[Pasado - Privado y quizás +18, nunca se sabe] Vuelta al hogar.

Se trataba de otra mañana aburrida sin nada productivo que hacer en el archipiélago. Sería en torno las diez de la mañana. Los borrachos se habían recogido de vuelta a sus hogares u hostales habituales, los cazadores de recompensan estaban al acecho y los amigos de negocios de mi hermano estaban en la terraza negociando con una buena copa de vino. Y como de costumbre, yo tenía que estar en la habitación sin hacer ruido ni molestar.

-Maldito Orzech, me trata como un crío –me quejé, tumbado sobre la cama y mirando al techo.

Las horas pasaban lentas y tediosas, pareciendo que el segundero del reloj que colgaba sobre la chimenea de la suit fuera hacia atrás. Tic, tac, tic, tac… Y así continuamente, estresándome cada vez más. Es por eso, que cuando dieron las once de la mañana no pude aguantar más. Agarré mis calzones, mis pantalones, mis zapatos, mi camisa y mis espadas y, tras vestirme, di un poderoso salto desde mi ventana, haciendo surgir dos preciosas alas de color carmesí antes de tocar el suelo y me fui volando de allí en dirección a la taberna del tío Vic.

-Que bien sienta esto –me dije en voz alta, haciendo una doble pirueta en el aire con la que cogí más velocidad.

Tardé unos diez minutos en llegar a mi viejo hogar y lugar de trabajo. La taberna había sido remodelada hacía un par de años –según le había dicho Vic–, y había abandonado el viejo nombre de la taberna del gañán pelirrojo, para tener el nombre por el que todos la conocía desde hacía una década, El perol de Vic.

Al llegar las puertas estaban cerradas, y en la parte de atrás había un camión de mercancías. Allí, como cada mañana, estaba Vic cargando cajas. Descendí lentamente hasta posarme sobre el camión y observé durante unos segundos.

-Creo que deberías pensar seriamente en contratar a alguien para que te haga de mozo de carga –dije en voz alta, dejándome caer en el suelo de un salto.

-La cosa no está para lujos, pequeño.

-Deja que te ayude.

Le quité las cajas de las manos y las metí dentro de la taberna. La cocina seguía como la recordaba, sucia pero con encanto.

Aquella mañana, Nailah había madrugado lo suficiente como para salir a pasear por los alrededores sin la suficiente luz del día. Deambulaba por senderos que se perdían en las inmediaciones del bosque hasta que llegó a un claro rodeado por varias secuoyas y piedras grandes amontonadas.

Una pequeña zona donde se respiraba una paz que brindaba la oportunidad de relajarse, pero a Nailah no le gustaba la paz que consistía en el murmullo de la naturaleza. Ella prefería la acción, relajarse dándose amor a sí misma y disfrutando una buena noche de juerga con la gente a la que apreciaba. Dejó el claro atrás y caminó por un sendero que la llevó hasta la taberna que una vez fue su hogar. En aquella misma puerta su padre había preferido abandonarla por su esposa y su otro hijo, algo que Nailah nunca le perdonaría.

Con el paso de las horas, el astro rey se posicionó en el cielo dando paso a un gran día que tenía pinta de presentarse brillante. La morena caminó hasta la entrada, se fijó en el letrero de la taberna de Vic y negó con la cabeza al leer el nombre. El primero resultaba más interesante y captaba la atención para entrar, el de ahora no parecía más que un lugar cotidiano en el que pasar la tarde echando una partida.

La espadachina llevaba varios días alejada de su banda y eso le escamaba. Tenía dudas de si la echarían en falta o si simplemente pasarían de ella, pero el hecho de no haber recibido ni una mísera carta del capitán hizo que pensara sobre lo último. La muchacha escuchó un alto murmullo en la parte de atrás de la taberna y fue a mirar.

Cuando vio a Zane y al viejo Vic cargar cajas, se dibujó una sonrisa en su rostro. Como siempre, ambos estaban llevándose la contraria y ella no dudó en acercarse.

-Concuerdo con Zane - comentó de repente acercándose a ellos -. Pero si todos arrimamos el hombro, si que habría lujo. No puedes seguir rompiéndote la espalda tu solo, Vic, no queremos que te pase nada.

La muchacha se acercó hasta el camión y cogió dos cajas para ayudarles.

-¿Adónde las llevamos?

-Pero Zane, que ahí no va -se me quejaba el viejo Vic cada vez que intentaba organizar las cajas a mi manera. Cuando yo trabajaba en esa taberna, cuya propiedad era de mi padre, el sistema de almacenaje era distinto. Las botellas se ponían en la zona este, bajo las estanterías de las especias y a la derecha de las botellas de vino, pero ahora el vino estaba en la pared del fondo y las botellas de licor en la de enfrente. Las verduras ahora se compraban a diario, por lo que no tenían un sitio fijo, mientras que los barriles de frutas se ponían en una nueva sala recién construida; no me gustaba.

-Pero es más cómodo de la otra forma -me quejaba yo, reprochándole la nueva forma en la que estaba organizado todo.

-Eres más terco que una mula, niño -me regañó, intentando quitarme una de las cajas de las manos.

-Habló la comprensión en persona. Don no necesito a nadie que me ayude

En ese preciso momento apareció la persona que menos hubiera esperado ver allí, mi vieja amiga Nailah. No la había visto desde que nos fuimos de aquella isla del demonio en la que salí por patas y con un pie menos, pero gracias a la intervención de Therax, Luka y Spanner y sus conocimientos médicos, unido al poder de mi fruta, no me quedé cojo. Aún puedo notar el dolor que me causó los clavos que me pusieron para que el pie se sostuviera, aunque ese dolor no fue nada en comparación con la deshonra de perder dos de mis katanas. Sin embargo, el mejor herrero que conocía en el paraíso me la estaba arreglando, prometiéndome el mejor de sus trabajos.

-¿Ya has abandonado a Syxel para venirte a mi banda? -le pregunté con tono de sorna, tras haber sido rechazado en Jaya.

En un santiamén colocamos todas las cajas dentro y nos pusimos manos a la obra para la apertura del local. Vic se encargaba de la cocina junto a Nailah, mientras yo organizaba la barra y limpiaba la sangre del suelo.

A las doce del mediodía abrimos las puertas y los borrachos de siempre allí estaban, esperando ansiosos tomarse su primera jarra del día.

-¡Válgame los dioses! -dijo Micky, uno de los clientes más antiguos de Vic-. ¡Si son Nailah y Zane! ¿Os habéis cansado de la piratería y habéis vuelto al redil de la hostelería?

-Ya quisieran algunos -bromeé-. Yo estoy de paso, voy a quedarme unos días para ver cómo está la cosa.

Pasado un par de horas todo estaba repleto de gente. Lo pasamos en grande recordando los viejos tiempos.

-Nailah, ¿cómo era la historia esa tuya con las hijas de Daisy MacKlen? -le pregunté, pues era una de las anécdotas más divertidas que ella solía contar.

Mientras Nailah cargaba cajas y escuchaba como los dos hombres del lugar mantenían conversaciones sobre quién tenía más razón, ella ayudó a cargar cajas para transportarlas de un lado a otro. Pesaban un poco, pero en aquella situación prefería ser ella la que cargara con más peso del normal a que Vic se forzara. La joven le tenía demasiado aprecio como para que le pasara algo, quizás al que más aprecio se le podía tener a una persona.

Nunca olvidaría el gesto de Vic al acogerla en su pequeña casa junto a Zane, el hombre se convirtió en un padre adoptivo que le enseñó todo lo que no pudo aprender en los barrios bajos de Arabasta. El hecho de haber trabajado en una taberna gran parte de su vida le hizo aprender sobre las personas y sus comportamientos.

Cuando ya estaban a punto de terminar de colocar las cajas, Nailah se detuvo al escuchar la pregunta del pelirrojo y frunció el ceño. La muchacha ya había rechazado anteriormente a Zane y este a veces resultaba un poco cansino queriéndola en su banda, pero ella apreciaba el gesto igualmente. Negó con la cabeza y terminó de dejar la caja mientras le respondía.

-¿Por qué no vas y lo averiguas tú mismo?

Un buen rato después, todo estaba en orden y Nailah ayudó a Vic en la cocina preparando un poco de comida para los borrachos que solían rondar casi todo el día. A la gente siempre le gustó que ella se encargara de cocinar, tenía su propia esencia y toque en cada plato que hacía agua el paladar y, según Vic, cuando ella había decidido marcharse de Sabaody, todos echaron en falta su buena mano en la cocina.

Después de un buen rato de preparar comidas, la pirata abandonó los fogones hasta acercarse por detrás de la barra junto a unos clientes que hablaban con Zane. Uno de ellos era Micky, un hombre entrado en años que siempre prefería gastar su dinero en alcohol y compañía, pero en el local era bastante apreciado por sus altos ingresos.

-No caerá esa breva - comentó Nailah con sorna apoyando los codos sobre la barra mientras esbozaba una sonrisa.

Tras un buen rato entre bebidas y anécdotas, Zane le hizo recordar una historia que nunca olvidaría. Aunque se guardaba para ella unos pocos matices que había decidido inventarse para que fuese mucho más entretenida. Nailah rio por todo lo alto y se dio leves golpecitos en el labio inferior, pensando en sí contarla o no.

-Era una tarde tonta y caliente, de esas que daba el sol en toda la frente y lo pasé genial con las hijas de Daisy. La verdad es que cuando llegué a su mansión lo que menos esperaba es que ambas me recibieran con los brazos abiertos y con un caballo disecado. Esas gemelas tenían unas filias muy extrañas e incluso me resultó un poco incómodo las poses que preparaban sobre el animal, pero todo era adaptarse - Nailah sonrió jactanciosa y miró a Zane -. Lo bueno de llevar pedidos a casas ajenas son las sorpresas que te depara el destino. A veces incluso lo echo de menos.

Todo eran risas y buenas historias por parte de varios, a cada cual más fantasma que otro. Sin embargo la paz duró poco en la taberna. La puerta del local se abrió de golpe y todo el mundo se giró para ver quien venía a irrumpir un buen día.

Todo eran risas y jolgorio, así como alguna que otra copa que me echaba para pasar el rato. Sin duda, todo era como en los viejos tiempos. La comida de Nailah estaba exquisita, la echaba de menos. El maldito de Syxel tenía suerte de tenerla en su banda, aunque yo tenía a Marc en la mía, que era también un buen chef, aunque casi todos sus platos llevaban queso. Fue entonces cuando la puerta de la taberna de Vic se abrió de golpe, dejando a todos patidifusos.

-¡Ábrela, que no pasa nada! -exclamé, viendo como Micky me insinuaba que me callara.

Por el arco de la puerta entró un hombre de baja estatura, con suerte mediría algo más de metro sesenta, pero estaba rodeado de tres hombres que superaban los dos metros con facilidad. El bajito tenía un caminar chulesco y soberbio, se veía que era un chulo de tantos que habitaban en la isla, pero a ese no le conocía. Su escolta, en cambio, parecían guerreros nobles, pero las apariencias siempre engañaban. Uno de ellos era un espadachín clásico, que portaba tres espadas de distintos tamaños, vestido con un kimono y una coleta. Otro era un tirador vestido con un sombrero de solapa -estilo vaquero- con dos revólveres en las sobaqueras y una carabina que portaba en la espalda. Y el último de ellos, que aguardaba en la puerta, solo iba vestido con un traje.

-Deberías decirles a tus empleados que a sus jefes se le habla con educación, Victorino.

-¿Lo de jefe lo dices por ti, pequeñín? -le pregunté, saltando la barra y poniéndome frente a él. El enano sonrió y chasqueó los dedos, fue entonces cuando fui apuntado por dos armas de fuego y una katana-. ¿Estáis seguro de querer empezar una pelea aquí?

-No sabes con quien estás hablando, muchacho…

-Ni tu tampoco.

-Jefe -dijo el tirador-. Su cara me suena. ¿No es ese al que llaman Descamisetado?

-El mismo que se desviste y calza.