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Una aventura comienza, es la hora de que te hagas más fuerte y amplíes tu familia. ¿No crees? Estás viajando hacia un nuevo destino, un grupo de pequeñas islas que forman un archipiélago. Por suerte tienen un clima más bien tropical y están formadas por volcanes que no están en erupción. Son cuatro islas muy próximas entre sí, cada una colocada en una esquina cardinal y, en el medio de todas, un pequeño zoológico repleto de animales y plantas con un pequeño restaurante lujoso, digno para todo buen caballero. Esto último está colocado en un enorme barco flotante. De momento te diriges a la primera isla, Lemeleme, la cual es la más pequeña de todas pero la más acogedora.
Estás en un barco tripulado por pescadores donde en el cual, el capitán Gond Moger, se ha dignado a llevarte hacia la isla, ya que ellos tienen una importante entrega en dicho lugar. Es un buen navegante y un aún mejor pescador, un hombre temible entre su tripulación y desde luego que es también elegante. A pesar de tener un peinado excéntrico, ya que tiene todos los colores habidos y por haber, porta un hermoso traje de gran calidad hecho por la mejor lana de todo el West Blue, de la marca “Charklin Kaín”. Es azulado y con unas decoraciones doradas en los hombros y parece ser que le has caído bien por tu forma de vestir.
- Ya hemos llegado, Don Alphonse. Puede bajar cuando guste. – Te dice con total educación.
Habéis llegado a la isla, por suerte el capitán te ha ofrecido un mapa. Ahora mismo estás en la parte sur de la isla, en el embarcadero. Hay una caseta grande con tejado azul, de madera, en la cual hay souvenir y un pequeño restaurante de calidad. Hay también unas escaleras que hacen que salgas del puerto y dan a un pequeño grupo de casas y un edificio enorme de gran calidad, creada por un arquitecto famoso de dicho archipiélago. En la ciudad podrás ver a parte del edificio y las casas, un centro médico, una pequeña mansión a un lateral y una tienda para animales.
Estás en un barco tripulado por pescadores donde en el cual, el capitán Gond Moger, se ha dignado a llevarte hacia la isla, ya que ellos tienen una importante entrega en dicho lugar. Es un buen navegante y un aún mejor pescador, un hombre temible entre su tripulación y desde luego que es también elegante. A pesar de tener un peinado excéntrico, ya que tiene todos los colores habidos y por haber, porta un hermoso traje de gran calidad hecho por la mejor lana de todo el West Blue, de la marca “Charklin Kaín”. Es azulado y con unas decoraciones doradas en los hombros y parece ser que le has caído bien por tu forma de vestir.
- Ya hemos llegado, Don Alphonse. Puede bajar cuando guste. – Te dice con total educación.
Habéis llegado a la isla, por suerte el capitán te ha ofrecido un mapa. Ahora mismo estás en la parte sur de la isla, en el embarcadero. Hay una caseta grande con tejado azul, de madera, en la cual hay souvenir y un pequeño restaurante de calidad. Hay también unas escaleras que hacen que salgas del puerto y dan a un pequeño grupo de casas y un edificio enorme de gran calidad, creada por un arquitecto famoso de dicho archipiélago. En la ciudad podrás ver a parte del edificio y las casas, un centro médico, una pequeña mansión a un lateral y una tienda para animales.
- Mapa:
Krieg
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No había mejor manera de viajar que sin un destino fijo; tomar un barco intramar era la opción más interesante, aunque arriesgada, para conocer nuevas costumbres, tierras y gentes. Cuán fue mi suerte cuando además de la promesa de una gloriosa epopeya me encontré con una persona tan grata. Gond Monguer era, de lejos, un excéntrico y despótico capitán de barco de pelo de arcoíris que hacía gala de una disciplina militar a desatino con un traje azur de filigranas doradas que bien podría haber sido enmarcado en un museo al estilo.
Y no tardé mucho en descubrir maravillado que su rigidez y elegancia se conquistaban cualquier ámbito de la vida diaria, desde la capacidad de mantener conversaciones educadas sobre la naturaleza del ser humano hasta la correcta utilización de cada cubierto en el momento apropiado, pasando, por supuesto por la comanda de sus subordinados con un tono magnánimo y respetuoso pero tajante. Tocó mi alma con un vínculo que sólo dos caballeros nobles, educados y justos, podían tener. Le pagué su viaje, no sólo con dinero, sino también con mi música y miles de conversaciones que sus marineros, muchísimo más mundanos que él, no podían darle.
Su generosidad fue tal que hasta al dejarme en aquella isla, en la que dejaría su cargamento para tomar otro, me dio un mapa sin ningún tipo de recargo.
-Ya hemos llegado, Don Alphonse. Puede bajar cuando guste- me dijo, a modo de sincera despedida con la elocuencia de un rey.
-Gracias, Capitán Monguer, por tan maravilloso viaje y por su compañía; se ha ganado, con creces, el poder tutearme si así lo desea.- le dije, sin necesidad de especificar que solo debería hacerlo en privado.-. Le deseo fortuna y prosperidad en sus negocios y travesías- dije antes de bajar la rampa de madera que conectaba provisionalmente el navío al puerto, para luego dirigirme hacia la ciudad.
Supuse que la caseta azul del embarcadero suplía las funciones de oficina de correos, así como las del registro naval de los barcos que salían y entraban de la isla. No hacía falta un edificio de mayor tamaño para una isla, como pude ver por el mapa, tan pequeña. No más de cien, mucho menos de doscientas personas debían vivir tranquila y apaciblemente en la ínsula llamada como una enrevesada y confusa aliteración.
-Lalamele… Lame la melosa miel de limas de Lalamele. La lava de la loma de Lalamele me lía la leva a melé… La melena de miel me lame la loma de Lalamele. La… lima de limón limonero, limonada de Lalamele quiero. El limpiador Lalamelense limpia lunetas en lunes antes de jugar al limbo. La polilla liba la lima de la loma de Lalamele mientras limpia la luna de…
No podía dar con un trabalenguas de mayor genialidad que aquel de los tres tristes tigres veganos, pero no iba a desistir. Caminé a la ciudad susurrando, mientras estuviera solo, las rimas que me hacían detenerme cada vez que me fallaba la lengua y la mente. Mi destino era el núcleo urbanizado de la ciudad, donde esperaba encontrarme con alguna indicación turística para dar con el hotel.
Tras subir las escaleras que delimitaban el puerto no pude contener la sonrisa al vislumbrar las maravillosas edificaciones del famoso arquitecto nativo del archipiélago; no conocía mucho de la vida de Tikikili, pero su nombre aparecía en muchos de los tomos dedicados al arte de la construcción como un visionario de humildes orígenes. Desde luego aquel lugar valía la pena, a pesar incluso del calor que me arañaba la cabeza y presionaba mi espalda. Me propuse, por obligada necesidad, el encontrar un traje más apropiado a las condiciones climatológicas de la isla tras instalarme.
Y no tardé mucho en descubrir maravillado que su rigidez y elegancia se conquistaban cualquier ámbito de la vida diaria, desde la capacidad de mantener conversaciones educadas sobre la naturaleza del ser humano hasta la correcta utilización de cada cubierto en el momento apropiado, pasando, por supuesto por la comanda de sus subordinados con un tono magnánimo y respetuoso pero tajante. Tocó mi alma con un vínculo que sólo dos caballeros nobles, educados y justos, podían tener. Le pagué su viaje, no sólo con dinero, sino también con mi música y miles de conversaciones que sus marineros, muchísimo más mundanos que él, no podían darle.
Su generosidad fue tal que hasta al dejarme en aquella isla, en la que dejaría su cargamento para tomar otro, me dio un mapa sin ningún tipo de recargo.
-Ya hemos llegado, Don Alphonse. Puede bajar cuando guste- me dijo, a modo de sincera despedida con la elocuencia de un rey.
-Gracias, Capitán Monguer, por tan maravilloso viaje y por su compañía; se ha ganado, con creces, el poder tutearme si así lo desea.- le dije, sin necesidad de especificar que solo debería hacerlo en privado.-. Le deseo fortuna y prosperidad en sus negocios y travesías- dije antes de bajar la rampa de madera que conectaba provisionalmente el navío al puerto, para luego dirigirme hacia la ciudad.
Supuse que la caseta azul del embarcadero suplía las funciones de oficina de correos, así como las del registro naval de los barcos que salían y entraban de la isla. No hacía falta un edificio de mayor tamaño para una isla, como pude ver por el mapa, tan pequeña. No más de cien, mucho menos de doscientas personas debían vivir tranquila y apaciblemente en la ínsula llamada como una enrevesada y confusa aliteración.
-Lalamele… Lame la melosa miel de limas de Lalamele. La lava de la loma de Lalamele me lía la leva a melé… La melena de miel me lame la loma de Lalamele. La… lima de limón limonero, limonada de Lalamele quiero. El limpiador Lalamelense limpia lunetas en lunes antes de jugar al limbo. La polilla liba la lima de la loma de Lalamele mientras limpia la luna de…
No podía dar con un trabalenguas de mayor genialidad que aquel de los tres tristes tigres veganos, pero no iba a desistir. Caminé a la ciudad susurrando, mientras estuviera solo, las rimas que me hacían detenerme cada vez que me fallaba la lengua y la mente. Mi destino era el núcleo urbanizado de la ciudad, donde esperaba encontrarme con alguna indicación turística para dar con el hotel.
Tras subir las escaleras que delimitaban el puerto no pude contener la sonrisa al vislumbrar las maravillosas edificaciones del famoso arquitecto nativo del archipiélago; no conocía mucho de la vida de Tikikili, pero su nombre aparecía en muchos de los tomos dedicados al arte de la construcción como un visionario de humildes orígenes. Desde luego aquel lugar valía la pena, a pesar incluso del calor que me arañaba la cabeza y presionaba mi espalda. Me propuse, por obligada necesidad, el encontrar un traje más apropiado a las condiciones climatológicas de la isla tras instalarme.
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Comienzas a caminar por aquellas calurosas calles en busca de tanto el hotel como de una tienda de ropa. Tienes suerte, ya que viajando por todos lados encuentras el lugar idóneo. Son tres edificios grandes que están justo a la derecha del que hizo Tikikili. Por suerte dichos edificios son muy famosos en la región, ya que uno es la famosa peluquería de Edunard Scissorfingers. El de la derecha es una famosa tienda de repostería, pero que es más famosa aún por su multitud de empanada. En el medio está lo que ansiabas, una tienda de ropa del famoso Charklin Kaín. Es muy lujosa, tiene dos plantas y una gran variedad de trajes. Se puede ver que hay uno que resalta más que cualquiera y no sólo por su descuento del 70%, sino porque está en un pequeño escenario, siendo vestido por un maniquí. Es un traje hecho por una tela muy extraña capaz de aislar el calor y mantener fresco al que lo porte. A parte, es difícil de cortar o rajar. Ni que fuera una armadura.
En un chaleco junto a unos pantalones color vainilla, conjunto a una camisa azul marino y unos zapatos de cuero, marrón oscuros. Tiene una corbata también de color gris con rallas diagonales de color salmón. Es de muy buena calidad, sin duda el mejor traje de todos, pero… A pesar de estar al 70% de descuento, es el más caro. Cuesta exactamente setenta millones de berries. Un lujo muy caro. ¿No crees?
En cuanto entres una joven de lujuriosas curvas y un cabello largo azulado, vistiendo un traje, se acercará a ti. - ¿Deseas ayuda, joven?
En un chaleco junto a unos pantalones color vainilla, conjunto a una camisa azul marino y unos zapatos de cuero, marrón oscuros. Tiene una corbata también de color gris con rallas diagonales de color salmón. Es de muy buena calidad, sin duda el mejor traje de todos, pero… A pesar de estar al 70% de descuento, es el más caro. Cuesta exactamente setenta millones de berries. Un lujo muy caro. ¿No crees?
En cuanto entres una joven de lujuriosas curvas y un cabello largo azulado, vistiendo un traje, se acercará a ti. - ¿Deseas ayuda, joven?
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En mi camino, tras admirar con humildad la magnificencia del estilo arquitectónico de Tikikili, encontré tres edificios: El primero, una peluquería con la característica firma del archiconocido Edunard Scissorfingers, uno de los mejores barberos de los tiempos modernos; el segundo, la repostería Binvow, marca que pretendía ser conocida por sus dulces que, aunque buenos, eran superados por la calidad y amplio rango de empanadas rellenas; y tercero y último en calle se encontraba una recatada boutique de la firma Charklin Kaín. Recordé que el Capitán Moger me había señalado con orgullo la firma en su propio traje; por desgracia, o por buena ventura, también recordé que al despedirme le había llamado por el nombre por el que, sin que él lo supiera, sus subordinados, en terrible secretismo, le llamaban. Cuán grande era el daño que podía hacer un subconsciente traidor que no desea sufrir el atarse a nadie… Tan sólo esperaba que se le hubiera pasado; de todas formas tendría que disculparme con algún regalo y favor para pagar mi falta, aunque inconsciente, de respeto..
Pasé por los comercios sin intención de pararme, pero, al llegar a la sastrería mi visión periférica me mandó detenerme para contemplar el mayor tesoro de seda y tul que había visto en toda mi vida. El traje allí expuesto, una exquisitez de clásico marrón conjuntada con una camisa azur, unos pantalones de marfil pulido y zapatos de exquisito cuero con patrones grabados por pirógrafo, valía la friolera de 70 millones de berries. Cabe decir, que además tenían la decencia de aclarar que ese era el precio con la oferta incluida del 70% de descuento; tardé unos segundos en calcular con esfuerzo que su precio original rondaba los 240 millones. Por supuesto, aunque me pareció excesivamente caro, la nota aclaratoria y descriptiva al lado de artículo aclaraba que dicha tela no era para nada común: Aislaba del calor para asegurar un frescor continuo a su portador y era, además, o eso decía, extremadamente resistente a roturas.
Mi descontento inicial por semejante precio, o mejor dicho, por la incapacidad de permitírmelo, fue sustituido por un odio visceral por el abusivo coste de la prenda, por muy de leyenda que fuera. Posteriormente esa idea dio paso a la evaluación, no sólo de la calidad de los materiales, sino al diseño, al conocimiento necesario del sastre que tuvo que crearlo, su larga profesión, la ejecución maestra de las puntadas… hasta que, finalmente, el precio me pareció mucho más razonable.
Entré en aquel establecimiento con la congoja oculta de no poder, ni ahora ni probablemente en muchos años, siquiera permitirme una manga de aquel artículo y con la intención de buscar un sustitutivo más acorde a mi reducida cartera. La dependienta, que no debía de tener muchos clientes con semejantes precios y tan poca población, al menos que yo sepa, me atendió con rapidez. Era una mujer dibujada con compás, de curvas firmes y seductores movimientos que, para mi suerte, o para mi desgracia, vestía un favorecedor traje largo del blanco más puro. Su piel oscura quedaba enmarcada con la tela, haciéndola, si cabía, más bella. Su melena del color del océano en el día más claro ondeó alrededor de sus ojos de alabastro al acercarse a mí.
- ¿Deseas ayuda, joven?- No me importó mucho que me tuteara.
Mantuve la compostura, inclinándome ligeramente a modo de firme saludo; no era apropiado besar la mano de una dama que está atendiendo a su negocio, por mucho que quisiera hacerlo.
- Buenos días- dije cortés y acertadamente, aún no pasaban las doce-. Me gustaría adquirir un traje más apropiado para el tropical clima de la isla, estoy de viaje y por desgracia no he empaquetado ropa para climas más ligeros que el mío propio. ¿Podría aconsejarme? – solicité, dejando mi maleta en el suelo-. Permítame que me presente- dije con firmeza y educación antes de que se iniciara la atención meramente comercial-: Soy Alphonse Capone.
No le extendería la mano, pero me inclinaria levemente y estaría dispuesto a completar el saludo bien con un suave, pero firme, apretón de manos o un besamanos si se me ofrecía de dicha manera.
Pasé por los comercios sin intención de pararme, pero, al llegar a la sastrería mi visión periférica me mandó detenerme para contemplar el mayor tesoro de seda y tul que había visto en toda mi vida. El traje allí expuesto, una exquisitez de clásico marrón conjuntada con una camisa azur, unos pantalones de marfil pulido y zapatos de exquisito cuero con patrones grabados por pirógrafo, valía la friolera de 70 millones de berries. Cabe decir, que además tenían la decencia de aclarar que ese era el precio con la oferta incluida del 70% de descuento; tardé unos segundos en calcular con esfuerzo que su precio original rondaba los 240 millones. Por supuesto, aunque me pareció excesivamente caro, la nota aclaratoria y descriptiva al lado de artículo aclaraba que dicha tela no era para nada común: Aislaba del calor para asegurar un frescor continuo a su portador y era, además, o eso decía, extremadamente resistente a roturas.
Mi descontento inicial por semejante precio, o mejor dicho, por la incapacidad de permitírmelo, fue sustituido por un odio visceral por el abusivo coste de la prenda, por muy de leyenda que fuera. Posteriormente esa idea dio paso a la evaluación, no sólo de la calidad de los materiales, sino al diseño, al conocimiento necesario del sastre que tuvo que crearlo, su larga profesión, la ejecución maestra de las puntadas… hasta que, finalmente, el precio me pareció mucho más razonable.
Entré en aquel establecimiento con la congoja oculta de no poder, ni ahora ni probablemente en muchos años, siquiera permitirme una manga de aquel artículo y con la intención de buscar un sustitutivo más acorde a mi reducida cartera. La dependienta, que no debía de tener muchos clientes con semejantes precios y tan poca población, al menos que yo sepa, me atendió con rapidez. Era una mujer dibujada con compás, de curvas firmes y seductores movimientos que, para mi suerte, o para mi desgracia, vestía un favorecedor traje largo del blanco más puro. Su piel oscura quedaba enmarcada con la tela, haciéndola, si cabía, más bella. Su melena del color del océano en el día más claro ondeó alrededor de sus ojos de alabastro al acercarse a mí.
- ¿Deseas ayuda, joven?- No me importó mucho que me tuteara.
Mantuve la compostura, inclinándome ligeramente a modo de firme saludo; no era apropiado besar la mano de una dama que está atendiendo a su negocio, por mucho que quisiera hacerlo.
- Buenos días- dije cortés y acertadamente, aún no pasaban las doce-. Me gustaría adquirir un traje más apropiado para el tropical clima de la isla, estoy de viaje y por desgracia no he empaquetado ropa para climas más ligeros que el mío propio. ¿Podría aconsejarme? – solicité, dejando mi maleta en el suelo-. Permítame que me presente- dije con firmeza y educación antes de que se iniciara la atención meramente comercial-: Soy Alphonse Capone.
No le extendería la mano, pero me inclinaria levemente y estaría dispuesto a completar el saludo bien con un suave, pero firme, apretón de manos o un besamanos si se me ofrecía de dicha manera.
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Tal es el asombro de la dependienta cuando te inclinas, que tan sólo te ofrece la mano para daros un apretón. No está acostumbrada a dicha caballería. Entonces la joven te mira de arriba abajo, observando cuales pueden ser tus gustos así que decide ofrecerte un traje por un millón de berries. Es blanco completamente, el chaleco substituye a la americana y los pantalones llegan poco más allá de las rodillas, junto a unos zapatos negros clásicos. La camisa es gris y la corbata roja. Es un buen traje, de buena calidad, y mantiene la temperatura bastante bien.
- Este es un buen traje y bastante cómodo. Puede mantenerte fresco y protege de los malos olores. – Dice señalando al traje y tocando la suave tela.
De pronto, en mitad de aquella conversación aparece alguien muy sospechoso en la tienda. Es un hombre grande y fuerte, usando pasamontañas negro, guantes y ropa gruesa negra. Porta una ninjato a su espalda que desenfunda nada más aparecer. Amenaza a todos y grita a la dependienta.
- ¡Dame todo lo de la caja! ¡Ahora! – La dependienta se ve obligada a moverse hacia la caja y comenzar a sacar todo el dinero. Las personas del local tienen miedo y se encuentran en el suelo, tumbadas.
- Este es un buen traje y bastante cómodo. Puede mantenerte fresco y protege de los malos olores. – Dice señalando al traje y tocando la suave tela.
De pronto, en mitad de aquella conversación aparece alguien muy sospechoso en la tienda. Es un hombre grande y fuerte, usando pasamontañas negro, guantes y ropa gruesa negra. Porta una ninjato a su espalda que desenfunda nada más aparecer. Amenaza a todos y grita a la dependienta.
- ¡Dame todo lo de la caja! ¡Ahora! – La dependienta se ve obligada a moverse hacia la caja y comenzar a sacar todo el dinero. Las personas del local tienen miedo y se encuentran en el suelo, tumbadas.
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La elegante mujer abrió sus hermosos ojos más de lo esperado, parecía como si nunca la hubieran tratado con respeto y educación; por un segundo temí por las maneras que me esperaban en aquel archipiélago. Tras su inicial asombro me tendió la mano que estreché firmemente, sin ninguna intención de hacerle daño, no me perdonaría el dañar algo tan bonito.
Los ojos de la dama discurrieron sobre mí, y tras unos instantes en los que me sentí vulnerable marchó de mi lado con un gesto en solicitud de espera; no tardó en traerme una indumentaria que consideró apropiada. La modista había seleccionado para mí un conjunto de chaleco ligero del más limpio blanco, casi acorde con la pureza del suyo, acompañado por una camisa gris que hacía de contraste a la corbata de satén rojo. Para las piernas, un cómodo pero elegante pantalón a juego con el chaleco, que para mi felicidad se extendía hasta cubrir las rodillas; no había un diseño más horrendo que los trajes que dejaban ver la crudeza de la articulación. Por último, y como el negro conjunta con todo, unos clásicos zapatos de verano que, a pesar de su estilo abierto, rebosaban de elegancia.
Medité sobre la vestimenta durante unos segundos antes de dar mi veredicto.
- Es cierto que se trata de un buen conjunto, aún mejor para su precio dadas las características, pero creo que el color blanco sería más propio para alguien con una tonalidad de piel más oscura que la mía- mencioné con tono educado para no ofender a su buen criterio-. Claro que sería perfecto una vez comience a broncearme debido al clima…, aunque si lo tuviera en una tonalidad más marfil, quizás más tirando a vainilla o con algún ligero matiz de color…- Entonces fui burdamente interrumpido por la entrada de un malhechor al local.
- ¡Dadme todo lo de la caja! ¡Ahora!- exigió exhibiendo un ninjato el fornido muchacho que escondía su identidad tras un pasamontañas, guantes y ropa gruesa; debía de pasar un calor terrible.
La dependienta se acercó a paso rápido y temeroso a la caja para cumplir sus órdenes. Me quedé en el sitio, mirando cómo aquel villano de desgastados ropajes amenazaba con su arma a los escasos clientes. No me amedrenté como ellos, no me arrojé al suelo ni me escondí tras los percheros… simplemente me agaché levemente para coger mi maleta de viaje por su asa, esperando a que aquel malandrín tuviera mente y manos ocupadas por su codicia.
Sería entonces, cuando estuviera ocupado guardándose los fajos de billetes, el momento en el que intentaría descargar como un improvisado y enorme mangual mi equipaje sobre su testa y espalda, para luego, sin querer dejarle tiempo a reaccionar tras el más que probable aturdimiento, tratar de dirigir una patada frontal a sus lumbares con la intención de maximizar el daño producido al no dejarle intercambiar la potencia por movimiento a causa de estamparle contra el mostrador revestido de mármol que formaba parte de la arquitectura del propio edificio. No era médico, pero no me hacía falta serlo para saber que un impacto directo sobre el pilar central de una estructura, biológica o de cemento, conllevaría graves daños a su integridad.
Los ojos de la dama discurrieron sobre mí, y tras unos instantes en los que me sentí vulnerable marchó de mi lado con un gesto en solicitud de espera; no tardó en traerme una indumentaria que consideró apropiada. La modista había seleccionado para mí un conjunto de chaleco ligero del más limpio blanco, casi acorde con la pureza del suyo, acompañado por una camisa gris que hacía de contraste a la corbata de satén rojo. Para las piernas, un cómodo pero elegante pantalón a juego con el chaleco, que para mi felicidad se extendía hasta cubrir las rodillas; no había un diseño más horrendo que los trajes que dejaban ver la crudeza de la articulación. Por último, y como el negro conjunta con todo, unos clásicos zapatos de verano que, a pesar de su estilo abierto, rebosaban de elegancia.
Medité sobre la vestimenta durante unos segundos antes de dar mi veredicto.
- Es cierto que se trata de un buen conjunto, aún mejor para su precio dadas las características, pero creo que el color blanco sería más propio para alguien con una tonalidad de piel más oscura que la mía- mencioné con tono educado para no ofender a su buen criterio-. Claro que sería perfecto una vez comience a broncearme debido al clima…, aunque si lo tuviera en una tonalidad más marfil, quizás más tirando a vainilla o con algún ligero matiz de color…- Entonces fui burdamente interrumpido por la entrada de un malhechor al local.
- ¡Dadme todo lo de la caja! ¡Ahora!- exigió exhibiendo un ninjato el fornido muchacho que escondía su identidad tras un pasamontañas, guantes y ropa gruesa; debía de pasar un calor terrible.
La dependienta se acercó a paso rápido y temeroso a la caja para cumplir sus órdenes. Me quedé en el sitio, mirando cómo aquel villano de desgastados ropajes amenazaba con su arma a los escasos clientes. No me amedrenté como ellos, no me arrojé al suelo ni me escondí tras los percheros… simplemente me agaché levemente para coger mi maleta de viaje por su asa, esperando a que aquel malandrín tuviera mente y manos ocupadas por su codicia.
Sería entonces, cuando estuviera ocupado guardándose los fajos de billetes, el momento en el que intentaría descargar como un improvisado y enorme mangual mi equipaje sobre su testa y espalda, para luego, sin querer dejarle tiempo a reaccionar tras el más que probable aturdimiento, tratar de dirigir una patada frontal a sus lumbares con la intención de maximizar el daño producido al no dejarle intercambiar la potencia por movimiento a causa de estamparle contra el mostrador revestido de mármol que formaba parte de la arquitectura del propio edificio. No era médico, pero no me hacía falta serlo para saber que un impacto directo sobre el pilar central de una estructura, biológica o de cemento, conllevaría graves daños a su integridad.
- A lo que me refiero con traje horrible:
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Está llenando una bolsa con todas las monedas y los billetes que le ofrece la dependienta, cuando te acercas y te dispones a atacarle desde atrás. Entonces es cuando se da cuenta y para tu primer golpe lanzando un fuerte ataque con dicha bolsa, desviando así la maleta gracias al peso de los berries. Lanzas pues el segundo golpe del combo, que lo empuja contra el mostrador. Por suerte dando un paso hacia atrás consigue minimizar el daño ya que el golpe fue al límite del alcance. Aquel hombre cae al suelo y se mueve con gran velocidad hacia la salida, pero la dependienta activa el botón de emergencia. Unas rejas de acero comienzan a bajar intentando tapar la entrada, parece que no va a conseguir escapar pero… En el último momento se escabulle como un gusano.
- ¡Al ladrón! – Grita la dependienta mientras desactiva el botón. La reja comienza a subir, no te dio tiempo a salir tras él y parece que por esos escasos segundos lo has perdido.
Si sales en su búsqueda podrás ver que hay dos zonas por las que se ha podido escapar: derecha o izquierda. Hacia la derecha está la ciudad, por dónde has venido, a la izquierda hay una ruta extraña, de tierra.
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Me sorprendió ver cómo el malhechor se giraba rápidamente tras guardar su botín, utilizando el mismo como un mangual que chocó contra el mío. Su tiempo de reacción era algo de otro mundo, pero a pesar de su pericia no tuvo tiempo, o, mejor dicho, espacio suficiente para evitar mi patada. Incluso habiendo retrocedido todo lo que podía para adelantarse a la potencia del golpe, que se hundió en su vientre, fue estampado contra el mostrador y acabó en el suelo. Pero esa sabandija era rápida de mente, manos y piernas, y pronto comenzó la desesperada carrera hasta la puerta.
Intenté atraparle, soltando el asa que se había resentido a causa del choque de fuerzas (probablemente el cierre corrió el mismo destino, pero aún se aferraba con orgullo a su digna función de preservar mi intimidad), mas las verjas se cerraron como malignas fauces antes de que pudiera alargar mi brazo hasta él. Se escapó delante de mis narices. Por si fuera poco, el golpe que me di en mi choque con los barrotes me impidió ver la trayectoria de mi presa.
-¡Al ladrón! –chilló la hermosa dependienta desactivando el sistema de alarma.
Sacudí la cabeza para despejarme y me froté la frente, luego dirigí mi torrencial voz a mi encaprichamiento.
-¡Guárdeme la maleta, por favor!-solicité antes de salir en la búsqueda de aquel bellaco. Sabía que si lo capturaba me ganaría el favor de aquella dama.
Fuera, tan sólo tenía dos posibilidades: Ir hacia la ciudad por el camino de losas que ya había recorrido, o dirigirme hacia lo desconocido por una vía rural de tierra. Forcé la vista para tratar de encontrar alguna huella de aquel veloz truhán sobre las tonalidades pardas del sendero, y agudicé el oído para intentar identificar los apresurados pasos a ritmo de huida. Hubiera olfateado el aire en búsqueda del hedor del miedo, el nerviosismo y la falta de estilo si hubiera podido hacerlo. Debía dar con él, debía tener una excusa para pedirle una formal cita a aquella belleza.
De encontrar algo, ya tendría una dirección que seguir. Debía darme prisa, el tiempo iba en mi contra…
Intenté atraparle, soltando el asa que se había resentido a causa del choque de fuerzas (probablemente el cierre corrió el mismo destino, pero aún se aferraba con orgullo a su digna función de preservar mi intimidad), mas las verjas se cerraron como malignas fauces antes de que pudiera alargar mi brazo hasta él. Se escapó delante de mis narices. Por si fuera poco, el golpe que me di en mi choque con los barrotes me impidió ver la trayectoria de mi presa.
-¡Al ladrón! –chilló la hermosa dependienta desactivando el sistema de alarma.
Sacudí la cabeza para despejarme y me froté la frente, luego dirigí mi torrencial voz a mi encaprichamiento.
-¡Guárdeme la maleta, por favor!-solicité antes de salir en la búsqueda de aquel bellaco. Sabía que si lo capturaba me ganaría el favor de aquella dama.
Fuera, tan sólo tenía dos posibilidades: Ir hacia la ciudad por el camino de losas que ya había recorrido, o dirigirme hacia lo desconocido por una vía rural de tierra. Forcé la vista para tratar de encontrar alguna huella de aquel veloz truhán sobre las tonalidades pardas del sendero, y agudicé el oído para intentar identificar los apresurados pasos a ritmo de huida. Hubiera olfateado el aire en búsqueda del hedor del miedo, el nerviosismo y la falta de estilo si hubiera podido hacerlo. Debía dar con él, debía tener una excusa para pedirle una formal cita a aquella belleza.
De encontrar algo, ya tendría una dirección que seguir. Debía darme prisa, el tiempo iba en mi contra…
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Miras de un lado a otro y al fin descubres por dónde se ha ido. Al parecer ha dejado un rastro de polvo al salir corriendo por aquella arenosa ruta. Sigues por el camino pero entonces encuentras algo que no te esperabas. Ya no hay más rastro, tan sólo un camino que sigue hacia delante y un colegio abandonado. Es de madera y con el techo verde, con un campo de béisbol típico, de tierra. La entrada está asfaltada, con dos palmeras. El campo a la izquierda, el edificio enfrente. A la derecha del edificio hay un pequeño cobertizo. Si sigues por el camino, más adelante, podrás encontrar una pequeña farmacia. ¿Qué harás?
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Mis ojos de rapaz consiguieron detectar su descuidado rastro en la senda natural. Aquella criatura no había tenido la preocupación de ocultar su paso a través de la suciedad de la tierra. Seguí la dirección del rastro corriendo hasta su desaparición.
Detrás de mí se encontraba el fin de la estela; delante, volvía a tener tan sólo dos posibilidades: seguir recto por el camino sin ninguna señal, o adentrarme en el complejo educacional abandonado a mi izquierda.
El tiempo pasaba y, detenido en la bifurcación, no hacía más que perder mis escasas posibilidades de atraparlo. La tensión del momento, como una corazonada, me decía que aquel malhechor había ido a refugiarse en alguno de los edificios del ruinoso colegio. Asentí. Estaba claro que aquel rastro se había perdido al pasar el rufián por la entrada de cemento vigilada por dos palmeras. Miré sus copas al pasar entre ellas con paso ligero; no me hubiera extrañado demasiado que aquel ladrón de magníficos reflejos y veloces pies hiciera, al igual que una rata, sus nidos en lo alto.
De no encontrarle con la vista en el cielo, la dirigiría hacia los lados y el suelo en un vistazo lento y analítico mientras entraba por el camino principal quitándome la chaqueta. Al no estar acostumbrado a semejante clima, y debido a la falta de transpirabilidad de mi elegante atuendo, sufría los calores propios de una menopáusica. Colocándome la chaqueta doblada sobre el antebrazo a modo de muleta, caminaría a paso firme, lento pero decidido, hacia la desvencijada verja para intentar echarla. Si ese malvado intentaba huir tendría que invertir un precioso tiempo en saltarla, tiempo que deseaba suficiente para cogerle por los pies y estamparle el mentón contra la barandilla.
Tenía tres opciones, que realmente eran dos: ir hacia la izquierda para andar simplemente por el campo de béisbol, un acto inútil ya que podía ver su extensión desde donde estaba y dudaba de que aquel truhán fuera invisible; dirigirme al frente para entrar en la estructura principal, buscando fútilmente por sus interminables pasillos y clases vacías; y dar un pequeño giro antes de llegar al edificio para adentrarme en un pequeño cobertizo que, probablemente, hubiera servido como conserjería.
Decidí hacer el requiebro para comprobar la choza esperando que aquel ladrón, al creer que sospecharía que se escondiera en uno de las decenas de salas del edificio mayor, hubiera cometido la imprudencia de confinarse en un espacio limitado.
Detrás de mí se encontraba el fin de la estela; delante, volvía a tener tan sólo dos posibilidades: seguir recto por el camino sin ninguna señal, o adentrarme en el complejo educacional abandonado a mi izquierda.
El tiempo pasaba y, detenido en la bifurcación, no hacía más que perder mis escasas posibilidades de atraparlo. La tensión del momento, como una corazonada, me decía que aquel malhechor había ido a refugiarse en alguno de los edificios del ruinoso colegio. Asentí. Estaba claro que aquel rastro se había perdido al pasar el rufián por la entrada de cemento vigilada por dos palmeras. Miré sus copas al pasar entre ellas con paso ligero; no me hubiera extrañado demasiado que aquel ladrón de magníficos reflejos y veloces pies hiciera, al igual que una rata, sus nidos en lo alto.
De no encontrarle con la vista en el cielo, la dirigiría hacia los lados y el suelo en un vistazo lento y analítico mientras entraba por el camino principal quitándome la chaqueta. Al no estar acostumbrado a semejante clima, y debido a la falta de transpirabilidad de mi elegante atuendo, sufría los calores propios de una menopáusica. Colocándome la chaqueta doblada sobre el antebrazo a modo de muleta, caminaría a paso firme, lento pero decidido, hacia la desvencijada verja para intentar echarla. Si ese malvado intentaba huir tendría que invertir un precioso tiempo en saltarla, tiempo que deseaba suficiente para cogerle por los pies y estamparle el mentón contra la barandilla.
Tenía tres opciones, que realmente eran dos: ir hacia la izquierda para andar simplemente por el campo de béisbol, un acto inútil ya que podía ver su extensión desde donde estaba y dudaba de que aquel truhán fuera invisible; dirigirme al frente para entrar en la estructura principal, buscando fútilmente por sus interminables pasillos y clases vacías; y dar un pequeño giro antes de llegar al edificio para adentrarme en un pequeño cobertizo que, probablemente, hubiera servido como conserjería.
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Llegas al cobertizo y al parecer la puerta está abierta. Parece ser que no hay nadie dentro. Hay una escalera vieja de un metro, un rastrillo oxidado al igual que una pala, un cortacésped ruinoso y alguna que otra herramienta de jardinería muy oxidada. Investigas pero no hay nada más. El cobertizo era pequeño, de dos metros de altura y tres metros cuadrados. Entonces escuchas un sonido extraño en el colegio, como si un metal cayese al suelo y tu imaginación parece estar jugándote una mala pasada ya que por un momento escuchas un breve y suave llanto a lo lejos, como el de un bebé (suena en la planta más alta). Parecía que venía de dentro. La puerta principal está cerrada con numerosos candados. ¿Dónde se habrá metido? Dos tres plantas de colegio y parece ser que todo o casi todo está chapado con maderas.
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Abrí la puerta corredera de la desgastada choza para encontrarme con poco más que basura oxidada. La herrumbre se acumulaba sobre los útiles de jardinería largo tiempo olvidados y se aferraba a los clavos que pretendían unir la astillada escalera de poco más de un metro. No había rastro alguno de mi presa en aquel polvoriento espacio de dieciocho metros cúbicos.
Un corto y ahogado llanto de queja, precedido de un choque metálico, robó mi corazón y llenó mi pecho con angustia paternal. ¿Qué podía hacer un bebé aquí?, me pregunté, sospechando una terrible verdad. Salí de aquel cobertizo para dirigirme con sigilo hacia el interior del edificio principal con la intención de subir hasta la última planta, de donde parecía que había provenido la acústica señal de alarma familiar. Para mi desgracia, la puerta principal estaba cerrada con pesados candados, por lo que intenté encontrar una entrada alternativa que me permitiera llegar a aquel lastimoso sollozo que había sustituido con preocupación toda esperanza de amoríos.
Daría un vistazo entre los huecos de las ventanas tapiadas con tablones mientras recorría el perímetro de la estructura. Si no encontraba otra opción mejor, acabaría por entrar por una de ellas tras forzarla y cubrirme de cortes y desagradables pinchazos usando mi chaqueta como protección.
Un corto y ahogado llanto de queja, precedido de un choque metálico, robó mi corazón y llenó mi pecho con angustia paternal. ¿Qué podía hacer un bebé aquí?, me pregunté, sospechando una terrible verdad. Salí de aquel cobertizo para dirigirme con sigilo hacia el interior del edificio principal con la intención de subir hasta la última planta, de donde parecía que había provenido la acústica señal de alarma familiar. Para mi desgracia, la puerta principal estaba cerrada con pesados candados, por lo que intenté encontrar una entrada alternativa que me permitiera llegar a aquel lastimoso sollozo que había sustituido con preocupación toda esperanza de amoríos.
Daría un vistazo entre los huecos de las ventanas tapiadas con tablones mientras recorría el perímetro de la estructura. Si no encontraba otra opción mejor, acabaría por entrar por una de ellas tras forzarla y cubrirme de cortes y desagradables pinchazos usando mi chaqueta como protección.
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Sigues buscando alguna forma de entrar tras ver que la puerta principal está cerrada por compmeto. Entonces fijandote por todas las ventanas te das cuenta de una posibilidad para entrar sin tener que rasgularte las manos. Una de las ventanas del segundo piso está abierta, sin ni un solo tablón de madera. Pero está demasiado alto, a unos cinco metros. La ventana está justo encima del cobertizo, a unos casi tres metros de altura desde el techo de este. Entonces de nuevo escuchas dicho llanto por un corto periodo de tiempo que proviene del tercer piso. ¿Qué estará ocurriendo? Debe de haber alguna forma de subir, sino deberás forzar una de las ventanas.
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Tras dar una pequeña y rápida vuelta al edificio sólo pude encontrar una ventana abierta en el segundo piso del edificio, situada directamente sobre el cobertizo. ¿Pero cómo iba a llegar hasta ahí? Los cinco metros que me distanciaban de la entrada, tres, si conseguía subir al cobertizo, me parecieron una distancia insalvable.
Tendría que abrirme paso entre las maderas, pero, si lo hacía, dejaba libre el alto acceso. El ladrón, y probablemente secuestrador, se me escaparía… y no podía correr el riesgo de dejar a una tierna criatura en unas garras tan malvadas. La ventana abierta se volvió mi unica opción. Me colgué la chaqueta al hombro con decisión.
Entré en el cobertizo, saqué la pequeña escalera y el oxidado rastrillo. Subí con cuidado, apoyando la madera de la destartalada herramienta, que no aguantaría un golpe, a la planta para luego, con gran esfuerzo, intentar subirme yo. Al fin y al cabo eran dos metros, y aunque me llenara las manos de astillas era un dolor que estaba dispuesto a soportar. Una vez allí, tumbado para repartir mejor mi peso, utilizaría el improvisado garfio para subir la escalera suavemente. De conseguirlo la dispondría antes de levantarme, apostada contra la estructura principal y posicionada en los puntos que considerara más resistentes. Una vez llegado ese momento, si llegaba, tan sólo necesitaría de tiempo, paciencia y cautelosa agilidad para subirme a la escalera y acortar distancias con la ventana. Seguro que tendría que dar un pequeño salto, así que aprovecharía el rastrillo como un ligero apoyo, pues no confiaba demasiado en su integridad, cual garfio de escalada.
Entonces escuché de nuevo el sonido que me agitó. Ya me encontraba corriendo, con el tejado crujiendo, y posiblemente desmoronándose, bajo mis pies. Desesperado, por salir de aquella situación y llegar a la tierna criatura, encontré inesperadas fuerzas sustentadas en dos terrores muy distintos.
¿Llegaría? Tenía que hacerlo, no por mi bien, sino por el del bebé.
Tendría que abrirme paso entre las maderas, pero, si lo hacía, dejaba libre el alto acceso. El ladrón, y probablemente secuestrador, se me escaparía… y no podía correr el riesgo de dejar a una tierna criatura en unas garras tan malvadas. La ventana abierta se volvió mi unica opción. Me colgué la chaqueta al hombro con decisión.
Entré en el cobertizo, saqué la pequeña escalera y el oxidado rastrillo. Subí con cuidado, apoyando la madera de la destartalada herramienta, que no aguantaría un golpe, a la planta para luego, con gran esfuerzo, intentar subirme yo. Al fin y al cabo eran dos metros, y aunque me llenara las manos de astillas era un dolor que estaba dispuesto a soportar. Una vez allí, tumbado para repartir mejor mi peso, utilizaría el improvisado garfio para subir la escalera suavemente. De conseguirlo la dispondría antes de levantarme, apostada contra la estructura principal y posicionada en los puntos que considerara más resistentes. Una vez llegado ese momento, si llegaba, tan sólo necesitaría de tiempo, paciencia y cautelosa agilidad para subirme a la escalera y acortar distancias con la ventana. Seguro que tendría que dar un pequeño salto, así que aprovecharía el rastrillo como un ligero apoyo, pues no confiaba demasiado en su integridad, cual garfio de escalada.
Entonces escuché de nuevo el sonido que me agitó. Ya me encontraba corriendo, con el tejado crujiendo, y posiblemente desmoronándose, bajo mis pies. Desesperado, por salir de aquella situación y llegar a la tierna criatura, encontré inesperadas fuerzas sustentadas en dos terrores muy distintos.
¿Llegaría? Tenía que hacerlo, no por mi bien, sino por el del bebé.
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Consigues subir al segundo piso sin que nada ocurra. Las escaleras no se rompieron y el tejado no se desmoronó, pero hiciste bien en tomar precauciones. Ante ti hay unas escaleras que suben al siguiente piso y otras que bajan. Tal vez esa sea la única entrada y salida, así que debes descubrir dónde está el ladrón (si está) y el supuesto bebé. Todo está sucio, grafiteado, lleno de polvo. Hay mesas y sillas destrozadas por todos lados y apilado, tapando las escaleras que bajan, un montonazo de escombros. Hay aulas destrozadas, el cobre del cableado eléctrico ya no está y las tuberías de agua han desaparecido. Escuchas un sonido en el piso superior, como pasos y un pequeño golpe. ¿Estará arriba?
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¡Lo conseguí, lo conseguí! Y todavía no podía creerlo, fuertemente enganchado en la ventana. El corazón seguía en su estampida, amenazándome con un infarto. Me giré, dejando caer mi peso hacia la seguridad del suelo, sin querer soltarme. Permanecí unos segundos agarrado como un bebé koala antes de reunir el valor para soltarme. Caí los diez centímetros que me separaban del suelo para aterrizar con un pequeño choque. Por fin me sentía a salvo. Me levanté, recogiendo mi chaqueta y mirando con recelo por la ventana; la escandalosa estructura había aguantado, sólo me había gastado una cruel broma. Fruncí el ceño, sin importarme el estar enfadado con un objeto inanimado.
Eché un vistazo a mi alrededor. La segunda planta era un ruinoso y lóbrego espacio de pesadilla: mesas apiladas y rotas, sillas con desgastadas firmas infantiles que empezaban a desvanecerse en la podredumbre, grietas en el techo, paredes abiertas para desalojar de su interior las tuberías de cobre… Aquel era un espacio imposible o, mejor dicho, nada rentable de restaurar. El resto de aulas tampoco ofrecían un mejor aspecto desde el pasillo. Miré a ambos lados del corredor, pudiendo comprobar que las escaleras al piso inferior estaban bloqueadas por una montaña de escombros; sólo se podía subir. Para mí era perfecto, mi intención era llegar a la tercera planta.
Pero…
Si dejaba la ventana (la única salida) libre, aquella ágil rata podría escaparse con facilidad. No, necesitaba una trampa… Un cepo. Acercándome a los restos de sillas y mesas, cargaría los hierros para amontonarlos frente a la ventana, engarzando uno sobre otro para crear una montaña de afilados tubos que detuvieran la rápida carrera del atracador. Procuraría que la estructura fuera lo más resistente posible para el poco tiempo del que disponía, intentando así que no tuviera la oportunidad de quitarla de en medio con un simple empujón.
Una vez me hubiera encargado de eso, caminaría a paso firme y oído atento hacia la planta superior. Tenía que encontrarlo, tenía que asegurarme que aquella pobre criatura estaba bien. ¿Negociaría con un sucio ladrón para salvar al bebé? No lo dudaría ni por un segundo.
Eché un vistazo a mi alrededor. La segunda planta era un ruinoso y lóbrego espacio de pesadilla: mesas apiladas y rotas, sillas con desgastadas firmas infantiles que empezaban a desvanecerse en la podredumbre, grietas en el techo, paredes abiertas para desalojar de su interior las tuberías de cobre… Aquel era un espacio imposible o, mejor dicho, nada rentable de restaurar. El resto de aulas tampoco ofrecían un mejor aspecto desde el pasillo. Miré a ambos lados del corredor, pudiendo comprobar que las escaleras al piso inferior estaban bloqueadas por una montaña de escombros; sólo se podía subir. Para mí era perfecto, mi intención era llegar a la tercera planta.
Pero…
Si dejaba la ventana (la única salida) libre, aquella ágil rata podría escaparse con facilidad. No, necesitaba una trampa… Un cepo. Acercándome a los restos de sillas y mesas, cargaría los hierros para amontonarlos frente a la ventana, engarzando uno sobre otro para crear una montaña de afilados tubos que detuvieran la rápida carrera del atracador. Procuraría que la estructura fuera lo más resistente posible para el poco tiempo del que disponía, intentando así que no tuviera la oportunidad de quitarla de en medio con un simple empujón.
Una vez me hubiera encargado de eso, caminaría a paso firme y oído atento hacia la planta superior. Tenía que encontrarlo, tenía que asegurarme que aquella pobre criatura estaba bien. ¿Negociaría con un sucio ladrón para salvar al bebé? No lo dudaría ni por un segundo.
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Estás en la planta superior puedes ver al ladrón. Esta vez está sin capucha por lo que su rostro está al descubierto. Es un hombre de unos treinta años de edad, con una cicatriz en su ojo derecho. Su nariz es chata y sus labios gruesos, con la cabeza rapada. Te ve y entonces te desafía.
- ¡Hazme lo que quieras, pero no le hagas daño a él! – Dice con actitud desafiante.
Detrás suyo hay una especie de bebé gato, dorado, con unos ojos grandes y rojos. Sus orejas son negras al igual que el final de sus patas. Pero algo es extraño, no tiene una cola, sino dos. Parece estar hambriento y se esconde tras el ladrón.
- No voy a dejar que le hagas daño… ¡Aunque eso signifique mi muerte! – Parece que estaba protegiendo a un gato abandonado y extraño. ¿Tendrá un buen precio en el mercado negro, no? – Si te acercas… ¡Te machacaré!
- ¡Hazme lo que quieras, pero no le hagas daño a él! – Dice con actitud desafiante.
Detrás suyo hay una especie de bebé gato, dorado, con unos ojos grandes y rojos. Sus orejas son negras al igual que el final de sus patas. Pero algo es extraño, no tiene una cola, sino dos. Parece estar hambriento y se esconde tras el ladrón.
- No voy a dejar que le hagas daño… ¡Aunque eso signifique mi muerte! – Parece que estaba protegiendo a un gato abandonado y extraño. ¿Tendrá un buen precio en el mercado negro, no? – Si te acercas… ¡Te machacaré!
- gato:
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En el pasillo tras las escaleras esperaba mi presa, aquel al que creía un secuestrador de niños o un padre obligado a robar. Mi preocupación se convirtió en decepción y sorpresa cuando vi que aquello que ansiaba proteger era, tan sólo, un estrafalario gato. ¿Era un gato? Más que un gato parecía un famélico zorro. ¿Cuál era mi actitud hacia los zorros? Nunca me lo había planteado.
-¡Hazme lo que quieras, pero no le hagas daño a él!- gritó el ladrón, extendiendo el brazo, tapando a la confusa y hambrienta criatura.
El pequeño animal, que aún conservaba los rasgos infantiloides de cabeza redonda y ojos demasiado grandes, se escondió tras él, comprendiendo finalmente que el tono de su protector dueño indicaba una terrible amenaza. Tenía toda la razón.
Detuve mi avance. Miré al villano a los ojos, comprendiendo su situación sin excusarla.
-No voy a dejar que le hagas daño… ¡Aunque eso signifique mi muerte!- continuó sobreponiéndose al miedo, al riesgo de su muerte y encarcelación-. Si te acercas… ¡Te machacaré!
El rostro del fornido treintañero, ahora descubierto, dejaba ver el fuego en sus ojos… especialmente en el derecho, enmarcado por una terrible cicatriz que estuvo a punto de arrebatarle la visión. Su cabeza calva, su nariz chata y los labios gruesos le daban todas las papeletas para interpretar a un besugo. Es un besugo.
- Las palabras son sólo palabras, ladrón. Y las tuyas son muy estúpidas… ¿Morir por proteger lo que uno quiere?- di un paso-. Eso es fácil… Morir no significa nada más que el dulce alivio del final; no hay sufrimiento, no hay sacrificio. Si quieres demostrar cuán importante es esa bestia para ti, vénceme y prueba que puedes protegerla- dejé caer mi chaqueta a un lado, avanzando con los puños en alto, preparándome para el combate-. Si me ganas, saldrás de aquí con todo lo que puedas cargar. Si no… Bueno, esa opción no puedes permitírtela.
Le dejaría iniciar el baile para poder darle una respuesta apropiada. Quería ver si su determinación era más fuerte que la mía. Si tardaba demasiado, más de diez segundos, sería yo quien diera el primer paso: intentaría acercarme a él con un rápido juego de piernas para tratar de descargar mis puños con un jab al torso y un directo de izquierda a su cara de pez.
-¡Hazme lo que quieras, pero no le hagas daño a él!- gritó el ladrón, extendiendo el brazo, tapando a la confusa y hambrienta criatura.
El pequeño animal, que aún conservaba los rasgos infantiloides de cabeza redonda y ojos demasiado grandes, se escondió tras él, comprendiendo finalmente que el tono de su protector dueño indicaba una terrible amenaza. Tenía toda la razón.
Detuve mi avance. Miré al villano a los ojos, comprendiendo su situación sin excusarla.
-No voy a dejar que le hagas daño… ¡Aunque eso signifique mi muerte!- continuó sobreponiéndose al miedo, al riesgo de su muerte y encarcelación-. Si te acercas… ¡Te machacaré!
El rostro del fornido treintañero, ahora descubierto, dejaba ver el fuego en sus ojos… especialmente en el derecho, enmarcado por una terrible cicatriz que estuvo a punto de arrebatarle la visión. Su cabeza calva, su nariz chata y los labios gruesos le daban todas las papeletas para interpretar a un besugo. Es un besugo.
- Las palabras son sólo palabras, ladrón. Y las tuyas son muy estúpidas… ¿Morir por proteger lo que uno quiere?- di un paso-. Eso es fácil… Morir no significa nada más que el dulce alivio del final; no hay sufrimiento, no hay sacrificio. Si quieres demostrar cuán importante es esa bestia para ti, vénceme y prueba que puedes protegerla- dejé caer mi chaqueta a un lado, avanzando con los puños en alto, preparándome para el combate-. Si me ganas, saldrás de aquí con todo lo que puedas cargar. Si no… Bueno, esa opción no puedes permitírtela.
Le dejaría iniciar el baile para poder darle una respuesta apropiada. Quería ver si su determinación era más fuerte que la mía. Si tardaba demasiado, más de diez segundos, sería yo quien diera el primer paso: intentaría acercarme a él con un rápido juego de piernas para tratar de descargar mis puños con un jab al torso y un directo de izquierda a su cara de pez.
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El ladrón saca su ninjato y se prepara para la pelea, pero no hace ni un movimiento brusco. Avanzas hacia él y lanzas el primer golpe, un jab que golpea sobre su torso y lo hace retroceder, después, el segundo golpe, consigue esquivarlo agachándose. El primer golpe ha demostrado la determinación que tienes, tu valentía y le ha cambiado la idea que tiene sobre ti.
- No quería hacerte daño, pero si me obligas…
Son sus palabras justo antes de lanzarte una puñalada en tu brazo derecho, justo al hombro. Su intención es herirte lo suficiente para que no puedas volver a golpearle con ese mismo brazo. El gato corre a esconderse entre los escombros, asustado de tu presencia.
- No quería hacerte daño, pero si me obligas…
Son sus palabras justo antes de lanzarte una puñalada en tu brazo derecho, justo al hombro. Su intención es herirte lo suficiente para que no puedas volver a golpearle con ese mismo brazo. El gato corre a esconderse entre los escombros, asustado de tu presencia.
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No tomó ninguna decisión aparte de desenfundar su arma, y eso le costó el recibir el jab que lo empujó hacia atrás. Por otra parte, el puñetazo izquierdo fue capaz de esquivarlo agachándose mientras avanzaba realizando un arco con su arma.
-No quería hacerte daño, pero si me obligas…- susurró.
¿Su propósito? Clavar la espada en mi hombro derecho para atravesarme de extremidad a extremidad. Si me daba, no sólo podría quedarme sin el brazo ya flexionado tras ejecutar su rápido movimiento, sino que podría matarme si profundizaba demasiado. Y no tenía tiempo, ni agilidad suficiente, para hacer mucho. No podía agacharme sin recibir el corte a la altura del cuello, tampoco era capaz de retroceder.
Mierda, estoy muy jodido. Sólo queda seguir adelante.
Trataría de dar un empujón con mi pie derecho, retrasado por la posición del directo que acababa de dar, con la intención de lanzarme hacia delante; y, a la vez, intentaría alzar mi codo para estamparlo contra el rostro de mi enemigo en un golpe seco, convirtiéndolo en una sanguinolenta masa aún más chata.
Su estocada no dio en el blanco, pero me hizo un largo tajo en la espalda cruzando sangrientamente mi omóplato. Al menos era mucho mejor que perder un brazo. Si salía de ahí necesitaría ayuda médica o recurrir a mi capacidad regenerativa... Y un sastre.
Gritaría, gritaría muy fuerte para encontrar las fuerzas que necesitaba para derrotarlo; para acabar con esto antes de que el metal venciera a la carne; y para arrancar la valentía de un corazón que, aunque aterrorizado, se sobreponía a la vil emoción.
-No quería hacerte daño, pero si me obligas…- susurró.
¿Su propósito? Clavar la espada en mi hombro derecho para atravesarme de extremidad a extremidad. Si me daba, no sólo podría quedarme sin el brazo ya flexionado tras ejecutar su rápido movimiento, sino que podría matarme si profundizaba demasiado. Y no tenía tiempo, ni agilidad suficiente, para hacer mucho. No podía agacharme sin recibir el corte a la altura del cuello, tampoco era capaz de retroceder.
Mierda, estoy muy jodido. Sólo queda seguir adelante.
Trataría de dar un empujón con mi pie derecho, retrasado por la posición del directo que acababa de dar, con la intención de lanzarme hacia delante; y, a la vez, intentaría alzar mi codo para estamparlo contra el rostro de mi enemigo en un golpe seco, convirtiéndolo en una sanguinolenta masa aún más chata.
Su estocada no dio en el blanco, pero me hizo un largo tajo en la espalda cruzando sangrientamente mi omóplato. Al menos era mucho mejor que perder un brazo. Si salía de ahí necesitaría ayuda médica o recurrir a mi capacidad regenerativa... Y un sastre.
Gritaría, gritaría muy fuerte para encontrar las fuerzas que necesitaba para derrotarlo; para acabar con esto antes de que el metal venciera a la carne; y para arrancar la valentía de un corazón que, aunque aterrorizado, se sobreponía a la vil emoción.
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Grcias a usar tu pierna para empujarte consigues minimizar los daños. Tu codo avanza hacia la cara de tu enemigo, que con gran agilidad consigue bloquear con su antebrazo. Aun así tú tienes mucha más fuerza que resistencia tiene él, así que lo lanzas al suelo, haciendo que caiga de culo. Su nariz sangra y parece moverse con mucha más torpeza. Entonces, atrapado por el momento, aquel tipo comienza a lanzar cortes al aire, una suma de ataques rápdios y ágiles. Está creando una “barrera” a su alrededor mientras que intenta darte con algunos en tus piernas.
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Mi adversario interceptó el ataque con su antebrazo, cubriéndose la cara, pero el resultado fue el mismo: el golpe, cargado de rabia, arrastró su extremidad hasta chocar en la cara con un chasquido sangriento que destrozó su nariz. Cayó de culo a consecuencia de la brutalidad del movimiento. Algo en él se marchó, quedando sólo un atisbo mareado y primal que le hizo descargar golpes a diestro y siniestro sin control ni trayectoria.
Seguí caminando, a costa de los cortes en las pantorrillas. Me giré una vez me hube separado de él dos metros. Ese hubiera sido el momento apropiado para correr hacia él y patear su espalda mientras aún se sintiera confuso, mientras aún fuera una presa fácil. Lo hubiera sido.
-¡Levanta!- le ordené mientras me recolocaba la corbata-. No tengo interés en pelear con un enemigo caído. ¡Vamos! ¡Demuéstrame cuanto eres capaz de sacrificar por salvar lo que crees, a los que quieres, lo que deseas! ¡Hazlo!- dije en voz alta, golpeándome el pecho invitándole a moverse.
Necesitaba ver que lo daría todo, toda convicción en el valor de la vida humana, toda preocupación por sí mismo. Quería que dejara de ser un individuo para convertirse en un concepto puro: Determinación. También quería probarme a mí mismo.
Mentiría si no dijera que estaba asustado, que el dolor me escocía como un lacerante recuerdo de los errores que había cometido y dejado cometer. Pero yo mismo necesitaba esa sensación, esa lucha que llevaba también en mi interior. Una parte de mí me odiaba por dejarle atacar, por pasar a su lado sin hacer ningún movimiento, por no atacarle por la espalda y hundir su columna en el desgastado suelo hasta que no supiera diferenciar si siempre había formado parte de la arquitectura. Esa parte era la que me empujaba a negar el protocolo, la educación… la que me decía que debía tomar todo y más. Y yo, resignado, dejaba que los oscuros susurros siguieran en su constante cantinela. Día tras día debía aferrarme a cada gesto de bondad que el mundo hacía brillar en su perpetuo abismo de maldad. Día tras día tenía que sobreponerme al instinto para ser lo que escogía ser: un caballero, un justo rey.
Porque al final no importa lo que se piense ni lo que uno desee o no desee hacer; tan sólo importa lo que se hace. Lo que uno, en los pocos momentos en los que puede decidir, demuestra.
Quedaría ahí, esperándole para contraatacar, apretando los puños en alto con la injusta impotencia de un yo que quería esconder, que no dejaría salir cuando no debía. Dentro de mí se refugiaba un frustrado niño pequeño que tan sólo quería hacerle tanto daño al mundo como a él mismo le habían hecho.
Si no podía seguir moviéndose realizaría mi última pregunta:
-¿Has cometido algún otro delito?
Su respuesta determinaría mi curso de acción: si era su primera acción criminal, le ofrecía unirse a mi familia, invitándole a mi interior para salvarle de los marines que no tardarían mucho en llegar; en caso contrario, tendría que entregarle muy a mi pesar.
Seguí caminando, a costa de los cortes en las pantorrillas. Me giré una vez me hube separado de él dos metros. Ese hubiera sido el momento apropiado para correr hacia él y patear su espalda mientras aún se sintiera confuso, mientras aún fuera una presa fácil. Lo hubiera sido.
-¡Levanta!- le ordené mientras me recolocaba la corbata-. No tengo interés en pelear con un enemigo caído. ¡Vamos! ¡Demuéstrame cuanto eres capaz de sacrificar por salvar lo que crees, a los que quieres, lo que deseas! ¡Hazlo!- dije en voz alta, golpeándome el pecho invitándole a moverse.
Necesitaba ver que lo daría todo, toda convicción en el valor de la vida humana, toda preocupación por sí mismo. Quería que dejara de ser un individuo para convertirse en un concepto puro: Determinación. También quería probarme a mí mismo.
Mentiría si no dijera que estaba asustado, que el dolor me escocía como un lacerante recuerdo de los errores que había cometido y dejado cometer. Pero yo mismo necesitaba esa sensación, esa lucha que llevaba también en mi interior. Una parte de mí me odiaba por dejarle atacar, por pasar a su lado sin hacer ningún movimiento, por no atacarle por la espalda y hundir su columna en el desgastado suelo hasta que no supiera diferenciar si siempre había formado parte de la arquitectura. Esa parte era la que me empujaba a negar el protocolo, la educación… la que me decía que debía tomar todo y más. Y yo, resignado, dejaba que los oscuros susurros siguieran en su constante cantinela. Día tras día debía aferrarme a cada gesto de bondad que el mundo hacía brillar en su perpetuo abismo de maldad. Día tras día tenía que sobreponerme al instinto para ser lo que escogía ser: un caballero, un justo rey.
Porque al final no importa lo que se piense ni lo que uno desee o no desee hacer; tan sólo importa lo que se hace. Lo que uno, en los pocos momentos en los que puede decidir, demuestra.
Quedaría ahí, esperándole para contraatacar, apretando los puños en alto con la injusta impotencia de un yo que quería esconder, que no dejaría salir cuando no debía. Dentro de mí se refugiaba un frustrado niño pequeño que tan sólo quería hacerle tanto daño al mundo como a él mismo le habían hecho.
Si no podía seguir moviéndose realizaría mi última pregunta:
-¿Has cometido algún otro delito?
Su respuesta determinaría mi curso de acción: si era su primera acción criminal, le ofrecía unirse a mi familia, invitándole a mi interior para salvarle de los marines que no tardarían mucho en llegar; en caso contrario, tendría que entregarle muy a mi pesar.
Sadashi Ena
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Te apartas de sus cortes y entonces, cansado, lanza su arma al suelo por falta de fuerzas. No puede moverse, su cuerpo tiembla por el cansancio y la desesperación. Tus palabras llenas de determinación hacen que el ladrón suelte unas lágrimas y con sus últimas fuerzas sujete la ninjato.
- Me niego a morir... Me niego a perder... - Dice mientras eleva su mano armada. - Si das un paso más, yo... yo...
Entonces tu última pregunta le hace pensar sobre su vida anterior.
- No es la primera vez... Pero sí la primera que amenazo... - Parece estar comido por la culpa. - Y la primera vez que me cogen. Pero yo sólo robo a ricos para poder sobrevivir. ¡A los mismos que me han hecho vivir en la calle! ¡Que mi familia me odie! - Su arma cae al suelo y llora aún más, balbucea. - Lo volvería hacer si no tengo ni para comer, pero es la vida que me ha tocado vivir...
- Me niego a morir... Me niego a perder... - Dice mientras eleva su mano armada. - Si das un paso más, yo... yo...
Entonces tu última pregunta le hace pensar sobre su vida anterior.
- No es la primera vez... Pero sí la primera que amenazo... - Parece estar comido por la culpa. - Y la primera vez que me cogen. Pero yo sólo robo a ricos para poder sobrevivir. ¡A los mismos que me han hecho vivir en la calle! ¡Que mi familia me odie! - Su arma cae al suelo y llora aún más, balbucea. - Lo volvería hacer si no tengo ni para comer, pero es la vida que me ha tocado vivir...
Krieg
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Akuma no mi
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La batalla parecía haber “finalizado”. Mi enemigo soltó su arma por pura extenuación. Jadeaba en el suelo sin poder hacer nada más que lamentarse de las opciones que había tomado en esta vida, que le habían llevado hasta este momento. Se rendía… hasta que comencé a hablar, dándole fuerzas. Su mano tembló unos instantes antes de arañar el suelo para volver a coger su espada.
- Me niego a morir… Me niego a perder- murmuró, levantando el brazo temblón en una amenaza inútil-. Si das un paso más, yo… yo…
¿Qué iba a hacerme sentado y de espaldas? Tan sólo podría arrastrarse, tan sólo sería capaz de girar su cabeza para mirarme por encima del hombro. Sus piernas no le respondían. Entonces, su cara se ensombreció y su mirada cayó al suelo en una amarga introspección para responder a la pregunta más importante.
-No es la primera vez… pero sí la primera que amenazo…- dijo lentamente, como un grifo embarrado de culpa-. Y es la primera vez que me cogen- casi sonrió con tristeza, casi-.Pero yo sólo robo a ricos para poder sobrevivir. ¡A los mismos que me han hecho vivir en la calle! ¡Que mi familia me odie!- las lágrimas bajaron por primera vez de su rostro, limpiando la sangre que tampoco dejaba de fluir-. Lo volvería a hacer si no tengo ni para comer; es la vida que me ha tocado vivir...
Me repugna. Sus palabras ardieron en mi estómago, en mi alma, en mis puños y en mi hígado. Noté como una bilis negra subía por mi garganta hasta mancharme los dientes.
-Excusas- escupí violentamente con una voz profunda y rasgada, sin conseguir librarme de aquel horrible icor que ensuciaba mi alma-.Eres un pedazo de mierda que intenta justificar sus estúpidas elecciones. Tan sólo uno mismo puede tomar decisiones, tan sólo uno mismo puede decidir quién va a ser en esta puta vida. Tú te dejaste infectar por el mal que este mundo fermenta. Eres débil, demasiado débil.
La cabeza me palpitaba y la tensión se acumulaba en mi cuello haciéndome temblar mientras notaba cómo la sangre caliente se coagulaba en mis heridas. Me dolían las manos de tanto apretarlas. Podría purgar al mundo de su debilidad tan… fácilmente.
Pero…
-Pero todo lo fuerte fue una vez débil, y seguirá siéndolo para poder seguir fortaleciéndose… cada vez más - tomé aire y cerré los ojos-. Ahora coge a tu puñetero gato y entra dentro de mí. Soy un hombre-fortaleza, así que ahórrate los chistes de maricas. El dinero y el arma se quedan fuera- ordenaría mientras volvía a abrir mis ojos acercándome a él, abriendo mis puertas a aquel pobre desdichado.
Obedeciera o no, comenzaría a sanarme forzando mi particularidad, debía al menos estabilizar mi estado hasta que encontrara a un médico. Luego, si cooperaba, cogería el dinero y la espada e iría con cuidado a la planta baja buscando alguna escalera que no estuviera rota; un edificio de esas magnitudes debía tener más de un único acceso. Por último, usaría uno de los hierros del desbaratado mobiliario para ir abriéndome camino entre las tapiadas ventanas con intención de salir. Ni de coña volvía a arriesgarme a saltar por donde había venido, no en mi actual estado.
¿Dónde demonios estarían las fuerzas de seguridad de aquella isla?
- Me niego a morir… Me niego a perder- murmuró, levantando el brazo temblón en una amenaza inútil-. Si das un paso más, yo… yo…
¿Qué iba a hacerme sentado y de espaldas? Tan sólo podría arrastrarse, tan sólo sería capaz de girar su cabeza para mirarme por encima del hombro. Sus piernas no le respondían. Entonces, su cara se ensombreció y su mirada cayó al suelo en una amarga introspección para responder a la pregunta más importante.
-No es la primera vez… pero sí la primera que amenazo…- dijo lentamente, como un grifo embarrado de culpa-. Y es la primera vez que me cogen- casi sonrió con tristeza, casi-.Pero yo sólo robo a ricos para poder sobrevivir. ¡A los mismos que me han hecho vivir en la calle! ¡Que mi familia me odie!- las lágrimas bajaron por primera vez de su rostro, limpiando la sangre que tampoco dejaba de fluir-. Lo volvería a hacer si no tengo ni para comer; es la vida que me ha tocado vivir...
Me repugna. Sus palabras ardieron en mi estómago, en mi alma, en mis puños y en mi hígado. Noté como una bilis negra subía por mi garganta hasta mancharme los dientes.
-Excusas- escupí violentamente con una voz profunda y rasgada, sin conseguir librarme de aquel horrible icor que ensuciaba mi alma-.Eres un pedazo de mierda que intenta justificar sus estúpidas elecciones. Tan sólo uno mismo puede tomar decisiones, tan sólo uno mismo puede decidir quién va a ser en esta puta vida. Tú te dejaste infectar por el mal que este mundo fermenta. Eres débil, demasiado débil.
La cabeza me palpitaba y la tensión se acumulaba en mi cuello haciéndome temblar mientras notaba cómo la sangre caliente se coagulaba en mis heridas. Me dolían las manos de tanto apretarlas. Podría purgar al mundo de su debilidad tan… fácilmente.
Pero…
-Pero todo lo fuerte fue una vez débil, y seguirá siéndolo para poder seguir fortaleciéndose… cada vez más - tomé aire y cerré los ojos-. Ahora coge a tu puñetero gato y entra dentro de mí. Soy un hombre-fortaleza, así que ahórrate los chistes de maricas. El dinero y el arma se quedan fuera- ordenaría mientras volvía a abrir mis ojos acercándome a él, abriendo mis puertas a aquel pobre desdichado.
Obedeciera o no, comenzaría a sanarme forzando mi particularidad, debía al menos estabilizar mi estado hasta que encontrara a un médico. Luego, si cooperaba, cogería el dinero y la espada e iría con cuidado a la planta baja buscando alguna escalera que no estuviera rota; un edificio de esas magnitudes debía tener más de un único acceso. Por último, usaría uno de los hierros del desbaratado mobiliario para ir abriéndome camino entre las tapiadas ventanas con intención de salir. Ni de coña volvía a arriesgarme a saltar por donde había venido, no en mi actual estado.
¿Dónde demonios estarían las fuerzas de seguridad de aquella isla?
Ker'Shar
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Herido, no piensas con la claridad necesaria. Parece que el ladrón titubea ante tu propuesta, estás a punto de ir a cumplir con tu promesa cuando parece que huye, como si, desesperado, hubiera pensado que la última opción que le queda es saltar desde donde pueda al vacío. Empiezas a apremiar el paso, pero notas la herida en la espalda, algo molesta que te impide cambiar de velocidad si no es del todo necesario.
Pero, para tu sorpresa, el hombre lo que hacía era recoger a su “gato”, al girarse y verte cerca casi se estremece, pero acepta la oferta y atravesando la puerta se refugia en tu interior. La verdad, quien iba a decirte que pasaría todo esto al bajar del barco de pesca esta mañana. Porque sí, ya son más de las doce. Recoges el dinero y la espada antes de seguir.
Siguiendo el plan bajas a la planta baja del edificio, pero has descartado la escalera más cercana, por lo que te ha tocado caminar un poco de más. Por una parte note convenía, pues has dejado un rastro de sangre más grande de lo necesario. Pero por otra, tu herida parece que empieza a dejar ya de sangrar, por la pinta que tiene dirías que no a va dejar cicatriz.
Te depones a abrir una de las ventanas y lo consigues con una antigua tubería de gas suelta que hay entre lo desvalijado y los escombros, pero el brazo empieza a resentirse, será mejor no darle más trabajo y dejarle descansar por un tiempo.
Ahora tú decides, huir con un nuevo amigo y el dinero, volver a la tienda, entregarlo, mandar al taxidermista al “gato”. Eres joven, el mundo a tus pies por el momento. ¿Qué harás?
Pero, para tu sorpresa, el hombre lo que hacía era recoger a su “gato”, al girarse y verte cerca casi se estremece, pero acepta la oferta y atravesando la puerta se refugia en tu interior. La verdad, quien iba a decirte que pasaría todo esto al bajar del barco de pesca esta mañana. Porque sí, ya son más de las doce. Recoges el dinero y la espada antes de seguir.
Siguiendo el plan bajas a la planta baja del edificio, pero has descartado la escalera más cercana, por lo que te ha tocado caminar un poco de más. Por una parte note convenía, pues has dejado un rastro de sangre más grande de lo necesario. Pero por otra, tu herida parece que empieza a dejar ya de sangrar, por la pinta que tiene dirías que no a va dejar cicatriz.
Te depones a abrir una de las ventanas y lo consigues con una antigua tubería de gas suelta que hay entre lo desvalijado y los escombros, pero el brazo empieza a resentirse, será mejor no darle más trabajo y dejarle descansar por un tiempo.
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