El ilustre futuro del Cipher Pol [Pasado] [Privado]

No me hubiera importado en absoluto que hubiera criticado mi trabajo, aquello no me hubiera importado lo más mínimo. No. Nada. Ni un poquito. Podría haber sacado mil críticas sobre alguna maliciosa coma mal puesta, una frase mal planteada, un tachón de la máquina de escribir o un... yo qué sé. Podría haberse metido con mis gustos, mis aficiones, mis escasas habilidades y mil puntos débiles. Podría simplemente haberse reído. Podría incluso haberme dicho con una sonrisa ancha y afilada como la de un viejo zorro villano de un cuento que iba a hacer todo lo posible para que no tuviésemos éxito y me echaran de allí.

Todo eso hubiera dolido menos.

Pero lo que hizo lo hizo con una naturalidad pasmosa. Una endiablada costumbre propia de todos los que tenían el gusto de ser francamente normales. Personas que sabían que no se diferenciaban de la media lo suficiente como para sentir por ellos una cortesía lastimera, o una lástima cortés. Tras obviar con esa franca naturalidad la anomalía estadística de mi discapacidad, ello me recordó cuán extraño debía serle al mundo. Cuán desgraciado.

Parte de mí quería seguir aferrándose a esa mentira obviada, dicha sin malicia alguna, porque aquella hermosa ficción en la que podíamos mantener una conversación yo era más de lo que jamás podría llegar a ser. Era alguien. Tenía voz. No dependía del papel que arrugaba en la mano.

Me forcé a comer pese a que el hambre había quedado destrozado bajo aquel aberrante peso en mi estómago. No quería dejar de sonreír, no cuando lo había hecho con ningún tipo de maldad considerada. Él no tenía la culpa, sino yo; no por ser así si no por recibirlo de mala manera.

¿Pero cómo iba a hacerlo si no? Sabía que pronto se rompería aquel silencioso embrujo producto de su inmisericorde olvido. Pronto, muy pronto, quizá si veía menguar mi falso gesto dispuesto para alegrar al mundo como fachada recién pintada de una casa en ruinas, aquello acabaría. Y tendría que enfrentarme a lo otro.

Al brillo del recuerdo. Aquella memoria oportunamente olvidada le haría llegar un tren cargado de lástima, pena y arrepentimiento por haberle dicho a un mudo que hablase. Que no escribiera bobadas. Que le contestase.

Odiaba que la gente se sintiese mal. Lo odiaba aún más cuando era por mi culpa. Cuando no podía hacer nada. Y odiaba cómo me ardían los ojos, ansiosos por llorar.

Le habría gustado decir que entendía a su compañero. Que sabía cómo tratar con él y que se complementaban, como extraños ingredientes que juntos formaban un plato delicioso. Pero entonces estaría negando la verdad. Lo cierto es que, aunque le había caído en gracia, todavía no se había adaptado a él, y en su interior creía que lo mismo le ocurría al cornudo. Pero ¿cómo iban a poder entenderse cuando la comunicación entre ellos, sin tener en cuenta las excentricidades de Jojo, era tan nefasta? Rokuro era inteligente, pero no tenía demasiado mundo y había tratado con pocas personas a lo largo de su vida. Y aún con menos personas tan singulares como el agente mudo. ¿Cómo iba a saber él que unas palabras podían afectarle tanto?

«A todos nos afectan las palabras —pensó amargamente—. Aunque solo si son las palabras correctas».

Y aunque no se dio cuenta en el momento, ni al terminar de comer, ni tampoco en el trascurso hacia el gimnasio, sabía que algo no iba bien. Aquel silencio era más hondo, más rudo que su silencio habitual. Jojo parecía estar bien, como de costumbre, pero una pequeña parte dentro del peliblanco, quizás una pequeña intuición, le decía que no. ¿Cómo podía ser? Se movía con normalidad, y actuaba como siempre. ¡Si hasta sonreía! Pero algo le escamaba. ¿Qué era? No lo sabía, y aquello era aún más frustrante.

Una vez en la sala de entrenamiento intentó comenzar con el plan de su compañero, pero seguía habiendo algo extraño en él. Rokuro lo observó con aquellos ojos imponentes que te hacen apartar la mirada, y antes de darle tiempo al mudo de hacerlo vio un pequeño brillo en sus ojos. Lágrimas. Lágrimas que no terminaban de brotar. Lágrimas de odio e ira, o quizás de frustración e impotencia. Y eran las mismas lágrimas que él mismo había sufrido hacía no tanto tiempo cuando mencionaban a su hermana.

Rokuro no sabía cuánto había sufrido su compañero, ni tampoco cuál era el detonante de su reacción, pero le compadecía. Él, aún con sus extrañas formas, que siempre lo daba todo por los demás hasta límites insospechados, y no se merecía sufrir de esa forma. Y Rokuro, como su compañero, creía que debía hacer algo.

—¿Estás bien? —fueron sus palabras.

Escuetas palabras, y demasiado simples, pero Rokuro tampoco era un ejemplo de la entereza y la expresión de las emociones. Se había criado en un ambiente duro, del que milagrosamente consiguió escapar para acabar trabajando como espía y asesino del Gobierno Mundial. Un «¿Estás bien?» resultaba bastante profundo tratándose de alguien como él.

La pregunta retumbó en mis oídos pese a que no fue gritada, pese a que no había más eco que el de la carcasa que llevaba puesta hacía... ¿cuánto? Una cáscara para mostrar a todos mientras poco a poco el fruto de dentro se carcomía por el gusano de la soledad, la desesperanza, el odio y las mofas. Una cuyo centro apenas era horadado por aquellas viles emociones salvo por fortuitas sondas que perforaban justo mi pequeño, diminuto y encogido corazón.

Tenia la costumbre de mentir en cuanto aquello. En una familia de siete hijos, en una en la que eres siempre la carga, lo que menos quieres es que se preocupen por ti. Ser un lastre consciente de la huella que deja a su paso, de la fuerza que tienen que hacer otros por tirar de tí, te provoca todo eso. No quieres estorbar. No quieres ser un incordio. No quieres, siquiera, intervenir porque sabes, en el fondo, que tu mera presencia involucra taras. Te quedas ahí, muerto en vida, viendo esta pasar como un mero espectador que debe contentarse con las historias de los demás sin labrar la suya propia por no manchar de tierra a otros.

Te disuelves en el escenario de la vida.

Y luego, cuando el foco te ilumina directo, te quedas ahi, hundido en tu propio interior como en un sofá viejo sin saber cómo actuar.

Pero es tu turno de actuar, Jojo. Te han dado el pié. No puedes decepcionarles.
—Sí, ¿y tú?
—Pues claro. Venga, vamos a entrenar.
—No he dormido bien, pero tirando.
—¡Claro! —Levantando los pulgares.

Pero ninguna de esas voces sería la mía. Ninguna sería real. Y quizás era el momento de volver a serlo.

Enfocando la vista de nuevo al mundo exterior, sonreí negando levemente.


Con convicción, como habíamos ensayado tantas otras veces. Un baile de dos contra uno, un dueto contra el mismo mundo en el que no podiámos permitirnos perder. Tenía claro mi cometido, y sabía bien que Rokuro conocía este tan bien como el suyo propio. Cargando contra el objetivo con los brazos ligeramente abiertos pretendía ser poco más que una distracción para el enfoque más letal de mi compañero. Una preocupacion menor que el filo de una espada para un combatiente que, al igual que yo, prefería el uso de la carne al metal.

Le rondaba, yendo y viniendo como un depredador dispuesto a aprovechar el miedo y la falta de atención. Pero aquellos ojos que se movían de un lado a otro, acompañando a los pies que retorcían y acomodaban su posición a la nuestra, no tenían resquicio alguno de sorpresa ni miedo. Nos veía, más allá de la vista, y algo me hacía sospechar -quizá no de manera tan infundada como creía- que tampoco sus oídos suplían todo cuanto abarcaba.

En su experiencia como asesino, Rokuro se había enfrentado a toda clase de situaciones. La diversidad de los objetivos de los asesinatos solamente competía con las formas de acabar con la vida de las víctimas, y al enfrentarse a Jacobo Rokuro supo que el enfrentamiento no iba a ser nada sencillo.

Al principio había contado con la ventaja numérica y la ventaja del factor sorpresa. En casos normales con esas ventajas bastaba para acabar la misión con rapidez, pero en aquel momento la situación era muy diferente.

Habían perdido el factor sorpresa, y a pesar de ser dos contra uno, el objetivo demostraba poseer una fuerza muy superior. De forma conjunta Rokuro se preguntaba si serian capaces de cumplir la misión. De forma individual tenía la certeza de que, en aquellas condiciones, le sería imposible.

«Tienes que cumplir la misión —se dijo a sí mismo—. No puedes fallar».

Sabía sin duda alguna que de aquella misión podía depender su vida, tanto si sobrevivía como si no. ¿Que ocurriría si fallaba y era expulsado del Cipher Pol? En cierto aspecto, casi prefería morir en acto de servicio que volver a verse en la misma situación que antes de trabajar para el Gobierno Mundial. No eran los mejores jefes, pero se encontraba protegido de las amenazas de su isla natal a la que no pensaba volver nunca jamás.

—Jojo, como practicamos, ¡al suelo!

La estratagema era sencilla: darle información errónea al enemigo para confundirlo y sorprenderlo con la guardia baja. En vez de agacharse, el cornudo saltó, tal y como habían acordado durante sus entrenamientos. Rokuro aprovechó aquel instante para lanzar un ataque bajo consistente en una ráfaga de shurikens que cortaron el aire por debajo del mudo.

La sincronización fue buena, y el cuerpo de Hush servía como cortina que ocultaba sus movimientos. En situaciones normales el ataque debería haber dado de lleno. Era una ráfaga de afiladas cuchillas voladoras que casi aparecían de la nada, o eso pensaba Rokuro. Probablemente él mismo no hubiera sido capaz de esquivarlas. Pero aquel hombre lo hizo.

Rokuro dio un par de pasos hacia atrás, pensando qué hacer. Había sido capaz de evitar ataques desde un punto ciego, y peor aún, era capaz de mantener a ambos agentes en vigilancia constante y reaccionar a todos sus ataques. Rokuro estaba desconcertado, y se estaba quedando sin ideas; todavía tenía varios recursos que podía usar, pero su intención era mantener todas sus cartas ocultas el mayor tiempo posible. ¿Cómo podrían derrotar a ese hombre y acabar su misión antes de que él acabase con ellos?

El muy bastardo encima sonrió. Una larga mueca de divertimento, mofa y triste compasión, como si la estrategia que habíamos practicado había sido poco más que un juego de críos para él. Se lo estaba pasando bien. Demasiado bien. Tanto que no había pensado siquiera en gritar para acabar con toda posibilidad alguna de que acabase allí nuestra misión.

—Ni tan mal, chicos —se burló—. Pêro me da a mi en la nariz que necesitáis más práctica, más entrenamiento... más...focus.—Su semblante, toda su presencia, cambió. De un sátiro había pasado a ser una criatura mucho menos afable, como bien había rebelado en aquella primera patada—. ¿Cuánto tiempo creéis que tenéis si la gente del pueblo escucha gritos pidiendo ayuda?

No más de un minuto. Dos a lo sumo, suponiendo que no quisieran inmiscuirse en los asuntos ajenos. La policía debía estar al corriente de qué mafia estaba por cada territorio, y aquello, de sopetón y sin haberlo pactado de antes, al menos llamaría la atención lo justo como para que se acercasen a sacar su correspondiente tajada.

—Estáis jodidos.

Estábamos jodidos.

Jacobo dejó de ofender para pasar a tomar la iniciativa en su ofensiva. Se movía rápida y agilmente, y sus golpes, mayoritarimaente de piernas en un estilo que casi parecía una danza local, tenían un rango abismal. Me forzaba a retroceder, temiendo aquellas puntas de los zapatos que pasaban rozándome la cara, los hombros y las espinillas. Giraba sobre si mismo, sobre el terreno, procurando siempre hacerme cambiar de trayectoria para entorpecer los avances de mi compañero.

Si Rokuro volvía a lanzar sus shuriken,  a dar una acometida con sus armas de filo, yo estaría enmedio. Pero no contaba con que quien tenía delante de él, había repasado la anatomía humana con tanto ahinco en su entrenamiento.

Y al lanzar su patada circular, avancé, dispuesto a entrar en el rango para inmovilizar su pierna a la altura de su rodilla.

***

Todo lo que va, vuelve. Y en lugar de aprovechar el alcance de su pierna, el natural impulso de su danza, Jacobo dio un contrapunto. La rodilla se dobló, golpeando a Jojo en la sien, lanzándolo, si no clavándolo, al suelo. Un tremendo golpe que le sacudió el cerebro, haciéndole perder la consciencia.

—Ag.. ¿por qué te has agachado? Quería darte en la mandíbula...—se quejó el dandy, molesto por no haberle escuchado gritar.

Porque había sido su decisión retorcer la narrativa, haciendo que el cazador se convirtiese en presa.—En fin. Queda uno.

Aquel hombre había dado en el clavo, y aquello asustó a Rokuro. El mayor no problema no era que no pudieran derrotarle, sino que tenían el tiempo en contra. El trabajo como agente del Cipher Pol rara vez permitía dejar testigos con vida, y aquella no era la excepción. Si de repente aparecía alguien, ya se tratara de un civil como de refuerzos por parte de Jacobo, Hush y él mismo tendrían mucho más de lo que preocuparse. El objetivo actual era claro: acabar con Jacobo García antes de ser vistos por otras personas.


Jojo y Rokuro se encontraban en la sala de entrenamiento, practicando las distintas estrategias que se le habían ocurrido al silencioso agente. Si iban a trabajar juntos, debían aprender a coordinarse, a no entorpecerse y, sobre todo, a aprovechar cada uno las habilidades del otro. Sin embargo, al no conocer el Rokushiki, en aquel tipo de prácticas Rokuro se sentía un poco inútil. Había una gran variedad de situaciones en las que no podía seguir el ritmo a Jojo, y aunque sabía que si potencial no residía en el aspecto físico, era un asunto que no dejaba de inquietarle. ¿Y si necesitaba mayor poderío físico para afrontar la situación? Aquellas incógnitas le quitaban el sueño, aunque no tanto como lo que solía ocurrir en el gimnasio.

Después del humillante primer encuentro que habían tenido Jojo y Rokuro, el cornudo se había vuelto el blanco de todas las burlas del resto de compañeros. De sus bocas salían toda clase de comentarios. Algunas eran meras bromas, que aunque dolían, no eran malintencionadas, pero otras... Las había excepcionalmente crueles, y eso era algo que Rokuro no soportaba ver. Hasta el momento se había mantenido callado, en parte porque a veces no sabía qué pensar de Jojo y en parte porque él mismo no mostraba ninguna reacción. Sin embargo, el peliblanco estaba convencido de que su compañero no podía estar bien con aquellos comentarios. Ninguna persona en su sano juicio estaría bien.

Mientras practicaban, un grupito de agentes elegantes y bien vestidos aparecieron, y aunque Rokuro no alcanzó a escuchar lo que decían, vio cómo les señalaban y se reían. Miró a su compañero, quién permaneció impasible ante la situación y, frustrado por todo lo que le rodeaba, no pudo contener el impulso. Automáticamente sacó un kunai de uno de sus bolsillos y lo lanzó contra el que parecía el cabecilla. El arma tan solo lo rozó, lo suficiente para hacer que un pequeño reguero de sangre comenzara a manar de su mejilla, pero hizo que aquel agente se enfadase. Sin embargo, quién estaba más enfadado era Rokuro.

—No sé qué estabais diciendo, ni de qué os reíais —dijo seriamente, frunciendo el ceño y endureciendo las facciones de su rostro. Hasta su voz se volvió más grave de lo usual—, pero más vale que paréis.

Los hombres parecían dispuestos a desafiarle, pero se lo pensaron mejor. Una pelea en aquel momento no hubiera sido buena para ninguno de ellos y, a regañadientes, abandonaron la estancia antes de que la cosa llegara a más.

Observé cómo Rokuro se distraía en nuestro entrenamiento y detuve el golpe que iba a darle. Casi pude escuchar cómo había estado viniendo rechinando los dientes durante lo que para mí se había convertido, gracias a su apoyo, en mero ruido. Podía entender como para él aquello tenía más importancia de la que realmente podía en verdad tener, porque una cosa era soportar aquella tortura en carne propia y otra verla soportar a un buen amigo.

Mas cuando vi aquel destello metálico volar, senti miedo. Miedo por no querer que otros, aunque fueran ellos recibiesen una herida fatal, y miedo por sentir que una parte muy dentro de mí, una que se habían encargado de fertilizar con su mal comportamiento, había deseado que encontrase un perfecto blanco. ¿Había querido Rokuro darle, o solo asustarle? El trazo de la mejilla era demasiado perfecto como para haber sido a propósito, al menos conociendo las habilidades de mi compañero, ¿pero quíen era yo para enjuiciar el capricho del destino en pos a una narrativa más entretenida?

Con semblante serio y un sudor frío recorríendome la espalda, caminé lentamente hasta mi amigo observando cómo los intratables se marchaban sin mediar palabra. Estaba seguro de que aquella ofensa no iba a quedar sin pagar, por mucho que en verdad fuera justicia, y temía que la pagaran con el buen ninja.

"Plap". Le di un lento golpe de kárate sobre la cabeza para recalcarle lo idiota que había sido, aunque no pude esconder una sonrisa de sincero agradecimiento. Luego, tras un amistazo puñetazo en el hombro, continuamos con el entrenamiento sin distracciones.

Recuerdo que Rokuro habló con renovado interés de la misión para la que nos estábamos preparando. Recuerdo que comentó con ilusión que en la hora del almuerzo iban a servir bento, su plato preferido, que venía siendo una especie de fiambrera variada. Recuerdo que escribi fanáticamente, casi discutiendo, que como aquello podía ser un plato preferido si no era consistente en el tiempo, y recuerdo que nos reímos sin darle más importancia.

Recuerdo como nos encontramos más de un agente en la esquina del pasillo, comentando con preocupación lo que quedaba tras el requiebro. El requiebro que daba a mi pequeño camarote. Recuerdo ver los papeles desperdigados por el suelo, rotos, lo escrito y dibujado emborronado con la tinta que se había desparramado con la más vil intención de destruir todo mi trabajo.

Recuerdo haberle puesto la mano a Rokuro en el hombro, para aplacar su enfado. Pero no recuerdo... el mío propio.

Volviendo al presente

Rokuro se encontraba indeciso. En su interior se libraba una batalla; sus instintos les pedían a gritos que saliera de allí corriendo y abandonara a su suerte a Jojo, mientras que su cerebro no paraba de recordarle que nada bueno sucedería si huía en aquel instante. Si lo hacía se quedaría sin ningún lugar al que volver. Quemaría todos sus puentes y no tendría ninguna segunda oportunidad.

A todos esto, su corazón palpitaba profundamente. Si se iba, si abandonaba, Jojo se quedaría allí solo, sin ninguna oportunidad, y aquello no se lo perdonaría nunca. El día que abandonó su isla natal, aquella en la que se había criado para ser un asesino sin escrúpulos, se juro que nunca abandonaría a un compañero. Y vaya si Jojo era su compañero. Era la persona más extraña que había conocido hasta el momento, pero también la más buena y amable. De bueno era tonto, eso no se podía negar, pero no le cabía duda de que su corazón debía ser el más grande del mundo. No, no era capaz de dejarlo solo.

—Ríndete ahora mismo Jacobo —dijo mientras extraía un pergamino del interior de su chaqueta—. O te arrepentirás de tenernos como tus rivales.

Acto seguido desplegó el pergamino en mitad del aire. En su interior había una gran cantidad de pájaros negros dibujados. Eran cuervos, aves carroñeras de mala fama y reputación. Para muchos eran un claro indicio de mala suerte; para Rokuro eran su salvación.

—Ninjutsu: ¡Marea de alas negras!

Los pájaros comenzaron a moverse dentro de papel. Poco a poco se fueron desperezando hasta cobrar vida, y en ese mismo momento abandonaron la superficie sobre la que estaban dibujados para adquirir una forma tridimensional. Eran más de treinta y comenzaron a volar. Con una simple orden de Rokuro se abalanzaron sobre Jacobo mientras él mismo, con su espada desenfundada, se dirigía a atacar.

—¡Takarashi! —dijo tras silbar usando dos dedos—. Protege a Hush —señaló a Jojo con la misma mano que había usado para silbar.

El ave siguió sus indicaciones y se situó al lado del mudo para poder protegerle o sacarle de ahí en caso de necesidad mientras su amo seguía corriendo en dirección al criminal.

De la espada de Rokuro comenzaron a surgir varios zarcillos de una niebla oscura que lo iban envolviendo mientras los pájaros se lanzaban directamente contra el enemigo. Este los golpeaba con una destreza y una precisión impresionante, pero por cada uno que golpeaba, un explosión de tinta lo sustituía, cegándolo y entorpeciendo sus movimientos.

Rokuro por último creó una capa de oscuridad que lo envolvía todo a su alrededor. Cuando Jacobo entró dentro de su rango, la oscuridad los había envuelto a los dos y todo apuntaba a que Rokuro iba a asestar un ataque final usando los puntos ciegos de su rival. Sin embargo, segundos más tarde, Rokuro salió volando contra la pared más cercana, expulsando sangre por la boca de la máscara. Sus técnicas se habían desvanecido y Jacobo se alzaba abiertamente molesto y cubierto de tinta negra.

—Huye... —alcanzó a decir Rokuro a su compañero.

—¿¡Tienes la más mínima idea de cuanto cuesta este traje?!—chilló el hombre envuelto en tinta, verdaderamente enfadado.

Había perdido la compostura. El juego había terminado en el mismo instante que el primer cuervo había estallado en su material primordial. Ahora, por desgracia para Rokuro, comenzaba el serio asunto de cómo iba a hacerle pagar la irreparable ofensa que había cometido en su contra. Desde su más tierna infancia, Jacobo había odiado mancharse, y por ello tenía tal cuidado que no se permitía errores en sus gestos, ni descuidos en sus fiestas de cócteles, ni mucho menos criados patanes que osaran manchar con una mísera gota todo aquello que, a la muerte de su odiada esposa, iba a ser suyo. Aquel breve detalle, aunque los agentes no lo supieran, era lo que les había llevado hasta allí; un hombre despedido -y casi muerto- que ocupaba una posición en la isla crucial para planes de la nación de mil naciones.

Con paso tan firme como iracundo, Jacobo fue limpiando de su cuerpo con la mano la aceitosa masa que le empapaba como el samurái que limpiaba el filo de su katana de la inmunda sangre del campesino.

—Te voy a mat...—Y resbaló.

Jacobo apretó los dientes, frustrado, aunque no había dado de bruces contra el suelo, se había visto obligado a quedarse de rodillas frente al ninja.

La estampa tenía algo de ironía, como si el vencedor, aquel que iba a ser la mano ejecutora, estuviese pidiendo clemencia a la pobre estampa del estampado contra la pared.

Ah, si Jojo la hubiera podido admirar, quizá aquello hubiera inspirado un cuadro. Pero todo lo que veía el pobre mudo era... rojo.

La sombra del pájaro destacó recortada en la tenue luz que manaba del cielo. El silbido del ave resonó en la silenciosa noche. Debió haberse escuchado un grito de rabia y odio, pero de aquella rabiosa garganta no podía manar sonido alguno. Con la concentración perdida, allí no había haki alguno que pudiera haberle alertado de la emoción que había hecho erupción a su espalda. Las botas a la carrera le hicieron mirar hacia atrás, pero la resbaladiza tinta le impedió huir de lo que se le echó a la espalda.

Le agarró con ambas manos la cabeza, aquello que no era hombre sino voluntad y rabia envuelta en una máscara medio rota que apenas había evitado que aquella patada le matase, y se la estampó una y otra y otra vez contra el suelo manchado.

Rokuro no sabía cómo se había visto su ataque desde fuera. Tampoco le importaba. Lo que sí que era incapaz de sacar de su cabeza eran los movimientos de Jacobo. Aquel hombre era un monstruo con la precisión de un cirujano; los cuervos apenas habían servido de distracción mientras preparaba su técnica de asesinato, la misma que había resultado inútil.

A pesar de la nube de oscuridad que los rodeó a ambos y la ceguera ocasionada por la tinta de los pájaros kamikazes, el señor García se había desenvuelto con una soltura digna de admiración. Había sido capaz de prever todos los golpes y ataques, incluso aquellos que venían desde sus puntos ciegos, y pudo detener confacilidad la puñalada trasera de Rokuro. El peliblanco, perplejo, solo pudo cruzar sus brazos frente a su rostro para evitar sufrir un devastador ataque. Pero el puñetazo fue directo a su torso.

El golpe le había lanzado, con mucha fuerza, contra la pared más cercana. Tras su espalda se había abierto una grieta en la pared y sentía como se le habían roto varias costillas. Seguramente hasta tuviera algún órgano roto, o eso dedujo tras sentir la sangre en su boca. Apenas era capaz de mantenerse consciente, y mucho menos de moverse, pero no pude evitar sonreír.

Aunque parecía encontrarse cercano a la muerte, la escena cómica que surgió ante él le hizo esbozar una sonrisa, y de no haber sido por el dolor habría soltado una carcajada. Que alguien tan diestro, hábil y poderoso se resbalase en su charco de tinta resultaba tan irónico que no le hubiese importado morir ahí. Al menos había ganado tiempo para que Jojo huyera.

Pero su compañero no pensaba igual. Se levantó y, fuera de sí, se abalanzó contra el indefenso hombre que había estado a punto de ejecutarle. «No deberían ser rojos —pensó cuando observó los ojos de su compañero—. Esta es la ira de un hombre amable». Y a partir de ahí sus recuerdos se volvieron confusos.

Rokuro recordaba haberse puesto en pie, aunque no sabía cómo, y recordaba haberse acercado al iracundo Hush.

—Ya está muerto —dijo posando una mano sobre su espalda.

Los chillidos del águila llenaban el lugar, alertando de la llegada testigos indeseados. Sabía que tenían que salir de ahí lo antes posible, y eso hicieron. Takarashi volvió a tomar un tamaño enorme y, recogiendo el cadáver de Jacobo entre sus garras, levantó el vuelo con Jojo y Rokuro, quién había recuperado sus armas. En lo oscuro de la noche, el águila negra pasó desapercibida, mientras los ciudadanos se preguntaban qué había ocurrido para dejar charcos de sangre, tinta, y destrozos varios.

Jamás lo sabrían.

La misión había llegado a su fin. Y aunque la amistad perduraría, sería sumamente extraño que nos volviésemos a encontrar. Así funcionaba el gobierno, una medida cautelar para que los compañeros de trabajo fueran solo eso, y las cosas no se retorcieran como lo habían hecho en tantas otras ocasiones. Era lo mejor. Para la nación de mil naciones y para nosotros mismos, en cierta manera.

Pero aquella verdad era mucho menos preocupante de lo que habíamos tenido que enfrentar. Casi parecia como que nos habían encomendado aquella misión a dos novatos para matarnos. ¿Pero qué motivaciones podía haber tras ello? ¿La protección del ahora muerto Jacobo, o el desdén por la vida de dos nuevos reclutas? Pensar en ello no ayudaba, no cuando no habia pistas sobre cuál podía ser la razón oculta, cuando toda verdad quedaba velada por los rumores y la labor del gobierno de ocultarle información incluso a sus propios agentes.

Y cuando no podía pensar más en aquella terrible incógnita, cuando no encontraba ninguna respuesta, quedaba ahí lugar para la terrible pregunta. ¿Qué me había pasado? Había destrozado el cráneo de un hombre con mis propias manos. Un cadáver que había tenido la oportunidad de contemplar durante todo el vuelo hasta que nos deshacimos de él. Aquella cabeza sin cara, aquel amalgama negro y rojo, me miraba acusador.

Había arrancado una vida a propósito, pero no tenía recolección de haberlo hecho. Casi no me sentía culpable, sino... más bien... extrañado. Confuso. Aquella realidad me parecía una mentira, un simple sueño producto del cansancio, el trabajar de más, el esforzarse al máximo y el terrible golpe en la cabeza. Pero recuerdo la rabia. Recuerdo aquel fuego en mi pecho, aquel trueno en mis oídos y aquel fogonazo rojo como la sangre.

¿Había sido aquello haki? El de Jacobo, probablemente, lo hubiera sido. ¿Pero y el mío? ¿Era esa horrible voluntad en pos de matar la verdadera raíz del poder que ocultaba el alma? Me daba miedo pensar que eso era lo que se ocultaba en mí. Que solo el dañar a alguien importante para mí había suscitado el despertar de aquel... demonio.

Debía controlarlo. Y debía hacerlo porque aquel poder bruto era lo único que había salvado a Rokuro, y a mí, de una muerte certera. Si el mundo estaba lleno de seres tan monstruosos como Jacobo y como... eso, no podía permitirme no tener el control de mi propio espíritu.