Prometeo
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«Escúchame, cadete, pues no lo repetiré dos veces: es hora de que juegues a ser el héroe. Hemos perdido comunicación con uno de nuestros escuadrones que se encuentra en Ireos y tú y Karl son los únicos disponibles para averiguar qué sucede con nuestros hombres. Ve, investiga y vuelve sano y salvo, hijo».
—Rescatemos a nuestros hermanos, Prometeo.
Me encontraba en la playa de Ireos amarrando el cómodo y pequeño barco en el que viajé junto a Karl Máximum, un chico bastante amigable y de ojos azules, cabellos rubios y de metro setenta. Según la jerarquía, debía obedecer sus órdenes, aunque parecía no estar dispuesto a darlas, tratándome como a un igual. Nos dijeron que no sería una misión sencilla, que Ireos era peligrosa como ella sola y ningún marinero del mar del norte intentaría visitar voluntariamente esos parajes. Sin embargo, nosotros lo hacíamos por nuestros compañeros desaparecidos. Debíamos regresar con ellos a toda costa.
A la doctora no le agradó la idea de que viajara hasta un sitio tan peligroso, menos en mi condición. Mi enfermedad no se había agravado, pero era porque me estaba cuidando más de lo necesario. La idea de perder mis recuerdos me aterrorizaba, la sola idea de olvidar a Elizabeth me dejaba un sabor amargo en la boca, me hacía sentir un nudo en mi garganta. Estaba trabajando duro para el Ejército Revolucionario puesto que, si demostraba lo que valía, dedicarían más recursos a la investigación para hallar la cura a mi extraña enfermedad.
«No quiero morir», me dije a mí mismo.
Llevaba una mochila de cuero con cuerdas, provisiones para dos semanas, utensilios de cocina y un mechero. De mi cinturón colgaban tres odres y en otros bolsillos guardaba la medicina para casos de emergencia. Para la misión había decidido vestir un jubón delgado y ligero, una capa negra y unos pantalones del mismo color.
—¿Tienes el mapa? —le pregunté.
—Sí.
—Si me encontrara en problemas y tuviera un mapa de la isla, decidiría esconderme en este lugar. —Señalé un punto del mapa y luego subí la mirada—. Es probable que encontremos a nuestros compañeros en el templo abandonado.
—Ya veo… Perfecto, exploraremos esta región primero. Ah, cierto, debemos andarnos con mucho cuidado. Hay rumores de que el Gobierno Mundial está interesado en Ireos y puede que nos encontremos con alguno de sus perros.
—Deberíamos evitar una pelea —sugerí—. Estamos aquí para ayudar a nuestros compañeros perdidos.
—Tienes un buen juicio, Prometeo. Bien, comencemos. Está recién amaneciendo, tenemos todo el día para explorar la isla.
—Rescatemos a nuestros hermanos, Prometeo.
Me encontraba en la playa de Ireos amarrando el cómodo y pequeño barco en el que viajé junto a Karl Máximum, un chico bastante amigable y de ojos azules, cabellos rubios y de metro setenta. Según la jerarquía, debía obedecer sus órdenes, aunque parecía no estar dispuesto a darlas, tratándome como a un igual. Nos dijeron que no sería una misión sencilla, que Ireos era peligrosa como ella sola y ningún marinero del mar del norte intentaría visitar voluntariamente esos parajes. Sin embargo, nosotros lo hacíamos por nuestros compañeros desaparecidos. Debíamos regresar con ellos a toda costa.
A la doctora no le agradó la idea de que viajara hasta un sitio tan peligroso, menos en mi condición. Mi enfermedad no se había agravado, pero era porque me estaba cuidando más de lo necesario. La idea de perder mis recuerdos me aterrorizaba, la sola idea de olvidar a Elizabeth me dejaba un sabor amargo en la boca, me hacía sentir un nudo en mi garganta. Estaba trabajando duro para el Ejército Revolucionario puesto que, si demostraba lo que valía, dedicarían más recursos a la investigación para hallar la cura a mi extraña enfermedad.
«No quiero morir», me dije a mí mismo.
Llevaba una mochila de cuero con cuerdas, provisiones para dos semanas, utensilios de cocina y un mechero. De mi cinturón colgaban tres odres y en otros bolsillos guardaba la medicina para casos de emergencia. Para la misión había decidido vestir un jubón delgado y ligero, una capa negra y unos pantalones del mismo color.
—¿Tienes el mapa? —le pregunté.
—Sí.
—Si me encontrara en problemas y tuviera un mapa de la isla, decidiría esconderme en este lugar. —Señalé un punto del mapa y luego subí la mirada—. Es probable que encontremos a nuestros compañeros en el templo abandonado.
—Ya veo… Perfecto, exploraremos esta región primero. Ah, cierto, debemos andarnos con mucho cuidado. Hay rumores de que el Gobierno Mundial está interesado en Ireos y puede que nos encontremos con alguno de sus perros.
—Deberíamos evitar una pelea —sugerí—. Estamos aquí para ayudar a nuestros compañeros perdidos.
—Tienes un buen juicio, Prometeo. Bien, comencemos. Está recién amaneciendo, tenemos todo el día para explorar la isla.
Taylor Fitzgerald
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Todo eran luces de neón para Taylor, pero a sus ojos no le afectaban. Era consciente de lo que estaban realizando con su mente, consciente de que le arrebataban nuevos recuerdos que había ganado los últimos meses, sobre todo en la Aguja. Las charlas con Dexter Black que en cierto modo cambiaron su forma de pensar, la información que poseía sobre Midorima y cuando este le salvó de un gorila gigante, también cuando Giotto la protegió del fuego de un revolucionario o cuando mantuvo su charla con Dretch sobre por qué se arrepentía de ser un robot o cuando habían ayudado al joven Myke a adentrarse en el gobierno. Todos los discursos que escuchó, todas las almas que perecieron inocentemente y lucharon con fervor por un mundo más justo desaparecían poco a poco de su mente.
Taylor ya no recordaba nada. Se irguió, quedándose recta y miró al frente. Cada vez iba perdiendo más y más la poca humanidad que le quedaba y ella misma lo notaba. Estiró su brazo y abrió y cerró la mano varias veces seguidas, luego hizo lo mismo con la otra. Por suerte no habían tocado nada de su sistema locomotor por lo que podía seguir moviéndose como siempre. Por algún motivo, siempre recordaba cuando le borraban la memoria, como si fuera una especie de castigo en donde no podía pensar en lo que había hecho porque no lo recordaba.
-Taylor, mírame - ordenó una de las científicas que estaba escribiendo en una libreta y la agente obedeció-. Estira tus brazos y camina hasta el espejo del final, luego vuelve - lo hizo sin rechistar -. Responde con sinceridad, ¿quién es Dexter Black?
-Uno de los Yonkous actuales, el más fuerte y, por no decir, el más peligroso de todos los que hay y ha habido en los tiempos que corren - Estaba obligada a responder todo lo que sabía.
-¿Qué secretos posee la Karasu? - Era una pregunta trampa.
-Actualmente ninguno, doctora.
La científica sonrió y anotó todo lo que debía. Tras eso se levantó y la acompañado hasta los pisos superiores de la pequeña base del Cipher Pol. Taylor sabía que tarde o temprano querrían saber cosas de la Karasu, pero aunque ella no se acordaba, se había desconectado el tiempo suficiente en la Aguja para no levantar sospechas de la información que poseía. Aun así, al eliminar dichas personas temporalmente de su memoria, lo olvidaba igualmente. Una vez arriba, el profesor Fitzgerald apareció portando una carpeta, la cual se la extendió a Taylor. Ella la abrió y comenzó a ver los expedientes de las personas que había.
-Al parecer hay un pequeño grupo de revolucionarios que nos están causando molestias. Tu objetivo es investigar su localización y retenerlos durante el mayor tiempo posible. Nuestro equipo más especializado se encargará de eliminarlos - Taylor asintió -. Solo investigar, nada de meterse en peleas, solo vas a ir tu y ellos son mayoría, piensa bien antes de actuar.
Tras eso, la autómata abandonó las instalaciones no sin antes leer los documentos y expedientes de todos los revolucionarios. La última vez que los habían visto era atravesando la carretera principal hacia el noreste. Guardó la información y se puso en camino.
Taylor ya no recordaba nada. Se irguió, quedándose recta y miró al frente. Cada vez iba perdiendo más y más la poca humanidad que le quedaba y ella misma lo notaba. Estiró su brazo y abrió y cerró la mano varias veces seguidas, luego hizo lo mismo con la otra. Por suerte no habían tocado nada de su sistema locomotor por lo que podía seguir moviéndose como siempre. Por algún motivo, siempre recordaba cuando le borraban la memoria, como si fuera una especie de castigo en donde no podía pensar en lo que había hecho porque no lo recordaba.
-Taylor, mírame - ordenó una de las científicas que estaba escribiendo en una libreta y la agente obedeció-. Estira tus brazos y camina hasta el espejo del final, luego vuelve - lo hizo sin rechistar -. Responde con sinceridad, ¿quién es Dexter Black?
-Uno de los Yonkous actuales, el más fuerte y, por no decir, el más peligroso de todos los que hay y ha habido en los tiempos que corren - Estaba obligada a responder todo lo que sabía.
-¿Qué secretos posee la Karasu? - Era una pregunta trampa.
-Actualmente ninguno, doctora.
La científica sonrió y anotó todo lo que debía. Tras eso se levantó y la acompañado hasta los pisos superiores de la pequeña base del Cipher Pol. Taylor sabía que tarde o temprano querrían saber cosas de la Karasu, pero aunque ella no se acordaba, se había desconectado el tiempo suficiente en la Aguja para no levantar sospechas de la información que poseía. Aun así, al eliminar dichas personas temporalmente de su memoria, lo olvidaba igualmente. Una vez arriba, el profesor Fitzgerald apareció portando una carpeta, la cual se la extendió a Taylor. Ella la abrió y comenzó a ver los expedientes de las personas que había.
-Al parecer hay un pequeño grupo de revolucionarios que nos están causando molestias. Tu objetivo es investigar su localización y retenerlos durante el mayor tiempo posible. Nuestro equipo más especializado se encargará de eliminarlos - Taylor asintió -. Solo investigar, nada de meterse en peleas, solo vas a ir tu y ellos son mayoría, piensa bien antes de actuar.
Tras eso, la autómata abandonó las instalaciones no sin antes leer los documentos y expedientes de todos los revolucionarios. La última vez que los habían visto era atravesando la carretera principal hacia el noreste. Guardó la información y se puso en camino.
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El bosque de coníferas era maravilloso, algo que jamás había visto antes ni siquiera en los libros que los hombres de blanco me hacían leer. Había pasado gran parte de mi vida en la Jaula de Cristal y hasta hace unos pocos meses comencé a conocer el mundo. La madre naturaleza tenía mucho por enseñarme, pero no podía evitar sentirme ajeno a ella. A diferencia de todo lo que me rodeaba, yo no tenía un origen natural sino todo lo contrario. Todo lo que componía mi cuerpo estaba diseñado para la conveniencia del ser humano, desde mi aprendizaje extrañamente eficiente hasta los poderes que conseguí tras obtener la victoria en el Battle Royale. Sin embargo, había algo que los planos de mi diseño no contemplaron y se trataba de mi exquisito y refinado sentido del gusto. Oh, madre de todos los homúnculos, no quisiera volver a comer algo tan desagradable como una fruta del diablo.
Recorríamos un sendero empinado y muy estrecho, Karl iba por delante y tanteaba de vez en cuando el terreno para evitar un accidente. Si uno de los dos resbalaba, enfrentaría una caída de varias decenas de metros. Ya decía yo que no habría forma de sobrevivir a algo así, ni siquiera con los poderes que yo poseía. A medida que siniestros pensamientos aparecían en mi cabeza el precipicio parecía invitarme, parecía que me llamaba a ser uno con él.
—Cuando terminemos esta misión pediré un tiempo para pasar una semana con mi hermana —dijo de pronto Karl casi abrazado a la montaña.
No respondí.
—Somos de una pequeña isla del mar del este, allá las cosas son tranquilas y no suele haber problemas. Megan heredó la granja de nuestro padre y yo, bueno, decidí pelear por un mundo más justo para todos.
—¿Piensas que luchamos por un mundo más justo?
—¡Por supuesto! No es que odie al Gobierno Mundial, pero creo que está más preocupado de mantener el poder que de cuidar a su propia gente. El Ejército Revolucionario de verdad se preocupa por nosotros, por el pueblo, por los que no viven en palacios lujosos ni mansiones escandalosas.
Terminamos de descender esa sección de la montaña, llegando a un terreno plano y repleto de toda clase de coníferas. Algunas tenían hojas verdes; otras, amarillas. Unas eran tan altas que no podía ver dónde terminaban. También había unas pequeñas flores de hojas blancas y muy llamativas; bastante bonitas.
—Ten cuidado —me advirtió Karl, señalando la estrafalaria flor—. Como pisemos una de esas cosas no habrá compañeros que rescatar.
—¿Sabes mucho de botánica? —le pregunté impresionado. Yo no sabía mucho de plantas ni materia verde, por decirlo de alguna manera… técnica. Mis conocimientos se limitaban a la medicina y al estudio del cuerpo humano, pues así encontraría la cura a mi enfermedad.
—No, qué va, solo leí el informe de la isla antes de venir. Ireos es peligroso como ningún otro lugar del mar del norte; pensé que sería útil echar una revisión a la guía turística antes de venir.
—¿Tenemos una guía turística…? Jamás imaginé que Ireos sería un lugar turístico.
—¡Bua, fa, fa! Eres gracioso, Prometeo. Venga, sigamos.
Decidimos montar un pequeño campamento en las cercanías del río, aproveché de llenar los odres y pronto me pondría a cocinar. Según Karl, pronto sería medio día y yo era de esos que respetaba los horarios de cada comida. Incluso en Ireos intentaría seguir al pie de la letra mi rutina diaria.
Encendí la fogata y esperé a que el fuego disminuyese solo un poco para comenzar a hervir el agua; pretendía cocinar un buen estofado. A pesar de no tener los instrumentos necesarios para elaborar un platillo de primera clase, contaba con la habilidad y conocimientos para hacer de él algo maravilloso. En la mochila llevaba varias especias en frascos pequeños.
—Creo que el Gobierno Mundial no tiene idea de lo que es la justicia —mencioné de pronto con los ojos clavados en el fuego—. Piensan que pueden imponer su forma de pensar a punta de espada, protegen a los más poderosos y se olvidan de los que están al fondo de la sociedad. Ningún hombre debería ser olvidado por el sistema.
—Sí…, supongo que tienes razón. Es por eso que luchamos, ¿no? Por los que han sido olvidados, por los abandonados. Idealistas como nosotros seremos los que cambiaremos el mundo, eso te lo prometo.
—Definitivamente lo haremos.
Recorríamos un sendero empinado y muy estrecho, Karl iba por delante y tanteaba de vez en cuando el terreno para evitar un accidente. Si uno de los dos resbalaba, enfrentaría una caída de varias decenas de metros. Ya decía yo que no habría forma de sobrevivir a algo así, ni siquiera con los poderes que yo poseía. A medida que siniestros pensamientos aparecían en mi cabeza el precipicio parecía invitarme, parecía que me llamaba a ser uno con él.
—Cuando terminemos esta misión pediré un tiempo para pasar una semana con mi hermana —dijo de pronto Karl casi abrazado a la montaña.
No respondí.
—Somos de una pequeña isla del mar del este, allá las cosas son tranquilas y no suele haber problemas. Megan heredó la granja de nuestro padre y yo, bueno, decidí pelear por un mundo más justo para todos.
—¿Piensas que luchamos por un mundo más justo?
—¡Por supuesto! No es que odie al Gobierno Mundial, pero creo que está más preocupado de mantener el poder que de cuidar a su propia gente. El Ejército Revolucionario de verdad se preocupa por nosotros, por el pueblo, por los que no viven en palacios lujosos ni mansiones escandalosas.
Terminamos de descender esa sección de la montaña, llegando a un terreno plano y repleto de toda clase de coníferas. Algunas tenían hojas verdes; otras, amarillas. Unas eran tan altas que no podía ver dónde terminaban. También había unas pequeñas flores de hojas blancas y muy llamativas; bastante bonitas.
—Ten cuidado —me advirtió Karl, señalando la estrafalaria flor—. Como pisemos una de esas cosas no habrá compañeros que rescatar.
—¿Sabes mucho de botánica? —le pregunté impresionado. Yo no sabía mucho de plantas ni materia verde, por decirlo de alguna manera… técnica. Mis conocimientos se limitaban a la medicina y al estudio del cuerpo humano, pues así encontraría la cura a mi enfermedad.
—No, qué va, solo leí el informe de la isla antes de venir. Ireos es peligroso como ningún otro lugar del mar del norte; pensé que sería útil echar una revisión a la guía turística antes de venir.
—¿Tenemos una guía turística…? Jamás imaginé que Ireos sería un lugar turístico.
—¡Bua, fa, fa! Eres gracioso, Prometeo. Venga, sigamos.
Decidimos montar un pequeño campamento en las cercanías del río, aproveché de llenar los odres y pronto me pondría a cocinar. Según Karl, pronto sería medio día y yo era de esos que respetaba los horarios de cada comida. Incluso en Ireos intentaría seguir al pie de la letra mi rutina diaria.
Encendí la fogata y esperé a que el fuego disminuyese solo un poco para comenzar a hervir el agua; pretendía cocinar un buen estofado. A pesar de no tener los instrumentos necesarios para elaborar un platillo de primera clase, contaba con la habilidad y conocimientos para hacer de él algo maravilloso. En la mochila llevaba varias especias en frascos pequeños.
—Creo que el Gobierno Mundial no tiene idea de lo que es la justicia —mencioné de pronto con los ojos clavados en el fuego—. Piensan que pueden imponer su forma de pensar a punta de espada, protegen a los más poderosos y se olvidan de los que están al fondo de la sociedad. Ningún hombre debería ser olvidado por el sistema.
—Sí…, supongo que tienes razón. Es por eso que luchamos, ¿no? Por los que han sido olvidados, por los abandonados. Idealistas como nosotros seremos los que cambiaremos el mundo, eso te lo prometo.
—Definitivamente lo haremos.
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Taylor abandonó las instalaciones de la base científica con la poca información que poseía. A medida que avanzaba por caminos desconocidos su cabeza daba vueltas con la información sobre los revolucionarios. Si les encontraba a tiempo podía llevarse una gran compensación por el arduo trabajo y eso la motivaba más que nunca. Sin embargo, se detuvo durante un momento.
A pesar de que la doctora decía que no habían tocado nada más que su mente. Se sentía... más enérgica que antes, con mucha más actividad y, sobre todo en la parte del abdomen superior. A pesar de que los cambios eran nimios, notaba algo distinto en su cuerpo. Se golpeó la zona del pecho un par de veces y comprobó que este era más resistente. Debían haberle añadido una nueva mejora, pero no le dieron información sobre esta.
Ignorando aquel hecho, la autómata continuó con su camino. Las horas pasaban lentamente hasta que llegó a una zona con grandes bosques. Los árboles crecían hasta lo más alto y sus copas tapaban cualquier atisbo de cielo. En los informes que había recibido, la última vez que se vio a las revolucionarios estaban dirigiéndose a unas ruinas del templo de Keyen. Por lo que Taylor había investigado, parecía ser un dios antiguo al que rendían un gran culto, pero a día de hoy no era más que una leyenda.
La muchacha avanzó con cuidado por el bosque, tratando de no atraer la atención de ninguna bestia, ni mucho menos encontrarse con los revolucionarios sin querer. Solo necesitaba su localización exacta y retenerlos hasta que llegaran sus compañeros, pues al parecer habían estado vagando de las ruinas a las cavernas, y las cavernas a las ruinas.
En lo que se había fijado era en la cantidad de flores del mismo estilo que existían en aquel bosque. No tenía ninguna idea sobre botánica, pero a pesar de lo bonitas que eran, no podía pararse a observarlas detenidamente. Quizás cuando todo hubiera acabado se llevaría alguna de recuerdo.
Sin embargo, un olor captó su atención. ¿Humo? ¿En medio del bosque? Taylor agudizó su sistema de captación de olores para poder seguir el rastro. Atravesó varios senderos hasta que llegó a un claro. Se detuvo tras unos arbustos observando y vio a un par de hombres junto al fuego. Si fuera de noche ya los habrían devorado las bestias y es probable que en cualquier momento el olor de la comida las atrajera.
No sabía que eran, no tenía información sobre esas caras en su base de datos. No parecían criminales ni revolucionarios, ¿pero qué hacían en un bosque como ese? Por suerte, la agente llevaba ropajes de infiltración y parecía más una joven perdida por el bosque que una muchacha. Salió de los zarzales a las prisas y en uno de los pasos pisó una de las flores que tanto se repetían por el bosque. Era una flor bastante resistente, pero que aun así había quedado aplastada por culpa de la agente. Se giró y esbozó una sonrisa.
-Me he perdido - musitó -. ¿Pertenecéis a las tribus que habitan cerca del bosque?
A pesar de que la doctora decía que no habían tocado nada más que su mente. Se sentía... más enérgica que antes, con mucha más actividad y, sobre todo en la parte del abdomen superior. A pesar de que los cambios eran nimios, notaba algo distinto en su cuerpo. Se golpeó la zona del pecho un par de veces y comprobó que este era más resistente. Debían haberle añadido una nueva mejora, pero no le dieron información sobre esta.
Ignorando aquel hecho, la autómata continuó con su camino. Las horas pasaban lentamente hasta que llegó a una zona con grandes bosques. Los árboles crecían hasta lo más alto y sus copas tapaban cualquier atisbo de cielo. En los informes que había recibido, la última vez que se vio a las revolucionarios estaban dirigiéndose a unas ruinas del templo de Keyen. Por lo que Taylor había investigado, parecía ser un dios antiguo al que rendían un gran culto, pero a día de hoy no era más que una leyenda.
La muchacha avanzó con cuidado por el bosque, tratando de no atraer la atención de ninguna bestia, ni mucho menos encontrarse con los revolucionarios sin querer. Solo necesitaba su localización exacta y retenerlos hasta que llegaran sus compañeros, pues al parecer habían estado vagando de las ruinas a las cavernas, y las cavernas a las ruinas.
En lo que se había fijado era en la cantidad de flores del mismo estilo que existían en aquel bosque. No tenía ninguna idea sobre botánica, pero a pesar de lo bonitas que eran, no podía pararse a observarlas detenidamente. Quizás cuando todo hubiera acabado se llevaría alguna de recuerdo.
Sin embargo, un olor captó su atención. ¿Humo? ¿En medio del bosque? Taylor agudizó su sistema de captación de olores para poder seguir el rastro. Atravesó varios senderos hasta que llegó a un claro. Se detuvo tras unos arbustos observando y vio a un par de hombres junto al fuego. Si fuera de noche ya los habrían devorado las bestias y es probable que en cualquier momento el olor de la comida las atrajera.
No sabía que eran, no tenía información sobre esas caras en su base de datos. No parecían criminales ni revolucionarios, ¿pero qué hacían en un bosque como ese? Por suerte, la agente llevaba ropajes de infiltración y parecía más una joven perdida por el bosque que una muchacha. Salió de los zarzales a las prisas y en uno de los pasos pisó una de las flores que tanto se repetían por el bosque. Era una flor bastante resistente, pero que aun así había quedado aplastada por culpa de la agente. Se giró y esbozó una sonrisa.
-Me he perdido - musitó -. ¿Pertenecéis a las tribus que habitan cerca del bosque?
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Me giré de inmediato al escuchar los pasos que venían hacia nosotros, encontrándome con una chica de cabellos rosas y piel nívea. Por un instante, pensé que se trataría de una bestia. Mi corazón ya había empezado a latir aceleradamente, pero al ver que se trataba de una humana este se tranquilizó y al cabo de unos segundos volvió a la normalidad. La desconocida se había perdido y nos preguntaba si éramos miembros de alguna tribu del bosque. La doctora me había dicho que no podía ir por la vida diciendo que pertenecía el Ejército Revolucionario, pero ¿por qué debía mentir? Me parecía una labor noble, es decir, luchaba por un mundo más justo para que todos pudieran vivir felizmente. Sabía que al Gobierno Mundial no le gustaba la gente de mi clase, sin embargo, tampoco era necesario que nos llevásemos mal cuando podíamos resolver nuestras diferencias hablando. Algunos no estarían de acuerdo con mi forma de pensar, como el señor Morello, pero tenía la esperanza de encontrar a los que querían evitar una guerra innecesaria y luchar todos juntos por un mundo mejor.
Solo alcancé a abrir la boca, mas no pude gesticular ninguna palabra puesto que mi compañero se me adelantó. Él dijo que éramos exploradores en busca de una flor en particular. Supuestamente habíamos sido contratados por un empresario muy respetado y nuestra misión era llevarle algo para calmar sus dolencias. Miré extrañado a Karl. Jamás había imaginado que era tan bueno mintiendo, y es que a mí nunca se me hubiera ocurrido algo así. Supuse que el propósito de la mentira era proteger nuestra identidad de posibles enemigos, pero ¿cómo los habría en las profundidades del bosque? Prefería decirle la verdad a esa chica. Quizás sabía algo sobre nuestros compañeros desaparecidos, tal vez…
—Soy Prometeo —me presenté mientras sacaba unos cuantos frascos de vidrio del bolso. Cogí el cuchillo y testeé las papas que estaban cociéndose a fuego alto, atravesando una de ellas con el utensilio—. Las papas están listas y el caldo de carne le dará un gran sabor al estofado. ¿Quieres unírtenos y contarnos cómo te has perdido? Karl y yo podremos ayudarte.
Le quité el corcho al frasco y dejé caer con suavidad una fracción de su contenido. Era un mix de hierbas que había preparado yo mismo, el cual le daría frescura y sabor a cualquier estofado. La doctora siempre me decía que debía compartir la comida con los demás, sobre todo con quienes no tenían la suerte de tener un plato todos los días. Había empezado a cocinar especialmente por ella, dedicándome a los postres dulces. Y si Elizabeth lo deseaba, le cocinaría a cualquiera que quisiera probar mi comida. Me preguntaba hacía cuánto vagaba esa chica, perdida en la profundidad del bosque. Debía estar asustada, después de todo, no era un lugar demasiado amigable; algo así había dicho Karl. Y si en nosotros podía encontrar algo de refugio, no podría sentirme más útil.
Solo alcancé a abrir la boca, mas no pude gesticular ninguna palabra puesto que mi compañero se me adelantó. Él dijo que éramos exploradores en busca de una flor en particular. Supuestamente habíamos sido contratados por un empresario muy respetado y nuestra misión era llevarle algo para calmar sus dolencias. Miré extrañado a Karl. Jamás había imaginado que era tan bueno mintiendo, y es que a mí nunca se me hubiera ocurrido algo así. Supuse que el propósito de la mentira era proteger nuestra identidad de posibles enemigos, pero ¿cómo los habría en las profundidades del bosque? Prefería decirle la verdad a esa chica. Quizás sabía algo sobre nuestros compañeros desaparecidos, tal vez…
—Soy Prometeo —me presenté mientras sacaba unos cuantos frascos de vidrio del bolso. Cogí el cuchillo y testeé las papas que estaban cociéndose a fuego alto, atravesando una de ellas con el utensilio—. Las papas están listas y el caldo de carne le dará un gran sabor al estofado. ¿Quieres unírtenos y contarnos cómo te has perdido? Karl y yo podremos ayudarte.
Le quité el corcho al frasco y dejé caer con suavidad una fracción de su contenido. Era un mix de hierbas que había preparado yo mismo, el cual le daría frescura y sabor a cualquier estofado. La doctora siempre me decía que debía compartir la comida con los demás, sobre todo con quienes no tenían la suerte de tener un plato todos los días. Había empezado a cocinar especialmente por ella, dedicándome a los postres dulces. Y si Elizabeth lo deseaba, le cocinaría a cualquiera que quisiera probar mi comida. Me preguntaba hacía cuánto vagaba esa chica, perdida en la profundidad del bosque. Debía estar asustada, después de todo, no era un lugar demasiado amigable; algo así había dicho Karl. Y si en nosotros podía encontrar algo de refugio, no podría sentirme más útil.
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