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—¡Traga, traga, traga! —gritaban los pueblerinos que rodeaban al gigante.
Braud vaciaba en su gaznate un barril entero de cerveza, sentado de piernas cruzadas. Su otra mano estaba apoyada sobre su rodilla. Ni una sola gota de cerveza se derramaba de su boca mientras bebía. Entonces, dejó en el suelo el barril vacío con fuerza, sin llegar a romperlo, para después tomar aire con una exagerada bocanada. Los pueblerinos gritaron en vítores de celebración. Algunos estaban borrachos. Braud, sorprendentemente, todavía no. Uno de los pueblerinos, con expresión ligera de enfado, le dio un saco de monedas al gigante tras haber perdido su apuesta.
—¡¿Alguien más quiere retarme?! —gritó el cazador sin levantarse.
Un hombre con delantal se rió mientras dos personas cargaban con barriles llenos de la espirituosa bebida. Colocaron ambos barriles frente al gigante. Estos eran algo más grandes que el anterior.
—Que todo el mundo aquí en la plaza lo vea, gigante —dijo divertido el hombre del delantal con una sonrisa—. Dos barriles de mi bebida más fuerte. No solo es alcohol en gran medida, sino que este ron es casi fuego puro. ¿Te atreves?
—¿Y yo que gano, tabernero? —contestó Braud devolviendo la sonrisa.
—No pagarme las bebidas.
El gigante rió y golpeó su propia rodilla con la palma de la mano. Cogió entonces ambos barriles, uno con cada mano, y como si de un brindis se tratara los alzó en el aire. Todo el mundo gritó de alegría en celebración por el alegre gigante que había convertido aquella noche tranquila en una fiesta. Entonces, el gigante empezó a vaciar ambos barriles, a la vez, en su enorme boca.
Braud vaciaba en su gaznate un barril entero de cerveza, sentado de piernas cruzadas. Su otra mano estaba apoyada sobre su rodilla. Ni una sola gota de cerveza se derramaba de su boca mientras bebía. Entonces, dejó en el suelo el barril vacío con fuerza, sin llegar a romperlo, para después tomar aire con una exagerada bocanada. Los pueblerinos gritaron en vítores de celebración. Algunos estaban borrachos. Braud, sorprendentemente, todavía no. Uno de los pueblerinos, con expresión ligera de enfado, le dio un saco de monedas al gigante tras haber perdido su apuesta.
—¡¿Alguien más quiere retarme?! —gritó el cazador sin levantarse.
Un hombre con delantal se rió mientras dos personas cargaban con barriles llenos de la espirituosa bebida. Colocaron ambos barriles frente al gigante. Estos eran algo más grandes que el anterior.
—Que todo el mundo aquí en la plaza lo vea, gigante —dijo divertido el hombre del delantal con una sonrisa—. Dos barriles de mi bebida más fuerte. No solo es alcohol en gran medida, sino que este ron es casi fuego puro. ¿Te atreves?
—¿Y yo que gano, tabernero? —contestó Braud devolviendo la sonrisa.
—No pagarme las bebidas.
El gigante rió y golpeó su propia rodilla con la palma de la mano. Cogió entonces ambos barriles, uno con cada mano, y como si de un brindis se tratara los alzó en el aire. Todo el mundo gritó de alegría en celebración por el alegre gigante que había convertido aquella noche tranquila en una fiesta. Entonces, el gigante empezó a vaciar ambos barriles, a la vez, en su enorme boca.
Kaito Takumi
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Había llegado a la misma vez que el semigigante, y gracias a este Kaito había pasado desapercibido. Era una sombra oculta en la del gigante, escondida de las miradas curiosas que se preguntaban cuánto podía seguir bebiendo aquel monstruo antes de caer rodando al suelo. Él también se lo preguntaba.
—Cada tonelito debe contener unos cincuenta litros… Y la cerveza de aquí es prácticamente agua; pero ese ron…—Él mismo había tomado un vaso para juzgarlo como destilador—. Va a coger un pedazo de cogorza… si no cae en coma.
Aquel licor no era tan bueno como el de ninfa, pero bien compartía el grado alcohólico. Para el joven ningyo las apuestas de los pueblerinos se habían convertido en un entretenido cálculo de probabilidades y equilibrios osmóticos que juzgar en silencio. Pronto el semigigante caería, o al menos sería incapaz de ser él mismo. “O serlo demasiado” pensó el pelirrojo de manera poco halagüeña, apartándose hasta la puerta.
A su alrededor todo eran cánticos, divertidas risillas y descarados susurros sombre el vigor del mamotreto, pero aquellas burdas distracciones eran filtradas en la perpetua búsqueda de información. No había llegado allí por casualidad, y probablemente él tampoco.
¿Pero porqué quiere emborracharle?, se preguntó, incapaz de ver las lascivas intenciones del tabernero. Entonces otras sombras distintas a él se dirigieron a la puerta trasera del bar tras decir un corto “Ya es la hora”.
—Cada tonelito debe contener unos cincuenta litros… Y la cerveza de aquí es prácticamente agua; pero ese ron…—Él mismo había tomado un vaso para juzgarlo como destilador—. Va a coger un pedazo de cogorza… si no cae en coma.
Aquel licor no era tan bueno como el de ninfa, pero bien compartía el grado alcohólico. Para el joven ningyo las apuestas de los pueblerinos se habían convertido en un entretenido cálculo de probabilidades y equilibrios osmóticos que juzgar en silencio. Pronto el semigigante caería, o al menos sería incapaz de ser él mismo. “O serlo demasiado” pensó el pelirrojo de manera poco halagüeña, apartándose hasta la puerta.
A su alrededor todo eran cánticos, divertidas risillas y descarados susurros sombre el vigor del mamotreto, pero aquellas burdas distracciones eran filtradas en la perpetua búsqueda de información. No había llegado allí por casualidad, y probablemente él tampoco.
¿Pero porqué quiere emborracharle?, se preguntó, incapaz de ver las lascivas intenciones del tabernero. Entonces otras sombras distintas a él se dirigieron a la puerta trasera del bar tras decir un corto “Ya es la hora”.
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Los barriles se vacíaron a la vez en su garganta. Aquello era más fuerte que cerveza, sin duda, pero el gigante estaba ya más que acostumbrado al alcohol, ya que empezó a beber a los... No recordaba con cuantos años empezó a beber. De hecho, su padre solía decirle que nació con un barril de cerveza bajo el brazo. Dejó los barriles vacíos en el suelo, se limpió la boca con el puño, y rió. Estaba ebrio, al menos un poco, pero no lo suficiente como para caer rendido. La gente volvió a vitorear y el tabernero admitió su derrota. En aquel momento no había nadie dentro de la taberna de la plaza, pues todos querían salir a ver al gigante que bebía (y que por supuesto no cabía por la puerta).
Sin embargo, el cazarrecompensas se dio cuenta de algo. Allí había alguien que claramente había percatado su presencia, pero que se mantenía alejado, sin celebrar nada. Estuvo a punto de gritarle y llamar su atención, porque el gigante sabía que cuando montaba una fiesta y había alguien atento a lo que hacía pero sin unirse al jolgorio es que algo tramaba. Sin embargo, un enorme y gordo dedo tocó su hombro. Se puso de pie y se giró a la par que a su alrededor reinaba el silencio. Era otro gigante. Medía una cabeza más que Braud, estaba calvo y gordo, con una densa barba blanca. Iba vestido con una ceñida camiseta de tirantes roja.
—Este es mi pueblo, canijo —dijo frunciendo el ceño. Podía oírse como apretaba el puño.
—Aaaah por fin apareces, llevo buscándote un buen rato. Bueno, de fiesta más bien, pero me contaron que así aparecerías.
El gigante de la barba miró al tabernero, que decía que no con la cabeza mientras caminaba hacia atrás. Todo el mundo parecía alejarse, pero seguían atentos.
—¿Quién?
—¿Importa acaso? Espera un momento. —El gigante se metió una mano en el calzón de piel de oso y sacó un papel arrugado. Lo extendió, mostrando un cartel de Se Busca con la cara del barbudo fotografiada—. Nunca aprendí a leer, creo que mi tiempo puede gastarse en cosas más útiles. Pero a veces la gente me ayuda. Y según me han dicho aquí pone... Clifford "Gran Perro Rojo", por quince millones. Eres tú, ¿no?
Clifford golpeó la mejilla de Braud con el puño. El cazarrecompensas vio su cabeza empujada hacia atrás, pero su cuerpo no se movió. Se mantuvo con la cabeza ladeada un segundo.
—¡Lárgate de mi pueblo!
—Lo tomaré como un sí.
Y la cabeza del cazador impactó con fuerza en la boca del barbudo. Aquellos con los ojos más atentos serían capaces de ver una sonrisa en el rostro del ogro.
Sin embargo, el cazarrecompensas se dio cuenta de algo. Allí había alguien que claramente había percatado su presencia, pero que se mantenía alejado, sin celebrar nada. Estuvo a punto de gritarle y llamar su atención, porque el gigante sabía que cuando montaba una fiesta y había alguien atento a lo que hacía pero sin unirse al jolgorio es que algo tramaba. Sin embargo, un enorme y gordo dedo tocó su hombro. Se puso de pie y se giró a la par que a su alrededor reinaba el silencio. Era otro gigante. Medía una cabeza más que Braud, estaba calvo y gordo, con una densa barba blanca. Iba vestido con una ceñida camiseta de tirantes roja.
—Este es mi pueblo, canijo —dijo frunciendo el ceño. Podía oírse como apretaba el puño.
—Aaaah por fin apareces, llevo buscándote un buen rato. Bueno, de fiesta más bien, pero me contaron que así aparecerías.
El gigante de la barba miró al tabernero, que decía que no con la cabeza mientras caminaba hacia atrás. Todo el mundo parecía alejarse, pero seguían atentos.
—¿Quién?
—¿Importa acaso? Espera un momento. —El gigante se metió una mano en el calzón de piel de oso y sacó un papel arrugado. Lo extendió, mostrando un cartel de Se Busca con la cara del barbudo fotografiada—. Nunca aprendí a leer, creo que mi tiempo puede gastarse en cosas más útiles. Pero a veces la gente me ayuda. Y según me han dicho aquí pone... Clifford "Gran Perro Rojo", por quince millones. Eres tú, ¿no?
Clifford golpeó la mejilla de Braud con el puño. El cazarrecompensas vio su cabeza empujada hacia atrás, pero su cuerpo no se movió. Se mantuvo con la cabeza ladeada un segundo.
—¡Lárgate de mi pueblo!
—Lo tomaré como un sí.
Y la cabeza del cazador impactó con fuerza en la boca del barbudo. Aquellos con los ojos más atentos serían capaces de ver una sonrisa en el rostro del ogro.
Kaito Takumi
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A medio camino de seguir a los oscuros hombres que salían del local, Kaito quedó impresionado por la ebria entereza del semigigante. Ese tiempo que perdió pensando cuán ricos y densos debían ser sus riñones y la hambrienta mirada escondida tras la capucha le costaron su sigilo. Los ojos se cruzaron, brevemente, y aquello fue suficiente para hacerle moverse con más rapidez hacia la salida. El ningyo había sido consciente, e incluso exageraba, su propia debilidad; que era aún más visible en presencia de un monstruo de ese tamaño. O mejor dicho, de dos.
—Hmm….—murmulló con interés.
El primero de ellos era endomorfo, el segundo mesomorfo, y ambos fuertes. Uno tendría las entrañas marinadas en alcohol, y el otro tenía la carne infiltrada de grasa. ¡Cuántos platos pasaban por su cabeza con siniestro interés! ¡Cuántas recetas por probar y de las que deleitarse! Y por si fuera mejor para el antropófago marino, aquellas bestias iban a luchar entre sí. Mientras la gente se apartaba para salir por puertas y ventanas, Kaito permaneció allí con una pequeña sonrisa contento de que primero se ablandarían las carnes el uno al otro.
—Parece que ya han empezado—se escuchó detrás de la puerta.
Aquellas siniestras figuras apostadas y esperando podían ser piratas sedientos de fama, marines cumpliendo su deber, avariciosos cazarrecompensas o incluso simples civiles con sentido del deber. Fuese quienes fuesen, se dijo el pelirrojo, acabarán revelándose a tiempo.
Siempre había sido paciente, casi en exceso, y escondiéndose tras la estampida se ocultó tras la barra para observar, aprender y planear. Aprovechó el momento para servirse una jarra de cerveza, que en aquel bareto era lo más parecido al agua que su especie tanto necesitaba.
—Qué mal tiempo de fermentación.
Aquel tabernero que miraba desde la ventana cómo iban a destrozar su local no había sido nada paciente en el arte de la fabricación de bebidas.
—Hmm….—murmulló con interés.
El primero de ellos era endomorfo, el segundo mesomorfo, y ambos fuertes. Uno tendría las entrañas marinadas en alcohol, y el otro tenía la carne infiltrada de grasa. ¡Cuántos platos pasaban por su cabeza con siniestro interés! ¡Cuántas recetas por probar y de las que deleitarse! Y por si fuera mejor para el antropófago marino, aquellas bestias iban a luchar entre sí. Mientras la gente se apartaba para salir por puertas y ventanas, Kaito permaneció allí con una pequeña sonrisa contento de que primero se ablandarían las carnes el uno al otro.
—Parece que ya han empezado—se escuchó detrás de la puerta.
Aquellas siniestras figuras apostadas y esperando podían ser piratas sedientos de fama, marines cumpliendo su deber, avariciosos cazarrecompensas o incluso simples civiles con sentido del deber. Fuese quienes fuesen, se dijo el pelirrojo, acabarán revelándose a tiempo.
Siempre había sido paciente, casi en exceso, y escondiéndose tras la estampida se ocultó tras la barra para observar, aprender y planear. Aprovechó el momento para servirse una jarra de cerveza, que en aquel bareto era lo más parecido al agua que su especie tanto necesitaba.
—Qué mal tiempo de fermentación.
Aquel tabernero que miraba desde la ventana cómo iban a destrozar su local no había sido nada paciente en el arte de la fabricación de bebidas.
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El gordo dio un paso hacia atras por el golpe, algo aturdido. Le sangraba la nariz, tiñendo de rojo parte de su blanca barba. El ogro se limpió con el puño la sangre de su enemigo que había salpicado su frente y clavó sus ojos salvajes en los del criminal, que lo observaba con furia. El gordo gritó y descargó un fuerte puñetazo derecho al ogro, que lo detuvo con el brazo mientras que con la otra mano soltaba tres puñetazos seguidos en su horonda barriga. El gordo gritó de nuevo. Era más fuerte que Braud, eso seguro, pero aquello le hacía más susceptible a paradas, esquives y golpes rápidos. Aquello hacía al ogro cambiar su estilo de lucha habitual, pero le encantaba. Le divertía.
Clifford agarró con la mano la muñeca del ogro. Entonces agarró la otra y separó ambas manos, mirando al cazarrecompensas con rabia. Le devolvió el cabezazo que impactó limpiamente. Entonces cogió a Braud del hombro y una pierna y lo levantó sobre su cabeza, gritando como una bestia que había matado a su presa. El ogro forcejeaba intentando librarse de aquella, pero Clifford hizo su ataque. Lo dejó caer sobre su rodilla, espalda primero. El gigante cayó al suelo, notando su espalda dolorida por el golpe.
—¿Te has dado cuenta ya quién es aquí el alfa? ¡¿La bestia dominante?! A lo mejor así te enteras de mi fuerza y decides marcharte sin cobrar recompensa alguna.
El ogro respondió levántandose y soltando una grave y sonora carcajada. No respondió con palabras, pues no era necesario. Ya había quedado claro que cuanto más fuerte era su enemigo, más disfrutaba el gigante, y Clifford tan solo le había dado más motivos para seguir combatiendo. Braud volvió a colocarse en posición de combate, mientras que un aura rojiza empezaba a cubrir todo su cuerpo.
Clifford agarró con la mano la muñeca del ogro. Entonces agarró la otra y separó ambas manos, mirando al cazarrecompensas con rabia. Le devolvió el cabezazo que impactó limpiamente. Entonces cogió a Braud del hombro y una pierna y lo levantó sobre su cabeza, gritando como una bestia que había matado a su presa. El ogro forcejeaba intentando librarse de aquella, pero Clifford hizo su ataque. Lo dejó caer sobre su rodilla, espalda primero. El gigante cayó al suelo, notando su espalda dolorida por el golpe.
—¿Te has dado cuenta ya quién es aquí el alfa? ¡¿La bestia dominante?! A lo mejor así te enteras de mi fuerza y decides marcharte sin cobrar recompensa alguna.
El ogro respondió levántandose y soltando una grave y sonora carcajada. No respondió con palabras, pues no era necesario. Ya había quedado claro que cuanto más fuerte era su enemigo, más disfrutaba el gigante, y Clifford tan solo le había dado más motivos para seguir combatiendo. Braud volvió a colocarse en posición de combate, mientras que un aura rojiza empezaba a cubrir todo su cuerpo.
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Cada movimiento que tenía lugar en el baile de los gigantes era analíticamente diseccionado por el frío y afilado interés de Kaito. Los grandes bípedos debían saber muy bien como colocar su masa para no desestabilizarse, y haciendo crujir la madera aprovechaban esta para arremeter con todo su peso en cada golpe. Era como ver a dos hipopótamos luchar por el harem, abalanzándose el uno sobre el otro haciendo temblar las carnes que escondían músculos de una densidad inimaginable.
A Kaito se le hacía la boca agua, tanto que casi compensaba la mala cerveza. Por un lado tenía un cerdo repleto de grasa subcutánea e infiltrada, y por el otro un hercúleo toro rebosante de alcohol. ¿Qué estará más rico?, se preguntó sabiendo bien que aquella pregunta era estúpida y descortés; cada una de las carnes estaba destinada a platos muy distintos para explotar su potencial.
—Esa ha tenido que ser una buena ostia.
—Un par de minutos más y entraremos con todo.
Las voces detrás de la puerta trasera eran poco más que un mero murmullo en el fragor del combate, un molesto silbido que zumbaba en la oreja del antropófago interés del hombre pulpo. Se sirvió una cerveza más en la jarra y se envolvió la mano en un paño antes de ir parsimoniosamente hasta el origen de sus males disfrutando todo el camino del espectáculo.
—Qué manifestación más interesante— se susurró viendo el aura granate que emanaba del gigante.
A Kaito se le hacía la boca agua, tanto que casi compensaba la mala cerveza. Por un lado tenía un cerdo repleto de grasa subcutánea e infiltrada, y por el otro un hercúleo toro rebosante de alcohol. ¿Qué estará más rico?, se preguntó sabiendo bien que aquella pregunta era estúpida y descortés; cada una de las carnes estaba destinada a platos muy distintos para explotar su potencial.
—Esa ha tenido que ser una buena ostia.
—Un par de minutos más y entraremos con todo.
Las voces detrás de la puerta trasera eran poco más que un mero murmullo en el fragor del combate, un molesto silbido que zumbaba en la oreja del antropófago interés del hombre pulpo. Se sirvió una cerveza más en la jarra y se envolvió la mano en un paño antes de ir parsimoniosamente hasta el origen de sus males disfrutando todo el camino del espectáculo.
—Qué manifestación más interesante— se susurró viendo el aura granate que emanaba del gigante.
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Los gigantes peleaban como bestias. Sin patrones ni estilos, tan solo golpes brutales lanzados uno tras otro. Rara vez se cubrían o esquivaban, pues era como ver combatir a dos osos por su trozo de cueva. Braud disfrutaba con el combate, pero lo cierto es que aquel grandote le estaba aburriendo un poco. Sus golpes no eran tan fuertes y estaba empezando a olvidar su nombre. ¿Sería por el aura potenciadora? ¿La había activado demasiado pronto? Lo anotó mentalmente, que si queria un combate divertido debía ir con su fuerza base primero y, dependiendo de la situación, hacer los aumentos necesarios.
El bárbaro dio un fuerte gancho en la mandíbula del criminal, que por lo visto sirvió como golpe final. El hombre gordo cayó al suelo y no se levantó, inconsciente. El ogro chasqueó la lengua mientras dejaba de usar el aura. Definitivamente, debía empezar a pensar en mudarse al Paraíso. Los mares cardinales empezaban a quedarle pequeños. Fue entonces cuando por fin miró a la única persona que quedaba. La única que no se había ido corriendo al ver pelear a dos mastodontes y simplemente se quedó mirando.
—¿Quieres un autógrafo? —le preguntó bromeando y sin malicia—. ¿Qué te interesa tanto? ¿Mi tamaño? He conocido gente extrañada por eso. Puedo ser tu guardaespaldas por dos cientos berries al día.
Entonces llegaron marines, seguramente avisados por la gente que los vio empezar a combatir. Braud no tardó en identificarse como cazarrecompensas y recibir el pago. Los marines se llevaron, con mucha dificultad y muchas manos, el cuerpo inconsciente del hombre cuyo nombre Braud había olvidado.
—Bueno, ¿y tú que te cuentas? —le dijo a la figura misteriosa y fisgona mientras se sacudía las palmas de las manos.
El bárbaro dio un fuerte gancho en la mandíbula del criminal, que por lo visto sirvió como golpe final. El hombre gordo cayó al suelo y no se levantó, inconsciente. El ogro chasqueó la lengua mientras dejaba de usar el aura. Definitivamente, debía empezar a pensar en mudarse al Paraíso. Los mares cardinales empezaban a quedarle pequeños. Fue entonces cuando por fin miró a la única persona que quedaba. La única que no se había ido corriendo al ver pelear a dos mastodontes y simplemente se quedó mirando.
—¿Quieres un autógrafo? —le preguntó bromeando y sin malicia—. ¿Qué te interesa tanto? ¿Mi tamaño? He conocido gente extrañada por eso. Puedo ser tu guardaespaldas por dos cientos berries al día.
Entonces llegaron marines, seguramente avisados por la gente que los vio empezar a combatir. Braud no tardó en identificarse como cazarrecompensas y recibir el pago. Los marines se llevaron, con mucha dificultad y muchas manos, el cuerpo inconsciente del hombre cuyo nombre Braud había olvidado.
—Bueno, ¿y tú que te cuentas? —le dijo a la figura misteriosa y fisgona mientras se sacudía las palmas de las manos.
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El golpe al nervio mandibular arrancó la expresión del rollizo rostro de cuajo. Kaito pudo ver cómo la consciencia se desvaneció de sus ojos, palideciéndolos y hundiéndolos en el feroz movimiento que agitó las triples y grasientas barbillas. El pulpo dio un paso relamiéndose, una vez el vencedor terminase con la presa sería su turno como buen carroñero. Lo que no esperaba es que se fijase en él, y mucho menos con una actitud tan abierta como si quisiese compartir su presa.
—Claro—dijo salivando. Nunca estaba de más saber un nombre—. La verdad es que me interesa todo… —Desde sus músculos hasta el hígado para ser sinceros—. Y de hecho ese es un precio… genial.
Desgraciadamente para el ningyo, otras alimañas endémicas hicieron acto de presencia antes de que pudiera acercarse lo suficiente al cuerpo. Los marines de aquel pueblucho de mala muerte eran un grupo de inútiles paletos a los que el gobierno les había dado uniforme por mera estética. Lo único que tenían esos desgraciados cobardes de su sagrada institución era el dinero con el que especulaban. “Estúpidos chupatintas”, maldijo Kaito con la boca llena de una bilis tan espesa como su saliva. Escurriéndose de la escena, el pulpo esperó pacientemente a que ambos bandos vencedores terminasen con su transacción dando ligeros sorbos del mal ale. La gente volvía al bar, curioseando, y los malhechores que deseaban entrar recapacitaron marchándose por el callejón trasero.
Para cuando Braud volvió con su dinero, casi se había terminado la cerveza. No había tenido la oportunidad de usar la jarra enfundada en paño como arma, lo que, para alguien tan cruel y cobarde como el pulpo, era una ventaja. Se limpió la boca antes de contestar al semigigante.
—Soy Kimihiro, cocinero errante—se presentó quitándose la capucha para mostrar lo más humano de su anatomía—. Venía rastreando a esa mala bestia desde que le robó a Bob uno de sus carromatos y mató y devoró a sus caballos. La verdad es que pretendía interrogarle para saber dónde ha metido el botín, pero parece que eso ya no será posible…—se lamentó, viendo como aún luchaban por sacar la desproporcionada panza por la puerta—. Sus compinches no son tan fáciles de seguir como lo era él, y apuesto no tardarán mucho en repartirse las ganancias y desaparecer —suspiró con aire derrotista—. Las cosas se han complicado un montón…
Encogiéndose de hombros, Kaito se giró hacia la puerta para observar cómo una de las gruesas botas del ogro salía despedida de su pie en uno de los desesperados empujones del regimiento. Para otros las hojas podridas y secas que estaban pegadas en la suela eran simplemente eso, mierda de un zapato, pero para alguien como él eran prácticamente un mapa.
—O no…—una afilada sonrisa se forjó en su rostro—. ¿Qué te parece si vamos a la guarida del perro? Yo te llevo y nos repartimos a la mitad la recompensa por devolver el carro… ¿Suena bien?
Solo necesitaba un sí para llevarle a través de la aldea hasta el molino del río donde crecía esa maravillosa especie de junco.
—Claro—dijo salivando. Nunca estaba de más saber un nombre—. La verdad es que me interesa todo… —Desde sus músculos hasta el hígado para ser sinceros—. Y de hecho ese es un precio… genial.
Desgraciadamente para el ningyo, otras alimañas endémicas hicieron acto de presencia antes de que pudiera acercarse lo suficiente al cuerpo. Los marines de aquel pueblucho de mala muerte eran un grupo de inútiles paletos a los que el gobierno les había dado uniforme por mera estética. Lo único que tenían esos desgraciados cobardes de su sagrada institución era el dinero con el que especulaban. “Estúpidos chupatintas”, maldijo Kaito con la boca llena de una bilis tan espesa como su saliva. Escurriéndose de la escena, el pulpo esperó pacientemente a que ambos bandos vencedores terminasen con su transacción dando ligeros sorbos del mal ale. La gente volvía al bar, curioseando, y los malhechores que deseaban entrar recapacitaron marchándose por el callejón trasero.
Para cuando Braud volvió con su dinero, casi se había terminado la cerveza. No había tenido la oportunidad de usar la jarra enfundada en paño como arma, lo que, para alguien tan cruel y cobarde como el pulpo, era una ventaja. Se limpió la boca antes de contestar al semigigante.
—Soy Kimihiro, cocinero errante—se presentó quitándose la capucha para mostrar lo más humano de su anatomía—. Venía rastreando a esa mala bestia desde que le robó a Bob uno de sus carromatos y mató y devoró a sus caballos. La verdad es que pretendía interrogarle para saber dónde ha metido el botín, pero parece que eso ya no será posible…—se lamentó, viendo como aún luchaban por sacar la desproporcionada panza por la puerta—. Sus compinches no son tan fáciles de seguir como lo era él, y apuesto no tardarán mucho en repartirse las ganancias y desaparecer —suspiró con aire derrotista—. Las cosas se han complicado un montón…
Encogiéndose de hombros, Kaito se giró hacia la puerta para observar cómo una de las gruesas botas del ogro salía despedida de su pie en uno de los desesperados empujones del regimiento. Para otros las hojas podridas y secas que estaban pegadas en la suela eran simplemente eso, mierda de un zapato, pero para alguien como él eran prácticamente un mapa.
—O no…—una afilada sonrisa se forjó en su rostro—. ¿Qué te parece si vamos a la guarida del perro? Yo te llevo y nos repartimos a la mitad la recompensa por devolver el carro… ¿Suena bien?
Solo necesitaba un sí para llevarle a través de la aldea hasta el molino del río donde crecía esa maravillosa especie de junco.
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El gigante escuchó la oferta del hombrecillo mientras terminaba de vacíar el barril en su gaznate, golpeando el culo de este con la palma de la mano. Cuando lo hubo terminado lo dejó en el suelo y se pasó el puño por la boca para limpiarse.
—Si que me interesa, sí. Lo que sea por un puñado de monedas, ¿verdad? —el gigante tendió su enorme mano al pequeño hombrecillo—. Yo me llamo Braud. Braudbrüthgael. Am... Supongo que será difícil de entender la pronunciación, siempre lo es... Es como... Brodbrutgueil —dijo exagerando la vocalización para que quedase claro.
Kimihiro y Braud salieron en dirección a su nuevo objetivo. El gigante estaba algo ebrio, pero nada serio que pudiese afectar de forma drástica a su rendimiento. Caminaba con la espalda recta y las manos tras su cabeza, de manera relajada, aunque poco a poco y siguiendo al hombrecillo que, sin duda, caminaba de forma extraña. ¿Pero quién era él para juzgar? ¿Qué le importaba si alguien que conocía tenía dos piernas o cinco? A veces incluso pensaba que sería bueno tener otro par de brazos, para pelear mejor y sujetar más bebidas a la vez.
—No suelo meterme en todos esos rollos de botines o investigaciones, ¿sabes? Siempre voy directo, hacia el objetivo. No necesito más. Pero no puedo negarle la ayuda a un amigo, ¿eh?
Para el gigante, ellos dos ya eran amigos, pues ya se habían intercambiado los nombres. Era un gigante de mentalidad sencilla.
—Si que me interesa, sí. Lo que sea por un puñado de monedas, ¿verdad? —el gigante tendió su enorme mano al pequeño hombrecillo—. Yo me llamo Braud. Braudbrüthgael. Am... Supongo que será difícil de entender la pronunciación, siempre lo es... Es como... Brodbrutgueil —dijo exagerando la vocalización para que quedase claro.
Kimihiro y Braud salieron en dirección a su nuevo objetivo. El gigante estaba algo ebrio, pero nada serio que pudiese afectar de forma drástica a su rendimiento. Caminaba con la espalda recta y las manos tras su cabeza, de manera relajada, aunque poco a poco y siguiendo al hombrecillo que, sin duda, caminaba de forma extraña. ¿Pero quién era él para juzgar? ¿Qué le importaba si alguien que conocía tenía dos piernas o cinco? A veces incluso pensaba que sería bueno tener otro par de brazos, para pelear mejor y sujetar más bebidas a la vez.
—No suelo meterme en todos esos rollos de botines o investigaciones, ¿sabes? Siempre voy directo, hacia el objetivo. No necesito más. Pero no puedo negarle la ayuda a un amigo, ¿eh?
Para el gigante, ellos dos ya eran amigos, pues ya se habían intercambiado los nombres. Era un gigante de mentalidad sencilla.
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Sin querer arriesgarse a perder la mano tras el apretón, Kaito contestó el ofrecimiento tendiendo el tentáculo cuya punta podía arrancarse a voluntad. Probablemente, de haberle confesado que aquel apéndice también funcionaba como su pene, hubiera perdido más que solo eso. Afortunadamente el elástico miembro simplemente cedió sin daños ante una fuerza bruta que iba sin mala intención.
—Brod...brut... geil. Brod-Brut-Geil —repitió intentando desenredar su lengua—. Parece un nombre de licor, puñetas. O de estofado.
Lo cierto es que con su carne se podían hacer muy bien las dos cosas. Ahuyentando sus deseos antropófagos, Kaito se puso en marcha para llegar cuanto antes a la linde del río. Gracias al semigigante se ahorraría el ponerse en peligro, por no hablar del embrollo que iba a ser tirar del carro para devolverlo con su dueño. Por ahora todo le salía a pedir de boca, y aunque se había quedado con hambre la noche tenía un buen sabor.
Hasta que, por supuesto, las palabras de Braud le amargaron. Bueno, realmente lo que le amargó fue el olor a sinceridad que se entremezclaba con el alcohol. Resulta curioso que la honestidad huela a vino porque, como todos saben, los niños y los borrachos son las criaturas más sinceras que caminan, o se arrastran, por la tierra.
—¿Tu amigo? —lo pronunció como si todo aquello fuera una cruel broma—. No me jodas, Brod-Gut-Geil, que nos acabamos de conocer. Como sigas siendo tan inocente te vas a llevar un palazo en la boca que no te lo vas a creer —Miró su bichero—. Un palazo emocional, me refiero —concretó para evadir una trifulca—. Mi consejo es que no te fies tan a bote pronto de la gente, especialmente de puñeteros encapuchados que ocultan su rostro.
Por un momento Kaito había sentido que era su deber proteger a alguien que, a pesar de ser tan fuerte, era débil en un aspecto que él había fortalecido. Sinceramente, no quería que nadie tuviera que pasar por lo que él había pasado, y mucho menos alguien que, a su temprano juicio, parecía una buena persona. No había cualidad que más le agradara a Kaito que la honestidad, por muy bruta, bocazas o dolorosa que fuese esta. La verdad es que era una pena que la gente inteligente no soliera serlo, porque con la gente simple pronto se quedaba sin nada de lo que hablar.
Al cabo de unos minutos llegarían al molino perfilado bajo la luz de las estrellas. Allí, la lumbre de una vela iluminaba un interior tan ruidoso como cualquier mudanza hecha con malas prisas.
—Brod...brut... geil. Brod-Brut-Geil —repitió intentando desenredar su lengua—. Parece un nombre de licor, puñetas. O de estofado.
Lo cierto es que con su carne se podían hacer muy bien las dos cosas. Ahuyentando sus deseos antropófagos, Kaito se puso en marcha para llegar cuanto antes a la linde del río. Gracias al semigigante se ahorraría el ponerse en peligro, por no hablar del embrollo que iba a ser tirar del carro para devolverlo con su dueño. Por ahora todo le salía a pedir de boca, y aunque se había quedado con hambre la noche tenía un buen sabor.
Hasta que, por supuesto, las palabras de Braud le amargaron. Bueno, realmente lo que le amargó fue el olor a sinceridad que se entremezclaba con el alcohol. Resulta curioso que la honestidad huela a vino porque, como todos saben, los niños y los borrachos son las criaturas más sinceras que caminan, o se arrastran, por la tierra.
—¿Tu amigo? —lo pronunció como si todo aquello fuera una cruel broma—. No me jodas, Brod-Gut-Geil, que nos acabamos de conocer. Como sigas siendo tan inocente te vas a llevar un palazo en la boca que no te lo vas a creer —Miró su bichero—. Un palazo emocional, me refiero —concretó para evadir una trifulca—. Mi consejo es que no te fies tan a bote pronto de la gente, especialmente de puñeteros encapuchados que ocultan su rostro.
Por un momento Kaito había sentido que era su deber proteger a alguien que, a pesar de ser tan fuerte, era débil en un aspecto que él había fortalecido. Sinceramente, no quería que nadie tuviera que pasar por lo que él había pasado, y mucho menos alguien que, a su temprano juicio, parecía una buena persona. No había cualidad que más le agradara a Kaito que la honestidad, por muy bruta, bocazas o dolorosa que fuese esta. La verdad es que era una pena que la gente inteligente no soliera serlo, porque con la gente simple pronto se quedaba sin nada de lo que hablar.
Al cabo de unos minutos llegarían al molino perfilado bajo la luz de las estrellas. Allí, la lumbre de una vela iluminaba un interior tan ruidoso como cualquier mudanza hecha con malas prisas.
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El gigante simplemente estalló en carcajadas ante la afirmación del encapuchado. Se limitó a darle una amigable palmada en la espalda. El resto del camino se hizo en silencio, aunque por parte del cazador no había incomodidad. Estaba bastante ocupado distrayéndose pensando en lo que podría cenar tras todo eso. Tal vez con el dinero de la recompensa podría permitirse un abundante plato de lo que sea que fuese popular comer en aquella isla.
Llegaron por fin al molino. Era grande, sin duda, pero aun así la puerta era demasiado pequeña como para que pasase el gigante, el cual se acercó sin miedo ninguno. Todo el mundo en su interior parecía demasiado distraído gritando y hablando. Las pocas palabras que el cazador pudo identificar indicaban que discutían a alta voz que hacer ahora que su enorme jefe no estaba. La estructura del molino no parecía precisamente fuerte, el gigante podría derrumbarla de unos cuantos puñetazos seguro, pero en aquel momento no estaba solo, no podía hacer como siempre y empujar su primer plan como si nada. En silencio, miró al encapuchado.
Su rostro denotaba que estaba preguntando que hacer, a la par que acercaba el puño al molino, preguntando con gestos a su compañero si debería echar abajo la estructura. Mientras tanto, en el interior del molino, todavía no se habían dado cuenta de que una mole de cinco metros estaba fuera de su casa, amenazando con derribarla, pues estaban demasiado ocupados todavía discutiendo a gritos, pero no sabía cuanto tardarían en darse cuenta.
Llegaron por fin al molino. Era grande, sin duda, pero aun así la puerta era demasiado pequeña como para que pasase el gigante, el cual se acercó sin miedo ninguno. Todo el mundo en su interior parecía demasiado distraído gritando y hablando. Las pocas palabras que el cazador pudo identificar indicaban que discutían a alta voz que hacer ahora que su enorme jefe no estaba. La estructura del molino no parecía precisamente fuerte, el gigante podría derrumbarla de unos cuantos puñetazos seguro, pero en aquel momento no estaba solo, no podía hacer como siempre y empujar su primer plan como si nada. En silencio, miró al encapuchado.
Su rostro denotaba que estaba preguntando que hacer, a la par que acercaba el puño al molino, preguntando con gestos a su compañero si debería echar abajo la estructura. Mientras tanto, en el interior del molino, todavía no se habían dado cuenta de que una mole de cinco metros estaba fuera de su casa, amenazando con derribarla, pues estaban demasiado ocupados todavía discutiendo a gritos, pero no sabía cuanto tardarían en darse cuenta.
Kaito Takumi
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El gesto del gigante fue recibido con excepcticismo y la impresión de que, en cualquier momento, iba a aplastarle. Kaito aceleró el paso para librarse de la sensación de aquella amigable palmada porque, muy en el fondo, la anhelaba. O más bien deseaba poder haberse sentido agusto con aquel despliegue de camaradería. Desgraciadamente la experiencia le impedía aquello susurrándole amarguras al oído.
Por el aspecto del molino parecía que hacía mucho que los habitantes del pueblo no lo usaban. No estaba ruinoso, no del todo, pero desde luego el abandono era bastante evidente y salpicaba agrietando la pintura y rajando la madera. La naturaleza iba cobrándose lentamente lo que por derecho era suyo, y aunque los allí presentes parecían ser sus inquilinos habituales no se diferenciaban mucho de las ratas y topillos que poblaban la veda del río.
Por supuesto, siendo una estructura de tamaño humano, el gigantón no entraba. De hecho el punto más alto del arco le llegaba apenas a la mitad de su enorme cuerpo, aunque fuera bastante ancho como para contenerle. El ningyo levantó la mano pidiéndole a su compañero que no llevase a cabo el derrumbe. ¿Los necesitaba vivos? No, no a todos. Podía ver que el carro estaba dentro, puesto de lado contra la pared y vaciado de toda provisión. Solo necesitaba, como mucho a uno de ellos con vida.
Entró con el sigilo que le caracterizaba y que se veía aún más reforzado por su ascendencia. Sus pasos no se escuchaban en la tórrida discusión, aunque, claro, no es que un pulpo diese pasos. Antes de que se diesen cuenta de su presencia dos de los siete fueron cortados por la mitad con un chorro de la umigatana. No fue bonito, ni fue limpio. La potencia del agua les había segado en una linea que dejaba un cadáver seccionado por los hombros y el otro por el abdomen. Y sin pararse en el caos de ver a tus amigos gritar a pesar de saber que ya estaban muertos el asesino siguió girando con la cuchilla que escupía su arma rebanando los miembros de otros tres y cuasidecapitando a un cuarto.
El séptimo aún permanecía indemne, encogido de la impresión del rápido infierno que se había montado en el tiempo que él había conseguido desenfundar su puñal. Casi se podía ver en su sonrisa de confusión y terror el pensamiento "¿Pero qué puñetas va a hacer un puñal?". Retrocedía por la madera roñosa llena de harina vieja mientras el monstruo encapuchado se tomaba un momento en delimitar si alguno de los tullidos resultaba aún una amenaza.
—Mejor no correr riesgos —dijo cambiando de arma.
La punta del bichero se clavó en la cuenca ocular del pobre desgraciado que intentaba parar la vida que se le escapaba por el cuello, luego sus anchos reos se encargaron de hacer un desagradable movimiento de palanca. No tenía que preocuparse más de un cadáver con el cerebro al aire, solo de un par de amputados dobles y triples que se empeñaban en dañarle los tímpanos con sus gritos.
—¿Dónde esta lo del carro? —exigió saber la sombra al único humano con el que le valía la pena hablar.
El joven maleante se quedó helado. Quizá fue por su presencia, por el hecho de comprender cuán lejos estaban el uno del otro o, porque, indudablemente le mataría cuando obtuviese lo que quería. Aunque siempre se había quejado del trato de Clifford, ahora le añoraba. Ahora comprendía que él no era, en absoluto, un monstruo.
En lugar de continuar dando golpes de gracia, el encapuchado se retiró de nuevo hasta la puerta caminando de espaldas. Hasta aquellas criaturas que se retorcían podían ser peligrosas, y con su umigatana vacía había agotado su mejor baza. La estrategia de atacar y huir era muy propia en él, incluso cuando cualquiera con dos dedos de frente sabía que ya había ganado.
—Listo —suspiró el ningyo con cierto descontento—. Hay uno dentro que no quiere hablar—dijo aún atento a los agónicos movimientos que veía desde el umbral—, pero creo que solo necesita un pelín de tiempo.
La sangre se resbalaba por el manto impermeable dejando leves lamparones de color burdeos. Limpiarlas sería fácil, a diferencia de las entrañas con las que había tapizado el interior del edificio.
Por el aspecto del molino parecía que hacía mucho que los habitantes del pueblo no lo usaban. No estaba ruinoso, no del todo, pero desde luego el abandono era bastante evidente y salpicaba agrietando la pintura y rajando la madera. La naturaleza iba cobrándose lentamente lo que por derecho era suyo, y aunque los allí presentes parecían ser sus inquilinos habituales no se diferenciaban mucho de las ratas y topillos que poblaban la veda del río.
Por supuesto, siendo una estructura de tamaño humano, el gigantón no entraba. De hecho el punto más alto del arco le llegaba apenas a la mitad de su enorme cuerpo, aunque fuera bastante ancho como para contenerle. El ningyo levantó la mano pidiéndole a su compañero que no llevase a cabo el derrumbe. ¿Los necesitaba vivos? No, no a todos. Podía ver que el carro estaba dentro, puesto de lado contra la pared y vaciado de toda provisión. Solo necesitaba, como mucho a uno de ellos con vida.
Entró con el sigilo que le caracterizaba y que se veía aún más reforzado por su ascendencia. Sus pasos no se escuchaban en la tórrida discusión, aunque, claro, no es que un pulpo diese pasos. Antes de que se diesen cuenta de su presencia dos de los siete fueron cortados por la mitad con un chorro de la umigatana. No fue bonito, ni fue limpio. La potencia del agua les había segado en una linea que dejaba un cadáver seccionado por los hombros y el otro por el abdomen. Y sin pararse en el caos de ver a tus amigos gritar a pesar de saber que ya estaban muertos el asesino siguió girando con la cuchilla que escupía su arma rebanando los miembros de otros tres y cuasidecapitando a un cuarto.
El séptimo aún permanecía indemne, encogido de la impresión del rápido infierno que se había montado en el tiempo que él había conseguido desenfundar su puñal. Casi se podía ver en su sonrisa de confusión y terror el pensamiento "¿Pero qué puñetas va a hacer un puñal?". Retrocedía por la madera roñosa llena de harina vieja mientras el monstruo encapuchado se tomaba un momento en delimitar si alguno de los tullidos resultaba aún una amenaza.
—Mejor no correr riesgos —dijo cambiando de arma.
La punta del bichero se clavó en la cuenca ocular del pobre desgraciado que intentaba parar la vida que se le escapaba por el cuello, luego sus anchos reos se encargaron de hacer un desagradable movimiento de palanca. No tenía que preocuparse más de un cadáver con el cerebro al aire, solo de un par de amputados dobles y triples que se empeñaban en dañarle los tímpanos con sus gritos.
—¿Dónde esta lo del carro? —exigió saber la sombra al único humano con el que le valía la pena hablar.
El joven maleante se quedó helado. Quizá fue por su presencia, por el hecho de comprender cuán lejos estaban el uno del otro o, porque, indudablemente le mataría cuando obtuviese lo que quería. Aunque siempre se había quejado del trato de Clifford, ahora le añoraba. Ahora comprendía que él no era, en absoluto, un monstruo.
En lugar de continuar dando golpes de gracia, el encapuchado se retiró de nuevo hasta la puerta caminando de espaldas. Hasta aquellas criaturas que se retorcían podían ser peligrosas, y con su umigatana vacía había agotado su mejor baza. La estrategia de atacar y huir era muy propia en él, incluso cuando cualquiera con dos dedos de frente sabía que ya había ganado.
—Listo —suspiró el ningyo con cierto descontento—. Hay uno dentro que no quiere hablar—dijo aún atento a los agónicos movimientos que veía desde el umbral—, pero creo que solo necesita un pelín de tiempo.
La sangre se resbalaba por el manto impermeable dejando leves lamparones de color burdeos. Limpiarlas sería fácil, a diferencia de las entrañas con las que había tapizado el interior del edificio.
- Usado:
- Umigatana entera y cierta modificación de Ring-Slash, peor moviendose, de ahí lo errático de los movimientos. Vamos, el que sobrevive lo hace porque el ataque es como una especie de espiral, y el que está justo delante no muere
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Braud se sentó en el suelo en el momento que su nuevo amigo entraba en el edificio. Bostezó mientras esperaba en silencio, sin inmutarse a los gritos de terror que empezaron a salir del interior del molino un rato después. Por lo visto el tal Kimihiro se las gastaba bien, aunque no tenía pinta de ser alguien con una filosofía similar a la del gigante. Finalmente, el encapuchado salió, indicando que quedaba una persona que no parecía tener intención de hablar. A su espalda, por la puerta, salió el que debería ser dicho superviviente. Durante un instante clavó la vista en Braud, abriendo los ojos como platos. Entonces gritó y empezó a correr lo más rápido que pudo. El gigante se puso de pie enseguida y empezó a seguirlo, siendo cada una de sus zancadas el equivalente a varias del criminal.
Como un oso persiguiendo a un ratón, saltó y cerró los brazos alrededor del criminal, atrapándolo entre ellos contra su torso. Pudo oír como se quejaba del dolor para después empezar a rogar clemencia.
—No te preocupes, no soy yo aquí el bueno interrogando, así que no voy a hacerte nada —dijo el gigante con cierta inocencia—. Mi colega aquí el encapuchado te hará las preguntas.
Por algún motivo eso le hizo gritar más. Cosa que no entendía. ¿No le daba miedo el tipo grande? Siempre solían darle miedo el tipo grande. Llevó al criminal hasta Kimihiro, lo aprisionó en ambas manos y se sentó en el suelo, acercándolo.
—¿Qué le vas a preguntar?
Como un oso persiguiendo a un ratón, saltó y cerró los brazos alrededor del criminal, atrapándolo entre ellos contra su torso. Pudo oír como se quejaba del dolor para después empezar a rogar clemencia.
—No te preocupes, no soy yo aquí el bueno interrogando, así que no voy a hacerte nada —dijo el gigante con cierta inocencia—. Mi colega aquí el encapuchado te hará las preguntas.
Por algún motivo eso le hizo gritar más. Cosa que no entendía. ¿No le daba miedo el tipo grande? Siempre solían darle miedo el tipo grande. Llevó al criminal hasta Kimihiro, lo aprisionó en ambas manos y se sentó en el suelo, acercándolo.
—¿Qué le vas a preguntar?
Kaito Takumi
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El ningyo encuentra divertido el pequeño juego que mantienen humano y gigante. El miedo, la emoción de la caza y la clara intención del más grande por solo jugar con él le hacen acordarse de sus mascotas. Paprika también acostumbraba a jugar, algo más cruelmente, con los grillos y las cucarachas que aportaban una buena dosis de proteína. Y Rocinante, el pequeño y agil caballito de mar, siempre se divertía acorralando a los bancos de sardinas y lanzando cangrejos al aire como si fueran pelotas. ¡Cuánto los echaba de menos! Pero sus recuerdos no era lo que le tocaba vivir en aquel momento.
—¿Qué podría preguntarle? —se dijo en voz alta arrastrando su ser hasta el pobre muchacho.
—¡No me hagáis daño! ¡Yo no he hecho nada! ¡No quiero morir! —lloriqueaba entre columnas de moco el desgraciado inmovilizado.
—Nadie aquí quiere eso, ¿verdad Braud? —comentó con paciencia, esperando la negativa del gigante. Aunque, la verdad, casi se esperaba un "Bueeno..."—. Solo queremos saber dónde habéis metido la mercancía robada para que vuelva a su respectivo dueño... Y cobrar. Fuísteis muy inteligente al desmantelar el carro y traerlo a cachos, los controles solo buscaban los carros que iban a salir de la escena.
—¡Está dentro, joder! ¡Abajo! ¡No hemos tocado nada! ¡Íbamos a venderlo afuera pero Clifford quería quedarse un tiempo más!
La gente estúpida solía cometer estupideces, pero la insistencia por el semigigante de quedarse a beber y regodearse en lo bien que había salido un plan que, por supuesto, no era suyo, le había costado el encierro. Siempre había un pez más grande en el mar, y, al parecer, un gigante más fuerte en la tierra.
Con la intención de comprobar la veracidad de aquella sincera confesión, Kaito marchó dentro del edificio tomando la precaución de armarse gracias a los cadáveres. Que le hubiera dicho que no había nadie más, y a pesar de no ver y sentir a nadie más, no significaba que estuviese solo... Aunque lo estaba. No había nadie más allí oculto, y las cajas y cajas de tarros cerrados y protegidos se amontonaban en el pequeño y alto sótano donde dormían los mecanismos del molino.
—Antibióticos... claro —susurró la criatura viendo las terminaciones escritas sobre los botes—. Es lo único que podría venderse caro...
¿Cuánta gente necesitaba esas pastillas? ¿Cuántos hospitales, clínicas y farmacias de la isla estaban rebuscando entre sus existencias para sostener a la población? ¿Cuánta gente moría por el robo? ¿Y a cuánto conseguirían revender esas pastillas los maleantes en el mercado negro? Muchas preguntas, pero ninguna importante salvo una oculta bajo una capa de misterio.
Al volver el encapuchado presionó la punta del cuchillo sucio de sangre ajena sobre la frente del rehén. Comenzó a enroscar sus rejos en torno a sus piernas, subiendo lentamente como serpientes trepando a dos temblorosos árboles.
—¿Qué crees que era lo que habéis robado?
—¡¿Qué?! ¡Agh! ¡Para! ¡Qué asco, qué repelús!
—Contesta.
—¡Drogas! ¡Joder, tío, drogas! Era lo más caro que había, ¡pero Clifford se llevó también un jamón en la boca!
No había que ser muy listo para saber que eran "drogas". Tarros, llenos de pastillas, con nombres raros y polvos de colores que en mentes simples no tenían más importancia. La pregunta, la importante, no podía guardársela más tiempo.
—¿Quién os iba a comprar todo esto?
—¡No lo sé! ¡Por favor, para!
Y es que cuando tienes miembros sin hueso enroscándose en torno a lo que no tampoco tiene hueso uno teme por algo más que su vida. Retirando sus miembros de los del muchacho, el encapuchado volvió a refugiarse bajo su negro manto.
—Creo que hemos terminado, Braud. Trabajo hecho, solo quedaría avisar a los marines... ¿Voy yo?
Se ofrecía. Lo hacía porque estar más tiempo allí no era inteligente. No cuando las cajas y la paja era nueva. Transportar un carro a cachos era una cosa, llevar los tarros bajo a chaquetas y uno a uno era otra, ¿pero las cajas? No... las cajas no. Las cajas, y de eso estaba seguro, no podían ser las mismas. ¿Pero cuándo y a dónde iban a llevarlas?
Y de aceptar el gigante a quedarse allí guardando todo, volvería para avisar de lo ocurrido y que todo tuviese... un final feliz.
—¿Qué podría preguntarle? —se dijo en voz alta arrastrando su ser hasta el pobre muchacho.
—¡No me hagáis daño! ¡Yo no he hecho nada! ¡No quiero morir! —lloriqueaba entre columnas de moco el desgraciado inmovilizado.
—Nadie aquí quiere eso, ¿verdad Braud? —comentó con paciencia, esperando la negativa del gigante. Aunque, la verdad, casi se esperaba un "Bueeno..."—. Solo queremos saber dónde habéis metido la mercancía robada para que vuelva a su respectivo dueño... Y cobrar. Fuísteis muy inteligente al desmantelar el carro y traerlo a cachos, los controles solo buscaban los carros que iban a salir de la escena.
—¡Está dentro, joder! ¡Abajo! ¡No hemos tocado nada! ¡Íbamos a venderlo afuera pero Clifford quería quedarse un tiempo más!
La gente estúpida solía cometer estupideces, pero la insistencia por el semigigante de quedarse a beber y regodearse en lo bien que había salido un plan que, por supuesto, no era suyo, le había costado el encierro. Siempre había un pez más grande en el mar, y, al parecer, un gigante más fuerte en la tierra.
Con la intención de comprobar la veracidad de aquella sincera confesión, Kaito marchó dentro del edificio tomando la precaución de armarse gracias a los cadáveres. Que le hubiera dicho que no había nadie más, y a pesar de no ver y sentir a nadie más, no significaba que estuviese solo... Aunque lo estaba. No había nadie más allí oculto, y las cajas y cajas de tarros cerrados y protegidos se amontonaban en el pequeño y alto sótano donde dormían los mecanismos del molino.
—Antibióticos... claro —susurró la criatura viendo las terminaciones escritas sobre los botes—. Es lo único que podría venderse caro...
¿Cuánta gente necesitaba esas pastillas? ¿Cuántos hospitales, clínicas y farmacias de la isla estaban rebuscando entre sus existencias para sostener a la población? ¿Cuánta gente moría por el robo? ¿Y a cuánto conseguirían revender esas pastillas los maleantes en el mercado negro? Muchas preguntas, pero ninguna importante salvo una oculta bajo una capa de misterio.
Al volver el encapuchado presionó la punta del cuchillo sucio de sangre ajena sobre la frente del rehén. Comenzó a enroscar sus rejos en torno a sus piernas, subiendo lentamente como serpientes trepando a dos temblorosos árboles.
—¿Qué crees que era lo que habéis robado?
—¡¿Qué?! ¡Agh! ¡Para! ¡Qué asco, qué repelús!
—Contesta.
—¡Drogas! ¡Joder, tío, drogas! Era lo más caro que había, ¡pero Clifford se llevó también un jamón en la boca!
No había que ser muy listo para saber que eran "drogas". Tarros, llenos de pastillas, con nombres raros y polvos de colores que en mentes simples no tenían más importancia. La pregunta, la importante, no podía guardársela más tiempo.
—¿Quién os iba a comprar todo esto?
—¡No lo sé! ¡Por favor, para!
Y es que cuando tienes miembros sin hueso enroscándose en torno a lo que no tampoco tiene hueso uno teme por algo más que su vida. Retirando sus miembros de los del muchacho, el encapuchado volvió a refugiarse bajo su negro manto.
—Creo que hemos terminado, Braud. Trabajo hecho, solo quedaría avisar a los marines... ¿Voy yo?
Se ofrecía. Lo hacía porque estar más tiempo allí no era inteligente. No cuando las cajas y la paja era nueva. Transportar un carro a cachos era una cosa, llevar los tarros bajo a chaquetas y uno a uno era otra, ¿pero las cajas? No... las cajas no. Las cajas, y de eso estaba seguro, no podían ser las mismas. ¿Pero cuándo y a dónde iban a llevarlas?
Y de aceptar el gigante a quedarse allí guardando todo, volvería para avisar de lo ocurrido y que todo tuviese... un final feliz.
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El interrogatorio resultó exitoso y productivo. El encapuchado le hizo cosas extrañas que no supo ni quería saber y el hombre lo contó todo. Su nuevo amigo fue a comprobar si la información dada era cierta y al rato volvió, para continuar con el interrogatorio un rato más. Finalmente, todo pareció terminar y le preguntó al gigante si debería ir a avisar a la marina para que viniesen a hacer su trabajo. Y pagarles, claro está. El ogro asintió y el encapuchado se fue. Se quedó a solas con el criminal un rato, el cual parecía asustado atrapado entre las enormes manos de Braud.
—Eh, amigo— dijo el gigante mientras esperaba.
—S... ¿sí?
—¿Si te suelto pelearás? ¿Eres fuerte?
—¡No! ¡No! ¡Te juro que no!
—Oh, que pena.
Y no lo soltó. Finalmente, el encapuchado volvió con un pequeño escuadrón de marines. Braud pudo soltar por fin al hombre, cerca de uno de los marines que no tardó nada en esposarlo. Lo reconocieron como el cazarrecompensas que anteriormente había dado caza a Clifford y le dieron las gracias por prestar sus servicios una vez más. Se metieron dentro de la guarida para registrarla mientras que otro marine hacia los pagos pertinentes a los que habían acabado con aquella pequeña banda criminal.
—Ah, y una cosa más —dijo el marine tras repartir el dinero entre el gigante y el encapuchado—. También hay esto.
El marine se sacó un extraño cuchillo envainado de la bolsa que llevaba. Se lo ofreció a Braud como parte de la recompensa, pero este se negó, indicando que no utilizaba esas cosas. Señaló a su nuevo amigo, para que se lo regalasen a él. Seguramente le daría más uso. Por fin, Braud se guardó el dinero y bostezó. Entonces, miró al encapuchado.
—¿Quieres unas cervezas?
—Eh, amigo— dijo el gigante mientras esperaba.
—S... ¿sí?
—¿Si te suelto pelearás? ¿Eres fuerte?
—¡No! ¡No! ¡Te juro que no!
—Oh, que pena.
Y no lo soltó. Finalmente, el encapuchado volvió con un pequeño escuadrón de marines. Braud pudo soltar por fin al hombre, cerca de uno de los marines que no tardó nada en esposarlo. Lo reconocieron como el cazarrecompensas que anteriormente había dado caza a Clifford y le dieron las gracias por prestar sus servicios una vez más. Se metieron dentro de la guarida para registrarla mientras que otro marine hacia los pagos pertinentes a los que habían acabado con aquella pequeña banda criminal.
—Ah, y una cosa más —dijo el marine tras repartir el dinero entre el gigante y el encapuchado—. También hay esto.
El marine se sacó un extraño cuchillo envainado de la bolsa que llevaba. Se lo ofreció a Braud como parte de la recompensa, pero este se negó, indicando que no utilizaba esas cosas. Señaló a su nuevo amigo, para que se lo regalasen a él. Seguramente le daría más uso. Por fin, Braud se guardó el dinero y bostezó. Entonces, miró al encapuchado.
—¿Quieres unas cervezas?
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¿Qué más podía pedir Kaito? Había puesto fin a un encargo sin apenas exponerse, contando con la ayuda de un fortuito cazarrecompensas que, además, le había caído en gracia. Hacía mucho que no tenía un amigo, si es que los había llegado a tener realmente, y aunque reticente a que las experiencias de su truculento pasado se repitiesen, intentaba mantener la esperanza en aquella nueva amistad con el fortachón de mente simple.
—¿Un cuchillo? Venga, vale —dijo aceptando la caja, abriéndola y cerrándola nada más escuchar una sarta de improperios por parte del instrumento—. Un cuchillo parlante, también me vale.
Ya tendría tiempo en otro momento de conocerle mejor, porque, aquella noche, era toda de Braud. Siempre y cuando...
—¿Tú invitas, no? Que toda esa pasta que te han dado habrá que gastarla en algo... Aunque yo precisamente no llamaría a esa barrica "cerveza", yo la sé hacer mejor.
Y así volvió al bar con su nuevo amigo, permitiéndose por una vez en mucho tiempo a tener un merecido descanso.
—¿Un cuchillo? Venga, vale —dijo aceptando la caja, abriéndola y cerrándola nada más escuchar una sarta de improperios por parte del instrumento—. Un cuchillo parlante, también me vale.
Ya tendría tiempo en otro momento de conocerle mejor, porque, aquella noche, era toda de Braud. Siempre y cuando...
—¿Tú invitas, no? Que toda esa pasta que te han dado habrá que gastarla en algo... Aunque yo precisamente no llamaría a esa barrica "cerveza", yo la sé hacer mejor.
Y así volvió al bar con su nuevo amigo, permitiéndose por una vez en mucho tiempo a tener un merecido descanso.
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