El día ya solo puede ir a mejor [Pasado - Ichizake y Nostariel]

El día ya solo podía mejorar. El pequeño esquife amarillo parecía varado en aquel banco de niebla tan densa como un muro de ladrillo. Gerald estaba ciego en ese mundo gris. No veía nada a más de diez centímetros de su propia nariz y no tenía ni idea de dónde se encontraba. Su universo se había reducido al sonido de su respiración y al leve ruido del agua que surcaba el bote, amortiguado por el manto gris que los envolvía a ambos. Ni siquiera podía tocar para distraerse. Las cuerdas de su violín estaban tan húmedas que no había forma de sacarle un sonido decente, así que se limitó a guardarlo en su estuche y esperar a que algo ocurriera.

Esperó y esperó durante horas. Nunca llegó a saber cuanto tiempo había pasado vagando entre la niebla cual espectro, afilando su espada negra y sacándole brillo una y otra vez, hasta que el acero estaba tan pulido como un espejo azabache. Cada poco rato consultaba los mapas y el pequeño Log Pose que en su momento le malvendiera un marino borracho. La aguja indicaba que siguiera recto, pero "recto" había dejado de tener sentido en el momento en que la niebla lo engulló. Estaba en la Grand Line, así que no le extrañaría nada estar dirigiéndose sin saberlo hacia un arrecife, un monstruo marino o un agujero en mitad del mundo.

Y sin embargo no le quedaba otra que confiar en la suerte.

Siempre había odiado la suerte. La gente que esperaba que eso les ayudara siempre acababan mal tarde o temprano. Gerald había aprendido que si quería algo debía conseguirlo él mismo y no toleraba que nadie le dijera que confiase en la suerte. Sin embargo tampoco podía hacer otra cosa. De no haberse hundido el Calor de Sol, el enorme buque mercante en el que había comprado pasaje, no se habría visto obligado a coger uno de los pequeños botes que los mercaderes habían bautizado como llamaradas. Tenía varias llamas pintadas en el casco amarillo y la vela lucía un enorme sol rojo con rayos que apuntaban en todas direcciones, pero con la niebla la vela pesaba una tonelada y era tan inútil como una sombrilla transparente, así que permanecía plegada.

En cierto momento, se dio cuenta de que el bote comenzaba a moverse más deprisa. La aceleración fue tan gradual que no lo notó hasta que no perdió el equilibro al ponerse en pie. Apunto estuvo de cortarse con Pluma Negra cuando la envainó después de sacarle lustre. Eso habría sido mala señal. Un espadachín que se cortaba con su propia espada no era un espadachín.

La velocidad del esquife aumentaba cada vez más. La niebla de iba disipando para dar paso a una leve brisa y al sonido de una tormenta cada vez más cercana. Los truenos sacudían el mundo y los relámpagos empezaban ya a dejarse ver entre el manto gris. Gerald se preguntó, y no por primera vez, si coger ese bote no habría sido una mala idea. Si se metía en una tormenta eléctrica en alta mar con ese ridículo barquito acabaría ahogado antes de poder lamentarse por ello. Pero no se metió en ninguna tormenta en alta mar. Tras la niebla se vislumbraba una isla, de costa redondeada y acosada por multitud de rayos. La lluvia sobre su rostro fue una bendición tras la asfixiante humedad de la niebla y la brisa marina le devolvió las ganas de tocar. De no haber sido por lo que se zarandeaba el barco habría sacado su violín.

Pero a pesar de haber salido de la niebla, el peligro no cesaba. No lograba controlar el barco. En cuanto desplegó la vela, una ráfaga de aire la rasgó como a un trozo de papel y a punto estuvo de salir volando con ella. El bote se acercaba a la isla cada vez más rápido directo hacia los restos de otros tantos barcos que estaban diseminados por la costa rocosa. Acantilados, rocas y navíos poblaban el litoral y hacia allí se dirigía. Un rayo impactó en el agua, a solo unos metros de su llamarada y un rugido descomunal surgió desde el interior de aquella isla desconocida. Una figura oscura se intuía bajo el agua y cuando Gerald desenvainó al espada, la cabeza de una inmensa criatura se abrió ante él.

Gerald maniobró con el timón, dejándose llevar por el viento como si viajara en un barco de papel. Las fauces de la bestia al cerrarse destrozaron parte del bote y el agua comenzó a entrar a borbotones. La lluvia se hacía cada vez más intensa, los rayos hendían el cielo como puñales de luz cegadora, el agonizante bote aceleraba cada vez más en dirección a las rocas y la criatura marina se alzó a sus espaldas con un rugido de furia y hambre, lanzando la minúscula embarcación por los aires en dirección a un mar de madera y roca.

Gerald logró apartar por fin el último tablón, que cayó al suelo con un sonoro crujido, y la luz volvió a iluminar su mundo. Cuando la criatura marina se alzó, el bote en el que viajaba había caído entre los restos de otros barcos más grandes que también habían naufragado allí. La mayoría estaban medio podridos, por lo que al caer los atravesó como un cuchillo partiendo mantequilla y quedó atrapado bajo ellos, en una especie de gruta artificial entre los cascos de grandes galeones y viejas galeras.

Salir de allí le costó horrores. El agua del mar se colaba por un millar de sitios e inundaba la mayoría de esos barcos. Las partes que quedaban por encima del agua estaban hechas de rocas afiladas y repletas de cangrejos, anguilas y cosas que prefería no conocer. La madera, húmeda y podrida, se desmenuzaba cuando se apoyaba en ella para escalar hacia donde suponía que encontraría una salida y tuvo que volver a empezar un par de veces. Su elegante atuendo había quedado empapado, lleno de salitre y arena, pero al menos conservaba la espada. El violín seguramente habría quedado hecho pedazos junto con el resto del contenido del esquife, pero ya conseguiría otro. Reemplazar los objetos era algo fácil; salir de allí sería lo difícil.

Por lo poco que había podido ver antes de estrellarse, una fuerte tormenta arreciaba en el exterior, y una vez se hubo abierto paso entre los barcos encallados, un rayo le recibió en el exterior. Cayó tan solo a varios metros de donde se encontraba, dejando un gran agujero en la madera del buque donde había impactado, incendiándolo. La lluvia apagó rápidamente las llamas pero la sensación de peligro perduró en su mente. Más le valía moverse.

A pesar del riesgo, Gerald encontró una elevación natural, un alto pico de roca gris, ennegrecida por los rayos, afilada y empapada, como una montaña hecha de espadas. Desde allí pudo ver una densa nube de humo a lo lejos, cubriendo buena parte de la isla. "Los rayos deben de haber provocado un incendio", pensó. En el otro extremo, las nubes se acumulaban formando un manto blanco y gris. ¿Eran nubes de nieve? Debía de ser efecto del humo, porque no tenía ningún sentido. Tras estudiar un rato la geografía del lugar, decidió dirigirse hacia una zona selvática, la única parte de aquel lugar que parecía mínimamente segura. Tal vez viviese alguien allí.

Descendió por la ladera todo lo rápido que se atrevió, intentando no caer y abrirse la crisma. Por desgracia, el universo no tenía en cuenta sus preferencias. Un rayo aterrizó a escasos centímetros de él y el espadachín cayó irremediablemente. Las rocas parecían cuchillas bajo su cuerpo y el oído izquierdo le pitaba por lo cerca que había estado de morir calcinado. El sonido de otro rayo le impidió tomarse un tiempo para reponerse. Al ver como provocaba un desprendimiento en lo alto de la colina pedregosa, rodó sobre sí mismo y se apartó todo lo deprisa que pudo.

El cielo seguía rugiendo. Sabía que tenía que salir de allí cuanto antes y a eso se puso. Avanzó hacia donde creía que estaban los árboles. La caminata se le hizo eterna bajo la amenaza constante de los rayos, el empuje atroz del viento y la intensa cortina de lluvia que le cegaba. Llegó un momento en que se preguntó si la tormenta lo seguía a él en particular.

Y luego, casi de repente, la cueva apareció frente a él. Una ancha abertura en la roca, negra como su capa raída y sin ningún atisbo de lo que había en el interior. Sin pensárselo un momento, entró en ella. No sabía qué habría allí, pero no importaba. Daba igual si tenía salida o si no llevaba a ninguna parte. Cualquier cosa sería mejor que volver a la tormenta.

La oscuridad era total. Aunque agitase la mano frente a sus narices habría sido incapaz de verla. La negrura le envolvía como un manto asfixiante. Era absoluta, infinita, más negra y fría que el profundo mar. Tuvo que salir de nuevo a la fría y peligrosa tormenta, y volvió con una antorcha improvisada a partir de un trozo de su capa enrollada en un palo y encendida con las llamas de un arbusto incendiado por un rayo. La luz no era suficiente para iluminar la gruta en su totalidad, pero al menos era algo. El resplandor anaranjado del fuego ni siquiera llegaba a iluminar todas las paredes al mismo tiempo y se veía obligado a moverla continuamente para evitar chocar con algo.

El suelo estaba plagado de rocas y agujeros y si no tenía cuidado acabaría torciéndose un tobillo. Además, había lugares en los que las paredes se estrechaban repentinamente y apenas podía pasar de lado. Se desgarró parte de la pernera del pantalón al intentar pasar entre dos grandes rocas que obstruían el camino. Tuvo que escalar en varias ocasiones para sortear los restos de un derrumbamiento y tuvo que agacharse para poder evitar las estalactitas.

No tenía ni idea de cuando encontraría una salida, ni de si encontraría alguna. Si la cueva no tenía salida al final, tendría que volver atrás y buscar otro camino a través de la implacable tormenta. No era una idea que le apeteciese mucho pero tampoco tenía intención de quedarse a vivir en esa grieta en la montaña, así que tarde o temprano tendría que salir de allí. De una forma u otra.

En cierto momento terminó por cansarse. Paró en una zona amplia y dejó la antorcha enganchada entre un par de rocas mientras se sentaba apoyado contra la pared, de forma que contaba con algo de luz. El hecho de que permaneciese encendida sin problemas era una buena señal, quería decir que había suficiente oxígeno y eso tal vez significase que había una salida al otro lado. O eso esperaba.

El ruido se iba haciendo cada vez más fuerte. Hacía ya un rato que se había dado cuenta, pero no tenía ni idea de lo que era. Por su cabeza pasaron multitud de posibilidades, cada cual más siniestra que la anterior. ¿Sería una criatura extraña propia de esa isla? No sería raro. Había estado en lugares donde habitaban seres que parecían salidos de la imaginación de algún perturbado. Dinosaurios, quimeras, animales parlantes... había todo tipo de seres extraños y únicos plagados por el mundo. Pero, ¿tan mala suerte podía tener?

No sabía cuanto tiempo llevaba allí dentro. Estaba cansado y magullado, y la maldita humedad del interior de la montaña le hacía sentir como si pesase doscientos kilos. El pelo, negro como la noche, se le pegaba a la frente y cada poco tiempo tenía que espantar algún mosquito, grande como una cabeza de ajo. Estaba decidido a marcharse pero aquel sonido le inquietaba. Sonaba como si algo rascase la pared de piedra con una espada, pero el eco lo distorsionaba y no sabía si venía desde delante o desde detrás.

Cuando el ruido comenzó a hacerse más evidente, Gerald se levantó y desenvainó a Pluma Negra. Su oscura hoja reflejaba la luz de la llama de la antorcha, todavía enganchada entre el hueco de dos rocas. Con curiosidad, pasó la espada por la húmeda pared de piedra y el sonido que obtuvo fue similar al que llenaba el cavernoso espacio. "Mala señal", pensó. Si se trataba de un persona, sin duda estaba armada; si era un animal, debía de tener unas garras peligrosamente afiladas.

Ni siquiera había decidido todavía si iba a seguir adelante en busca de una salida, cuando el ruido dio paso a un rugido aterrador. Aterrador y aterrado. Provenía del mismo lugar por el que había venido, aunque le extrañaba no haber visto nada según pasaba. Era evidente que no era humano, así que tal vez se hubiera escondido en algún agujero en la pared. La cueva estaba tan oscura que la luz de su pequeña antorcha no llegaba a iluminarla debidamente.

Los rugidos se mezclaron con el ruido de pasos que se acercaban a su posición haciendo retumbar el suelo, como si de un gigante se tratara. Las pequeñas rocas del suelo saltaban y repiqueteaban al caer y la luz del fuego titilaba con los movimientos de la antorcha. Gerald la cogió en el mismo momento en que una sombra dos veces más grande que él le saltaba por encima. Apenas estuvo dentro del círculo de luz un par de segundos y no alcanzó a distinguir de qué se trataba.

Se quedó parado sin saber que hacer. Aquella cosa le había ignorado deliberadamente. Entonces, ¿porqué había salido corriendo? Algo debía de haberlo asustado. Pero, ¿qué? Se preguntaba si había alguna otra cosa en el interior de esa gruta. Pero eso daba igual, fuera lo que fuera no sería rival para su espada. O eso pensaba. Esa idea se borró de su mente en cuanto vio al fantasma flotar ante él.

"Los fantasmas no existen", decía su mente racional. "Lo tienes delante", le decían sus ojos. "Rebánalo", "Corre", "Habla con él", "Lucha", "Entra en su mente"... Los pensamientos se agolpaban en su cabeza. La criatura fantasmal que flotaba ante él era tan... tan imposible. Plantearse siquiera su existencia era algo impensable para cualquier persona civilizada. En el Reino se habrían reído de él hasta la saciedad solo por mencionar la palabra "espíritu". Y sin embargo allí estaba: una figura esbelta y brillante, de una leve tonalidad azulada. Le recordaba a una mujer, lo que en cierto modo le tranquilizaba, pero su rostro era de todo menos tranquilizador.

Un segundo fantasma no tardó en aparecer. Otra mujer, pero esta parecía mucho más real. Gerald tardó unos delirantes segundos en comprender que se trataba de una persona real. Sin embargo no apartó la vista de la silueta espectral. Temía que si parpadeaba desapareciese como un espejismo o un mal sueño. Ni siquiera estaba seguro de que esa cosa estuviera allí realmente.

-¿Eres real? -preguntó Gerald al cabo de unos instantes. Se dirigía a la chica que avanzaba en la oscuridad de la cueva. Las llamas de la antorcha apenas la iluminaban pero le pareció ver que era joven, de cabello castaño y ojos brillantes. -¿O eres un espíritu?

No sabía si quería oír la respuesta. Si resultaba ser un fantasma, ¿qué haría entonces? No conocía muchas historias sobre esas criaturas pero dudaba que fueran de fiar. Los muertos no volvían a la vida por motivos nobles y no estaba seguro de que una espada y un poco de fuego pudieran detenerlo si se proponía atacarle. Por otro lado, si era una chica humana, sin duda debía de considerarle un loco. Quizás ella no hubiera visto al espíritu y le tomase por un perturbado que vivía en una cueva y tenía alucinaciones. La verdad era que no estaba siendo un gran día.

En cuanto la chica habló, Gerald se sintió como un estúpido. ¿Cómo había podido creer en fantasmas? Si Sir Warland hubiera estado allí le habría dado un buen golpe y se habría reído de él durante semanas. Seguramente habría acabado poniéndole un ridículo apodo burlón. Gerald se recriminó a sí mismo por su actitud infantil y se obligó a recuperar la compostura. De inmediato, su rostro adoptó un semblante serio como de costumbre. Ahora que era evidente que el fantasma había sido cosa de una Akuma no mi ya no tenía motivos para temerlo. Frente a él se encontraba una persona normal, al menos relativamente normal, únicamente con un poder especial como el que él mismo poseía.

-Perdonad mi confusión. -se disculpó Gerald-. No es algo común encontrarse con espectros en el lugar del que provengo y en un lugar como este la mente de un hombre es fácilmente sugestionable.

La joven parecía algo tensa. No tenía ni idea de qué clase de infecciones le hablaba pero no podía hablar a la ligera. Aquella era la primera señal de vida humana que veía en la isla y tal vez supiera donde podía encontrar un barco. Más le valía tener cuidado de no espantarla o provocarla. Decidió que lo más prudente sería decir la verdad: que no sabía de qué le hablaba.

-Siento decir que desconozco los pueblos de los que habláis. El motivo por el que estoy aquí es únicamente una serie de desastrosas condiciones climáticas. He entrado en esta cueva en busca de refugio con la esperanza de encontrar una salida al otro lado. -Mientras hablaba, el espadachín se iba acercando a la joven. La luz de la antorcha iba iluminándola cada vez más según se aproximaba a ella. No sabía si podía fiarse, así que dependiendo de como se desarrollara la situación quizás tuviera que entrar en su mente-. Confiaba en que pudierais guiarme hasta algún puerto.

"¿La salida de la cueva? Eso sería genial si lo que necesitara fuera exponerme de nuevo a esa tormenta infernal", pensó Gerald mientras veía como la invocadora de fantasmas se alejaba a paso vivo. Le dejó con un fantasma que ejercería como guía, aunque el espadachín no se fiaba demasiado de aquel espíritu. De hecho, no se fiaba en absoluto. No sabía qué nivel de inteligencia poseía ese extraño e imposible ser pero si resultaba tener la cabeza hueca, metafóricamente, pues literalmente sí que la tenía, quizás acabara en una situación peor.

No, definitivamente no podía permitirse fiarse de aquella cosa.

No pasó ni un minuto hasta que tomó la decisión de acompañar a la extraña chica en su camino. Necesitaba llegar a un puerto, necesitaba que alguien le guiara a un puerto o le indicara como llegar; no se contentaba con la siniestra compañía de una criatura espectral que le conduciría de nuevo a las penurias climáticas de allá fuera. Y sabía que si no le daban aquella información por las buenas solo había una forma de averiguar lo que quería saber, aunque no era algo que le gustase hacer.

-Disculpad, milaidy. -exclamó para llamar su atención mientras se dirigía hacia ella. Su voz reverberaba en la caverna y pareció haber hablado mucho más alto de lo que en realidad lo hizo. Cuando el eco se acalló, continuó-. Si no os importa, os acompañaré durante un rato. Sin duda, vos sabéis mucho más de este lugar que yo, y me temo que si vuestro... fiel servidor me guiara hasta el exterior seguiría tan perdido como ahora. Estoy seguro de que encontraréis un momento para indicarme la dirección que debería seguir. Mientras tanto, puedo acompañaros y ofreceros mi ayuda.

Se colocó al lado de la mujer y caminó con ella. Obviamente, se abstuvo de decir que no tenía intención de entrar en ningún pueblo infectado de los que ella había mencionado, pero tampoco era necesario comentarlo. Prefería que no le considerara un obstáculo. De esa forma, igual conseguiría salir de aquella isla o al menos encontrar un lugar habitado sin necesidad de forzar la intimidad de su mente.

Infecciones, curas... todo eso no podía importarle menos. ¿Acaso esa joven era una especie de sanadora? En el Reino los sanadores eran muy respetados y solían tener acceso a todo tipo de recursos, lo que significaba que siempre tenían algún barco preparado para lo que fuera necesario. Quizás en ese caso fuese igual, aunque la perspectiva de meterse en una zona infectada por alguna enfermedad no le atraía lo más mínimo. Al primer signo de que algo iba mal tendría que marcharse de allí y buscar otra forma de hacerse a la mar que supusiese un riesgo menor para su apreciada vida.

-Y decidme, ¿qué clase de enfermedad es esa de la que habláis? Espero que no sea nada demasiado peligroso. Aun así, si nos topamos con los culpables de esa enfermedad, si es que estáis tan segura de que no tiene un origen natural, podéis contar con mi espada. Os aseguro que mi pericia como espadachín excede con mucho mi disposición y habilidad a la hora de enfrentarme a virus, bacterias y demás. -dijo Gerald, percatándose de que el fantasma que le seguía todavía continuaba tras él. "Quizás no se fía de mí", pensó. Eso era algo que le parecía de lo más lógico, aunque no le gustaba que una criatura como aquella vigilase sus movimientos. Y menos en un lugar que no conocía.

Mientras caminaban, decidió que sería prudente averiguar cómo funcionaba la habilidad de esa mujer, así que apoyó la mano en su hombro durante un segundo, excusándose en que había una araña avanzando hacia su cuello. Durante ese breve instante, un torrente de recuerdos de todo tipo fluyeron hacia su mente. Eran imágenes sueltas que tuvo que ordenar rápidamente, quedándose con cierta cantidad de información. Había evitado tocar cualquier recuerdo no relacionado con su habilidad, ya que pretendía que su intimidad no se viera comprometida.

Aun así no pudo evitar acercarse peligrosamente a lo más hondo de su mente, atraído por los secretos que allí se ocultaban. Era una tentación que siempre le perseguía y con la que luchaba constantemente. En los recuerdos que absorbió no había nada demasiado útil ni privado, aunque aprendió que no debía dejar que los fantasmas le tocasen.

-Mi nombre es Oswald, por cierto. -mintió-. ¿Puedo preguntaros también vuestro nombre? ¿O debo recordaros en el futuro como la mujer-de-los-fantasmas?