Maki
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-¿Botiquín?
-Listo.
-¿Raciones?
-Esto...
-¿Bengalas?
-¿Es eso que se enciende?
-¿Boina?
-Puesta.
-¿Copia del MANUAL? -gritó el instructor, pues lo primero, o casi lo primero, que un revolucionario aprendía era a mostrar la debida devoción al MANUAL y a hacer que cada mención suya resaltase.
-Dos.
-En ese caso ya tienes tu kit de bienvenida al completo. Recuerda por qué luchas y por quién lo haces. Sé justo, valiente y obediente y la Historia de la Causa te recordará. Bienvenido a la Revolución, cadete.
El Cadete Makintosh levantó el puño con una ligera sensación de haber vivido ya todo eso. Cuánto tiempo sin calzarse las botas de la revolución, sin portar la antorcha de la justicia, la coquilla de la bondad y las lentillas de colores de la molonidad. Cerró la mochila con el kit de bienvenida y se dispuso a comenzar su nueva vida, otra vez, dentro de la Armada.
-Entonces, ¿comemos ya? -preguntó, poco acostumbrado a no ser él quien decidía esas cosas. El nuevo comienzo iba a ser difícil.
Lo cierto era que llevaba una semana un poco rara. Un día se fue a dormir después del concurso anual de comer flanes de los Centellas y de repente se despertó al siguiente metido en una nevera cincuenta años después. Había muchas cosas que no entendía, pero no le parecía el momento de perderse en ellas. Aquel era el día de su ceremonia de ingreso, de la tercera, si contaba aquella vez en que le habían echado durante tres días por pisarle un pie a la gorda de Recursos Humanos, y debía saborearla.
-Entonces, ¿comemos ya?
-No es hora de comer, cadete. -Qué poco acostumbrado estaba a ese rango. Con lo bien que sonaba “Oficial”-... Ahora comienza vuestra instrucción.
El grupo se aglomeró en torno al instructor. Allí había casi una docena de nuevos reclutas, todos ellos dispuestos a entregar sus vidas como carne de cañón de la Causa. Y bien orgulloso que se sentía Maki de ello. Igual luego se presentaba y les contaba alguna batallita, como veterano que era. El instructor, un tipo alto, recio, tuerto y feo como solo un soldado exitoso podía ser, señaló el bosque siniestro con su vara de señalar.
-Meteos ahí y sobrevivid a lo que os echemos. Deberéis cumplir el objetivo y volver aquí antes del amanecer o seréis expulsados. ¿Alguna pregunta?
Maki levantó la mano.
-¿Cuál es el objet...?
El instructor pegó un tiro al aire y, cuando el mono al que le había dado cayó muerto al suelo, gritó:
-¡Adelante!
-Listo.
-¿Raciones?
-Esto...
-¿Bengalas?
-¿Es eso que se enciende?
-¿Boina?
-Puesta.
-¿Copia del MANUAL? -gritó el instructor, pues lo primero, o casi lo primero, que un revolucionario aprendía era a mostrar la debida devoción al MANUAL y a hacer que cada mención suya resaltase.
-Dos.
-En ese caso ya tienes tu kit de bienvenida al completo. Recuerda por qué luchas y por quién lo haces. Sé justo, valiente y obediente y la Historia de la Causa te recordará. Bienvenido a la Revolución, cadete.
El Cadete Makintosh levantó el puño con una ligera sensación de haber vivido ya todo eso. Cuánto tiempo sin calzarse las botas de la revolución, sin portar la antorcha de la justicia, la coquilla de la bondad y las lentillas de colores de la molonidad. Cerró la mochila con el kit de bienvenida y se dispuso a comenzar su nueva vida, otra vez, dentro de la Armada.
-Entonces, ¿comemos ya? -preguntó, poco acostumbrado a no ser él quien decidía esas cosas. El nuevo comienzo iba a ser difícil.
Lo cierto era que llevaba una semana un poco rara. Un día se fue a dormir después del concurso anual de comer flanes de los Centellas y de repente se despertó al siguiente metido en una nevera cincuenta años después. Había muchas cosas que no entendía, pero no le parecía el momento de perderse en ellas. Aquel era el día de su ceremonia de ingreso, de la tercera, si contaba aquella vez en que le habían echado durante tres días por pisarle un pie a la gorda de Recursos Humanos, y debía saborearla.
-Entonces, ¿comemos ya?
-No es hora de comer, cadete. -Qué poco acostumbrado estaba a ese rango. Con lo bien que sonaba “Oficial”-... Ahora comienza vuestra instrucción.
El grupo se aglomeró en torno al instructor. Allí había casi una docena de nuevos reclutas, todos ellos dispuestos a entregar sus vidas como carne de cañón de la Causa. Y bien orgulloso que se sentía Maki de ello. Igual luego se presentaba y les contaba alguna batallita, como veterano que era. El instructor, un tipo alto, recio, tuerto y feo como solo un soldado exitoso podía ser, señaló el bosque siniestro con su vara de señalar.
-Meteos ahí y sobrevivid a lo que os echemos. Deberéis cumplir el objetivo y volver aquí antes del amanecer o seréis expulsados. ¿Alguna pregunta?
Maki levantó la mano.
-¿Cuál es el objet...?
El instructor pegó un tiro al aire y, cuando el mono al que le había dado cayó muerto al suelo, gritó:
-¡Adelante!
Prometeo
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Guardó la última taza y se giró hacia el comedor, como queriendo verificar que todo estaba limpio. Como de costumbre, había comenzado la mañana con una necesaria sesión de meditación seguida de un contundente desayuno, así se aseguraba de tener una buena actitud por el resto del día.
Por fuera, mantenía su apariencia estoica habitual, pero en su interior bullía la emoción. Durante las últimas cuatro décadas, había respaldado a la Armada Revolucionaria desde la retaguardia, dedicándose a sanar a los heridos y aportando avances tecnológicos. Sin embargo, ahora tenía la libertad de unirse al frente de batalla y apoyar a sus camaradas, pues su difunta esposa, antes de morir, le había liberado de todas sus promesas a excepción de una.
-¿Está seguro de que quiere ver a los novatos, teniente? -preguntó el brigadier José Pedro, un hombre moreno y de mostacho envidiable-. No hay ninguno especial. Bueno, puede que sí haya un par…
Prometeo avanzaba con paso suave por los pasillos de la base. Podía oler la revolución en las paredes del edificio, una perfecta combinación entre pólvora, sudor y tabaco. Extrañaba la necesidad de tener un habano en la boca y una boina descansando en la cabeza, aunque nunca había fumado ni le iban los sombreros.
-Sí, quiero ver algo -respondió el teniente Prometeo, misterioso y con la mirada puesta en el campo de entrenamiento.
Desde el pasillo, acariciado por el cálido viento del aire acondicionado averiado, observaba al instructor rodeado de los reclutas. Una sensación de nostalgia recorrió su cuerpo y dibujó una sonrisa que evocaba recuerdos lejanos.
-¿Y eso es…?
-He pasado mucho tiempo en los centros médicos de la Armada, así que debo estar oxidado -comenzó a decir Prometeo, ignorando la pregunta del brigadier José Pedro-. ¿Debería unirme a los reclutas?
Sin importar las objeciones del brigadier, Prometeo se dirigió hacia el campo de entrenamiento con una sonrisa de emoción. Al parecer había llegado en buen momento porque el instructor estaba haciendo cosas de instructor como dar instrucciones. Fue en ese momento que Prometeo reparó en una figura emblemática, única y horrible como ninguna otra. Era el soldado perfecto, el revolucionario ideal, el hombre de la boina. Su mente, incapaz de reconocer lo que sus ojos veían, viajó a un pasado distante en el que luchó codo a codo con quien le enseñó la existencia del MANUAL.
-¿Acaso es esto posible…?
Como un hombre que se acerca a la nevera hipnotizado por la última cerveza, Prometeo caminó hacia el hombre que le guio por el camino de la revolución. Sin embargo, un tiro al aire le sacó de su ensimismamiento y recobró los sentidos. La prueba de los reclutas estaba por comenzar.
-Quiero hacer la prueba con ellos -expresó el teniente-, y necesito que me confirmes si ese hombre es el Comandante Augustus Makintosh.
Por fuera, mantenía su apariencia estoica habitual, pero en su interior bullía la emoción. Durante las últimas cuatro décadas, había respaldado a la Armada Revolucionaria desde la retaguardia, dedicándose a sanar a los heridos y aportando avances tecnológicos. Sin embargo, ahora tenía la libertad de unirse al frente de batalla y apoyar a sus camaradas, pues su difunta esposa, antes de morir, le había liberado de todas sus promesas a excepción de una.
-¿Está seguro de que quiere ver a los novatos, teniente? -preguntó el brigadier José Pedro, un hombre moreno y de mostacho envidiable-. No hay ninguno especial. Bueno, puede que sí haya un par…
Prometeo avanzaba con paso suave por los pasillos de la base. Podía oler la revolución en las paredes del edificio, una perfecta combinación entre pólvora, sudor y tabaco. Extrañaba la necesidad de tener un habano en la boca y una boina descansando en la cabeza, aunque nunca había fumado ni le iban los sombreros.
-Sí, quiero ver algo -respondió el teniente Prometeo, misterioso y con la mirada puesta en el campo de entrenamiento.
Desde el pasillo, acariciado por el cálido viento del aire acondicionado averiado, observaba al instructor rodeado de los reclutas. Una sensación de nostalgia recorrió su cuerpo y dibujó una sonrisa que evocaba recuerdos lejanos.
-¿Y eso es…?
-He pasado mucho tiempo en los centros médicos de la Armada, así que debo estar oxidado -comenzó a decir Prometeo, ignorando la pregunta del brigadier José Pedro-. ¿Debería unirme a los reclutas?
Sin importar las objeciones del brigadier, Prometeo se dirigió hacia el campo de entrenamiento con una sonrisa de emoción. Al parecer había llegado en buen momento porque el instructor estaba haciendo cosas de instructor como dar instrucciones. Fue en ese momento que Prometeo reparó en una figura emblemática, única y horrible como ninguna otra. Era el soldado perfecto, el revolucionario ideal, el hombre de la boina. Su mente, incapaz de reconocer lo que sus ojos veían, viajó a un pasado distante en el que luchó codo a codo con quien le enseñó la existencia del MANUAL.
-¿Acaso es esto posible…?
Como un hombre que se acerca a la nevera hipnotizado por la última cerveza, Prometeo caminó hacia el hombre que le guio por el camino de la revolución. Sin embargo, un tiro al aire le sacó de su ensimismamiento y recobró los sentidos. La prueba de los reclutas estaba por comenzar.
-Quiero hacer la prueba con ellos -expresó el teniente-, y necesito que me confirmes si ese hombre es el Comandante Augustus Makintosh.
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A Maki le pitaban los oídos por culpa de aquel dichoso disparo. O, más bien, la grasilla alrededor de los agujeros por los que oía, o eso creía, temblaba tanto que era como si el sonido le llegase desde detrás de una cascada. Una cascada de disparos al aire.
Los cadetes se lanzaron a la carrera hacia el bosque siniestro donde tendría lugar la prueba. El hecho de que los árboles fuesen todos de un amarillo chillón molestaba mucho a Maki, pero a los demás parecía darles igual. Normal, eran jóvenes. Su pecho ardía con la llama de la Revolución, tal y como debía ser, y no conocían el riesgo que entrañaba vivir en la superficie. Bueno, eso quizás sí, pero habría que verlos en el fondo del mar. Ahí sí que no sabían nada. ¡Ja!
Maki suspiró con esperanzas de futuro. Serían una primera línea de infantería excelente.
Metiéndose el dedo en una oreja -o lo que fuera que él tuviese-, Maki se quedó atrás. El instructor le lanzó una mirada confusa, una de esas que la gente le echaba cuando sopesaba si comérselo o no. Maki le sonrió, porque quería caer bien y empezar con buen pie su nueva etapa, y el instructor sonrió a su vez. Con una sonrisa rara de esas que parecía que fuesen a escupir al suelo, pero si enseñaba los dientes contaba como sonrisa.
-Vale, vamos allá... Hora de la prueba -se animó en voz alta.
Y empezó a calentar. Los estiramientos eran importantes. Tríceps para allá, cuádriceps para acá... No se sabía los músculos, pero recordaba muchas de las clases de aeróbic para jubilados de Báltigo y sabía lo bien que venían. Aquellos novatos, esos brotes verdes, en cambio, apenas sabían nada. Uno no se lanzaba a la batalla sin antes haber hecho un rato de yoga o al menos tener muchas ganas de mear. Inconscientes... De hecho, evitar la batalla era buena parte de lo que Maki les había enseñado a sus muchachos en los viejos tiempos.
Y mientras calentaba, lo vio. Pelo claro como la arena al amanecer, más o menos alto, con extremidades funcionales... Y ya. A Maki no se le daba bien fijarse en las cosas de humanos. Pero estaba seguro de que le sonaba de algo. Cuando el recién llegado pronunció su nombre, Maki se acercó y lo observó desde arriba. Tenía pinta de alguien tranquilo, familiar y sereno. Aquel era un rostro que inspiraba inspiración.
-Tú... ¿Vienes por aquel libro que no devolví a la biblioteca? Te juro que yo quería llevarlo, pero Jack el Asno se lo comió. Bueno, solo las hojas impares, no sé por qué, y yo solo probé las pares porque parecían gustarle mucho y pensé que estarían buenas. -Maki empezó a sudar, preguntándose si aquel bibliotecario le...
El instructor carraspeó muy poco disimuladamente y pegó otro tiro al aire mientras señalaba exageradamente el bosque.
-Sí, sí, ya voy. Tío plasta -murmuró entre dientes. Luego le sonrió de nuevo.
Eso es. Un buen comienzo, Augustus.
Los cadetes se lanzaron a la carrera hacia el bosque siniestro donde tendría lugar la prueba. El hecho de que los árboles fuesen todos de un amarillo chillón molestaba mucho a Maki, pero a los demás parecía darles igual. Normal, eran jóvenes. Su pecho ardía con la llama de la Revolución, tal y como debía ser, y no conocían el riesgo que entrañaba vivir en la superficie. Bueno, eso quizás sí, pero habría que verlos en el fondo del mar. Ahí sí que no sabían nada. ¡Ja!
Maki suspiró con esperanzas de futuro. Serían una primera línea de infantería excelente.
Metiéndose el dedo en una oreja -o lo que fuera que él tuviese-, Maki se quedó atrás. El instructor le lanzó una mirada confusa, una de esas que la gente le echaba cuando sopesaba si comérselo o no. Maki le sonrió, porque quería caer bien y empezar con buen pie su nueva etapa, y el instructor sonrió a su vez. Con una sonrisa rara de esas que parecía que fuesen a escupir al suelo, pero si enseñaba los dientes contaba como sonrisa.
-Vale, vamos allá... Hora de la prueba -se animó en voz alta.
Y empezó a calentar. Los estiramientos eran importantes. Tríceps para allá, cuádriceps para acá... No se sabía los músculos, pero recordaba muchas de las clases de aeróbic para jubilados de Báltigo y sabía lo bien que venían. Aquellos novatos, esos brotes verdes, en cambio, apenas sabían nada. Uno no se lanzaba a la batalla sin antes haber hecho un rato de yoga o al menos tener muchas ganas de mear. Inconscientes... De hecho, evitar la batalla era buena parte de lo que Maki les había enseñado a sus muchachos en los viejos tiempos.
Y mientras calentaba, lo vio. Pelo claro como la arena al amanecer, más o menos alto, con extremidades funcionales... Y ya. A Maki no se le daba bien fijarse en las cosas de humanos. Pero estaba seguro de que le sonaba de algo. Cuando el recién llegado pronunció su nombre, Maki se acercó y lo observó desde arriba. Tenía pinta de alguien tranquilo, familiar y sereno. Aquel era un rostro que inspiraba inspiración.
-Tú... ¿Vienes por aquel libro que no devolví a la biblioteca? Te juro que yo quería llevarlo, pero Jack el Asno se lo comió. Bueno, solo las hojas impares, no sé por qué, y yo solo probé las pares porque parecían gustarle mucho y pensé que estarían buenas. -Maki empezó a sudar, preguntándose si aquel bibliotecario le...
El instructor carraspeó muy poco disimuladamente y pegó otro tiro al aire mientras señalaba exageradamente el bosque.
-Sí, sí, ya voy. Tío plasta -murmuró entre dientes. Luego le sonrió de nuevo.
Eso es. Un buen comienzo, Augustus.
Prometeo
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La pregunta del hombre-pez dejó desconcertado a Prometeo, no porque no le hubiese reconocido, sino porque Jack el Asno había devorado solo las hojas impares del libro que no había devuelto a la biblioteca.
-Devolver un libro a la biblioteca no es un acto muy revolucionario -complementó Prometeo, siguiendo el sinsentido del cadete con una seriedad preocupante.
No alcanzó a decir más porque el fanático de los tiros había vuelto a presionar el gatillo.
Prometeo, acostumbrado a los disparos y explosiones, permaneció inmóvil como una estatua ante el ruido, aunque se distrajo con el humo que escapaba por el cañón de la pistola. Se giró hacia el instructor y lo miró desde arriba, como si lo fuese a regañar por lo que acababa de hacer.
-He estado mucho tiempo fuera del campo y estos huesos necesitan un poco de acción, así que iré con ellos -determinó el fénix, dando por hecho que un teniente podía participar en la prueba de ingreso.
Al pertenecer a un escalafón más abajo, el instructor no podía negarse a las decisiones de un teniente. Así, Prometeo apuró el paso para alcanzar a quien creía que era el comandante. No le extrañaba que le hubiese desconocido, había pasado mucho tiempo sin verse y también había cambiado. Era más alto y fornido, se había cortado el cabello y su rostro había madurado, aunque su esencia permanecía idéntica a la de siempre. Quizás el comandante esperaba que su antiguo discípulo fuese un saco arrugado y con la espalda encorvada, pensamiento que conllevaba a la siguiente pregunta: ¿por qué él tenía el mismo aspecto de hacía cincuenta años?
-Hagamos la prueba juntos -propuso el fénix-, en la unión está la fuerza.
Al entrar al bosque, sintió al aire fresco y limpio impregnado con una mezcla de aromas naturales. Era una combinación exquisita de la fragancia de la madera húmeda y las notas terrosas, musgosas y de hojas en descomposición. Los silbidos esporádicos de los pájaros creaban un ambiente de tranquilidad y paz, e invitaban a buscarlos ocultos entre las ramas de los árboles. La sombra de las copas de los gigantes arbóreos ofrecían un alivio refrescante, mientras que la luz filtrada a través de las hojas hacía un juego de luces y sombras fascinantes.
De pronto, entre los helechos y las hierbas silvestres, un objeto metálico y entre oculto capturó la atención de Prometeo. Se acercó, su mente nadando en un río de curiosidad. Era una caja de metal rota y sucia. La observó con detalle y se dio cuenta de que tenía un mecanismo interior, aunque no había ninguna pista que indicara cuál era su propósito. Además, el estado en el que estaba sugería que, sin importar qué fuera, era enteramente inútil. Allí, en medio del abrazo de la naturaleza, había un trozo de basura mancillando el escenario perfecto.
-¿La quieres como recuerdo? -preguntó Prometeo, ofreciéndosela al comandante.
-Devolver un libro a la biblioteca no es un acto muy revolucionario -complementó Prometeo, siguiendo el sinsentido del cadete con una seriedad preocupante.
No alcanzó a decir más porque el fanático de los tiros había vuelto a presionar el gatillo.
Prometeo, acostumbrado a los disparos y explosiones, permaneció inmóvil como una estatua ante el ruido, aunque se distrajo con el humo que escapaba por el cañón de la pistola. Se giró hacia el instructor y lo miró desde arriba, como si lo fuese a regañar por lo que acababa de hacer.
-He estado mucho tiempo fuera del campo y estos huesos necesitan un poco de acción, así que iré con ellos -determinó el fénix, dando por hecho que un teniente podía participar en la prueba de ingreso.
Al pertenecer a un escalafón más abajo, el instructor no podía negarse a las decisiones de un teniente. Así, Prometeo apuró el paso para alcanzar a quien creía que era el comandante. No le extrañaba que le hubiese desconocido, había pasado mucho tiempo sin verse y también había cambiado. Era más alto y fornido, se había cortado el cabello y su rostro había madurado, aunque su esencia permanecía idéntica a la de siempre. Quizás el comandante esperaba que su antiguo discípulo fuese un saco arrugado y con la espalda encorvada, pensamiento que conllevaba a la siguiente pregunta: ¿por qué él tenía el mismo aspecto de hacía cincuenta años?
-Hagamos la prueba juntos -propuso el fénix-, en la unión está la fuerza.
Al entrar al bosque, sintió al aire fresco y limpio impregnado con una mezcla de aromas naturales. Era una combinación exquisita de la fragancia de la madera húmeda y las notas terrosas, musgosas y de hojas en descomposición. Los silbidos esporádicos de los pájaros creaban un ambiente de tranquilidad y paz, e invitaban a buscarlos ocultos entre las ramas de los árboles. La sombra de las copas de los gigantes arbóreos ofrecían un alivio refrescante, mientras que la luz filtrada a través de las hojas hacía un juego de luces y sombras fascinantes.
De pronto, entre los helechos y las hierbas silvestres, un objeto metálico y entre oculto capturó la atención de Prometeo. Se acercó, su mente nadando en un río de curiosidad. Era una caja de metal rota y sucia. La observó con detalle y se dio cuenta de que tenía un mecanismo interior, aunque no había ninguna pista que indicara cuál era su propósito. Además, el estado en el que estaba sugería que, sin importar qué fuera, era enteramente inútil. Allí, en medio del abrazo de la naturaleza, había un trozo de basura mancillando el escenario perfecto.
-¿La quieres como recuerdo? -preguntó Prometeo, ofreciéndosela al comandante.
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Curioso, cómo la sensación de creer conocer a alguien podía alargarse tanto sin llegar a concretarse en nada. Era como aguantar un estornudo mucho tiempo, como tener delante una hamburguesa de medusa y no comérsela. El no-bilbiotecario sí que parecía... familiar, pero los rostros humanos tenían la particularidad de ser la misma masa amorfa de carne toda del mismo color. Si al menos tuvieran una aleta o dos junto a la nariz...
Aun sin conocerlo, Maki aceptó al nuevo compañero de pruebas sin mucho problema. Al fin y al cabo, era su deber convertirse en el mentor de las nuevas generaciones, por raritas que estas fuesen. Debía conocerlas y hacer que le respetasen, para lo cual tenía que mostrarse cercano, pero no mucho. Decidió que se dejaría ver en público con algunos de los más guays y que haría bullying a algún otro para llegar a lo más alto de la escala social. Así que para allá que se fueron los dos, hacia lo desconocido, hacia el interior de aquel bosque amarillo que parecía un paquete de patatas fritas gigantes. Allí les aguardaba su futuro, su destino, allí les aguardaba... basura.
-Vaya, alguien ha tirado su fiambrera por ahí. ¿Es que no saben que no hay que tirar basura al suelo? ¿No pueden dársela a una tortuga, como todo el mundo? -En la Isla Gyojin tenían un equipo de basureros compuesto por tortugas gigantes, lo que había popularizado la expresión "tortugas de mierda". No era una expresión muy popular en según qué círculos-. Habrá que encontrar un cubo de basura y reciclarla. O usarla para hacer una tamborrada de protesta en algún sitio.
El cacharro era bastante grande, tanto que bien podría haberse metido él ahí dentro. Sería un instrumento de percusión excelente. Por desgracia, no hubo mucho tiempo para preparar actos reivindicativos. Otro de los cadetes, sin boina y con pinta de que le hubiese pasado una cabra por encima -pero una cabra muy grande-, apareció corriendo y se paró súbitamente nada más verlos.
-¡No toquéis la caja! -exclamó-. ¡No toquéis la caja!
Maki, que vio al pipiolo demasiado nervioso, usó toda su sabiduría de antiguo oficial para ayudarle a tranquilizarse: le arreó dos tortazos con la mano abierta y lo zarandeó como a la cuerda de una campana a la hora de comer. El joven cadete pareció calmarse, aunque se llevó la mano a la mejilla y se olió los dedos un segundo antes de hablar otra vez.
-No to...
La caja saltó y se comió al chaval. Más bien fue como si... No, sí, la caja había brincado de donde estaba tirada, se había abierto por un lateral y se había tragado entero al otro cadete antes de cerrarse de nuevo como si nada hubiera pasado. Maki había estado a punto de correr la misma suerte, porque el objeto le había pasado rozando, pero al parecer era su día de suerte.
-¡Ahh! -gritó Maki, consciente de que, en cuanto esa cosa echara un vistazo, se daría cuenta de que le convenía más elegirle como alimento a él que a un insulso y huesudo humano-. ¡Se lo ha zampado! ¿Y ahora qué? Seguro que quiere postre. -Metió mano a su bolsillo y sacó una bolsa de pipas peladas. La abrió, aunque se la estaba guardando para merendar luego, y empezó a lanzarlas hacia la caja-. Toma, bonita. Mira qué ricas las pipas. -Entonces se giró y le susurró a su compañero-. No le cojas cariño. Vamos a tener que comérnosla nosotros antes.
Aun sin conocerlo, Maki aceptó al nuevo compañero de pruebas sin mucho problema. Al fin y al cabo, era su deber convertirse en el mentor de las nuevas generaciones, por raritas que estas fuesen. Debía conocerlas y hacer que le respetasen, para lo cual tenía que mostrarse cercano, pero no mucho. Decidió que se dejaría ver en público con algunos de los más guays y que haría bullying a algún otro para llegar a lo más alto de la escala social. Así que para allá que se fueron los dos, hacia lo desconocido, hacia el interior de aquel bosque amarillo que parecía un paquete de patatas fritas gigantes. Allí les aguardaba su futuro, su destino, allí les aguardaba... basura.
-Vaya, alguien ha tirado su fiambrera por ahí. ¿Es que no saben que no hay que tirar basura al suelo? ¿No pueden dársela a una tortuga, como todo el mundo? -En la Isla Gyojin tenían un equipo de basureros compuesto por tortugas gigantes, lo que había popularizado la expresión "tortugas de mierda". No era una expresión muy popular en según qué círculos-. Habrá que encontrar un cubo de basura y reciclarla. O usarla para hacer una tamborrada de protesta en algún sitio.
El cacharro era bastante grande, tanto que bien podría haberse metido él ahí dentro. Sería un instrumento de percusión excelente. Por desgracia, no hubo mucho tiempo para preparar actos reivindicativos. Otro de los cadetes, sin boina y con pinta de que le hubiese pasado una cabra por encima -pero una cabra muy grande-, apareció corriendo y se paró súbitamente nada más verlos.
-¡No toquéis la caja! -exclamó-. ¡No toquéis la caja!
Maki, que vio al pipiolo demasiado nervioso, usó toda su sabiduría de antiguo oficial para ayudarle a tranquilizarse: le arreó dos tortazos con la mano abierta y lo zarandeó como a la cuerda de una campana a la hora de comer. El joven cadete pareció calmarse, aunque se llevó la mano a la mejilla y se olió los dedos un segundo antes de hablar otra vez.
-No to...
La caja saltó y se comió al chaval. Más bien fue como si... No, sí, la caja había brincado de donde estaba tirada, se había abierto por un lateral y se había tragado entero al otro cadete antes de cerrarse de nuevo como si nada hubiera pasado. Maki había estado a punto de correr la misma suerte, porque el objeto le había pasado rozando, pero al parecer era su día de suerte.
-¡Ahh! -gritó Maki, consciente de que, en cuanto esa cosa echara un vistazo, se daría cuenta de que le convenía más elegirle como alimento a él que a un insulso y huesudo humano-. ¡Se lo ha zampado! ¿Y ahora qué? Seguro que quiere postre. -Metió mano a su bolsillo y sacó una bolsa de pipas peladas. La abrió, aunque se la estaba guardando para merendar luego, y empezó a lanzarlas hacia la caja-. Toma, bonita. Mira qué ricas las pipas. -Entonces se giró y le susurró a su compañero-. No le cojas cariño. Vamos a tener que comérnosla nosotros antes.
Prometeo
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La caja se había tragado al chico, lo había zambullido como si no tuviera ganas de respetar las leyes de la física, y estuvo cerca de hacer lo mismo con el comandante, pero no tenía pintas de querer comer pescado. ¿Cómo lo había hecho? ¿Y con qué objetivo? ¿Qué permitía que la caja pudiera saltar y almacenar gente en su interior? Había tantas preguntas como sentimientos encontrados.
Prometeo, expresando una adecuada combinación de sorpresa y terror, se acercó con cuidado a la caja y empezó a analizarla con la mirada. Tenía cables rotos, tornillos medio sueltos y los bordes un tanto magullados. Su primer análisis había fallado. Sabía que tenía un mecanismo interior, pero había pronosticado que era inútil y que, fuera lo que fuera la caja, ya no funcionaba. No obstante, bien que había pegado un salto y se había tragado al chico, mostrando que incluso un ingeniero con tantísima experiencia como Prometeo podía equivocarse.
-No tiene pinta de que vayan a gustarle las semillas, comandante -puntualizó con tono serio, el ceño fruncido y la vista clavada en la caja-. Creo que esto le gustará más.
Prometeo sacó de su bolsillo un trozo de pan con queso en forma de triángulo y extendió el brazo tembloroso, ofreciéndole el bocadillo como un servidor ofrece un sacrificio al diablo. Nada sucedió. La caja permaneció estoica, fría y cerrada, imperturbable, inamovible y… Algo comenzó a sonar en su interior. Sonaba como el mecanismo de un reloj, solo que mucho más caótico, y pronto empezó el espectáculo de luces. Al principio eran de todos colores: rojas, amarillas, violetas; unos tonos más chillones que otros. Sin embargo, poco a poco fueron reemplazados por colores opacos y desganados como el blanco y el gris, nada demasiado emocionante.
-¿Acaso está reaccionando…? Lo sabía: a todo el mundo le gusta el pan -concluyó Prometeo, alejándose poco a poco con un desliz de miedo en su rostro.
Las luces cesaron luego de unos segundos eternos y el sonido mecánico fue reemplazado por otro que era como aire descomprimiéndose. Entonces la caja empezó a abrirse, arrojando una nube de humo tan gris como los deshechos gaseosos de una fábrica del Gobierno Mundial, de esas que no tenían sellos verdes ni campañas de marketing pensadas en la naturaleza.
Prometeo se mantuvo expectante y levantó la guardia, su corazón retumbando en su pecho como el bombo de una hinchada de fútbol. Una gota de sudor resbaló sin cuidado por su mejilla y, cuando cayó al suelo, la nube de humo terminó por dispersarse.
El chico sin boina ni pinta de revolucionario salió de la caja, aunque lucía distinto. Su cabello, alguna vez largo, ondulado y símbolo de la rebeldía juvenil, ahora lo llevaba corto y aburrido. Ya no vestía la chaqueta de tantos colores y parches variados de antes, sino que había sido reemplazada por un traje de oficina. Y sus pantalones eran de tela, anchos y completamente negros. Sin embargo, todo pareció perdido cuando los ojos de Prometeo se detuvieron en lo que había amarrado en el cuello del chico: una corbata.
-¿Estás... bien? -se apresuró en preguntar Prometeo.
-Tengo que volver a la oficina. Mi jefe quería el informe para ayer -respondió el muchacho con voz robótica-. Dijo que nos pusiéramos la camiseta por la empresa, que ahora somos una familia y que hiciera caso.
La expresión de Prometeo se tornó seria y frunció el ceño con los puños apretados.
-Parece que tenemos una caja normalizadora… Hace un tiempo escuché que el Gobierno Mundial había inventado un diabólico mecanismo que apaga el espíritu revolucionario y conduce a las personas dentro de los límites socialmente aceptables -informó el fénix, remarcando las palabras “caja normalizadora”. En serio, remarcándolas.
Prometeo, expresando una adecuada combinación de sorpresa y terror, se acercó con cuidado a la caja y empezó a analizarla con la mirada. Tenía cables rotos, tornillos medio sueltos y los bordes un tanto magullados. Su primer análisis había fallado. Sabía que tenía un mecanismo interior, pero había pronosticado que era inútil y que, fuera lo que fuera la caja, ya no funcionaba. No obstante, bien que había pegado un salto y se había tragado al chico, mostrando que incluso un ingeniero con tantísima experiencia como Prometeo podía equivocarse.
-No tiene pinta de que vayan a gustarle las semillas, comandante -puntualizó con tono serio, el ceño fruncido y la vista clavada en la caja-. Creo que esto le gustará más.
Prometeo sacó de su bolsillo un trozo de pan con queso en forma de triángulo y extendió el brazo tembloroso, ofreciéndole el bocadillo como un servidor ofrece un sacrificio al diablo. Nada sucedió. La caja permaneció estoica, fría y cerrada, imperturbable, inamovible y… Algo comenzó a sonar en su interior. Sonaba como el mecanismo de un reloj, solo que mucho más caótico, y pronto empezó el espectáculo de luces. Al principio eran de todos colores: rojas, amarillas, violetas; unos tonos más chillones que otros. Sin embargo, poco a poco fueron reemplazados por colores opacos y desganados como el blanco y el gris, nada demasiado emocionante.
-¿Acaso está reaccionando…? Lo sabía: a todo el mundo le gusta el pan -concluyó Prometeo, alejándose poco a poco con un desliz de miedo en su rostro.
Las luces cesaron luego de unos segundos eternos y el sonido mecánico fue reemplazado por otro que era como aire descomprimiéndose. Entonces la caja empezó a abrirse, arrojando una nube de humo tan gris como los deshechos gaseosos de una fábrica del Gobierno Mundial, de esas que no tenían sellos verdes ni campañas de marketing pensadas en la naturaleza.
Prometeo se mantuvo expectante y levantó la guardia, su corazón retumbando en su pecho como el bombo de una hinchada de fútbol. Una gota de sudor resbaló sin cuidado por su mejilla y, cuando cayó al suelo, la nube de humo terminó por dispersarse.
El chico sin boina ni pinta de revolucionario salió de la caja, aunque lucía distinto. Su cabello, alguna vez largo, ondulado y símbolo de la rebeldía juvenil, ahora lo llevaba corto y aburrido. Ya no vestía la chaqueta de tantos colores y parches variados de antes, sino que había sido reemplazada por un traje de oficina. Y sus pantalones eran de tela, anchos y completamente negros. Sin embargo, todo pareció perdido cuando los ojos de Prometeo se detuvieron en lo que había amarrado en el cuello del chico: una corbata.
-¿Estás... bien? -se apresuró en preguntar Prometeo.
-Tengo que volver a la oficina. Mi jefe quería el informe para ayer -respondió el muchacho con voz robótica-. Dijo que nos pusiéramos la camiseta por la empresa, que ahora somos una familia y que hiciera caso.
La expresión de Prometeo se tornó seria y frunció el ceño con los puños apretados.
-Parece que tenemos una caja normalizadora… Hace un tiempo escuché que el Gobierno Mundial había inventado un diabólico mecanismo que apaga el espíritu revolucionario y conduce a las personas dentro de los límites socialmente aceptables -informó el fénix, remarcando las palabras “caja normalizadora”. En serio, remarcándolas.
Maki
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Maki contempló horrorizado el cambio que esa caja había provocado en el joven. Pelo a lo tazón, corbata, ¡la camisa por dentro del pantalón! ¿Dónde estaba su boina reglamentaria? ¿Por qué llevaba zapatos sin espuelas brillantes? Y estaba casi seguro de que el chaval había tenido un diente de oro antes... La caja lo había mutilado hasta límites irreconocibles. Habían apagado su fuego. Maki estaba seguro de que le harían la eutanasia en cuanto volviesen a Báltigo.
-No te acerques a esa cosa -dijo apartándose de la caja todo lo posible-. ¿De dónde ha salido?
Desde lejos, examinó el monstruoso artefacto. La caja, lustrosa y gris oscuro, tenía tamaño suficiente como para poder meter dentro a varias personas. No parecía haber ningún asa para llevarla ni tampoco un mecanismo para abrirla, aunque sí se distinguía la línea por donde comía... se abría la tapa. Maki le dio con un palo y no pasó nada. Luego pinchó con el mismo palo al muchacho.
-Le ruego me disculpe, pero agradecería sobremanera que pusiera fin a sus acciones. Buenas tardes.
-¡NOOOOO!
Un revolucionario de verdad habría tenido una reacción mucho más pasional, mucho más viva. Ahí dentro ya no había nada, ni alma ni corazón ni espíritu de lucha. Solo era un cascarón vacío que seguramente acabase sus días trabajando y viviendo felizmente con una esposa normal y unos hijos normales en una isla normal y con un colchón monetario normal. ¡Sin acción! ¡Sin peligro! ¡Sin la posibilidad de dar su vida por la Causa!
-¡Pues no lo permitiré! -exclamó Maki de repente-. Tenemos que hacer algo. Hay que devolverlo a la normalidad y destruir esta caja antes de que cause más daño -le dijo a su compañero.
-Quizás yo pueda ayudar en eso.
De entre los árboles apareció un anciano. Venerable y sabio, sin duda, porque tenía sombrero picudo y un bastón. Vestía de gris y llevaba una barba de esas, blancas, suaves y muy largas, que una vez te cortas ya no vuelven a crecer igual. El anciano hablaba con voz grave y rotunda, como si todo lo que dijese fuese de suma importancia. Daba un poquito de miedo.
-¿Quién eres?
-Soy Fandalf.
-¿Que eres Gandalf?
-No, no, no, no -interrumpió el viejo, mirando a los lados como si alguien pudiese escucharles. Seguro que era un mago, ahora que le daba un par de vueltas-. Cuidado con lo que dices, chico. Soy Fandalf. Y la caja solo puede ser destruida en el lugar en el que se forjó: en los ardientes fuegos del Volcán de la Normalidad, donde reina una cosa a medias entre la oscuridad y la luz, ni siquiera lo bastante interesante como para ser malvada realmente.
Maki no daba crédito a lo que oía. Tenía que ser cierto, claro, porque lo decía un viejo muy serio, pero le resultaba tan fascinante y tan complicado todo que no se imaginaba llevándolo a cabo. Aquella era una tarea para personajes de cuento, no para gente de verdad.
Miró al otro revolucionario, cuyo nombre aún no conocía, y se preguntó qué sería de él si la caja lo devoraba también. ¿Le cambiaría ese pelo tan horrible por otro mejor pero más sieso y de un color normal? No, eso sí que no. Alguien tenía que hacer algo.
-Yo la llevaré. -Se ofreció casi sin darse cuenta. Luego señaló al del pelo banco-. Y ese también. -Se encogió de hombros como excusándose-. Es que parece que pesa un montón. ¿Dónde está el volcán ese?
-El Volcán de la Normalidad está justo en el centro de este bosque -respondió el viejo, que debía saber lo que se hacía, pues había sacado una pipa y se había puesto a fumar.
-Anda, mira qué suerte.
-Pero tened cuidado. La caja intentará devoraros si percibe que vuestra alma brilla con más intensidad de lo normal. Deberéis llevarla y arrojarla al fuego sin permitir que os corrompa para siempre. No es fácil resistir la tentación de ser una persona normal. -El viejo les tiró unas correas para poder atarla y llevarla a hombros-. Buena suerte, amigos míos. El destino del mundo depende de vosotros.
Con un gesto de su brazo, el anciano invocó a un enorme águila. Se subió a ella y desapareció en el cielo en un santiamén. Maki lo observó embelesado, fascinado por el potente batir de alas de la criatura. Entonces miró a su compañero de viaje y asintió, consciente de que les esperaba una tarea crucial.
-Ya podía habernos llevado a todos en ese bicho, ¿no?
-No te acerques a esa cosa -dijo apartándose de la caja todo lo posible-. ¿De dónde ha salido?
Desde lejos, examinó el monstruoso artefacto. La caja, lustrosa y gris oscuro, tenía tamaño suficiente como para poder meter dentro a varias personas. No parecía haber ningún asa para llevarla ni tampoco un mecanismo para abrirla, aunque sí se distinguía la línea por donde comía... se abría la tapa. Maki le dio con un palo y no pasó nada. Luego pinchó con el mismo palo al muchacho.
-Le ruego me disculpe, pero agradecería sobremanera que pusiera fin a sus acciones. Buenas tardes.
-¡NOOOOO!
Un revolucionario de verdad habría tenido una reacción mucho más pasional, mucho más viva. Ahí dentro ya no había nada, ni alma ni corazón ni espíritu de lucha. Solo era un cascarón vacío que seguramente acabase sus días trabajando y viviendo felizmente con una esposa normal y unos hijos normales en una isla normal y con un colchón monetario normal. ¡Sin acción! ¡Sin peligro! ¡Sin la posibilidad de dar su vida por la Causa!
-¡Pues no lo permitiré! -exclamó Maki de repente-. Tenemos que hacer algo. Hay que devolverlo a la normalidad y destruir esta caja antes de que cause más daño -le dijo a su compañero.
-Quizás yo pueda ayudar en eso.
De entre los árboles apareció un anciano. Venerable y sabio, sin duda, porque tenía sombrero picudo y un bastón. Vestía de gris y llevaba una barba de esas, blancas, suaves y muy largas, que una vez te cortas ya no vuelven a crecer igual. El anciano hablaba con voz grave y rotunda, como si todo lo que dijese fuese de suma importancia. Daba un poquito de miedo.
-¿Quién eres?
-Soy Fandalf.
-¿Que eres Gandalf?
-No, no, no, no -interrumpió el viejo, mirando a los lados como si alguien pudiese escucharles. Seguro que era un mago, ahora que le daba un par de vueltas-. Cuidado con lo que dices, chico. Soy Fandalf. Y la caja solo puede ser destruida en el lugar en el que se forjó: en los ardientes fuegos del Volcán de la Normalidad, donde reina una cosa a medias entre la oscuridad y la luz, ni siquiera lo bastante interesante como para ser malvada realmente.
Maki no daba crédito a lo que oía. Tenía que ser cierto, claro, porque lo decía un viejo muy serio, pero le resultaba tan fascinante y tan complicado todo que no se imaginaba llevándolo a cabo. Aquella era una tarea para personajes de cuento, no para gente de verdad.
Miró al otro revolucionario, cuyo nombre aún no conocía, y se preguntó qué sería de él si la caja lo devoraba también. ¿Le cambiaría ese pelo tan horrible por otro mejor pero más sieso y de un color normal? No, eso sí que no. Alguien tenía que hacer algo.
-Yo la llevaré. -Se ofreció casi sin darse cuenta. Luego señaló al del pelo banco-. Y ese también. -Se encogió de hombros como excusándose-. Es que parece que pesa un montón. ¿Dónde está el volcán ese?
-El Volcán de la Normalidad está justo en el centro de este bosque -respondió el viejo, que debía saber lo que se hacía, pues había sacado una pipa y se había puesto a fumar.
-Anda, mira qué suerte.
-Pero tened cuidado. La caja intentará devoraros si percibe que vuestra alma brilla con más intensidad de lo normal. Deberéis llevarla y arrojarla al fuego sin permitir que os corrompa para siempre. No es fácil resistir la tentación de ser una persona normal. -El viejo les tiró unas correas para poder atarla y llevarla a hombros-. Buena suerte, amigos míos. El destino del mundo depende de vosotros.
Con un gesto de su brazo, el anciano invocó a un enorme águila. Se subió a ella y desapareció en el cielo en un santiamén. Maki lo observó embelesado, fascinado por el potente batir de alas de la criatura. Entonces miró a su compañero de viaje y asintió, consciente de que les esperaba una tarea crucial.
-Ya podía habernos llevado a todos en ese bicho, ¿no?
Prometeo
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Guardó un extraño silencio durante la intervención de Fandalf, como si de alguna manera hubiera aceptado que debía callar y dejar que los eventos transcurriesen sin interrupción. Sentía como si estuviera siguiendo un guion sobre el cual no tenía ninguna clase de control. ¿O acaso estaba enloqueciendo? Quizás eran los efectos de la caja normalizadora, tal vez podía infundir pensamientos en su cabeza, ideas que no eran buenas ni malas. Solo eso, ideas.
Aterrizó de las nubes en las que estaba y prestó atención al anciano que había aparecido. Entendió que había una misión, una de esas importantes. Tenían que salvar las llamas de la Revolución de la aburrida normalidad, dejar que ardiesen por varios siglos más. Debían arrojar la caja al fuego del Volcán de la Normalidad en el centro del bosque y así asegurarían el buen futuro de los espíritus rebeldes.
Se le ocurrían un par de ideas para facilitar la misión. Podía dar fe de que cargar esa caja por horas daría un feo dolor de espalda y ya no estaba en edad de darse esos lujos, por más joven y sano que fuera. Caminar por el bosque tomaría tiempo, pero era una actividad gratificante así que supuso que estaría bien hacerlo. Transformarse en fénix y llegar al Volcán de la Normalidad en pocos minutos era la otra opción, aunque tiraría por la borda la Prueba.
-Supongo que así es como tiene que ser -respondió, aceptando los extraños sucesos con naturalidad.
Y con esa misma naturalidad, extendió su puño hacia la caja y la apuntó con su anillo negro. La llamativa joya empezó a desprender una delgada línea de luz azul y entonces arrojó un escáner que duró unos cuantos segundos. De pronto, la caja desapareció sin dejar rastro.
-Así será más cómodo y seguro para nosotros -comentó Prometeo con un intento de sonrisa, como si esperase unas felicitaciones por parte del comandante-. Si lo que Fandalf dijo es cierto, la caja nos susurrará cosas. Yo… Debo confesar algo, comandante. He estado fuera del frente por décadas y no estoy pasando por un buen momento, estoy lejos de ser el Pulmones que conocía. -El revolucionario hizo una pausa y su semblante se tornó serio-. Mi esposa falleció hace dos semanas. Tengo dudas sobre mi lugar en el mundo y sobre lo que haré en el futuro, pero esto no afectará nuestra misión, comandante.
Hablar de Sophia era difícil y nostálgico, la extrañaba más que a cualquier otra persona en el mundo, pero sabía que no regresaría. Lo sabía tan bien que dudaba de haberse convertido en un hombre de verdad o si solo era una fachada, pero en el fondo no era más que una máquina. Prometeo nunca había tenido tantas dudas y por primera vez en mucho tiempo no lograba ver su futuro con claridad.
-Lo siento, ¿alguno podría decirme cómo salir de este bosque? La hora de almuerzo terminó y debo regresar al trabajo -interrumpió el chico de la corbata.
La pregunta del muchacho sacó a Prometeo de su ensimismamiento y de pronto comenzó a ver el futuro. El regreso del comandante, la aparición de la caja, la misión… Podían ser las señales que había estado esperando. Empezaba a pensar que todo estaba entrelazado para avivar las llamas de la Revolución, un gigante aparentemente dormido que necesitaba despertar.
-Nos acompañarás al Volcán de la Normalidad -decidió Prometeo, colocando sus manos sobre los hombros del muchacho-. Volverás a ser como antes, lo prometo.
Aterrizó de las nubes en las que estaba y prestó atención al anciano que había aparecido. Entendió que había una misión, una de esas importantes. Tenían que salvar las llamas de la Revolución de la aburrida normalidad, dejar que ardiesen por varios siglos más. Debían arrojar la caja al fuego del Volcán de la Normalidad en el centro del bosque y así asegurarían el buen futuro de los espíritus rebeldes.
Se le ocurrían un par de ideas para facilitar la misión. Podía dar fe de que cargar esa caja por horas daría un feo dolor de espalda y ya no estaba en edad de darse esos lujos, por más joven y sano que fuera. Caminar por el bosque tomaría tiempo, pero era una actividad gratificante así que supuso que estaría bien hacerlo. Transformarse en fénix y llegar al Volcán de la Normalidad en pocos minutos era la otra opción, aunque tiraría por la borda la Prueba.
-Supongo que así es como tiene que ser -respondió, aceptando los extraños sucesos con naturalidad.
Y con esa misma naturalidad, extendió su puño hacia la caja y la apuntó con su anillo negro. La llamativa joya empezó a desprender una delgada línea de luz azul y entonces arrojó un escáner que duró unos cuantos segundos. De pronto, la caja desapareció sin dejar rastro.
-Así será más cómodo y seguro para nosotros -comentó Prometeo con un intento de sonrisa, como si esperase unas felicitaciones por parte del comandante-. Si lo que Fandalf dijo es cierto, la caja nos susurrará cosas. Yo… Debo confesar algo, comandante. He estado fuera del frente por décadas y no estoy pasando por un buen momento, estoy lejos de ser el Pulmones que conocía. -El revolucionario hizo una pausa y su semblante se tornó serio-. Mi esposa falleció hace dos semanas. Tengo dudas sobre mi lugar en el mundo y sobre lo que haré en el futuro, pero esto no afectará nuestra misión, comandante.
Hablar de Sophia era difícil y nostálgico, la extrañaba más que a cualquier otra persona en el mundo, pero sabía que no regresaría. Lo sabía tan bien que dudaba de haberse convertido en un hombre de verdad o si solo era una fachada, pero en el fondo no era más que una máquina. Prometeo nunca había tenido tantas dudas y por primera vez en mucho tiempo no lograba ver su futuro con claridad.
-Lo siento, ¿alguno podría decirme cómo salir de este bosque? La hora de almuerzo terminó y debo regresar al trabajo -interrumpió el chico de la corbata.
La pregunta del muchacho sacó a Prometeo de su ensimismamiento y de pronto comenzó a ver el futuro. El regreso del comandante, la aparición de la caja, la misión… Podían ser las señales que había estado esperando. Empezaba a pensar que todo estaba entrelazado para avivar las llamas de la Revolución, un gigante aparentemente dormido que necesitaba despertar.
-Nos acompañarás al Volcán de la Normalidad -decidió Prometeo, colocando sus manos sobre los hombros del muchacho-. Volverás a ser como antes, lo prometo.
Maki
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Así que el canoso era mago también, vaya cosas. Había usado sus hechizos arcanos para hacerle algo a la caja, provocando su desvanecimiento, con total naturalidad. Donde un segundo antes había estado el pesado armatoste devora-revolucionarios ya solo quedaban marcas en la tierra y un sapo. Aunque igual el sapo acababa de llegar... No, no, sin duda había convertido la caja en aquel extraño animalejo verde. Maki lo cogió y observó de cerca su viscosilla forma. La tentación de darle un lametón era poderosa...
-Wow... ¿Cómo lo has hecho?
En ese momento el sapo le dio un lametón a él. Su larga lengua se le pegó en la mejilla y Maki dio un grito, pensando que ahora intentaba devorarlo a él. Lo lanzó al aire, pero el bichejo seguía pegado a su cara, así que se quedó colgando de ella como un enorme moco gordo y con ojos. Necesitó un minuto largo para tranquilizarse y convencerse de que no había pasado nada. No tenía corbata y seguía molando, de eso estaba seguro. Falsa alarma. Se metió con cuidado al sapo en el bolsillo de la capa, pensando en lo peligroso pero cómodo que iba a ser llevarlo así. Mucho mejor que cargar la caja, desde luego. ¿También podría hacerlo al revés y convertir a los sapos en cajas? Porque siempre que hacía una mudanza le faltaba alguna.
Sin embargo, el mago estaba más por la labor de darle cháchara que de contarle sus trucos. Su esposa muerta, sus zozobras existenciales... Todo seguramente fruto de la crisis de los cuarenta o alguna cosas de esas de humanos. Pero, ¿por qué tenía que contárselo a él? Ahora el viaje iba a ser incómodo de narices. ¿Debería contar él algo también? Como que un desconocido despellejó a su abuela en su boda y se disfrazó con su piel? ¿O lo de aquel lunar que tanto le había estado preocupando hasta que descubrió que era caramelo? Pero no dijo nada. Algo de lo que había dicho el mago resonó dentro de su cabeza hasta que por fin pudo procesarlo.
Pulmones, su viejo camarada. El chaval al que conoció desde que era solo un cadete y al que había visto ascender a base de ocupar el puesto de gente que se iba muriendo. El pájaro de fuego, el... el...
Algo hizo “click” en la mente de Maki. De repente, un instinto que provenía desde lo más profundo de su subconsciente, una orden que no recordaba haber puesto ahí, tomó el control. Su cuerpo se movió por sí mismo y, tan claramente como recordaba su nombre, recordaba también lo que aquella voz desconocida había repetido un millón de veces sin ser él consciente.
“Destruir.”
Maki desconectó. Ya no tenía el control de su cuerpo. Apenas era consciente de lo que pasaba más que a través de efímeras visiones de sí mismo haciendo algo que no quería por motivos que no entendía, como si alguien lo hubiese programado como a esos robots asesinos que daban clases de ajedrez en Báltigo. Se vio a sí mismo desde fuera, como en un sueño, avanzar hacia Prometeo y alzar los brazos para estrangularle, lo cual le dio escalofríos... Qué fofos tenía los brazos desde esa perspectiva.
-Wow... ¿Cómo lo has hecho?
En ese momento el sapo le dio un lametón a él. Su larga lengua se le pegó en la mejilla y Maki dio un grito, pensando que ahora intentaba devorarlo a él. Lo lanzó al aire, pero el bichejo seguía pegado a su cara, así que se quedó colgando de ella como un enorme moco gordo y con ojos. Necesitó un minuto largo para tranquilizarse y convencerse de que no había pasado nada. No tenía corbata y seguía molando, de eso estaba seguro. Falsa alarma. Se metió con cuidado al sapo en el bolsillo de la capa, pensando en lo peligroso pero cómodo que iba a ser llevarlo así. Mucho mejor que cargar la caja, desde luego. ¿También podría hacerlo al revés y convertir a los sapos en cajas? Porque siempre que hacía una mudanza le faltaba alguna.
Sin embargo, el mago estaba más por la labor de darle cháchara que de contarle sus trucos. Su esposa muerta, sus zozobras existenciales... Todo seguramente fruto de la crisis de los cuarenta o alguna cosas de esas de humanos. Pero, ¿por qué tenía que contárselo a él? Ahora el viaje iba a ser incómodo de narices. ¿Debería contar él algo también? Como que un desconocido despellejó a su abuela en su boda y se disfrazó con su piel? ¿O lo de aquel lunar que tanto le había estado preocupando hasta que descubrió que era caramelo? Pero no dijo nada. Algo de lo que había dicho el mago resonó dentro de su cabeza hasta que por fin pudo procesarlo.
Pulmones, su viejo camarada. El chaval al que conoció desde que era solo un cadete y al que había visto ascender a base de ocupar el puesto de gente que se iba muriendo. El pájaro de fuego, el... el...
Algo hizo “click” en la mente de Maki. De repente, un instinto que provenía desde lo más profundo de su subconsciente, una orden que no recordaba haber puesto ahí, tomó el control. Su cuerpo se movió por sí mismo y, tan claramente como recordaba su nombre, recordaba también lo que aquella voz desconocida había repetido un millón de veces sin ser él consciente.
“Destruir.”
Maki desconectó. Ya no tenía el control de su cuerpo. Apenas era consciente de lo que pasaba más que a través de efímeras visiones de sí mismo haciendo algo que no quería por motivos que no entendía, como si alguien lo hubiese programado como a esos robots asesinos que daban clases de ajedrez en Báltigo. Se vio a sí mismo desde fuera, como en un sueño, avanzar hacia Prometeo y alzar los brazos para estrangularle, lo cual le dio escalofríos... Qué fofos tenía los brazos desde esa perspectiva.
Prometeo
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Algo extraño sucedió luego de que Prometeo hubiese confesado sus inseguridades con el Comandante. Algo, oscuro y maquiavélico, se activó dentro del gyojin y le obligó a actuar como una máquina violenta. Las manos del Comandante encontraron el cuello de Prometeo y enseguida comenzó el forcejeo. El fénix intentaba soltarse del agarre de su antiguo camarada, pero el tiempo fuera del campo de batalla le había vuelto débil. Las manos del Comandante eran más fuertes y gelatinosas, lo que hacía las cosas aún más complejas.
-Comandante… Por favor… Basta… -le suplicó con la voz entrecortada.
El muchacho que fue convertido en un tipo normal de camisa y corbata contempló indiferente la horrorosa escena, pero, al igual que sucedió con el Comandante, algo rebelde y apasionado surgió desde lo profundo de su interior. Como si fuera incapaz de controlar su propio cuerpo, como si fuera la marioneta de una fuerza superior e inexplicable, el muchacho recogió un tronco ancho y robusto y luego lo estampó contra la nuca del Comandante.
Prometeo no vio el desenlace del inesperado ataque del chico, pero sintió que el agarre había perdido fuerza y aprovechó la oportunidad para zafarse. Cayó de rodillas y tomó bocanadas de aire como si hubiera corrido una maratón de cien kilómetros sin detenerse un solo momento a descansar. Alzó la mirada y notó que el muchacho se preparaba para otro ataque, su mirada deseosa de hacer barricadas y levantar pancartas contra el Gobierno.
-¡Detente! ¡Está fuera de sí mismo! -intervino Prometeo después de recuperar el aliento.
Hizo un esfuerzo por ponerse de pie y enfrentó con determinación la situación. Sus propias manos comenzaron a emitir un fuego puro y anaranjado, caliente y peligroso. No iba a usarlo en contra de sus camaradas, pero serviría para intimidar y verse rudo. En el mundo natural, una técnica efectiva era hacerse ver como alguien más peligroso e intimidante de lo que en realidad era.
-No quería usar esto, pero me dejas otra opción, Comandante -sentenció Prometeo.
El anillo en su dedo lanzó destellos de todos colores y una lámina apareció en la mano del fénix.
-Debes recordar quien eres -dijo al final, asegurándose de que los ojos negros de Maki, como dos botones malformados, vieran la lámina: era una fotografía de la boda del Comandante.
-Comandante… Por favor… Basta… -le suplicó con la voz entrecortada.
El muchacho que fue convertido en un tipo normal de camisa y corbata contempló indiferente la horrorosa escena, pero, al igual que sucedió con el Comandante, algo rebelde y apasionado surgió desde lo profundo de su interior. Como si fuera incapaz de controlar su propio cuerpo, como si fuera la marioneta de una fuerza superior e inexplicable, el muchacho recogió un tronco ancho y robusto y luego lo estampó contra la nuca del Comandante.
Prometeo no vio el desenlace del inesperado ataque del chico, pero sintió que el agarre había perdido fuerza y aprovechó la oportunidad para zafarse. Cayó de rodillas y tomó bocanadas de aire como si hubiera corrido una maratón de cien kilómetros sin detenerse un solo momento a descansar. Alzó la mirada y notó que el muchacho se preparaba para otro ataque, su mirada deseosa de hacer barricadas y levantar pancartas contra el Gobierno.
-¡Detente! ¡Está fuera de sí mismo! -intervino Prometeo después de recuperar el aliento.
Hizo un esfuerzo por ponerse de pie y enfrentó con determinación la situación. Sus propias manos comenzaron a emitir un fuego puro y anaranjado, caliente y peligroso. No iba a usarlo en contra de sus camaradas, pero serviría para intimidar y verse rudo. En el mundo natural, una técnica efectiva era hacerse ver como alguien más peligroso e intimidante de lo que en realidad era.
-No quería usar esto, pero me dejas otra opción, Comandante -sentenció Prometeo.
El anillo en su dedo lanzó destellos de todos colores y una lámina apareció en la mano del fénix.
-Debes recordar quien eres -dijo al final, asegurándose de que los ojos negros de Maki, como dos botones malformados, vieran la lámina: era una fotografía de la boda del Comandante.
Maki
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Sentado en un taburete mental, Maki veía una peli. En ella, alguien que era casi clavadito a él estaba echando una siesta dentro de un tubo de cristal que parecía muy incómodo. El protagonista, porque claramente debía de ser el prota, tenía una mascarilla y algún que otro tubo más enganchados a su cuerpo de atleta de élite, y de su cuerpo tonificado por el combate, tallado en el mármol con el que los dioses construyen a sus elegidos, despuntaban brillantes fragmentos de hielo. ¿Estaba en una nevera? Qué raro.
De repente, una voz comenzaba a hablarle. Dijo muchas cosas con no demasiado sentido. Maki se aburrió un poco y se salió del cine a por palomitas. Cuando volvió a entrar, después del sablazo, el protagonista estaba en otro sitio, una selva o un bosque, pero no de los normales de algas, sino de los de la superficie, y agarraba a alguien por el cuello.
-Comandante... Por favor...
-Cof cof...
-Siempre tiene que haber alguien tosiendo en el cine -se quejó Maki-. Ahora ya no sé qué ha dicho.
Entre los que tosían, el que sorbía su bebida como si lo matasen, la que contestaba su Den Den Mushi y los chavales que cuchicheaban, la peli empezaba a volverse confusa. Encima, los niñatos de detrás le estaban dando pataditas a su asiento.
Maki se giró para protestar y llamar a un acomodador, pero entonces vio que los niñatos eran un montón de gamberros con pintas muy malas. El que parecía el líder se levantó y le dijo que se metiera en sus asuntos, a lo que Maki replicó que en su época le habrían enderezado en la mili de Báltigo. La discusión subió de tono cada vez más, hasta que alguien gritó:
-¡Detente!
Nunca llegó a saber a quién le hablaban, porque otro de los delincuentes se levantó y le atizó en la cabeza con un tronco.
Maki abrió los ojos y se encontró frente a una foto de su abuela. La señora, embutida en un descocado vestido de lentejuelas, posaba con cara de vinagre junto a Hipatia, la esposa de Maki, y varios miembros más de su familia. Rita Makintosh Lucía una sonrisa magnífica, y el primo Rufus tenía esa extraña expresión de alelado siniestro que tenía siempre. Por alguna razón, quien sujetaba la foto era...
-¡Eres el Gallo de Fuego!
¿Cómo no se había dado cuenta? Aunque envejecido, su viejo aprendiz estaba igual que siempre. Vale, quizás más mayor, pero los humanos se arrugaban con cualquier cosa. Sí, sin duda era él.
-¿Qué haces con eso? Creí que Hipatia había mandado quemar todas las fotos. Y qué mayor estás. Espero que no hayas descuidado tu entrenamiento, que estás un poco fondón.
De repente, una voz comenzaba a hablarle. Dijo muchas cosas con no demasiado sentido. Maki se aburrió un poco y se salió del cine a por palomitas. Cuando volvió a entrar, después del sablazo, el protagonista estaba en otro sitio, una selva o un bosque, pero no de los normales de algas, sino de los de la superficie, y agarraba a alguien por el cuello.
-Comandante... Por favor...
-Cof cof...
-Siempre tiene que haber alguien tosiendo en el cine -se quejó Maki-. Ahora ya no sé qué ha dicho.
Entre los que tosían, el que sorbía su bebida como si lo matasen, la que contestaba su Den Den Mushi y los chavales que cuchicheaban, la peli empezaba a volverse confusa. Encima, los niñatos de detrás le estaban dando pataditas a su asiento.
Maki se giró para protestar y llamar a un acomodador, pero entonces vio que los niñatos eran un montón de gamberros con pintas muy malas. El que parecía el líder se levantó y le dijo que se metiera en sus asuntos, a lo que Maki replicó que en su época le habrían enderezado en la mili de Báltigo. La discusión subió de tono cada vez más, hasta que alguien gritó:
-¡Detente!
Nunca llegó a saber a quién le hablaban, porque otro de los delincuentes se levantó y le atizó en la cabeza con un tronco.
Maki abrió los ojos y se encontró frente a una foto de su abuela. La señora, embutida en un descocado vestido de lentejuelas, posaba con cara de vinagre junto a Hipatia, la esposa de Maki, y varios miembros más de su familia. Rita Makintosh Lucía una sonrisa magnífica, y el primo Rufus tenía esa extraña expresión de alelado siniestro que tenía siempre. Por alguna razón, quien sujetaba la foto era...
-¡Eres el Gallo de Fuego!
¿Cómo no se había dado cuenta? Aunque envejecido, su viejo aprendiz estaba igual que siempre. Vale, quizás más mayor, pero los humanos se arrugaban con cualquier cosa. Sí, sin duda era él.
-¿Qué haces con eso? Creí que Hipatia había mandado quemar todas las fotos. Y qué mayor estás. Espero que no hayas descuidado tu entrenamiento, que estás un poco fondón.
Prometeo
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Akuma no mi
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¿El Gallo de Fuego? Ese apodo era nuevo. Pulmones había evolucionado al Gallo de Fuego, solo podía significar que su autoridad dentro del Ejército Revolucionario había crecido al punto de ser reconocida por el Comandante.
-Ese día saqué mis propias fotos, qué buenos tiempos -respondió, tranquilo al ver que el Comandante había vuelto a la normalidad-. Y sí, me dediqué a ser esposo más que revolucionario durante un largo tiempo, pero estoy de regreso. Tampoco soy el único que ha estado inactivo -agregó, señalando con mucho respeto las lorzas del Comandante-. Debemos entrenar, aunque primero deshagámonos de la caja.
Prometeo convenció al chico de acompañarlos hasta el Volcán de la Normalidad, se aseguró de que hubiera suministros suficientes y pospuso las preguntas al Comandante. Tenía algo dentro de él que le había hecho perder el control de su cuerpo, pero podía tratarse de cualquier cosa y no tenía manera de saberlo sin pruebas. No obstante, conseguirlas era difícil en un escenario inapropiado; era imposible hacer un encefalograma en medio de un bosque.
El grupo avanzó por los senderos del bosque, saltando raíces y esquivando ramas mientras escuchaban el concierto de los pájaros. El ambiente cálido y verdoso permaneció durante la primera hora de caminata y luego se transformó en un sitio frío y decadente, un cementerio de árboles sin hojas y de aspecto marchito donde el ulular del viento se confundía con los lamentos de almas en pena. Poco a poco, a medida que se internaba en el bosque marchito, una sensación de angustia crecía en su interior como una planta con espinas.
-Tengo un mal presentimiento -confesó Prometeo al observar la niebla que bajaba desde las faldas del Volcán de la Normalidad. No era demasiado densa, pero daba mal rollo-. ¿Y si hay almas en pena aquí? Su existencia no ha sido demostrada por la ciencia, aunque las personas siempre han hablado de fantasmas y espíritus. Comandante, ¿crees que en este lugar deambulan las almas en pena de los que fueron asesinados por el bosque?
En un mundo de posibilidades aquella era tan factible como que la niebla fuera solo un fenómeno meteorológico con una explicación razonable y demostrable. Quizás la idea surgía a partir de la sensación de angustia que intentaba mantener bajo control, tal vez era una manipulación indirecta para provocar miedo, pero Prometeo era valiente hasta la muerte. Puede que fuera algo así, o las figuras con traje y maletín en mano, pálidas como un muerto y con unas feas ojeras eran razón suficiente para pensar que se trataba de algo paranormal.
-¡Escóndanse! -les dijo Prometeo, aunque no tenía idea de cómo haría para esconder su cuerpo de casi tres metros.
Sentía que la caja palpitaba con fuerza desde el interior del anillo como si tuviera el poder de llamar a las figuras con maletín.
-Ese día saqué mis propias fotos, qué buenos tiempos -respondió, tranquilo al ver que el Comandante había vuelto a la normalidad-. Y sí, me dediqué a ser esposo más que revolucionario durante un largo tiempo, pero estoy de regreso. Tampoco soy el único que ha estado inactivo -agregó, señalando con mucho respeto las lorzas del Comandante-. Debemos entrenar, aunque primero deshagámonos de la caja.
Prometeo convenció al chico de acompañarlos hasta el Volcán de la Normalidad, se aseguró de que hubiera suministros suficientes y pospuso las preguntas al Comandante. Tenía algo dentro de él que le había hecho perder el control de su cuerpo, pero podía tratarse de cualquier cosa y no tenía manera de saberlo sin pruebas. No obstante, conseguirlas era difícil en un escenario inapropiado; era imposible hacer un encefalograma en medio de un bosque.
El grupo avanzó por los senderos del bosque, saltando raíces y esquivando ramas mientras escuchaban el concierto de los pájaros. El ambiente cálido y verdoso permaneció durante la primera hora de caminata y luego se transformó en un sitio frío y decadente, un cementerio de árboles sin hojas y de aspecto marchito donde el ulular del viento se confundía con los lamentos de almas en pena. Poco a poco, a medida que se internaba en el bosque marchito, una sensación de angustia crecía en su interior como una planta con espinas.
-Tengo un mal presentimiento -confesó Prometeo al observar la niebla que bajaba desde las faldas del Volcán de la Normalidad. No era demasiado densa, pero daba mal rollo-. ¿Y si hay almas en pena aquí? Su existencia no ha sido demostrada por la ciencia, aunque las personas siempre han hablado de fantasmas y espíritus. Comandante, ¿crees que en este lugar deambulan las almas en pena de los que fueron asesinados por el bosque?
En un mundo de posibilidades aquella era tan factible como que la niebla fuera solo un fenómeno meteorológico con una explicación razonable y demostrable. Quizás la idea surgía a partir de la sensación de angustia que intentaba mantener bajo control, tal vez era una manipulación indirecta para provocar miedo, pero Prometeo era valiente hasta la muerte. Puede que fuera algo así, o las figuras con traje y maletín en mano, pálidas como un muerto y con unas feas ojeras eran razón suficiente para pensar que se trataba de algo paranormal.
-¡Escóndanse! -les dijo Prometeo, aunque no tenía idea de cómo haría para esconder su cuerpo de casi tres metros.
Sentía que la caja palpitaba con fuerza desde el interior del anillo como si tuviera el poder de llamar a las figuras con maletín.
Maki
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Akuma no mi
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De haber sabido que tendría que andar tanto tal vez habría mandado al mago a freír morcillas. Al menos así habría tenido un almuercito decente, que ni fiambreras habían cogido. Claro que podría mandar al estirado a por algo de comer, pero seguro que le llevaba algo aburrido y poco sabroso, como coliflor o esas barritas energéticas que solo sabían a barro. Comida de oficinista.
-¿Hemos llegado ya? -preguntó por vigésimo segunda vez en cierto momento. No tenía claro a quién le preguntaba, porque la mitad del tiempo iba él delante, pero le ayudaba a sentir que avanzaban-. ¿Y qué ha pasado por aquí todo este tiempo? -dijo cambiando de tema-. Me han dicho que ahora ya no sirven los yogures que me gustan. Y que ahora está mal visto decir "Pasota".
La verdad era que tantos cambios tras todos esos años de ausencia le desconcertaban un poco, pero Maki era adaptable. Había sabido adoptar todas las extrañas costumbres desarrolladas durante los últimos cincuenta años, como la de llevar tirantes, gritarle a las plantas o no usar servilletas. Nadie podía acusarle de no estar a la moda, algo que atestiguaba la gorra que ae había comprado y el hecho de que fuese muy fea.
-Ya hemos llegado -musitó el oficinista cuandi el paisaje pasó de una frondosa selva, bosque o cosa con plantas de superficie a una escarpada ladera rematada en una cima de aspecto anodinamente siniestro. Uno podría haber pensado, y Maki, en efecto, lo pensó, que el Volcán de la Normalidad sería un poquito más interesante.
-Entonces aquí es donde hay que tirar la caja. ¿Ves un telesilla o algo así ? Es que me rozan los muslos al escalar.
No vio nada parecido. Ni telesillas, ni escaleras mecánicas ni ningún otro lujo de la modernidad que los revolucionarios habían adoptado tras quejarse amargamente de ellos. Claro que quejarse amargamente era la piedra más básica de la evolución.
Quejándose amargamente, Maki emprendió la subida. No era demasiado empinado, pero el peso de cargar con la caja malvada, mentalmente, porque en realidad no la llevaba él, le estaba extenuando. Consciente de que era un señor de, oficialmente, más de setenta años, decidió que estaba bien descansar un poco.
Por suerte, su superior-subordinado mandó esconderse, así que, con un sonoro plof, se dejó caer y aterrizó sobre el suelo de piedra gris y sosa como un saco de arena mojada caería sobre un cachorro de foca.
-Plumas -le dijo a su aprendiz, demasiado cansado como para recordar su nombre de guerra original -, necesito que cargues conmigo. Pero hazlo heroicamente, con sentimiento. Imagina música épica.
Decidió que era buena idea tararear la melodía de aventurero que siempre sonaba en su cabeza cuando hacía cosas así. No cargar con gente, el Líder le librase de eso, pero sí otras cosas también muy importantes, como salvar el mundo tres o cuatro veces o arreglar la antena del Den Den Mushi cuando se acatarraba.
Sin embargo, como cada vez que estaba en mitad de una epifanía revolucionaria o de una intensa sesión de yoga, el destino mostró que tenía otros planes. Un sonoro crujido rompió el silencio de la montaña y una grieta se abrió en el suelo, proyectando hacia el cielo la rojiza luz de intensas llamas infernales.
-Uh, cuesta abajo, por fin.
Una sombra comenzó a atisbarse entre la luz, una sombra negra como... como al menos dos sombras superpuestas, y de las gordas, además, envuelta en olor a azufre. Era enorme, con cuernos y lo que bien podían ser alas o una capa muy chula. Maki estaba emocionado por luchar contra aquella bestia del averno y demostrar que podía volver a ser el guerrero que antaño fue.
Con la emocionante banda sonora reverberando en la cabeza de Maki, la criatura emergió con un rugido y... Resultó ser un señor de lo más normal, más o menos igual que el resto de los que deambulaban por allí.
-Pff, este sitio es un rollo.
-¿Hemos llegado ya? -preguntó por vigésimo segunda vez en cierto momento. No tenía claro a quién le preguntaba, porque la mitad del tiempo iba él delante, pero le ayudaba a sentir que avanzaban-. ¿Y qué ha pasado por aquí todo este tiempo? -dijo cambiando de tema-. Me han dicho que ahora ya no sirven los yogures que me gustan. Y que ahora está mal visto decir "Pasota".
La verdad era que tantos cambios tras todos esos años de ausencia le desconcertaban un poco, pero Maki era adaptable. Había sabido adoptar todas las extrañas costumbres desarrolladas durante los últimos cincuenta años, como la de llevar tirantes, gritarle a las plantas o no usar servilletas. Nadie podía acusarle de no estar a la moda, algo que atestiguaba la gorra que ae había comprado y el hecho de que fuese muy fea.
-Ya hemos llegado -musitó el oficinista cuandi el paisaje pasó de una frondosa selva, bosque o cosa con plantas de superficie a una escarpada ladera rematada en una cima de aspecto anodinamente siniestro. Uno podría haber pensado, y Maki, en efecto, lo pensó, que el Volcán de la Normalidad sería un poquito más interesante.
-Entonces aquí es donde hay que tirar la caja. ¿Ves un telesilla o algo así ? Es que me rozan los muslos al escalar.
No vio nada parecido. Ni telesillas, ni escaleras mecánicas ni ningún otro lujo de la modernidad que los revolucionarios habían adoptado tras quejarse amargamente de ellos. Claro que quejarse amargamente era la piedra más básica de la evolución.
Quejándose amargamente, Maki emprendió la subida. No era demasiado empinado, pero el peso de cargar con la caja malvada, mentalmente, porque en realidad no la llevaba él, le estaba extenuando. Consciente de que era un señor de, oficialmente, más de setenta años, decidió que estaba bien descansar un poco.
Por suerte, su superior-subordinado mandó esconderse, así que, con un sonoro plof, se dejó caer y aterrizó sobre el suelo de piedra gris y sosa como un saco de arena mojada caería sobre un cachorro de foca.
-Plumas -le dijo a su aprendiz, demasiado cansado como para recordar su nombre de guerra original -, necesito que cargues conmigo. Pero hazlo heroicamente, con sentimiento. Imagina música épica.
Decidió que era buena idea tararear la melodía de aventurero que siempre sonaba en su cabeza cuando hacía cosas así. No cargar con gente, el Líder le librase de eso, pero sí otras cosas también muy importantes, como salvar el mundo tres o cuatro veces o arreglar la antena del Den Den Mushi cuando se acatarraba.
Sin embargo, como cada vez que estaba en mitad de una epifanía revolucionaria o de una intensa sesión de yoga, el destino mostró que tenía otros planes. Un sonoro crujido rompió el silencio de la montaña y una grieta se abrió en el suelo, proyectando hacia el cielo la rojiza luz de intensas llamas infernales.
-Uh, cuesta abajo, por fin.
Una sombra comenzó a atisbarse entre la luz, una sombra negra como... como al menos dos sombras superpuestas, y de las gordas, además, envuelta en olor a azufre. Era enorme, con cuernos y lo que bien podían ser alas o una capa muy chula. Maki estaba emocionado por luchar contra aquella bestia del averno y demostrar que podía volver a ser el guerrero que antaño fue.
Con la emocionante banda sonora reverberando en la cabeza de Maki, la criatura emergió con un rugido y... Resultó ser un señor de lo más normal, más o menos igual que el resto de los que deambulaban por allí.
-Pff, este sitio es un rollo.
Prometeo
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El camino fue duro y agotador. Intentó cargar con el Comandante a sus espaldas, pero su piel gelatinosa y húmeda hacía difícil el agarre. También había abusado de la comida para peces de la tienda de mascotas, por lo que necesitaba una fuerza superior para cargar con él, una fuerza capaz de destrozar montañas y hundir buques de un solo puñetazo, una fuerza para cambiar el curso del destino. Le delegó la tarea al muchacho que los acompañaba, aquel de aspecto aburrido y ligeramente similar al vendedor que intentó estafarle la semana pasada, pero tampoco pudo con el peso del Comandante.
El ya no tan joven revolucionario, pues había entrado en la tercera edad y tenía derecho a jubilarse, se estremeció cuando una grieta incandescente se abrió en el suelo. Una figura terrorífica, casi como un espectro extraído de una novela fantástica y horrorosa a partes iguales, y Prometeo se preparó para un combate épico en el que estaba dispuesto a sacrificarse para que sus amigos siguieran adelante. No obstante, la aterradora silueta resultó ser solo un anciano con sombrero y mala pinta. Un tanto decepcionado -todo hombre desearía un combate épico contra un monstruo emergido de las entrañas del infierno- soltó un suspiro y siguió el camino hacia el Volcán de la Normalidad.
Tras atravesar bosques escalofriantes, picos escarpados y rechazar las para nada sospechosas golosinas de una señora con sombrero picudo y verruga en la nariz, los aventureros llegaron a las faldas del volcán. Prometeo podía escuchar los peligrosos suspiros de la Caja, o puede que fuera el Volcán, vaya uno a saber. Firma. Camiseta. Empresa. Un montón de palabras sin conexión entre ellas acudían a su cabeza como un cuñado intruso a un asado. ¿Debía comentárselo al Comandante o continuar su camino sin mencionar ninguna palabra? Lo que menos deseaba era preocupar al líder de su grupo, aunque tal vez…
-¡Abajo! -gritó de pronto el revolucionario.
Una criatura de cuatro alas, cabeza de águila y completamente emplumada descendió de la cumbre del Volcán de la Normalidad, atacando a los portadores de la Caja, a los que desafiaban el destino laboral. La bestia iba bien vestida, casi tanto como el camarada de la Revolución que fue transformado en un ejecutivo de ventas, y llevaba un bonito corbatín de mesero.
Los aguerridos aventureros fueron atacados por el águila del corbatín y sorprendidos por un séquito de ejecutivos de alto nivel. Iban vestidos con trajes negros y gafas de sol, cada uno de ellos tenía un maletín en la mano y estaban dispuestos a hacerles firmar. Oh, sí, la poderosa firma del contrato laboral. Nada de sindicatos ni pancartas protestantes, solo diez horas en un cubículo y frente a una pantalla. Ni más ni menos.
-¡Si no hacemos nada nos van a rodear! -expuso Prometeo, dándose cuenta de la situación en la que estaban. Ellos eran más de veinte y los aventureros solo tres, pero no contaban con la emblemática fuerza revolucionaria del Comandante-. ¡Tenemos que destruir la Caja!
El ya no tan joven revolucionario, pues había entrado en la tercera edad y tenía derecho a jubilarse, se estremeció cuando una grieta incandescente se abrió en el suelo. Una figura terrorífica, casi como un espectro extraído de una novela fantástica y horrorosa a partes iguales, y Prometeo se preparó para un combate épico en el que estaba dispuesto a sacrificarse para que sus amigos siguieran adelante. No obstante, la aterradora silueta resultó ser solo un anciano con sombrero y mala pinta. Un tanto decepcionado -todo hombre desearía un combate épico contra un monstruo emergido de las entrañas del infierno- soltó un suspiro y siguió el camino hacia el Volcán de la Normalidad.
Tras atravesar bosques escalofriantes, picos escarpados y rechazar las para nada sospechosas golosinas de una señora con sombrero picudo y verruga en la nariz, los aventureros llegaron a las faldas del volcán. Prometeo podía escuchar los peligrosos suspiros de la Caja, o puede que fuera el Volcán, vaya uno a saber. Firma. Camiseta. Empresa. Un montón de palabras sin conexión entre ellas acudían a su cabeza como un cuñado intruso a un asado. ¿Debía comentárselo al Comandante o continuar su camino sin mencionar ninguna palabra? Lo que menos deseaba era preocupar al líder de su grupo, aunque tal vez…
-¡Abajo! -gritó de pronto el revolucionario.
Una criatura de cuatro alas, cabeza de águila y completamente emplumada descendió de la cumbre del Volcán de la Normalidad, atacando a los portadores de la Caja, a los que desafiaban el destino laboral. La bestia iba bien vestida, casi tanto como el camarada de la Revolución que fue transformado en un ejecutivo de ventas, y llevaba un bonito corbatín de mesero.
Los aguerridos aventureros fueron atacados por el águila del corbatín y sorprendidos por un séquito de ejecutivos de alto nivel. Iban vestidos con trajes negros y gafas de sol, cada uno de ellos tenía un maletín en la mano y estaban dispuestos a hacerles firmar. Oh, sí, la poderosa firma del contrato laboral. Nada de sindicatos ni pancartas protestantes, solo diez horas en un cubículo y frente a una pantalla. Ni más ni menos.
-¡Si no hacemos nada nos van a rodear! -expuso Prometeo, dándose cuenta de la situación en la que estaban. Ellos eran más de veinte y los aventureros solo tres, pero no contaban con la emblemática fuerza revolucionaria del Comandante-. ¡Tenemos que destruir la Caja!
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