el brillos, que para algo era su superior, y el único responsable en esa misión. Responsable por partida doble, quizá, porque la responsabilidad de Aoi como persona siempre había tendido a brillar por su ausencia.
Aquella ciudad le recordaba un poco a las callejuelas mugrientas y oscuras de la capital de Ba Sing Se, donde había pasado sus últimos seis años de vida. Esas calles secundarias sinuosas, sospechosas, oscuras y malolientes que solo frecuentaban las personas a las que no les gusta el sol, o aquellas que prefieren no ser vistas, eran mucho más acogedoras para ella que las grandes avenidas o las rutas principales, tan amplias y llenas de luz. De hecho, el cuchitril de mala muerte al que llamaba su hogar estaba situado en una de esas callejuelas inmundas, y siempre tenía que andarse con ojo de camino a casa, para no cortarse con los trozos de las botellas de alcohol rotas desperdigadas por el suelo, o pincharse con esas agujas sospechosas que se multiplicaban casi mágicamente del día a la noche.
Aquellos suelos estaban más limpios, sin embargo, tal y como se percató Aoi al mirarse los pies descalzos y ver que la piedra del pavimento carecía de manchas sospechosas, cristales rotos o productos desechados de drogas variadas. Se daba cuenta, también, de que su compañero marine le echaba miradas furtivas de vez en cuando, aunque se imaginó que estaría juzgando su comportamiento para reportarlo cuando regresasen, o asegurándose de que no hacía nada malo.
Giraron una sexta, séptima y octava vez, y Aoi ya tenía la sensación de que estaban moviéndose en círculos y habían dado marcha atrás en algún momento. ¿Quizá el señor se había equivocado de calle y no quería admitirlo? O quizá la que se equivocaba era ella. Fuese como fuese, tras un giro más por aquellas calles sinuosas llegaron a una zona en construcción, más abierta.
Había varios armazones de edificios alzados frente a ellos, señal de que estaban construyendo una urbanización entera en esa zona.
El señor los abandonó y huyó como quien le persigue el demonio, dejándolos tirados en un lugar desconocido y sin darles mayores detalles. Aoi reprimió un gesto de aprehensión, al verse inútil y sin conocimiento de dónde estaban, por qué estaban ahí o qué era lo que tenían que hacer. Echó un vistazo hacia su superior, que parecía estar mucho más enterado de todo, y se dio cuenta de que se estaba acercando al grupo de personas que chillaban un poco más allá, así que apuró el paso para alcanzarlo.
Aquella gente, por su forma de vestir y sus manifiestos exigentes podrían ser identificados con poca complicación como los trabajadores de aquel complejo urbanístico. Probablemente albañiles, carpinteros y otro tipo de artesanos que participaban en la construcción de esos altos edificios. Los cánticos que soltaban a pleno pulmón eran bastante genéricos, así que tampoco ofrecían mucha información acerca de lo que acontecía.
No obstante, Aoi sabía sumar dos y dos, incluso cuando estaba sobria, y a su cerebro no le costó chispear y crear la idea de que los trabajadores estaban siendo explotados y la marina había sido llamada allí para ayudarlos. ¿O quizá los trabajadores eran unos vagos quejicas y a quien debían ayudar era al arquitecto o empresario al cargo de la construcción?
Su compañero mencionó algo de lanzar ladrillos a cabezas, y tan sólo el pensamiento dolía, pero Aoi estaba demasiado ocupada pensando como para dignarse a responder.
—¡Abajo el explotador! -repetían los manifestantes, alzando sus puños irados hacia la ventana del primer piso del único edificio terminado, considerablemente más pequeño que los que estaban en construcción-. ¡Somos humanos y tenemos derechos! ¡Somos humanos y tenemos derechos!
La tropa de manifestantes comenzó a repetir lo mismo una y otra vez. Parecían estar liderados por el tipo con el casco de obra y el megáfono, al menos a nivel de cánticos y chillidos.
Para Aoi, lo más lógico habría sido ayudar a los obreros explotados. Era lo primero que se le había pasado por la cabeza nada más llegar allí. Tenían una misión, y los habían llevado a un lugar donde había obreros manifestándose contra un explotador. Bastante simple, ¿no? Pero había algo que no encajaba. Por un lado, estaba el hecho de que les habían pedido discreción. Eso debía implicar que las personas al cargo de la isla no habían sido las que habían llamado a la Marina por ayuda, ¿no? O quizá sí, pero les habían pedido discreción por algún motivo concreto. Y no podían llevar el uniforme, ¿no? Porque no podía quedar claro que la Marina apoyaba a ese bando en concreto. Porque... ¿Estaba mal?
"Vamos a ver... Si estamos aquí para apoyar a los obreros, lo cual sería lo más lógico porque la marina se supone que ayuda a los que lo necesitan, ¿no? Si estamos aquí para eso, entonces la discreción se ha pedido porque quien sea el empresario debe ser un pez gordo, y no podemos oponernos directamente a él o ella o ellos o ellas o lo que sea que son. Pero si a quien apoyamos es al empresario o arquitecto o lo que sea, entonces la discreción también tiene sentido porque no está nada bien visto que la Marina, que se supone que ayuda a los civiles, vaya en contra de los manifestantes que necesitan ayuda. Pero, ¿por qué íbamos a ir en su contra? Bueno, supongo que el rubio lo sabrá...", reflexionó Aoi, decidiendo dejar de pensar sobre el asunto porque se le empezaba a levantar dolor de cabeza. Pensar estando sobria definitivamente no era lo suyo. Estaba más confusa que antes de pensar, si cabe.
Así pues, miró a su superior y, al ver que éste no parecía dispuesto a hacer nada, se acercó al supuesto capataz del sombrero y el megáfono y le dio unos toquecitos amistosos en el hombro para atraer su atención.
—Disculpe, buen hombre, ¿podría decirme qué está pasando aquí? ¿Por qué se están manifestando exactamente? -inquirió, cuando el hombre se giró con rostro molesto para mirarla.
—¡¿No ves que estamos en medio de una manifestación?! ¡Si quieres respuestas, infórmate! ¡Infórmate sobre esta injusticia! -lo último se lo gritó encendiendo el megáfono otra vez, y la onda sonora le revolvió el pelo y le hizo daño en los tímpanos.
Comprendió aquello como una señal de que no estaban dispuestos a dialogar con gente externa, y volvió su vista hacia su superior mientras se alejaba un poco del señor chillón del megáfono, que volvía a chillar la de "Abajo el explotador" acompañado de los demás presentes.
—Bueno, ¿qué hacemos? ¿Entramos a preguntar? -inquirió, señalando el edificio con la cabeza.
Quizá allí dentro alguien estaría dispuesto a ofrecerles respuestas. Aunque quizá no debían entrar en absoluto y acababa de descubrirle al rubio que no había prestado ni un poquito de atención a Zuko.
La tentativa de Aoi no había surtido efecto, quedando claro que los obreros tenían los nervios a flor de piel y no se mostraban como el interlocutor ideal. La alternativa era evidente: hablar con la persona a la que estuvieran acusando y averiguar qué demonios estaba pasando allí. Me disponía a dar un paso hacia la única edificación evitable, pero el sujeto del megáfono me obligó a detenerme en seco.
—¡Eh! ¿¡Adónde creéis que vais!? ¿¡Estáis con el explotador!? —bramó a través de su molesto artilugio. Por un momento estuve tentado de destrozárselo antes de que se diera cuenta de qué había sucedido, pero me forcé a contenerme por nuestro bien y el de la imagen de la Marina. Y por la discreción, claro, la discreción era sumamente importante. La nueva lo había dicho y, aunque yo no lo recordase, el lagartijo había hecho énfasis en ello.
—No. Sólo queremos saber qué pasa aquí —contesté sin más, pero el estruendo de los albañiles ahogó por completo mis palabras—. ¿Sabes qué te digo? —le dije de repente a mi compañera—. ¡Que paso! Esperemos a que esto se tranquilice un poco y ya veremos qué pasa. A nadie le gusta que una turba sedienta de venganza le increpe en masa por un megáfono.
Me alejé del grupo, perdiéndome a sus espaldas hasta que el resonar del megáfono dejó de destrozarme la cabeza. Aún se escuchaba con nitidez, pero era un ruido tolerable. Molesto, sí, pero tolerable. No obstante, no tardamos en encontrarnos con un grupo más reducido de trabajadores que se distribuían en torno a una suerte de merendero. Estaba encajado de forma forzada entre varios cúmulos de vigas, desentonando profundamente con el cuadro que imperaba en el lugar.
Bebían y reían, visiblemente ebrios, al tiempo que jugaban a las cartas apostando botones de camisa. No eran las personas con las que me detendría a conversar en otras situaciones, pero era nuestra mejor alternativa en aquellos momentos. No me lo pensé:
—¡Buenas tardes! —dije con evidente tono afable—. Nos hemos perdido y nos gustaría saber si nos podrían decir cómo llegar a nuestro destino.
Aquello no era más que una burda excusa, evidentemente, un pretexto para acercarnos al grupo y sentarnos con ellos. Tal vez pudiésemos tirarle de la lengua y averiguar qué demonios estaba sucediendo allí... ¿¡Qué demonios teníamos que hacer!?
—¡Eh! ¿¡Adónde creéis que vais!? ¿¡Estáis con el explotador!? —bramó a través de su molesto artilugio. Por un momento estuve tentado de destrozárselo antes de que se diera cuenta de qué había sucedido, pero me forcé a contenerme por nuestro bien y el de la imagen de la Marina. Y por la discreción, claro, la discreción era sumamente importante. La nueva lo había dicho y, aunque yo no lo recordase, el lagartijo había hecho énfasis en ello.
—No. Sólo queremos saber qué pasa aquí —contesté sin más, pero el estruendo de los albañiles ahogó por completo mis palabras—. ¿Sabes qué te digo? —le dije de repente a mi compañera—. ¡Que paso! Esperemos a que esto se tranquilice un poco y ya veremos qué pasa. A nadie le gusta que una turba sedienta de venganza le increpe en masa por un megáfono.
Me alejé del grupo, perdiéndome a sus espaldas hasta que el resonar del megáfono dejó de destrozarme la cabeza. Aún se escuchaba con nitidez, pero era un ruido tolerable. Molesto, sí, pero tolerable. No obstante, no tardamos en encontrarnos con un grupo más reducido de trabajadores que se distribuían en torno a una suerte de merendero. Estaba encajado de forma forzada entre varios cúmulos de vigas, desentonando profundamente con el cuadro que imperaba en el lugar.
Bebían y reían, visiblemente ebrios, al tiempo que jugaban a las cartas apostando botones de camisa. No eran las personas con las que me detendría a conversar en otras situaciones, pero era nuestra mejor alternativa en aquellos momentos. No me lo pensé:
—¡Buenas tardes! —dije con evidente tono afable—. Nos hemos perdido y nos gustaría saber si nos podrían decir cómo llegar a nuestro destino.
Aquello no era más que una burda excusa, evidentemente, un pretexto para acercarnos al grupo y sentarnos con ellos. Tal vez pudiésemos tirarle de la lengua y averiguar qué demonios estaba sucediendo allí... ¿¡Qué demonios teníamos que hacer!?
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El capataz de la pequeña manifestación parecía claramente molesto con su presencia, y el hecho de que se quedasen o se marchasen parecía resultarle irrelevante, e igualmente ofensivo. Lo que había quedado claro era que entrar en el edificio no era una opción, porque pondría a toda aquella turba enfadada en su contra y, si algo sabía Aoi, era que nunca debes ponerte en contra de la turba que te puede linchar.
El rubio se apartó del grupo, claramente hastiado del ruido excesivo y la escasa colaboración de los presentes, y Aoi lo siguió.
—Tú eres el jefe -respondió la muchacha ante el comentario de su superior, encogiéndose de hombros.
Se internaron en la urbanización a medio construir, caminando entre los esqueletos de los edificios aún sin levantar y las vallas de protección adornadas con las señales de obra y precaución típicas de aquellos lugares.
Había un grupo de personas un poco más allá, en una especie de picnic improvisado y con un ambiente muchísimo más relajado que el que acababan de abandonar.
Tres hombres vestidos como lo haría cualquier trabajador de la construcción, con sus cascos de protección en el suelo, estaban sentados a una mesa sobre la que había colocado un mantel y jugaban a las cartas mientras bebían cerveza, probablemente como parte de su ritual de sobremesa.
Iuliu se acercó a ellos sin dudarlo un segundo, y Aoi esbozó una media sonrisa de satisfacción.
—Este sí es mi tipo de gente -murmuró para sí misma, antes de seguir a su compañero y acercarse a la mesa.
Los tres hombres los miraron con sorpresa unos segundos, pero enseguida sonrieron.
—¿Turistas? Os habéis perdido un poco -comentó uno de ellos, antes de soltar una carcajada.
—La verdad es que sí -admitió Aoi, riéndose también-. Ni siquiera sé muy bien cómo hemos acabado aquí, pero ya que estábamos dije "oye, ¿y si le preguntamos a esos mozos tan majos de allí?" -peloteó la muchacha-. De todas maneras, yo siempre lo he dicho: No hay nada mejor que perderse para encontrarse. Quizá por eso me pierdo tan a menudo -añadió, volviendo a reírse y haciendo reír al grupo.
—¿Os hace partida de póker y una cervecita? -ofreció uno de ellos, levantando un pack de seis cervezas del suelo para enseñárselo.
Aoi asintió sin dilación y se sentó a la mesa, impulsada por la tentación del alcohol. Uno de los hombres cogió las cartas y comenzó a mezclarlas con mano experta, mientras un segundo le quitaba la chapa a las cervezas y las pasaba al grupo.
—¿Qué os ha traído a esta zona? Aparte de perderos -inquirió otro.
—Pues en realidad nos estábamos alejando de un grupo de manifestantes ruidosos que chillaban cosas -dijo Aoi, con espontaneidad, antes de dar un trago a la cerveza.
Ah. Ni siquiera era muy buena, probablemente de las baratas del mercado, pero en aquellos momentos, le sabía a gloria. El amargor del alcohol y el conocido saborcillo de la levadura bajando por su garganta eran todo lo que necesitaba para ser feliz.
Recordó entonces que estaba trabajando, que ni siquiera sabía lo que tenía que hacer, que se suponía que no debía beber y que su superior probablemente haría un informe sobre su comportamiento, y miró a Iulio con aprehensión al tiempo que se apartaba la botella de la boca y la depositaba lentamente sobre el mantel, sin apartar la mirada.
—Ah, sí. Ya sabéis cómo va. Nos contratan, nos prometen cosas, luego no las cumplen, nos explotan, los trabajadores se enfadan y se manifiestan... La historia de siempre -comentó el que mezclaba las cartas, sin darle más importancia.
Aoi desvió la mirada de Iulio lo justo para mirar al señor, y luego la volvió a clavar en él, buscando alguna reacción, y quizá permiso para beber, o castigo por haber bebido.
El rubio se apartó del grupo, claramente hastiado del ruido excesivo y la escasa colaboración de los presentes, y Aoi lo siguió.
—Tú eres el jefe -respondió la muchacha ante el comentario de su superior, encogiéndose de hombros.
Se internaron en la urbanización a medio construir, caminando entre los esqueletos de los edificios aún sin levantar y las vallas de protección adornadas con las señales de obra y precaución típicas de aquellos lugares.
Había un grupo de personas un poco más allá, en una especie de picnic improvisado y con un ambiente muchísimo más relajado que el que acababan de abandonar.
Tres hombres vestidos como lo haría cualquier trabajador de la construcción, con sus cascos de protección en el suelo, estaban sentados a una mesa sobre la que había colocado un mantel y jugaban a las cartas mientras bebían cerveza, probablemente como parte de su ritual de sobremesa.
Iuliu se acercó a ellos sin dudarlo un segundo, y Aoi esbozó una media sonrisa de satisfacción.
—Este sí es mi tipo de gente -murmuró para sí misma, antes de seguir a su compañero y acercarse a la mesa.
Los tres hombres los miraron con sorpresa unos segundos, pero enseguida sonrieron.
—¿Turistas? Os habéis perdido un poco -comentó uno de ellos, antes de soltar una carcajada.
—La verdad es que sí -admitió Aoi, riéndose también-. Ni siquiera sé muy bien cómo hemos acabado aquí, pero ya que estábamos dije "oye, ¿y si le preguntamos a esos mozos tan majos de allí?" -peloteó la muchacha-. De todas maneras, yo siempre lo he dicho: No hay nada mejor que perderse para encontrarse. Quizá por eso me pierdo tan a menudo -añadió, volviendo a reírse y haciendo reír al grupo.
—¿Os hace partida de póker y una cervecita? -ofreció uno de ellos, levantando un pack de seis cervezas del suelo para enseñárselo.
Aoi asintió sin dilación y se sentó a la mesa, impulsada por la tentación del alcohol. Uno de los hombres cogió las cartas y comenzó a mezclarlas con mano experta, mientras un segundo le quitaba la chapa a las cervezas y las pasaba al grupo.
—¿Qué os ha traído a esta zona? Aparte de perderos -inquirió otro.
—Pues en realidad nos estábamos alejando de un grupo de manifestantes ruidosos que chillaban cosas -dijo Aoi, con espontaneidad, antes de dar un trago a la cerveza.
Ah. Ni siquiera era muy buena, probablemente de las baratas del mercado, pero en aquellos momentos, le sabía a gloria. El amargor del alcohol y el conocido saborcillo de la levadura bajando por su garganta eran todo lo que necesitaba para ser feliz.
Recordó entonces que estaba trabajando, que ni siquiera sabía lo que tenía que hacer, que se suponía que no debía beber y que su superior probablemente haría un informe sobre su comportamiento, y miró a Iulio con aprehensión al tiempo que se apartaba la botella de la boca y la depositaba lentamente sobre el mantel, sin apartar la mirada.
—Ah, sí. Ya sabéis cómo va. Nos contratan, nos prometen cosas, luego no las cumplen, nos explotan, los trabajadores se enfadan y se manifiestan... La historia de siempre -comentó el que mezclaba las cartas, sin darle más importancia.
Aoi desvió la mirada de Iulio lo justo para mirar al señor, y luego la volvió a clavar en él, buscando alguna reacción, y quizá permiso para beber, o castigo por haber bebido.
Sí, era el jefe y, por desgracia, no estaba acostumbrado a ello. Habitualmente había alguien dispuesto a mandar y asumir las responsabilidades y consecuencias, incluso si ostentaba un rango inferior al mío. Pero allí no había nadie, así que tendría que apañarme.
Al margen de mis inseguridades, la nueva había demostrado una iniciativa y desparpajo poco comunes entre los pipiolos que normalmente pululaban a mi alrededor… Y eso que más de uno era un veterano que, en plena madurez, había decidido por algún motivo desconocido que el giro que su vida necesitaba era enrolarse en la Marina.
Aoi no dudó antes de coger una de las cervezas y empinarla como si aquél fuese el combustible que movía su vida. ¡Cómo tragaba la condenada! A mis oídos habían llegado rumores acerca de su poco sano gusto por el licor ambarino —y cualquiera en general, pero, por lo que sabía, sobre todo por ése—. Wyrm, haciendo gala de su idiosincrásico y enfermizo apego a las normas, había comenzado a enumerar los inconvenientes de aquel vicio y las repercusiones que podría tener sobre los demás miembros de la brigada. Incluso había propuesto elaborar un informe y… Bueno, al escuchar esa palabra había desconectado por completo.
Fuera como fuese, a mí me daba poco menos que igual lo que la muchacha hiciese con su hígado. Asumí el gesto de Aoi con la naturalidad que merecía, dirigiéndome a los obreros para ver si conseguía saber qué demonios estaba pasando allí.
—¿Y cómo es que vosotros no estáis con ellos? —pregunté, rechazando la cerveza que me brindaba el que actuaba como líder y tomando las cartas que me ofrecía.
—Ya sabes cómo son estas cosas, tío. Y si no lo sabes, te lo digo yo. Nada se mueve sin que alguien esté interesado o pueda obtener un beneficio. Todos esos tipos de ahí pertenecen a diferentes sindicatos: carpinteros, albañiles, fontaneros y todo lo que se te ocurra.
—Pero eso es positivo, ¿no? Protegen vuestros derechos y todo eso —respondí, accediendo ante la insistencia del obrero y cogiendo el botellín que zarandeaba frente a mi mirada. No estaba demasiado acostumbrado a beber, pero di un profundo trago antes de seguir escuchando.
—Sí. El problema es que, como cualquier organización que se precie, se convierte en el objetivo de más de un interesado. Liam O’Culkin, el presidente del sindicato número veintiséis de carpinteros, y Tango Jack, el jefe del número quince de obreros, son los que han azuzado esta protesta. Si fuese por conseguir sueldos más dignos estaría bien, pero el problema es que… bueno —pasó a susurrar—, tienen vínculos con la mafia y hacen esto sólo porque quieren que la empresa deje la obra. Ya sabes, tienen socios que estarían interesados en pegar un buen mordisco a lo que se está construyendo en la zona. ¡Nosotros vamos por libre, ¿verdad, chicos?! —sentenció, haciendo chocar su bebida con las de sus compañeros.
La embriaguez de los sujetos era más que evidente, porque no se me ocurría otro motivo que justificase que revelasen semejante a información a unos perfectos desconocidos. ¿Y si hubiésemos sido miembros de esos grupos mafiosos a los que se referían?
Al margen de mis inseguridades, la nueva había demostrado una iniciativa y desparpajo poco comunes entre los pipiolos que normalmente pululaban a mi alrededor… Y eso que más de uno era un veterano que, en plena madurez, había decidido por algún motivo desconocido que el giro que su vida necesitaba era enrolarse en la Marina.
Aoi no dudó antes de coger una de las cervezas y empinarla como si aquél fuese el combustible que movía su vida. ¡Cómo tragaba la condenada! A mis oídos habían llegado rumores acerca de su poco sano gusto por el licor ambarino —y cualquiera en general, pero, por lo que sabía, sobre todo por ése—. Wyrm, haciendo gala de su idiosincrásico y enfermizo apego a las normas, había comenzado a enumerar los inconvenientes de aquel vicio y las repercusiones que podría tener sobre los demás miembros de la brigada. Incluso había propuesto elaborar un informe y… Bueno, al escuchar esa palabra había desconectado por completo.
Fuera como fuese, a mí me daba poco menos que igual lo que la muchacha hiciese con su hígado. Asumí el gesto de Aoi con la naturalidad que merecía, dirigiéndome a los obreros para ver si conseguía saber qué demonios estaba pasando allí.
—¿Y cómo es que vosotros no estáis con ellos? —pregunté, rechazando la cerveza que me brindaba el que actuaba como líder y tomando las cartas que me ofrecía.
—Ya sabes cómo son estas cosas, tío. Y si no lo sabes, te lo digo yo. Nada se mueve sin que alguien esté interesado o pueda obtener un beneficio. Todos esos tipos de ahí pertenecen a diferentes sindicatos: carpinteros, albañiles, fontaneros y todo lo que se te ocurra.
—Pero eso es positivo, ¿no? Protegen vuestros derechos y todo eso —respondí, accediendo ante la insistencia del obrero y cogiendo el botellín que zarandeaba frente a mi mirada. No estaba demasiado acostumbrado a beber, pero di un profundo trago antes de seguir escuchando.
—Sí. El problema es que, como cualquier organización que se precie, se convierte en el objetivo de más de un interesado. Liam O’Culkin, el presidente del sindicato número veintiséis de carpinteros, y Tango Jack, el jefe del número quince de obreros, son los que han azuzado esta protesta. Si fuese por conseguir sueldos más dignos estaría bien, pero el problema es que… bueno —pasó a susurrar—, tienen vínculos con la mafia y hacen esto sólo porque quieren que la empresa deje la obra. Ya sabes, tienen socios que estarían interesados en pegar un buen mordisco a lo que se está construyendo en la zona. ¡Nosotros vamos por libre, ¿verdad, chicos?! —sentenció, haciendo chocar su bebida con las de sus compañeros.
La embriaguez de los sujetos era más que evidente, porque no se me ocurría otro motivo que justificase que revelasen semejante a información a unos perfectos desconocidos. ¿Y si hubiésemos sido miembros de esos grupos mafiosos a los que se referían?
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La novata emitió un ligero suspiro de alivio al ver la reacción de su compañero. Quizá se estaba preocupando demasiado, efecto sin duda del síndrome de abstinencia. Quizá aquel tipo en particular no la estaba analizando ni iba a hacer que la expulsaran de la Marina. Después de todo, el rubio había sido básicamente inútil en la isla nevada, ya que no había hecho mucho más que comer pistachos, esquivar golpes y observar a los demás.
A lo mejor era simplemente vago.
Incluso aceptó la cerveza que le ofrecían, tras una inicial negativa, y bebió un buen trago, lo cual solo reforzó la conducta de Aoi, que se relajó más de lo que solía estar habitualmente y echó un vistazo a sus cartas.
Aoi sabía alguna que otra cosa sobre póquer, aunque los juegos de cartas nunca se le habían dado especialmente bien, pero tampoco parecía extremadamente importante saber jugar en aquella situación, sino más bien saber tirar de la lengua a los obreros.
—¿Mafiosos? -inquirió la cadete, antes de darle otro sorbo a la cerveza-. ¿Qué interés pueden tener los mafiosos en construcción? No le veo mucho negocio a la construcción en sí.
—Se le puede sacar negocio a todo hoy en día -comentó el obrero que tenía sentado a su lado, que llevaba un rato callado y mascaba un palillo-. Si se hacen con la obra pueden especular con los materiales, construir edificios de peor calidad y con peor material por el mismo precio, y nadie se enterará hasta que se empiecen a derrumbar o salgan grietas, lo cual no pasará en unos años.
—A nosotros esas políticas ni nos van ni nos vienen -terció el que hablaba más de los tres-. Mientras nos paguen nuestras horas y nos llegue para poder comer... Bueno, ¿quién va? -añadió entonces.
—Yo paso esta ronda -respondió la alcohólica, con una sonrisa resignada-. Pero si los sindicatos quieren echar a la empresa, y es la empresa la que os contrata, ¿no podríais perder vuestro trabajo? Los mafiosos bien podrían contratar a sus propios matones para llevar a cabo las obras y así ahorrarse vuestros sueldos, ¿no?
—Podrían -admitió el hombre, encogiéndose de hombros-. Pase lo que pase, esa manifestación no nos concierne. Así que lo único que podemos hacer es disfrutar mientras podemos, ¿verdad, chicos? -exclamó con una sonrisa, alzando la botella. Los demás obreros la chocaron con la suya, y Aoi hizo lo propio, uniéndose al brindis con una carcajada.
Aquellos hombres tenían razón. Si no fuese porque tenía que hacer su trabajo, ni siquiera estaría haciéndoles esas preguntas. Ella era la primera en optar por un estilo de vida despreocupado, centrado en disfrutar el presente y sin pararse a pensar en demasía en el futuro.
Pero, parándose a pensar en el futuro inmediato, quizá era aquello lo que debían resolver, y por eso su superior, en su inteligencia, se había acercado a aquellos hombres para hablar con ellos.
¿Tenían que evitar que la mafia comprase la obra? Pero... ¿por qué se necesitaba discreción para eso?
Aoi le dio un último trago a la cerveza y emitió un suspiro de satisfacción.
"¿Qué más dará? Al menos he podido beber algo."
A lo mejor era simplemente vago.
Incluso aceptó la cerveza que le ofrecían, tras una inicial negativa, y bebió un buen trago, lo cual solo reforzó la conducta de Aoi, que se relajó más de lo que solía estar habitualmente y echó un vistazo a sus cartas.
Aoi sabía alguna que otra cosa sobre póquer, aunque los juegos de cartas nunca se le habían dado especialmente bien, pero tampoco parecía extremadamente importante saber jugar en aquella situación, sino más bien saber tirar de la lengua a los obreros.
—¿Mafiosos? -inquirió la cadete, antes de darle otro sorbo a la cerveza-. ¿Qué interés pueden tener los mafiosos en construcción? No le veo mucho negocio a la construcción en sí.
—Se le puede sacar negocio a todo hoy en día -comentó el obrero que tenía sentado a su lado, que llevaba un rato callado y mascaba un palillo-. Si se hacen con la obra pueden especular con los materiales, construir edificios de peor calidad y con peor material por el mismo precio, y nadie se enterará hasta que se empiecen a derrumbar o salgan grietas, lo cual no pasará en unos años.
—A nosotros esas políticas ni nos van ni nos vienen -terció el que hablaba más de los tres-. Mientras nos paguen nuestras horas y nos llegue para poder comer... Bueno, ¿quién va? -añadió entonces.
—Yo paso esta ronda -respondió la alcohólica, con una sonrisa resignada-. Pero si los sindicatos quieren echar a la empresa, y es la empresa la que os contrata, ¿no podríais perder vuestro trabajo? Los mafiosos bien podrían contratar a sus propios matones para llevar a cabo las obras y así ahorrarse vuestros sueldos, ¿no?
—Podrían -admitió el hombre, encogiéndose de hombros-. Pase lo que pase, esa manifestación no nos concierne. Así que lo único que podemos hacer es disfrutar mientras podemos, ¿verdad, chicos? -exclamó con una sonrisa, alzando la botella. Los demás obreros la chocaron con la suya, y Aoi hizo lo propio, uniéndose al brindis con una carcajada.
Aquellos hombres tenían razón. Si no fuese porque tenía que hacer su trabajo, ni siquiera estaría haciéndoles esas preguntas. Ella era la primera en optar por un estilo de vida despreocupado, centrado en disfrutar el presente y sin pararse a pensar en demasía en el futuro.
Pero, parándose a pensar en el futuro inmediato, quizá era aquello lo que debían resolver, y por eso su superior, en su inteligencia, se había acercado a aquellos hombres para hablar con ellos.
¿Tenían que evitar que la mafia comprase la obra? Pero... ¿por qué se necesitaba discreción para eso?
Aoi le dio un último trago a la cerveza y emitió un suspiro de satisfacción.
"¿Qué más dará? Al menos he podido beber algo."
Desde luego, si en algún momento había pensado en la posibilidad de ganarme la vida jugando a las cartas, ésta quedaba más que descartada. Había perdido todas y cada una de las manos que me habían sido repartidas, quedando el cúmulo de chapas del que me habían hecho entrega reducido a su mínima expresión. Fuera como fuese, había llegado a apurar tres latas de cerveza y me negaba a tomar ni una más. Tal vez la nueva pudiese aguantar aquello, pero no sucedía lo mismo conmigo.
Las horas fueron pasando, revelando la despreocupada naturaleza de los obreros con los que habíamos topado. Eran perfectamente conscientes del círculo en el que se movían, pero continuaban con sus vidas como si nada ocurriese; simplemente dejándose llevar. Era una filosofía de vida que no me disgustaba en absoluto, pero era demasiado tarde para unirme a ella. La amenaza de Zuko corriendo tras de mí para que hiciese mi trabajo era demasiado firme.
El escándalo, que se percibía como algo lejano y distante, se fue mitigando hasta casi desaparecer. No tardó en ser sustituido por el incomprensible rumor de numerosas conversaciones que, desarrolladas simultáneamente, hacían incomprensible el contenido de cualquiera de ellas. La mayoría de los trabajadores pasaban sin prestar mayor atención a nuestros amigos. Creí que el gentío iba a rebasar nuestra posición sin mayores incidencias, pero una voz dio al traste con mis ilusiones cuando el último grupo pasó a nuestro lado.
—¡Esquiroles! —exclamó un señor bajito, con grandes gafas y tan poco pelo como luces—. ¡Tendríais que estar allí con nosotros, dando la cara, y no aquí borrachos como cubas y haciendo el gilipollas con las cartas!
La restricción que me había autoimpuesto había desaparecido hacía un buen rato. Si el límite eran tres, debía llevar por lo menos nueve. Probablemente en cualquier otra situación me hubiese dedicado a quedarme callado y dejar que la situación fluyese, pero en aquel momento no era capaz de actuar según lo haría normalmente. El tipo que nos había recibido se levantó de su asiento, visiblemente airado, antes de replicar:
—¿¡Esquiroles!? ¡Vosotros vais detrás de esos criminales de los sindicatos, bailándoles el agua y moviendo el rabito cuando os enseñan la galleta! ¿¡Quién coño te crees para llamarme traidor!? ¡Tú, que ni siquiera tienes suficiente amor propio como para tener una opinión propia y manifestarla!
El puñetazo del primero no se hizo esperar, pero nuestro amigo se apartó y le propinó una fuerte patada en el costado. Todos los obreros que habían pasado sin prestarnos atención se giraron para comprobar qué sucedía. Uno de los que andaban junto al de las gafas no se limitó a observar lo que sucedía, sino que intentó vengar a su compañero y golpear con su rodilla la barriga de quien le había agredido.
Cuando quise darme cuenta, había reaccionado para bloquear el rodillazo. Con cierto rubor en las mejillas y la vergüenza brillando por su ausencia, usé mi mano derecha para detener el golpe y devolver la pierna a su posición original con un violento empujón.
—¿¡Qué os pasa con mi hermano!? —pregunté, dejando que las letras se arrastraran levemente como demostración de mi creciente embriaguez. La discreción acababa de irse para no volver. Maldito alcohol.
Las horas fueron pasando, revelando la despreocupada naturaleza de los obreros con los que habíamos topado. Eran perfectamente conscientes del círculo en el que se movían, pero continuaban con sus vidas como si nada ocurriese; simplemente dejándose llevar. Era una filosofía de vida que no me disgustaba en absoluto, pero era demasiado tarde para unirme a ella. La amenaza de Zuko corriendo tras de mí para que hiciese mi trabajo era demasiado firme.
El escándalo, que se percibía como algo lejano y distante, se fue mitigando hasta casi desaparecer. No tardó en ser sustituido por el incomprensible rumor de numerosas conversaciones que, desarrolladas simultáneamente, hacían incomprensible el contenido de cualquiera de ellas. La mayoría de los trabajadores pasaban sin prestar mayor atención a nuestros amigos. Creí que el gentío iba a rebasar nuestra posición sin mayores incidencias, pero una voz dio al traste con mis ilusiones cuando el último grupo pasó a nuestro lado.
—¡Esquiroles! —exclamó un señor bajito, con grandes gafas y tan poco pelo como luces—. ¡Tendríais que estar allí con nosotros, dando la cara, y no aquí borrachos como cubas y haciendo el gilipollas con las cartas!
La restricción que me había autoimpuesto había desaparecido hacía un buen rato. Si el límite eran tres, debía llevar por lo menos nueve. Probablemente en cualquier otra situación me hubiese dedicado a quedarme callado y dejar que la situación fluyese, pero en aquel momento no era capaz de actuar según lo haría normalmente. El tipo que nos había recibido se levantó de su asiento, visiblemente airado, antes de replicar:
—¿¡Esquiroles!? ¡Vosotros vais detrás de esos criminales de los sindicatos, bailándoles el agua y moviendo el rabito cuando os enseñan la galleta! ¿¡Quién coño te crees para llamarme traidor!? ¡Tú, que ni siquiera tienes suficiente amor propio como para tener una opinión propia y manifestarla!
El puñetazo del primero no se hizo esperar, pero nuestro amigo se apartó y le propinó una fuerte patada en el costado. Todos los obreros que habían pasado sin prestarnos atención se giraron para comprobar qué sucedía. Uno de los que andaban junto al de las gafas no se limitó a observar lo que sucedía, sino que intentó vengar a su compañero y golpear con su rodilla la barriga de quien le había agredido.
Cuando quise darme cuenta, había reaccionado para bloquear el rodillazo. Con cierto rubor en las mejillas y la vergüenza brillando por su ausencia, usé mi mano derecha para detener el golpe y devolver la pierna a su posición original con un violento empujón.
—¿¡Qué os pasa con mi hermano!? —pregunté, dejando que las letras se arrastraran levemente como demostración de mi creciente embriaguez. La discreción acababa de irse para no volver. Maldito alcohol.
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Aoi se estaba divirtiendo por primera vez desde que se había unido a la Marina. A menos que se le pasase alguna ocasión entre medias.
Había perdido casi todas las chapas que le habían entregado, pero empezaba a aprender a jugar, y estaba muy a gusto en aquella mesa, con el calorcillo del alcohol corriéndole por las venas y despertando a su cerebro atrofiado, que llevaba semanas sediento de aquella sustancia extrañamente adictiva.
Su mente volvía a funcionar como de costumbre, se sentía más animada, más ágil y flexible, como si el alcohol fuese el único combustible que necesitase su cuerpo para subsistir, y estuviese por fin poniéndose en funcionamiento tras tantos días adormilado, torpe y dolorido.
Tras la décima cerveza, al fin tuvo la sensación de volver a ser ella misma, y se le escapó un suspiro de plenitud y satisfacción absoluta. Ahora sí, estaba en paz consigo misma y lista para todo lo que se le echase encima. Y también para ir al baño.
Puede que sus venas estuviesen repartiendo el alcohol por todo su cuerpo, llegando a cada rincón y recoveco de su ser, pero el líquido se había acumulado en su vejiga hasta llenarla, y ahora estaba exigiendo ser aliviada.
—Disculpadme un segundito -les dijo a los demás presentes, dejando las cartas boca abajo sobre la mesa y levantándose para apurar el paso hasta el baño portátil de la construcción.
Aoi emitió un nuevo suspiro, ahora de alivio, al tiempo que vaciaba su vejiga. Quizá aquel no era el inodoro más limpio del mundo, pero en aquellos momentos cumplía su función a la perfección, así que no se podía quejar.
Cuando fue a alcanzar el papel higiénico, se topó con el rollo vacío, pero aquello era prácticamente costumbre para ella, regentadora habitual de cuchitriles y bares de mala muerte, motivo por el cual nunca salía de casa sin un paquete de pañuelos de papel desechables.
La novata había dejado a su superior, que se había puesto bastante contento con ayuda del alcohol, jugando a las cartas y hablando cosas sin sentido con los demás obreros pero, para cuando salió del baño, se topó con una conmoción de ruido y gente arremolinándose alrededor de la mesa.
Al tiempo que alcanzaba al grupo y se ponía a la altura de sus compañeros de juego, Iulio estaba deteniendo un golpe dirigido a uno de sus camaradas. Ella no sabía muy bien qué estaba pasando con exactitud, pero sí que había podido oír la palabra "esquiroles" mientras se acercaba, y ahora que su cerebro tenía combustible para un rato podía sumar dos y dos.
La cadete no pudo evitar dar una palmadita de emoción ante aquella oportunidad de ejercitar sus músculos.
—¡Caballeros! -llamó Aoi-. No seré yo quien se niegue a un deportivo intercambio de golpes, pero quizá es mejor hablar las cosas con calma, ¿no? -interpeló, en un vano intento por calmarlos.
—¡Tú no te metas donde no te llaman! -chilló uno de los presentes, al tiempo que alargaba un puño en dirección a su cara. Aoi se apartó de la trayectoria del puñetazo sin mucha dificultad, ya que había sido lanzado con poca puntería, y agarró la muñeca del hombre con la diestra, para retorcerle el brazo y obligarlo a girar sobre sí mismo al tiempo que le flexionaba el codo tras la espalda con la otra mano para que no romperle la extremidad sin querer, y se lo sujetaba con fuerza, impidiéndole hacerse daño.
—Oye, Iulio. ¿Los esquiroles son los que intentan disfrutar su vida sin complicaciones o los que hacen tratos con gente de poco fiar y ayudan a criminales a cambio de cuatro berries? -le preguntó a su compañero, girando la cabeza para mirar al rubio, con curiosidad honesta pero una intención parcial de molestar a los presentes.
Distraída como estaba, no pudo evitar que un puño con anillos incipientes se hundiese en su mejilla. La joven encajó el puñetazo, pero soltó a su rehén por la sorpresa.
Tras aquel instante, se desató el caos absoluto.
Los puños y las piernas se agitaban caóticamente en busca de un lugar donde aterrizar, y se hundían sin criterio en costados, pechos, abdómenes y cabezas, al tiempo que se expandía un griterío incomprensible. Tras solo unos segundos, en medio de aquella confusión de ataques, insultos y chillidos aleatorios, los contendientes ya no sabían siquiera a quién debían atacar, y estaban simplemente atizándose unos a otros sin pararse a mirar si golpeaban al bando enemigo o a un aliado.
A Aoi le habría encantado meterse de lleno en aquella batalla campal en miniatura y descubrir si podía alzarse la campeona de aquel improvisado torneo de lucha libre, pero probablemente no era la mejor idea. Aunque... Disfruta el momento, ¿no?
Además, no se le ocurría nada para detenerlos, y con su particular estilo de lucha podía evitar que se hiciesen daño más que otra cosa... Así que en realidad lo mejor que podía hacer, por el bien de todos los presentes, era participar en la pelea, ¿no? Para asegurarse de que nadie resultaba gravemente herido y evitar que se enzarzasen en una lucha a muerte.
O eso se decía ella mientras se convencía de que podía participar.
Por ello, sin esforzarse en demasía por reprimir sus impulsos, la muchacha se unió a la pelea con una sonrisa de absoluta felicidad dibujada en el rostro.
"Este sí que es mi tipo de misión.", pensaba la alcohólica, al tiempo que luxaba extremidades e inutilizaba civiles, diezmando el número de participantes con relativa rapidez.
Había perdido casi todas las chapas que le habían entregado, pero empezaba a aprender a jugar, y estaba muy a gusto en aquella mesa, con el calorcillo del alcohol corriéndole por las venas y despertando a su cerebro atrofiado, que llevaba semanas sediento de aquella sustancia extrañamente adictiva.
Su mente volvía a funcionar como de costumbre, se sentía más animada, más ágil y flexible, como si el alcohol fuese el único combustible que necesitase su cuerpo para subsistir, y estuviese por fin poniéndose en funcionamiento tras tantos días adormilado, torpe y dolorido.
Tras la décima cerveza, al fin tuvo la sensación de volver a ser ella misma, y se le escapó un suspiro de plenitud y satisfacción absoluta. Ahora sí, estaba en paz consigo misma y lista para todo lo que se le echase encima. Y también para ir al baño.
Puede que sus venas estuviesen repartiendo el alcohol por todo su cuerpo, llegando a cada rincón y recoveco de su ser, pero el líquido se había acumulado en su vejiga hasta llenarla, y ahora estaba exigiendo ser aliviada.
—Disculpadme un segundito -les dijo a los demás presentes, dejando las cartas boca abajo sobre la mesa y levantándose para apurar el paso hasta el baño portátil de la construcción.
Aoi emitió un nuevo suspiro, ahora de alivio, al tiempo que vaciaba su vejiga. Quizá aquel no era el inodoro más limpio del mundo, pero en aquellos momentos cumplía su función a la perfección, así que no se podía quejar.
Cuando fue a alcanzar el papel higiénico, se topó con el rollo vacío, pero aquello era prácticamente costumbre para ella, regentadora habitual de cuchitriles y bares de mala muerte, motivo por el cual nunca salía de casa sin un paquete de pañuelos de papel desechables.
La novata había dejado a su superior, que se había puesto bastante contento con ayuda del alcohol, jugando a las cartas y hablando cosas sin sentido con los demás obreros pero, para cuando salió del baño, se topó con una conmoción de ruido y gente arremolinándose alrededor de la mesa.
Al tiempo que alcanzaba al grupo y se ponía a la altura de sus compañeros de juego, Iulio estaba deteniendo un golpe dirigido a uno de sus camaradas. Ella no sabía muy bien qué estaba pasando con exactitud, pero sí que había podido oír la palabra "esquiroles" mientras se acercaba, y ahora que su cerebro tenía combustible para un rato podía sumar dos y dos.
La cadete no pudo evitar dar una palmadita de emoción ante aquella oportunidad de ejercitar sus músculos.
—¡Caballeros! -llamó Aoi-. No seré yo quien se niegue a un deportivo intercambio de golpes, pero quizá es mejor hablar las cosas con calma, ¿no? -interpeló, en un vano intento por calmarlos.
—¡Tú no te metas donde no te llaman! -chilló uno de los presentes, al tiempo que alargaba un puño en dirección a su cara. Aoi se apartó de la trayectoria del puñetazo sin mucha dificultad, ya que había sido lanzado con poca puntería, y agarró la muñeca del hombre con la diestra, para retorcerle el brazo y obligarlo a girar sobre sí mismo al tiempo que le flexionaba el codo tras la espalda con la otra mano para que no romperle la extremidad sin querer, y se lo sujetaba con fuerza, impidiéndole hacerse daño.
—Oye, Iulio. ¿Los esquiroles son los que intentan disfrutar su vida sin complicaciones o los que hacen tratos con gente de poco fiar y ayudan a criminales a cambio de cuatro berries? -le preguntó a su compañero, girando la cabeza para mirar al rubio, con curiosidad honesta pero una intención parcial de molestar a los presentes.
Distraída como estaba, no pudo evitar que un puño con anillos incipientes se hundiese en su mejilla. La joven encajó el puñetazo, pero soltó a su rehén por la sorpresa.
Tras aquel instante, se desató el caos absoluto.
Los puños y las piernas se agitaban caóticamente en busca de un lugar donde aterrizar, y se hundían sin criterio en costados, pechos, abdómenes y cabezas, al tiempo que se expandía un griterío incomprensible. Tras solo unos segundos, en medio de aquella confusión de ataques, insultos y chillidos aleatorios, los contendientes ya no sabían siquiera a quién debían atacar, y estaban simplemente atizándose unos a otros sin pararse a mirar si golpeaban al bando enemigo o a un aliado.
A Aoi le habría encantado meterse de lleno en aquella batalla campal en miniatura y descubrir si podía alzarse la campeona de aquel improvisado torneo de lucha libre, pero probablemente no era la mejor idea. Aunque... Disfruta el momento, ¿no?
Además, no se le ocurría nada para detenerlos, y con su particular estilo de lucha podía evitar que se hiciesen daño más que otra cosa... Así que en realidad lo mejor que podía hacer, por el bien de todos los presentes, era participar en la pelea, ¿no? Para asegurarse de que nadie resultaba gravemente herido y evitar que se enzarzasen en una lucha a muerte.
O eso se decía ella mientras se convencía de que podía participar.
Por ello, sin esforzarse en demasía por reprimir sus impulsos, la muchacha se unió a la pelea con una sonrisa de absoluta felicidad dibujada en el rostro.
"Este sí que es mi tipo de misión.", pensaba la alcohólica, al tiempo que luxaba extremidades e inutilizaba civiles, diezmando el número de participantes con relativa rapidez.
—Los de los cuatro berries, los de los cuatro berries —respondí, incapaz de recordar al completo el conjunto de palabras que Aoi había empleado para la segunda opción. Aun así, estaba seguro de que la respuesta correcta era aquélla.
Golpeé al sujeto que había iniciado el conflicto, propinándole un violento puñetazo en la cara que lo dejó inconsciente al instante. Tal vez hubiese tenido que plantearme si aquello no daría comienzo a una barriobajera pelea de tasca inmunda, pero el alboroto ya estaba servido para cuando el mojicón alcanzó su rostro.
La imagen resultaba cuanto menos curiosa, porque nosotros conformábamos un grupo muy reducido que se enfrentaba a uno bastante más nutrido. Aun así, allí todo el mundo recibía y daba cuanto le permitían. Desde que nuestro ebrio anfitrión nos había contado el origen del piquete me había hecho a la idea de que aquellos tipos eran simplemente imbéciles, pero al comprobar cómo actuaban me di cuenta de que les había sobreestimado.
—¡Se acabó! —dije, enfadado, mientras aferraba con fuerza la pechera del último que quedaba en pie. Zuko me mandaría a limpiar los baños durante un mes cuando, leyendo los informes, se enterase del proceder que había demostrado cuando se suponía que el sigilo era la clave. No obstante, en mi estado de embriaguez aquella clase de pensamientos no se pasaba por mi cabeza—. ¡Llévame con tu jefe, desgraciado! —rugí, dejando que algunas gotas de saliva escapasen involuntariamente de mi boca para aterrizar en su rostro. En ningún momento me paré a pensar en la resaca que me golpearía sin clemencia cuando aquello concluyese, pero sería de proporciones antológicas.
—¡Pero bueno! —exclamó una voz desconocida con tono de sorpresa y mal fingida amabilidad—. ¿Se puede saber qué ha pasado aquí, chicos? —Un sujeto enchaquetado caminaba con cuidado sobre los cuerpos inconscientes, más preocupado por no manchar sus caros zapatos que por el estado de los que debían ser sus subordinados.
—O’Culkin, señor —balbuceó el tipo que sostenía frente a mí—. Los chicos de Mike no se unieron a la manifestación y Donny les llamó la atención al pasar junto a ellos. Ya sabes que siempre están bebiendo y nunca hacen nada. Estos dos estaban con él y, cuando me he querido dar cuenta, se había formado la de Dios.
Los cuerpos de Mike y varios de sus amigos también se encontraban en el suelo. No habían podido evitar recibir una paliza de semejante grupo de personas y yo, por mi parte, tampoco les había prestado demasiada atención. De cualquier modo, no sabía si la nueva habría sido capaz de proteger a alguno.
—¿Y con quién tengo el gusto de hablar? —Unos gemelos dorados asomaron cuando extendió el brazo para estrecharme la mano, acompañando a la camisa blanca que resaltó sobre el traje burdeos.
Golpeé al sujeto que había iniciado el conflicto, propinándole un violento puñetazo en la cara que lo dejó inconsciente al instante. Tal vez hubiese tenido que plantearme si aquello no daría comienzo a una barriobajera pelea de tasca inmunda, pero el alboroto ya estaba servido para cuando el mojicón alcanzó su rostro.
La imagen resultaba cuanto menos curiosa, porque nosotros conformábamos un grupo muy reducido que se enfrentaba a uno bastante más nutrido. Aun así, allí todo el mundo recibía y daba cuanto le permitían. Desde que nuestro ebrio anfitrión nos había contado el origen del piquete me había hecho a la idea de que aquellos tipos eran simplemente imbéciles, pero al comprobar cómo actuaban me di cuenta de que les había sobreestimado.
***
—¡Se acabó! —dije, enfadado, mientras aferraba con fuerza la pechera del último que quedaba en pie. Zuko me mandaría a limpiar los baños durante un mes cuando, leyendo los informes, se enterase del proceder que había demostrado cuando se suponía que el sigilo era la clave. No obstante, en mi estado de embriaguez aquella clase de pensamientos no se pasaba por mi cabeza—. ¡Llévame con tu jefe, desgraciado! —rugí, dejando que algunas gotas de saliva escapasen involuntariamente de mi boca para aterrizar en su rostro. En ningún momento me paré a pensar en la resaca que me golpearía sin clemencia cuando aquello concluyese, pero sería de proporciones antológicas.
—¡Pero bueno! —exclamó una voz desconocida con tono de sorpresa y mal fingida amabilidad—. ¿Se puede saber qué ha pasado aquí, chicos? —Un sujeto enchaquetado caminaba con cuidado sobre los cuerpos inconscientes, más preocupado por no manchar sus caros zapatos que por el estado de los que debían ser sus subordinados.
—O’Culkin, señor —balbuceó el tipo que sostenía frente a mí—. Los chicos de Mike no se unieron a la manifestación y Donny les llamó la atención al pasar junto a ellos. Ya sabes que siempre están bebiendo y nunca hacen nada. Estos dos estaban con él y, cuando me he querido dar cuenta, se había formado la de Dios.
Los cuerpos de Mike y varios de sus amigos también se encontraban en el suelo. No habían podido evitar recibir una paliza de semejante grupo de personas y yo, por mi parte, tampoco les había prestado demasiada atención. De cualquier modo, no sabía si la nueva habría sido capaz de proteger a alguno.
—¿Y con quién tengo el gusto de hablar? —Unos gemelos dorados asomaron cuando extendió el brazo para estrecharme la mano, acompañando a la camisa blanca que resaltó sobre el traje burdeos.
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Re: Esto... sí. Yo venía para... esto... - Aoi & Iulio [Privado - Pasado] {Dom 10 Mayo 2020 - 17:10}
Aoi recibió golpes mejor y peor ejecutados, algunos más dolorosos que otros, mientras se esforzaba por inutilizar brazos sin dañar los músculos de sus contrincantes, lo cual sin duda era muchísimo más complicado de lo que sus maestros le habían contado.
El mayor problema de Aoi es que siempre había peleado con artistas marciales profesionales, bien fuesen sus maestros o sus contrincantes en la Torre del Cielo, así que siempre recibía golpes profesionales, perfectamente ejecutados, lo cual facilitaba mucho las cosas.
Aquella panda de currantes, sin embargo, tenía cero experiencia en combate cuerpo a cuerpo, y era cualquier cosa menos profesionales de las artes marciales, o el boxeo, o cualquier otra disciplina de combate de contacto. Y precisamente por eso era harto complicado golpear acertadamente donde Aoi quería. Los obreros se movían erráticamente, lanzando sus puños y pies sin ton ni son esperando acertar a alguien que no fuese de su bando, y la experiencia de combate profesional de Aoi valía de poco en aquellas circunstancias. Quizá si tuviese mejor puntería, o si tuviese unos conocimientos de anatomía más específicos, podría haber sido capaz de atinar los músculos que quería luxar, y de inutilizar las extremidades de sus oponentes durante un corto período de tiempo sin hacerles daño, tal y como había planeado. Pero no tenía ninguna de esas cosas así que, de cada tres golpes que daba, dos acababan siendo poco certeros, y sus intentos por evitar que aquella turba descontrolada se hiciese daño habían caído en saco roto.
Cuando, finalmente, el último manifestante cayó de bruces al suelo con un gemido de dolor, Aoi respiraba agitadamente, y unas gruesas perlas de sudor descendían por su rostro magullado.
La novata echó un vistazo a su alrededor, para comprobar que casi todos los civiles estaban en el suelo, algunos desmayados y otros gimoteando de dolor. Los tipos del poker también estaban K.O. Aoi había estado demasiado ocupada intentando acertar sus golpes y defenderse como para ayudar a nadie, y por lo que parecía Iulio había pasado por una situación parecida.
Éste sujetaba por la pechera al último contrincante que quedaba en pie, el tipo del megáfono, y exigía respuestas de una forma un tanto agresiva. Aunque, en aquellos momentos, Aoi no era nadie para juzgar.
Un hombre alto y bien vestido se acercó al grupo entonces, interpelándoles sobre la situación y extendiendo su mano amistosa hacia Iulio.
—¿O'Culkin? -inquirió Aoi, recordando vagamente el nombre-. ¿O'Culkin el presidente del sindicato O'Culkin? -confirmó, frunciendo el ceño con extrañeza. Aquel tipo iba demasiado bien vestido para ser un obrero, presidente del sindicato o no.
—El mismo. ¿Y vosotros sois...?
Aoi iba a responder automáticamente con la verdad, pero en cuanto abrió la boca recordó la parte de la sutileza.
—Turistas -farfulló-. Pasábamos por aquí y nos hemos visto metidos en este meollo. Estabamos haciendo migas con Mike y los otros cuando esta gente llegó y se puso a pegarles... No sé qué está pasando en Dressrosa, pero creo que hemos venido en un mal momento -comentó, con una risa nerviosa-. Mis disculpas por el estado de sus compañeros, pero no me quedó más remedio que actuar en defensa propia -añadió, señalándose la mejilla magullada.
El hombre esbozó una sonrisa forzada y se tiró de las mangas de la americana, ocultando los gemelos dorados que brillaban al sol.
—No, por favor. Mis más sinceras disculpas por haberos metido en asuntos que no os afectan -dijo O'Culkin, mientras Aoi lo fulminaba con la mirada con poco disimulo-. No obstante, parece que os habéis visto inmiscuidos. Si sois tan amables de acompañarme a mi despacho, podremos hablar en mejores... condiciones -ofreció.
El mayor problema de Aoi es que siempre había peleado con artistas marciales profesionales, bien fuesen sus maestros o sus contrincantes en la Torre del Cielo, así que siempre recibía golpes profesionales, perfectamente ejecutados, lo cual facilitaba mucho las cosas.
Aquella panda de currantes, sin embargo, tenía cero experiencia en combate cuerpo a cuerpo, y era cualquier cosa menos profesionales de las artes marciales, o el boxeo, o cualquier otra disciplina de combate de contacto. Y precisamente por eso era harto complicado golpear acertadamente donde Aoi quería. Los obreros se movían erráticamente, lanzando sus puños y pies sin ton ni son esperando acertar a alguien que no fuese de su bando, y la experiencia de combate profesional de Aoi valía de poco en aquellas circunstancias. Quizá si tuviese mejor puntería, o si tuviese unos conocimientos de anatomía más específicos, podría haber sido capaz de atinar los músculos que quería luxar, y de inutilizar las extremidades de sus oponentes durante un corto período de tiempo sin hacerles daño, tal y como había planeado. Pero no tenía ninguna de esas cosas así que, de cada tres golpes que daba, dos acababan siendo poco certeros, y sus intentos por evitar que aquella turba descontrolada se hiciese daño habían caído en saco roto.
Cuando, finalmente, el último manifestante cayó de bruces al suelo con un gemido de dolor, Aoi respiraba agitadamente, y unas gruesas perlas de sudor descendían por su rostro magullado.
La novata echó un vistazo a su alrededor, para comprobar que casi todos los civiles estaban en el suelo, algunos desmayados y otros gimoteando de dolor. Los tipos del poker también estaban K.O. Aoi había estado demasiado ocupada intentando acertar sus golpes y defenderse como para ayudar a nadie, y por lo que parecía Iulio había pasado por una situación parecida.
Éste sujetaba por la pechera al último contrincante que quedaba en pie, el tipo del megáfono, y exigía respuestas de una forma un tanto agresiva. Aunque, en aquellos momentos, Aoi no era nadie para juzgar.
Un hombre alto y bien vestido se acercó al grupo entonces, interpelándoles sobre la situación y extendiendo su mano amistosa hacia Iulio.
—¿O'Culkin? -inquirió Aoi, recordando vagamente el nombre-. ¿O'Culkin el presidente del sindicato O'Culkin? -confirmó, frunciendo el ceño con extrañeza. Aquel tipo iba demasiado bien vestido para ser un obrero, presidente del sindicato o no.
—El mismo. ¿Y vosotros sois...?
Aoi iba a responder automáticamente con la verdad, pero en cuanto abrió la boca recordó la parte de la sutileza.
—Turistas -farfulló-. Pasábamos por aquí y nos hemos visto metidos en este meollo. Estabamos haciendo migas con Mike y los otros cuando esta gente llegó y se puso a pegarles... No sé qué está pasando en Dressrosa, pero creo que hemos venido en un mal momento -comentó, con una risa nerviosa-. Mis disculpas por el estado de sus compañeros, pero no me quedó más remedio que actuar en defensa propia -añadió, señalándose la mejilla magullada.
El hombre esbozó una sonrisa forzada y se tiró de las mangas de la americana, ocultando los gemelos dorados que brillaban al sol.
—No, por favor. Mis más sinceras disculpas por haberos metido en asuntos que no os afectan -dijo O'Culkin, mientras Aoi lo fulminaba con la mirada con poco disimulo-. No obstante, parece que os habéis visto inmiscuidos. Si sois tan amables de acompañarme a mi despacho, podremos hablar en mejores... condiciones -ofreció.
Aoi había estado mucho más rápida que yo a la hora de plantear una falsa justificación para que nos encontrásemos allí. Contuve un suspiro de alivio, consciente de que con toda probabilidad mi lentitud de reacción se debía a que me había pasado con la bebida. Tendría que asegurarme de no volver a probarla hasta que todo concluyese si no quería dar al traste con todo.
¿Inmiscuidos? ¿Despacho? ¿Mejores condiciones? Cada una de aquellas palabras sonaba peor que la anterior conforme iban llegando a mis oídos, pero lo cierto era que aquella proposición no terminaba de sonar mal. No teníamos demasiado claro por qué estábamos allí, pero estaba claro que O'Culkin y los demás líderes sindicales representaban un problema en sí mismos. En el peor de los casos, si abandonábamos Dressrosa sin atajar adecuadamente la misión podríamos aludir habernos topado con algo aún más importante. Todo encajaba, ¿qué podía salir mal?
―De acuerdo ―respondí, exagerando mi embriaguez con una falsa contención de hipo. Cuanto más inútil me considerasen, mucho mejor para todo el mundo―. Vamos ―le dije a la novata, colocando una mano sobre su hombro y tropezando a posta en un par de ocasiones. ¿Quién podría sospechar de una muchacha y un borracho inútil?
O'Culkin nos sacó del terreno en construcción para guiarnos por una zona recientemente edificada. La ausencia casi total de personas en la calle y los carteles de promoción daban buena fe de ello. Aunque, si debía decir la verdad, no sabía quién demonios podría hacerse con alguna de aquellas viviendas. ¡Menudos precios!
El líder sindical se introdujo en un edificio más pequeño que, a juzgar por el escaso mobiliario, debía estar siendo desmantelado al acabar las labores de construcción de la zona. Seguía exhibiendo aquella falsa sonrisa que parecía haberse pegado al comienzo de la jornada, destinada a desaparecer únicamente antes de irse a dormir.
―Siéntense, por favor ―comentó al tiempo que señalaba con la mano a dos mullidos sillones situados al otro lado del que debía ser su escritorio―. ¿Quieren algo de beber? ―Él se sirvió un vaso de whiskey de una botella reluciente, quizás incluso demasiado para ser una botella de cristal sin más―. Les ruego disculpen a los chicos por haber reaccionado de ese modo al toparse con sus amigos. Les pido que entiendan que están luchando por sus derechos y cuando lo que está en juego es el pan hasta el más cauto se vuelve impulsivo.
―Tú los diriges, ¿no? ―pregunté con el insolente aire del mayor de los ebrios gañanes.
―Yo les represento y coordino ante quienes les contratan. La única forma que tiene el obrero de hacer frente al poderoso es unirse a sus hermanos y plantar cara como una unidad.
―Pues ese traje y esos gemelos no son los de un hombre que representa a los obreros, ¿no le parece? ―Se suponía que los borrachos decían la verdad, ¿no? Al menos la suya.
―Que tenga una determinada orientación política no implica que tenga que vivir debajo de un puente, ¿no le parece? ―replicó, visiblemente molesto por mi comentario. Justo ahí era donde lo quería llevar; que se sintiese incómodo.
―No, pero uno debe ser coherente con lo que dice y, si bien está bien que vivas cómodamente, ese traje asquerosamente caro y esos gemelos que probablemente valgan más que el sueldo de un año de todos esos hombres están de más. ―Hipé, dejando que el silencio se hiciese a continuación.
―Déjenme que les presente a unos amigos ―dijo para romper la tensión, entrando en el despacho dos gorilas de portentosas dimensiones―. Les presento a Yoris y a Augusto, los encargados de Recursos Humanos del sindicato. Estoy seguro de que podrán resolverles cualquier duda por pequeña que sea con una espectacular solvencia. ―No había rastro de amenaza en sus palabras, pero cualquiera con dos dedos de frente hubiese podido entender por dónde iban los tiros.
¿Inmiscuidos? ¿Despacho? ¿Mejores condiciones? Cada una de aquellas palabras sonaba peor que la anterior conforme iban llegando a mis oídos, pero lo cierto era que aquella proposición no terminaba de sonar mal. No teníamos demasiado claro por qué estábamos allí, pero estaba claro que O'Culkin y los demás líderes sindicales representaban un problema en sí mismos. En el peor de los casos, si abandonábamos Dressrosa sin atajar adecuadamente la misión podríamos aludir habernos topado con algo aún más importante. Todo encajaba, ¿qué podía salir mal?
―De acuerdo ―respondí, exagerando mi embriaguez con una falsa contención de hipo. Cuanto más inútil me considerasen, mucho mejor para todo el mundo―. Vamos ―le dije a la novata, colocando una mano sobre su hombro y tropezando a posta en un par de ocasiones. ¿Quién podría sospechar de una muchacha y un borracho inútil?
O'Culkin nos sacó del terreno en construcción para guiarnos por una zona recientemente edificada. La ausencia casi total de personas en la calle y los carteles de promoción daban buena fe de ello. Aunque, si debía decir la verdad, no sabía quién demonios podría hacerse con alguna de aquellas viviendas. ¡Menudos precios!
El líder sindical se introdujo en un edificio más pequeño que, a juzgar por el escaso mobiliario, debía estar siendo desmantelado al acabar las labores de construcción de la zona. Seguía exhibiendo aquella falsa sonrisa que parecía haberse pegado al comienzo de la jornada, destinada a desaparecer únicamente antes de irse a dormir.
―Siéntense, por favor ―comentó al tiempo que señalaba con la mano a dos mullidos sillones situados al otro lado del que debía ser su escritorio―. ¿Quieren algo de beber? ―Él se sirvió un vaso de whiskey de una botella reluciente, quizás incluso demasiado para ser una botella de cristal sin más―. Les ruego disculpen a los chicos por haber reaccionado de ese modo al toparse con sus amigos. Les pido que entiendan que están luchando por sus derechos y cuando lo que está en juego es el pan hasta el más cauto se vuelve impulsivo.
―Tú los diriges, ¿no? ―pregunté con el insolente aire del mayor de los ebrios gañanes.
―Yo les represento y coordino ante quienes les contratan. La única forma que tiene el obrero de hacer frente al poderoso es unirse a sus hermanos y plantar cara como una unidad.
―Pues ese traje y esos gemelos no son los de un hombre que representa a los obreros, ¿no le parece? ―Se suponía que los borrachos decían la verdad, ¿no? Al menos la suya.
―Que tenga una determinada orientación política no implica que tenga que vivir debajo de un puente, ¿no le parece? ―replicó, visiblemente molesto por mi comentario. Justo ahí era donde lo quería llevar; que se sintiese incómodo.
―No, pero uno debe ser coherente con lo que dice y, si bien está bien que vivas cómodamente, ese traje asquerosamente caro y esos gemelos que probablemente valgan más que el sueldo de un año de todos esos hombres están de más. ―Hipé, dejando que el silencio se hiciese a continuación.
―Déjenme que les presente a unos amigos ―dijo para romper la tensión, entrando en el despacho dos gorilas de portentosas dimensiones―. Les presento a Yoris y a Augusto, los encargados de Recursos Humanos del sindicato. Estoy seguro de que podrán resolverles cualquier duda por pequeña que sea con una espectacular solvencia. ―No había rastro de amenaza en sus palabras, pero cualquiera con dos dedos de frente hubiese podido entender por dónde iban los tiros.
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Re: Esto... sí. Yo venía para... esto... - Aoi & Iulio [Privado - Pasado] {Dom 17 Mayo 2020 - 17:48}
Aoi siguió al tal O'Culkin hasta su despacho junto a Iulio, al tiempo que se preguntaba si su superior estaba actuando o realmente estaba así de borracho. Ella había bebido más que él, o al menos eso creía, y estaba perfectamente. De hecho, hacía semanas que no se sentía así de bien, tan despierta y cómoda en su propia piel. Pero quizá el rubio no tenía tolerancia al alcohol, bien por no beber con frecuencia o porque su cuerpo se negaba a asimilar aquella sustancia tóxica en su organismo.
Fuese como fuese, era convincente, y el tipo no parecía sospechar que ninguno de los dos era Marine, así que estaban a salvo por el momento. Aunque, a decir verdad, habría sido extremadamente curioso pensar que esas dos personas que se habían enzarzado a golpes con civiles borrachos y manifestantes eran parte de la armada marina del Gobierno Mundial.
La novata le siguió el juego a su compañero por razones de coherencia y se mantuvo en silencio, limitándose a asentir con la cabeza aquí y allá cada vez que su superior abría la boca para soltar algún comentario hiriente, y fulminando al supuesto líder sindicalista con la mirada cuando sus vistas se cruzaban.
Fue entonces cuando un par de hombres hormonados y grandes entraron en el cuarto con mirada de pocos amigos. Uno incluso se crujió los nudillos, al tiempo que O'Culkin los presentaba. Estaba claro que tenían más músculo que cerebro, sobre todo para trabajar en "Recursos Humanos", y también que sus músculos eran para enseñar, y no para usar, ya que estaban excesivamente ciclados, lo que les restaba movilidad y flexibilidad, así como capacidad de movimiento. Y si ya sus músculos les restringían la vida diaria, esos trajes excesivamente ajustados que llevaban a propósito para marcar esos músculos hinchados se lo ponían todavía más complicado.
Uno de ellos tenía la cabeza rapada y brillante, lo que sugería que quizá se la abrillantaba con cera, o quizá simplemente tenía la piel excesivamente grasa, y contaba con anillos aparatosos en todos sus dedos. El otro tenía el pelo y la barba castaños, pobladas cejas que no habían conocido nunca unas pinzas de depilar y se le podía ver el excesivo vello corporal sobresaliendo por el pecho de la camisa a medio abotonar. Este último no llevaba anillos, probablemente porque en esa selva de pelo que tenía en los dedos no se podía poner ninguno.
Eran estereotipos andantes. El Calvo y el Gorila. Así los denominó automáticamente Aoi en su cerebro nada más los vio llegar, al tiempo que soltaba una carcajada que fue incapaz de reprimir. La muchacha se tapó la boca en un acto reflejo que no llegó a tiempo, y las miradas de los presentes se clavaron en su persona.
―Disculpe, ¿he dicho algo gracioso? -inquirió O'Culkin, ladeando la cabeza con un aire de molestia.
―No, no, perdón -se disculpó, apartándose la mano del rostro y carraspeando-. Los prejuicios son muy malos, están mal. No se puede juzgar a la gente -murmuró para sí entonces, decepcionada consigo misma por su actitud.
Si prejuzgase, habría asumido que aquellos dos eran matones de poca monta al servicio de O'Culkin, que habían entrado en el momento justo para asustarlos y evitar que siguieran haciendo preguntas. Quizá para hacerlos sentir amenazados con aquellos cuerpos musculosos, miradas asesinas y crujir de nudillos, y obligarlos a marcharse de allí sin meter las narices donde no les llamaban.
Pero, para empezar, aquella estrategia no habría funcionado porque cualquier persona con un mínimo de entrenamiento físico es consciente de que los músculos grandes e hinchados están para enseñar, no para usar. Y, aunque no hubiese tenido maestros que la instasen a hacer un poco más de yoga y un poco menos de dominadas para no quedarse rígida, a Aoi no le gustaba nada juzgar a la gente por sus apariencias, y se negaba a aceptar aquel prejuicio estereotipado sin tener más información.
El gorila emitió un gruñido que sonaba a aviso, y el calvo se crujió los nudillos otra vez.
―No deberías hacer eso, es muy malo para tus articulaciones. Se desgastan al crujirlas, sobre todo si se hace con frecuencia, porque entonces tus huesos se descolocan más habitualmente y necesitas crujirlos más a menudo y... No es bueno -comentó, intentando aliviar la tensión del ambiente con escaso éxito-. ¡De todas maneras! -continuó Aoi, incómoda ante aquel silencio tenso-. ¿Para qué necesitamos a personal de Recursos Humanos si no somos parte de la plantilla? No lo entiendo.
O'Culkin parpadeó, claramente sorprendido, y miró al rubio como si quisiera comprobar que al menos su compañero entendía lo que estaba pasando, antes de responder:
―Bueno, Yoris y Augusto son los encargados del personal, y por tanto los que trabajan directamente con los empleados de la obra, así que podrán resolver cualquier duda con mayor facilidad que un servidor -improvisó, escrutando a Aoi con la mirada, como si quisiera discernir si le estaba tomando el pelo, o iba en serio.
―¡Oh! Claro. Pues perfecto. Tengo una pregunta desde hace un rato, de hecho. ¿De qué política estamos hablando? ¿Es la política de "Todo por el pueblo, pero sin el pueblo"? ¿O comunismo? ¿O... Capitalismo neoliberal? Porque... no soy una entendida de política y no sé de qué estamos hablando -admitió, antes de soltar una risita nerviosa.
―Disculpen -intervino O'Culkin, dirigiendo una apremiante mirada a sus matones, que se habían quedado un poco descolocados ante la reacción de la alcohólica-, me encantaría poder ofrecerles mi oficina para resolver todas y cada una de sus dudas pero, por desgracia, tengo asuntos que atender. Si no les importa, mis compañeros los dirigirán hacia su despacho, donde podrán hablar largo y tendido. Un placer conocerles, y de nuevo, disculpen las molestias que les podamos haber causado. Augusto, Yoris, si hacéis el favor...
El gorila agarró a Aoi del brazo y el calvo hizo lo propio con Iulio y tras un gruñido de afirmación se los llevaron del despacho casi a rastras.
―¡Oh! Vale. Nos... marchamos. Vaya, me puedes rodear el bíceps entero con la mano, eso sí que es una mano grande -observaba la muchacha, todavía esforzándose por no juzgar.
Fuese como fuese, era convincente, y el tipo no parecía sospechar que ninguno de los dos era Marine, así que estaban a salvo por el momento. Aunque, a decir verdad, habría sido extremadamente curioso pensar que esas dos personas que se habían enzarzado a golpes con civiles borrachos y manifestantes eran parte de la armada marina del Gobierno Mundial.
La novata le siguió el juego a su compañero por razones de coherencia y se mantuvo en silencio, limitándose a asentir con la cabeza aquí y allá cada vez que su superior abría la boca para soltar algún comentario hiriente, y fulminando al supuesto líder sindicalista con la mirada cuando sus vistas se cruzaban.
Fue entonces cuando un par de hombres hormonados y grandes entraron en el cuarto con mirada de pocos amigos. Uno incluso se crujió los nudillos, al tiempo que O'Culkin los presentaba. Estaba claro que tenían más músculo que cerebro, sobre todo para trabajar en "Recursos Humanos", y también que sus músculos eran para enseñar, y no para usar, ya que estaban excesivamente ciclados, lo que les restaba movilidad y flexibilidad, así como capacidad de movimiento. Y si ya sus músculos les restringían la vida diaria, esos trajes excesivamente ajustados que llevaban a propósito para marcar esos músculos hinchados se lo ponían todavía más complicado.
Uno de ellos tenía la cabeza rapada y brillante, lo que sugería que quizá se la abrillantaba con cera, o quizá simplemente tenía la piel excesivamente grasa, y contaba con anillos aparatosos en todos sus dedos. El otro tenía el pelo y la barba castaños, pobladas cejas que no habían conocido nunca unas pinzas de depilar y se le podía ver el excesivo vello corporal sobresaliendo por el pecho de la camisa a medio abotonar. Este último no llevaba anillos, probablemente porque en esa selva de pelo que tenía en los dedos no se podía poner ninguno.
Eran estereotipos andantes. El Calvo y el Gorila. Así los denominó automáticamente Aoi en su cerebro nada más los vio llegar, al tiempo que soltaba una carcajada que fue incapaz de reprimir. La muchacha se tapó la boca en un acto reflejo que no llegó a tiempo, y las miradas de los presentes se clavaron en su persona.
―Disculpe, ¿he dicho algo gracioso? -inquirió O'Culkin, ladeando la cabeza con un aire de molestia.
―No, no, perdón -se disculpó, apartándose la mano del rostro y carraspeando-. Los prejuicios son muy malos, están mal. No se puede juzgar a la gente -murmuró para sí entonces, decepcionada consigo misma por su actitud.
Si prejuzgase, habría asumido que aquellos dos eran matones de poca monta al servicio de O'Culkin, que habían entrado en el momento justo para asustarlos y evitar que siguieran haciendo preguntas. Quizá para hacerlos sentir amenazados con aquellos cuerpos musculosos, miradas asesinas y crujir de nudillos, y obligarlos a marcharse de allí sin meter las narices donde no les llamaban.
Pero, para empezar, aquella estrategia no habría funcionado porque cualquier persona con un mínimo de entrenamiento físico es consciente de que los músculos grandes e hinchados están para enseñar, no para usar. Y, aunque no hubiese tenido maestros que la instasen a hacer un poco más de yoga y un poco menos de dominadas para no quedarse rígida, a Aoi no le gustaba nada juzgar a la gente por sus apariencias, y se negaba a aceptar aquel prejuicio estereotipado sin tener más información.
El gorila emitió un gruñido que sonaba a aviso, y el calvo se crujió los nudillos otra vez.
―No deberías hacer eso, es muy malo para tus articulaciones. Se desgastan al crujirlas, sobre todo si se hace con frecuencia, porque entonces tus huesos se descolocan más habitualmente y necesitas crujirlos más a menudo y... No es bueno -comentó, intentando aliviar la tensión del ambiente con escaso éxito-. ¡De todas maneras! -continuó Aoi, incómoda ante aquel silencio tenso-. ¿Para qué necesitamos a personal de Recursos Humanos si no somos parte de la plantilla? No lo entiendo.
O'Culkin parpadeó, claramente sorprendido, y miró al rubio como si quisiera comprobar que al menos su compañero entendía lo que estaba pasando, antes de responder:
―Bueno, Yoris y Augusto son los encargados del personal, y por tanto los que trabajan directamente con los empleados de la obra, así que podrán resolver cualquier duda con mayor facilidad que un servidor -improvisó, escrutando a Aoi con la mirada, como si quisiera discernir si le estaba tomando el pelo, o iba en serio.
―¡Oh! Claro. Pues perfecto. Tengo una pregunta desde hace un rato, de hecho. ¿De qué política estamos hablando? ¿Es la política de "Todo por el pueblo, pero sin el pueblo"? ¿O comunismo? ¿O... Capitalismo neoliberal? Porque... no soy una entendida de política y no sé de qué estamos hablando -admitió, antes de soltar una risita nerviosa.
―Disculpen -intervino O'Culkin, dirigiendo una apremiante mirada a sus matones, que se habían quedado un poco descolocados ante la reacción de la alcohólica-, me encantaría poder ofrecerles mi oficina para resolver todas y cada una de sus dudas pero, por desgracia, tengo asuntos que atender. Si no les importa, mis compañeros los dirigirán hacia su despacho, donde podrán hablar largo y tendido. Un placer conocerles, y de nuevo, disculpen las molestias que les podamos haber causado. Augusto, Yoris, si hacéis el favor...
El gorila agarró a Aoi del brazo y el calvo hizo lo propio con Iulio y tras un gruñido de afirmación se los llevaron del despacho casi a rastras.
―¡Oh! Vale. Nos... marchamos. Vaya, me puedes rodear el bíceps entero con la mano, eso sí que es una mano grande -observaba la muchacha, todavía esforzándose por no juzgar.
Sinceramente, no podía concebir que la actitud de Aoi tuviese otra razón de ser que desconcertar a aquellos sujetos. Las palabras que salían de su boca eran las que sólo un necio o un inconsciente habría escogido, pero debía admitir que surtían efecto. Cargadas de inocencia ―fingida, o eso esperaba― descolocaban a O'Culkin y sus hombres de confianza sin abrir la puerta a una represalia física. Claro que primero tendrían que averiguar si podían con nosotros, pero un enfrentamiento daría al traste con la discreción en la que tanto énfasis había puesto Zuko... Al menos si alguno de ellos quedaba en disposición de contar a alguien lo sucedido.
Fue por ello que no me inmuté cuando el líder sindicalista me dirigió una mirada cargada de incomprensión. Simplemente me dediqué a hipar como buen borracho. Y allí llegó la pregunta definitiva, lanzada como un torpedo a la línea de flotación de la ideología que aquel sujeto en teoría abanderaba. En aquella ocasión me permití el lujo de tragar saliva, pues la ojiplática expresión de nuestro interlocutor y anfitrión parecía haberse petrificado.
De cualquier modo, se recompuso como pudo y continuó con su forzadamente educado discurso. ¿Que nos dejaba con ellos? ¿A santo de qué? Necesité de un esfuerzo titánico para permitir que aquel sujeto pudiese tocarme, pues mi subconsciente me empujaba volverme etéreo. Nos llevaron hasta un despacho adyacente al de O'Culkin, bastante más pequeño y discreto, caracterizado por la ausencia absoluta de material burocrático alguno.
―Pues llamadme loco, aunque tal vez haya bebido demasiado ―Y así era―, pero no sé cómo podéis ser los encargados de Recursos Humanos sin un triste lápiz con el que escribir.
―Nos encargamos de otro tipo de recursos ―respondió uno de ellos con voz amenazadora, crujiendo de nuevo sus nudillos―. Mira, sigue sin hacerte caso ―le comenté a Aoi―. Te vas a hacer polvo las articulaciones como sigas así, grandullón. Tal vez ahora no te den problemas, pero te acordarás de todas y cada una de las veces que has hecho eso cuando seas viejo.
Nos arrojaron sobre una sillas sin dignarse a responderme, lo que no me extrañó en absoluto. Su fin era intimidar al fin y al cabo, ¿no? No mantener conversaciones sobre su higiene articular.
―La clase obrera está muy concienciada en Dressrosa, como habéis podido comprobar ―dijo el que debía ser Augusto―, y no podemos permitir que unos alborotadores vengan a tirar por tierra la lucha de clases y la reivindicación de sus derechos. No sé si me he explicado bien ―Detuvo su marcha frente a mí―. A la vista de que estáis implicados de lleno en un alboroto que no se tenía que haber producido, creo que lo más apropiado es que vosotros también toméis conciencia de la importancia de la lucha obrera. ―El sujeto hablaba bien pese a su apariencia de matón de turno, eso había que reconocerlo.
Una de sus manos se cerró en un gran puño, el cual recorrió el aire en dirección a mi pómulo. No obstante, cuando pensé que ya debía haberme golpeado comprobé que había pasado de largo, dirigiéndose al rostro de la novata.
―¿Pero se puede saber qué haces? ¡Que es una niña! ―exclamé, aunque mi lengua se trabó en más sílabas de las que hubiera deseado. Me levanté, propinándole una fuerte patada en el pecho a Augusto y causando que se estrellase contra el escritorio pendiente de estrenar.
Fue por ello que no me inmuté cuando el líder sindicalista me dirigió una mirada cargada de incomprensión. Simplemente me dediqué a hipar como buen borracho. Y allí llegó la pregunta definitiva, lanzada como un torpedo a la línea de flotación de la ideología que aquel sujeto en teoría abanderaba. En aquella ocasión me permití el lujo de tragar saliva, pues la ojiplática expresión de nuestro interlocutor y anfitrión parecía haberse petrificado.
De cualquier modo, se recompuso como pudo y continuó con su forzadamente educado discurso. ¿Que nos dejaba con ellos? ¿A santo de qué? Necesité de un esfuerzo titánico para permitir que aquel sujeto pudiese tocarme, pues mi subconsciente me empujaba volverme etéreo. Nos llevaron hasta un despacho adyacente al de O'Culkin, bastante más pequeño y discreto, caracterizado por la ausencia absoluta de material burocrático alguno.
―Pues llamadme loco, aunque tal vez haya bebido demasiado ―Y así era―, pero no sé cómo podéis ser los encargados de Recursos Humanos sin un triste lápiz con el que escribir.
―Nos encargamos de otro tipo de recursos ―respondió uno de ellos con voz amenazadora, crujiendo de nuevo sus nudillos―. Mira, sigue sin hacerte caso ―le comenté a Aoi―. Te vas a hacer polvo las articulaciones como sigas así, grandullón. Tal vez ahora no te den problemas, pero te acordarás de todas y cada una de las veces que has hecho eso cuando seas viejo.
Nos arrojaron sobre una sillas sin dignarse a responderme, lo que no me extrañó en absoluto. Su fin era intimidar al fin y al cabo, ¿no? No mantener conversaciones sobre su higiene articular.
―La clase obrera está muy concienciada en Dressrosa, como habéis podido comprobar ―dijo el que debía ser Augusto―, y no podemos permitir que unos alborotadores vengan a tirar por tierra la lucha de clases y la reivindicación de sus derechos. No sé si me he explicado bien ―Detuvo su marcha frente a mí―. A la vista de que estáis implicados de lleno en un alboroto que no se tenía que haber producido, creo que lo más apropiado es que vosotros también toméis conciencia de la importancia de la lucha obrera. ―El sujeto hablaba bien pese a su apariencia de matón de turno, eso había que reconocerlo.
Una de sus manos se cerró en un gran puño, el cual recorrió el aire en dirección a mi pómulo. No obstante, cuando pensé que ya debía haberme golpeado comprobé que había pasado de largo, dirigiéndose al rostro de la novata.
―¿Pero se puede saber qué haces? ¡Que es una niña! ―exclamé, aunque mi lengua se trabó en más sílabas de las que hubiera deseado. Me levanté, propinándole una fuerte patada en el pecho a Augusto y causando que se estrellase contra el escritorio pendiente de estrenar.
Azumane Aoi
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Los poco amables encargados de Recursos Humanos los llevaron a un cuartucho anexo, mucho más pequeño que el opulento despacho del jefe del sindicato, y sin ningún rastro de ser realmente utilizado como oficina, más allá del mobiliario desnudo, detalle que Iulio no tardó en señalar.
Aoi echó un vistazo a su alrededor para conocer el lugar y ubicar los objetos en sus respectivos lugares, hasta que fue empujada con poco cariño sobre una de las sillas frente al escritorio.
El Gorila se puso a darles un discurso moralista sobre la lucha de la clase obrera, ante el cual Aoi no pudo evitar bostezar. Se tapó la boca con la mano por educación y cerró los ojos involuntariamente, por lo que no vino venir el puño peludo de Augusto, que se clavó en su mandíbula y se hundió en su mejilla, precipitando su rostro hacia la derecha y haciendo girar su cabeza cuarenta y cinco grados.
La novata se frotó la mejilla con un gruñido de dolor, y se toqueteó la zona con los dedos para comprobar que no había nada roto, mientras Iulio lanzaba al grandullón contra el escritorio de una patada.
―Tengo veinticuatro años, pero se agradece el sentimiento -le dijo a su compañero, preguntándose para sí qué parte de ella o su cuerpo musculado le habrían hecho pensar que era una niña-. No quería asumir que erais simples matones con el objetivo de amedrentar a los que meten las narices donde no los llaman, porque no me gusta juzgar a la gente por sus apariencias. Pero habéis demostrado ser precisamente eso -dijo Aoi, levantándose con calma de la silla-. También me gustaría resaltar que procuro ser pacífica y no acudir a la violencia a menos que sea absolutamente necesario, o ambas partes se diviertan. Pero esa gente está siendo estafada por un trepa que solo mira por su bolsillo y tiene la desfachatez de hablar sobre la clase obrera desde su trono de marfil. Y ese puñetazo ha dolido. Así que se acabó la sutileza -dictaminó, colocándose bien los guanteletes y asegurándose de tener el punto de gravedad en el lugar correcto.
Seguidamente, le lanzó un puñetazo al calvo, Yoris, dirigido hacia la yugular. El matón esquivó el golpe con poca dificultad y le agarró el antebrazo con su manaza llena de anillos, apretando con fuerza para clavarlos en la carne, y tiró de ella hacia sí para darle un guantazo con el brazo libre en la mejilla sana.
Aoi se agarró a la mano que la sujetaba y la utilizó de apoyo para elevar el cuerpo y propinarle una patada en la cara a su oponente. El golpe desequilibró al grandullón, momento que la novata aprovechó para liberar su brazo, no sin antes clavar de nuevo su pie descalzo en el calvo, esta vez en el esternón, impacto que lo tiró al suelo.
Yoris se levantó con bastante rapidez para su tamaño, emitiendo un gruñido de enfado y forzó los músculos de brazos y espalda, rompiendo la americana y la camisa excesivamente apretados por el lugar donde las mangas se encontraban con el torso, lo que le otorgaría mayor facilidad de movimiento.
―Deberías comprarte la ropa un par de tallas más grande -opinó Aoi, al tiempo que se agachaba para evitar recibir otro puñetazo lleno de anillos-. ¡Iulio! -llamó a su compañero, ejecutando un barrido con la pierna derecha que golpeó el tobillo de su enemigo, pero no se lo llevó por delante-. ¿Cuál es el plan? ¿Derrotamos a estos y volvemos con O'Culkin a ver si sigue igual de gallito sin guardaespaldas? -inquirió, cambiando de posición y pasando el peso del cuerpo a las manos que acababa de apoyar en el suelo, para impulsar ambas piernas hacia arriba y hundir los talones en la entrepierna del falso encargado de recursos humanos.
Aoi echó un vistazo a su alrededor para conocer el lugar y ubicar los objetos en sus respectivos lugares, hasta que fue empujada con poco cariño sobre una de las sillas frente al escritorio.
El Gorila se puso a darles un discurso moralista sobre la lucha de la clase obrera, ante el cual Aoi no pudo evitar bostezar. Se tapó la boca con la mano por educación y cerró los ojos involuntariamente, por lo que no vino venir el puño peludo de Augusto, que se clavó en su mandíbula y se hundió en su mejilla, precipitando su rostro hacia la derecha y haciendo girar su cabeza cuarenta y cinco grados.
La novata se frotó la mejilla con un gruñido de dolor, y se toqueteó la zona con los dedos para comprobar que no había nada roto, mientras Iulio lanzaba al grandullón contra el escritorio de una patada.
―Tengo veinticuatro años, pero se agradece el sentimiento -le dijo a su compañero, preguntándose para sí qué parte de ella o su cuerpo musculado le habrían hecho pensar que era una niña-. No quería asumir que erais simples matones con el objetivo de amedrentar a los que meten las narices donde no los llaman, porque no me gusta juzgar a la gente por sus apariencias. Pero habéis demostrado ser precisamente eso -dijo Aoi, levantándose con calma de la silla-. También me gustaría resaltar que procuro ser pacífica y no acudir a la violencia a menos que sea absolutamente necesario, o ambas partes se diviertan. Pero esa gente está siendo estafada por un trepa que solo mira por su bolsillo y tiene la desfachatez de hablar sobre la clase obrera desde su trono de marfil. Y ese puñetazo ha dolido. Así que se acabó la sutileza -dictaminó, colocándose bien los guanteletes y asegurándose de tener el punto de gravedad en el lugar correcto.
Seguidamente, le lanzó un puñetazo al calvo, Yoris, dirigido hacia la yugular. El matón esquivó el golpe con poca dificultad y le agarró el antebrazo con su manaza llena de anillos, apretando con fuerza para clavarlos en la carne, y tiró de ella hacia sí para darle un guantazo con el brazo libre en la mejilla sana.
Aoi se agarró a la mano que la sujetaba y la utilizó de apoyo para elevar el cuerpo y propinarle una patada en la cara a su oponente. El golpe desequilibró al grandullón, momento que la novata aprovechó para liberar su brazo, no sin antes clavar de nuevo su pie descalzo en el calvo, esta vez en el esternón, impacto que lo tiró al suelo.
Yoris se levantó con bastante rapidez para su tamaño, emitiendo un gruñido de enfado y forzó los músculos de brazos y espalda, rompiendo la americana y la camisa excesivamente apretados por el lugar donde las mangas se encontraban con el torso, lo que le otorgaría mayor facilidad de movimiento.
―Deberías comprarte la ropa un par de tallas más grande -opinó Aoi, al tiempo que se agachaba para evitar recibir otro puñetazo lleno de anillos-. ¡Iulio! -llamó a su compañero, ejecutando un barrido con la pierna derecha que golpeó el tobillo de su enemigo, pero no se lo llevó por delante-. ¿Cuál es el plan? ¿Derrotamos a estos y volvemos con O'Culkin a ver si sigue igual de gallito sin guardaespaldas? -inquirió, cambiando de posición y pasando el peso del cuerpo a las manos que acababa de apoyar en el suelo, para impulsar ambas piernas hacia arriba y hundir los talones en la entrepierna del falso encargado de recursos humanos.
¿Veinticuatro? No podía ser, aunque una vez revelada su edad saltaba a simple vista que era mayor que yo. ¿En qué momento se me había ocurrido pensar que era una cría? Yo era el mocoso allí, aunque no podía negar que me resultaba muy atractiva la idea de dar órdenes a quien por simple veteranía era más madura que yo ―claro que eso tampoco era demasiado difícil―. «Chúpate ésa, tiempo», me dije, centrándome en quien casi involuntariamente se había convertido en mi oponente.
Aoi sabía valerse por sí misma a la perfección, por lo que me limité a enfocarme en lo mío. El otro gorila intentó emplear ambas manos para apresarme a la altura del cuello, pero ignoré su movimiento y lancé un rodillazo a su mentón. Sus manos atravesaron mi cuello, mas mi rodilla impactó sin misericordia donde me había propuesto. No le di ni un segundo para respirar, pues averiguar qué sucedía con ese tal O'Culkin se antojaba como lo más relevante. Golpeé el rostro del tipo hasta que, vivo pero inconsciente, estuve seguro de que no volvería a causar problemas.
―Ha dicho que tenía asuntos importantes que atender, ¿no? ―comenté, contemplando cómo terminaba de ocuparse de su contrincante―. Deberíamos asegurarnos de que estos dos no saldrán de aquí hasta que hayamos terminado con... ―¿Con qué? No tenía ni idea de por qué estábamos allí, pero la única opción era dejarme llevar y averiguar si el líder sindicalista nos llevaba hasta algo o alguien que valiese la pena― la misión. Supongo que en su despacho habrá algo que nos oriente, ¿no? Nos vemos en la puerta cuando ates bien a estos dos... o lo que tengas pensado hacer.
Me fui antes incluso de que la cadete hubiese terminado con Yoris, pero el pobre grandullón estaba recibiendo tal tunda que dudaba que pudiese reponerse en un tiempo. Recorrí a la inversa el camino por el que los de Recursos Humanos nos habían conducido, encontrando de nuevo la puerta de la oficina del jefe e introduciéndome en ella sin la menor precaución. Al contrario que en el supuesto despacho de los matones, allí sí había documentos, libros, albaranes y panfletos con la correspondiente publicidad del sindicato.
Los ignoré, dirigiéndome al escritorio y sentándome en el sillón que habitualmente ocupaban las posaderas de O'Culkin. El desgraciado tenía buen ojo para el relleno, de eso no cabía duda, pues cedía lo justo y necesario para resultar confortable sin que me sintiese engullido por él. Rastreé los cajones con cuidado, encontrando finalmente un pequeño cuaderno rojo plagado de separadores. Tenía buena pinta, así que lo abrí para encontrar un sinfín de fechas, lugares y nombres. Pasé las páginas hasta encontrar la fecha de aquel día, descubriendo que O'Culkin debía encontrarse con más líderes de los sindicatos y los empresarios encargados de las obras en las que había tenido lugar la concentración de obreros.
―¿Recuerdas ese edificio frente al que se habían concentrado todas esas personas? ―comenté al llegar donde había quedado con Aoi―. Pues O'Culkin se ha citado allí con al menos doce personas en media hora. Estaba el nombre de ese hombre que nos dijeron los borrachos... ¿Cómo se llamaba? Bueno, el suyo y un par que tenían anotado el nombre de la empresa encargada de las obras, entre otros. Creo que es una buena pista, ¿no? Tal vez podamos enterarnos de algo si vamos. Ya sabes, con discreción y eso... ¿Qué has hecho con los grandullones? ―terminé por preguntar, por pura curiosidad, antes de encaminarme hacia al lugar de la reunión.
Aoi sabía valerse por sí misma a la perfección, por lo que me limité a enfocarme en lo mío. El otro gorila intentó emplear ambas manos para apresarme a la altura del cuello, pero ignoré su movimiento y lancé un rodillazo a su mentón. Sus manos atravesaron mi cuello, mas mi rodilla impactó sin misericordia donde me había propuesto. No le di ni un segundo para respirar, pues averiguar qué sucedía con ese tal O'Culkin se antojaba como lo más relevante. Golpeé el rostro del tipo hasta que, vivo pero inconsciente, estuve seguro de que no volvería a causar problemas.
―Ha dicho que tenía asuntos importantes que atender, ¿no? ―comenté, contemplando cómo terminaba de ocuparse de su contrincante―. Deberíamos asegurarnos de que estos dos no saldrán de aquí hasta que hayamos terminado con... ―¿Con qué? No tenía ni idea de por qué estábamos allí, pero la única opción era dejarme llevar y averiguar si el líder sindicalista nos llevaba hasta algo o alguien que valiese la pena― la misión. Supongo que en su despacho habrá algo que nos oriente, ¿no? Nos vemos en la puerta cuando ates bien a estos dos... o lo que tengas pensado hacer.
Me fui antes incluso de que la cadete hubiese terminado con Yoris, pero el pobre grandullón estaba recibiendo tal tunda que dudaba que pudiese reponerse en un tiempo. Recorrí a la inversa el camino por el que los de Recursos Humanos nos habían conducido, encontrando de nuevo la puerta de la oficina del jefe e introduciéndome en ella sin la menor precaución. Al contrario que en el supuesto despacho de los matones, allí sí había documentos, libros, albaranes y panfletos con la correspondiente publicidad del sindicato.
Los ignoré, dirigiéndome al escritorio y sentándome en el sillón que habitualmente ocupaban las posaderas de O'Culkin. El desgraciado tenía buen ojo para el relleno, de eso no cabía duda, pues cedía lo justo y necesario para resultar confortable sin que me sintiese engullido por él. Rastreé los cajones con cuidado, encontrando finalmente un pequeño cuaderno rojo plagado de separadores. Tenía buena pinta, así que lo abrí para encontrar un sinfín de fechas, lugares y nombres. Pasé las páginas hasta encontrar la fecha de aquel día, descubriendo que O'Culkin debía encontrarse con más líderes de los sindicatos y los empresarios encargados de las obras en las que había tenido lugar la concentración de obreros.
―¿Recuerdas ese edificio frente al que se habían concentrado todas esas personas? ―comenté al llegar donde había quedado con Aoi―. Pues O'Culkin se ha citado allí con al menos doce personas en media hora. Estaba el nombre de ese hombre que nos dijeron los borrachos... ¿Cómo se llamaba? Bueno, el suyo y un par que tenían anotado el nombre de la empresa encargada de las obras, entre otros. Creo que es una buena pista, ¿no? Tal vez podamos enterarnos de algo si vamos. Ya sabes, con discreción y eso... ¿Qué has hecho con los grandullones? ―terminé por preguntar, por pura curiosidad, antes de encaminarme hacia al lugar de la reunión.
Azumane Aoi
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Características
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Fortaleza
Velocidad
Agilidad
Destreza
Precisión
Intelecto
Agudeza
Instinto
Energía
Saberes
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Varios
El cuerpo de Yoris se contrajo al tiempo que de su garganta se escapaba un grito de dolor honesto y sus manos se cubrían la entrepierna por inercia.
A pesar de sus enseñanzas pacíficas y su entrenamiento marcial enfocado en evitar hacer daño al enemigo y limitarse a luxarlo temporalmente y anular sus movimientos, a Aoi no le disgustaban los golpes sucios. Para según qué situaciones resultaban mucho más útiles y efectivos que el wun-chung y, bajo su opinión, era mucho mejor llevarse una patada en la entrepierna que romperse un brazo. Aunque aquello era solo su opinión.
En un combate oficial los golpes bajos y el combate sucio te ganaban la descalificación inmediata, pero la vida real no era un combate de artes marciales, y Aoi había aprendido a base de experiencia pura y dura que tus contrincantes no suelen tener el honor en cuenta a la hora de pelear, sobre todo si pelean por sus vidas, o sus respectivas dignidades. Además, el espacio del que disponía para moverse era bastante reducido, y no quería que nadie se golpease sin querer con la esquina de la mesa y se quedase inválido por accidente, así que no podía hacer tantas florituras como de costumbre, ni sujetar bien al grandullón para luxarlo sin lesionarlo.
Iulio había noqueado a Augusto con sorprendente facilidad mientras ella no prestaba atención, y ahora se marchaba a buscar pistas al despacho de O'Culkin, dejándola al cargo de incapacitar al calvo y asegurarse de que ninguno de los dos los molestaría en un buen rato.
El matón se lanzó hacia ella consumido por la rabia, con los ojos aún empañados en lágrimas de dolor, alargando ambos brazos hacia su cuello con poco disimulo.
Aoi flexionó las rodillas para escapar de sus garras y ejecutó una serie de ocho golpes rápidos con la palma de las manos dirigidos al torso del grandullón, que le cortaron la respiración y lo inmovilizaron un segundo. Tiempo suficiente que Aoi aprovechó para deslizarse hacia su costado, incorporarse y ejecutar un golpe en diagonal con el lateral de la mano derecha, que golpeó la base de la cabeza de Yoris con fuerza y lo sumió instantáneamente en la inconsciencia.
El cuerpo de Yoris golpeó el suelo con un ruido sordo, y Aoi echó un vistazo al cuarto con un suspiro mientras se colocaba los brazos en jarra y pensaba qué hacer con esos dos.
Lo ideal sería maniatarlos y quizá taparles la boca para que no pidiesen ayuda en unas cuantas horas, por si se despertaban antes de tiempo, pero ella no era una secuestradora profesional, así que no tenía cuerda ni pañuelos encima.
Saltó por encima del cuerpo inconsciente del calvo mientras emitía una risita tonta ante el concepto de secuestradora profesional y se acercó al escritorio para rebuscar en los cajones. Si aquellos dos eran matones, y su trabajo consistía en intimidar a la gente, quizá ellos tendrían ese tipo de objetos, ¿no?
En el tercer cajón del escritorio encontró tres trozos de cuerda áspera, con las que ató las manos de los matones a sus respectivas espaldas, y los sentó uno junto a otro al fondo del cuarto antes de seguir buscando.
La habitación estaba completamente vacía, porque claramente la utilizaban para lo justo y necesario, así que la muchacha se decantó por registrar los bolsillos de los guardaespaldas. El peludo tenía unos cuantos pañuelos blancos en el bolsillo, aunque algunos parecían haber sido usados para las funciones habituales de un pañuelo, ya que tenían manchas sospechosas.
La novata utilizó un par de pañuelos para amordazarlos, taponó la nariz sangrante de Augusto con el tercero, y le colocó el cuarto en el bolsillo de la chaqueta haciendo la forma de un corazón. Para terminar, al solo contar con una cuerda extra, se decidió a atar el pie izquierdo de Augusto con el derecho de Yoris para limitar su capacidad de movimiento en la medida de lo posible.
A continuación se incorporó, se dirigió a la puerta y, ya con una mano sobre el pomo, se volvió para revisar su obra. La cabeza de Augusto estaba bien apoyada contra la pared, pero la de Yoris carecía del mismo apoyo y se arriesgaba a tener una postura, o lesionarse el cuello. Aoi dio media vuelta, volvió a agacharse frente a ellos y depositó con cuidado la cabeza de Yoris sobre el hombro de Augusto.
Satisfecha con su trabajo, dio una ligera e insonora palmada y se marchó, procurando cerrar la puerta con cuidado para no molestar a la pareja durmiente.
Iulio le había dicho que se verían en la puerta, aunque no había especificado qué puerta, pero la alcohólica intuía que se trataría de la puerta principal del edificio. La cuestión sería acordarse de cómo llegar a la entrada...
La muchacha dio varias vueltas por la planta, intentando orientarse y averiguar hacia dónde tenía que ir, porque no había puesto especial atención en el recorrido. Tras unas cuantas vueltas en redondo, idas y marchas atrás, encontró la puerta principal y se aseguró de que no había nadie allí antes de acercarse. Iulio llegó al poco.
―Oh, se están echando una siesta y van a tener muchas dudas cuando se despierten -respondió, ya saliendo del edificio y echando a caminar de vuelta a la construcción.
Ya no había nadie frente a aquel edificio donde unas horas antes se había manifestado casi todo el personal, y el lugar de construcción parecía desierto. Probablemente los obreros habían vuelto a casa para atender sus heridas y sus orgullos. Pero debían tener cuidado, así que Aoi rodeó el edificio con cautela, evitando la puerta principal, en busca de otro lugar de entrada. Agachada para no ser vista por las ventanas, se acercó a la puerta trasera y pudo escuchar murmullos, como de varias personas charlando.
La puerta trasera era de madera, pequeña y sencilla, y Aoi estaba segura de que podía romperla sin mucha dificultad, pero también de que aquella no era la mejor idea.
―¿Puedes hacer la cosa esa de atravesar objetos y abrirme desde dentro? -le susurró a su compañero, intentando poner en palabras la habilidad que le había visto utilizar en Sakura.
A la espera de lo que hiciese su compañero, Aoi se mantuvo agazapada bajo la ventana, agudizando el oído al máximo.
―...y esos pobres idiotas no tienen ni idea -creyó escuchar, antes de que la habitación estallase en carcajadas.
Aunque al estar lejos no era posible confirmarlo.
A pesar de sus enseñanzas pacíficas y su entrenamiento marcial enfocado en evitar hacer daño al enemigo y limitarse a luxarlo temporalmente y anular sus movimientos, a Aoi no le disgustaban los golpes sucios. Para según qué situaciones resultaban mucho más útiles y efectivos que el wun-chung y, bajo su opinión, era mucho mejor llevarse una patada en la entrepierna que romperse un brazo. Aunque aquello era solo su opinión.
En un combate oficial los golpes bajos y el combate sucio te ganaban la descalificación inmediata, pero la vida real no era un combate de artes marciales, y Aoi había aprendido a base de experiencia pura y dura que tus contrincantes no suelen tener el honor en cuenta a la hora de pelear, sobre todo si pelean por sus vidas, o sus respectivas dignidades. Además, el espacio del que disponía para moverse era bastante reducido, y no quería que nadie se golpease sin querer con la esquina de la mesa y se quedase inválido por accidente, así que no podía hacer tantas florituras como de costumbre, ni sujetar bien al grandullón para luxarlo sin lesionarlo.
Iulio había noqueado a Augusto con sorprendente facilidad mientras ella no prestaba atención, y ahora se marchaba a buscar pistas al despacho de O'Culkin, dejándola al cargo de incapacitar al calvo y asegurarse de que ninguno de los dos los molestaría en un buen rato.
El matón se lanzó hacia ella consumido por la rabia, con los ojos aún empañados en lágrimas de dolor, alargando ambos brazos hacia su cuello con poco disimulo.
Aoi flexionó las rodillas para escapar de sus garras y ejecutó una serie de ocho golpes rápidos con la palma de las manos dirigidos al torso del grandullón, que le cortaron la respiración y lo inmovilizaron un segundo. Tiempo suficiente que Aoi aprovechó para deslizarse hacia su costado, incorporarse y ejecutar un golpe en diagonal con el lateral de la mano derecha, que golpeó la base de la cabeza de Yoris con fuerza y lo sumió instantáneamente en la inconsciencia.
El cuerpo de Yoris golpeó el suelo con un ruido sordo, y Aoi echó un vistazo al cuarto con un suspiro mientras se colocaba los brazos en jarra y pensaba qué hacer con esos dos.
Lo ideal sería maniatarlos y quizá taparles la boca para que no pidiesen ayuda en unas cuantas horas, por si se despertaban antes de tiempo, pero ella no era una secuestradora profesional, así que no tenía cuerda ni pañuelos encima.
Saltó por encima del cuerpo inconsciente del calvo mientras emitía una risita tonta ante el concepto de secuestradora profesional y se acercó al escritorio para rebuscar en los cajones. Si aquellos dos eran matones, y su trabajo consistía en intimidar a la gente, quizá ellos tendrían ese tipo de objetos, ¿no?
En el tercer cajón del escritorio encontró tres trozos de cuerda áspera, con las que ató las manos de los matones a sus respectivas espaldas, y los sentó uno junto a otro al fondo del cuarto antes de seguir buscando.
La habitación estaba completamente vacía, porque claramente la utilizaban para lo justo y necesario, así que la muchacha se decantó por registrar los bolsillos de los guardaespaldas. El peludo tenía unos cuantos pañuelos blancos en el bolsillo, aunque algunos parecían haber sido usados para las funciones habituales de un pañuelo, ya que tenían manchas sospechosas.
La novata utilizó un par de pañuelos para amordazarlos, taponó la nariz sangrante de Augusto con el tercero, y le colocó el cuarto en el bolsillo de la chaqueta haciendo la forma de un corazón. Para terminar, al solo contar con una cuerda extra, se decidió a atar el pie izquierdo de Augusto con el derecho de Yoris para limitar su capacidad de movimiento en la medida de lo posible.
A continuación se incorporó, se dirigió a la puerta y, ya con una mano sobre el pomo, se volvió para revisar su obra. La cabeza de Augusto estaba bien apoyada contra la pared, pero la de Yoris carecía del mismo apoyo y se arriesgaba a tener una postura, o lesionarse el cuello. Aoi dio media vuelta, volvió a agacharse frente a ellos y depositó con cuidado la cabeza de Yoris sobre el hombro de Augusto.
Satisfecha con su trabajo, dio una ligera e insonora palmada y se marchó, procurando cerrar la puerta con cuidado para no molestar a la pareja durmiente.
Iulio le había dicho que se verían en la puerta, aunque no había especificado qué puerta, pero la alcohólica intuía que se trataría de la puerta principal del edificio. La cuestión sería acordarse de cómo llegar a la entrada...
La muchacha dio varias vueltas por la planta, intentando orientarse y averiguar hacia dónde tenía que ir, porque no había puesto especial atención en el recorrido. Tras unas cuantas vueltas en redondo, idas y marchas atrás, encontró la puerta principal y se aseguró de que no había nadie allí antes de acercarse. Iulio llegó al poco.
―Oh, se están echando una siesta y van a tener muchas dudas cuando se despierten -respondió, ya saliendo del edificio y echando a caminar de vuelta a la construcción.
Ya no había nadie frente a aquel edificio donde unas horas antes se había manifestado casi todo el personal, y el lugar de construcción parecía desierto. Probablemente los obreros habían vuelto a casa para atender sus heridas y sus orgullos. Pero debían tener cuidado, así que Aoi rodeó el edificio con cautela, evitando la puerta principal, en busca de otro lugar de entrada. Agachada para no ser vista por las ventanas, se acercó a la puerta trasera y pudo escuchar murmullos, como de varias personas charlando.
La puerta trasera era de madera, pequeña y sencilla, y Aoi estaba segura de que podía romperla sin mucha dificultad, pero también de que aquella no era la mejor idea.
―¿Puedes hacer la cosa esa de atravesar objetos y abrirme desde dentro? -le susurró a su compañero, intentando poner en palabras la habilidad que le había visto utilizar en Sakura.
A la espera de lo que hiciese su compañero, Aoi se mantuvo agazapada bajo la ventana, agudizando el oído al máximo.
―...y esos pobres idiotas no tienen ni idea -creyó escuchar, antes de que la habitación estallase en carcajadas.
Aunque al estar lejos no era posible confirmarlo.
¿Una siesta? Tuve que sonreír ante el comentario de la nueva. No por lo novedoso de la expresión, sino porque saliera de sus labios. No sabía en qué momento había asumido que era más joven que yo, pero con afirmaciones como la que acababa de hacer ―unida a la revelación previa― me daba cuenta de lo estúpido que podía llegar a ser a veces.
Finalmente alcanzamos la modesta construcción frente a la que había tenido lugar la aglomeración de empleados furiosos. Aoi dio la vuelta, seguramente en busca de un acceso que no estuviese tan a la vista. Yo la seguí, dando algún tumbo que otro y chocando con su espalda cuando se detuvo. Tuve que contener una risa furtiva y forzarme a prometer que nunca jamás volvería a beber... No al menos en acto de servicio.
―¿Que si puedo entrar sin destrozar la puerta? Diría que sí ―sonreí, brillando durante un instante antes de deshacerme en un sinfín de pequeños destellos. Estos descendieron y pasaron al otro lado a través del pequeño espacio que separaba la madera del suelo. Recuperé mi forma tangible al otro lado, descubriendo que el pestillo de la puerta estaba incorporado en el mismo pomo. Abrí sin más, inclinándome hacia delante y haciendo un gesto con la mano para pedirle a la chica que pasase. Lo cierto era que una sonrisa bobalicona adornaba mi rostro, pero yo no era demasiado consciente de ello.
Fuera como fuese, unos murmullos fueron guiándonos hasta una sala de reuniones situada en la segunda planta del pequeño edificio. Las voces allí sonaban mucho más nítidas, siendo perfectamente distinguible de O'Culkin. No estaba solo, pues podía apreciar al menos una voz masculina más y otras cuatro femeninas.
―Yo propongo hacerlo como siempre ―dijo una de las mujeres, ignorante de que dos pares de oídos indiscretos escuchaban cada palabra que decía―. Continuáis con la presión sindical hasta que parezca que esto está a punto de estallar y entonces nos reunimos para dialogar. Hacéis ver a vuestros trabajadores que la empresa no puede pagar en condiciones normales, pero que se puede hacer un apaño para que reciban más bajo cuerda. ¡Y listo, blanqueado! ―carcajeó―. Ya se irán encargando ellos de introducirlo en la circulación.
―Hablando de eso ―intervino otra voz―. Tengo varios cargamentos... Ya sabéis, esperando comprador, pero me temo que voy a necesitar otra excusa para desembolsar dinero a través de la empresa. Unos nuevos apartamentos o cualquier cosa de ésas. ¿Alguna idea, O'Culkin?
―Pues hay un solar no muy lejos de aquí, pero tengo puesto el punto de mira en Green Bit. Si les vendemos a los obreros que de la edificación de ese lugar depende su futuro y la comida de sus familias harán presión; yo me encargaré de ello. ¿Y qué gobernante se arriesgaría a perder tantos votos por un puñado de hierba y flores?
Finalmente alcanzamos la modesta construcción frente a la que había tenido lugar la aglomeración de empleados furiosos. Aoi dio la vuelta, seguramente en busca de un acceso que no estuviese tan a la vista. Yo la seguí, dando algún tumbo que otro y chocando con su espalda cuando se detuvo. Tuve que contener una risa furtiva y forzarme a prometer que nunca jamás volvería a beber... No al menos en acto de servicio.
―¿Que si puedo entrar sin destrozar la puerta? Diría que sí ―sonreí, brillando durante un instante antes de deshacerme en un sinfín de pequeños destellos. Estos descendieron y pasaron al otro lado a través del pequeño espacio que separaba la madera del suelo. Recuperé mi forma tangible al otro lado, descubriendo que el pestillo de la puerta estaba incorporado en el mismo pomo. Abrí sin más, inclinándome hacia delante y haciendo un gesto con la mano para pedirle a la chica que pasase. Lo cierto era que una sonrisa bobalicona adornaba mi rostro, pero yo no era demasiado consciente de ello.
Fuera como fuese, unos murmullos fueron guiándonos hasta una sala de reuniones situada en la segunda planta del pequeño edificio. Las voces allí sonaban mucho más nítidas, siendo perfectamente distinguible de O'Culkin. No estaba solo, pues podía apreciar al menos una voz masculina más y otras cuatro femeninas.
―Yo propongo hacerlo como siempre ―dijo una de las mujeres, ignorante de que dos pares de oídos indiscretos escuchaban cada palabra que decía―. Continuáis con la presión sindical hasta que parezca que esto está a punto de estallar y entonces nos reunimos para dialogar. Hacéis ver a vuestros trabajadores que la empresa no puede pagar en condiciones normales, pero que se puede hacer un apaño para que reciban más bajo cuerda. ¡Y listo, blanqueado! ―carcajeó―. Ya se irán encargando ellos de introducirlo en la circulación.
―Hablando de eso ―intervino otra voz―. Tengo varios cargamentos... Ya sabéis, esperando comprador, pero me temo que voy a necesitar otra excusa para desembolsar dinero a través de la empresa. Unos nuevos apartamentos o cualquier cosa de ésas. ¿Alguna idea, O'Culkin?
―Pues hay un solar no muy lejos de aquí, pero tengo puesto el punto de mira en Green Bit. Si les vendemos a los obreros que de la edificación de ese lugar depende su futuro y la comida de sus familias harán presión; yo me encargaré de ello. ¿Y qué gobernante se arriesgaría a perder tantos votos por un puñado de hierba y flores?
Azumane Aoi
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A Aoi no se le daba especialmente bien todo aquello relacionado con el espionaje y pasar desapercibido. Su fuerte era amigarse con los locales, conseguir su confianza y escucharlos atentamente, no esconderse ni fingir ser una ninja que se sube por los tejados y corretea sin hacer ruido.
Pero debía admitir que a Iulio, en su condición de ebriedad, se le daba todavía peor que a ella. Caminaba dando tumbos, medio mareado, tenía una sonrisa bobalicona en el rostro que demarcaba su estado de escasa de sobriedad y no ponía gran esfuerzo en hacer poco ruido, ni en evitar ser visto o descubierto.
No obstante, se las apañaron para entrar en el edificio sin demasiadas dificultades, gracias a los poderes mágicos del rubio. Aoi cerró la puerta trasera con cuidado de no hacer ruido y subió los escalones que los llevaron hasta el segundo piso de puntillas, con la espalda semi-encorvada como un villano a punto de secuestrar a su presa.
Se colocaron al otro lado de una doble puerta mucho más elegante que la exterior, de madera tallada, con picaportes dorados y brillantes. A la izquierda de la puerta habían atornillado sobre la pared un cartel que rezaba "Sala de reuniones", y se podía escuchar perfectamente la voz de O'Culkin, así como otras cinco voces más.
Aoi podía llevar poco tiempo en la Marina, pero sabía reconocer una conversación sobre drogas cuando la escuchaba.
La muchacha solía frecuentar los bares, tabernas y cuchitriles más mugrientos, sospechosos y peligrosos que encontraba en sus viajes por su isla natal, ya que había averiguado con poco esfuerzo que allí era donde se encontraba la información más jugosa, y la gente con más facilidad de irse de la lengua si se le ofrecían unas cuantas copas gratis. Aquel había sido su principal método para encontrar a los criminales que buscaba, en sus tiempos de cazarrecompensas local, y le había funcionado bastante bien.
En aquel tipo de locales sombríos y poco acogedores se reunían con asiduidad todo tipo de delincuentes: mafiosos, matones, ladrones, asesinos y, por supuesto, traficantes de drogas.
Le hizo señas a su compañero para que siguiesen escuchando, y se quedó a la espera de que a alguno se le escapase el nombre de la droga, para tener confirmación.
―¿Y qué pasa con las hadas? ―inquirió una tercera voz, ligeramente sorprendida.
―Son un cuento estúpido para niños ―le restó importancia O'Culkin―. No creo que a nadie le ofenda que construyamos en Green Bit. Y podemos utilizar el cuento de hadas para promocionar las ventas. ¿Quién no querría vivir en un lugar tan mágico y encantador? Se vendería solo.
―Quizá tengas razón. Pero la gente le tiene cariño a la leyenda de las hadas. Ese campo lleva tantos años sin edificar porque siempre se ha protegido el cuento. Y, además, es un punto turístico bastante atractivo ―objetó la primera voz, reflexiva.
―Siempre podemos... "convencer" al próximo alcalde de que construir allí es la mejor opción ―resolvió O'Culkin, haciendo hincapié en el verbo con su tono de voz―. Quizá podrías reservar uno de esos cargamentos para negociar con el gobierno local.
―Podría donar cierta cantidad, pero necesitaré compensar esa pérdida -accedió la segunda voz.
―Oh, simplemente sube el precio a los consumidores de a pie. A estas alturas están tan enganchados que pagarán lo que sea por conseguir más -intervino otra voz, antes de soltar una carcajada.
Aoi presionaba la oreja contra la fresca madera de roble para escuchar mejor. Los integrantes de aquel pequeño círculo de corrupción no parecían tener interés en mencionar el nombre de la droga que estaban distribuyendo, pero con lo que había contado quedaba bastante claro que utilizaban la construcción y, en concreto, a los constructores, para blanquear el dinero que conseguían con la droga. La novata no había entendido todo lo que habían dicho, pero suponía que O'Culkin se ofrecía a darles un bono compensativo que no quedaba reflejado en ninguna parte, y se lo pagaba con el dinero del tráfico de drogas.
―No sé dónde está el Green Bit ese, pero si hay hadas, tenemos que protegerlas -le susurró a su compañero, convencida de que en aquella isla había criaturas mágicas en un campo de flores que necesitaban su protección.
―Hablando de los consumidores de a pie ―continuaba otra voz, tras un carraspeo―. Quizá deberíamos rebajar un poco el tráfico local. Empieza a haber demasiados consumidores. Si dejamos que la situación continúe sin control, la Marina podría empezar a sospechar. Ya se han muerto dos personas, y no necesitamos incrementar ese número.
―Ya tenía pensado exportar la mayor parte de los cargamentos para impedir las sobredosis en los locales. No hay nada de qué preocuparse ―restó importancia la voz traficante.
"¡Sobredosis!", exclamó Aoi en su cabeza, al escuchar aquella palabra. Eso era todo lo que necesitaba. Le dio un golpecito en el hombro a su compañero para llamar su atención y se apartó de la puerta.
―Sígueme la corriente ―le pidió en un murmullo, para a continuación acercarse de nuevo a las hojas de madera y golpearla con los nudillos tres veces, antes de entrar sin ser invitada. En el interior, el grupo de personas trajeados, maquillados y bien peinados se quedaron mirándola anonadados―. Disculpen la intrusión, damas y caballeros. Tras una fructífera conversación con los compañeros de Recursos Humanos del señor O'Culkin aquí presente, nos hemos dado cuenta de que nuestro comportamiento no ha sido más que un lamentable malentendido. Nos gustaría convertirnos en futuros compradores y distribuidores de sus... productos. ¿Verdad, Iulio? ―apeló a su compañero.
Pero debía admitir que a Iulio, en su condición de ebriedad, se le daba todavía peor que a ella. Caminaba dando tumbos, medio mareado, tenía una sonrisa bobalicona en el rostro que demarcaba su estado de escasa de sobriedad y no ponía gran esfuerzo en hacer poco ruido, ni en evitar ser visto o descubierto.
No obstante, se las apañaron para entrar en el edificio sin demasiadas dificultades, gracias a los poderes mágicos del rubio. Aoi cerró la puerta trasera con cuidado de no hacer ruido y subió los escalones que los llevaron hasta el segundo piso de puntillas, con la espalda semi-encorvada como un villano a punto de secuestrar a su presa.
Se colocaron al otro lado de una doble puerta mucho más elegante que la exterior, de madera tallada, con picaportes dorados y brillantes. A la izquierda de la puerta habían atornillado sobre la pared un cartel que rezaba "Sala de reuniones", y se podía escuchar perfectamente la voz de O'Culkin, así como otras cinco voces más.
Aoi podía llevar poco tiempo en la Marina, pero sabía reconocer una conversación sobre drogas cuando la escuchaba.
La muchacha solía frecuentar los bares, tabernas y cuchitriles más mugrientos, sospechosos y peligrosos que encontraba en sus viajes por su isla natal, ya que había averiguado con poco esfuerzo que allí era donde se encontraba la información más jugosa, y la gente con más facilidad de irse de la lengua si se le ofrecían unas cuantas copas gratis. Aquel había sido su principal método para encontrar a los criminales que buscaba, en sus tiempos de cazarrecompensas local, y le había funcionado bastante bien.
En aquel tipo de locales sombríos y poco acogedores se reunían con asiduidad todo tipo de delincuentes: mafiosos, matones, ladrones, asesinos y, por supuesto, traficantes de drogas.
Le hizo señas a su compañero para que siguiesen escuchando, y se quedó a la espera de que a alguno se le escapase el nombre de la droga, para tener confirmación.
―¿Y qué pasa con las hadas? ―inquirió una tercera voz, ligeramente sorprendida.
―Son un cuento estúpido para niños ―le restó importancia O'Culkin―. No creo que a nadie le ofenda que construyamos en Green Bit. Y podemos utilizar el cuento de hadas para promocionar las ventas. ¿Quién no querría vivir en un lugar tan mágico y encantador? Se vendería solo.
―Quizá tengas razón. Pero la gente le tiene cariño a la leyenda de las hadas. Ese campo lleva tantos años sin edificar porque siempre se ha protegido el cuento. Y, además, es un punto turístico bastante atractivo ―objetó la primera voz, reflexiva.
―Siempre podemos... "convencer" al próximo alcalde de que construir allí es la mejor opción ―resolvió O'Culkin, haciendo hincapié en el verbo con su tono de voz―. Quizá podrías reservar uno de esos cargamentos para negociar con el gobierno local.
―Podría donar cierta cantidad, pero necesitaré compensar esa pérdida -accedió la segunda voz.
―Oh, simplemente sube el precio a los consumidores de a pie. A estas alturas están tan enganchados que pagarán lo que sea por conseguir más -intervino otra voz, antes de soltar una carcajada.
Aoi presionaba la oreja contra la fresca madera de roble para escuchar mejor. Los integrantes de aquel pequeño círculo de corrupción no parecían tener interés en mencionar el nombre de la droga que estaban distribuyendo, pero con lo que había contado quedaba bastante claro que utilizaban la construcción y, en concreto, a los constructores, para blanquear el dinero que conseguían con la droga. La novata no había entendido todo lo que habían dicho, pero suponía que O'Culkin se ofrecía a darles un bono compensativo que no quedaba reflejado en ninguna parte, y se lo pagaba con el dinero del tráfico de drogas.
―No sé dónde está el Green Bit ese, pero si hay hadas, tenemos que protegerlas -le susurró a su compañero, convencida de que en aquella isla había criaturas mágicas en un campo de flores que necesitaban su protección.
―Hablando de los consumidores de a pie ―continuaba otra voz, tras un carraspeo―. Quizá deberíamos rebajar un poco el tráfico local. Empieza a haber demasiados consumidores. Si dejamos que la situación continúe sin control, la Marina podría empezar a sospechar. Ya se han muerto dos personas, y no necesitamos incrementar ese número.
―Ya tenía pensado exportar la mayor parte de los cargamentos para impedir las sobredosis en los locales. No hay nada de qué preocuparse ―restó importancia la voz traficante.
"¡Sobredosis!", exclamó Aoi en su cabeza, al escuchar aquella palabra. Eso era todo lo que necesitaba. Le dio un golpecito en el hombro a su compañero para llamar su atención y se apartó de la puerta.
―Sígueme la corriente ―le pidió en un murmullo, para a continuación acercarse de nuevo a las hojas de madera y golpearla con los nudillos tres veces, antes de entrar sin ser invitada. En el interior, el grupo de personas trajeados, maquillados y bien peinados se quedaron mirándola anonadados―. Disculpen la intrusión, damas y caballeros. Tras una fructífera conversación con los compañeros de Recursos Humanos del señor O'Culkin aquí presente, nos hemos dado cuenta de que nuestro comportamiento no ha sido más que un lamentable malentendido. Nos gustaría convertirnos en futuros compradores y distribuidores de sus... productos. ¿Verdad, Iulio? ―apeló a su compañero.
Algo iba mal. No me gustaba admitirlo, pero lo cierto era que donde antes sólo había regocijo y felicidad comenzaba a instaurarse un malestar que me obligó a encorvarme ligeramente sobre mí mismo. ¿Resaca? ¿Tan pronto? ¡Si apenas había bebido, por Dios! Apoyé la mano izquierda junto a la puerta, dejando caer buena parte de mi peso sobre la pared y haciendo un esfuerzo sobrehumano por escuchar a Aoi. Tenía un par de preguntas que hacerle, como qué demonios planeaba o qué esperaba de mí, pero una arcada me obligó a cerrar la boca y, cuando quise darme cuenta, la puerta había sido abierta.
―Uy, sí ―dije, visiblemente afectado―. Lo cierto es que esos hombres han sido muy persuasivos, ¿verdad? ―Ahogué una mezcla entre hipo y arcada. Mirando el lado positivo, en mi estado podría pasar perfectamente por un adicto a quien la abstinencia comenzaba a pasarle factura―. Nos han puesto al tanto sobre lo que sucede en Dressrosa, y la verdad es que el esfuerzo que todos ustedes hacen para que prospere merece reconocimiento. Un reconocimiento discreto, por supuesto, y por eso queremos ayudar.
La primera gota de sudor, uno frío y atroz, resbaló por el lateral de mi cara antes de morir en mi túnica. Me introduje torpemente en la sala de reuniones ante la atenta e inquisitiva mirada de los presentes, que ojeaban furtivamente a O'Culkin antes de devolvernos su atención. ¿Se preguntaban acaso si éramos de fiar? Si era así necesitaba algo que inclinase la balanza a nuestro favor.
―Estamos dispuestos a comenzar ahora mismo si es necesario. Siempre y cuando me den algo para recuperarme... Ya saben ―insinué, frotando con fingido nerviosismo mi antebrazo derecho―. Somos trabajadores, diligentes y bastante callados. Lo de los obreros fue un malentendido, pero no es más que la excepción que confirma la regla. No se arrepentirán.
―¿Qué opinas? ―inquirió la segunda voz al tiempo que quien la poseía observaba con calma al líder sindical.
―¿Y dónde están mis chicos? ―nos preguntó éste, obviando por completo la cuestión.
―Les hemos dejado en su oficina ―respondí con lengua estropajosa―. Algunos de los implicados en el conflicto de antes han vuelto para pedir que les den una solución más... satisfactoria. Nos han pedido que nos adelantemos y comentemos la situación. ¿Podrían sacarme de este infierno? ―insistí―. Haré lo que haga falta... Como si es necesario que incendie Green Bit llegado el momento para que el terreno pase a ser edificable.
Una carcajada estalló en la mesa, procedente de un señor orondo y moreno que había permanecido callado en todo momento. Llevaba el pelo engominado y se peinaba con la raya en el centro de la cabeza. Sin embargo, la cruel frialdad de su mirada le arrebataba cualquier rastro de comicidad.
―¿Cuánto tiempo hace que no te metes, chaval? ―inquirió, abandonando su asiento y dando dos pasos en dirección a nosotros―. Estás en un estado lamentable, ¿sabes? ―continuó antes de dirigirse a sus compañeros―. Esta gente hace lo que sea por conseguir un pico y siempre viene bien tener a alguien dispuesto a hacer cualquier cosa y tragarse en silencio cualquier marrón. Porque si te pillan, eso harás, ¿verdad? ―Clavó en mí sus gélidos ojos, momento en que asentí enérgicamente sin dudar―. ¡Pues no hay nada más que decir! ¿O sí?
―Uy, sí ―dije, visiblemente afectado―. Lo cierto es que esos hombres han sido muy persuasivos, ¿verdad? ―Ahogué una mezcla entre hipo y arcada. Mirando el lado positivo, en mi estado podría pasar perfectamente por un adicto a quien la abstinencia comenzaba a pasarle factura―. Nos han puesto al tanto sobre lo que sucede en Dressrosa, y la verdad es que el esfuerzo que todos ustedes hacen para que prospere merece reconocimiento. Un reconocimiento discreto, por supuesto, y por eso queremos ayudar.
La primera gota de sudor, uno frío y atroz, resbaló por el lateral de mi cara antes de morir en mi túnica. Me introduje torpemente en la sala de reuniones ante la atenta e inquisitiva mirada de los presentes, que ojeaban furtivamente a O'Culkin antes de devolvernos su atención. ¿Se preguntaban acaso si éramos de fiar? Si era así necesitaba algo que inclinase la balanza a nuestro favor.
―Estamos dispuestos a comenzar ahora mismo si es necesario. Siempre y cuando me den algo para recuperarme... Ya saben ―insinué, frotando con fingido nerviosismo mi antebrazo derecho―. Somos trabajadores, diligentes y bastante callados. Lo de los obreros fue un malentendido, pero no es más que la excepción que confirma la regla. No se arrepentirán.
―¿Qué opinas? ―inquirió la segunda voz al tiempo que quien la poseía observaba con calma al líder sindical.
―¿Y dónde están mis chicos? ―nos preguntó éste, obviando por completo la cuestión.
―Les hemos dejado en su oficina ―respondí con lengua estropajosa―. Algunos de los implicados en el conflicto de antes han vuelto para pedir que les den una solución más... satisfactoria. Nos han pedido que nos adelantemos y comentemos la situación. ¿Podrían sacarme de este infierno? ―insistí―. Haré lo que haga falta... Como si es necesario que incendie Green Bit llegado el momento para que el terreno pase a ser edificable.
Una carcajada estalló en la mesa, procedente de un señor orondo y moreno que había permanecido callado en todo momento. Llevaba el pelo engominado y se peinaba con la raya en el centro de la cabeza. Sin embargo, la cruel frialdad de su mirada le arrebataba cualquier rastro de comicidad.
―¿Cuánto tiempo hace que no te metes, chaval? ―inquirió, abandonando su asiento y dando dos pasos en dirección a nosotros―. Estás en un estado lamentable, ¿sabes? ―continuó antes de dirigirse a sus compañeros―. Esta gente hace lo que sea por conseguir un pico y siempre viene bien tener a alguien dispuesto a hacer cualquier cosa y tragarse en silencio cualquier marrón. Porque si te pillan, eso harás, ¿verdad? ―Clavó en mí sus gélidos ojos, momento en que asentí enérgicamente sin dudar―. ¡Pues no hay nada más que decir! ¿O sí?
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Fortaleza
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Agilidad
Destreza
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Agudeza
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―Antes de tomar ninguna decisión ―intervino O'Culkin, cambiando de postura en la silla con parsimonia―. Me gustaría saber por qué exactamente os inmiscuisteis en la revuelta de mis obreros.
Aoi miró de reojo a Iulio, extremadamente sorprendida de su perfecta actuación. Quizá el joven había estado rodeado de drogadictos durante el tiempo suficiente como para aprender su conducta, o quizá tenía un dudoso pasado, o simplemente era muy buen actor. Sea como fuere, era la personificación del síndrome de abstinencia. Y ella lo sabía mejor que nadie, llevaba semanas combatiendo el síndrome, desde que le habían prohibido tajantemente el consumo de alcohol.
―Estábamos tomándonos unas cervezas tan tranquilos y los otros obreros vinieron a molestar. No estábamos al tanto de la situación ―respondió ella, pensando para sí misma que no estaba mintiendo con aquella respuesta, ya que era una descripción bastante realista de lo que había sucedido―. Cuando sus hombres de Recursos Humanos nos pusieron al corriente de la realidad del asunto, nos dimos cuenta de nuestro error. Y mi amigo lleva ya un tiempo sin su... "medicina" ―añadió la novata, haciendo las comillas con los dedos.
El tipo de pelo engominado cruzó una mirada con O'Culkin, momento que la alcohólica aprovechó para analizar la situación. Había seis personas en la sala, todas con pinta de no haber luchado en su vida, y de tener suficiente dinero como para delegar esos asuntos violentos en gorilas contratados. No se habían encontrado, sin embargo, con ningún guardaespaldas en su ascensión a la sala. La reunión parecía secreta, y sosegada, por lo que probablemente no contaban con resistencia de ningún tipo, y habían dejado a sus matones encargándose de otras cosas. Definitivamente, O'Culkin estaba desprotegido, porque sus matones todavía dormían acarameladitos en su intento de despacho. Quizá cada uno de los otros contaba con un matón personal, quizá dos, y cabía la posibilidad de que no se hubiesen cruzado con ellos, pero se encontraban en el edificio, o en las proximidades de éste. En el mejor de los casos, Iulio y ella podían encargarse con relativa facilidad de apresar a aquella panda de criminales. En el peor de los casos, tendrían que derrotar a sus matones primero, que podían ser entre cinco y diez.
O'Culkin terminó por asentir con la cabeza, provocando la sonrisa de satisfacción de su compañero, con muchos dientes pero poca felicidad.
―¿Qué tal una demostración de... lealtad? ―propuso O'Culkin, entrecruzando los dedos para apoyar la barbilla en ellos, con los codos reposando sobre la mesa―. No podemos ofreceros la mercancía sin estar seguros de que llegará a salvo a su destino, después de todo.
―Por supuesto, es comprensible ―accedió Aoi―. Pero, primero, nos gustaría comprobar su mercancía, si no les importa. No podemos pactar nada sin saber lo que estamos vendiendo, y la mejor manera es probándola. Además, mi amigo aquí está deseoso de probar la mercancía, ¿verdad? ―añadió, mirando a su superior con una media sonrisa.
Los seis presentes se miraron entre sí y debatieron en voz baja, susurrándose cosas al oído unos a otros para que ellos no pudieran escuchar lo que decían.
―Muy bien ―accedió O'Culkin, levantándose de la silla y abotonándose la americana con elegancia―. Seguidme.
Tras aquella indicación, salió de la sala en solitario, esperando que Aoi y Iulio lo imitasen. La muchacha echó un nuevo vistazo a su compañero, que parecía más pálido de lo habitual y tenía cara de sufrir náuseas, y empezó a preguntarse si estaría actuando o sufriendo de verdad, al tiempo que perseguía al tipo del sindicato escaleras abajo.
O'Culkin los dirigió hacia un sótano cerrado con una llave que se sacó literalmente de la manga y, tras caminar por un largo pasillo de cemento pobremente iluminado y con alguna luz parpadeante, llegaron a un cuarto lleno de paquetes amontonados de lo que parecía ser un polvo blanco.
Aoi miró de reojo a Iulio, extremadamente sorprendida de su perfecta actuación. Quizá el joven había estado rodeado de drogadictos durante el tiempo suficiente como para aprender su conducta, o quizá tenía un dudoso pasado, o simplemente era muy buen actor. Sea como fuere, era la personificación del síndrome de abstinencia. Y ella lo sabía mejor que nadie, llevaba semanas combatiendo el síndrome, desde que le habían prohibido tajantemente el consumo de alcohol.
―Estábamos tomándonos unas cervezas tan tranquilos y los otros obreros vinieron a molestar. No estábamos al tanto de la situación ―respondió ella, pensando para sí misma que no estaba mintiendo con aquella respuesta, ya que era una descripción bastante realista de lo que había sucedido―. Cuando sus hombres de Recursos Humanos nos pusieron al corriente de la realidad del asunto, nos dimos cuenta de nuestro error. Y mi amigo lleva ya un tiempo sin su... "medicina" ―añadió la novata, haciendo las comillas con los dedos.
El tipo de pelo engominado cruzó una mirada con O'Culkin, momento que la alcohólica aprovechó para analizar la situación. Había seis personas en la sala, todas con pinta de no haber luchado en su vida, y de tener suficiente dinero como para delegar esos asuntos violentos en gorilas contratados. No se habían encontrado, sin embargo, con ningún guardaespaldas en su ascensión a la sala. La reunión parecía secreta, y sosegada, por lo que probablemente no contaban con resistencia de ningún tipo, y habían dejado a sus matones encargándose de otras cosas. Definitivamente, O'Culkin estaba desprotegido, porque sus matones todavía dormían acarameladitos en su intento de despacho. Quizá cada uno de los otros contaba con un matón personal, quizá dos, y cabía la posibilidad de que no se hubiesen cruzado con ellos, pero se encontraban en el edificio, o en las proximidades de éste. En el mejor de los casos, Iulio y ella podían encargarse con relativa facilidad de apresar a aquella panda de criminales. En el peor de los casos, tendrían que derrotar a sus matones primero, que podían ser entre cinco y diez.
O'Culkin terminó por asentir con la cabeza, provocando la sonrisa de satisfacción de su compañero, con muchos dientes pero poca felicidad.
―¿Qué tal una demostración de... lealtad? ―propuso O'Culkin, entrecruzando los dedos para apoyar la barbilla en ellos, con los codos reposando sobre la mesa―. No podemos ofreceros la mercancía sin estar seguros de que llegará a salvo a su destino, después de todo.
―Por supuesto, es comprensible ―accedió Aoi―. Pero, primero, nos gustaría comprobar su mercancía, si no les importa. No podemos pactar nada sin saber lo que estamos vendiendo, y la mejor manera es probándola. Además, mi amigo aquí está deseoso de probar la mercancía, ¿verdad? ―añadió, mirando a su superior con una media sonrisa.
Los seis presentes se miraron entre sí y debatieron en voz baja, susurrándose cosas al oído unos a otros para que ellos no pudieran escuchar lo que decían.
―Muy bien ―accedió O'Culkin, levantándose de la silla y abotonándose la americana con elegancia―. Seguidme.
Tras aquella indicación, salió de la sala en solitario, esperando que Aoi y Iulio lo imitasen. La muchacha echó un nuevo vistazo a su compañero, que parecía más pálido de lo habitual y tenía cara de sufrir náuseas, y empezó a preguntarse si estaría actuando o sufriendo de verdad, al tiempo que perseguía al tipo del sindicato escaleras abajo.
O'Culkin los dirigió hacia un sótano cerrado con una llave que se sacó literalmente de la manga y, tras caminar por un largo pasillo de cemento pobremente iluminado y con alguna luz parpadeante, llegaron a un cuarto lleno de paquetes amontonados de lo que parecía ser un polvo blanco.
―¿Tiene? ―pregunté, haciendo un gesto inequívoco con la mano.
O'Culkin metió su mano derecha en el bolsillo y sacó un billete que no había visto en mi vida. Tantos ceros adornaban su dibujo que por un momento pensé que no podía ser real, pero finalmente me recompuse y tomé el billete, enrollándolo para hacer una suerte de pajita que acerqué a mi nariz antes de inclinarme sobre una bolsa que ya había abierto.
El sindicalista se acercó, poniéndose junto a mí y extendiendo la cabeza cual tortuga para ver lo que hacía. Pero no, no pensaba esnifar esa cosa. Nunca había estado entre mis inquietudes y nunca lo estaría. Aoi había dibujado el escenario perfecto, con nuestro primer objetivo ―al menos pensaba que él debía ser uno de ellos― solo junto a nosotros y ávido por ver como un nuevo e indefenso desesperado caía en sus garras.
No tuvo margen de reacción y, probablemente, incluso si lo hubiese tenido no habría podido hacer nada. Giré sobre mí mismo y el talón de mi pie impactó en su pecho, lanzándolo contra la cadete. No podíamos permitirnos provocar un escándolo en aquel almacén y que todos se enterasen de que algo no iba bien. Acabarían siendo conscientes de lo que sucedía, pero no era el momento.
Esperé a que Aoi inmovilizara a O'Culkin, irguiéndome y reprimiendo una nueva arcada. Tanta cerveza me había jugado una mala pasada.
―No sé si te lo he dicho, pero no pienso volver a beber en mi vida ―comenté, clavando mis ojos en los del asustado preso―. En cuanto a ti, ¿no te parece que esto se te ha ido de las manos? ¡Estás a punto de acabar con una zona completa para construir y seguir repartiendo esta mierda!
Estaba enfadado como no recordaba haber estado en mucho tiempo. Enfadado y resacoso, y puede ser que ese último factor me invitase a mostrar aún más mi ira. Normalmente la desidia me podía y ese tipo de emociones apenas salían a la luz, pero en aquella ocasión era diferente. Me invadía un espíritu similar al que se presentaba cuando el capitán Kensington recurría a mí cómo última baza y, de nuevo, no defraudaría.
―Creo que es momento de que acabemos con esto de una buena vez, Aoi ―dije, recuperando la calma―. Haz con éste lo mismo que hiciste con los gorilas y vamos a por los demás.
O'Culkin metió su mano derecha en el bolsillo y sacó un billete que no había visto en mi vida. Tantos ceros adornaban su dibujo que por un momento pensé que no podía ser real, pero finalmente me recompuse y tomé el billete, enrollándolo para hacer una suerte de pajita que acerqué a mi nariz antes de inclinarme sobre una bolsa que ya había abierto.
El sindicalista se acercó, poniéndose junto a mí y extendiendo la cabeza cual tortuga para ver lo que hacía. Pero no, no pensaba esnifar esa cosa. Nunca había estado entre mis inquietudes y nunca lo estaría. Aoi había dibujado el escenario perfecto, con nuestro primer objetivo ―al menos pensaba que él debía ser uno de ellos― solo junto a nosotros y ávido por ver como un nuevo e indefenso desesperado caía en sus garras.
No tuvo margen de reacción y, probablemente, incluso si lo hubiese tenido no habría podido hacer nada. Giré sobre mí mismo y el talón de mi pie impactó en su pecho, lanzándolo contra la cadete. No podíamos permitirnos provocar un escándolo en aquel almacén y que todos se enterasen de que algo no iba bien. Acabarían siendo conscientes de lo que sucedía, pero no era el momento.
Esperé a que Aoi inmovilizara a O'Culkin, irguiéndome y reprimiendo una nueva arcada. Tanta cerveza me había jugado una mala pasada.
―No sé si te lo he dicho, pero no pienso volver a beber en mi vida ―comenté, clavando mis ojos en los del asustado preso―. En cuanto a ti, ¿no te parece que esto se te ha ido de las manos? ¡Estás a punto de acabar con una zona completa para construir y seguir repartiendo esta mierda!
Estaba enfadado como no recordaba haber estado en mucho tiempo. Enfadado y resacoso, y puede ser que ese último factor me invitase a mostrar aún más mi ira. Normalmente la desidia me podía y ese tipo de emociones apenas salían a la luz, pero en aquella ocasión era diferente. Me invadía un espíritu similar al que se presentaba cuando el capitán Kensington recurría a mí cómo última baza y, de nuevo, no defraudaría.
―Creo que es momento de que acabemos con esto de una buena vez, Aoi ―dije, recuperando la calma―. Haz con éste lo mismo que hiciste con los gorilas y vamos a por los demás.
Azumane Aoi
Fama
Recompensa
Características
fuerza
Fortaleza
Velocidad
Agilidad
Destreza
Precisión
Intelecto
Agudeza
Instinto
Energía
Saberes
Akuma no mi
Varios
Las luces blancas de aquella habitación no parpadeaban, y se reflejaban sobre el producto de color blanco que ocupaba la estancia con intensidad, forzando a Aoi a achicar ligeramente los ojos unos segundos, hasta acostumbrarse al brillo de la estancia.
El tiempo que le tomó adaptar la vista a la súbita claridad del cuarto fue el justo y necesario para que Iulio atrajese a O'Culkin y lo hiciese caer finalmente sobre sus redes, propinándole una patada giratoria que avergonzaría a cualquiera de los maestros de la novata y empujándolo hacia ella sin miramientos.
Aoi desplazó ligeramente el pie derecho hacia atrás, posicionándose para recibir el impacto sin perder el equilibrio, y clavó sus ojos grises en el movimiento torpe de O'Culkin, estudiando a toda velocidad la escena para escoger con cautela sus acciones.
Adelantó su cuerpo hacia delante tan sólo unos milímetros, al tiempo que extendía los brazos con los dedos de las manos pegados y el pulgar oculto en el interior de la palma; para a continuación abrirse paso bajo las axilas de O'Culkin y flexionar el codo hacia arriba para apresarlo, recibiendo el impacto de su cuerpo con estoicismo y sin vacilar.
―Está feo querer destruir el hogar de las hadas por unos cuantos billetes ―añadió Aoi, antes de extraer el brazo izquierdo de debajo de su axila para rodearle el cuello, y pasar a sujetarle la cabeza con el otro, para ejecutar la conocida llave del sueño y asfixiar a O'Culkin hasta que perdió el conocimiento.
El pobre empresario no tuvo tiempo siquiera de rechistar.
La alcohólica procedió a depositar su cuerpo sobre los fajos de cocaína, y le palpó los bolsillos en busca de la llave de la puerta.
―No hace falta inmovilizarlo si tenemos... esto ―terminó, encontrando la llave y enseñándosela a su compañero con una sonrisa triunfal.
Abandonó la estancia y esperó a que su superior la siguiera antes de cerrar la puerta con llave y asegurarse de que no abría. Seguidamente, se guardó la llave en el escote y se dirigió escaleras arriba, de vuelta a la sala de reuniones.
―¿Mitad y mitad? ―sugirió tras ascender el primer tramo, a medio camino de la sala―. No creo que den muchos problemas porque no parecen tener ningún tipo de entrenamiento. Aunque... te dejo el señor traficante cachas a ti. Digo, a usted ―se corrigió.
Tras diseñar un plan bastante improvisado, Aoi regresó a la sala de reuniones para lanzarse inmediatamente sobre la primera persona que vio, al grito de:
―¡Somos la Marina y quedan todos detenidos!
El tiempo que le tomó adaptar la vista a la súbita claridad del cuarto fue el justo y necesario para que Iulio atrajese a O'Culkin y lo hiciese caer finalmente sobre sus redes, propinándole una patada giratoria que avergonzaría a cualquiera de los maestros de la novata y empujándolo hacia ella sin miramientos.
Aoi desplazó ligeramente el pie derecho hacia atrás, posicionándose para recibir el impacto sin perder el equilibrio, y clavó sus ojos grises en el movimiento torpe de O'Culkin, estudiando a toda velocidad la escena para escoger con cautela sus acciones.
Adelantó su cuerpo hacia delante tan sólo unos milímetros, al tiempo que extendía los brazos con los dedos de las manos pegados y el pulgar oculto en el interior de la palma; para a continuación abrirse paso bajo las axilas de O'Culkin y flexionar el codo hacia arriba para apresarlo, recibiendo el impacto de su cuerpo con estoicismo y sin vacilar.
―Está feo querer destruir el hogar de las hadas por unos cuantos billetes ―añadió Aoi, antes de extraer el brazo izquierdo de debajo de su axila para rodearle el cuello, y pasar a sujetarle la cabeza con el otro, para ejecutar la conocida llave del sueño y asfixiar a O'Culkin hasta que perdió el conocimiento.
El pobre empresario no tuvo tiempo siquiera de rechistar.
La alcohólica procedió a depositar su cuerpo sobre los fajos de cocaína, y le palpó los bolsillos en busca de la llave de la puerta.
―No hace falta inmovilizarlo si tenemos... esto ―terminó, encontrando la llave y enseñándosela a su compañero con una sonrisa triunfal.
Abandonó la estancia y esperó a que su superior la siguiera antes de cerrar la puerta con llave y asegurarse de que no abría. Seguidamente, se guardó la llave en el escote y se dirigió escaleras arriba, de vuelta a la sala de reuniones.
―¿Mitad y mitad? ―sugirió tras ascender el primer tramo, a medio camino de la sala―. No creo que den muchos problemas porque no parecen tener ningún tipo de entrenamiento. Aunque... te dejo el señor traficante cachas a ti. Digo, a usted ―se corrigió.
Tras diseñar un plan bastante improvisado, Aoi regresó a la sala de reuniones para lanzarse inmediatamente sobre la primera persona que vio, al grito de:
―¡Somos la Marina y quedan todos detenidos!
―A ti, a ti ―respondí―. No me gusta tanta formalidad cuando estamos en confianza. Delante de todos esos estirados entiendo que es necesario, pero si me dices eso aquí me haces sentir viejo...Y tú eres mayor que yo, así que mejor dejamos los ustedes para los ancianitos.
Al margen de eso, la muy condenada me había asignado al único sujeto que previsiblemente podría dar algún problema. Esperaba que no fuese así, pero debía admitir que la cadete era bastante espabilada. Suspiré, siguiéndola de vuelta a la sala de reuniones y permaneciendo detrás de su posición para que fuese ella quien hiciese la entrada triunfal.
Aoi se abalanzó sobre sus objetivos tras anunciarles por qué estábamos allí. Por mi parte, decidí librarme primero del sujeto que la chica me había endosado en cuanto había tenido la ocasión. Tal y como suponía, el tipo trató de lanzar un par de puñetazos hacia mi cabeza, pero fue incapaz de hacer nada más allá de caer al suelo con una de mis rodillas aplastando su espalda. Coloqué unas esposas en torno a sus muñecas y continué apresando a todo objetivo que aún podía mover la manos.
―Pues ya estaría ―dije, deteniéndome a contar a mis prisioneros para, acto seguido, contar a las personas que había capturado la cadete. Un momento... ¿y el que faltaba? Como si un ente superior hubiese escuchado la pregunta que no había formulado, el sonido de un cristal a mis espaldas me indicó que alguien había pasado completamente inadvertido.
La mujer que había escuchado antes de entrar en la estancia por primera vez se había lanzado hacia el exterior, rompiendo la ventana y aterrizando torpemente en el suelo. Corría como buenamente podía, ya que los tacones de ejecutiva que lucía no eran el calzado más apropiado para huir. Fuera como fuese, no necesitó correr demasiado antes de desaparecer tras un cúmulo de tuberías de plomo que esperaban a ser instaladas en algún lugar.
―Mierda ―maldije en voz baja, pues sabía que era mía y me correspondía a mí apresarla―. Vigílalos ―ordené al tiempo que me desvanecía en un sinfín de destellos y recuperaba mi forma corpórea junto a las tuberías. Allí estaba, agachada y con la cabeza escondida entre las rodillas como si de ese modo fuese a evitar que la viera―. ¿Se puede saber qué hace, señora? Le he dicho que está detenida.
―¿A quién te crees que llamas señora, desgraciado? ―replicó, sacando la mano del pequeño bolso donde la había ocultado para extraer un revólver con el que apuntó a mi pecho. No vaciló antes de disparar, y es que debía estar acostumbrada a hacerlo. No obstante, el disparo me traspasó sin más.
―Ahora mismo no me acuerdo de qué delito es, pero estoy seguro de que dispararme es algo bastante feo y que está castigado. Siga sumando, señora ―sentencié con sorna.
Al margen de eso, la muy condenada me había asignado al único sujeto que previsiblemente podría dar algún problema. Esperaba que no fuese así, pero debía admitir que la cadete era bastante espabilada. Suspiré, siguiéndola de vuelta a la sala de reuniones y permaneciendo detrás de su posición para que fuese ella quien hiciese la entrada triunfal.
Aoi se abalanzó sobre sus objetivos tras anunciarles por qué estábamos allí. Por mi parte, decidí librarme primero del sujeto que la chica me había endosado en cuanto había tenido la ocasión. Tal y como suponía, el tipo trató de lanzar un par de puñetazos hacia mi cabeza, pero fue incapaz de hacer nada más allá de caer al suelo con una de mis rodillas aplastando su espalda. Coloqué unas esposas en torno a sus muñecas y continué apresando a todo objetivo que aún podía mover la manos.
―Pues ya estaría ―dije, deteniéndome a contar a mis prisioneros para, acto seguido, contar a las personas que había capturado la cadete. Un momento... ¿y el que faltaba? Como si un ente superior hubiese escuchado la pregunta que no había formulado, el sonido de un cristal a mis espaldas me indicó que alguien había pasado completamente inadvertido.
La mujer que había escuchado antes de entrar en la estancia por primera vez se había lanzado hacia el exterior, rompiendo la ventana y aterrizando torpemente en el suelo. Corría como buenamente podía, ya que los tacones de ejecutiva que lucía no eran el calzado más apropiado para huir. Fuera como fuese, no necesitó correr demasiado antes de desaparecer tras un cúmulo de tuberías de plomo que esperaban a ser instaladas en algún lugar.
―Mierda ―maldije en voz baja, pues sabía que era mía y me correspondía a mí apresarla―. Vigílalos ―ordené al tiempo que me desvanecía en un sinfín de destellos y recuperaba mi forma corpórea junto a las tuberías. Allí estaba, agachada y con la cabeza escondida entre las rodillas como si de ese modo fuese a evitar que la viera―. ¿Se puede saber qué hace, señora? Le he dicho que está detenida.
―¿A quién te crees que llamas señora, desgraciado? ―replicó, sacando la mano del pequeño bolso donde la había ocultado para extraer un revólver con el que apuntó a mi pecho. No vaciló antes de disparar, y es que debía estar acostumbrada a hacerlo. No obstante, el disparo me traspasó sin más.
―Ahora mismo no me acuerdo de qué delito es, pero estoy seguro de que dispararme es algo bastante feo y que está castigado. Siga sumando, señora ―sentencié con sorna.
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