Inmóvil tras el mascarón de proa, Therax vislumbraba cómo una rocosa silueta iba emergiendo de la azul monotonía del mar. El manto de Heimdall y la capa de moda ondeaban discretamente al viento, sincronizadas a la perfección en un movimiento que debería corresponder a una única capa. Debajo, una prenda que el domador no sabía demasiado bien cómo catalogar impedía que se cocinase en su propia grasa. El lino blanco le daba forma, recordando a una camisa pero sin botones. Una abertura vertical recorría su torso casi al completo, dejando paso al liso color nieve para cubrir su abdomen. Iba a morir en unos holgados pantalones azules, culminando su atuendo con unos zapatos de tela marrón. Como de costumbre, Byakko, Yuki-onna y Wirapuru adornaban la zona posterior de su cintura, mientras que Hi no Tamashii pendía en un lateral.
En contra de lo que cualquier navegante hubiera podido imaginar, el viento hinchaba con vigor las velas de la Reina del Baile. Algo como aquello no suponía demasiado esfuerzo para el rubio, pero los tripulantes de la embarcación debían suponer que ése era el motivo de que llevase allí más de media hora.
Pero no. El rōnin alado divagaba acerca del motivo de su viaje. Bueno, suyo y de Marc. El grandullón también había sido designado para aquel cometido, cosa que el espadachín agradecía. Le parecía haber distinguido más de un par de miradas lascivas durante la travesía. Tan incómodas como descaradas, escrutaban en un santiamén cada milímetro de su anatomía antes de hacer como si nada hubiera ocurrido. Reconfortaba saber que a saber cuántos metros de pura bondad guardaban su... Bueno, eso.
De un modo u otro, esos eran sólo detalles nimios que no merecían la menor consideración. El pelirrojo había enviado a dos de sus hombres de confianza para averiguar qué demonios había sucedido en Tekarta. Aquella isla no era la más grande ni más poderosa económicamente que se pudiese encontrar, pero era tan digna de consideración como cualquier otra.
El equilibrio de poder llevaba bastante tiempo roto, y la desaparición de muchas de las figuras que habían reinado sobre los siete mares había agitado los océanos. En ese contexto, a nadie se le escapa que Zane D. Kenshin estaba llamado a ocupar un lugar entre los Emperadores del Mar. No era más que un paso intermedio, al menos para Therax, pues tenía claro que su capitán sería coronado como el Rey de los Piratas aunque él mismo tuviese que arrastrarle hasta su trono. Entretanto, consolidar su posición entre las bestias del Nuevo Mundo era crucial. Spanner no se cansaba de repetirlo y, como de costumbre, llevaba toda la razón.
Eso implicaba entablar relaciones de todo tipo con los diferentes reinos e islas que poblaban el más misterioso de los mares. Algunas de ellas se forjaban sobre acero y sangre —terreno donde la mayoría de los Arashi se encontraban más cómodos, todo sea dicho—, mientras que otras debían ser mimadas con la palabra y la diplomacia.
Con ese fin habían partido varias delegaciones desde Momoiro hacia ya varios meses. Algunas habían regresado ya a casa, mientras que otras perseveraban en sus funciones e informaban de forma más o menos regular de los avances. Todas menos la enviada a Tekarta, que había dado señales de vida el día de su desembarco. Silencio había sido la única respuesta obtenida en los múltiples intentos de establecer comunicación desde entonces. Como no podía ser de otro modo, la preocupación al respecto era ya la norma y el Descamisetado había decidido tomar cartas en el asunto.
—Las chicas están listas —comentó Anastasia minutos después de que el barco llegase a puerto. Una voz ronca en perfecta combinación con su colosal torso llegó a los oídos del rubio. Casi podía sentir cómo la que normalmente llevaba la voz cantante en la Reina del Baile clavaba los ojos en su trasero conforme se acercaba... De ahí la elección de no usar unos pantalones ajustados.
El rubio no tardó en darse la vuelta y dar la espalda a la ciudad que se abría ante ellos, topándose con la capitana de la embarcación. Unas firmes trenzas azules nacían de cada centímetro de su cabeza, el rímel extendía exageradamente sus pestañas y un polo rosa marcaba cada músculo de su cuerpo. O lo haría de no haber tanto pelo bajo él que causaba que se abollonara.
—De acuerdo. No sabemos qué demonios está pasando aquí, así que deberíamos ir con cuidado. Divide a tus chicas en dos grupos y repartíos por todo el lugar. Ya sabéis, ni en grupo ni demasiado separadas. Intentad mezclaros con la gente y conseguid la información que podáis sin hacer demasiadas preguntas ni desentonar demasiado. —Contempló a la tripulación, que había formado a espaldas de quien las lideraba, y se dio cuenta de la dificultad que entrañaba la tarea que les había encomendado. No obstante, confiaba en ellas--. No sé si nos reconocerán —continuó, refiriéndose a Marc y a él mismo—, pero es posible y es mejor que nos vea juntos el menor número posible de personas.
Un par de órdenes más precedieron al desembarco. Aquellas indicaciones era lo único que había podido sacar verdaderamente en claro durante el viaje y, por mucho que odiase admitirlo, no tenía demasiado claro por dónde debían comenzar. Cada okama tenía un Den Den Zane a su disposición —aunque con tanto cuero y vestimenta apretada prefería no saber dónde lo guardaban—, de modo que confiaba en que nadie quedase incomunicado. «Algo es algo», se dijo antes de volver el rostro hacia el cocinero de la tripulación.
—Dime, ¿alguna idea? He pensado que podríamos ir directamente a hablar con el alcalde. Fue con quien nos pusimos en contacto antes de enviar la delegación y quizás sepa algo, ¿no crees?
En contra de lo que cualquier navegante hubiera podido imaginar, el viento hinchaba con vigor las velas de la Reina del Baile. Algo como aquello no suponía demasiado esfuerzo para el rubio, pero los tripulantes de la embarcación debían suponer que ése era el motivo de que llevase allí más de media hora.
Pero no. El rōnin alado divagaba acerca del motivo de su viaje. Bueno, suyo y de Marc. El grandullón también había sido designado para aquel cometido, cosa que el espadachín agradecía. Le parecía haber distinguido más de un par de miradas lascivas durante la travesía. Tan incómodas como descaradas, escrutaban en un santiamén cada milímetro de su anatomía antes de hacer como si nada hubiera ocurrido. Reconfortaba saber que a saber cuántos metros de pura bondad guardaban su... Bueno, eso.
De un modo u otro, esos eran sólo detalles nimios que no merecían la menor consideración. El pelirrojo había enviado a dos de sus hombres de confianza para averiguar qué demonios había sucedido en Tekarta. Aquella isla no era la más grande ni más poderosa económicamente que se pudiese encontrar, pero era tan digna de consideración como cualquier otra.
El equilibrio de poder llevaba bastante tiempo roto, y la desaparición de muchas de las figuras que habían reinado sobre los siete mares había agitado los océanos. En ese contexto, a nadie se le escapa que Zane D. Kenshin estaba llamado a ocupar un lugar entre los Emperadores del Mar. No era más que un paso intermedio, al menos para Therax, pues tenía claro que su capitán sería coronado como el Rey de los Piratas aunque él mismo tuviese que arrastrarle hasta su trono. Entretanto, consolidar su posición entre las bestias del Nuevo Mundo era crucial. Spanner no se cansaba de repetirlo y, como de costumbre, llevaba toda la razón.
Eso implicaba entablar relaciones de todo tipo con los diferentes reinos e islas que poblaban el más misterioso de los mares. Algunas de ellas se forjaban sobre acero y sangre —terreno donde la mayoría de los Arashi se encontraban más cómodos, todo sea dicho—, mientras que otras debían ser mimadas con la palabra y la diplomacia.
Con ese fin habían partido varias delegaciones desde Momoiro hacia ya varios meses. Algunas habían regresado ya a casa, mientras que otras perseveraban en sus funciones e informaban de forma más o menos regular de los avances. Todas menos la enviada a Tekarta, que había dado señales de vida el día de su desembarco. Silencio había sido la única respuesta obtenida en los múltiples intentos de establecer comunicación desde entonces. Como no podía ser de otro modo, la preocupación al respecto era ya la norma y el Descamisetado había decidido tomar cartas en el asunto.
—Las chicas están listas —comentó Anastasia minutos después de que el barco llegase a puerto. Una voz ronca en perfecta combinación con su colosal torso llegó a los oídos del rubio. Casi podía sentir cómo la que normalmente llevaba la voz cantante en la Reina del Baile clavaba los ojos en su trasero conforme se acercaba... De ahí la elección de no usar unos pantalones ajustados.
El rubio no tardó en darse la vuelta y dar la espalda a la ciudad que se abría ante ellos, topándose con la capitana de la embarcación. Unas firmes trenzas azules nacían de cada centímetro de su cabeza, el rímel extendía exageradamente sus pestañas y un polo rosa marcaba cada músculo de su cuerpo. O lo haría de no haber tanto pelo bajo él que causaba que se abollonara.
—De acuerdo. No sabemos qué demonios está pasando aquí, así que deberíamos ir con cuidado. Divide a tus chicas en dos grupos y repartíos por todo el lugar. Ya sabéis, ni en grupo ni demasiado separadas. Intentad mezclaros con la gente y conseguid la información que podáis sin hacer demasiadas preguntas ni desentonar demasiado. —Contempló a la tripulación, que había formado a espaldas de quien las lideraba, y se dio cuenta de la dificultad que entrañaba la tarea que les había encomendado. No obstante, confiaba en ellas--. No sé si nos reconocerán —continuó, refiriéndose a Marc y a él mismo—, pero es posible y es mejor que nos vea juntos el menor número posible de personas.
Un par de órdenes más precedieron al desembarco. Aquellas indicaciones era lo único que había podido sacar verdaderamente en claro durante el viaje y, por mucho que odiase admitirlo, no tenía demasiado claro por dónde debían comenzar. Cada okama tenía un Den Den Zane a su disposición —aunque con tanto cuero y vestimenta apretada prefería no saber dónde lo guardaban—, de modo que confiaba en que nadie quedase incomunicado. «Algo es algo», se dijo antes de volver el rostro hacia el cocinero de la tripulación.
—Dime, ¿alguna idea? He pensado que podríamos ir directamente a hablar con el alcalde. Fue con quien nos pusimos en contacto antes de enviar la delegación y quizás sepa algo, ¿no crees?
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