Contratante: Almirante Al Naion
Descripción: Tras una ardua investigación hemos descubierto una banda pirata que puede resultar realmente peligrosa. Su capitán no es otro que Sirio el ardiente, un reconocido y peligroso pirata que al parecer forma parte de un plan mucho mayor. Atrapadlo con vida y traedlo para ser interrogado, debemos averiguar que estan planeando.
Recompensa: Dos medallas al mérito militar con posibilidad de que una o ambas se conviertan en un mérito heróico. Una de las pertenencias de Sirio para cada uno y conocimiento único. En caso de se Cp de le hará entrega como recompensa de un equipo especial, las calidades y de que se trata de informaran al finalizar la misión.
Datos a tener en cuenta: Posee la Akuma no mi mitologica de Cŵn Annwn, este conocimiento es para los usuarios, los personajes no pueden saberlo y nos reservamos el derecho a invervenir en la misión si consideramos que no se lleva a cabo de forma correcta.
Descripción: Tras una ardua investigación hemos descubierto una banda pirata que puede resultar realmente peligrosa. Su capitán no es otro que Sirio el ardiente, un reconocido y peligroso pirata que al parecer forma parte de un plan mucho mayor. Atrapadlo con vida y traedlo para ser interrogado, debemos averiguar que estan planeando.
Recompensa: Dos medallas al mérito militar con posibilidad de que una o ambas se conviertan en un mérito heróico. Una de las pertenencias de Sirio para cada uno y conocimiento único. En caso de se Cp de le hará entrega como recompensa de un equipo especial, las calidades y de que se trata de informaran al finalizar la misión.
Datos a tener en cuenta: Posee la Akuma no mi mitologica de Cŵn Annwn, este conocimiento es para los usuarios, los personajes no pueden saberlo y nos reservamos el derecho a invervenir en la misión si consideramos que no se lleva a cabo de forma correcta.
Eric Zor-El
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El humo de la pipa de marfil de Eric ascendía lentamente hacia el cielo nocturno, cuya luna llena parecía estar ocupando la inmensidad del firmamento, envuelta en un millar de relucientes estrellas. Se encontraba tumbado sobre una esplanada de una isla sin nombre, esperando a recibir órdenes de Iulio que, por alguna extraña razón le habían ascendido muchos rangos y, no solo cobraba mucho más que él, sino que se había convertido en su superior. «No ser justo», se decía continuamente, pensando en el racismo descarado por parte de algunos altos cargos de la marina como el vicealmirante Ajax.
Las horas pasaban lentas y tediosas, mas la preocupación del salvaje para con su nuevo superior cada vez era más grande. Por la posición de la luna y las estrellas ya era más de media noche, aunque tampoco había que ser un experto en astronomía para darse cuenta de ello. El tabaco se le había terminado, así que guardó la pipa después de vaciarla y asegurarse de que no pudiera causar ningún tipo de incidente en aquella verdosa explanada y volvió a tumbarse. Finalmente, la madre lobo quiso llevar a su fiel súbdito al mundo de los sueños, sus ojos se fueron cerrando lentamente y se quedo dormido.
Estaba amaneciendo cuando el den den mushi con el aspecto de Iulio comenzó a sonar. «Tirip, tirip», sonaba repetidas veces hasta que el salvaje despertó.
—¡Ya ser hora! ¡Llevar toda noche esperando aquí en pradera! —dijo Eric con voz calmada y grave, de recién levantado. Desde su posición era capaz de ver como los primeros rayos de sol acariciaba los primeros rincones de la isla.
El salvaje había sido enviado a aquella isla con la intención de buscar información sobre Sirio, el ardiente. Los rumores decían que era uno de sus puertos francos, mas aún no había tenido la oportunidad de cruzarse con él. Del mismo modo, Iulio había ido a seguir otra pista en alta mar sobre él, pero no había recibido información hasta ese momento.
Las horas pasaban lentas y tediosas, mas la preocupación del salvaje para con su nuevo superior cada vez era más grande. Por la posición de la luna y las estrellas ya era más de media noche, aunque tampoco había que ser un experto en astronomía para darse cuenta de ello. El tabaco se le había terminado, así que guardó la pipa después de vaciarla y asegurarse de que no pudiera causar ningún tipo de incidente en aquella verdosa explanada y volvió a tumbarse. Finalmente, la madre lobo quiso llevar a su fiel súbdito al mundo de los sueños, sus ojos se fueron cerrando lentamente y se quedo dormido.
Estaba amaneciendo cuando el den den mushi con el aspecto de Iulio comenzó a sonar. «Tirip, tirip», sonaba repetidas veces hasta que el salvaje despertó.
—¡Ya ser hora! ¡Llevar toda noche esperando aquí en pradera! —dijo Eric con voz calmada y grave, de recién levantado. Desde su posición era capaz de ver como los primeros rayos de sol acariciaba los primeros rincones de la isla.
El salvaje había sido enviado a aquella isla con la intención de buscar información sobre Sirio, el ardiente. Los rumores decían que era uno de sus puertos francos, mas aún no había tenido la oportunidad de cruzarse con él. Del mismo modo, Iulio había ido a seguir otra pista en alta mar sobre él, pero no había recibido información hasta ese momento.
―Perdón, perdón ―dije, aún tumbado sobre mi hamaca―. Se hizo tarde y... bueno, es más cómodo dormir sobre un trozo de tela suave que en cualquier lugar de mala muerte. A saber qué nos espera con ese tal Sirio.
Me habían puesto al día sobre el corsario. Lo cierto era que no había demasiada información sobre él, y es que había adquirido verdadera relevancia en los últimos tiempos. Los mares estaban intranquilos, incluso yo me había dado cuenta, y vinculado fuertemente a este malestar generalizado se encontraba el Ardiente. Como todo problema que surge de la nada, su localización era incierta y la necesidad de darle caza, apremiante.
Zuko no podía encargarse de ese asunto en aquellos momentos y Kenzo actuaba como oficial al mando en una misión lejos de allí. En consecuencia, yo había sido designado como el encargado de llevar aquélla a buen puerto. Eric me acompañaba como hombre de confianza, hecho que agradecía. Siempre estaba bien tener un conocido y alguien en quien confiar entre quienes, pese a pertenecer a la misma organización y ser mis subordinados, no dejaban de ser desconocidos en su mayoría.
―No he podido averiguar mucho, la verdad. Sólo lo que ya sabíamos. El barco de Sirio fue avistado en la zona hace unas semanas, pero ninguno de los barcos pesqueros con los que nos hemos topado afirma haberlo vuelto a ver. Podrían estar asustados, pero si nos dedicamos a hacer conjeturas no llegaremos a ningún sitio. Con la información que tenemos, lo más sensato es pensar que se encuentra donde estás.
No sabía dónde demonios había ido a parar Eric, pero sí que su destino había sido escogido por quienes estaban al tanto de todo lo referente al Ardiente. Ya me dirían el nombre más adelante... o no. Si fuese necesario yo mismo me encargaría de preguntarlo.
―Me han dicho que llegaremos en un par de horas. Reúnete con nosotros en el puerto y pensaremos qué hacer.
No era la isla más concurrida, lo que la catalogaba como un buen escondite para quien no quisiese ser encontrado. Aquello era un buen presagio, o eso quería pensar, pero de momento debíamos reunirnos para dar comienzo a la búsqueda. Bajé del barco y contemplé desde varios metros de distancia cómo mis hombres llevaban a tierra todo lo necesario, ocupando casi por completo la zona del puerto que habíamos escogido para atracar. ¿Dónde estaba Eric? Debía estar allí desde hacía quince minutos. Paradójicamente, no me gustaba demasiado que me hiciesen esperar.
Me habían puesto al día sobre el corsario. Lo cierto era que no había demasiada información sobre él, y es que había adquirido verdadera relevancia en los últimos tiempos. Los mares estaban intranquilos, incluso yo me había dado cuenta, y vinculado fuertemente a este malestar generalizado se encontraba el Ardiente. Como todo problema que surge de la nada, su localización era incierta y la necesidad de darle caza, apremiante.
Zuko no podía encargarse de ese asunto en aquellos momentos y Kenzo actuaba como oficial al mando en una misión lejos de allí. En consecuencia, yo había sido designado como el encargado de llevar aquélla a buen puerto. Eric me acompañaba como hombre de confianza, hecho que agradecía. Siempre estaba bien tener un conocido y alguien en quien confiar entre quienes, pese a pertenecer a la misma organización y ser mis subordinados, no dejaban de ser desconocidos en su mayoría.
―No he podido averiguar mucho, la verdad. Sólo lo que ya sabíamos. El barco de Sirio fue avistado en la zona hace unas semanas, pero ninguno de los barcos pesqueros con los que nos hemos topado afirma haberlo vuelto a ver. Podrían estar asustados, pero si nos dedicamos a hacer conjeturas no llegaremos a ningún sitio. Con la información que tenemos, lo más sensato es pensar que se encuentra donde estás.
No sabía dónde demonios había ido a parar Eric, pero sí que su destino había sido escogido por quienes estaban al tanto de todo lo referente al Ardiente. Ya me dirían el nombre más adelante... o no. Si fuese necesario yo mismo me encargaría de preguntarlo.
―Me han dicho que llegaremos en un par de horas. Reúnete con nosotros en el puerto y pensaremos qué hacer.
***
No era la isla más concurrida, lo que la catalogaba como un buen escondite para quien no quisiese ser encontrado. Aquello era un buen presagio, o eso quería pensar, pero de momento debíamos reunirnos para dar comienzo a la búsqueda. Bajé del barco y contemplé desde varios metros de distancia cómo mis hombres llevaban a tierra todo lo necesario, ocupando casi por completo la zona del puerto que habíamos escogido para atracar. ¿Dónde estaba Eric? Debía estar allí desde hacía quince minutos. Paradójicamente, no me gustaba demasiado que me hiciesen esperar.
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—Vicealmirante decir que tu llegar cuando gran luna estar en el cielo, no cuando el astro rey acariciar la tierra. —Se quejó Eric antes de colgar, y con mucha razón. Llevaba prácticamente un día en la isla, solo y aburrido.
Según el vicealmirante Ajax eran las ordenes directas del almirante Nium, pero no entendía porque tenía que ir solo. ¿Querían alejarlo de la acción al igual que en el torneo ese que se celebró meses atrás? Era probable.
A sabiendas de que aún tenía tiempo para llegar al punto de encuentro, el salvaje se adentró entre los árboles en busca de algo de comer. Tenía mucha hambre y no le quedaba nada del rancho de la marina, así que tenía que buscarse las habichuelas por sí mismo; literalmente, además. Anduvo durante un buen rato hasta que dio por casualidad con una casa con un vasto jardín repleto de arboles y un pequeño huerto. Observó que no había nadie, así que se adentró en él y cogió una manzana, tres naranjas pequeñitas y un tomate. Al salir de allí, estrujó las naranjas sobre su boca y se bebió su jugo. Estaban algo amargas, pero no eran las peores que había probado. Después se comió el tomate, que tenía un ligero sabor dulzón y se dejo la manzana para lo último, comiéndosela mientras andaba hacia la playa.
Paseando se le echo el tiempo encima, pues el paisaje le resultaba acogedor, aunque un tanto solitario. Fue entonces, cuando de la nada apareció un grupo de personas, vestidas de forma un tanto extraña, en hilera de camino a la casa en la que había estado. Eran siete, de estatura muy baja y canturreaban una cancioncita pegadiza que el shandiano también canto.
—Hi, ho. Hi, ho… Silbando al trabajar —Y trató de silbar sin éxito alguno.
Al llegar a la playa, el recién nombrado contraalmirante Iulio estaba allí.
—Hola, bombilla —le dijo, sonriente.
Según el vicealmirante Ajax eran las ordenes directas del almirante Nium, pero no entendía porque tenía que ir solo. ¿Querían alejarlo de la acción al igual que en el torneo ese que se celebró meses atrás? Era probable.
A sabiendas de que aún tenía tiempo para llegar al punto de encuentro, el salvaje se adentró entre los árboles en busca de algo de comer. Tenía mucha hambre y no le quedaba nada del rancho de la marina, así que tenía que buscarse las habichuelas por sí mismo; literalmente, además. Anduvo durante un buen rato hasta que dio por casualidad con una casa con un vasto jardín repleto de arboles y un pequeño huerto. Observó que no había nadie, así que se adentró en él y cogió una manzana, tres naranjas pequeñitas y un tomate. Al salir de allí, estrujó las naranjas sobre su boca y se bebió su jugo. Estaban algo amargas, pero no eran las peores que había probado. Después se comió el tomate, que tenía un ligero sabor dulzón y se dejo la manzana para lo último, comiéndosela mientras andaba hacia la playa.
Paseando se le echo el tiempo encima, pues el paisaje le resultaba acogedor, aunque un tanto solitario. Fue entonces, cuando de la nada apareció un grupo de personas, vestidas de forma un tanto extraña, en hilera de camino a la casa en la que había estado. Eran siete, de estatura muy baja y canturreaban una cancioncita pegadiza que el shandiano también canto.
—Hi, ho. Hi, ho… Silbando al trabajar —Y trató de silbar sin éxito alguno.
Al llegar a la playa, el recién nombrado contraalmirante Iulio estaba allí.
—Hola, bombilla —le dijo, sonriente.
¿Lo bueno de mi nuevo cargo? Que no tenía que mover un músculo para que todo estuviese bien hecho. ¿Lo malo? Que siempre había alguien incordiándome. Cuando no me preguntaban qué debían hacer con algo en concreto, pedían que tomase alguna decisión más abstracta sobre el devenir de la misión de turno. Suspiré, observando cómo terminaban de descargar todo lo necesario. Fue en ese preciso instante cuando apareció Eric en la distancia.
―Que no soy una bombilla, Eric ―dije, aunque empezaba a plantearme la posibilidad de dejar de llevarle la contraria por pura pereza―. Perdona por llegar tarde... otra vez. La verdad es que no tenemos ni idea de por dónde empezar. De hecho, ni siquiera sabemos si Sirio el Ardiente se encuentra aquí o no ―repetí, como si de ese modo pudiese aparecerse ante mí la solución a todos mis problemas. Sólo quería volver al cuartel a dormir. ¿Era tanto pedir?―. No tenemos ninguna pista y, si están aquí, deben habernos visto llegar. He mandado a un par de chicos a dar una vuelta y han encontrado tres pueblos cerca. Se han hecho con un mapa y apenas hay poblacions en esta isla. Ni montañas, a decir verdad, por lo que no pueden haberse escondido en ellas. Tampoco podemos movilizar a muchos efectivos, porque tanta gente desconocida campando por aquí llamaría la atención.
Puse rumbo al barco de nuevo, haciendo un esto a Eric para que me acompañase. El zarvahe no tenía problema para hacerse pasar por un civil, pero en mi caso, con tanta parafernalia quedaba más que claro que pertenecía a la Marina.
―He pensado en dejar a los demás aquí. Ya he dado las órdenes oportunas y actuarán como si aún estuviésemos ultimando los preparativos. Tú y yo nos camuflaremos entre la gente de aquí e intentaremos dar con ese Sirio. ¿Qué te parece? Quizás sospechen al no conocernos, pero dos llaman menos la atención que... los que seamos. ―Debía saberlo, pero se me había olvidado―. ¿Qué te parece?
Mientras hablaba llegué hasta mi camarote, donde me quité la capa de oficial y cualquier insignia que me caracterizase como miembro de la organización militar más poderosa del mundo. Quedé vestido únicamente con mi túnica negra, la cual arrancó susurros al suelo en mi camino de vuelta a la superficie.
―¿Y bien? ¿A qué pueblo crees que deberíamos ir primero? Yo voto por el más cercano...
―Que no soy una bombilla, Eric ―dije, aunque empezaba a plantearme la posibilidad de dejar de llevarle la contraria por pura pereza―. Perdona por llegar tarde... otra vez. La verdad es que no tenemos ni idea de por dónde empezar. De hecho, ni siquiera sabemos si Sirio el Ardiente se encuentra aquí o no ―repetí, como si de ese modo pudiese aparecerse ante mí la solución a todos mis problemas. Sólo quería volver al cuartel a dormir. ¿Era tanto pedir?―. No tenemos ninguna pista y, si están aquí, deben habernos visto llegar. He mandado a un par de chicos a dar una vuelta y han encontrado tres pueblos cerca. Se han hecho con un mapa y apenas hay poblacions en esta isla. Ni montañas, a decir verdad, por lo que no pueden haberse escondido en ellas. Tampoco podemos movilizar a muchos efectivos, porque tanta gente desconocida campando por aquí llamaría la atención.
Puse rumbo al barco de nuevo, haciendo un esto a Eric para que me acompañase. El zarvahe no tenía problema para hacerse pasar por un civil, pero en mi caso, con tanta parafernalia quedaba más que claro que pertenecía a la Marina.
―He pensado en dejar a los demás aquí. Ya he dado las órdenes oportunas y actuarán como si aún estuviésemos ultimando los preparativos. Tú y yo nos camuflaremos entre la gente de aquí e intentaremos dar con ese Sirio. ¿Qué te parece? Quizás sospechen al no conocernos, pero dos llaman menos la atención que... los que seamos. ―Debía saberlo, pero se me había olvidado―. ¿Qué te parece?
Mientras hablaba llegué hasta mi camarote, donde me quité la capa de oficial y cualquier insignia que me caracterizase como miembro de la organización militar más poderosa del mundo. Quedé vestido únicamente con mi túnica negra, la cual arrancó susurros al suelo en mi camino de vuelta a la superficie.
―¿Y bien? ¿A qué pueblo crees que deberíamos ir primero? Yo voto por el más cercano...
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—No ser bombilla, pero servir para lo mismo —le dijo Eric, cruzándose de brazos y escuchando todo lo que Iulio tenía que decirle—. Yo en este lado de la isla no ver a nadie. Ningún barco llegar salvo el tuyo —confirmó el shandiano, señalando levemente con un ademán el navío de su compañero.
El salvaje fue tras el rubio hacia el barco. Era un navío grande, recién sacado del astillero de Water Seven, según le había dicho semanas atrás. No era capaz de ver ningún emblema distintivo de su compañero en el barco que lo identificara como suyo, aunque lo más probable es que lo hubiera encargado. Él mismo tuvo que esperar casi dos meses para poder tener en su proa, como mascarón, la cabeza de una loba blanca con los ojos del azul de sus tatuajes.
Dentro del navío todo el mundo parecía respetar a Iulio, ninguno le tenía miedo y le hablaba de usted; incluso se ponían firmes al verle. ¿Tan respetado se había vuelto de un día para otro? ¿O es que quizá los galones pesaban más que otra cosa? Sería lo primero seguramente, porque de ser lo segundo él también sería respetado, después de todo era un Comodo, o como diantres se dijera aquella palabra tan difícil.
—Mejor no llevar estorbos. Tú y yo desenvolver bien juntos, conocer como luchar. Tus hombres ser como los míos, recién salido de la escuela de guerrillería y no estar preparados para la batalla… —hizo una pausa—. Solo ver lo bien que hablar a ti —bromeó, concentrando algo de haki en su codo y golpeando suavemente a Iulio. Llegaron a su camarote, y Eric se sentó sobre la cama—. ¿Tener poncho que a ti regalar antaño? —le preguntó—. Si querer pasar como civil… Ponerte poncho, quitar pantalones con insignias y….
Pero no le hizo caso. El bombilla usó su antigua túnica oscura y se puso frente a Eric.
—En pueblo más cercano ya conocerme, y no ser bienvenido… —comentó Eric—. Digamos que no gustar mucho forma de ser mía, pero por lo que yo averiguar allí no saber nada de piratas y parecer sinceros. Sin embargo, a mi decir que en la zona nororiental haber un viejo convento que nadie usar, pero para ir tener que cruzar una villa situada en el centro. Poder ir por ahí y luego preguntar si saber algo. Pero tu mandar, contraalmirante.
El salvaje fue tras el rubio hacia el barco. Era un navío grande, recién sacado del astillero de Water Seven, según le había dicho semanas atrás. No era capaz de ver ningún emblema distintivo de su compañero en el barco que lo identificara como suyo, aunque lo más probable es que lo hubiera encargado. Él mismo tuvo que esperar casi dos meses para poder tener en su proa, como mascarón, la cabeza de una loba blanca con los ojos del azul de sus tatuajes.
Dentro del navío todo el mundo parecía respetar a Iulio, ninguno le tenía miedo y le hablaba de usted; incluso se ponían firmes al verle. ¿Tan respetado se había vuelto de un día para otro? ¿O es que quizá los galones pesaban más que otra cosa? Sería lo primero seguramente, porque de ser lo segundo él también sería respetado, después de todo era un Comodo, o como diantres se dijera aquella palabra tan difícil.
—Mejor no llevar estorbos. Tú y yo desenvolver bien juntos, conocer como luchar. Tus hombres ser como los míos, recién salido de la escuela de guerrillería y no estar preparados para la batalla… —hizo una pausa—. Solo ver lo bien que hablar a ti —bromeó, concentrando algo de haki en su codo y golpeando suavemente a Iulio. Llegaron a su camarote, y Eric se sentó sobre la cama—. ¿Tener poncho que a ti regalar antaño? —le preguntó—. Si querer pasar como civil… Ponerte poncho, quitar pantalones con insignias y….
Pero no le hizo caso. El bombilla usó su antigua túnica oscura y se puso frente a Eric.
—En pueblo más cercano ya conocerme, y no ser bienvenido… —comentó Eric—. Digamos que no gustar mucho forma de ser mía, pero por lo que yo averiguar allí no saber nada de piratas y parecer sinceros. Sin embargo, a mi decir que en la zona nororiental haber un viejo convento que nadie usar, pero para ir tener que cruzar una villa situada en el centro. Poder ir por ahí y luego preguntar si saber algo. Pero tu mandar, contraalmirante.
Ignoré deliberadamente las pullas que Eric me lanzaba, consciente de que no eran más que chascarrillos habituales entre compañeros que llevaban tanto tiempo juntos y habían afrontado tantos obstáculos luchando codo con codo. Se me había pasado por alto que el zarvahe llevaba allí más tiempo que yo y que, por consiguiente, debía estar al tanto de la situación en las inmediaciones. Fue por ello que mi primera idea, lanzada de forma aleatoria, quedó descartada al instante.
Un convento abandonado parecía un buen lugar donde esconderse. Lo más probable era que fuese grande y que sus muros sirviesen para ocultar a la perfección a un contingente bastante numeroso. No se me ocurría un lugar mejor en el que esconderse, tanto de la Marina como de cualquier otro perseguidor.
Sin más dilación, nos pusimos en marcha tras asegurarnos de que marchábamos en la dirección correcta. Afortunadamente la isla no era muy grande, por lo que en menos de una jornada pudimos alcanzar la villa que según Eric se encontraba cerca del convento. Pese a todo, el sol había comenzado a caer y apenas quedaban un par de horas de luz. Hasta el más incompetente se daría cuenta de que la noche no era el mejor momento para atacar cuando el terreno era desconocido. Necesitábamos información sobre la zona, por lo que pernoctar en algún establecimiento del lugar no se antojaba como una mala idea.
La Medianoche fue la posada elegida en esa ocasión. No era nada del otro mundo, aunque no se le podía quitar el mérito de permanecer abierta en un enclave tan poco transitado. Probablemente ése fuese el motivo de que no hubiera ningún establecimiento de esas características aparte del que habíamos escogido.
Como venía siendo habitual en ese tipo de lugares, una planta baja que hacía las funciones de bar era escrutada por el dueño del negocio, que a su vez hacía las labores de camarero. Nos sentamos en una mesa y esperamos a que el hombre acudiese para preguntarnos qué queríamos. Algo de comer y una noche, por el momento, pues no sabíamos si podríamos zanjar el asunto en un día y siempre podríamos ampliar la reserva de ser necesario.
―Disculpe. ¿Qué podría decirme sobre el convento? ―inquirí sin ningún tipo de discreción, aunque eso no implicaba que careciese de una justificación para mi pregunta―: Verá, llevo unos meses investigando la historia de las religiones de esta parte del mundo y me ha llegado la información de que ese convento podría ser un lugar interesante para estudiar. ―Señalé mi túnica, como si ésta me concediese de inmediato el título de teólogo o algo similar.
―Pues no veo por qué ―respondió el hombre―. Lleva abandonado desde mucho antes de que yo naciese. Nadie ha entrado ni salido ni, si te digo la verdad, preguntado por él desde que heredé el negocio familiar.
―Ya veo. Por cierto, me preguntaba si mis compañeros habrían pasado por aquí. Son un grupo bastante numeroso, aunque no sé decirte cuántos con exactitud, pero...
―No ―interrumpió―. Cualquier grupo de más de siete personas llama la atención por estos lares, y puedo asegurarte que ninguno ha pasado por aquí cerca.
Un convento abandonado parecía un buen lugar donde esconderse. Lo más probable era que fuese grande y que sus muros sirviesen para ocultar a la perfección a un contingente bastante numeroso. No se me ocurría un lugar mejor en el que esconderse, tanto de la Marina como de cualquier otro perseguidor.
Sin más dilación, nos pusimos en marcha tras asegurarnos de que marchábamos en la dirección correcta. Afortunadamente la isla no era muy grande, por lo que en menos de una jornada pudimos alcanzar la villa que según Eric se encontraba cerca del convento. Pese a todo, el sol había comenzado a caer y apenas quedaban un par de horas de luz. Hasta el más incompetente se daría cuenta de que la noche no era el mejor momento para atacar cuando el terreno era desconocido. Necesitábamos información sobre la zona, por lo que pernoctar en algún establecimiento del lugar no se antojaba como una mala idea.
La Medianoche fue la posada elegida en esa ocasión. No era nada del otro mundo, aunque no se le podía quitar el mérito de permanecer abierta en un enclave tan poco transitado. Probablemente ése fuese el motivo de que no hubiera ningún establecimiento de esas características aparte del que habíamos escogido.
Como venía siendo habitual en ese tipo de lugares, una planta baja que hacía las funciones de bar era escrutada por el dueño del negocio, que a su vez hacía las labores de camarero. Nos sentamos en una mesa y esperamos a que el hombre acudiese para preguntarnos qué queríamos. Algo de comer y una noche, por el momento, pues no sabíamos si podríamos zanjar el asunto en un día y siempre podríamos ampliar la reserva de ser necesario.
―Disculpe. ¿Qué podría decirme sobre el convento? ―inquirí sin ningún tipo de discreción, aunque eso no implicaba que careciese de una justificación para mi pregunta―: Verá, llevo unos meses investigando la historia de las religiones de esta parte del mundo y me ha llegado la información de que ese convento podría ser un lugar interesante para estudiar. ―Señalé mi túnica, como si ésta me concediese de inmediato el título de teólogo o algo similar.
―Pues no veo por qué ―respondió el hombre―. Lleva abandonado desde mucho antes de que yo naciese. Nadie ha entrado ni salido ni, si te digo la verdad, preguntado por él desde que heredé el negocio familiar.
―Ya veo. Por cierto, me preguntaba si mis compañeros habrían pasado por aquí. Son un grupo bastante numeroso, aunque no sé decirte cuántos con exactitud, pero...
―No ―interrumpió―. Cualquier grupo de más de siete personas llama la atención por estos lares, y puedo asegurarte que ninguno ha pasado por aquí cerca.
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Apenas tardaron unos minutos en poner rumbo hacia el abandonado convento, con apenas un par de latas de rancho de salvamento y una botella de agua. Uno de los hombres de Iulio nos entregó un mapa de la isla, con pocos detalles, pero con los caminos señalados y los nombres de las aldeas más representativas con sus respectivos nombres.
El camino no fue difícil, pues tan solo había que seguir una estela realizada por los continuos transeúntes que pasaban por allí. Estaba anocheciendo cuando llegaron a las afueras de la villa de las margaritas, que resultaba ser su nombre. Era un lugar pequeño, pero al mismo tiempo acogedor; o eso le parecía al salvaje. Siguiendo de cerca de Iulio, se adentraron en una posada llamada La Medianoche. Era un nombre que le agradaba al shandiano, pues fue de las primeras palabras que aprendió al llegar al mar azul.
El lugar estaba completamente vacío a excepción del camarero, que también ejercía la labor de cocinero. Se sentaron en una mesa de madera algo desgatada, con una cojera disimulada con un trozo de papel. Esa noche tenían liebre al ajillo con patatas panaderas al horno, y así que pidieron un par de raciones.
—También tenemos cerveza de trigo casera, hecha por nosotros —dijo el camarero.
—A mi traer jarra grande —le pidió el shandiano—. Muy fría. Cerveza caliente no ser agradable para gaznate —aclaró, sonriente.
Acababan de traer la cena, cuando Iulio aprovechó y le preguntó al camarero sobre el convento, así como por un grupo de amigos inexistentes. Desde ese momento el camarero miraba mucho su mesa, muy extrañado. ¿Sospecharía de ellos? Era probable, o tal vez no se creyera del todo la historia que le había contado su compañero el bombillas. Sin embargo, ahí estaba Eric para romper cualquier sospecha de que fueran parte de la marina del gobierno mundial.
Agarró la jarra de cerveza y se la bebió de golpe. Un litro de espesa y fría cerveza de trigo, que por su sabor debía tener un porcentaje bastante elevado de graduación alcohólica. Soltó un eructo tan grande, que puso escucharse en todo el pueblo. ¿Exageración? Tal vez, o quizá no porque aquella villa era muy pequeña.
—¡Traer otra jarra! —exclamó—. ¡Estar buena, ¿eh?! —Y le guiñó un ojo a Iulio.
El camarero sonrió, y le sirvió otra jarrra.
Entonces, un grupo de tres personas compuesto por una pareja y su hijo, cuya edad podía rondar los diez u once años, se sentaron en una mesa alejada de allí y llamaron la atención del posadero para pedir algo de cenar. En ese momento, miró a su compañero y suspiró.
—¿Tu creer a camarero? —le pregunté—. Parece sincero, pero quizás criminales tenerlos bajo amenaza. Cuando mi pueblo ser invadido por piratas infames, el gran consejo no poder decir nada a nosotros los guerreros por miedo a matanza. Pero al final, Eric ayudar a expulsarlos de las sagradas tierras de los Baal’sha…. —su tono voz sonó triste, pero al mismo tiempo impotente. Podía verse en su mirada el odio que le tenía a la piratería—. Quizá aquí pasar lo mismo. Yo diría de pasar noche y parte siguiente día para ver si aparecer ellos. ¿Tú que opinar? —le preguntó—. Por cierto, comer conejo de campo que frío no estar bueno.
El camino no fue difícil, pues tan solo había que seguir una estela realizada por los continuos transeúntes que pasaban por allí. Estaba anocheciendo cuando llegaron a las afueras de la villa de las margaritas, que resultaba ser su nombre. Era un lugar pequeño, pero al mismo tiempo acogedor; o eso le parecía al salvaje. Siguiendo de cerca de Iulio, se adentraron en una posada llamada La Medianoche. Era un nombre que le agradaba al shandiano, pues fue de las primeras palabras que aprendió al llegar al mar azul.
El lugar estaba completamente vacío a excepción del camarero, que también ejercía la labor de cocinero. Se sentaron en una mesa de madera algo desgatada, con una cojera disimulada con un trozo de papel. Esa noche tenían liebre al ajillo con patatas panaderas al horno, y así que pidieron un par de raciones.
—También tenemos cerveza de trigo casera, hecha por nosotros —dijo el camarero.
—A mi traer jarra grande —le pidió el shandiano—. Muy fría. Cerveza caliente no ser agradable para gaznate —aclaró, sonriente.
Acababan de traer la cena, cuando Iulio aprovechó y le preguntó al camarero sobre el convento, así como por un grupo de amigos inexistentes. Desde ese momento el camarero miraba mucho su mesa, muy extrañado. ¿Sospecharía de ellos? Era probable, o tal vez no se creyera del todo la historia que le había contado su compañero el bombillas. Sin embargo, ahí estaba Eric para romper cualquier sospecha de que fueran parte de la marina del gobierno mundial.
Agarró la jarra de cerveza y se la bebió de golpe. Un litro de espesa y fría cerveza de trigo, que por su sabor debía tener un porcentaje bastante elevado de graduación alcohólica. Soltó un eructo tan grande, que puso escucharse en todo el pueblo. ¿Exageración? Tal vez, o quizá no porque aquella villa era muy pequeña.
—¡Traer otra jarra! —exclamó—. ¡Estar buena, ¿eh?! —Y le guiñó un ojo a Iulio.
El camarero sonrió, y le sirvió otra jarrra.
Entonces, un grupo de tres personas compuesto por una pareja y su hijo, cuya edad podía rondar los diez u once años, se sentaron en una mesa alejada de allí y llamaron la atención del posadero para pedir algo de cenar. En ese momento, miró a su compañero y suspiró.
—¿Tu creer a camarero? —le pregunté—. Parece sincero, pero quizás criminales tenerlos bajo amenaza. Cuando mi pueblo ser invadido por piratas infames, el gran consejo no poder decir nada a nosotros los guerreros por miedo a matanza. Pero al final, Eric ayudar a expulsarlos de las sagradas tierras de los Baal’sha…. —su tono voz sonó triste, pero al mismo tiempo impotente. Podía verse en su mirada el odio que le tenía a la piratería—. Quizá aquí pasar lo mismo. Yo diría de pasar noche y parte siguiente día para ver si aparecer ellos. ¿Tú que opinar? —le preguntó—. Por cierto, comer conejo de campo que frío no estar bueno.
―No sé qué decirte ―susurré―. Podría ser. Su respuesta ha sido muy brusca. Me ha cortado, como si no quisiese seguir hablando sobre el tema. Además, no deja de mirarnos. Creo que esconde algo, aunque no parece estar demasiado asustado. Por otro lado, la gente de lugares tan deshabitados como éste está hecha de otra pasta, así que quizás esté siendo amenazado y no lleve la situación mal del todo. Por lo pronto deberíamos comer, dormir y esperar a mañana para ponernos en marcha, ¿no te parece?
Pedí conejo tal y como había sugerido Eric ―al menos eso había creído entender de su peculiar comentario― y, efectivamente, estaba delicioso. Era el típico plato tradicional y casero que pasaba de generación en generación. Un estofado, vamos, en el que la carne se sumergía en un sabroso caldo y era acompañada por un sinfín de verduras. La ración era colosal, como se podía esperar de un lugar así. Tanto que opté por retirarme a dormir en cuanto hube dado buena cuenta de ella. Bueno, lo habría hecho de no ser porque los ronquidos de Eric hacían más ruido que un oso hambriento.
Lo más lógico hubiese sido madrugar y partir con el alba, cuando la mayoría del pueblo durmiese, para así atraer el menor número de miradas posibles. No obstante, desperté cuando el sol se encontraba bien alto y el ruido de la taberna que aguardaba bajo nuestros pies se escuchaba a la perfección. No solía despertarme con hambre, así que encargué que el propietario me hiciese algo de comer para cuando ésta acechase y partimos en dirección al convento.
Apenas tardamos una hora en llegar, y no pude evitar detenerme para contemplar sus dimensiones. Las altas murallas que lo guardaban indicaban que tiempo atrás, mucho tiempo atrás, debía haber sido una fortaleza militar. Ésta debía haber sido adaptada posteriormente para cumplir sus funciones como lugar de culto y oración. En esos momentos, por el contrario, un sepulcral silencio imperaba en las cercanías. Únicamente era roto por el canto de los pájaros que, en un paraje desprovisto de la intrusión humana, campaban a sus anchas.
―No creo que alguien nos vaya a abrir la puerta ―comenté con sorna, apreciando las dos hojas del portón que sin duda podría permitir el paso a un gigante―. Desde luego, si Sirio está aquí no se me ocurre un lugar mejor para esconderse. Es suficientemente grande como para que entren él y sus hombres y lleva mucho tiempo olvidado.
Era consciente de que esa idea no paraba de salir de mi boca y acudir a mi mente, pero el hecho de que por una vez pudiésemos dar con nuestro objetivo a la primera me llenaba de ilusión ―sí, ilusión―. Aunque, viendo la situación desde otra perspectiva, las misiones que me encomendaban nunca estaban desprovistas de dificultad. Si dábamos con el Ardiente tan pronto, no era descabellado pensar que atraparle sería más difícil que en el caso de otros criminales.
―¿Crees que por una vez podríamos entrar sin romper cosas? No me gustaría que se enteren de que llegamos si están ahí dentro ―sonreí, desvaneciéndome a continuación entre un sinfín de destellos luminosos para recuperar mi forma sobre la muralla. Esperé a que Eric subiese mientras oteaba la zona.
Un gran patio interior esperaba al otro lado del portón. De los laterales del mismo nacían escaleras que permitían introducirse en las construcciones que alojaba la fortaleza. La ausencia de las mismas en algunas zonas señalaba que debía haber más patios como aquél, aunque probablemente serían de menores dimensiones. Dejando a un lado la distribución del convento, nada hacía pensar que pudiese alojar vidas humanas. Ningún ruido nacía de los pasillos y tampoco había llamas ni rastros de humo que propusiesen que no estábamos solos. Pese a todo, aquel lugar era tan grande que bien podría acoger personas sin que nos diésemos cuenta en un primer momento.
Pedí conejo tal y como había sugerido Eric ―al menos eso había creído entender de su peculiar comentario― y, efectivamente, estaba delicioso. Era el típico plato tradicional y casero que pasaba de generación en generación. Un estofado, vamos, en el que la carne se sumergía en un sabroso caldo y era acompañada por un sinfín de verduras. La ración era colosal, como se podía esperar de un lugar así. Tanto que opté por retirarme a dormir en cuanto hube dado buena cuenta de ella. Bueno, lo habría hecho de no ser porque los ronquidos de Eric hacían más ruido que un oso hambriento.
***
Lo más lógico hubiese sido madrugar y partir con el alba, cuando la mayoría del pueblo durmiese, para así atraer el menor número de miradas posibles. No obstante, desperté cuando el sol se encontraba bien alto y el ruido de la taberna que aguardaba bajo nuestros pies se escuchaba a la perfección. No solía despertarme con hambre, así que encargué que el propietario me hiciese algo de comer para cuando ésta acechase y partimos en dirección al convento.
Apenas tardamos una hora en llegar, y no pude evitar detenerme para contemplar sus dimensiones. Las altas murallas que lo guardaban indicaban que tiempo atrás, mucho tiempo atrás, debía haber sido una fortaleza militar. Ésta debía haber sido adaptada posteriormente para cumplir sus funciones como lugar de culto y oración. En esos momentos, por el contrario, un sepulcral silencio imperaba en las cercanías. Únicamente era roto por el canto de los pájaros que, en un paraje desprovisto de la intrusión humana, campaban a sus anchas.
―No creo que alguien nos vaya a abrir la puerta ―comenté con sorna, apreciando las dos hojas del portón que sin duda podría permitir el paso a un gigante―. Desde luego, si Sirio está aquí no se me ocurre un lugar mejor para esconderse. Es suficientemente grande como para que entren él y sus hombres y lleva mucho tiempo olvidado.
Era consciente de que esa idea no paraba de salir de mi boca y acudir a mi mente, pero el hecho de que por una vez pudiésemos dar con nuestro objetivo a la primera me llenaba de ilusión ―sí, ilusión―. Aunque, viendo la situación desde otra perspectiva, las misiones que me encomendaban nunca estaban desprovistas de dificultad. Si dábamos con el Ardiente tan pronto, no era descabellado pensar que atraparle sería más difícil que en el caso de otros criminales.
―¿Crees que por una vez podríamos entrar sin romper cosas? No me gustaría que se enteren de que llegamos si están ahí dentro ―sonreí, desvaneciéndome a continuación entre un sinfín de destellos luminosos para recuperar mi forma sobre la muralla. Esperé a que Eric subiese mientras oteaba la zona.
Un gran patio interior esperaba al otro lado del portón. De los laterales del mismo nacían escaleras que permitían introducirse en las construcciones que alojaba la fortaleza. La ausencia de las mismas en algunas zonas señalaba que debía haber más patios como aquél, aunque probablemente serían de menores dimensiones. Dejando a un lado la distribución del convento, nada hacía pensar que pudiese alojar vidas humanas. Ningún ruido nacía de los pasillos y tampoco había llamas ni rastros de humo que propusiesen que no estábamos solos. Pese a todo, aquel lugar era tan grande que bien podría acoger personas sin que nos diésemos cuenta en un primer momento.
Pese a la siniestra soledad que imperaba en el convento, no desistimos y decidimos rastrearlo. Dada su colosal extensión en comparación con el número de efectivos del que disponíamos ―dos―, se nos antojó un poco inútil separarnos para buscar algún indicio sobre la presencia de Sirio el Ardiente en el lugar. El principal motivo de la decisión fue que, encontrándonos en un lugar tan desconocido, estimamos que dividir fuerzas de ese modo podría ser nuestra perdición. Sería algo que en un momento dado podría conducir a nuestro fin, y sólo un imbécil se prestaría a ello.
Por fortuna, algunos minutos después de que nos introdujésemos en las profundidades de la antigua fortaleza nos quedó claro que no estaba tan abandonada como nos habían hecho pensar. Al menos no lo había estado durante tanto tiempo como afirmaba el propietario de la taberna en la que habíamos pasado la noche. No eran pocas las hogueras, ya apagadas y sin restos de humo alguno, que tiempo atrás habían sido encendidas en lugares poco convencionales. Grandes salones habían sido empleados como campamentos a juzgar por las lonas que los abarrotaban y, del mismo modo, cualquier elemento metálico aprovechable de las armadura decorativas de los corredores había sido sustraído.
¿Que cabía la posibilidad de que todo aquello hubiese sucedido hacía trecientos años y nadie se hubiese enterado de nada? ¿Que podía ser que fuésemos a toparnos con un regimiento de esqueletos en un momento dado? Pues sí, pero lo más lógico era pensar ―y más aún si teníamos en cuenta por qué nos encontrábamos allí― que Sirio no debía andar lejos.
No fue hasta que alcanzamos el quinto comedor de altos techos y gruesas columnas que un sonido extraño llamó mi atención. ¿Un susurro? ¿Unas botas de tela que se habían deslizado haciendo más ruido del que deberían? No tenía la menor idea, pero cuando quise darme cuenta una gran red había salido de a saber dónde y se cernía sobre nosotros. Una trampa como aquélla tampoco me suponía un gran problema, así que me dispuse a adoptar mi forma intangible y esquivarla sin más.
Cuál fue mi sorpresa al comprobar que, contra todo pronóstico, aquella cosa me había atrapado y parecía drenar mi fuerza como si la vida se me escapase a chorros. ¿Kairoseki? No, no podía ser. Aquel mineral era un recurso extraordinariamente raro, tanto que ni siquiera nosotros teníamos acceso fácil a él sin importar nuestra graduación. ¿Qué demonios? Y un golpe me mandó a dormir.
―¿Sólo dos? No lo creo, pero seguro que os han mandado como avanzadilla para ir recogiendo información, ¿verdad?
Abrí los ojos un instante antes de que nos arrojaran de bruces sobre los adoquines. Seguíamos dentro de la red, por lo que no debían haber pasado más que algunos minutos desde que nos habían atrapado. Me incorporé como pude, sentándome sobre mis rodillas y respirando agitadamente. Quien no podía ser otro que Sirio se encontraba frente a nosotros, escrutándonos con una experimentada mirada como si de ese modo pudiese llegar a conocer todos nuestros secretos.
―¿Cómo que sólo dos? Es sólo uno, de hecho. Yo soy el teólogo, que supongo que es a lo que te refieres seas quien seas, y éste es mi ayudante. ¿Se puede saber quién eres y por qué nos has golpeado? ―dije con la arrogancia del más pedante erudito.
Por fortuna, algunos minutos después de que nos introdujésemos en las profundidades de la antigua fortaleza nos quedó claro que no estaba tan abandonada como nos habían hecho pensar. Al menos no lo había estado durante tanto tiempo como afirmaba el propietario de la taberna en la que habíamos pasado la noche. No eran pocas las hogueras, ya apagadas y sin restos de humo alguno, que tiempo atrás habían sido encendidas en lugares poco convencionales. Grandes salones habían sido empleados como campamentos a juzgar por las lonas que los abarrotaban y, del mismo modo, cualquier elemento metálico aprovechable de las armadura decorativas de los corredores había sido sustraído.
¿Que cabía la posibilidad de que todo aquello hubiese sucedido hacía trecientos años y nadie se hubiese enterado de nada? ¿Que podía ser que fuésemos a toparnos con un regimiento de esqueletos en un momento dado? Pues sí, pero lo más lógico era pensar ―y más aún si teníamos en cuenta por qué nos encontrábamos allí― que Sirio no debía andar lejos.
No fue hasta que alcanzamos el quinto comedor de altos techos y gruesas columnas que un sonido extraño llamó mi atención. ¿Un susurro? ¿Unas botas de tela que se habían deslizado haciendo más ruido del que deberían? No tenía la menor idea, pero cuando quise darme cuenta una gran red había salido de a saber dónde y se cernía sobre nosotros. Una trampa como aquélla tampoco me suponía un gran problema, así que me dispuse a adoptar mi forma intangible y esquivarla sin más.
Cuál fue mi sorpresa al comprobar que, contra todo pronóstico, aquella cosa me había atrapado y parecía drenar mi fuerza como si la vida se me escapase a chorros. ¿Kairoseki? No, no podía ser. Aquel mineral era un recurso extraordinariamente raro, tanto que ni siquiera nosotros teníamos acceso fácil a él sin importar nuestra graduación. ¿Qué demonios? Y un golpe me mandó a dormir.
***
―¿Sólo dos? No lo creo, pero seguro que os han mandado como avanzadilla para ir recogiendo información, ¿verdad?
Abrí los ojos un instante antes de que nos arrojaran de bruces sobre los adoquines. Seguíamos dentro de la red, por lo que no debían haber pasado más que algunos minutos desde que nos habían atrapado. Me incorporé como pude, sentándome sobre mis rodillas y respirando agitadamente. Quien no podía ser otro que Sirio se encontraba frente a nosotros, escrutándonos con una experimentada mirada como si de ese modo pudiese llegar a conocer todos nuestros secretos.
―¿Cómo que sólo dos? Es sólo uno, de hecho. Yo soy el teólogo, que supongo que es a lo que te refieres seas quien seas, y éste es mi ayudante. ¿Se puede saber quién eres y por qué nos has golpeado? ―dije con la arrogancia del más pedante erudito.
Eric Zor-El
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El salvaje estaba demasiado cansado como para pensar hacia donde iban y para qué. Muchos eran los mitos y las leyendas de que los hombres del cielo, cuya cultura estaba basada en la devoción a la madre naturaleza, concretamente en su caso la madre loba, eran seres que despertaban con los primeros rayos del sol. ¡Mentira! A Eric le gustaba dormir hasta bien entrado el mediodía, a pierna suelta y abrazado a su poncho.
Sin embargo, el bombillas le levantó con calma, dándole pequeños toques en el cuerpo para que se despertara. Lo hizo, comieron algo… o eso creyó, y se fueron hacia algún lado. Después de una larga caminata llegaron a los muros de una edificación con alguna que otra torre, completamente de piedra y le dijo algo justo antes de subirse a un muro.
Eric bostezó, se estiró hasta escuchar crujir su propia espalda y bramó algo extraño en su idioma, tan complicado de escribir que no tenía transcripción posible.
—¿Ya llegar? —preguntó.
Usando su mono aéreo se subió en el muro, al lado de Iulio y se adentró en el convento. Era un lugar muy bonito, aunque destrozado por la fuerza del paso de los años. El estudioso de la historia que llevaba dentro le hizo acercarse a una escultura medio destrozada que había junto a una especie de tienda. Era de madera y presentaba una policromía y unos detalles dignos de ser conservado en un museo, pero que el tiempo y los factores externos estaban destrozando.
—Esto ser obra de arte —comentó el salvaje, más interesado en todo lo que aquel lugar tenía que decir que en buscar al sujeto que tenían que encontrar—. Esto ser de cultura antigua. Tener más de doscientos años mínimo. Una pena que humedad esté rompiendo desde dentro, y bichos comer.
Fue entonces, cuando algo se cernió sobre ellos. Se sintió débil durante un instante, cayéndose al suelo de rodilla. Notaba el estómago revuelto y pudo escuchar una voz muy aguda. De pronto, la completa oscuridad y nada más.
La voz aguda que había escuchado volvió a despertarlo. Era insoportable, de esas que se clavaban en la cabeza y parecía no querer salir. Abrió un ojo, y cuando quiso darme cuenta estábamos envuelto en una extraña red azulada. A su lado estaba Iulio, sentado sobre sus rodillas. «¿En serio sentar así? Eso tener que ser incómodo», pensó el salvaje, que se despatarró, uniendo las plantas de sus pies y flexionando las piernas.
—¿Así que un teólogo? —preguntó—. Dime, ¿qué puedes decirme de este convento? —inquirió, mostrando una soberbia que no gustó nada al salvaje.
—¡Tú callar! —exclamó—. Tener voz desagradable —se quejó, clavando la mirada sobre aquel hombre.
—Este convento ser de era pasada. Muros gruesos de roca tallada, fortalecida con pilastras y… —hizo una pausa—. Creo que decir contrapoderosos. Seguramente casa de antiguos adoradores de dioses paganos e impíos.
—¿Te crees muy listo, cierto? —preguntó, de nuevo con esa voz insoportable.
—¿Para que responder mi maestro cuando yo poder contestar? No ser necesario que malgastar saliva con hombre de voz insoportable como tú.
El hombre soltó una carcajada, para luego darle una patada a Eric y romperle el labio.
—Aik'loputim'juiolatum —musitó el shandiano en su dialecto natal, acordándose del tono de los ancestros por parte paterna de aquel sujeto.
—Creo que vais a sernos de utilidad —comentó en voz alta, mirando a uno de sus hombres con una amplia sonrisa que ocultaba algo. ¿El qué? No lo saía.
Sin embargo, el bombillas le levantó con calma, dándole pequeños toques en el cuerpo para que se despertara. Lo hizo, comieron algo… o eso creyó, y se fueron hacia algún lado. Después de una larga caminata llegaron a los muros de una edificación con alguna que otra torre, completamente de piedra y le dijo algo justo antes de subirse a un muro.
Eric bostezó, se estiró hasta escuchar crujir su propia espalda y bramó algo extraño en su idioma, tan complicado de escribir que no tenía transcripción posible.
—¿Ya llegar? —preguntó.
Usando su mono aéreo se subió en el muro, al lado de Iulio y se adentró en el convento. Era un lugar muy bonito, aunque destrozado por la fuerza del paso de los años. El estudioso de la historia que llevaba dentro le hizo acercarse a una escultura medio destrozada que había junto a una especie de tienda. Era de madera y presentaba una policromía y unos detalles dignos de ser conservado en un museo, pero que el tiempo y los factores externos estaban destrozando.
—Esto ser obra de arte —comentó el salvaje, más interesado en todo lo que aquel lugar tenía que decir que en buscar al sujeto que tenían que encontrar—. Esto ser de cultura antigua. Tener más de doscientos años mínimo. Una pena que humedad esté rompiendo desde dentro, y bichos comer.
Fue entonces, cuando algo se cernió sobre ellos. Se sintió débil durante un instante, cayéndose al suelo de rodilla. Notaba el estómago revuelto y pudo escuchar una voz muy aguda. De pronto, la completa oscuridad y nada más.
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La voz aguda que había escuchado volvió a despertarlo. Era insoportable, de esas que se clavaban en la cabeza y parecía no querer salir. Abrió un ojo, y cuando quiso darme cuenta estábamos envuelto en una extraña red azulada. A su lado estaba Iulio, sentado sobre sus rodillas. «¿En serio sentar así? Eso tener que ser incómodo», pensó el salvaje, que se despatarró, uniendo las plantas de sus pies y flexionando las piernas.
—¿Así que un teólogo? —preguntó—. Dime, ¿qué puedes decirme de este convento? —inquirió, mostrando una soberbia que no gustó nada al salvaje.
—¡Tú callar! —exclamó—. Tener voz desagradable —se quejó, clavando la mirada sobre aquel hombre.
—Este convento ser de era pasada. Muros gruesos de roca tallada, fortalecida con pilastras y… —hizo una pausa—. Creo que decir contrapoderosos. Seguramente casa de antiguos adoradores de dioses paganos e impíos.
—¿Te crees muy listo, cierto? —preguntó, de nuevo con esa voz insoportable.
—¿Para que responder mi maestro cuando yo poder contestar? No ser necesario que malgastar saliva con hombre de voz insoportable como tú.
El hombre soltó una carcajada, para luego darle una patada a Eric y romperle el labio.
—Aik'loputim'juiolatum —musitó el shandiano en su dialecto natal, acordándose del tono de los ancestros por parte paterna de aquel sujeto.
—Creo que vais a sernos de utilidad —comentó en voz alta, mirando a uno de sus hombres con una amplia sonrisa que ocultaba algo. ¿El qué? No lo saía.
―Llevadles abajo ―ordenó Sirio para que, justo después, dos gorilas de voluminosos torsos y delgadas piernas tirasen de la red. Si no sabía a ciencia cierta que pertenecíamos a la Marina, ¿por qué había empleado una red de kairoseki para apresarnos? La posibilidad de que las emplearan de forma sistemática para atrapar a cualquier potencial amenaza que se adentrase en el convento estaba ahí, aunque aquella forma de proceder no dejaba de resultar un tanto extraña. De cualquier modo, que ninguno hubiese podido emplear sus habilidades había resultado en algo tremendamente práctico. Eso y los conocimientos de Eric sobre arquitectura antigua... ¿Desde cuándo sabía el zarvahe aquel tipo de cosas?
Las moles de músculo nos arrastraron durante no menos de veinte minutos, prestando nula atención a los escalones y esquinas con las que nos hicieronn chocar durante el trayecto. En cuanto a nosotros, pese a que la pureza del mineral era insuficiente para hacernos perder la consciencia, no podíamos hacer mucho más que amoldar el cuerpo para que la piedra no nos castigase demasiado y aguardar hasta que el momento oportuno llegase.
Finalmente accedimos ―o nos hicieron acceder― a una cámara perfectamente cúbica. Una de sus paredes había visto cómo su piedra era sustituida por metal, y un extraño mecanismo ocupaba el centro de lo que no podía ser más que una caja fuerte. Sin embargo, aquel cierre era algo que no había visto jamás. Durante mis años de servicio había tenido que custodiar más de una cámara de la misma naturaleza que la que tenía ante mí, pero ninguna como ésa. Sencillamente, parecía un sistema tan antiguo que el último que supiese cómo funcionaba debía haber muerto tiempo atrás.
Media docena de fusiles apuntaron hacia nuestra cabeza antes de que finalmente nos retirasen la red, y tenía que admitir que no recordaba haber experimentado un alivio como aquél. Era en ocasiones como aquélla cuando recordaba lo vulnerable que podía llegar a ser en realidad. Un simple mineral o la cantidad suficiente de agua marina podían convertirme en poco menos que un desecho humano, y aquello era un potencial problema de grandes dimensiones.
―Tú, el aprendiz... O lo que seas. Entiendes mucho de cosas antiguas, ¿no? Pues a ver cómo podemos abrir esto, venga ―ordenó uno de los tipos al tiempo que presionaba el cañón de su arma contra la espalda del comodoro. Sirio observaba desde la distancia, sentado en el suelo y dando un largo trago a una botella de... ¿ron? Era un estereotipo con patas, el muy desgraciado.
Desconocía si la cámara sería el motivo de que se encontrasen allí o se habrían topado con ella por pura casualidad mientras se escondían, pero el hecho era que querían lo que hubiese al otro lado. De cualquier modo, sólo teníamos que hacer algo de tiempo en espera de encontrar la grieta perfecta. El factor sorpresa estaba de nuestro lado, así que debíamos valernos de él para darle la vuelta a la situación.
Las moles de músculo nos arrastraron durante no menos de veinte minutos, prestando nula atención a los escalones y esquinas con las que nos hicieronn chocar durante el trayecto. En cuanto a nosotros, pese a que la pureza del mineral era insuficiente para hacernos perder la consciencia, no podíamos hacer mucho más que amoldar el cuerpo para que la piedra no nos castigase demasiado y aguardar hasta que el momento oportuno llegase.
Finalmente accedimos ―o nos hicieron acceder― a una cámara perfectamente cúbica. Una de sus paredes había visto cómo su piedra era sustituida por metal, y un extraño mecanismo ocupaba el centro de lo que no podía ser más que una caja fuerte. Sin embargo, aquel cierre era algo que no había visto jamás. Durante mis años de servicio había tenido que custodiar más de una cámara de la misma naturaleza que la que tenía ante mí, pero ninguna como ésa. Sencillamente, parecía un sistema tan antiguo que el último que supiese cómo funcionaba debía haber muerto tiempo atrás.
Media docena de fusiles apuntaron hacia nuestra cabeza antes de que finalmente nos retirasen la red, y tenía que admitir que no recordaba haber experimentado un alivio como aquél. Era en ocasiones como aquélla cuando recordaba lo vulnerable que podía llegar a ser en realidad. Un simple mineral o la cantidad suficiente de agua marina podían convertirme en poco menos que un desecho humano, y aquello era un potencial problema de grandes dimensiones.
―Tú, el aprendiz... O lo que seas. Entiendes mucho de cosas antiguas, ¿no? Pues a ver cómo podemos abrir esto, venga ―ordenó uno de los tipos al tiempo que presionaba el cañón de su arma contra la espalda del comodoro. Sirio observaba desde la distancia, sentado en el suelo y dando un largo trago a una botella de... ¿ron? Era un estereotipo con patas, el muy desgraciado.
Desconocía si la cámara sería el motivo de que se encontrasen allí o se habrían topado con ella por pura casualidad mientras se escondían, pero el hecho era que querían lo que hubiese al otro lado. De cualquier modo, sólo teníamos que hacer algo de tiempo en espera de encontrar la grieta perfecta. El factor sorpresa estaba de nuestro lado, así que debíamos valernos de él para darle la vuelta a la situación.
Eric Zor-El
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El salvaje estaba enfadado, pues no soportaba que le trataran como si fuera un simple Týul’ku, que podría definirse en el idioma del mar azul como una persona repudiada y tratada a golpes, escoria podría decirse también. Fueron llevados a un piso inferior, mientras Eric trataba de hacer fuerzas de flaqueza e intentar romper la red con ligeros tirones mientras caminaba.
Se encontraban dentro de una especie de elevador muy antiguo, aunque con algunas modificaciones notablemente recientes. Era todo de piedra y madera, aunque tenía algunos refuerzos de metal, que llegaban a ocupar una pared entera. Dudaba que esa panda de incompetentes hubiera hecho las mejoras necesarias para no alterar su funcionamiento, así que antes que ellos alguien había estado allí. ¿Hace cuánto? Era una incógnita.
Eric trató de caminar hasta la pared, pero entonces el tamaño de la red le hizo parar y no poder continuar. Usar una red común para dos personas de la envergadura que tenían los dos marines había sido un error y, seguramente, su forma de escapar.
—Quitar esto y poder acercarme mejor —dijo Eric, clavando su mirada sobre Sirio—. Yo no poder trabajar con red azul sobre hombros.
Sirio hizo un ademán con la mano y uno de los mastodontes que tenía como servidor le sacó de la red, mientras que otro apuntaba a la cabeza a Iulio.
—Tú estate quieto o te vuelo la maldita cabeza —espetó, colocando el rifle sobre su cráneo.
El shandiano frunció el entrecejo, levantando las manos y acercándose hacia una pared con un gran mosaico que no representaba nada claro, aunque podía contemplarse una espada o un arma de filo; no lo tuvo claro. Eric lo observó, soplando con delicadeza y viendo como tenía unas juntas repletas de polvo.
—Yo necesitar brocha, rasqueta, papel y lápiz —comentó Eric—. Y seguramente necesitar hablar con mi maese. Yo ser aprendiz y tener conocimiento limitado.
Se encontraban dentro de una especie de elevador muy antiguo, aunque con algunas modificaciones notablemente recientes. Era todo de piedra y madera, aunque tenía algunos refuerzos de metal, que llegaban a ocupar una pared entera. Dudaba que esa panda de incompetentes hubiera hecho las mejoras necesarias para no alterar su funcionamiento, así que antes que ellos alguien había estado allí. ¿Hace cuánto? Era una incógnita.
Eric trató de caminar hasta la pared, pero entonces el tamaño de la red le hizo parar y no poder continuar. Usar una red común para dos personas de la envergadura que tenían los dos marines había sido un error y, seguramente, su forma de escapar.
—Quitar esto y poder acercarme mejor —dijo Eric, clavando su mirada sobre Sirio—. Yo no poder trabajar con red azul sobre hombros.
Sirio hizo un ademán con la mano y uno de los mastodontes que tenía como servidor le sacó de la red, mientras que otro apuntaba a la cabeza a Iulio.
—Tú estate quieto o te vuelo la maldita cabeza —espetó, colocando el rifle sobre su cráneo.
El shandiano frunció el entrecejo, levantando las manos y acercándose hacia una pared con un gran mosaico que no representaba nada claro, aunque podía contemplarse una espada o un arma de filo; no lo tuvo claro. Eric lo observó, soplando con delicadeza y viendo como tenía unas juntas repletas de polvo.
—Yo necesitar brocha, rasqueta, papel y lápiz —comentó Eric—. Y seguramente necesitar hablar con mi maese. Yo ser aprendiz y tener conocimiento limitado.
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El salvaje estaba enfadado, pues no soportaba que le trataran como si fuera un simple Týul’ku, que podría definirse en el idioma del mar azul como una persona repudiada y tratada a golpes, escoria podría decirse también. Fueron llevados a un piso inferior, mientras Eric trataba de hacer fuerzas de flaqueza e intentar romper la red con ligeros tirones mientras caminaba.
Se encontraban dentro de una especie de elevador muy antiguo, aunque con algunas modificaciones notablemente recientes. Era todo de piedra y madera, aunque tenía algunos refuerzos de metal, que llegaban a ocupar una pared entera. Dudaba que esa panda de incompetentes hubiera hecho las mejoras necesarias para no alterar su funcionamiento, así que antes que ellos alguien había estado allí. ¿Hace cuánto? Era una incógnita.
Eric trató de caminar hasta la pared, pero entonces el tamaño de la red le hizo parar y no poder continuar. Usar una red común para dos personas de la envergadura que tenían los dos marines había sido un error y, seguramente, su forma de escapar.
—Quitar esto y poder acercarme mejor —dijo Eric, clavando su mirada sobre Sirio—. Yo no poder trabajar con red azul sobre hombros.
Sirio hizo un ademán con la mano y uno de los mastodontes que tenía como servidor le sacó de la red, mientras que otro apuntaba a la cabeza a Iulio.
—Tú estate quieto o te vuelo la maldita cabeza —espetó, colocando el rifle sobre su cráneo.
El shandiano frunció el entrecejo, levantando las manos y acercándose hacia una pared con un gran mosaico que no representaba nada claro, aunque podía contemplarse una espada o un arma de filo; no lo tuvo claro. Eric lo observó, soplando con delicadeza y viendo como tenía unas juntas repletas de polvo.
—Yo necesitar brocha, rasqueta, papel y lápiz —comentó Eric—. Y seguramente necesitar hablar con mi maese. Yo ser aprendiz y tener conocimiento limitado.
Se encontraban dentro de una especie de elevador muy antiguo, aunque con algunas modificaciones notablemente recientes. Era todo de piedra y madera, aunque tenía algunos refuerzos de metal, que llegaban a ocupar una pared entera. Dudaba que esa panda de incompetentes hubiera hecho las mejoras necesarias para no alterar su funcionamiento, así que antes que ellos alguien había estado allí. ¿Hace cuánto? Era una incógnita.
Eric trató de caminar hasta la pared, pero entonces el tamaño de la red le hizo parar y no poder continuar. Usar una red común para dos personas de la envergadura que tenían los dos marines había sido un error y, seguramente, su forma de escapar.
—Quitar esto y poder acercarme mejor —dijo Eric, clavando su mirada sobre Sirio—. Yo no poder trabajar con red azul sobre hombros.
Sirio hizo un ademán con la mano y uno de los mastodontes que tenía como servidor le sacó de la red, mientras que otro apuntaba a la cabeza a Iulio.
—Tú estate quieto o te vuelo la maldita cabeza —espetó, colocando el rifle sobre su cráneo.
El shandiano frunció el entrecejo, levantando las manos y acercándose hacia una pared con un gran mosaico que no representaba nada claro, aunque podía contemplarse una espada o un arma de filo; no lo tuvo claro. Eric lo observó, soplando con delicadeza y viendo como tenía unas juntas repletas de polvo.
—Yo necesitar brocha, rasqueta, papel y lápiz —comentó Eric—. Y seguramente necesitar hablar con mi maese. Yo ser aprendiz y tener conocimiento limitado.
Sirio se tomó unos segundos para valorar la exigencia de Eric, los cuales, todo sea dicho, se me hicieron eternos. Los gorilas aprovecharon la situación para, empleando la red, improvisar una suerte de esposas en torno a mis manos. Podía sentir el frío del metal en mi nuca; casi podía percibir el olor a pólvora en su interior, pero mantuve la compostura.
―Está bien, pero en cuanto hagáis un movimiento sospechoso os vuelo la cabeza. Estáis avisados.
Chasqueó los dedos, gesto que uno de los suyos interpretó como que debía ponerse en marcha. Mientras me empujaban hacia la puerta a punta de rifle, otro de los piratas entregó a Eric lo que había pedido y se apartó unos pasos. Tragué saliva, consciente de que probablemente no entendería ni una palabra de lo que el zarvahe me dijese llegado el momento. Tendríamos que inventar una suerte de relación científica entre nosotros, una de la que nuestros captores no pudiesen sospechar. Tal vez de ese modo pudiésemos encontrar una brecha que nos permitiese dar la vuelta a la situación.
―Así no, más abajo ―dije en cuanto Eric cogió el cepillo. Probablemente lo hubiese hecho bien, pero debía continuar desempeñando mi papel de soberbio y autoritario mentor―. Con cuidado, como en las ruinas de Arabasta.
Dejé que el de pelo blanco hiciese sus primeras conjeturas en voz alta, asintiendo como si pudiese seguir el hilo de sus pensamientos. De vez en cuando torcía un poco el gesto en señal de desaprobación, pero respondía a las preguntas de Sirio pidiendo silencio y algo de tiempo. De nada servía que le estuviese instruyendo si no escuchaba sus razonamientos por completo, ¿no? Además, bien podría comentar cosas que se me escapasen ―en mi imaginaria farsa, claro―.
―Muy bien, pero... ¡así no puedo trabajar! ―Era una apuesta arriesgada, pero necesitaba ser liberado―. No puedo decir nada sin ver de cerca, sin tocar la puerta para poder interpretar mejor lo que quiere decirnos. Si no me sueltas no podré serte de ayuda.
―Ni se te ocurra pensar que os voy a soltar a los dos.
―Entonces no podremos abrir la puerta.
Sirio maldijo por lo bajo, dando una patada a un antiguo cántaro que había junto a él. Arrugué la expresión en un gesto de desagrado, pues suponía que, como buen arqueólogo, debería dolerme que diesen semejante golpe a un artículo tan antiguo. No obstante, tras dar varios paseos cortos Sirio hizo un gesto con la mano en dirección al matón que no me quitaba el ojo de encima.
Pusieron en mis manos los mismos utensilios que le habían dado a Eric y me dispuse a hacer lo mismo que él. ¿Que lo haría mal? Seguramente, pero aquellos tipos no tendrían la menor idea de que no era quien decía ser. Me esforcé para que mi cara únicamente reflejase mimo, curiosidad y concentración. En cuanto a Eric, le pediría que diese un paso atrás mientras continuaba fingiendo. Abrir la puerta era la distracción perfecta, así que tendría que confiar en que durante su observación hubiese dado con la clave.
―Creo que ya sé por dónde ibas ―comenté tras unos eternos diez minutos de inexistente análisis―. Y sí, me parece que has dado con la clave. Lo justo es que la abras tú ―sentencié, haciéndome a un lado y asegurándome de, sin alejarme demasiado del matón, permanecer lo suficientemente lejos de él. Aprovecharíamos el interés y el probable éxtasis de Sirio para pasar a la ofensiva.
―Está bien, pero en cuanto hagáis un movimiento sospechoso os vuelo la cabeza. Estáis avisados.
Chasqueó los dedos, gesto que uno de los suyos interpretó como que debía ponerse en marcha. Mientras me empujaban hacia la puerta a punta de rifle, otro de los piratas entregó a Eric lo que había pedido y se apartó unos pasos. Tragué saliva, consciente de que probablemente no entendería ni una palabra de lo que el zarvahe me dijese llegado el momento. Tendríamos que inventar una suerte de relación científica entre nosotros, una de la que nuestros captores no pudiesen sospechar. Tal vez de ese modo pudiésemos encontrar una brecha que nos permitiese dar la vuelta a la situación.
―Así no, más abajo ―dije en cuanto Eric cogió el cepillo. Probablemente lo hubiese hecho bien, pero debía continuar desempeñando mi papel de soberbio y autoritario mentor―. Con cuidado, como en las ruinas de Arabasta.
Dejé que el de pelo blanco hiciese sus primeras conjeturas en voz alta, asintiendo como si pudiese seguir el hilo de sus pensamientos. De vez en cuando torcía un poco el gesto en señal de desaprobación, pero respondía a las preguntas de Sirio pidiendo silencio y algo de tiempo. De nada servía que le estuviese instruyendo si no escuchaba sus razonamientos por completo, ¿no? Además, bien podría comentar cosas que se me escapasen ―en mi imaginaria farsa, claro―.
―Muy bien, pero... ¡así no puedo trabajar! ―Era una apuesta arriesgada, pero necesitaba ser liberado―. No puedo decir nada sin ver de cerca, sin tocar la puerta para poder interpretar mejor lo que quiere decirnos. Si no me sueltas no podré serte de ayuda.
―Ni se te ocurra pensar que os voy a soltar a los dos.
―Entonces no podremos abrir la puerta.
Sirio maldijo por lo bajo, dando una patada a un antiguo cántaro que había junto a él. Arrugué la expresión en un gesto de desagrado, pues suponía que, como buen arqueólogo, debería dolerme que diesen semejante golpe a un artículo tan antiguo. No obstante, tras dar varios paseos cortos Sirio hizo un gesto con la mano en dirección al matón que no me quitaba el ojo de encima.
Pusieron en mis manos los mismos utensilios que le habían dado a Eric y me dispuse a hacer lo mismo que él. ¿Que lo haría mal? Seguramente, pero aquellos tipos no tendrían la menor idea de que no era quien decía ser. Me esforcé para que mi cara únicamente reflejase mimo, curiosidad y concentración. En cuanto a Eric, le pediría que diese un paso atrás mientras continuaba fingiendo. Abrir la puerta era la distracción perfecta, así que tendría que confiar en que durante su observación hubiese dado con la clave.
―Creo que ya sé por dónde ibas ―comenté tras unos eternos diez minutos de inexistente análisis―. Y sí, me parece que has dado con la clave. Lo justo es que la abras tú ―sentencié, haciéndome a un lado y asegurándome de, sin alejarme demasiado del matón, permanecer lo suficientemente lejos de él. Aprovecharíamos el interés y el probable éxtasis de Sirio para pasar a la ofensiva.
Eric Zor-El
Fama
Recompensa
Características
fuerza
Fortaleza
Velocidad
Agilidad
Destreza
Precisión
Intelecto
Agudeza
Instinto
Energía
Saberes
Akuma no mi
Varios
El salvaje se puso nervioso en el momento en el que Iulio pidió los mismos utensilios que él para hacer parecer que era un entendido en arqueología, mas con cada movimiento que hacía, por pequeño que fuera, lograba sacarlo de quicio. «Eso no hacer así», se decía para sí mismo, tratando de no girarse y quitarle las herramientas.
Él, por su parte, continuó trazando las líneas que las propias losas de la puerta le llevaban, haciendo ver que había una serie de partes geométricas movibles, como las de un puzzle. Movió uno hacia la derecha, haciendo que otra de ellas cayera, y todo temblara de sopetón.
—¿Qué demonios has hecho? —preguntó, nervioso.
—La clave para entrar estar en resolver rompe Opity —le respondió—. Pero si responder mal… seguramente todo caer sobre cabezas —Y mostró la mejor de sus sonrisas, para luego torcer su rostro serio y sereno, continuando con su labor,
Fue entonces, cuando el inútil del bombillas golpeó demasiado fuerte y fisuró una de las piedras. Al hacerlo, Eric no pudo evitar tener un pequeño tic en el ojo, que se acentuó al mirar a Iulio.
—¿Qué demonios hacer? —preguntó en voz alta, pero sin darse cuenta de que a medid que continuaba hablando volvía su dialecto de nacimiento—. Aikolpomahunai yu’ollkýu mahum’tilopita.
—¿Qué demonios estás diciendo? —intervino uno de los piratas.
—¡Tú callar!
Fue en ese momento, cuando Eric llevó el puño hacia atrás y lo golpeó en la boca del estómago, trasmitiendo las vibraciones que era capaz de generar y enviándolo lejos de allí.
El salvaje siempre había sido una persona con suerte, y junto a sus vibraciones las piezas se movieron y formaron la figura de una persona. Una silueta que parecía dar la bienvenida a la cámara de los secretos que había tras ellos y dejaba ver una gran cantidad de tesoros y artefactos antiguos y valiosos.
Sin embargo, actuar de esa forma llevó a Sirio a levantarse muy enfadado, viéndose rodeado de sus hombres, que apuntaban a los dos marines con sus distintas armas.
—Sois unos eruditos muy extraños —comentó.
Él, por su parte, continuó trazando las líneas que las propias losas de la puerta le llevaban, haciendo ver que había una serie de partes geométricas movibles, como las de un puzzle. Movió uno hacia la derecha, haciendo que otra de ellas cayera, y todo temblara de sopetón.
—¿Qué demonios has hecho? —preguntó, nervioso.
—La clave para entrar estar en resolver rompe Opity —le respondió—. Pero si responder mal… seguramente todo caer sobre cabezas —Y mostró la mejor de sus sonrisas, para luego torcer su rostro serio y sereno, continuando con su labor,
Fue entonces, cuando el inútil del bombillas golpeó demasiado fuerte y fisuró una de las piedras. Al hacerlo, Eric no pudo evitar tener un pequeño tic en el ojo, que se acentuó al mirar a Iulio.
—¿Qué demonios hacer? —preguntó en voz alta, pero sin darse cuenta de que a medid que continuaba hablando volvía su dialecto de nacimiento—. Aikolpomahunai yu’ollkýu mahum’tilopita.
—¿Qué demonios estás diciendo? —intervino uno de los piratas.
—¡Tú callar!
Fue en ese momento, cuando Eric llevó el puño hacia atrás y lo golpeó en la boca del estómago, trasmitiendo las vibraciones que era capaz de generar y enviándolo lejos de allí.
El salvaje siempre había sido una persona con suerte, y junto a sus vibraciones las piezas se movieron y formaron la figura de una persona. Una silueta que parecía dar la bienvenida a la cámara de los secretos que había tras ellos y dejaba ver una gran cantidad de tesoros y artefactos antiguos y valiosos.
Sin embargo, actuar de esa forma llevó a Sirio a levantarse muy enfadado, viéndose rodeado de sus hombres, que apuntaban a los dos marines con sus distintas armas.
—Sois unos eruditos muy extraños —comentó.
¿Qué demonios acababa de hacer el zarvahe? Sirio había sospechado de nosotros desde el primer momento, pero, bien la codicia bien la curiosidad, había provocado que nos diese un respiro ante la promesa de descubrir qué ocultaba aquella misteriosa puerta. Sin embargo, nuestro único seguro de vida se había esfumado en cuando Eric había golpeado a uno de los suyos.
Los rifles de todos los presentes vieron orientadas sus bocas hacia nosotros, prometiéndonos acabar con nuestras vidas ―o al menos intentarlo― ante el menor movimiento. No obstante, unos instantes después y antes de que Sirio tuviese la oportunidad de dar orden alguna, un estruendo atrajo la atención de todos los presentes, incluyendo la mía.
La puerta comenzó a moverse muy despacio. Con cada milímetro que se desplazaba, una cortina de polvo se deslizaba desde un marco que no había visto el movimiento hacía a saber cuánto tiempo. Cuál fue nuestra sorpresa al comprobar que la cámara albergaba algo que jamás hubiésemos esperado. Un pilar de lo más extraño ocupaba su centro, así como un sinfín de relucientes monedas doradas y objetos de lo más particular.
―¡Increíble! ―exclamó el Ardiente tras aproximarse a comprobar el contenido del lugar, estallando en carcajadas a continuación―. ¿Quién iba a decirme que tenía un tesoro escondido aquí y no me había enterado? ―Dio unos pasos hacia el interior, cogiendo un puñado de monedas y dejando que se deslizasen entre sus dedos―. En cuanto a vosotros ―continuó tras abandonar de nuevo el lugar, sonreír y mirarnos.
Estaba claro lo que tenía en mente, pues sólo un necio sería incapaz de distinguir la sed de sangre en los ojos de un hombre como aquél. Pese a ello, nos había proporcionado el momentáneo respiro que necesitábamos. Lo justo para evaluar la situación y ponernos en marcha.
―En cuanto a nosotros, nada ―respondí, orientando mis dedos hacia su cuerpo y dejando que una ráfaga de proyectiles saliesen despedidos de los mismos. Sus efectivos no tardaron en abrir fuego y, del mismo modo, volvieron a lanzar sobre nosotros la red con la que nos habían capturado previamente.
A pesar de todo, conseguí desplazarme para evitarla y no dudé en abatir a los sujetos encargados de atraparnos. Probablemente algún otro podría tomar el relevo, pero acabar con ellos significaba un importante respiro para nosotros.
―Sabía que no erais quienes decíais ser ―clamó la voz de Sirio, aunque más gutural. En cuanto me volteé para averiguar el motivo de tal cambio descubrí algo que no hubiese imaginado ni en mis peores pesadillas. El cuerpo del humano había sido sustituido por una imponente bestia de pelaje oscuro, largos colmillos y mirada sedienta de sangre. ¿En serio? ¿De todos los tipos que nos podían haber ordenado capturar tenía que haber sido él?
Rugió, y los mismísimos cimientos del convento parecieron estremecerse con su grito de guerra. Sus hombres continuaron disparando, aunque la inmensa mayoría de proyectiles erraron su objetivo. Los pocos que me alcanzaban me atravesaban sin más, lo que no hacía sino revelar la naturaleza de mi poder.
―Eric, encárgate de ellos y que no se acerquen a la red. Yo intentaré acabar con ese bicho.
Cumpliendo con mi promesa, me lancé en su dirección sin dejar de despedir láseres que, al igual que había sucedido con los primeros, apenas acertaban a provocarle quemaduras superficiales y heridas de escasa profundidad. Tendría que incrementar la potencia de mi ofensiva si quería hacerle frente.
«Sea pues», me dije, dejando que mi voluntad impregnase por completo mis puños y que la temperatura de estos comenzase a crecer de forma inusitada. Luz candente me había dado buenos resultados en incontables ocasiones, y esperaba que esa vez no fuese la excepción.
Precavido pero no por ello temeroso, intenté conectar dos puñetazos en la testa del animal que ni siquiera fueron suficientes para arrebatarle un gemido de dolor y, cuando quise darme cuenta, una zarpa había golpeado de lleno mi torso para lanzarme contra una de las paredes de la edificación. El salón subterráneo se estremeció, y un doloroso crujido me avisó de que si seguía recibiendo golpes como aquél el enfrentamiento no duraría demasiado.
La luz comenzó a condensarse en mi mano derecha en cuanto me alcé de nuevo, observando cómo la criatura que ocupaba la posición de Sirio permanecía expectante. Una granada lumínica voló en su dirección, detonando en cuanto entró en contacto con su piel y dispersándose en forma de otras más pequeñas. Las segundos consiguieron dejar fuera de combate a varios subalternos, mientras que la principal prendió en llamas el antebrazo del cánido.
Cuál fue mi sorpresa al comprobar que el muy condenado se limitaba a… ¿ingerirlas? No sabía si se las había comido o simplemente las había extinguido, pero tenía claro que las había rodeado con sus fauces. Rugió de puro éxtasis para, a continuación, lanzar una llamarada de fuego en mi dirección que cerca estuvo de reducirme a cenizas. La había conseguido esquivar en el último momento, pero semejante ataque explicaba a la perfección lo que mis ojos acababan de ver. ¿Qué podía hacer?
Hubiese sido interesante detenerme unos segundos a valorarlo, pero cuando quise darme cuenta las sombras de las piedras cercanas, producidas por los grandes candiles que pendían del techo y las paredes, se habían prolongado en mi dirección y me habían atrapado como los tentáculos de un pulpo. Grité y me resistí. Dolía sobremanera, pero en lo más hondo de mi ser anhelaba ser capaz de oponerme a las sombras.
Craso error, pues me deshicieron en un sinfín de destellos luminosos que poco a poco volvieron a concentrarse sobre una de las rocas para generar de nuevo mi figura. Aparecí con la rodilla hincada, jadeando y con un hilo de sangre naciendo de mi boca. Era delgado, pero constituía una señal inequívoca de que estaba perdiendo.
―Creo que voy a tener que ponerme serio, Sirio. Quedas arrestado en nombre de la Marina y el Gobierno Mundial por… Bueno, muchas cosas que no sé, pero si me han mandado a buscarte es por algo.
―¿En serio crees que estás en posición de decir algo así?
No respondí. Simplemente coloqué ambas manos frente a mí dejé que la luz se concentrase en ellas. Shining Cannon salió despedido un par de segundos después, avanzando a una velocidad endiablada hacia el torso de la criatura. De nuevo no hizo el menor ademán por apartarse o detenerla, seguramente amparado en el nulo daño que habían generado mis acometidas anteriores, pero ése fue un pequeño error.
En aquella ocasión su resistente cuerpo no fue capaz de asumir por completo la potencia del ataque, de forma que el colosal cánido cayó hacia atrás y, por primera vez, aulló. No tardó en levantarse ―y más enfadado―, por supuesto, mas aquello no dejaba de señalar que tenía una posibilidad contra él. No era invulnerable ni muchísimo menos, por lo que sólo tenía que encontrar el modo de hacerle caer. «Qué fácil, ¿verdad?», me dije, desplazándome a una roca cercana cuando una nueva bocanada de fuego se propuso chamuscarme.
Sin pararme ni un segundo a meditar cuál debía ser mi siguiente paso, apunté mis dedos hacia él y Shining Machine Gun cobró forma. Una lluvia de láseres nació de mi piel y devoraron la distancia que les separaba de su objetivo. Los daños eran mínimos, por no decir inexistentes, pero un acoso como aquél impedía a Sirio atacarme como le hubiese gustado.
Eso pensaba hasta que se movió, por supuesto, y es que ejecutó un movimiento tan feroz como veloz que no pude evitar de ningún modo. Fueron dos zarpazos; sólo dos, pero tan potentes que de nuevo me lanzaron contra uno de los muros del lugar. Al colisionar contra las paredes de piedra me deshice de nuevo en una infinidad de chispas, aunque eso no impidió que dos profundos cortes pasasen a adornar mi torso en cuanto recuperé mi forma corpórea por completo. No podía permitir que volviese a golpearme de ese modo.
Mi cuerpo brilló con fuerza, tanta que la mayoría de los presentes quedaron completamente cegados mientras la silueta de luz se dividía en una veintena de esferas luminosas. Yo me encontraba en todas ellas y, del mismo modo, todas ellas eran parte de mí. Algunas se encontraban sorprendentemente cerca de la bestia, mientras que otras se encontraban a una distancia considerable. ¿Sería aquello suficiente? Lo desconocía, pero esperaba que sí.
Luz candente dejó su lugar a Luz volátil y, haciendo de tripas corazón para sobreponerme al dolor y la debilidad ocasionada por la hemorragia, una de mis piernas nació de una de las esferas. Golpeó el lateral de la cabeza de Sirio, detonando en su oído y provocando un agudo aullido de dolor que fue rápidamente seguido por un zarpazo. Sin embargo, por una vez mi pierna no se encontraba allí cuando la garra llegó a su posición.
¿Cuánto tiempo podría continuar con el combate? Estaba extenuado y el poderío físico de aquella cosa estaba fuera de lo imaginable. Tal vez la ayuda de Eric fuese necesaria, pero el comodoro tenía bastante trabajo con el séquito del Ardiente.
Los rifles de todos los presentes vieron orientadas sus bocas hacia nosotros, prometiéndonos acabar con nuestras vidas ―o al menos intentarlo― ante el menor movimiento. No obstante, unos instantes después y antes de que Sirio tuviese la oportunidad de dar orden alguna, un estruendo atrajo la atención de todos los presentes, incluyendo la mía.
La puerta comenzó a moverse muy despacio. Con cada milímetro que se desplazaba, una cortina de polvo se deslizaba desde un marco que no había visto el movimiento hacía a saber cuánto tiempo. Cuál fue nuestra sorpresa al comprobar que la cámara albergaba algo que jamás hubiésemos esperado. Un pilar de lo más extraño ocupaba su centro, así como un sinfín de relucientes monedas doradas y objetos de lo más particular.
―¡Increíble! ―exclamó el Ardiente tras aproximarse a comprobar el contenido del lugar, estallando en carcajadas a continuación―. ¿Quién iba a decirme que tenía un tesoro escondido aquí y no me había enterado? ―Dio unos pasos hacia el interior, cogiendo un puñado de monedas y dejando que se deslizasen entre sus dedos―. En cuanto a vosotros ―continuó tras abandonar de nuevo el lugar, sonreír y mirarnos.
Estaba claro lo que tenía en mente, pues sólo un necio sería incapaz de distinguir la sed de sangre en los ojos de un hombre como aquél. Pese a ello, nos había proporcionado el momentáneo respiro que necesitábamos. Lo justo para evaluar la situación y ponernos en marcha.
―En cuanto a nosotros, nada ―respondí, orientando mis dedos hacia su cuerpo y dejando que una ráfaga de proyectiles saliesen despedidos de los mismos. Sus efectivos no tardaron en abrir fuego y, del mismo modo, volvieron a lanzar sobre nosotros la red con la que nos habían capturado previamente.
A pesar de todo, conseguí desplazarme para evitarla y no dudé en abatir a los sujetos encargados de atraparnos. Probablemente algún otro podría tomar el relevo, pero acabar con ellos significaba un importante respiro para nosotros.
―Sabía que no erais quienes decíais ser ―clamó la voz de Sirio, aunque más gutural. En cuanto me volteé para averiguar el motivo de tal cambio descubrí algo que no hubiese imaginado ni en mis peores pesadillas. El cuerpo del humano había sido sustituido por una imponente bestia de pelaje oscuro, largos colmillos y mirada sedienta de sangre. ¿En serio? ¿De todos los tipos que nos podían haber ordenado capturar tenía que haber sido él?
Rugió, y los mismísimos cimientos del convento parecieron estremecerse con su grito de guerra. Sus hombres continuaron disparando, aunque la inmensa mayoría de proyectiles erraron su objetivo. Los pocos que me alcanzaban me atravesaban sin más, lo que no hacía sino revelar la naturaleza de mi poder.
―Eric, encárgate de ellos y que no se acerquen a la red. Yo intentaré acabar con ese bicho.
Cumpliendo con mi promesa, me lancé en su dirección sin dejar de despedir láseres que, al igual que había sucedido con los primeros, apenas acertaban a provocarle quemaduras superficiales y heridas de escasa profundidad. Tendría que incrementar la potencia de mi ofensiva si quería hacerle frente.
«Sea pues», me dije, dejando que mi voluntad impregnase por completo mis puños y que la temperatura de estos comenzase a crecer de forma inusitada. Luz candente me había dado buenos resultados en incontables ocasiones, y esperaba que esa vez no fuese la excepción.
Precavido pero no por ello temeroso, intenté conectar dos puñetazos en la testa del animal que ni siquiera fueron suficientes para arrebatarle un gemido de dolor y, cuando quise darme cuenta, una zarpa había golpeado de lleno mi torso para lanzarme contra una de las paredes de la edificación. El salón subterráneo se estremeció, y un doloroso crujido me avisó de que si seguía recibiendo golpes como aquél el enfrentamiento no duraría demasiado.
La luz comenzó a condensarse en mi mano derecha en cuanto me alcé de nuevo, observando cómo la criatura que ocupaba la posición de Sirio permanecía expectante. Una granada lumínica voló en su dirección, detonando en cuanto entró en contacto con su piel y dispersándose en forma de otras más pequeñas. Las segundos consiguieron dejar fuera de combate a varios subalternos, mientras que la principal prendió en llamas el antebrazo del cánido.
Cuál fue mi sorpresa al comprobar que el muy condenado se limitaba a… ¿ingerirlas? No sabía si se las había comido o simplemente las había extinguido, pero tenía claro que las había rodeado con sus fauces. Rugió de puro éxtasis para, a continuación, lanzar una llamarada de fuego en mi dirección que cerca estuvo de reducirme a cenizas. La había conseguido esquivar en el último momento, pero semejante ataque explicaba a la perfección lo que mis ojos acababan de ver. ¿Qué podía hacer?
Hubiese sido interesante detenerme unos segundos a valorarlo, pero cuando quise darme cuenta las sombras de las piedras cercanas, producidas por los grandes candiles que pendían del techo y las paredes, se habían prolongado en mi dirección y me habían atrapado como los tentáculos de un pulpo. Grité y me resistí. Dolía sobremanera, pero en lo más hondo de mi ser anhelaba ser capaz de oponerme a las sombras.
Craso error, pues me deshicieron en un sinfín de destellos luminosos que poco a poco volvieron a concentrarse sobre una de las rocas para generar de nuevo mi figura. Aparecí con la rodilla hincada, jadeando y con un hilo de sangre naciendo de mi boca. Era delgado, pero constituía una señal inequívoca de que estaba perdiendo.
―Creo que voy a tener que ponerme serio, Sirio. Quedas arrestado en nombre de la Marina y el Gobierno Mundial por… Bueno, muchas cosas que no sé, pero si me han mandado a buscarte es por algo.
―¿En serio crees que estás en posición de decir algo así?
No respondí. Simplemente coloqué ambas manos frente a mí dejé que la luz se concentrase en ellas. Shining Cannon salió despedido un par de segundos después, avanzando a una velocidad endiablada hacia el torso de la criatura. De nuevo no hizo el menor ademán por apartarse o detenerla, seguramente amparado en el nulo daño que habían generado mis acometidas anteriores, pero ése fue un pequeño error.
En aquella ocasión su resistente cuerpo no fue capaz de asumir por completo la potencia del ataque, de forma que el colosal cánido cayó hacia atrás y, por primera vez, aulló. No tardó en levantarse ―y más enfadado―, por supuesto, mas aquello no dejaba de señalar que tenía una posibilidad contra él. No era invulnerable ni muchísimo menos, por lo que sólo tenía que encontrar el modo de hacerle caer. «Qué fácil, ¿verdad?», me dije, desplazándome a una roca cercana cuando una nueva bocanada de fuego se propuso chamuscarme.
Sin pararme ni un segundo a meditar cuál debía ser mi siguiente paso, apunté mis dedos hacia él y Shining Machine Gun cobró forma. Una lluvia de láseres nació de mi piel y devoraron la distancia que les separaba de su objetivo. Los daños eran mínimos, por no decir inexistentes, pero un acoso como aquél impedía a Sirio atacarme como le hubiese gustado.
Eso pensaba hasta que se movió, por supuesto, y es que ejecutó un movimiento tan feroz como veloz que no pude evitar de ningún modo. Fueron dos zarpazos; sólo dos, pero tan potentes que de nuevo me lanzaron contra uno de los muros del lugar. Al colisionar contra las paredes de piedra me deshice de nuevo en una infinidad de chispas, aunque eso no impidió que dos profundos cortes pasasen a adornar mi torso en cuanto recuperé mi forma corpórea por completo. No podía permitir que volviese a golpearme de ese modo.
Mi cuerpo brilló con fuerza, tanta que la mayoría de los presentes quedaron completamente cegados mientras la silueta de luz se dividía en una veintena de esferas luminosas. Yo me encontraba en todas ellas y, del mismo modo, todas ellas eran parte de mí. Algunas se encontraban sorprendentemente cerca de la bestia, mientras que otras se encontraban a una distancia considerable. ¿Sería aquello suficiente? Lo desconocía, pero esperaba que sí.
Luz candente dejó su lugar a Luz volátil y, haciendo de tripas corazón para sobreponerme al dolor y la debilidad ocasionada por la hemorragia, una de mis piernas nació de una de las esferas. Golpeó el lateral de la cabeza de Sirio, detonando en su oído y provocando un agudo aullido de dolor que fue rápidamente seguido por un zarpazo. Sin embargo, por una vez mi pierna no se encontraba allí cuando la garra llegó a su posición.
¿Cuánto tiempo podría continuar con el combate? Estaba extenuado y el poderío físico de aquella cosa estaba fuera de lo imaginable. Tal vez la ayuda de Eric fuese necesaria, pero el comodoro tenía bastante trabajo con el séquito del Ardiente.
Eric Zor-El
Fama
Recompensa
Características
fuerza
Fortaleza
Velocidad
Agilidad
Destreza
Precisión
Intelecto
Agudeza
Instinto
Energía
Saberes
Akuma no mi
Varios
—¡Nosotros no caer otra vez en misma trampa! —bramó Eric al ver como una red de kairoseki volaba hacia él y su compañero, que a una velocidad extraordinaria se alejó para evadirla. Sin embargo, el salvaje no era de los que esquivaban. Al contrario, aguardaba de frente, con el brazo erguido completamente envuelto en energía espiritual de color azulado, la mirada clavada sobre su objetivo, el entrecejo fruncido y la vena del cuello completamente inflamada—. ¡Yo ser Eric Zor-El! ¡Heredero del clan del lobo y futuro instructor de la marina!
Y con toda su rabia, lanzó un fuerte puñetazo hacia el frente, a unos escasos cinco centímetros de que la red tocara su cuerpo, y la figura de una loba de energía espiritual lanzó por los aires la red y a varios de los piratas hacia el frente, que, por casualidad, se vieron cubiertos por la propia red.
—¡No tener que decímelo! —le aclaró a Iulio, mostrando una mueca que no se sabía si era una sonrisa o un gesto de completo enfado—. ¿Quién de vosotros querer ser el primero en probar el poder de la madre loba? —preguntó, a mismo tiempo que alguien le atacaba por su flanco izquierdo, trazando un movimiento horizontal con una especie de barra negra.
Se agachó, inclinándose hacia adelante, y luego elevó el codo con un fuerte movimiento, golpeando su esternón, para luego agarrarle el brazo con la otra mano y propagar sus vibraciones por el cuerpo. Pudo escucharse como sus huesos crujían, dejando sus brazos completamente inhabilitados, como si fuera una mesa de carne con piedrecitas dentro. Tras eso, lo lanzó hacia el frente.
Usando la arrancada del guepardo shandiano se desplazó hacia el frente, situándose en medio de un grupo de cuatro personas. No le vieron venir, pues hacía un breve instante habían tenido que echarse a un lado para no recibir de manera indirecta los ataques de iulio y su capitán. «A la mierda mural de piedra tallada», se quejó el salvaje, que canalizó sus vibraciones y comenzó a dar puñetazos al aire, propagándolas y golpeando sin que pudieran verlo a sus enemigos. No parecían rivales para Eric, que se mostraba con el pecho erguido y con sentimiento de superioridad. Pero entonces, de la nada, apareció un hombre de cabellos negros con un mechón en rojo. Iba vestido con un pantalón de color negro, ligeramente holgado, una camisa blanca desabrochada hasta el ombligo y unas botas negras que le cubrían hasta casi llegar a las rodillas. En su cabeza un sombrero de color azul con una pluma. «A mi gustar somprero», se dijo.
—¡Panda de inútiles! —gritó el pirata—. ¿Cómo podéis dejar que este asqueroso salvaje os trate de esta manera? —Su voz era grave, confiada y presuntuosa, con cierta chulería—. Solo tenéis que mirad como habla…
—¿Qué pasar? —espetó Eric, rabioso.
—¡Aprende a conjugar! —Y se abalanzó sobre el shandiano con la intención de darle un buen golpe.
El salvaje lo interceptó canalizando su voluntad sobre la mano, frenando parte del golpe y siendo desplazado unos centímetros. Notaba la fuerza del golpe, sintiendo como el cuerpo se le adormeció durante un instante que pareció eterno. Y entonces, del puño emergió una cuchilla con un filo de tonalidad azulada que le hizo sentir débil durante un momento.
—¿A qué eso no te lo esperabas? —le preguntó.
Eric notaba como sus fuerzas habían mermado, mas eso no era suficiente debido a que el metal del mar de su arma no era de gran calidad. Le apretó la mano con contundencia, sin dejarlo escapar y lo arrastró hacia él para golpearle en la cabeza con todas sus fuerzas. Fue un sonido seco, casi hueco, y de la cabeza del pirata emergió un chorro de sangre que manchó a ambos guerreros. La del salvaje, el cambio, no parecía haberse dañado en absoluto.
—¿A qué tú no esperar eso? —inquirió el shandiano, burlándose de su contrincante y apartándose de él.
—Te vas a arrepentir de esto…
Y con toda su rabia, lanzó un fuerte puñetazo hacia el frente, a unos escasos cinco centímetros de que la red tocara su cuerpo, y la figura de una loba de energía espiritual lanzó por los aires la red y a varios de los piratas hacia el frente, que, por casualidad, se vieron cubiertos por la propia red.
—¡No tener que decímelo! —le aclaró a Iulio, mostrando una mueca que no se sabía si era una sonrisa o un gesto de completo enfado—. ¿Quién de vosotros querer ser el primero en probar el poder de la madre loba? —preguntó, a mismo tiempo que alguien le atacaba por su flanco izquierdo, trazando un movimiento horizontal con una especie de barra negra.
Se agachó, inclinándose hacia adelante, y luego elevó el codo con un fuerte movimiento, golpeando su esternón, para luego agarrarle el brazo con la otra mano y propagar sus vibraciones por el cuerpo. Pudo escucharse como sus huesos crujían, dejando sus brazos completamente inhabilitados, como si fuera una mesa de carne con piedrecitas dentro. Tras eso, lo lanzó hacia el frente.
Usando la arrancada del guepardo shandiano se desplazó hacia el frente, situándose en medio de un grupo de cuatro personas. No le vieron venir, pues hacía un breve instante habían tenido que echarse a un lado para no recibir de manera indirecta los ataques de iulio y su capitán. «A la mierda mural de piedra tallada», se quejó el salvaje, que canalizó sus vibraciones y comenzó a dar puñetazos al aire, propagándolas y golpeando sin que pudieran verlo a sus enemigos. No parecían rivales para Eric, que se mostraba con el pecho erguido y con sentimiento de superioridad. Pero entonces, de la nada, apareció un hombre de cabellos negros con un mechón en rojo. Iba vestido con un pantalón de color negro, ligeramente holgado, una camisa blanca desabrochada hasta el ombligo y unas botas negras que le cubrían hasta casi llegar a las rodillas. En su cabeza un sombrero de color azul con una pluma. «A mi gustar somprero», se dijo.
—¡Panda de inútiles! —gritó el pirata—. ¿Cómo podéis dejar que este asqueroso salvaje os trate de esta manera? —Su voz era grave, confiada y presuntuosa, con cierta chulería—. Solo tenéis que mirad como habla…
—¿Qué pasar? —espetó Eric, rabioso.
—¡Aprende a conjugar! —Y se abalanzó sobre el shandiano con la intención de darle un buen golpe.
El salvaje lo interceptó canalizando su voluntad sobre la mano, frenando parte del golpe y siendo desplazado unos centímetros. Notaba la fuerza del golpe, sintiendo como el cuerpo se le adormeció durante un instante que pareció eterno. Y entonces, del puño emergió una cuchilla con un filo de tonalidad azulada que le hizo sentir débil durante un momento.
—¿A qué eso no te lo esperabas? —le preguntó.
Eric notaba como sus fuerzas habían mermado, mas eso no era suficiente debido a que el metal del mar de su arma no era de gran calidad. Le apretó la mano con contundencia, sin dejarlo escapar y lo arrastró hacia él para golpearle en la cabeza con todas sus fuerzas. Fue un sonido seco, casi hueco, y de la cabeza del pirata emergió un chorro de sangre que manchó a ambos guerreros. La del salvaje, el cambio, no parecía haberse dañado en absoluto.
—¿A qué tú no esperar eso? —inquirió el shandiano, burlándose de su contrincante y apartándose de él.
—Te vas a arrepentir de esto…
Los minutos se sucedían uno tras otro sin que consiguiese causar daños lo suficientemente serios a mi adversario. No era alguien torpe, poco ágil, ni nada que se le pareciera, pero si algo tenía a mi favor era la capacidad para escapar de su alcance gracias a mi velocidad. Ese hecho había llevado el combate a una suerte de empate táctico donde, pese a que ambos recibíamos golpes y nos causábamos heridas, ninguno lograba hacerse con la victoria.
Mi cansancio iba en aumento, eso sí, y desconocía el estado de Sirio. ¿Importaba eso acaso? Sus reservas de energía importaban bien poco; lo único relevante era derrotarle de una bendita vez. Baile de las luciérnagas continuaba flotando en el aire, otorgándome una capacidad de movimiento difícil de comparar y unos puntos seguros desde los que lanzar mis ofensivas. Eran varias las heridas que había conseguido infligirle al Ardiente, así que decidí no bajar las manos y continuar con mi asedio.
Mis manos emergieron junto a su costado, salpicada por el poder de luz volátil, y sendas explosiones golpearon la zona derecha de su parrilla costal. El aullido pudo escucharse una vez más en toda la zona, aunque el dolor no impidió que el pirata respondiese lanzando un zarpazo hacia la dirección en la que creía me encontraba. Poco a poco había ido acercándose con cada golpe, cada mordisco y cada acometida que realizaba, y había llegado el momento de que, por desgracia para mí, me alcanzase.
Dos amplios cortes pasaron a adornar mi brazo derecho, del cual comenzó a nacer un constante reguero de sangre que me obligó a gritar como no recordaba haberlo hecho en mucho tiempo. Ardía y estaba frío a la vez, como si la mismísima muerte me lo hubiera quemado. Aun así, no tenía tiempo para detenerme a lamentarme. Aprovechando la ventaja del momento, una bocanada de fuego había abandonado las fauces del colosal cánido con la poco amable intención de incinerarme.
Había recuperado mi forma habitual y no había esferas levitando en el aire, por lo que me vi obligado a asumir mi forma etérea y desplazarme. Pese a ello, algunas llamas consiguieron acariciar mi túnica y ésta comenzó a arder. Al alcanzar la posición que había seleccionado como destino, un lugar rodeado de escombros, tuve que rodar para apagar el fuego. Grave error, pues Sirio se abalanzó sobre mí y colocó sus grandes garras sobre mis hombros. Tan afiladas estaban que no tuvieron problema para atravesar mi carne y hundirse en la mismísima piedra que había debajo de mí. Una vez más, grité para el deleite del bucanero.
―¿Estás seguro de eso? ―musité al ver la satisfacción reflejada en sus ojos. Orienté las palmas de mis manos hacia arriba, de forma que Shining Bullet fue cobrando forma y, cuando quiso darse cuenta, dos grandes orificios mostraban el lugar donde mi luz había atravesado sus manos.
Tuvo que soltarme, evidentemente, y la marca donde había hundido sus extremidades quedó bajo mis hombros como fiel testimonio de la batalla que estaba teniendo lugar allí. Fuera como fuese, tenía la oportunidad perfecta para alejarme de su alcance y reevaluar la situación, y eso hice. Me alejé varios metros, tomando algo de altura al colocarme sobre lo que quedaba de una gran columna.
Sirio terminó de aullar apenas me hube posicionado sobre la misma, de forma que de entre sus colmillos salieron propulsados varios proyectiles ígneos con intenciones no demasiado amistosas. A aquella distancia me encontraba seguro, porque podía desplazarme sin darle la posibilidad de herirme, pero había quedado claro que no podía dañarle sin aproximarme. Mis láseres no conseguían atravesar su piel si no los disparaba lo suficientemente cerca, y era por eso que el muy condenado estaba consiguiendo herirme cada vez que yo me disponía a hacer lo mismo.
―Has firmado tu sentencia de muerte al venir a por mí. Tú y tu compañero, porque él será el siguiente en cuanto acabe contigo ―rugió la bestia.
No respondí, pues hacerlo implicaría hacer un inútil gasto de energía que ningún favor podría hacerme. En lugar de eso hice uso de la mínima tregua que me había dado para fanfarronear y respiré hondo. La sangre goteaba sin descanso desde mis heridas, manchando el suelo bajo mis pies como una fatídica cuenta atrás. Tenía que acabar con el enfrentamiento cuanto antes. Podría significar mi perdición, mas la única solución viable ante la situación que se me presentaba era apostarlo todo a una carta, reunir todas mis energías en un último intento desesperado por vencer y rezar porque funcionase.
Mis dedos vomitaron cinco láseres más antes de que volviese a cambiar de posición. Ninguno de ellos hizo efecto alguno, por supuesto, aunque eso era algo que sabía de antemano. Simplemente se estrellaron contra el cuerpo de Sirio y se deshicieron sin prácticamente levantar un filo hilo de humo al quemar su pelaje. Repetí la acción varias veces, reanudando una ofensiva que hasta el momento no había dado resultado y con toda seguridad no lo daría, pero era lo que pretendía.
Como si pretendiese hacer que mi estrategia funcionase a la fuerza, repetí todas y cada una de las ofensivas que había realizado previamente para el deleite del corsario. Su boca animal iba curvándose poco a poco para dar forma a la sonrisa de satisfacción de quien se sabe vencedor. Y ahí era justo donde lo quería.
Fue en ese instante cuando realicé un movimiento más atrevido, colocándome junto a su cabeza para golpear el lateral de la misma. La acción le sorprendió, pues reaccionó con algo menos de celeridad de lo que había acostumbrado a hacer en todo momento. Aun así, el intercambio se saldó con una explosión en el lateral de su cara y una nueva herida causada por su colmillo en mi pierna.
―Es inútil.
Le ignoré de nuevo, como si sus palabras no tuviesen significado para mí, y volví a la carga. Comencé a aproximarme para lanzar golpes cercanos y alejarme para incomodarle con láseres. Estos no le herían, pero al menos le molestaban lo suficiente como para que pudiese planear mi siguiente acometida. Sus garras y fauces amenazaban con cerrarse en torno a mí en todo momento y, pese a que en muchas ocasiones me rozaban o me herían, nunca conseguían atraparme.
De cualquier modo, la extenuación había hecho de mí su prisionero y cada nuevo movimiento implicaba un esfuerzo titánico por mi parte. Hacía ya un rato que había perdido de vista a Eric y, en realidad, todo lo que me rodeaba. Sólo existía esa cosa ―pues ya ni siquiera era Sirio― y la necesidad imperiosa de acabar con ella.
Fue en ese instante cuando caí. Sus colmillos se cerraron en torno a mi cuerpo, clavándose en mi abdomen, muslo derecho y brazos. ¿Dolor? No, todo lo que había sentido hasta entonces no podía calificarse de ese modo en comparación con lo que estaba experimentando. Ni siquiera podía gritar; únicamente apretar los dientes y forzarme a intentar moverme, a abandonar aquella cárcel de incisivos. Sin embargo, el perro de presa no soltaba su botín de guerra. Pude percibir a la perfección cómo reía sobre mí, cómo su lengua se movía para recoger la sangre que me envolvía y así poder degustarla.
Mi cuerpo no respondía, pero algo en mi interior me pedía que no me rindiese. No, la palabra no era pedir, sino empujar, obligar, forzar. Los colmillos se hundían un poco más con cada segundo que pasaba, casi como si tomasen de referencia los latidos de mi corazón. Al mismo tiempo, la luz se iba concentrando en una de mis manos, la situada a mayor profundidad dentro de la cavidad bucal de la fiera.
Y justo cuando iba a dar fin a la lenta agonía a la que me estaba sometiendo, la luz salió despedida con una concentración mayor de lo normal. En el futuro no sabría decir si había sido Shining Cannon, Shining Bullet o simplemente algo nuevo que jamás podría repetir, pero Sirio se desplomó. Yo caí con él, por supuesto, pero tampoco fue algo de lo que verdaderamente llegase a ser consciente. Simplemente estaba allí, vivo todavía ―aunque de milagro― y suplicando en silencio que Eric hubiese sobrevivido, se hubiese dado cuenta de lo que había sucedido y pudiese rescatarme. Más allá de eso, sólo negro.
Mi cansancio iba en aumento, eso sí, y desconocía el estado de Sirio. ¿Importaba eso acaso? Sus reservas de energía importaban bien poco; lo único relevante era derrotarle de una bendita vez. Baile de las luciérnagas continuaba flotando en el aire, otorgándome una capacidad de movimiento difícil de comparar y unos puntos seguros desde los que lanzar mis ofensivas. Eran varias las heridas que había conseguido infligirle al Ardiente, así que decidí no bajar las manos y continuar con mi asedio.
Mis manos emergieron junto a su costado, salpicada por el poder de luz volátil, y sendas explosiones golpearon la zona derecha de su parrilla costal. El aullido pudo escucharse una vez más en toda la zona, aunque el dolor no impidió que el pirata respondiese lanzando un zarpazo hacia la dirección en la que creía me encontraba. Poco a poco había ido acercándose con cada golpe, cada mordisco y cada acometida que realizaba, y había llegado el momento de que, por desgracia para mí, me alcanzase.
Dos amplios cortes pasaron a adornar mi brazo derecho, del cual comenzó a nacer un constante reguero de sangre que me obligó a gritar como no recordaba haberlo hecho en mucho tiempo. Ardía y estaba frío a la vez, como si la mismísima muerte me lo hubiera quemado. Aun así, no tenía tiempo para detenerme a lamentarme. Aprovechando la ventaja del momento, una bocanada de fuego había abandonado las fauces del colosal cánido con la poco amable intención de incinerarme.
Había recuperado mi forma habitual y no había esferas levitando en el aire, por lo que me vi obligado a asumir mi forma etérea y desplazarme. Pese a ello, algunas llamas consiguieron acariciar mi túnica y ésta comenzó a arder. Al alcanzar la posición que había seleccionado como destino, un lugar rodeado de escombros, tuve que rodar para apagar el fuego. Grave error, pues Sirio se abalanzó sobre mí y colocó sus grandes garras sobre mis hombros. Tan afiladas estaban que no tuvieron problema para atravesar mi carne y hundirse en la mismísima piedra que había debajo de mí. Una vez más, grité para el deleite del bucanero.
―¿Estás seguro de eso? ―musité al ver la satisfacción reflejada en sus ojos. Orienté las palmas de mis manos hacia arriba, de forma que Shining Bullet fue cobrando forma y, cuando quiso darse cuenta, dos grandes orificios mostraban el lugar donde mi luz había atravesado sus manos.
Tuvo que soltarme, evidentemente, y la marca donde había hundido sus extremidades quedó bajo mis hombros como fiel testimonio de la batalla que estaba teniendo lugar allí. Fuera como fuese, tenía la oportunidad perfecta para alejarme de su alcance y reevaluar la situación, y eso hice. Me alejé varios metros, tomando algo de altura al colocarme sobre lo que quedaba de una gran columna.
Sirio terminó de aullar apenas me hube posicionado sobre la misma, de forma que de entre sus colmillos salieron propulsados varios proyectiles ígneos con intenciones no demasiado amistosas. A aquella distancia me encontraba seguro, porque podía desplazarme sin darle la posibilidad de herirme, pero había quedado claro que no podía dañarle sin aproximarme. Mis láseres no conseguían atravesar su piel si no los disparaba lo suficientemente cerca, y era por eso que el muy condenado estaba consiguiendo herirme cada vez que yo me disponía a hacer lo mismo.
―Has firmado tu sentencia de muerte al venir a por mí. Tú y tu compañero, porque él será el siguiente en cuanto acabe contigo ―rugió la bestia.
No respondí, pues hacerlo implicaría hacer un inútil gasto de energía que ningún favor podría hacerme. En lugar de eso hice uso de la mínima tregua que me había dado para fanfarronear y respiré hondo. La sangre goteaba sin descanso desde mis heridas, manchando el suelo bajo mis pies como una fatídica cuenta atrás. Tenía que acabar con el enfrentamiento cuanto antes. Podría significar mi perdición, mas la única solución viable ante la situación que se me presentaba era apostarlo todo a una carta, reunir todas mis energías en un último intento desesperado por vencer y rezar porque funcionase.
Mis dedos vomitaron cinco láseres más antes de que volviese a cambiar de posición. Ninguno de ellos hizo efecto alguno, por supuesto, aunque eso era algo que sabía de antemano. Simplemente se estrellaron contra el cuerpo de Sirio y se deshicieron sin prácticamente levantar un filo hilo de humo al quemar su pelaje. Repetí la acción varias veces, reanudando una ofensiva que hasta el momento no había dado resultado y con toda seguridad no lo daría, pero era lo que pretendía.
Como si pretendiese hacer que mi estrategia funcionase a la fuerza, repetí todas y cada una de las ofensivas que había realizado previamente para el deleite del corsario. Su boca animal iba curvándose poco a poco para dar forma a la sonrisa de satisfacción de quien se sabe vencedor. Y ahí era justo donde lo quería.
Fue en ese instante cuando realicé un movimiento más atrevido, colocándome junto a su cabeza para golpear el lateral de la misma. La acción le sorprendió, pues reaccionó con algo menos de celeridad de lo que había acostumbrado a hacer en todo momento. Aun así, el intercambio se saldó con una explosión en el lateral de su cara y una nueva herida causada por su colmillo en mi pierna.
―Es inútil.
Le ignoré de nuevo, como si sus palabras no tuviesen significado para mí, y volví a la carga. Comencé a aproximarme para lanzar golpes cercanos y alejarme para incomodarle con láseres. Estos no le herían, pero al menos le molestaban lo suficiente como para que pudiese planear mi siguiente acometida. Sus garras y fauces amenazaban con cerrarse en torno a mí en todo momento y, pese a que en muchas ocasiones me rozaban o me herían, nunca conseguían atraparme.
De cualquier modo, la extenuación había hecho de mí su prisionero y cada nuevo movimiento implicaba un esfuerzo titánico por mi parte. Hacía ya un rato que había perdido de vista a Eric y, en realidad, todo lo que me rodeaba. Sólo existía esa cosa ―pues ya ni siquiera era Sirio― y la necesidad imperiosa de acabar con ella.
Fue en ese instante cuando caí. Sus colmillos se cerraron en torno a mi cuerpo, clavándose en mi abdomen, muslo derecho y brazos. ¿Dolor? No, todo lo que había sentido hasta entonces no podía calificarse de ese modo en comparación con lo que estaba experimentando. Ni siquiera podía gritar; únicamente apretar los dientes y forzarme a intentar moverme, a abandonar aquella cárcel de incisivos. Sin embargo, el perro de presa no soltaba su botín de guerra. Pude percibir a la perfección cómo reía sobre mí, cómo su lengua se movía para recoger la sangre que me envolvía y así poder degustarla.
Mi cuerpo no respondía, pero algo en mi interior me pedía que no me rindiese. No, la palabra no era pedir, sino empujar, obligar, forzar. Los colmillos se hundían un poco más con cada segundo que pasaba, casi como si tomasen de referencia los latidos de mi corazón. Al mismo tiempo, la luz se iba concentrando en una de mis manos, la situada a mayor profundidad dentro de la cavidad bucal de la fiera.
Y justo cuando iba a dar fin a la lenta agonía a la que me estaba sometiendo, la luz salió despedida con una concentración mayor de lo normal. En el futuro no sabría decir si había sido Shining Cannon, Shining Bullet o simplemente algo nuevo que jamás podría repetir, pero Sirio se desplomó. Yo caí con él, por supuesto, pero tampoco fue algo de lo que verdaderamente llegase a ser consciente. Simplemente estaba allí, vivo todavía ―aunque de milagro― y suplicando en silencio que Eric hubiese sobrevivido, se hubiese dado cuenta de lo que había sucedido y pudiese rescatarme. Más allá de eso, sólo negro.
Eric Zor-El
Fama
Recompensa
Características
fuerza
Fortaleza
Velocidad
Agilidad
Destreza
Precisión
Intelecto
Agudeza
Instinto
Energía
Saberes
Akuma no mi
Varios
El tiempo pasaba y los intercambios de golpes y comentarios despectivos entre ambos combatientes cada vez eran más duros. Había resultado que la persona que el salvaje tenía frente a sus narices era un individuo con habilidades extrañas que, a su manera, rozaban lo antinatural. Tenía uno de sus brazos modificado con una especie de tecnología que le hacía sacar distintos tipos de cuchillas de él, así como lanzarlas hasta una distancia efectiva de unos diez metros. Asimismo, su otro brazo tenía la capacidad de deshacerse de su mano y convertirlo en una especie de arma de fuego, lanzando unas bolas de metal del tamaño de una pelota de pimpón a mucha potencia y que parecía que no se le fueran a acabar.
Estaba lanzándole de nuevo una ráfaga de bolas metálicas, cuando Eric metió el pie en una grieta y se quedó atascado. Su contrincante sonrió, y comenzó a caminar hacia él con la cuchilla de su brazo derecho en ristre. Nuevamente había sacado la que tenía el fijo azulado, y que mermaría sus poderes en el caso de que entrara en contacto con su carne.
En el horizonte, a pocos metros de allí, luces, podía ver fogonazos de luz y escuchar explosiones. Su amigo el bombilla parecía estar bien, y eso le reconfortaba. Comenzó a dar un tirón tras otro con su pierna, tratando de sacarla, sin embargo, no parecía poder hacer nada. Miró la grieta y vio que bajo ella parecía haber otra sala. ¿Qué probabilidad había de sobrevivir si hundía el suelo bajo sus pies? Siempre había sido una persona muy resistente, así que por probar que no fuera. Concentró las vibraciones en sus manos y golpeó el suelo. Con cada golpe la estabilidad de su enemigo se reducía, haciendo que no pudiera caminar y entonces, debido a ello, el suelo cedió y cayó al subsuelo junto al pirata.
—Eso haber dolido… —musitó, quitándose de encima algunos escombros.
Llevó la mano a la pierna y tenía una buena herida, un corte que le hacía cojear con cada movimiento que hacía.
Al elevar la vista, se topó con lo que parecía ser una cripta repleta de tumbas, todas en ataúdes de piedras y bien emparedadas. También había ratas. Algunas eran muy monas, mientras que otras eran vomitivas; o eso era lo que pensaba el salvaje. Frente a él, en una postura que podía considerarse cómica, se encontraba el pirata. Eric no esperó ni un segundo y arremetió contra él con todo su ímpetu. No obstante, el dolor que sentía en la pierna hizo que su patada no fuera tan fuerte como hubiese esperado, y fue bloqueada.
—¿Eso es todo lo que tienes, lobito? —preguntó, empujándole la pierna y tirando a Eric al suelo—. Veo que no te acuerdas de mí, ¿verdad?
Eric frunció el entrecejo.
—Menos hablar y más luchar—espetó el salvaje, aunque en su interior tenía la incertidumbre de saber de qué se conocían.
Se colocó en guardia, mirando fijamente a la persona que tenía en frente. Por mucho que le daba vueltas a la cabeza e intenta ahondar en sus recuerdos, no era capaz de recordar en que momento se habían conocido.
El hombre no le atacó, sino que llevo la mano a su barbilla y se agarró la piel, arrancándosela.
—¡Aik’ulitoyu! —exclamó en voz alta Eric, pues no entendía que estaba haciendo. Sin embargo, entonces lo reconoció. Conocía esas facciones, pese a que su rostro estaba completamente quemado.
—¿Me recuerdas ahora?
El pulso de Eric se aceleró de golpe y una rabia inconmensurable comenzó a invadirle muy rápidamente. No era posible que esa persona estuviera frente a él. Lo había visto morir en el asalto a su aldea, hacía ya casi un lustro.
—No poder ser… ¡Yo ver morir a ti! —le gritó.
—Y no te falta razón —le dijo—. Atulón, del clan del tigre murió aquella noche en la que la gente de tu clan impidió que me hiciera con el control de la tribu. Ahora, y desde hace muchos años, soy Davis Jones, hombre de confianza y consejero de Sirio el ardiente.
—K’olotom… —dijo Eric.
—Deja ya de usar la vieja lengua de nuestra tierra, Eric —le dijo, acercándose al albino a gran velocidad e intentando darle una cuchillada—. Eso ya está en el pasado y más que olvidado.
Eric se echó hacia atrás, tratando de esquivar el ataque. Sin embargo, pese a que la cuchilla no rozó su piel, si rasgó su preciado poncho. Esa prenda había estado con él desde que era un niño, más que una prenda era su más preciado tesoro; y ese traidor lo había rasgado.
—Para mí no —le replicó—. Puede que ya no me encuentre entre los Baal’sha, puede que me expulsara por incumplir las reglas sagradas para defenderles, pero yo siempre formare parte de ellos. Yo siempre seré Eric Zor-El, el orgulloso guerrero del clan del lobo —le dijo en su propio idioma natal.
La cólera que sentía el albino hizo que se olvidara del dolor de su pierna, era como si no fuera capaz de sentirlo. Su propio cuerpo comenzó a emanar energía espiritual casi por inercia, haciendo que los tatuajes que recorrían su piel se iluminaran de un brillante e intenso color azul cielo. Con su mano derecha agarró lo que quedaba del poncho y se lo quitó, tirándolo al suelo.
Tras eso, usando la Arrancada del Guepardo Shandiano, se abalanzó sobre Atulón a una velocidad que el pirata no pudo seguir. Fue un desplazamiento frontal, en el que golpeó la boca del estómago de su contrincante, para justo después agarrar sus dos brazos con ambas manos, recubiertas con haki de armadura, la cual fue haciendo penetrar en el material del que estaba hecho y los hizo quebrar en su interior. No pudo hacer más, dado que su oponente dio un salto hacia atrás, mientras golpeaba la barbilla de Eric con la puntera de uno de sus pies.
Trató de dispararle, pero al hacerlo el brazo se encasquilló.
—¿Qué demonios me has hecho?
Pero Eric no le dijo nada, tan solo se limitó a canalizar energía espiritual en su brazo derecho hasta que tras él apareció la figura de una preciosa loba que parecía estar mirando al traidor de Atulón con rabia.
—Bulahi tarotuso’poro —fueron las únicas palabras que pronunció el salvaje.
Envió esa cantidad de energía espiritual hacia el frente, creando una onda de choque mucho más grande y poderosa de lo que podía crear sin concentración previa. Era un ataque devastador, con el cual terminó de romper los brazos tecnológicos de su viejo compañero de aldea. Tras la onda de choque, apareció Eric con mirada rabiosa y, haciendo acopio de todas sus fuerzas, lo golpeó de frente en la cara, rompiéndole el tabique nasal y enviándolo hacia una de las tumbas completamente inconsciente.
Todo había terminado. El salvaje estaba completamente exhausto, y el dolor de su pierna pareció volver de golpe. Cojeo hasta el lugar en el que se encontraba su poncho, con un precioso corte que lo había vuelto una especie de manta. Lo agarró y se lo puso a modo de capa, haciendo un feo nudo para que no cayese. Tras eso, se aproximó lentamente hacia el lugar donde Atolón había caído y lo agarró de la pierna, arrastrándolo hacia de aquel templo.
Los piratas, por línea general, o eran gente valiente capaz de cualquier cosa o, por el contrario, eran seres cobardes que huían si sus compañeros más fuertes eran derrotados, y esa banda pirata parecía de esos últimos. Salvo tres o cuatro que estaban inconscientes en el suelo, ninguno se había quedado. Eric agarró una cuerda que había en el suelo y ató de manos y pies a su presa. Tras eso, se dirigió hacia donde había sucedido el combate de Iulio, y lo encontró sobre el suelo completamente inconsciente.
—Tú volver fuerte, amigo —comentó en voz baja, a sabiendas de que no iba a escucharlo, pues jamás reconocería algo como eso estando él despierto. Maniató también al tal Sirio, y lo puso junto a Atalón. Subió a Iulio sobre su hombro como si un saco de patatas se tratase, mientras que con otra de sus manos arrastró el cuerpo de los piratas hasta llegar a la taberna en la que habían estado.
Allí trató de ponerse en contacto con el barco que habían dejado en la costa, y los marines vinieron en pocas horas para curarlos a ambos. Los dos piratas fueron enviado a los calabozos del barco hasta que fueran al cuartel general, mientras que otra expedición de marines se dirigió al templo para coger todo lo que había allí: los objetos antiguos, los tesoros y los utensilios de piedra de mar que habían dejado los piratas.
Aquella ardua empresa, al fin, había concluido.
Estaba lanzándole de nuevo una ráfaga de bolas metálicas, cuando Eric metió el pie en una grieta y se quedó atascado. Su contrincante sonrió, y comenzó a caminar hacia él con la cuchilla de su brazo derecho en ristre. Nuevamente había sacado la que tenía el fijo azulado, y que mermaría sus poderes en el caso de que entrara en contacto con su carne.
En el horizonte, a pocos metros de allí, luces, podía ver fogonazos de luz y escuchar explosiones. Su amigo el bombilla parecía estar bien, y eso le reconfortaba. Comenzó a dar un tirón tras otro con su pierna, tratando de sacarla, sin embargo, no parecía poder hacer nada. Miró la grieta y vio que bajo ella parecía haber otra sala. ¿Qué probabilidad había de sobrevivir si hundía el suelo bajo sus pies? Siempre había sido una persona muy resistente, así que por probar que no fuera. Concentró las vibraciones en sus manos y golpeó el suelo. Con cada golpe la estabilidad de su enemigo se reducía, haciendo que no pudiera caminar y entonces, debido a ello, el suelo cedió y cayó al subsuelo junto al pirata.
—Eso haber dolido… —musitó, quitándose de encima algunos escombros.
Llevó la mano a la pierna y tenía una buena herida, un corte que le hacía cojear con cada movimiento que hacía.
Al elevar la vista, se topó con lo que parecía ser una cripta repleta de tumbas, todas en ataúdes de piedras y bien emparedadas. También había ratas. Algunas eran muy monas, mientras que otras eran vomitivas; o eso era lo que pensaba el salvaje. Frente a él, en una postura que podía considerarse cómica, se encontraba el pirata. Eric no esperó ni un segundo y arremetió contra él con todo su ímpetu. No obstante, el dolor que sentía en la pierna hizo que su patada no fuera tan fuerte como hubiese esperado, y fue bloqueada.
—¿Eso es todo lo que tienes, lobito? —preguntó, empujándole la pierna y tirando a Eric al suelo—. Veo que no te acuerdas de mí, ¿verdad?
Eric frunció el entrecejo.
—Menos hablar y más luchar—espetó el salvaje, aunque en su interior tenía la incertidumbre de saber de qué se conocían.
Se colocó en guardia, mirando fijamente a la persona que tenía en frente. Por mucho que le daba vueltas a la cabeza e intenta ahondar en sus recuerdos, no era capaz de recordar en que momento se habían conocido.
El hombre no le atacó, sino que llevo la mano a su barbilla y se agarró la piel, arrancándosela.
—¡Aik’ulitoyu! —exclamó en voz alta Eric, pues no entendía que estaba haciendo. Sin embargo, entonces lo reconoció. Conocía esas facciones, pese a que su rostro estaba completamente quemado.
—¿Me recuerdas ahora?
El pulso de Eric se aceleró de golpe y una rabia inconmensurable comenzó a invadirle muy rápidamente. No era posible que esa persona estuviera frente a él. Lo había visto morir en el asalto a su aldea, hacía ya casi un lustro.
—No poder ser… ¡Yo ver morir a ti! —le gritó.
—Y no te falta razón —le dijo—. Atulón, del clan del tigre murió aquella noche en la que la gente de tu clan impidió que me hiciera con el control de la tribu. Ahora, y desde hace muchos años, soy Davis Jones, hombre de confianza y consejero de Sirio el ardiente.
—K’olotom… —dijo Eric.
—Deja ya de usar la vieja lengua de nuestra tierra, Eric —le dijo, acercándose al albino a gran velocidad e intentando darle una cuchillada—. Eso ya está en el pasado y más que olvidado.
Eric se echó hacia atrás, tratando de esquivar el ataque. Sin embargo, pese a que la cuchilla no rozó su piel, si rasgó su preciado poncho. Esa prenda había estado con él desde que era un niño, más que una prenda era su más preciado tesoro; y ese traidor lo había rasgado.
—Para mí no —le replicó—. Puede que ya no me encuentre entre los Baal’sha, puede que me expulsara por incumplir las reglas sagradas para defenderles, pero yo siempre formare parte de ellos. Yo siempre seré Eric Zor-El, el orgulloso guerrero del clan del lobo —le dijo en su propio idioma natal.
La cólera que sentía el albino hizo que se olvidara del dolor de su pierna, era como si no fuera capaz de sentirlo. Su propio cuerpo comenzó a emanar energía espiritual casi por inercia, haciendo que los tatuajes que recorrían su piel se iluminaran de un brillante e intenso color azul cielo. Con su mano derecha agarró lo que quedaba del poncho y se lo quitó, tirándolo al suelo.
Tras eso, usando la Arrancada del Guepardo Shandiano, se abalanzó sobre Atulón a una velocidad que el pirata no pudo seguir. Fue un desplazamiento frontal, en el que golpeó la boca del estómago de su contrincante, para justo después agarrar sus dos brazos con ambas manos, recubiertas con haki de armadura, la cual fue haciendo penetrar en el material del que estaba hecho y los hizo quebrar en su interior. No pudo hacer más, dado que su oponente dio un salto hacia atrás, mientras golpeaba la barbilla de Eric con la puntera de uno de sus pies.
Trató de dispararle, pero al hacerlo el brazo se encasquilló.
—¿Qué demonios me has hecho?
Pero Eric no le dijo nada, tan solo se limitó a canalizar energía espiritual en su brazo derecho hasta que tras él apareció la figura de una preciosa loba que parecía estar mirando al traidor de Atulón con rabia.
—Bulahi tarotuso’poro —fueron las únicas palabras que pronunció el salvaje.
Envió esa cantidad de energía espiritual hacia el frente, creando una onda de choque mucho más grande y poderosa de lo que podía crear sin concentración previa. Era un ataque devastador, con el cual terminó de romper los brazos tecnológicos de su viejo compañero de aldea. Tras la onda de choque, apareció Eric con mirada rabiosa y, haciendo acopio de todas sus fuerzas, lo golpeó de frente en la cara, rompiéndole el tabique nasal y enviándolo hacia una de las tumbas completamente inconsciente.
Todo había terminado. El salvaje estaba completamente exhausto, y el dolor de su pierna pareció volver de golpe. Cojeo hasta el lugar en el que se encontraba su poncho, con un precioso corte que lo había vuelto una especie de manta. Lo agarró y se lo puso a modo de capa, haciendo un feo nudo para que no cayese. Tras eso, se aproximó lentamente hacia el lugar donde Atolón había caído y lo agarró de la pierna, arrastrándolo hacia de aquel templo.
Los piratas, por línea general, o eran gente valiente capaz de cualquier cosa o, por el contrario, eran seres cobardes que huían si sus compañeros más fuertes eran derrotados, y esa banda pirata parecía de esos últimos. Salvo tres o cuatro que estaban inconscientes en el suelo, ninguno se había quedado. Eric agarró una cuerda que había en el suelo y ató de manos y pies a su presa. Tras eso, se dirigió hacia donde había sucedido el combate de Iulio, y lo encontró sobre el suelo completamente inconsciente.
—Tú volver fuerte, amigo —comentó en voz baja, a sabiendas de que no iba a escucharlo, pues jamás reconocería algo como eso estando él despierto. Maniató también al tal Sirio, y lo puso junto a Atalón. Subió a Iulio sobre su hombro como si un saco de patatas se tratase, mientras que con otra de sus manos arrastró el cuerpo de los piratas hasta llegar a la taberna en la que habían estado.
Allí trató de ponerse en contacto con el barco que habían dejado en la costa, y los marines vinieron en pocas horas para curarlos a ambos. Los dos piratas fueron enviado a los calabozos del barco hasta que fueran al cuartel general, mientras que otra expedición de marines se dirigió al templo para coger todo lo que había allí: los objetos antiguos, los tesoros y los utensilios de piedra de mar que habían dejado los piratas.
Aquella ardua empresa, al fin, había concluido.
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