Un breve descanso [Jojo - Rokuro]

El sol brillaba con gran esplendor y se reflejaba entre la multitud de burbujas flotantes, mostrando una escena cautivadora tal y como era habitual en aquella isla. Aunque era su primera vez en Sabaody.

Finalmente, después de un largo viaje plagado de toda clase de misiones, a cada cuál más peligrosa que la anterior, y tras conocer a extraños personajes a cada cuál más loco y excéntrico, llegó al final de la ruta.

—El final de la travesía —murmuró mientras acariciaba el pico de Takarashi, que se había apoyado en su hombro—. Y ahora, ¿qué será de mí?

Hacía ya días que había terminado su última misión, y en el último contacto que había mantenido con la agencia se le pedía expresamente que viajara hasta Sabaody, pero que se mantuviese a la espera de nuevas órdenes.

Aquella mañana había desembarcado en la última isla de Grand Line, aquella que se encontraba tan cerca de la Red Line y de los nobles mundiales que vivían allí. Se trataba de un sitio peculiar: no era una isla como tal, sino un conjunto de ellas, todas nacidas de un extraño y gigantesco árbol que se ramificaba bajo el mar hasta profundidades impensables. También se encontraba cerca, al menos en cierto sentido, la Isla Gyojin, habitada por los famosos hombres pez capaces de respirar agua y vivir bajo ella.

Sin embargo, a pesar del tiempo transcurrido desde que había puesto un pie en la isla, aún no había recibido órdenes. Sin duda sus superiores y la agencia sabían de sobra que había alcanzado su destino, por lo que le extrañaba no haber recibido ni un solo mensaje hasta el momento. Quizás había estallado una Buster Call sobre Ennies Lobby, como había ocurrido cientos de años atrás, y por eso eran incapaces de enviarle órdenes desde la central, pero lo más probable es que la explicación fuese más sencilla. Con casi toda seguridad Rokuro sabía que se enfrentaba a una prueba, y sabía qué debía hacer para superarla: nada.

La puntualidad del Gobierno Mundial era casi tan famosa como la de los habitantes de English Garden, y si no había recibido órdenes desde arriba debía ser porque no querían enviarle órdenes de momento. Lo que no sabía era si se debía a que no tenían todavía órdenes para él, o si, tal y como sospechaban, estaban poniendo a prueba su paciencia. Fuera cual fuese el caso, estaba decidido a esperar.

Caminando por un bullicioso Groove de la isla, cavilando acerca de su situación, sonrió. Intentó buscar un lugar apartado de la muchedumbre y, al observar un parque tranquilo en el que no había nadie, se adentró en él, buscó un banco y se sentó. Acto seguido, con Takarashi aún en su hombro, extrajo un Den Den Mushi portátil del interior de su chaqueta y llamó.

—Sé que no puedes contestarme, así que vamos a hacerlo fácil. Un golpe en el micrófono para «sí» y dos golpes para «no». ¿Estás en Sabaody o cerca de la isla?

Tras la extraña conversación, guardó el Den Den Mushi y sé quedó sentado, esperando. Por primera vez en mucho tiempo se sentía en paz y, hasta que recibiera órdenes, pensaba disfrutar del tiempo libre.

Jojo no sabía bien por qué, pero se había levantado triste. Muy triste. Siempre había pensado que el mundo podía arreglarse con el suficiente dinero, pero tras el encontronazo súbito con el genio y la captura de un tesoro perdido, se sentía... perdido. Sí, en un mundo en el que el dinero no lo era todo cuando uno ya lo tenía, en el que otros problemas le acosaban cuando cerraba otros tantos.

En el que nadie, nadie, le había devuelto las felicitaciones de navidad ni se habían preocupado lo más mínimo por él. Estaba solo. Solo y desamparado mientras las únicas visitas que recibía era de gente que , a saber cómo, se había enterado de que tenía más dinero de el que probablemente jamás podría gastar.

El den-den sonó, y fue contestado con un solo golpe. Hacía mucho que no veía a Rokuro. Estaba seguro que seguía tan cafre como siempre, y por un momento el temor se hizo un hueco en su corazón y se puso encima de aquel reconfortante pensamiento de que tenía un amigo. No era un secreto que Rokuro era más agarrado y rata que el más retorcido prejuicio hebraico.

¿Se habría enterado de su buena mala fortuna? Quizás. De hecho quizás todos se habían enterado de ella porque le había pedido al magnate de Kaito, del que el genio se burlaba, que donara toda la fortuna que no necesitaba para vivir a la beneficiencia. Y de ahí las cosas habían circulado y se habían retorcido miserablemente...

La conversación había sido corta pero fructífera. Un solo golpe en el micrófono le informó de lo que sospechaba: Jojo se encontraba cerca. Aquel cornudo era peculiar, no cabía duda, pero hacía ya tiempo que Rokuro había descubierto su inmensa bondad, tan profunda como un pozo de agua cristalina, y había llegado incluso a apreciar su compañía. «Aunque espero que no haga nada extraño» reflexionó. Aún no se había habituado a su macabro comportamiento, aunque Rokuro no le culpaba; para trabajar en el Cipher Pol hacía falta estar loco.

«Eso me convierte en otro loco —pensó mientras un ligero atisbo de sonrisa amenazaba con posarse en sus labios. Por la manera en que fue criado le había costado aprender a confiar en los demás, siempre arisco y reticente ante otras personas, aunque había aprendido a superar aquellas barreras. Sin embargo, desde que se había unido a la agencia de espionaje todas sus dudas y temores habían vuelto, volviéndose una persona paranoica y desconfiada—. ¿Y si Jojo tampoco es de fiar?».

No era la primera vez que reflexionaba sobre aquel pensamiento, aunque siempre llegaba a la misma conclusión. El mudo no solo le había mostrado de sobremanera su buen fondo y sus buenas intenciones, sino que además no tenía ningún sentido que se tomase tantas molestias en fingir algo que no era por un simple agente de la escala básica. No, sin duda Jojo se mostraba tal y como era, y para su desgracia, en aquello residía su encanto.

—Te espero en el hotel Tabula Rasa —dijo a través del Den Den Mushi tras la respuesta de su compañero.

Momentos más tarde se encontraba sentado en una butaca de cuero en el recibidor del hotel. Era un lugar sencillo, sin grandes lujos, pero bastante discreto. Y Rokuro no necesitaba nada más. Aquel día se había puesto un sencillo traje negro, con camisa de botones blanca y corbata a juego con el traje, y la chaqueta la había doblado cuidadosamente sobre el apoyabrazos derecho de la butaca. Takarashi había decidido salir a sobrevolar la isla, y Rokuro no se lo impidió. El ave era un buen compañero y no le gustaba separarse de él, pero comprendía que también tenía sus necesidades.

Mientras esperaba a su amigo y en ocasiones compañero de trabajo, cogió una revista de un cesto cercano y comenzó a leer una poco interesante pero llamativa noticia sobre los efectos positivos de la baba de caracol en la piel. «Por favor, aparece ya» pensó al acabar el artículo.

Jojo preguntó por el hotel. Conseguida la dirección, estuvo comiéndose todo el camino el coco por si el ninja se había provechado de la buena nueva y queria que le invitase a langostas o algo así. No quería que su nueva encontrada fortuna hiciese que la gente le tratase diferente, pero aquella era una verdad tan grande y pesada como un puñetero piano. Al llegar a la entrada del hotel, de tres estrellas, se tranquilizó algo hasta que la paranoia volvió a acosarle. Quizá, con lo avaro que era Rokuro, invertir en más estrellas cuando tres bastaban era algo que iba en contra de su agarrada naturaleza.


Tragó saliva. Iba con su traje usual, remendado y lleno de torpes parches. Un traje que visto lo visto ya no tendría por qué llevar porque podía permitirse algo mucho más caro y a medida, pero que se había convertido inadvertidamente en su segunda pie. Jojo no era de gastar dinero innecesariamente, no cuando el mundo neceistaba tanto. Sin embargo, ya había repartido suficiente caridad ajena con su último deseo.

Ese dinero debía ser suyo. Suyo porque debía, aunque no podía, merecérselo de algún extraño modo. Al menos, eso se decía a si mismo pese a que quería decirse lo contrario.

Entró y se dirigió a la recepción sin saber muy bien qué podía preguntar. ¿Mira, habéis visto un tío que le gusta trepar tejados y que tiene un águila? ¿Un agente del gobierno? No podía, claro está. Y el señor se le quedó mirando esperando amablemente a que hablara, cosa que, claro es´ta, no podía hacer y seguía sin poder por mucho dinero que tuviese...

Aunque aún le quedaba un deseo...

A los pocos minutos apartó la revista, aburrido. Lo cierto es que no solía tener tiempo libre, y el poco del que disponía lo solía usar para realizar extenuantes entrenamientos, tal era su deber como agente del servicio secreto. Sin embargo, no podía entrenar en las inmediaciones ya que podía llamar la atención y dar a conocer la presencia del Cipher Pol en la isla. Que no es como si los criminales del lugar no tuvieran informadores que se encargasen de eso, pero tampoco era cuestión de ayudarles mostrando cómo una persona puede caminar por el aire y realizar muchas otras extrañas hazañas.

Al dejar su ordinaria lectura comenzó a desviar su atención hacia las distintas personas que entraban y salían del lugar. Todas parecían personas comunes, felices y despreocupadas, pero sabía que detrás de cada una de ellas habían toda clase de circunstancias, que su apariencia era mera fachada. Pero eso a él no le importaba; simplemente disfrutaba con el vaivén de inquilinos, a la espera de su compañero.

Lo cierto es que Jojo no se hizo de rogar. Puntual como siempre, se había presentado en el mostrador de la recepción, dónde el hombre encargado de las entradas y salidas le miraba cómo si esperase por algo. Sabiendo ya qué estaba ocurriendo, se levantó con presteza y se acercó hasta su compañero, apoyando una mano sobre su hombro y dirigiendo una tranquilizadora sonrisa hacia el recepcionista.

—No se preocupe, ha venido a verme —le dijo—. Puede continuar con su trabajo.

Si el hombre mostró algún signo de desconcierto, no lo mostró. Aquella no era una situación común, pero seguro que habían pasado ante él cientos de clientes aún más extravagantes y con peor comportamiento, por lo que le devolvió la sonrisa y volvió a sus papeles.

—Cuánto tiempo —le dijo a su compañero, que llevaba sus desgastadas ropas como era costumbre—. ¡No has cambiado nada!

Se alegraba de verle y de tenerle ahí. Era difícil hacer amistades en el Cipher Pol, y mucho más confiar en ellas, pero cuando se trataba de Jojo no tenía ninguna duda.

—Bueno, antes de ponernos al día, ¿qué te apetece hacer?

Esperó tranquilamente a que el cornudo se comunicase. No podía hablar, pero había aprendido a hacerse entender, y Rokuro siempre se esforzaba en comprender lo que intentaba decirle. Se preguntaba qué le diría. Quizás quisiera ver una de esas famosas carreras de autos burbuja típicas de la zona, o tal vez tuviera ganas de hacer un tour gourmet para probar la comida local. A Jojo le gustaba mucho la comida.