Idrik Jahak
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—¿Has entendido lo que te he dicho? —dijo mi superior.
Alcé la mirada y asentí convencido, esperando que con aquello terminase todo. Lo cierto es que desde que se acercó hasta mí, no había escuchado nada en absoluto. Había estado pensando en la cena. ¿Cenaríamos pescado? ¿O tal vez carne? Tal vez algo de pasta. Esperaba que fuera espaguetis con albóndigas.
Mi superior no parecía estar seguro de que lo hubiera entendido todo. No lo culpaba; no le habría prestado absoluta atención. No es que no quisiera hacerlo, simplemente tenía cosas mejores en las que pensar. Cómo en la comida.
—...llena de comida y...— continuaba explicando.
—Espera, espera —le detuve con un gesto. Aquello había llamado mi atención—. ¿Cómo que lleno de comida? ¿El qué?
—La isla a la que vas a ir. ¿No me has escuchado? Te han destinado a Pucci.
No conocía Pucci, pero tampoco me importaba. Al instante fui corriendo a mí habitación, recogí mis pertenencias y corrí hasta el puerto para coger el primer barco en dirección a Pucci. La parte de que debía ir a Pucci la semana siguiente mejor me la salto; se puede resumir en broncas por todas partes y una suspensión de salario, que no de empleo, bastante injusta. Bueno, tampoco es como si utilizara el dinero, así que no me preocupaba.
La isla era realmente preciosa, pero lo que realmente me encandiló fueron sus olores. Nada más pisar aquel lugar, dejé que mis pies se guiaran por nariz, y al parecer alcancé lo que parecía un gigantesco mercado con una cantidad asombrosa de puestos de comida, todos diferentes. Yo había contado diez, pero como tampoco sabía contar más allá de diez, no podía decir cuántos había. Así que habían diez puestos. Diez puestos increíbles.
—¿Por dónde empezar? —me pregunté a mí mismo. Era un lugar amplio, y había tanto donde elegir... Y no podía parar de salivar. Mi estómago rugía sin piedad y todos aquellos olores me empezaban a volver loco. Necesitaba comer.
—¿Que es eso? —pregunté al hombre del puesto más cercano.
—Son takoyakis —No sabía qué era, ni siquiera escuchando su nombre, pero tenía un aspecto delicioso.
—Los quiero todos —dije, decidido.
—Veo que te encuentras con apetito. Muy bien. Serán quinientos mil berries.
El gesto de mi cara se torció. ¿Berries? Yo no llevaba dinero. Lo necesitaba para comprar la comida? ¿No era gratis? El hombre pareció darse cuenta.
—Si no tienes dinero, lárgate.
Me sentí destrozado. Tenía la comida enfrente, quería comer y no no podía. ¿Por qué, entre todos, yo resultaba tan desgraciado? Me dieron ganas de echarme a llorar.
Alcé la mirada y asentí convencido, esperando que con aquello terminase todo. Lo cierto es que desde que se acercó hasta mí, no había escuchado nada en absoluto. Había estado pensando en la cena. ¿Cenaríamos pescado? ¿O tal vez carne? Tal vez algo de pasta. Esperaba que fuera espaguetis con albóndigas.
Mi superior no parecía estar seguro de que lo hubiera entendido todo. No lo culpaba; no le habría prestado absoluta atención. No es que no quisiera hacerlo, simplemente tenía cosas mejores en las que pensar. Cómo en la comida.
—...llena de comida y...— continuaba explicando.
—Espera, espera —le detuve con un gesto. Aquello había llamado mi atención—. ¿Cómo que lleno de comida? ¿El qué?
—La isla a la que vas a ir. ¿No me has escuchado? Te han destinado a Pucci.
No conocía Pucci, pero tampoco me importaba. Al instante fui corriendo a mí habitación, recogí mis pertenencias y corrí hasta el puerto para coger el primer barco en dirección a Pucci. La parte de que debía ir a Pucci la semana siguiente mejor me la salto; se puede resumir en broncas por todas partes y una suspensión de salario, que no de empleo, bastante injusta. Bueno, tampoco es como si utilizara el dinero, así que no me preocupaba.
La isla era realmente preciosa, pero lo que realmente me encandiló fueron sus olores. Nada más pisar aquel lugar, dejé que mis pies se guiaran por nariz, y al parecer alcancé lo que parecía un gigantesco mercado con una cantidad asombrosa de puestos de comida, todos diferentes. Yo había contado diez, pero como tampoco sabía contar más allá de diez, no podía decir cuántos había. Así que habían diez puestos. Diez puestos increíbles.
—¿Por dónde empezar? —me pregunté a mí mismo. Era un lugar amplio, y había tanto donde elegir... Y no podía parar de salivar. Mi estómago rugía sin piedad y todos aquellos olores me empezaban a volver loco. Necesitaba comer.
—¿Que es eso? —pregunté al hombre del puesto más cercano.
—Son takoyakis —No sabía qué era, ni siquiera escuchando su nombre, pero tenía un aspecto delicioso.
—Los quiero todos —dije, decidido.
—Veo que te encuentras con apetito. Muy bien. Serán quinientos mil berries.
El gesto de mi cara se torció. ¿Berries? Yo no llevaba dinero. Lo necesitaba para comprar la comida? ¿No era gratis? El hombre pareció darse cuenta.
—Si no tienes dinero, lárgate.
Me sentí destrozado. Tenía la comida enfrente, quería comer y no no podía. ¿Por qué, entre todos, yo resultaba tan desgraciado? Me dieron ganas de echarme a llorar.
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Tras las aventuras con los tipos aquellos extraños en la isla anterior, me dirigí hacia el puerto para avanzar hasta la siguiente isla. Algo me decía que debía seguir adelante, sin embargo no había tenido indicios de que el criminal aquel se hubiese adelantado a la siguiente isla. Quizás no fuese una mala idea el adelantarme a él, si llegaba antes y luego él acudía allí por miedo a que hubiese más explosiones en la ciudad, tendría algo de ventaja.
Esperando que tuviese esa suerte zarpé en un barco que necesitaban de alguien que les ayudase con la carga. Tras zarpar, al cabo de unos días tranquilos de navegación, pudimos vislumbrar nuestro destino, por lo que aproveché para informarme sobre la isla.
Prácticamente todos los marineros conocían la ciudad y estaban ansiosos por llegar e ir un restaurante. Por lo que me dijeron la isla era casi en su totalidad una ciudad llena de restaurantes, habiendo transformando todo el terreno salvaje para tierras de cultivo para la producción de ingredientes de alta calidad para las cocinas. Aquellas noticias no me relajaron para nada, si era tan conocida la isla como decían y famosa por sus restaurantes, el lugar estaría repleto de gente y aquello no era bueno para mí, sin duda la peor isla a la que podía dar a parar.
Para cuando atracamos en el puerto me había hecho con una banda de tela negra de unos sesenta centímetros preparándome para lo que pudiese haber. Por suerte, en el puerto había demasiada gente, aún así, en un momento que estuve oculto, ordené a Katua que saliese de mi sombra. Cuando salió lo cogí y lo coloqué en mi hombro, antes de continuar.
Tal y como me esperaba, cuando comencé a entrar en la ciudad noté como una niebla de muchos colores, evidentemente todos los olores que iban saliendo de los diferentes locales que había en la calle y que se juntaban con los olores y perfumes de cada persona que caminaba por la calle. Por suerte, tal y como había previsto, saqué la cinta y me la puse en los ojos quedando ciego completamente. Cuando dejé de ver activé mi técnica para ver a través de los ojos de Katua, que permanecía en mi hombro.
El mundo se tornó en algo normal, aunque me parecía que más nítido. Estando de mejor humor me dirigí hacia uno de los puestos que había por ahí. Estaban atendiendo a un chico, el cual parecía ser que no tenía dinero.
-Bueno hombre, yo le invito, seguro que el chico está hambriento de haber navegado durante un tiempo.
Saqué algo de dinero y pagué la comida de ambos. El olor era intenso y sin duda daban ganas de empezar a comer cuanto antes.
Esperando que tuviese esa suerte zarpé en un barco que necesitaban de alguien que les ayudase con la carga. Tras zarpar, al cabo de unos días tranquilos de navegación, pudimos vislumbrar nuestro destino, por lo que aproveché para informarme sobre la isla.
Prácticamente todos los marineros conocían la ciudad y estaban ansiosos por llegar e ir un restaurante. Por lo que me dijeron la isla era casi en su totalidad una ciudad llena de restaurantes, habiendo transformando todo el terreno salvaje para tierras de cultivo para la producción de ingredientes de alta calidad para las cocinas. Aquellas noticias no me relajaron para nada, si era tan conocida la isla como decían y famosa por sus restaurantes, el lugar estaría repleto de gente y aquello no era bueno para mí, sin duda la peor isla a la que podía dar a parar.
Para cuando atracamos en el puerto me había hecho con una banda de tela negra de unos sesenta centímetros preparándome para lo que pudiese haber. Por suerte, en el puerto había demasiada gente, aún así, en un momento que estuve oculto, ordené a Katua que saliese de mi sombra. Cuando salió lo cogí y lo coloqué en mi hombro, antes de continuar.
Tal y como me esperaba, cuando comencé a entrar en la ciudad noté como una niebla de muchos colores, evidentemente todos los olores que iban saliendo de los diferentes locales que había en la calle y que se juntaban con los olores y perfumes de cada persona que caminaba por la calle. Por suerte, tal y como había previsto, saqué la cinta y me la puse en los ojos quedando ciego completamente. Cuando dejé de ver activé mi técnica para ver a través de los ojos de Katua, que permanecía en mi hombro.
El mundo se tornó en algo normal, aunque me parecía que más nítido. Estando de mejor humor me dirigí hacia uno de los puestos que había por ahí. Estaban atendiendo a un chico, el cual parecía ser que no tenía dinero.
-Bueno hombre, yo le invito, seguro que el chico está hambriento de haber navegado durante un tiempo.
Saqué algo de dinero y pagué la comida de ambos. El olor era intenso y sin duda daban ganas de empezar a comer cuanto antes.
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Yo nunca había creído en los milagros, pero aquello me pareció uno. Aquel hombre, con medio rostro oculto y un extraño gato de una especia que nunca había visto, se acercó y se ofreció a pagar la comida. ¡La comida! ¡Ahora iba a poder comer aquellas deliciosas bolas que me hacían la boca agua con solo olerlas!
—Muchas gracias, amigo mío —dije comenzando a tragar takoyakis sin parar. Su sabor era exquisito, capaz de competir con las mejores comidas que había probado en mi vida. Era tan suculento que estaba a punto de llorar—. Te debo una, y muy grande. ¿Puedo hacer algo por ti?
El sentimiento era puro, y así lo reflejaba mi infantil rostro que brillaba con la determinación que solo alguien tan terco y testarudo como yo podía poseer.
Seguí comiendo junto a aquel extravagante hombre. A pesar de su extraña apariencia, no me parecía que destacase demasiado. Papá siempre vestía de una forma aún más extraña, cosa que nunca me explicó, y yo mismo llevaba mi ropa diaria consistente en varias prendas de cuero junto a un cómodo taparrabos y un cráneo con cuernos a modo de casco. Mi listón sobre llamar la atención estaba realmente alto, a pesar de su forma de andar por la vida con los ojos cubiertos.
—¿Eres ciego? —pregunté inocentemente. Había pocos motivos para que alguien cubriese sus ojos de aquella manera, pero quería asegurarme. Últimamente metía mucho la pata hablando de los defectos de los demás. Sin ir más lejos, el otro día le pedí a un compañero de la marina que me «echase una mano». El pobre era manco—. ¿Y a qué especie pertenece ese gato? He visto muchos felinos en mi vida, pero nunca uno igual. ¿Cómo se llama? ¿Le gusta el pescado? ¿Le puedo dar takoyakis?
Sin duda le debía una a aquel hombre, y quería agradecerselo no solo con palabras sino con actos, pero no sabía por donde empezar. Me preguntaba qué clase de inquietudes tendría, y si podría ayudarle con cualquier cosa. Tenía que pagarle de alguna manera por haberme ayudado.
—De verdad, quiero recompensarte por lo que has hecho —Me arrodillé y me postré ante él, extendiendo los brazos—. Te ayudaré con cualquier cosa que necesites, solo tienes que pedirlo.
Varias personas se me quedaron mirando, pero no les di mucha importancia. La única persona que me importaba en aquel momento era aquel hombre y mi deuda de sangre. Y también pensaba en aquel gato y en lo que comería; tenía ganas de darle a probar takoyakis.
—Muchas gracias, amigo mío —dije comenzando a tragar takoyakis sin parar. Su sabor era exquisito, capaz de competir con las mejores comidas que había probado en mi vida. Era tan suculento que estaba a punto de llorar—. Te debo una, y muy grande. ¿Puedo hacer algo por ti?
El sentimiento era puro, y así lo reflejaba mi infantil rostro que brillaba con la determinación que solo alguien tan terco y testarudo como yo podía poseer.
Seguí comiendo junto a aquel extravagante hombre. A pesar de su extraña apariencia, no me parecía que destacase demasiado. Papá siempre vestía de una forma aún más extraña, cosa que nunca me explicó, y yo mismo llevaba mi ropa diaria consistente en varias prendas de cuero junto a un cómodo taparrabos y un cráneo con cuernos a modo de casco. Mi listón sobre llamar la atención estaba realmente alto, a pesar de su forma de andar por la vida con los ojos cubiertos.
—¿Eres ciego? —pregunté inocentemente. Había pocos motivos para que alguien cubriese sus ojos de aquella manera, pero quería asegurarme. Últimamente metía mucho la pata hablando de los defectos de los demás. Sin ir más lejos, el otro día le pedí a un compañero de la marina que me «echase una mano». El pobre era manco—. ¿Y a qué especie pertenece ese gato? He visto muchos felinos en mi vida, pero nunca uno igual. ¿Cómo se llama? ¿Le gusta el pescado? ¿Le puedo dar takoyakis?
Sin duda le debía una a aquel hombre, y quería agradecerselo no solo con palabras sino con actos, pero no sabía por donde empezar. Me preguntaba qué clase de inquietudes tendría, y si podría ayudarle con cualquier cosa. Tenía que pagarle de alguna manera por haberme ayudado.
—De verdad, quiero recompensarte por lo que has hecho —Me arrodillé y me postré ante él, extendiendo los brazos—. Te ayudaré con cualquier cosa que necesites, solo tienes que pedirlo.
Varias personas se me quedaron mirando, pero no les di mucha importancia. La única persona que me importaba en aquel momento era aquel hombre y mi deuda de sangre. Y también pensaba en aquel gato y en lo que comería; tenía ganas de darle a probar takoyakis.
Morgoth
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Agilidad
Destreza
Precisión
Intelecto
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Pude ver como al chico aquel se le iluminaba el rostro de la alegría que le había dado que le invitase a aquella comida. Me dio las gracias y se ofreció a ayudarme en lo que necesitase por haberle invitado. No consideraba que me debiese nada, por lo que no le di importancia.
Cuando me sirvieron mi ración de comida comencé a adentrarme en la ciudad y a través del oído de Katua, noté que el chico emocionado nos acompañaba. Este me miró y comenzó una conversación de una forma que me sorprendió. Me preguntaba si era ciego, comprendía la pregunta dado que llevaba una venda que me cubría los ojos y me impedía ver.
-Eeh, no, pero con tanta gente como hay con tantos olores me es imposible ver nada. De esta forma puedo moverme mejor y sin que me empiece a doler la cabeza por ver una niebla arcoíris por todos lados. Katua es mis ojos ahora mismo. – Le respondí amablemente, sin embargo, apenas había terminado de responder cuando una retahíla de preguntas relacionadas con la sombra de gato –. No lo sé, común supongo, Katua, supongo que le gustaba y prueba a ver.
Me hacía gracia la curiosidad que tenía el chico, sobre todo por el gato. No le diría que era una sombra como era evidente, pero si quería darle comer no pasaba nada, aunque posiblemente la sombra no supiese que hacer con la comida o la dejara en la boca como si tuviese que sujetarla. Luego volvió a insistirme en que quería recompensarme de alguna forma por haberle pagado la comida.
Me quedé callado un momento sopesando si debía de pedirle algo, realmente podía necesitar ayuda para localizar a mi presa, pero no quería involucrar a nadie con aquello, mi búsqueda era algo personal para conseguir una venganza contra alguien de quien no sabía apenas nada salvo que haría cualquier cosa para llegar al poder o mantenerse en el poder todo lo posible.
-¿Eres de aquí o vienes de fuera? – Si era alguien natal y se movía por las cercanías del puerto, quizás hubiese podido ver a mi objetivo – ¿Y a qué te dedicas?
Si finalmente le iba a pedir algún tipo de ayuda, debía asegurarme de que podría hacerlo y que no le pondría en peligro mortal. De hecho con información me valía y si con eso el chico consideraba que la deuda estaba saldada perfecto.
Cuando me sirvieron mi ración de comida comencé a adentrarme en la ciudad y a través del oído de Katua, noté que el chico emocionado nos acompañaba. Este me miró y comenzó una conversación de una forma que me sorprendió. Me preguntaba si era ciego, comprendía la pregunta dado que llevaba una venda que me cubría los ojos y me impedía ver.
-Eeh, no, pero con tanta gente como hay con tantos olores me es imposible ver nada. De esta forma puedo moverme mejor y sin que me empiece a doler la cabeza por ver una niebla arcoíris por todos lados. Katua es mis ojos ahora mismo. – Le respondí amablemente, sin embargo, apenas había terminado de responder cuando una retahíla de preguntas relacionadas con la sombra de gato –. No lo sé, común supongo, Katua, supongo que le gustaba y prueba a ver.
Me hacía gracia la curiosidad que tenía el chico, sobre todo por el gato. No le diría que era una sombra como era evidente, pero si quería darle comer no pasaba nada, aunque posiblemente la sombra no supiese que hacer con la comida o la dejara en la boca como si tuviese que sujetarla. Luego volvió a insistirme en que quería recompensarme de alguna forma por haberle pagado la comida.
Me quedé callado un momento sopesando si debía de pedirle algo, realmente podía necesitar ayuda para localizar a mi presa, pero no quería involucrar a nadie con aquello, mi búsqueda era algo personal para conseguir una venganza contra alguien de quien no sabía apenas nada salvo que haría cualquier cosa para llegar al poder o mantenerse en el poder todo lo posible.
-¿Eres de aquí o vienes de fuera? – Si era alguien natal y se movía por las cercanías del puerto, quizás hubiese podido ver a mi objetivo – ¿Y a qué te dedicas?
Si finalmente le iba a pedir algún tipo de ayuda, debía asegurarme de que podría hacerlo y que no le pondría en peligro mortal. De hecho con información me valía y si con eso el chico consideraba que la deuda estaba saldada perfecto.
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