Eric Zor-El
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fuerza
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Intelecto
Agudeza
Instinto
Energía
Saberes
Akuma no mi
Varios
Después de todos los problemas burocráticos que había tenido el shandiano con el sector más conservador y arraigadas a las leyes ancestrales del gobierno mundial, algo que respetaba profundamente Eric, pero que no lo compartía, no era capaz de comprender como habían aceptado un ascenso en la jerarquía hasta darle el rango de capitán. Algo muy honorable, según le había dado a entender Zuko.
Era algo más de las ocho de la mañana, los cadetes estaban entrando en el comedor después de las primeras maniobras matutinas y el resto de marines comenzaba sus quehaceres en el cuartel general. Vestido con su poncho, como siempre, aunque teniendo que llevar encima una capa con flecos dorados en las hombreras.
—No me gusta este poncho abierto—comentó en voz alta, al lado de sus compañeros de brigada.
Caminaba por los pasillos en dirección al despacho del contraalmirante Steve Mcmanaman, que les había citado allí para saber qué razón. El salvaje aún no había podido realizar su segundo desayuno, y su estómago rugía como un tigre antes de devorar a su presa. Al llegar tocó en la puerta y una voz neutra le dijo que entrara.
El contraalmirante era un hombre que solía vestir con un traje gris con camisa negra, llevando lo que ellos llamaban una capa y una extraña arma colgada de su cinturón. Era como una espada sin punta ni filo cortante, de color negro y menor tamaño. Le había visto usarla durante la guerra y era demoledor cuando golpeaba a un hombre con ella.
—Buenos días, caballeros. ¿Saben por lo que les he citado?
Era algo más de las ocho de la mañana, los cadetes estaban entrando en el comedor después de las primeras maniobras matutinas y el resto de marines comenzaba sus quehaceres en el cuartel general. Vestido con su poncho, como siempre, aunque teniendo que llevar encima una capa con flecos dorados en las hombreras.
—No me gusta este poncho abierto—comentó en voz alta, al lado de sus compañeros de brigada.
Caminaba por los pasillos en dirección al despacho del contraalmirante Steve Mcmanaman, que les había citado allí para saber qué razón. El salvaje aún no había podido realizar su segundo desayuno, y su estómago rugía como un tigre antes de devorar a su presa. Al llegar tocó en la puerta y una voz neutra le dijo que entrara.
El contraalmirante era un hombre que solía vestir con un traje gris con camisa negra, llevando lo que ellos llamaban una capa y una extraña arma colgada de su cinturón. Era como una espada sin punta ni filo cortante, de color negro y menor tamaño. Le había visto usarla durante la guerra y era demoledor cuando golpeaba a un hombre con ella.
—Buenos días, caballeros. ¿Saben por lo que les he citado?
¿Por qué gritaban tanto? Así no había quien durmiese. Diferentes voces irrumpían en mis oídos a través de la ventana, acompañando a los rayos de sol que golpeaban sin misericordia mis párpados. No entendía qué demonios pasaba ese día. ¿Desde cuándo había tanto ajetreo en el cuartel a esas horas de la madrugada? ¿A cuento de qué había decidido el astro rey bañarnos con su luz tan pronto? Todo estaba en mi contra.
A menos que... Aparté bruscamente la almohada de mi cara. Había estado intentando taparla para conciliar de nuevo el sueño. Los resultados no habían sido los mejores, de eso no cabía duda, pero poco importaba ya. Agitado, contemplé con infantil esperanza el reloj de pared que había frente a mi cama. Sus manecillas se movían a un ritmo constante, perfectamente ajustado, y cada balanceo emitía un sonido que me acusaba y sentenciaba al mismo tiempo. Me había quedado dormido, y no cualquier día, no, sino justamente ése.
Me habían liberado de mis obligaciones porque, al parecer, el contraalmirante Macmanaman quería algo de mí. También había citado a Kenzo y Eric, pero ellos habrían llegado con puntualidad, eso por descontado. Maldije para mí, consciente de que era posible que pagase las consecuencias de mi descuido. Todo dependía de cómo fuese el oficial y el apego que le tuviese a la disciplina militar.
Salté de la cama y me lavé la cara como un obseso. El colmo hubiera sido aparecer con la cara hinchada y los ojos legañosos. No, no podía permitírmelo. Me vestí a toda prisa, abandonando mi habitación de forma precipitada y chocando -si mi cuerpo no tuviese la potestad de volverse etéreo- con todo aquél que encontraba a mi paso.
Las espaldas de mis compañeros me recibieron cuando abrí precipitadamente la puerta. Había olvidado llamar, otra vez. Reparé durante un instante en Eric. El rango de capitán le venía al pelo, pero pocas cosas podían desentonar más con la capa que había recibido que ese condenado poncho. ¿Lo lavaría? Kenzo me dirigía una mirada acusadora -al menos ésa era mi impresión- tras las vendas que le cubrían por completo.
Tragué saliva, aún bajo el umbral de la puerta, y posé la mirada en el contralmirante. Su rostro era pétreo, haciéndome imposible intuir qué opinaba sobre mi irrupción. Pero había algo más en su expresión, como si hubiese algún problema más.
El suelo pareció abrirse bajo mis pies al comprobar que, siguiendo su mirada, un espectáculo bochornoso aguardaba para ser contemplado. Me había puesto la túnica y la parte superior del uniforme, pero debía haber tenido algún problema con el resto. Unos calzoncillos tipo boxer de color rosa palo llamaban la atención, mostrando la inocente cara de un conejito en la zona clave. Del mismo modo, los calcetines también eran dignos de ser analizados. Uno de ellos estaba cerca de alcanzar la rodilla derecha. De un impoluto color blanco, mostraba algunas zanahorias en toda su extensión. El otro, por el contrario, apenas alcanzaba el tobillo. Estaba decorado con huevos en diferentes estadios evolutivos: desde un polluelo hasta un huevo frito.
Mi presentación no podría haber sido peor, pero ya nada podía hacer. Con la respiración todavía acelerada, me erguí y me cuadré durante un instante como si realmente no sucediese nada.
-He tenido algunos contratiempos, señor -comenté con la voz entrecortada mientras esperaba que me diese la orden de entrada.
A menos que... Aparté bruscamente la almohada de mi cara. Había estado intentando taparla para conciliar de nuevo el sueño. Los resultados no habían sido los mejores, de eso no cabía duda, pero poco importaba ya. Agitado, contemplé con infantil esperanza el reloj de pared que había frente a mi cama. Sus manecillas se movían a un ritmo constante, perfectamente ajustado, y cada balanceo emitía un sonido que me acusaba y sentenciaba al mismo tiempo. Me había quedado dormido, y no cualquier día, no, sino justamente ése.
Me habían liberado de mis obligaciones porque, al parecer, el contraalmirante Macmanaman quería algo de mí. También había citado a Kenzo y Eric, pero ellos habrían llegado con puntualidad, eso por descontado. Maldije para mí, consciente de que era posible que pagase las consecuencias de mi descuido. Todo dependía de cómo fuese el oficial y el apego que le tuviese a la disciplina militar.
Salté de la cama y me lavé la cara como un obseso. El colmo hubiera sido aparecer con la cara hinchada y los ojos legañosos. No, no podía permitírmelo. Me vestí a toda prisa, abandonando mi habitación de forma precipitada y chocando -si mi cuerpo no tuviese la potestad de volverse etéreo- con todo aquél que encontraba a mi paso.
Las espaldas de mis compañeros me recibieron cuando abrí precipitadamente la puerta. Había olvidado llamar, otra vez. Reparé durante un instante en Eric. El rango de capitán le venía al pelo, pero pocas cosas podían desentonar más con la capa que había recibido que ese condenado poncho. ¿Lo lavaría? Kenzo me dirigía una mirada acusadora -al menos ésa era mi impresión- tras las vendas que le cubrían por completo.
Tragué saliva, aún bajo el umbral de la puerta, y posé la mirada en el contralmirante. Su rostro era pétreo, haciéndome imposible intuir qué opinaba sobre mi irrupción. Pero había algo más en su expresión, como si hubiese algún problema más.
El suelo pareció abrirse bajo mis pies al comprobar que, siguiendo su mirada, un espectáculo bochornoso aguardaba para ser contemplado. Me había puesto la túnica y la parte superior del uniforme, pero debía haber tenido algún problema con el resto. Unos calzoncillos tipo boxer de color rosa palo llamaban la atención, mostrando la inocente cara de un conejito en la zona clave. Del mismo modo, los calcetines también eran dignos de ser analizados. Uno de ellos estaba cerca de alcanzar la rodilla derecha. De un impoluto color blanco, mostraba algunas zanahorias en toda su extensión. El otro, por el contrario, apenas alcanzaba el tobillo. Estaba decorado con huevos en diferentes estadios evolutivos: desde un polluelo hasta un huevo frito.
Mi presentación no podría haber sido peor, pero ya nada podía hacer. Con la respiración todavía acelerada, me erguí y me cuadré durante un instante como si realmente no sucediese nada.
-He tenido algunos contratiempos, señor -comenté con la voz entrecortada mientras esperaba que me diese la orden de entrada.
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