El Encuentro [Capítulo]

¿Por qué tenía que elegir todo él? ¿Por qué todo el peso de las decisiones recaían sobre sus hombros? Kodama, Sans, Krauser, Bleyd... Dos pretores enfrentados, así debió empezar la guerra. Recuerdos que no eran suyos empezaron a empozoñar su mente, con imágenes totalmente reales de algo que no sabía cómo había sucedido. El esqueleto debía saberlo, pero tal vez no fuera momento de preguntar. No había necesidad de preguntar, no había necesidad de nada. Krauser lo miraba, y sus ojos fríos se clavaban cono estacas en los suyos, grises y vivos como una tormenta. Casi se sentía aterrorizado ante la perspectiva. Más responsabilidad, más problemas, de nuevo llegaban a él. Si sobre él caía el peso de la decisión tendría que levantarlo. La pregunta era si podría hacerlo, si alguien apoyaría su idea, si lo que iba a hacer estaba bien.

-Maldito chucho...- Krauser, Drake. Krauser, Drake, Drake, Krauser, Krauser y Drake, Drake y Krauser... Amigos, una fuente. ¿Drake era fiable? Siempre le había parecido una masa de músculos sin cerebro, no un buen estratega. No un buen confidente. Sólo un guardaespaldas-. ¿Drake Lars no sirvió en el mismo bando que Bleyd? Los dos ciudadanos de Halstat, ¿Los dos criminales? No sé hasta qué punto debemos fiarnos- paseaba por el salón, evaluando con la mirada a cada uno. Arthur, Jack, Silver, Adam, Bleyd, Sans, Aki, Krauser, Kodama, Syxel, Amaiar, Zuko... Demasiada gente, sus caras se perdían en la inmensidad de su mente y de repente estaba solo.

¿Cuál era la respuesta? No había ninguna correcta, sólo caminos menos abruptos. ¿Pero quién garantizaba que los más llanos no fueran camino a un precipicio? No podía saberlo. Bleyd como rey no iba a ser aceptado, a no ser que quitase el voto a una de las personas en quien más confiaba. La decisión era difícil, por no decir imposible. Contentar a todos, hacerlo bien... Krauser se había cerrado en banda, no había forma de resolver eso. Sólo descartándolo, o evitando al único candidato que se había propuesto.

-¿Qué podemos hacer entonces?- preguntó, casi para sí mismo, en voz alta. Menos de veinte minutos, cuántas ganas de darse una ducha, cuánto cansancio acumulado-. Si no quieres a Bleyd, ¿Qué alternativa propones? Yo puedo proteger la isla un tiempo, y más tarde la Marina lo hará. Si lo hace mal, seremos nosotros quienes se encargarán personalmente de recuperar la cordura. ¿Cuál es el problema, maldita sea?

Se acercó al hombre-surtidor y rebuscó en su cuerpo una botella de zumo, o alguna bebida que no le nublase los sentidos temporalmente. Más tarde podrían emborracharse, pero no era el momento. La sensación era extraña, y creyó tocar varias cabezas de pescado mientras rebuscaba. Finalmente terminó por desistir, y algo cabizbajo se apartó. Entonces escuchó otra voz.

-¿Y tú quién eres?- se había propuesto como rey, argumentando que sufrió como los siderianos, dispuesto a renunciar a su libertad por ellos... Palabras bonitas en un momento de necesidad, preparadas para hacerse el elegido. ¿Era el elegido?

Rodeó el trono. Observó todo de nuevo, desde el precario equilibrio del palacio hasta la suave brisa que recorría la zona. Toda la gente por el lugar, el barullo y las propuestas. Un ofendido Bleyd, un mesías recién aparecido, un dragón dormido... No, era hora de despertar.

-Me presento voluntario para gobernar esta isla hasta que los habitantes de Síderos elijan a un líder más apto. O mejor, propongo a Arthur Silverwing. No lo conozco de nada, pero lo veo un tipo de altas miras.

No se sentó. Sólo esperó a que todos hablaran. ¿Por qué Arthur? Estaba fallando a Bleyd, pero era por el bien de la isla. Su palabra se devaluaba, pero era un pirata. ¿Qué importaba su palabra? El pelirrojo parecía serio y competente, apto para llevar eso a cabo. Él podría devolver el poder a las gentes de Síderos. O tal vez no, pero ya no era su problema. Tomó su llama y trató de ponérsela en el pecho a Arthur. Si Linvana aceptaba el cambio saldría del lugar. Síderos ya no era su problema. Si fallaba esa idea, esperaría las reacciones.

Salón del Trono:

Gerald observaba desde el fondo de la sala, silencioso, inexpresivo, anonadado. Aunque no lo reflejaba, no podía creerse el circo que se había montado en unos pocos minutos. La guerra parecía haber concluido por el momento, pero solo pero solo para dar paso a algo aún peor: la democracia. El espadachín estaba convencido de que el sistema feudal de su archipiélago natal tenía graves fallos, pero desde luego era mucho más eficaz. Un hombre tomaba una decisión; se acataba; punto. Nada de debates absurdos sobre quién debía gobernar. Un rey forjaba su corona a fuego y acero, derramando sangre y demostrando su fuerza, no parloteando y rezando para que otros sentasen su regio trasero en el trono.

Y lo peor era que el tiempo se acababa. No podía faltar mucho para que esa diabólica mujer decidiera poner punto final a aquella pantomima y los matara a todos. Y, ¿a quién le importaría entonces tanta cháchara? Y lo peor era que el grupo de seres grotescos seleccionados para colocar un rey en el poder -seleccionados ni más ni menos que por un emperador pirata- eran incapaces de ponerse de acuerdo. Un ser esquelético que vivía a pesar de toda lógica; el monstruo arbóreo cuya única idea era votar por una criatura aún más extraña... Había un candidato que parecía tener ciertos apoyos, pero contaba también con la férrea oposición de uno de los nuevos pretores.

Gerald lo maldijo para sus adentros. Amenazaba con otra guerra más adelante si ése candidato salía elegido. ¡¿Y qué?! ¿Acaso eso era problema suyo? Una vez él hubiera abandonado la isla, no le importaría en absoluto el destino de esa tierra. Y aún así, aquel tipo parecía incapaz de darse cuenta de su falta de tiempo. No puedo evitar que una mueca de frustración trasluciera a través de su pétrea expresión al oír hablar de votar. ¡Votar! 

"Ya está bien", se dijo. "Terminemos con esto".

Y de nuevo soltó las riendas de sus poderes y su mente se extendió como tentáculos hacia la de aquel hombre, el de la gran espada. Envió a su cabeza pensamientos alarmistas sobre el poco tiempo que les quedaba para satisfacer a la Guardiana, así como otros sobre la necesidad de encontrar un rey. Y también trató de introducir una idea en su cabeza: "Votar es una pérdida de tiempo. Apoya al candidato. Apoya a los demás pretores. Siempre estarás a tiempo de matarlo cuando el peligro haya acabado." Con algo de suerte, así acabarían con esa tontería de la democracia y la diosa envainaría la espada y volvería a su cielo.

Pero no iba a confiar en la sensatez de aquella gente, y no podía influir en todos a la vez. Quizás fuese buena idea marcharse cuanto antes, buscar un bote y alejarse lo más posible. Echó una última mirada al salón del trono y emprendió la marcha.

Ryuken, en medio de su deplorable estado, arqueó una ceja al escuchar lo que dijo su mentor. Sabía muy bien que Dranser tenía disgusto en contra del gobierno mundial, pero nunca pensó que llegaría hasta este punto. ¿Qué diablos le hicieron para fomentar tal odio de su parte? No era normal, de hecho ni siquiera el odio de Galia llegaba hasta este punto. Fue en ese momento, cuando se acordó de cierta duda que tenía desde que entró a la rebelión. ¿Cuál era su objetivo? Solo entró a la revolución por su compañera y su mentor, no porque tuviera una razón para ir en contra el gobierno. Tan solo quería buscar algún propósito en su vida, además de intentar expiar sus pecados o buscar a esos científicos que arruinaron la vida de tantos niños... Tantos niños sin familia, viviendo en la desesperación. Todo por culpa de esos imbéciles hambrientos de poder.

- No es momento de pensar en eso - pensó mientras sacudía levemente su cabeza, solo para después hacer una mueca debido al dolor.

El peliplateado parpadeó al darse cuenta que mucha gente se había reunido en el trono. Ryuken escuchaba distraídamente la discusión que se había formado en la sala. Al parecer la guerra había terminado, solo para que la política empezara. Suspiró con pesadez al escuchar como esos dos tipos se ofrecían para ser rey. Un gobernante debería ser humilde, no un hambriento de poder como esos dos. No era un experto en esos temas, pero podía ver claramente que, generalmente, los que se postulaban a sí mismo no tenían intenciones tan nobles.

Ryuken se encogió de hombros y se levantó como pudo. El no pintaba nada allí, además Dranser le había dicho a él y a Galia que lo siguieran. Supongo que eso era todo; la travesía a Sideros terminaba aquí. Antes de irse, sin embargo, la pelirroja de antes lo detuvo. Sabía muy bien que, al parecer, era la superior de su mentor, por lo que eso no se lo esperó. ¿Qué quería ella con él, entonces? Escuchó sus palabras y ladeó su cabeza, sintiendo algo de confusión. Había entendido la mayor parte, pero... ¿Quién era Silver? Estuvo así durante algunos segundos, hasta que recordó. Por supuesto, a veces olvidaba que Dranser era tan solo el apellido.

- Se lo daré, no os preocupéis - dijo suavemente mientras hacía una reverencia. Sin nada más que hacer allí, puso marcha hacia el exterior del salón.

Al llegar, vio que Dranser y Galia se encontraban allí. Por suerte, el dolor de cabeza había aminorado con el pasar de los minutos. Tan solo quedaban sus heridas, y hablando de eso...

- Sensei, Aki-san me pidió que le diera esto - dijo mientras le pasaba el coagulante. - Es para sus heridas, además mencionó que podíamos marcharnos una vez que eligieran al nuevo rey - una vez terminada su explicación, el joven empezó a investigar el exterior del salón del trono. Curiosidad, más bien. Era para pasar el rato mientras esperaban.

Exterior Trono:

Las largas deliberaciones sobre el futuro rey se le estaban haciendo agotadoras. Su idea de proponer a aquel ser medio humano y medio pez había sido precipitada, y cuando fueron saliendo varios candidatos más para el trono, uno tras otro, se sintió aliviado al pensar que por fin podrían poner algo de orden allí. "Esto irá rápido", pensó, pero nada más lejos de la realidad. Cuando la discusión comenzó a volverse pesada, el Roble desconectó. No le gustaba la palabrería de los humanos. 

Se imaginó a sí mismo en un amplio bosque, verde y dorado, con frescas y suaves brisas acariciando sus hojas, plantado al pie de un arroyo de aguas claras. Los pájaros cantarían su canción mientras el resto de criaturas seguían con sus vidas ajenas al caos de aquel país. Como le gustaría a él poder permanecer ajeno al caos de aquel país...

Sin embargo no podía ser. Llegado a ese punto, cuando el Yonko abandonó la sala y Krauser manifestó su postura en contra de... uno de los humanos candidatos, él ya estaba dispuesto a aceptar a cualquiera. Siempre que no fuese un criminal, contaría con su voto para la corona. Todo por poner fin de una vez a la guerra. Así que, sin haber prestado mucha atención a lo que se había dicho, optó por apoyar al mismo hombre que el resto de pretores. 

Les imitó, poniendo su mano en la abertura de uno de los tronos y manifestó su voto en voz alta, aunque obviando la innecesaria fórmula.

-Arthur, pues -dijo sin más, sin saber siquiera cuál de todos los presentes era el tal Arthur. Bueno, no era pirata, así que con eso le valía por el momento. Si resultaba ser tan mal gobernante como los anteriores, siempre podía volver a impartir justicia. 

Cuatro se sientan, uno contempla el trono. Con cada nuevo color añadido las paredes de un gris enfermizo cobran vida. Rojo, Blanco, Negro, Azul… La llama verde en el pecho de un hombre arde con más intensidad, y un color dorado nace de ella mientras se extingue. Un paso, y oro arde en la frente del nuevo rey, que avanza con seguridad hacia su nuevo lugar. Piratas y Marines hacen un improvisado pasillo mientras con altivez entre ellos avanza. A su espalda un dragón y un ángel observan, comentando imperturbables la escena. Ambos sonríen y se dan la mano. En un estallido de plumas, la Guardiana se desvanece, dejando apenas un leve rastro de su desaparición. El palacio no se repara, pero toda la estancia comienza a brillar con luz propia mientras Arthur avanza, ascendiendo cada vez más por las escaleras del trono. Cuando el pequeño monarca se sienta, el fuego dorado se hace corona de llamas que poco a poco toma solidez, y el último color de la estancia se llena. Verde y plata alumbran la estancia, y los tapices forman el emblema de Zal, una serpiente altiva que contempla la escena.

Una persona aplaude lentamente, y sus aplausos resuenan en toda la ciudad. Se acerca paso a paso, y poco a poco su figura se ve más clara. Vestido de túnica, larga barba blanca y un sombrero picudo que cubre su cabeza, observa con calma la situación a través de sus gafas de media luna. Mirando al pelirrojo, finalmente habla.

-Sí, sí, bien hecho, Zal. Sin embargo, los acontecimientos recientes deben ser tenidos en cuenta- todos miran incrédulos al hombre, e incluso algunos curiosos entran de ambos ejércitos a ver qué **** pasa ahí-. Así que tengo algunos puntos de última hora para agregar. Dejadme ver… Sí. Primero, para el señor Augustus Makintosh, por ser el mejor jugador de ajedrez que Síderos haya visto en muchos años, premio a la casa Gryff…

Una explosión resuena, y de pronto el viejo no está. Se escucha el eco de Linvana diciendo “De nada”, y una luz blanca emana del trono, llenando la habitación y saliendo al exterior, iluminando finalmente toda la isla con una mezcla irisada de colores. Todos distintos. Todos iguales. El blanco impregna poco a poco todo, y las centrales que perviven todavía se iluminan con un color violeta que tiñe el cielo, bañado por nubes de un color dorado, y finalmente, de todas partes comienzan a ascender hacia el cielo líneas de cohetería, que terminan estallando en el cielo, deshaciéndose en miles y miles de fuegos artificiales. La guerra ha concluido…

En las afueras se escuchan vítores. Los cascos vuelan por unos instantes mientras la alegría y el regocijo inundan los campos de batalla. Balt y Sarka se aproximan lentamente, con una sonrisa, afables y felices. Se abrazan y tiran las armas, se arrancan los emblemas y se quitan las armaduras. Poco a poco la atmósfera se carga nuevamente de humo, pero son las barbacoas y no las bombas las que tiznan de carbón las calles. Se oye el descorchar simultáneo de miles de botellas de champán, sidra y cerveza. Ya no hay guerra, y la única pregunta respecto al futuro del país es… ¿Dónde guardaban los soldados toda esa comida? El caos vuelve, pero en forma de fiesta y no de batalla. La gente bebe, come, habla, compara cicatrices y cuenta batallitas. Ya no hay bandos, y hasta los amputados escuchan las historias de quien los mutiló como si no supieran el final de la historia, como si fuera a cambiar. Tienen esperanza de que la historia cambie, como con este rey; y todos sonríen…

En un profundo foso, una isla se presenta lejana. Allí la algarabía apenas resuena como un eco lejano, y la risa de un Genio inunda la estancia, hasta que se da cuenta de lo que sucede. Mira a un hombre con desprecio y señala su arma. Con una risa maligna la encanta y baña en magia negra, hasta que aparece de repente una mujer alada de cabello violáceo. Porta un orbe y un libro, misteriosamente parecido al que había allí tiempo antes, pero en blanco. Las palabras se escriben solas cuando deja juntos ambos objetos, y rezando “Arthur Silverwing, Primer rey de la nueva Síderos, fue nombrado en el…” y continúa anotando todo lo que sucede. Ignorando a todos, finalmente, su cuerpo se desvanece en la capilla.

-Cuando necesites verdadera ayuda, pídesela a Madre- dice el genio.

Con una última ristoada maligna vuelve a su lámpara. Y así termina todo, con el cielo brillando, la paz en las calles y la maldad encerrada de nuevo en su hogar. Y entonces, se escuchan trompetas y tambores otra vez. Al Oeste colores pardos impregnan la orilla, y el azul baña las playas al Este. Avanzan deprisa, pero no se escuchan disparos. Ninguno quiere interrumpir la delicada paz de la isla, ninguno quiere provocar de nuevo la ira de su Guardián. Por una vez, parece que la guerra terminó.