El log pose del timón apuntaba hacia el oeste. También se inclinaba de forma irreal hacia arriba, lo que indicaba que Merveille no andaba lejos. Tampoco necesitabas aquella confirmación, ya que podías ver un total de siete enormes rocas flotantes a apenas un par de millas de distancia. Algunas poseían extraños aros de agua alrededor, otras tenían un tamaño desmesurado y una octava yacía sobre el mar. Tú tenías la teoría de que también flotaba, pues a juzgar por las demás tenías serias dudas acerca de cómo podría sustentarse sobre el mar aquel islote, que debería como mucho llegar a los cien metros de profundidad en una zona de mar bastante más honda. Aun así, te sentías enormemente frustrada de no haber encontrado la manera de subir hasta ahí. ¿Cómo lo hacían los demás?
- Marcus -llamaste.
- Alice -saludó, inclinando la cabeza, manos entrelazadas tras la cadera-. ¿Qué necesitas?
- ¿Cómo se sube?
Zion alzó la mirada con una sonrisa traviesa. No te gustaba esa expresión, era muy similar a la que podías ver en casi todas las personas antes de que dijeran una estupidez. Sin embargo decidiste dar un voto de confianza al pirata. Él no era dado a la cháchara irrelevante ni a hacerse el sabelotodo, por lo que decidiste darle un voto de confianza. Pero cuando te explicó la manera en que él subía habitualmente casi se te desencajó la mandíbula. Aquello no tenía sentido.
- No podemos hacer eso -concluiste, tajante.
- Se lleva haciendo cincuenta años, desde que Ivan Markov...
- No tenemos una vaca a bordo, Marcus. Y aun si fuera así, ¿cómo esperas que un rey marino salte casi medio kilómetro con un barco a la espalda? Eso, asumiendo que funcione, porque...
Él se encogió de hombros.
- Así es como lo hace todo el mundo. Los reyes marinos de esta zona parecen bastante capaces en ese aspecto. Pero si se te ocurre alguna otra...
Suspiraste, anonadada. No solo porque en efecto hubieras podido comprobar empíricamente que un rey marino podía haceros subir hasta una de las islas -por suerte, de las que tenían agua- cargando, sino porque seguir la estúpida teoría de Marcus según la que "la proteína de calidad es proteína de calidad" había hecho que una de esas bestias cayese en el truco poniendo una única y solitaria salchicha de tofu en un anzuelo. Pero por lo menos estabais arriba.
- Esto no ha tenido sentido -farfullaste, espatarrada sobre la cubierta.
- Esto es Grand Line, pequeña. -Te tendió la mano para ayudar a que te levantaras-. No tiene que tener sentido; solo sucede.
- Marcus -llamaste.
- Alice -saludó, inclinando la cabeza, manos entrelazadas tras la cadera-. ¿Qué necesitas?
- ¿Cómo se sube?
Zion alzó la mirada con una sonrisa traviesa. No te gustaba esa expresión, era muy similar a la que podías ver en casi todas las personas antes de que dijeran una estupidez. Sin embargo decidiste dar un voto de confianza al pirata. Él no era dado a la cháchara irrelevante ni a hacerse el sabelotodo, por lo que decidiste darle un voto de confianza. Pero cuando te explicó la manera en que él subía habitualmente casi se te desencajó la mandíbula. Aquello no tenía sentido.
- No podemos hacer eso -concluiste, tajante.
- Se lleva haciendo cincuenta años, desde que Ivan Markov...
- No tenemos una vaca a bordo, Marcus. Y aun si fuera así, ¿cómo esperas que un rey marino salte casi medio kilómetro con un barco a la espalda? Eso, asumiendo que funcione, porque...
Él se encogió de hombros.
- Así es como lo hace todo el mundo. Los reyes marinos de esta zona parecen bastante capaces en ese aspecto. Pero si se te ocurre alguna otra...
Suspiraste, anonadada. No solo porque en efecto hubieras podido comprobar empíricamente que un rey marino podía haceros subir hasta una de las islas -por suerte, de las que tenían agua- cargando, sino porque seguir la estúpida teoría de Marcus según la que "la proteína de calidad es proteína de calidad" había hecho que una de esas bestias cayese en el truco poniendo una única y solitaria salchicha de tofu en un anzuelo. Pero por lo menos estabais arriba.
- Esto no ha tenido sentido -farfullaste, espatarrada sobre la cubierta.
- Esto es Grand Line, pequeña. -Te tendió la mano para ayudar a que te levantaras-. No tiene que tener sentido; solo sucede.
Okada Rokuro
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Había una cosa en la que Rokuro no había caído. Bueno, sí lo había hecho, pero era consciente de todo lo que implicaba hasta que tuvo que vivirlo: ascender conlleva trabajar más. Había llegado un momento en el que solo cumplía misión tras misión, sin poder disfrutar del tiempo libre. Tampoco es como si supiese disfrutar de él, pero el hecho de no tenerlo resultaba casi inconstitucional. Sin embargo, poco podía hacer. «Y esto es lo que he estado buscando» se recordaba habitualmente. Si quería lograr cambiar las cosas, debía sacrificarse trabajando y logrando méritos para ascender.
Así llegó su nuevo misión. Al contrario de lo que estaba acostumbrado, en esta ocasión tenía que dedicarse a hacer un reconocimiento. Merveille consistía en un archipiélago independiente, apartado de los conflictos políticos. Al Gobierno Mundial le interesaba tantear el terreno, lo que implicaba no solo descubrir si estarían interesados en un unirse a ellos sino también averiguar si no tenían tratos ocultos con sus enemigos. La Liga de los Mares y la Revolución, aunque se creyeran moralmente superiores, tenían los mismo objetivos que el Gobierno, y quizás tampoco dejasen pasar la oportunidad de hacerse con Merveille.
¿Y por qué es tan importante este Archipiélago? Porque no solo se encuentra cerca de la Red Line, sino que sus islas tienen propiedades increíbles.
Rokuro había leído sobre aquellas islas, pero aquello no bastaba para describirlas. Las islas... ¡Flotaban! Se encontraban en medio del aire, sin nada que las sujetase. Resultaba casi inconcebible, y de no ser por sus años como agente y todas las cosas extrañas que había visto —él mismo podía considerar extraño, sin ir más lejos— no habría sido capaz de creérselo.
«Esto es increíble —se dijo a sí mismo—. Ojalá poder tomar unas vacaciones aquí». Pensamientos inútiles, desde luego, pero no por ello fáciles de desechar.
Se encontraba en la proa de un barco mercante, o al menos así lucía. Lo cierto es que se trataba de un barco facilitado por el Gobierno, pero dada la naturaleza de la misión no era buena idea pregonar la procedencia del navío. Cuando se encontraron cerca, Rokuro recogió sus bártulos, se despidió formalmente de los oficiales y puso rumbo a las islas.
El pequeño Takarashi asomó del bolsillo de su traje, casi tan asombrado como su dueño. Poco después, había salido del bolsillo para posarse sobre la cubierta del barco y adoptar el tamaño de un caballo. Rokuro se montó sobre su grupa y juntos elevaron el vuelo, camino a Merveille.
Así llegó su nuevo misión. Al contrario de lo que estaba acostumbrado, en esta ocasión tenía que dedicarse a hacer un reconocimiento. Merveille consistía en un archipiélago independiente, apartado de los conflictos políticos. Al Gobierno Mundial le interesaba tantear el terreno, lo que implicaba no solo descubrir si estarían interesados en un unirse a ellos sino también averiguar si no tenían tratos ocultos con sus enemigos. La Liga de los Mares y la Revolución, aunque se creyeran moralmente superiores, tenían los mismo objetivos que el Gobierno, y quizás tampoco dejasen pasar la oportunidad de hacerse con Merveille.
¿Y por qué es tan importante este Archipiélago? Porque no solo se encuentra cerca de la Red Line, sino que sus islas tienen propiedades increíbles.
Rokuro había leído sobre aquellas islas, pero aquello no bastaba para describirlas. Las islas... ¡Flotaban! Se encontraban en medio del aire, sin nada que las sujetase. Resultaba casi inconcebible, y de no ser por sus años como agente y todas las cosas extrañas que había visto —él mismo podía considerar extraño, sin ir más lejos— no habría sido capaz de creérselo.
«Esto es increíble —se dijo a sí mismo—. Ojalá poder tomar unas vacaciones aquí». Pensamientos inútiles, desde luego, pero no por ello fáciles de desechar.
Se encontraba en la proa de un barco mercante, o al menos así lucía. Lo cierto es que se trataba de un barco facilitado por el Gobierno, pero dada la naturaleza de la misión no era buena idea pregonar la procedencia del navío. Cuando se encontraron cerca, Rokuro recogió sus bártulos, se despidió formalmente de los oficiales y puso rumbo a las islas.
El pequeño Takarashi asomó del bolsillo de su traje, casi tan asombrado como su dueño. Poco después, había salido del bolsillo para posarse sobre la cubierta del barco y adoptar el tamaño de un caballo. Rokuro se montó sobre su grupa y juntos elevaron el vuelo, camino a Merveille.
Dedicaste varios minutos a recuperar el equilibrio, y unos pocos más a tratar de orientarte. Mirando por la baranda hacia abajo se veía el agua cristalina flotando, casi transparente. Caíste a medida que observabas en que había un problema con el que no habías contado: Habíais subido, sí, ¿pero cómo se suponía que ibais a bajar después? Quizá en esa fuerte disuasión se escudaba Franz Shaffoe, un criminal del Bajo Mundo conocido por estar inmiscuido en trata de blancas y otros negocios, aunque la recompensa en esta ocasión era ofertada directamente por uno de los emperadores del Bajo Mundo. Si bien el Gremio gestionaba el anuncio estabas convencida de que habían tirado de favores para mover toda la maquinaria... Pero tenía sentido. De hecho Shaffoe, aunque en sus círculos al parecer lo llamaban Manitas, había hecho algunas cosas que ni siquiera los más descarriados podían ver con buenos ojos y mucho menos tolerar. Por eso estabas allí, en realidad.
Diste unas últimas órdenes a Zion, incluyendo que coordinara los turnos de salida de los muchachos, y fuiste la primera en desembarcar. Ibais a peinar las islas durante una semana; no eran muchas, así que no parecía demasiado complicado. Sin embargo Manitas sabía esconderse, estaba claro, por lo que a la mínima señal de peligro pondría pies en polvorosa. "Un resultado cuanto menos indeseable", dijiste para ti mientras avanzabas por un campo de tulipanes y te preguntabas por qué no habrías dado la orden de atracar en algún puerto de la isla, aunque fue fácil caer en que muy seguramente la isla no tendría puertos. ¿Para qué, al fin y al cabo?
No tardaste mucho en acercarte a una aglomeración de casas un tanto desordenadas entre la campiña que pronto dieron paso a una zona ajardinada y a una inmensa línea de casas perfectamente ordenadas separadas exactamente la misma distancia unas de las otras, con pequeñas callejuelas separando las parcelas de forma perfectamente regular. Para algunas personas esa distribución resultaba agradable, pero tú la veías un tanto deshumanizada a pesar de la vegetación. Un patrón demasiado regular, robótico, un sitio sin ninguna clase de personalidad. Con todo, en algún sitio tenía que haber una taberna o alguna clase de bar.
- ¡Hey, señorita! -te gritó un hombre con rastas nada más entrar al bar-. Tú tienes cara de que te va la poison, ¿verdad? -Al ver tu cara de confusión trató de corregirse-: ¿Mist, tal vez? ¿Amnesia?
Negaste con la cabeza todas las veces de su larga retahíla, todavía algo confusa, y te acercaste a la barra con precaución. Ese hombre parecía estar un poco ido.
- ¿Tendrás un buen Scotch Speyside? Con quince años puedo conformarme.
Entonces fue él quién te miró a ti sin comprender del todo.
- ¿Whisky? -preguntaste.
- Ah, no. -Su voz se agravó de golpe, frunciendo el ceño-. En Merveille el alcohol está fuertemente regulado, jovencita. ¿Tú sabes lo peligroso que es el alcohol? ¡Especialmente en las personas pequeñas como tú! Así que, por favor, dime: ¿De qué te hago el porro?
Diste unas últimas órdenes a Zion, incluyendo que coordinara los turnos de salida de los muchachos, y fuiste la primera en desembarcar. Ibais a peinar las islas durante una semana; no eran muchas, así que no parecía demasiado complicado. Sin embargo Manitas sabía esconderse, estaba claro, por lo que a la mínima señal de peligro pondría pies en polvorosa. "Un resultado cuanto menos indeseable", dijiste para ti mientras avanzabas por un campo de tulipanes y te preguntabas por qué no habrías dado la orden de atracar en algún puerto de la isla, aunque fue fácil caer en que muy seguramente la isla no tendría puertos. ¿Para qué, al fin y al cabo?
No tardaste mucho en acercarte a una aglomeración de casas un tanto desordenadas entre la campiña que pronto dieron paso a una zona ajardinada y a una inmensa línea de casas perfectamente ordenadas separadas exactamente la misma distancia unas de las otras, con pequeñas callejuelas separando las parcelas de forma perfectamente regular. Para algunas personas esa distribución resultaba agradable, pero tú la veías un tanto deshumanizada a pesar de la vegetación. Un patrón demasiado regular, robótico, un sitio sin ninguna clase de personalidad. Con todo, en algún sitio tenía que haber una taberna o alguna clase de bar.
- ¡Hey, señorita! -te gritó un hombre con rastas nada más entrar al bar-. Tú tienes cara de que te va la poison, ¿verdad? -Al ver tu cara de confusión trató de corregirse-: ¿Mist, tal vez? ¿Amnesia?
Negaste con la cabeza todas las veces de su larga retahíla, todavía algo confusa, y te acercaste a la barra con precaución. Ese hombre parecía estar un poco ido.
- ¿Tendrás un buen Scotch Speyside? Con quince años puedo conformarme.
Entonces fue él quién te miró a ti sin comprender del todo.
- ¿Whisky? -preguntaste.
- Ah, no. -Su voz se agravó de golpe, frunciendo el ceño-. En Merveille el alcohol está fuertemente regulado, jovencita. ¿Tú sabes lo peligroso que es el alcohol? ¡Especialmente en las personas pequeñas como tú! Así que, por favor, dime: ¿De qué te hago el porro?
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El vuelo duró algo menos de lo esperado. Quizás Takarashi, asombrado por la belleza del lugar, aceleró sin darse cuenta, aunque Rokuro estaba seguro de que en realidad la isla a la que se dirigía estaba más cerca de lo que le había parecido en un principio.
Volando sobre su compañero, se volvió a sentir libre como hacía tiempo que no se sentía. El viento azotaba su rostro moreno, pero era agradable, y durante el vuelo dejó de pensar. Podía simplemente disfrutar de la experiencia, de la emoción de conocer un lugar nuevo y llegar hasta él sin tener que preocuparse por nada más.
Pero, como siempre, todo lo bueno terminaba. Y demasiado pronto para su gusto. En un instante, humano y ave se encontraban tocando tierra, cerca de lo que parecía un enorme y extendido campo de tulipanes. «¿Y esto?» se preguntó Rokuro observando el campo de flores. Las islas, en especial las flotantes, eran limitadas en cuanto a espacio, y se le hacía extraño que dedicasen tantas hectáreas a tener únicamente flores. ¿Que harían con ellas? ¿Las venderían? ¿Había tanta demanda como para manejar una plantación de tales dimensiones? Si fuera así, tendría que ser en mercados extranjeros, pero en ese caso, ¿cómo transportarían la mercancía de forma periódica y continuada?
Muchas preguntas sin respuestas para algo que quizás no tuviese que ver con su misión, pero en realidad ya había comenzado a trabajar. Al menos, su mente lo había hecho. Si cultivaban tantas plantas y las vendían, habría un mercado interinsular, lo que implicaría que Merveille negociaba con otras islas, lo que a su vez también implicaba que ya tuvieran relaciones con otros gobiernos. ¿Se le habría adelantado la Liga de la Justicia? ¿La revolución? Si ese era el caso, quizás la naturaleza de su misión tomase un vuelco. Quizás tendría que sabotear dichas relaciones.
Takarashi chilló, sacando a Rokuro de su ensoñamiento. Apenas llevaba unos minutos en la isla y su cerebro había comenzado a revolucionar. Sencillamente era así, no podía evitar que su cabeza comenzara a darle vueltas a todo, sobretodo si le afectaba a su trabajo. Sin embargo, antes de comenzar a realizar sus labores, tenía que buscar el punto de partida. ¿Dónde se reunían muchas personas, charlaban, pasaban el rato y contaban chismes que se convertían en la principal fuente de información de las islas? «Lo tengo».
―Taka ―le dijo a su alado amigo cuando disminuyó su tamaño al de una paloma para posarse sobre su hombro―, nos vamos a la taberna.
Volando sobre su compañero, se volvió a sentir libre como hacía tiempo que no se sentía. El viento azotaba su rostro moreno, pero era agradable, y durante el vuelo dejó de pensar. Podía simplemente disfrutar de la experiencia, de la emoción de conocer un lugar nuevo y llegar hasta él sin tener que preocuparse por nada más.
Pero, como siempre, todo lo bueno terminaba. Y demasiado pronto para su gusto. En un instante, humano y ave se encontraban tocando tierra, cerca de lo que parecía un enorme y extendido campo de tulipanes. «¿Y esto?» se preguntó Rokuro observando el campo de flores. Las islas, en especial las flotantes, eran limitadas en cuanto a espacio, y se le hacía extraño que dedicasen tantas hectáreas a tener únicamente flores. ¿Que harían con ellas? ¿Las venderían? ¿Había tanta demanda como para manejar una plantación de tales dimensiones? Si fuera así, tendría que ser en mercados extranjeros, pero en ese caso, ¿cómo transportarían la mercancía de forma periódica y continuada?
Muchas preguntas sin respuestas para algo que quizás no tuviese que ver con su misión, pero en realidad ya había comenzado a trabajar. Al menos, su mente lo había hecho. Si cultivaban tantas plantas y las vendían, habría un mercado interinsular, lo que implicaría que Merveille negociaba con otras islas, lo que a su vez también implicaba que ya tuvieran relaciones con otros gobiernos. ¿Se le habría adelantado la Liga de la Justicia? ¿La revolución? Si ese era el caso, quizás la naturaleza de su misión tomase un vuelco. Quizás tendría que sabotear dichas relaciones.
Takarashi chilló, sacando a Rokuro de su ensoñamiento. Apenas llevaba unos minutos en la isla y su cerebro había comenzado a revolucionar. Sencillamente era así, no podía evitar que su cabeza comenzara a darle vueltas a todo, sobretodo si le afectaba a su trabajo. Sin embargo, antes de comenzar a realizar sus labores, tenía que buscar el punto de partida. ¿Dónde se reunían muchas personas, charlaban, pasaban el rato y contaban chismes que se convertían en la principal fuente de información de las islas? «Lo tengo».
―Taka ―le dijo a su alado amigo cuando disminuyó su tamaño al de una paloma para posarse sobre su hombro―, nos vamos a la taberna.
No estabas segura de comprender cómo podía una sociedad prohibir -o regular fuertemente, no te interesaba el eufemismo- el alcohol pero fomentar el consumo de una droga que, sumada a efectos igual de preocupantes que una borrachera, freía los pulmones de quien la consumía. Con todo tal vez el hombre tenía algo de razón en que no deberías beber mucho, aunque más que pensando en tu tamaño tú lo hacías percatándote de que aún era por la mañana: De empezar ese camino acabarías borracha antes del mediodía, y a saber cómo podrías encontrar luego a tu presa.
- Está bien, ¿e infusiones tenéis? -preguntaste-. De té -aclaraste, por si acaso.
- Sí... Sí que tenemos, ¿pero por qué nadie se pediría eso? Podemos hacerte un infusionado en leche de nuestro mejor polen y acompañar con un brownie. Es una verdadera experiencia que todos los que la prueban disfrutan.
Asentiste lentamente, algo preocupada. Tenías cierta sensación de que el empeño del barman por drogarte no se correspondía del todo con la escasa pero aun así nada desdeñable cantidad de parroquianos que bebían cerveza en sus mesas mientras charlaban respetuosamente en voz baja. ¿Estaba el alcohol reservado a los locales para así forzar que los extranjeros consumiesen un producto que los hacía potencialmente menos peligrosos? Teniendo en cuenta lo que habías leído acerca de la tasa de criminalidad en Merveille podría tener cierto sentido, aunque la propia situación del archipiélago flotando en el aire hacía difícil que fuesen los visitantes quienes protagonizasen la mayor parte. O a lo mejor sí. Pero todo aquello era una invención tuya; ya te enterarías si estaba fundamentada de alguna forma.
- Solo un té será suficiente -pediste-. Con el agua a ochenta y cuatro grados, no más de tres cucharadas de earl grey y un cuarto de piel de naranja deshidratada. Una nube de leche, un cubito de azúcar moreno y...
Sacó dos cajas de debajo del mostrador.
- Tenemos estos.
No reprimiste una mirada desdeñosa. ¿Cómo un local que se preciase podía no tener un buen té? Bufaste, descontenta, pero señalaste la caja de té rojo con grosellas. No era ni de lejos lo mejor, pero algo era algo.
- ¿Leche y azúcar tenéis, al menos?
El hombre asintió. Tú te alejaste hasta una mesa vacía cercana a los demás clientes, tratando de escuchar lo que hablaban sin dejar de controlar que no adulterase de alguna manera tu infusión. La calentó mal, evidentemente, y la leche era bastante más que una nube. El azúcar ni siquiera era moreno, pero preferiste no protestar. Lo peor que podías hacer en esa situación era montar un numerito y llamar atenciones indeseadas, algo que hasta cierto punto creías que ya había pasado, por cómo cuchicheaban en la esquina más lejana entre turno y turno de dominó. Suspiraste. Iba a ser una cacería larga.
- Está bien, ¿e infusiones tenéis? -preguntaste-. De té -aclaraste, por si acaso.
- Sí... Sí que tenemos, ¿pero por qué nadie se pediría eso? Podemos hacerte un infusionado en leche de nuestro mejor polen y acompañar con un brownie. Es una verdadera experiencia que todos los que la prueban disfrutan.
Asentiste lentamente, algo preocupada. Tenías cierta sensación de que el empeño del barman por drogarte no se correspondía del todo con la escasa pero aun así nada desdeñable cantidad de parroquianos que bebían cerveza en sus mesas mientras charlaban respetuosamente en voz baja. ¿Estaba el alcohol reservado a los locales para así forzar que los extranjeros consumiesen un producto que los hacía potencialmente menos peligrosos? Teniendo en cuenta lo que habías leído acerca de la tasa de criminalidad en Merveille podría tener cierto sentido, aunque la propia situación del archipiélago flotando en el aire hacía difícil que fuesen los visitantes quienes protagonizasen la mayor parte. O a lo mejor sí. Pero todo aquello era una invención tuya; ya te enterarías si estaba fundamentada de alguna forma.
- Solo un té será suficiente -pediste-. Con el agua a ochenta y cuatro grados, no más de tres cucharadas de earl grey y un cuarto de piel de naranja deshidratada. Una nube de leche, un cubito de azúcar moreno y...
Sacó dos cajas de debajo del mostrador.
- Tenemos estos.
No reprimiste una mirada desdeñosa. ¿Cómo un local que se preciase podía no tener un buen té? Bufaste, descontenta, pero señalaste la caja de té rojo con grosellas. No era ni de lejos lo mejor, pero algo era algo.
- ¿Leche y azúcar tenéis, al menos?
El hombre asintió. Tú te alejaste hasta una mesa vacía cercana a los demás clientes, tratando de escuchar lo que hablaban sin dejar de controlar que no adulterase de alguna manera tu infusión. La calentó mal, evidentemente, y la leche era bastante más que una nube. El azúcar ni siquiera era moreno, pero preferiste no protestar. Lo peor que podías hacer en esa situación era montar un numerito y llamar atenciones indeseadas, algo que hasta cierto punto creías que ya había pasado, por cómo cuchicheaban en la esquina más lejana entre turno y turno de dominó. Suspiraste. Iba a ser una cacería larga.
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El campo de tulipanes parecía no tener fin pero, tras caminar a través de él —teniendo cuidado de no aplastar las flores por el camino—, encontró un camino que le llevó a una encrucijada. En ella, un poste con varios carteles de madera que tenían forma de flecha señalaban los distintos pueblos de la zona y la distancia a la que se encontraban. Se decantó por el más cercano ya que no tenía más información con la que decidir cuál sería el mejor destino.
El calor era casi palpable, y ninguna nube rondaba los alrededores para brindarle algo de sombra y cobijo. Durante el trayecto, se quitó la chaqueta y se remangó los brazos de la camisa blanca, así como también aflojó el nudo de la corbata de su cuello. Takarashi, quién había vuelto al bolsillo de su camisa con un diminuto tamaño, jadeaba de calor.
—Quizás haga más calor porque estamos más cerca del sol, ¿no crees? —preguntó Rokuro al águila, quién le respondió con un desanimado chillido—. Vamos, anímate, ya debe quedar poco para llegar.
Otro chillido desanimado. Rokuro suspiró; comprendía que Takarashi, cuyas plumas eran negras como el carbón, sufría más que él. Tenía algo que ver con el hecho de que los colores oscuros absorbían más el calor.
Afortunadamente, no tuvieron que esperar mucho más. Ante ellos apareció un pueblo inundado de casas con fachada de ladrillo, entramados de madera y puertas coloridas. Se adentraron en él con tranquilidad, observando bien a su alrededor. Aparentemente no habían signos de pobreza, otro indicativo a tener en cuenta para la misión, y tras caminar un poco se encontraron con el foco central de la comunidad: su plaza. Junto a ella estaba el ayuntamiento, con un aspecto igual de pintoresco que el resto del pueblo, y en una esquina lo que parecía ser una cafetería con algunas mesas en el exterior.
—Mejor nos sentamos dentro, ¿no? —preguntó a Takarashi, quién respondió con un chillido más animado que durante la caminata.
Al entrar un hombre con rastas le asaltó, pero una mirada suya bastó para callarlo. El hombre, que apenas había abierto la boca, agachó la cabeza y siguió a lo suyo. «Eso que está haciendo... ¿Se está liando un porro? —pensó al ver como enrollaba un papel con las manos—. No, no, debe ser tabaco».
Se adelantó hasta la barra, sin reparar demasiado en el resto de la clientela, y le hizo unas señas al camarero.
—Me gustaría tomar algo refrescante, por favor —Takarashi salió del bolsillo y se posó sobre la barra, manteniendo su diminuto tamaño—. Y algo de agua para mi amigo.
El calor era casi palpable, y ninguna nube rondaba los alrededores para brindarle algo de sombra y cobijo. Durante el trayecto, se quitó la chaqueta y se remangó los brazos de la camisa blanca, así como también aflojó el nudo de la corbata de su cuello. Takarashi, quién había vuelto al bolsillo de su camisa con un diminuto tamaño, jadeaba de calor.
—Quizás haga más calor porque estamos más cerca del sol, ¿no crees? —preguntó Rokuro al águila, quién le respondió con un desanimado chillido—. Vamos, anímate, ya debe quedar poco para llegar.
Otro chillido desanimado. Rokuro suspiró; comprendía que Takarashi, cuyas plumas eran negras como el carbón, sufría más que él. Tenía algo que ver con el hecho de que los colores oscuros absorbían más el calor.
Afortunadamente, no tuvieron que esperar mucho más. Ante ellos apareció un pueblo inundado de casas con fachada de ladrillo, entramados de madera y puertas coloridas. Se adentraron en él con tranquilidad, observando bien a su alrededor. Aparentemente no habían signos de pobreza, otro indicativo a tener en cuenta para la misión, y tras caminar un poco se encontraron con el foco central de la comunidad: su plaza. Junto a ella estaba el ayuntamiento, con un aspecto igual de pintoresco que el resto del pueblo, y en una esquina lo que parecía ser una cafetería con algunas mesas en el exterior.
—Mejor nos sentamos dentro, ¿no? —preguntó a Takarashi, quién respondió con un chillido más animado que durante la caminata.
Al entrar un hombre con rastas le asaltó, pero una mirada suya bastó para callarlo. El hombre, que apenas había abierto la boca, agachó la cabeza y siguió a lo suyo. «Eso que está haciendo... ¿Se está liando un porro? —pensó al ver como enrollaba un papel con las manos—. No, no, debe ser tabaco».
Se adelantó hasta la barra, sin reparar demasiado en el resto de la clientela, y le hizo unas señas al camarero.
—Me gustaría tomar algo refrescante, por favor —Takarashi salió del bolsillo y se posó sobre la barra, manteniendo su diminuto tamaño—. Y algo de agua para mi amigo.
El olor del té estaba lejos de ser increíble, pero por lo menos las hojas no se habían quemado. Estaba muy cerca de resultar amargo en exceso, y su agua lejos de ser la mejor del mundo -algo curioso, teniendo en cuenta que era una zona remota-; tampoco la tetera era de hierro forjado sino de algún acero mediocre que a saber de dónde habían sacado. Te encogiste de hombros, sirviéndote en una taza de loza limpia, si bien desgastada por el uso, y miraste hacia ella con cierto desánimo mientras escuchabas a los parroquianos hablar de tonterías. Decían pocas cosas interesantes, sobre todo cotilleos sobre la mujer del panadero y algunos rumores sobre extranjeros que habían conseguido una licencia para beber libremente en tiempos recientes. Te llamó la atención el asunto de la licencia para beber, aunque no escuchaste nada especialmente útil.
Contuviste una arcada con tu primer sorbo de aquella bebida. Agradeciste infinitamente, de hecho, que mientras tratabas de recuperar la compostura todas las miradas se centrasen en el hombre que entró por la puerta. A juzgar por la mirada de los demás era también extranjero, y a juzgar por la suya se trataba de alguien peligroso. O imponente, al menos.
En un instante elucubraste decenas de teorías acerca de ese extraño hombre, de las cuales por la que más te decantabas era la de que el Inframundo no confiase del todo en el Gremio, aunque tampoco terminabas de descartar que se tratase también de un cazarrecompensas experimentado. Quién sabe. En cualquier caso apartaste la taza con cuidado y sacaste del bolso tu libreta de dibujar, comenzando a trazar en carboncillo un retrato de ese hombre. Te habían bastado segundos en unos pocos ángulos para completar los detalles en tu cabeza, y aunque lo estabas llenando todo de manchones negros todo formaba parte del estilo. Antes de darte cuenta estabas frotando con una servilleta para convertir esos "errores" en las sombras que dotaron al boceto de volumen.
Una vez terminaste repetiste la operación, pero centrándote en el camarero. No te interesaba demasiado, pero si por cualquier casual se daba cuenta de lo que hacías retratar a toda la taberna era una coartada mejor que decirle que tenía un aspecto sospechoso. Mucho mejor, de hecho, teniendo en cuenta que posiblemente tuvieses que pelear contra ese tipo en algún momento por ver quién acababa arrancando la cabeza de Shaffoe. Esperabas que no sucediese, pero querías estar preparada para lo peor.
¿Pero y esa cosita? El pequeñísimo pájaro que se posó sobre la mesa te robó el corazón, haciendo que dejases a medias el dibujo del camarero para hacerle un retrato a él. Mientras tanto, eso sí, no dejabas de escuchar cada detalle de las conversaciones a tu alrededor. Tarde o temprano, por tonto que fuese, tendrías un hilo del que tirar.
Contuviste una arcada con tu primer sorbo de aquella bebida. Agradeciste infinitamente, de hecho, que mientras tratabas de recuperar la compostura todas las miradas se centrasen en el hombre que entró por la puerta. A juzgar por la mirada de los demás era también extranjero, y a juzgar por la suya se trataba de alguien peligroso. O imponente, al menos.
En un instante elucubraste decenas de teorías acerca de ese extraño hombre, de las cuales por la que más te decantabas era la de que el Inframundo no confiase del todo en el Gremio, aunque tampoco terminabas de descartar que se tratase también de un cazarrecompensas experimentado. Quién sabe. En cualquier caso apartaste la taza con cuidado y sacaste del bolso tu libreta de dibujar, comenzando a trazar en carboncillo un retrato de ese hombre. Te habían bastado segundos en unos pocos ángulos para completar los detalles en tu cabeza, y aunque lo estabas llenando todo de manchones negros todo formaba parte del estilo. Antes de darte cuenta estabas frotando con una servilleta para convertir esos "errores" en las sombras que dotaron al boceto de volumen.
Una vez terminaste repetiste la operación, pero centrándote en el camarero. No te interesaba demasiado, pero si por cualquier casual se daba cuenta de lo que hacías retratar a toda la taberna era una coartada mejor que decirle que tenía un aspecto sospechoso. Mucho mejor, de hecho, teniendo en cuenta que posiblemente tuvieses que pelear contra ese tipo en algún momento por ver quién acababa arrancando la cabeza de Shaffoe. Esperabas que no sucediese, pero querías estar preparada para lo peor.
¿Pero y esa cosita? El pequeñísimo pájaro que se posó sobre la mesa te robó el corazón, haciendo que dejases a medias el dibujo del camarero para hacerle un retrato a él. Mientras tanto, eso sí, no dejabas de escuchar cada detalle de las conversaciones a tu alrededor. Tarde o temprano, por tonto que fuese, tendrías un hilo del que tirar.
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