¿Qué tenía Yellow Spice? Además de encontrarse en medio del camino, claro. No querías volver después de todo lo que había pasado tras toparte con Blackwood en sus minas, pero al mismo tiempo era algo que necesitabas. Al fin y al cabo, allí era donde te habían encontrado. No recordabas nada de la noche tras haber caído rendida en la cama, ni nada del viaje hasta que la caja había sido abierta en English Garden. No ibas a resolver nada regresando, ya lo sabías, pero en parte querías demostrarte que podías pisar la isla. Sin más. Aparte, tenías curiosidad por qué podría haber sucedido con la cúpula y cómo alguien podría haberla reventado. Hasta donde sabías, de hecho, la mayor parte de ella estaba vigilada las veinticuatro horas. Asumías, también, que el asesinato del presidente Capers tendría que ver con aquello.
- ¿Tenéis todos el traje? -preguntaste, terminando de ajustarte el tuyo.
Las respuestas llegaron más o menos al unísono mientras tú ibas comprobando con la mirada que los llevasen bien puestos. Llevabas el suficiente tiempo navegando con ellos como para saber que eran relativamente autosuficientes, con acento en relativamente. No eran grandes luchadores y, aunque sabían llevar el barco y cumplir la mayor parte de sus tareas con relativa eficacia no terminabas de confiar en que tuviesen un mínimo de cabeza. Sobre todo Sasaki y Hayato. Que por cierto, Hayato seguía desaparecido. Le habías seguido la pista ya por varias islas y al parecer estaba bien, así que no ibas a perseguirlo más. Ya te lo encontrarías cuando cuadrase, si es que volvíais a cuadrar.
- Bien, pues en marcha.
Una cosa que sí se les daba bien era cazar rumores. Tenían un cierto carisma que les ayudaba a hacerse cargo de secretos en medio de las tabernas que para mucha gente era imposible obtener. Se acercaban fácilmente a la gente, conseguían engatusarlos y obtenían pistas que podías seguir. También se lo pasaban bien, en realidad; les gustaba hacer aquello casi como un pasatiempo más, perdiéndose entre las tabernas y dejando pasar el tiempo.
Todos se fueron antes que tú, que volviste un momento para mirarte en el espejo. Llevabas un traje aislante de doble capa, microtejido ajustado por debajo y un traje algo más grueso por encima, ligeramente holgado. Con el cabello recogido en una trenza te pusiste la capucha y la máscara. Llevabas protegidos en la oscuridad un par de conjuntos de ropa, además de varias armas por si había algún problema. Una vez más no podías hacer uso de los cuchillos arrojadizos, pero tenías más armas de las que hacer uso. No tan cómodas de transportar o utilizar en interiores, claro, pero ni de lejos ibas indefensa.
Contaste hasta tres e intercambiaste el traje protector por uno de los conjuntos de ropa, luciendo un body blanco roto con un short de cintura alta color beige. Como calzado llevabas sandalias de cuero y cáñamo con broches de oro. Te maquillaste un poco y saliste hacia la ciudad. Mientras no empezase a llover en realidad el traje no era tan necesario, y pudiendo cambiarte en cuestión de un segundo no ibas a ir por ahí pareciendo una bolsa de patatas radiactiva.
- ¿Tenéis todos el traje? -preguntaste, terminando de ajustarte el tuyo.
Las respuestas llegaron más o menos al unísono mientras tú ibas comprobando con la mirada que los llevasen bien puestos. Llevabas el suficiente tiempo navegando con ellos como para saber que eran relativamente autosuficientes, con acento en relativamente. No eran grandes luchadores y, aunque sabían llevar el barco y cumplir la mayor parte de sus tareas con relativa eficacia no terminabas de confiar en que tuviesen un mínimo de cabeza. Sobre todo Sasaki y Hayato. Que por cierto, Hayato seguía desaparecido. Le habías seguido la pista ya por varias islas y al parecer estaba bien, así que no ibas a perseguirlo más. Ya te lo encontrarías cuando cuadrase, si es que volvíais a cuadrar.
- Bien, pues en marcha.
Una cosa que sí se les daba bien era cazar rumores. Tenían un cierto carisma que les ayudaba a hacerse cargo de secretos en medio de las tabernas que para mucha gente era imposible obtener. Se acercaban fácilmente a la gente, conseguían engatusarlos y obtenían pistas que podías seguir. También se lo pasaban bien, en realidad; les gustaba hacer aquello casi como un pasatiempo más, perdiéndose entre las tabernas y dejando pasar el tiempo.
Todos se fueron antes que tú, que volviste un momento para mirarte en el espejo. Llevabas un traje aislante de doble capa, microtejido ajustado por debajo y un traje algo más grueso por encima, ligeramente holgado. Con el cabello recogido en una trenza te pusiste la capucha y la máscara. Llevabas protegidos en la oscuridad un par de conjuntos de ropa, además de varias armas por si había algún problema. Una vez más no podías hacer uso de los cuchillos arrojadizos, pero tenías más armas de las que hacer uso. No tan cómodas de transportar o utilizar en interiores, claro, pero ni de lejos ibas indefensa.
Contaste hasta tres e intercambiaste el traje protector por uno de los conjuntos de ropa, luciendo un body blanco roto con un short de cintura alta color beige. Como calzado llevabas sandalias de cuero y cáñamo con broches de oro. Te maquillaste un poco y saliste hacia la ciudad. Mientras no empezase a llover en realidad el traje no era tan necesario, y pudiendo cambiarte en cuestión de un segundo no ibas a ir por ahí pareciendo una bolsa de patatas radiactiva.
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El rey de amarillo.
Incluso aunque no había nada vivo en las grutas que sangraban la tierra, todo parecía muerto. Podrido, más bien. El olor de los huevos que alguien había tirado contra la casa unas semanas atrás, que por mucho que limpiasen siempre tendían a esconderse en los más imposibles recovecos pasando inadvertidos hasta que maduraba aquel inmundo olor. Allá abajo, donde el aire pesaba y era rancio, se escondiá algo malo.
Algo que se arrastraba, desesperado, ahogándose en su propia sangre.
Los ecos de las agónicas aspiraciones reverberaban en los túneles. Se chocaban con las paredes una y otra vez, tantas o más como lo hacía su desesperado dueño buscando una salida al destilado sufrimiento. Pero no conseguía salir, y choque tras choque solo minaba aún más su miseria como un cáncer que se extendía lenta e inexorablemente sin posibilidad alguna de cura. Solo podías ignorar todo aquello, como a la obvia enfermedad, por mucho que el sentimiento de terror persistiera tanto como la agónica cantinela.
Agachado, seguías centrado en tu trozo de muro, enfocado en él mientras picabas con todas tus fuerzas la dura piedra para extraer las labores de tu esfuerzo. Pero a cada momento el cansancio se va acumulando, se te pega como el olor a tus ropas, y el rumor en tus oídos.
Luego algo te coje el hombro y te gira, la garra de un rostro arrugado que te odia porque se niega a morir.
—Doctor.
Y entonces te das cuenta de que has despertado. Y allí no hay monstruos, sino personas... Aunque preferirías que hubiese monstruos.
Te reincorporas del camastro de aquella esquina de la ciudad rota, despierto pero cansado. Ayer te acostaste cansado, ¿cómo ibas a estar si no? Allí, con tanta gente enferma, con tanta gente herida a la que tratar y atender, no te queda otra que trabajar. Ese es tu juramento como doctor, y tu deseo como persona. Haces lo que puedes, aunque lo que puedas hacer sea más bien poco. Una venda aquí otra allá; alguien necesita sangre pero solo puedes dejar descansándolo. Por mucho que el trozo de la cúpula cubra los dos edificios que antiguamente eran pisos, la lluvia y los gases son los males menores.
La gente se está matando por no morir. Y no puedes culparles. Solo esperas que el destartalado cártel que se ha hecho con la zona te deje trabajar sin demasiados problemas, sin más tiros, ni más muertos. Pero ni por un momento piensas en la fortuna de ser el único médico en una situación tan crítica. No. Porque no solo eres solo un buen médico, sino una buena persona.
Incluso aunque no había nada vivo en las grutas que sangraban la tierra, todo parecía muerto. Podrido, más bien. El olor de los huevos que alguien había tirado contra la casa unas semanas atrás, que por mucho que limpiasen siempre tendían a esconderse en los más imposibles recovecos pasando inadvertidos hasta que maduraba aquel inmundo olor. Allá abajo, donde el aire pesaba y era rancio, se escondiá algo malo.
Algo que se arrastraba, desesperado, ahogándose en su propia sangre.
Los ecos de las agónicas aspiraciones reverberaban en los túneles. Se chocaban con las paredes una y otra vez, tantas o más como lo hacía su desesperado dueño buscando una salida al destilado sufrimiento. Pero no conseguía salir, y choque tras choque solo minaba aún más su miseria como un cáncer que se extendía lenta e inexorablemente sin posibilidad alguna de cura. Solo podías ignorar todo aquello, como a la obvia enfermedad, por mucho que el sentimiento de terror persistiera tanto como la agónica cantinela.
Agachado, seguías centrado en tu trozo de muro, enfocado en él mientras picabas con todas tus fuerzas la dura piedra para extraer las labores de tu esfuerzo. Pero a cada momento el cansancio se va acumulando, se te pega como el olor a tus ropas, y el rumor en tus oídos.
Luego algo te coje el hombro y te gira, la garra de un rostro arrugado que te odia porque se niega a morir.
—Doctor.
Y entonces te das cuenta de que has despertado. Y allí no hay monstruos, sino personas... Aunque preferirías que hubiese monstruos.
Te reincorporas del camastro de aquella esquina de la ciudad rota, despierto pero cansado. Ayer te acostaste cansado, ¿cómo ibas a estar si no? Allí, con tanta gente enferma, con tanta gente herida a la que tratar y atender, no te queda otra que trabajar. Ese es tu juramento como doctor, y tu deseo como persona. Haces lo que puedes, aunque lo que puedas hacer sea más bien poco. Una venda aquí otra allá; alguien necesita sangre pero solo puedes dejar descansándolo. Por mucho que el trozo de la cúpula cubra los dos edificios que antiguamente eran pisos, la lluvia y los gases son los males menores.
La gente se está matando por no morir. Y no puedes culparles. Solo esperas que el destartalado cártel que se ha hecho con la zona te deje trabajar sin demasiados problemas, sin más tiros, ni más muertos. Pero ni por un momento piensas en la fortuna de ser el único médico en una situación tan crítica. No. Porque no solo eres solo un buen médico, sino una buena persona.
El camino hacia la ciudad fue, cuanto menos, deprimente. Recordabas Yellow Spice como un lugar sin demasiado atractivo, encapotado por encima de la cúpula y casi constantemente bañado por una lluvia amarillenta que manchaba los cristales. En aquella ocasión no llovía, o al menos no en la totalidad de la ciudad, pero las calles estaban salpicadas de sangre y cristales gigantescos. Algunos cadáveres, a medio camino entre la podredumbre y la erosión, todavía yacían por el suelo. La poca gente viva que caminaba por las calles resultaba todavía más esquiva de lo que recordabas, y casi todas las personas acompañaban a un herido de alguna índole. No era para menos, en realidad, pues cientos de toneladas de cristal a prueba de ácidos corrosivos habían caído repentinamente. Casi era un milagro que los edificios siguieran en pie.
Los que seguían, claro.
En realidad lo más preocupante eran los disturbios. No escuchabas alboroto, pero sabías que no todas las manchas de sangre se debían a la caída. Si la desesperación se había apoderado de los habitantes era más que probable que asaltasen tiendas, atracasen viandantes, abusasen de gente desvalida y cayesen en el asesinato. No podías evitar que te repugnasen esos comportamientos, pero la gente desesperada se dejaba llevar por la depravación constantemente. Lo sabíamos muy bien.
En otras circunstancias quizá habrías intentado poner orden, pero sabías que en las islas de dudosa ley eso era muy complicado a través de la lógica; además, tenías curiosidad por cuánto podrían pagar las autoridades locales si eras capaz de encontrar y entregar al asesino de Capers. El presidente poseía conocidos hilos en el Bajo Mundo y, si bien tenía algunos enemigos, estabas segura de que mucha gente estaría contenta de tener una amable reunión con él. La rotura de la cúpula era sin duda una desgracia, sí, pero tenías la seguridad de que resolver el crimen te llevaría a los causantes del atentado y, en realidad, si Yellow Spice moría tampoco te importaba tanto. Antro de decadencia, quizá lo ideal no era una nueva cúpula sino dejar que se marchitara.
Entraste a una taberna. Sonaba una canción que ya te había acompañado en tu último viaje a la isla y todas las miradas se volvieron hacia ti. Quizá no habías elegido la mejor vestimenta para llevar en aquella situación, o la habías elegido demasiado bien. Los rostros sombríos de los hombres y de las pocas mujeres que bebían con un mono protector a medio aflojar te observaban como a una pieza de museo, pero también con cierto recelo. Normal, ¿no? Una extraña en la ciudad, caminando tranquilamente como si nada fuese con ella... Bueno, era su problema. Tú te sentaste a la barra con una sonrisa.
- Una cerveza, por favor -pediste, mirando con los ojos muy abiertos al tabernero. Él tenía la mirada hundida y grandes bolsas bajo ojeras marcadas, pero te devolvió una mueca que pretendía ser sonrisa también. Cansada, rota, pero con algo de luz.
- ¿Tostada o roja? -preguntó-. No queda rubia, lo siento.
- No pasa nada -contestaste-. De rubia no necesito más; tomaré roja. ¿Trabajas marcas o es artesanal?
- Importada de una pequeña factoría en el West Blue. No podría asegurar que es artesana, pero está mucho mejor que ese pis de ardilla que tienen otros bares de la ciudad.
Asentiste con cierta ilusión, empezando a preguntarle detalles. El hombre parecía hablador y, aunque el cansancio le podía, las ganas de hablar tras días de silencios incómodos y trabajo constante también.
- ¿Y cómo es que has venido hasta aquí, jovencita?
Los que seguían, claro.
En realidad lo más preocupante eran los disturbios. No escuchabas alboroto, pero sabías que no todas las manchas de sangre se debían a la caída. Si la desesperación se había apoderado de los habitantes era más que probable que asaltasen tiendas, atracasen viandantes, abusasen de gente desvalida y cayesen en el asesinato. No podías evitar que te repugnasen esos comportamientos, pero la gente desesperada se dejaba llevar por la depravación constantemente. Lo sabíamos muy bien.
En otras circunstancias quizá habrías intentado poner orden, pero sabías que en las islas de dudosa ley eso era muy complicado a través de la lógica; además, tenías curiosidad por cuánto podrían pagar las autoridades locales si eras capaz de encontrar y entregar al asesino de Capers. El presidente poseía conocidos hilos en el Bajo Mundo y, si bien tenía algunos enemigos, estabas segura de que mucha gente estaría contenta de tener una amable reunión con él. La rotura de la cúpula era sin duda una desgracia, sí, pero tenías la seguridad de que resolver el crimen te llevaría a los causantes del atentado y, en realidad, si Yellow Spice moría tampoco te importaba tanto. Antro de decadencia, quizá lo ideal no era una nueva cúpula sino dejar que se marchitara.
Entraste a una taberna. Sonaba una canción que ya te había acompañado en tu último viaje a la isla y todas las miradas se volvieron hacia ti. Quizá no habías elegido la mejor vestimenta para llevar en aquella situación, o la habías elegido demasiado bien. Los rostros sombríos de los hombres y de las pocas mujeres que bebían con un mono protector a medio aflojar te observaban como a una pieza de museo, pero también con cierto recelo. Normal, ¿no? Una extraña en la ciudad, caminando tranquilamente como si nada fuese con ella... Bueno, era su problema. Tú te sentaste a la barra con una sonrisa.
- Una cerveza, por favor -pediste, mirando con los ojos muy abiertos al tabernero. Él tenía la mirada hundida y grandes bolsas bajo ojeras marcadas, pero te devolvió una mueca que pretendía ser sonrisa también. Cansada, rota, pero con algo de luz.
- ¿Tostada o roja? -preguntó-. No queda rubia, lo siento.
- No pasa nada -contestaste-. De rubia no necesito más; tomaré roja. ¿Trabajas marcas o es artesanal?
- Importada de una pequeña factoría en el West Blue. No podría asegurar que es artesana, pero está mucho mejor que ese pis de ardilla que tienen otros bares de la ciudad.
Asentiste con cierta ilusión, empezando a preguntarle detalles. El hombre parecía hablador y, aunque el cansancio le podía, las ganas de hablar tras días de silencios incómodos y trabajo constante también.
- ¿Y cómo es que has venido hasta aquí, jovencita?
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Había sido una mañana larga, pero no tan dura como las dos anteriores. Cada vez el esfuerzo que tendrías que despositar sería menor, hasta que llegase un momento en el que pudieras dejar a otros encargarse de aquella pesada carga. Por ahora, solo podían aprender. Aprender a tratar sus heridas y la de sus compañeros y familiares, todo mientras les insistías que si tenían alguna duda en sus conocimientos no dudasen por un momento ir a buscarte. No fuera a ser que el remedio que improvisasen fuera peor que la enfermedad.
De momento habías acabado la ronda, y los rostros agradecidos y cansados de cada uno de tus pacientes habían sido suficiente pago a lo largo de la ardua mañana. Tu estómago ruge, y se encoje, y te das cuenta que ese momento en el que ibas a desayunar se ha pasado ya muy de largo y que casi es hora de almorzar.
Haces un gesto, y el valiente compañero que se ha prestado a hacerte de enfermero en tu ardua tarea mira el reloj.
—Sí, es buena hora.
Os ponéis los trajes de nuevo, comprobando antes los filtros que ya comienzan a escasear. Según te han dicho pueden reusarse, pueden incluso extenderse un poco más de las horas que tienen estipuladas, pero no puedes evitar sentir un recelo ante aquella información como a la vez ellos muestran el mismo cuando les sanas con tus propios conocimientos que a ellos les son esquivos. Es simplemente una cuestión de confianza, algo que de momento te has ganado con tu misericordioso esfuerzo.
No puedes evitar fijarte en los cadáveres que se acumulan aquí y allá, medio corroídos por su propia descomposición y los químicos que se cuelan a chorros desde el cielo. Algunos de ellos han sido obviamente saqueados, sin que nadie se haya preocupado de identificarles o darles un entierro. Aunque, bueno, con las quemaduras químicas poco podría hacerse para saber quiénes eran.
—Jota, ¿estás bien?
Ese es tu nombre ahora. Poco original, desde luego, pero sabes que así es mejor para no perderte en un nivel de teatro que no eres capaz de mantener tanto como otros agentes. Levantas el pulgar, apartando la vista de la pareja muerta en tierno abrazo, y continúas andando siguiendo al muchacho que vela por ti tanto como tu velas por él.
No puedes evitar pensar en la remota posibilidad de que todo tenga una razón que justifique tanto sufrimiento. Una especie de plan divino cuyo entramado no eres capaz de comprender, pero que traiga en un futuro diez o mil veces más bueno que lo malo que ahora contemplas. Es difícil inventar una mentira tan grande, pero aún así lo haces por dar a otros un apoyo en la curva de tu rostro.
Todo saldrá bien.
Más para unos que para otros.
Al entrar en la posada no puedes evitar que más de uno levante levemente la jarra en tu honor. Eso de querer pasar desapercibido no se lleva demasiado bien con el ayudar a los demás, ni con tu aspecto, ni con los rápidos rumores que se extienden como la pólvora. No te hace ninguna gracia el apodo de "D.D"; no solo por la historia de las siglas malditas, si no por el significado de "Devil Doc". Aún así, sonríes, entre amable y avergonzado.
—¿Qué vas a querer?—te pregunta Guille, a sabiendas de tu discapacidad, y solo le miras con sarcasmo.
Como si pudiéramos permitirnos el lujo de elegir.
Entonces tomas asiento, casi dejándote caer sobre la silla, y notas el dolor y el cansancio que han ido impregnando tus huesos. Mas incluso con esa pesadumbre, ves la belleza que está dentro del local. Y esta vez no te refieres a una que tienes que buscar entre la tristeza, la mugre y la muerte.
De momento habías acabado la ronda, y los rostros agradecidos y cansados de cada uno de tus pacientes habían sido suficiente pago a lo largo de la ardua mañana. Tu estómago ruge, y se encoje, y te das cuenta que ese momento en el que ibas a desayunar se ha pasado ya muy de largo y que casi es hora de almorzar.
Haces un gesto, y el valiente compañero que se ha prestado a hacerte de enfermero en tu ardua tarea mira el reloj.
—Sí, es buena hora.
Os ponéis los trajes de nuevo, comprobando antes los filtros que ya comienzan a escasear. Según te han dicho pueden reusarse, pueden incluso extenderse un poco más de las horas que tienen estipuladas, pero no puedes evitar sentir un recelo ante aquella información como a la vez ellos muestran el mismo cuando les sanas con tus propios conocimientos que a ellos les son esquivos. Es simplemente una cuestión de confianza, algo que de momento te has ganado con tu misericordioso esfuerzo.
No puedes evitar fijarte en los cadáveres que se acumulan aquí y allá, medio corroídos por su propia descomposición y los químicos que se cuelan a chorros desde el cielo. Algunos de ellos han sido obviamente saqueados, sin que nadie se haya preocupado de identificarles o darles un entierro. Aunque, bueno, con las quemaduras químicas poco podría hacerse para saber quiénes eran.
—Jota, ¿estás bien?
Ese es tu nombre ahora. Poco original, desde luego, pero sabes que así es mejor para no perderte en un nivel de teatro que no eres capaz de mantener tanto como otros agentes. Levantas el pulgar, apartando la vista de la pareja muerta en tierno abrazo, y continúas andando siguiendo al muchacho que vela por ti tanto como tu velas por él.
No puedes evitar pensar en la remota posibilidad de que todo tenga una razón que justifique tanto sufrimiento. Una especie de plan divino cuyo entramado no eres capaz de comprender, pero que traiga en un futuro diez o mil veces más bueno que lo malo que ahora contemplas. Es difícil inventar una mentira tan grande, pero aún así lo haces por dar a otros un apoyo en la curva de tu rostro.
Todo saldrá bien.
Más para unos que para otros.
Al entrar en la posada no puedes evitar que más de uno levante levemente la jarra en tu honor. Eso de querer pasar desapercibido no se lleva demasiado bien con el ayudar a los demás, ni con tu aspecto, ni con los rápidos rumores que se extienden como la pólvora. No te hace ninguna gracia el apodo de "D.D"; no solo por la historia de las siglas malditas, si no por el significado de "Devil Doc". Aún así, sonríes, entre amable y avergonzado.
—¿Qué vas a querer?—te pregunta Guille, a sabiendas de tu discapacidad, y solo le miras con sarcasmo.
Como si pudiéramos permitirnos el lujo de elegir.
Entonces tomas asiento, casi dejándote caer sobre la silla, y notas el dolor y el cansancio que han ido impregnando tus huesos. Mas incluso con esa pesadumbre, ves la belleza que está dentro del local. Y esta vez no te refieres a una que tienes que buscar entre la tristeza, la mugre y la muerte.
Te encogiste de hombros, sin saber muy bien qué responder.
- Está en camino de Merveille -dijiste. Hacía muchos años que habías aprendido a evadir la cara que se te ponía cuando mentías. Respondías con vaguedades, hechos apenas relacionados o cosas que eran ciertas, pero aportaban muy poca información-. Nunca he visto una isla en el cielo y me emociona un poco la idea de subir hasta ella. Aunque... -Desviaste la mirada-. No tengo ni idea de cómo hacerlo.
El tabernero te miró con ojo crítico, percatándose en una segunda aproximación de que si bien tu cuerpo parecía delicado estaba definido. Como si hubiese sido tallada debajo de tu piel podía apreciarse tu musculatura, dibujando suaves nervaduras que silueteaban tu forma. Podías parecer aniñada, quizá, en un primer vistazo, pero estabas muy lejos de no saber lo que hacías o de ser simplemente una novata abocada a la tragedia. El hombre detrás de la barra pareció asentir con aprobación ante aquello, aunque la puerta se abrió discretamente y su mirada se desvió hacia el recién llegado. Una jarra se alzó para saludar al extraño desde una mesa, algunas personas sonreían con cansancio y en general una atmósfera extraña se generó alrededor de la figura silente... Y cornuda.
Rápidamente el hombre volvió a la conversación, pero tú te quedaste mirándolo detenidamente por más tiempo del que era educado. Te costaba pensar más allá de que cada vez que conocías a alguien con cuernos perdías una prenda de ropa por culpa de que te los clavaba. Bueno, solo había pasado una vez, pero tu ropa era lo bastante cara como para no querer repetirlo una segunda. Además, en esa ocasión no llevabas un jersey holgado; si te daba con esa cornamenta, que encima era más grande que la del samurái, quizá te hiciese daño.
- Y... ¿Cómo ha pasado... Esto? -preguntaste-. Lo de la cúpula y tal...
- Nadie lo sabe con certeza -contestó, casi automáticamente. Cuando se dio cuenta comenzó a susurrar-. Hay rumores, claro, pero yo creo que ha sido más o menos accidental. Desde que se construyó la cúpula no se le ha dado mantenimiento y es una estructura muy delicada, al fin y al cabo. Podría haberse debilitado el armazón, un terremoto... Cualquier cosa, en realidad.
- Pero... ¿Y lo del presidente? ¿No tiene nada que ver?
- Un delincuente siempre hace enemigos. Tarde o temprano algún socio molesto o un rival iba a acabar con él. -Se encogió de hombros-. Además, ¿por qué masacrar a toda la población cuando podrías matar discretamente a un criminalucho y poner a tu amigo?
Frunciste el ceño, sopesando la idea.
- Ni la menor idea, pero sería mucha casualidad si no estuviesen relacionados.
- Está en camino de Merveille -dijiste. Hacía muchos años que habías aprendido a evadir la cara que se te ponía cuando mentías. Respondías con vaguedades, hechos apenas relacionados o cosas que eran ciertas, pero aportaban muy poca información-. Nunca he visto una isla en el cielo y me emociona un poco la idea de subir hasta ella. Aunque... -Desviaste la mirada-. No tengo ni idea de cómo hacerlo.
El tabernero te miró con ojo crítico, percatándose en una segunda aproximación de que si bien tu cuerpo parecía delicado estaba definido. Como si hubiese sido tallada debajo de tu piel podía apreciarse tu musculatura, dibujando suaves nervaduras que silueteaban tu forma. Podías parecer aniñada, quizá, en un primer vistazo, pero estabas muy lejos de no saber lo que hacías o de ser simplemente una novata abocada a la tragedia. El hombre detrás de la barra pareció asentir con aprobación ante aquello, aunque la puerta se abrió discretamente y su mirada se desvió hacia el recién llegado. Una jarra se alzó para saludar al extraño desde una mesa, algunas personas sonreían con cansancio y en general una atmósfera extraña se generó alrededor de la figura silente... Y cornuda.
Rápidamente el hombre volvió a la conversación, pero tú te quedaste mirándolo detenidamente por más tiempo del que era educado. Te costaba pensar más allá de que cada vez que conocías a alguien con cuernos perdías una prenda de ropa por culpa de que te los clavaba. Bueno, solo había pasado una vez, pero tu ropa era lo bastante cara como para no querer repetirlo una segunda. Además, en esa ocasión no llevabas un jersey holgado; si te daba con esa cornamenta, que encima era más grande que la del samurái, quizá te hiciese daño.
- Y... ¿Cómo ha pasado... Esto? -preguntaste-. Lo de la cúpula y tal...
- Nadie lo sabe con certeza -contestó, casi automáticamente. Cuando se dio cuenta comenzó a susurrar-. Hay rumores, claro, pero yo creo que ha sido más o menos accidental. Desde que se construyó la cúpula no se le ha dado mantenimiento y es una estructura muy delicada, al fin y al cabo. Podría haberse debilitado el armazón, un terremoto... Cualquier cosa, en realidad.
- Pero... ¿Y lo del presidente? ¿No tiene nada que ver?
- Un delincuente siempre hace enemigos. Tarde o temprano algún socio molesto o un rival iba a acabar con él. -Se encogió de hombros-. Además, ¿por qué masacrar a toda la población cuando podrías matar discretamente a un criminalucho y poner a tu amigo?
Frunciste el ceño, sopesando la idea.
- Ni la menor idea, pero sería mucha casualidad si no estuviesen relacionados.
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Sabe que la has estado mirando, y cree que has estado pendiente a su conversación aunque eso no sea así. ¿Pero vas a admitirlo? Porque aunque solo estuvieras contemplando su belleza sin que pasara por tu cabeza cosas más allá de hacerla arte quedarías de todas formas marcado como un guarro. Te encoges de hombros y comienzas a gesticular, moviendo las manos como una hormigonera, a la esperanza de que el hacer "esta razón, y lo otro" sea suficientemente abierto como para que se inventen algo por ti. Te alegrabas, por un momento, de ser mudo.
—Además —interrumpe Guille—, si se hubieran querido cargar al presi nadie lo hubiera hecho así. La isla está en ruinas, ha muerto mucha gente y todo es un caos. Y por si fuera poco, parar las fábricas no haría nada porque la contaminación acumulada seguiría por lo menos una semana. Hay envios atrasados que no van a poder ser recogidos, las deudas van a comenzar a crecer y a ver quién puñetas paga una nueva cúpula. Y quién la hace... Pero no puedo discutir con hambre. Ponnos dos menús del día cuando puedas, Jiminy, llevamos una mañana de tres pares...
Ves como se deja caer sobre la barra, de lado, algo inclinado, y le sonríe. Desprende una seguridad en si mismo impropia, y desde luego inapropiada, fruto del delirio o del ego. La mira incluso de arriba a abajo, de frente, sin importarle qué pudieran pensar de él ni la torta que más de uno le creería merecedor de.
—Pareces una chica lista, pero la curiosidad es un apetito peligroso de saciar. ¿No crees que hay cosas más entretenidas en las que ocupar el tiempo?
Adelanta la mano. Quiere tocarla y se va atrever a ello. Sientes la imperiosa necesidad de llevarte las manos a la cabeza, de tirarle un zapato, de cogerle por las fosas nasales y llevártelo de nuevo a la mesa a rastras. Pero te quedas quieto, y oservas, fruto de una vergüenza ajena del que es y será durante tu instancia tu nexo con la comunidad. Te una mano a la frente y observas, presa del interés del sketch ante ti, a la espera de su desenlace.
No es la primera vez en tu vida que eres un mero espectador de la escena. De hecho lamentas que gran parte de tu vida haya sido así. Y tomas una decisión. El silbido es suficiente para llamar su atención. Luego señalas un imaginario reloj, y haces el universal gesto de comer.
—Lo acabo de pedir, puñetas.
—Además —interrumpe Guille—, si se hubieran querido cargar al presi nadie lo hubiera hecho así. La isla está en ruinas, ha muerto mucha gente y todo es un caos. Y por si fuera poco, parar las fábricas no haría nada porque la contaminación acumulada seguiría por lo menos una semana. Hay envios atrasados que no van a poder ser recogidos, las deudas van a comenzar a crecer y a ver quién puñetas paga una nueva cúpula. Y quién la hace... Pero no puedo discutir con hambre. Ponnos dos menús del día cuando puedas, Jiminy, llevamos una mañana de tres pares...
Ves como se deja caer sobre la barra, de lado, algo inclinado, y le sonríe. Desprende una seguridad en si mismo impropia, y desde luego inapropiada, fruto del delirio o del ego. La mira incluso de arriba a abajo, de frente, sin importarle qué pudieran pensar de él ni la torta que más de uno le creería merecedor de.
—Pareces una chica lista, pero la curiosidad es un apetito peligroso de saciar. ¿No crees que hay cosas más entretenidas en las que ocupar el tiempo?
Adelanta la mano. Quiere tocarla y se va atrever a ello. Sientes la imperiosa necesidad de llevarte las manos a la cabeza, de tirarle un zapato, de cogerle por las fosas nasales y llevártelo de nuevo a la mesa a rastras. Pero te quedas quieto, y oservas, fruto de una vergüenza ajena del que es y será durante tu instancia tu nexo con la comunidad. Te una mano a la frente y observas, presa del interés del sketch ante ti, a la espera de su desenlace.
No es la primera vez en tu vida que eres un mero espectador de la escena. De hecho lamentas que gran parte de tu vida haya sido así. Y tomas una decisión. El silbido es suficiente para llamar su atención. Luego señalas un imaginario reloj, y haces el universal gesto de comer.
—Lo acabo de pedir, puñetas.
El acompañante del cornudo se acercó a la barra, interrumpiendo vuestra conversación. Parecía seguro de sí mismo, cada vez más a medida que hablaba, y tú solo podías pensar en el valor que hacía falta para salir a la calle con un mohicano afro teñido de color aguamarina -esperabas que fuera teñido, al menos-. Tenía los caninos sobredesarrollados hasta el punto de sobresalir ligeramente de entre sus labios, dándole junto a su robustez casi mórbida un aspecto de león marino. Casi se te escapó una risa. Si se alisaba el pelo, tenía hasta melena.
Lo que te hizo tomarte las cosas un poco más en serio fue verlo menear su orondo brazo hacia ti con la misma seguridad con la que hablaba. Por un lado admirabas lo enérgico y confiado de ese tipo, pero por otro no lo conocías de nada. Estuviste a punto de apartarlo de un manotazo, pero en su lugar le diste la mano educadamente con una sonrisa. La aferraste con algo de fuerza, aunque teniendo cuidado de no haceros daño a ninguno y comenzando a agitar su mano enérgicamente.
- Alice Wanderlust, encantada -saludaste, empujándolo sucintamente hacia atrás mientras lo soltabas-. Pareces tener mucha idea sobre esta isla; ¿cómo crees tú que ha caído la cúpula?
La pregunta llevaba tanto veneno como molestia mal disimulada podía notarse en tu rostro. Esperabas que se cortase un poco, y antes de que pudiese siquiera plantearse contestar lo hiciste tú por él:
- Porque claro, tal y como yo lo veo, es demasiado casual que alguien elija matar al presidente justo en el momento en que se derrumba la cúpula. Más teniendo en cuenta que esta isla está gobernada por criminales que venden a enemigos mutuos constantemente. Es como el lugar ideal para llevar a cabo una escaramuza en medio de la paz impostada, e incluso matar a cientos si no miles de habitantes podría ser una jugada del Inframundo para encarecer los precios de venta y sustituir trabajadores por mano de obra esclava. O pingüinos; no sé por qué últimamente hay muchas noticias sobre pingüinos en los periódicos.
Diste un educado sorbo a tu cerveza sin apartar la mirada de él. No tratabas de ser coqueta. Tampoco de asustarlo, pero era como si cuando conseguías aliviar el ceño fruncido abrieras mucho los ojos y cuando lograbas manejarlos, se te frunciese el ceño. En cualquier caso, finalmente contestaste a su pregunta con cierto desparpajo:
- Podría estar haciendo algo de deporte -reconociste. De golpe, tu rostro se relajó-. Pero no tengo demasiado tiempo libre y los rompecabezas siempre son más interesantes. Por cierto... -Miraste con genuina curiosidad a su amigo-. ¿Tu amigo es mudo, o algo?
Lo que te hizo tomarte las cosas un poco más en serio fue verlo menear su orondo brazo hacia ti con la misma seguridad con la que hablaba. Por un lado admirabas lo enérgico y confiado de ese tipo, pero por otro no lo conocías de nada. Estuviste a punto de apartarlo de un manotazo, pero en su lugar le diste la mano educadamente con una sonrisa. La aferraste con algo de fuerza, aunque teniendo cuidado de no haceros daño a ninguno y comenzando a agitar su mano enérgicamente.
- Alice Wanderlust, encantada -saludaste, empujándolo sucintamente hacia atrás mientras lo soltabas-. Pareces tener mucha idea sobre esta isla; ¿cómo crees tú que ha caído la cúpula?
La pregunta llevaba tanto veneno como molestia mal disimulada podía notarse en tu rostro. Esperabas que se cortase un poco, y antes de que pudiese siquiera plantearse contestar lo hiciste tú por él:
- Porque claro, tal y como yo lo veo, es demasiado casual que alguien elija matar al presidente justo en el momento en que se derrumba la cúpula. Más teniendo en cuenta que esta isla está gobernada por criminales que venden a enemigos mutuos constantemente. Es como el lugar ideal para llevar a cabo una escaramuza en medio de la paz impostada, e incluso matar a cientos si no miles de habitantes podría ser una jugada del Inframundo para encarecer los precios de venta y sustituir trabajadores por mano de obra esclava. O pingüinos; no sé por qué últimamente hay muchas noticias sobre pingüinos en los periódicos.
Diste un educado sorbo a tu cerveza sin apartar la mirada de él. No tratabas de ser coqueta. Tampoco de asustarlo, pero era como si cuando conseguías aliviar el ceño fruncido abrieras mucho los ojos y cuando lograbas manejarlos, se te frunciese el ceño. En cualquier caso, finalmente contestaste a su pregunta con cierto desparpajo:
- Podría estar haciendo algo de deporte -reconociste. De golpe, tu rostro se relajó-. Pero no tengo demasiado tiempo libre y los rompecabezas siempre son más interesantes. Por cierto... -Miraste con genuina curiosidad a su amigo-. ¿Tu amigo es mudo, o algo?
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Viste como la muchacha le tomó la mano como un buen apretón de manos. Aquello, por supuesto, era mejor que lo que habría pretendido Guille. Suspiras, y aunque no es que te deje de dar vergüenza su compartamiento, al menos este es lo suficientemente aceptable como para que dejes de cubrirte el rostro. Levantas la mano a modo de tímido saludo cuando te nombran, y no pasa mucho hasta que deseas que te trague la tierra.
—¿Jota? Pues precisamente. El pobre le vendió su voz a una sirena a cambio de yo que sé historias para conseguir el amor de una mujer, pero solo consiguió que le salieran cuernos. ¡Ah, ¿¡quién romperá el hechizo?!
No entendías qué se estaba diciendo, ni por qué lo estaba gritando con tanto dramatismo, arrodillado ahí delante de todo el bar, como narrando un teatro de calle barato. Luego tampoco puedes entender como recobra tan rapidamente la compostura, sin preocuparle en absoluto el qué dirán de él, ni el qué pensarán.
—Creo que es de nacimiento o algo así, lo cierto es que no habla mucho de ello—añade, haciendo una larga pausa como si esperara que alguien riera aquel intento de chiste sin gracia—. ¿Te lo presento? Es majo y habla poco. Y está soltero. Ven, ven a la mesa anda, es mejor que estar aquí en la barra y dentro de poco será la hora de comer.
¿¡Pero qué demonios estaba haciendo?! Pero ahí, invitándola con descaro, sin ningún tapujo ni remordimiento. ¡Sin ningún miramiento metiéndote en sus chorradas! Y tú solo te quedas mirando, sin decir nada, porque no puedes.
—Respecto a las razones ocultas en todo este entresijo de historias y rumores —continúa, con ese tono melodramático propio de un bardo de una isla perdida en otro siglo—. ¡Ah, lo que cuentan las malas lenguas; que son las más divertidas! Se dice que todo ha sido propiciado no por criminales, que aquí son los justos, si no por los justos, que aquí son criminales... Un despecho, un corazón roto, y otro atravesado. Y el escudo y la ensignia de la isla se fragmenta, tanto o más que el alma de su dueño, y las nubes lloran sobre un pueblo que con ella conoce el verdadero sufrimiento. Lo que tiene la lluvia ácida, claro.
Te es un esperpento, pero uno bastante hipnótico. Es como ver un viejo teatro ardiendo.
—Pero tú eres del camino de los justos también, ¿no?—sugiere, por el error que ha cometido y que tú habriás cometido también de haber podido hacerlo.
Qué mal vista estaba la palabra criminal en el gremio.
—¿Jota? Pues precisamente. El pobre le vendió su voz a una sirena a cambio de yo que sé historias para conseguir el amor de una mujer, pero solo consiguió que le salieran cuernos. ¡Ah, ¿¡quién romperá el hechizo?!
No entendías qué se estaba diciendo, ni por qué lo estaba gritando con tanto dramatismo, arrodillado ahí delante de todo el bar, como narrando un teatro de calle barato. Luego tampoco puedes entender como recobra tan rapidamente la compostura, sin preocuparle en absoluto el qué dirán de él, ni el qué pensarán.
—Creo que es de nacimiento o algo así, lo cierto es que no habla mucho de ello—añade, haciendo una larga pausa como si esperara que alguien riera aquel intento de chiste sin gracia—. ¿Te lo presento? Es majo y habla poco. Y está soltero. Ven, ven a la mesa anda, es mejor que estar aquí en la barra y dentro de poco será la hora de comer.
¿¡Pero qué demonios estaba haciendo?! Pero ahí, invitándola con descaro, sin ningún tapujo ni remordimiento. ¡Sin ningún miramiento metiéndote en sus chorradas! Y tú solo te quedas mirando, sin decir nada, porque no puedes.
—Respecto a las razones ocultas en todo este entresijo de historias y rumores —continúa, con ese tono melodramático propio de un bardo de una isla perdida en otro siglo—. ¡Ah, lo que cuentan las malas lenguas; que son las más divertidas! Se dice que todo ha sido propiciado no por criminales, que aquí son los justos, si no por los justos, que aquí son criminales... Un despecho, un corazón roto, y otro atravesado. Y el escudo y la ensignia de la isla se fragmenta, tanto o más que el alma de su dueño, y las nubes lloran sobre un pueblo que con ella conoce el verdadero sufrimiento. Lo que tiene la lluvia ácida, claro.
Te es un esperpento, pero uno bastante hipnótico. Es como ver un viejo teatro ardiendo.
—Pero tú eres del camino de los justos también, ¿no?—sugiere, por el error que ha cometido y que tú habriás cometido también de haber podido hacerlo.
Qué mal vista estaba la palabra criminal en el gremio.
Te sentiste un poco mal de pronto. No mucho, pero lo suficiente como para cubrirte la boca al darte cuenta de lo insensible que habías sido. También para evitar que se viesen tus muecas ante la vergüenza ajena que provocaba el moreno. El cómo podía parafrasear a la Sirenita en tono de burla sin ningún reparo ni educación delante de alguien que debería ser su amigo -al menos tú no entendías muchas más razones para irte a tomar algo con una persona- te resultaba a medio camino entre insolente y desagradable. Humillar a otros, y más por quedar bien contigo, te parecía una idea patética.
- Sí, preséntamelo -contestaste-. ¿Por qué lo llamas Jota?
Decidiste ignorar lo de que estaba soltero. No solo te era irrelevante, sino además resultaba de tremendo mal gusto hacer de casamentera sin un mínimo de sutileza. No podías evitar mirarlo con desaprobación mientras os acercabais a la mesa. ¿Es que aquella bola de sebo no iba a tener ni una sola cualidad positiva? Por lo menos esperabas que el mudo fuese interesante, aunque... Por cómo se movía, casi podrías haber pensado que todo aquello era una treta muy mal hilada para intentar ligar contigo. Un chico extraño y tímido utilizando a su compinche para resultar un buen partido a su lado. En realidad parecía una táctica fácil, acercarse a ti a través de la benevolencia y el agravio comparativo... ¿Cómo que estaba siendo paranoico?
Te sentaste a la mesa después del negro, esperando así poder alejarte lo máximo posible de él. Fue fácil, en cierto modo, ya que se sentó al lado de Jota y la mesa era cuadrada. Perfecto de ese modo, pues solo tuviste que ponerte al otro lado del cornudo y tratar de acercarte mucho a la pata de la esquina, por si intentaba hacer cualquier cosa por debajo de la mesa. Era un poco triste, pero tampoco querías montar un espectáculo delante de todo el mundo cuando más tarde ibas a necesitar que se olvidasen de ti.
El tipo empezó a declamar una rapsodia verborrerica que te aturulló un poco. Buscaste refugio en los ojos de Jota como si mágicamente fuese a hablar para pedirle que por favor se callase. Casi te costó recordar que era mudo, aunque por suerte el pelirrojo se calló pronto.
- No he entendido nada de lo que me has dicho -repusiste casi inmediatamente con una sonrisa-. Un criminal es un criminal en todas las islas, pero se basan en su influencia para crear emporios y pequeños dominios... Como este. Te contestaría a algo más, pero de verdad que apenas sí he podido comprender la primera frase. Pero aun así... No. Yo no soy del camino de los justos, sea el que sea. Soy del camino de Alice Wanderlust y de todo lo que pueda hacer para que ese camino sea completamente libre. -Hiciste una pausa, sonriendo traviesamente a Jota-. Bueno, casi lo que sea. No soy una casquivana.
¿De verdad necesitabas aclarar eso? ¿Y utilizar esa palabra exacta? Normal que no fueses capaz de socializar con normalidad.
- Vale, Jota -dijiste, sacando un pequeño cuaderno del bolso, lleno de bocetos de tatuajes que tenías pendiente enseñar a Illje en algún momento-. Si quieres puedo prestarte una hoja y así te unes a la conversación. -Rogaste con la mirada un claro "sálvame, por favor", aun sin saber si lo comprendería-. Por ejemplo, yo soy Alice. ¿Y tú?
- Sí, preséntamelo -contestaste-. ¿Por qué lo llamas Jota?
Decidiste ignorar lo de que estaba soltero. No solo te era irrelevante, sino además resultaba de tremendo mal gusto hacer de casamentera sin un mínimo de sutileza. No podías evitar mirarlo con desaprobación mientras os acercabais a la mesa. ¿Es que aquella bola de sebo no iba a tener ni una sola cualidad positiva? Por lo menos esperabas que el mudo fuese interesante, aunque... Por cómo se movía, casi podrías haber pensado que todo aquello era una treta muy mal hilada para intentar ligar contigo. Un chico extraño y tímido utilizando a su compinche para resultar un buen partido a su lado. En realidad parecía una táctica fácil, acercarse a ti a través de la benevolencia y el agravio comparativo... ¿Cómo que estaba siendo paranoico?
Te sentaste a la mesa después del negro, esperando así poder alejarte lo máximo posible de él. Fue fácil, en cierto modo, ya que se sentó al lado de Jota y la mesa era cuadrada. Perfecto de ese modo, pues solo tuviste que ponerte al otro lado del cornudo y tratar de acercarte mucho a la pata de la esquina, por si intentaba hacer cualquier cosa por debajo de la mesa. Era un poco triste, pero tampoco querías montar un espectáculo delante de todo el mundo cuando más tarde ibas a necesitar que se olvidasen de ti.
El tipo empezó a declamar una rapsodia verborrerica que te aturulló un poco. Buscaste refugio en los ojos de Jota como si mágicamente fuese a hablar para pedirle que por favor se callase. Casi te costó recordar que era mudo, aunque por suerte el pelirrojo se calló pronto.
- No he entendido nada de lo que me has dicho -repusiste casi inmediatamente con una sonrisa-. Un criminal es un criminal en todas las islas, pero se basan en su influencia para crear emporios y pequeños dominios... Como este. Te contestaría a algo más, pero de verdad que apenas sí he podido comprender la primera frase. Pero aun así... No. Yo no soy del camino de los justos, sea el que sea. Soy del camino de Alice Wanderlust y de todo lo que pueda hacer para que ese camino sea completamente libre. -Hiciste una pausa, sonriendo traviesamente a Jota-. Bueno, casi lo que sea. No soy una casquivana.
¿De verdad necesitabas aclarar eso? ¿Y utilizar esa palabra exacta? Normal que no fueses capaz de socializar con normalidad.
- Vale, Jota -dijiste, sacando un pequeño cuaderno del bolso, lleno de bocetos de tatuajes que tenías pendiente enseñar a Illje en algún momento-. Si quieres puedo prestarte una hoja y así te unes a la conversación. -Rogaste con la mirada un claro "sálvame, por favor", aun sin saber si lo comprendería-. Por ejemplo, yo soy Alice. ¿Y tú?
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—Porque ese es su nombre—le contesta.
Desde el primer momento te pareció que Guille no era muy observador. Quizá por eso era tan echado para alante, sin importarle lo más mínimo lo extraño de su aspecto físico, sus maneras y sus manías. Nunca, ni desde el primer momento, te pareció que fuese malo -aunque eso casi lo aplicabas a todo el mundo- pero sí te pareció un inconsciente. Un bendito idiota con mucha suerte.
Tú, en cambio, notas cuán incómoda es la situación; más para ella que para ti, y te pones a pensar qué podrías hacer para solucionar todo aquello. Ella te agrada, de momento, y no te gusta en absoluto que la gente no esté a gusto como norma general. Siempre fuiste demasiado bueno.
Aunque no tuviste nunca demasiada suerte.
—Bueno, hay leyes y leyes.—Se levanta, con los brazos en alto y haciendo girar la silla— Lo que en un sitio es un delito, en otro es simplemente una arducia comercial. ¡Ah, ¿quién puede decir que el espíritu emprendedor no deba romper unas cuantas leyes?! Ya sean divinas, o humanas —añade dándose la vuelta con un dedo levantado a los cielos, a su público, interrumpiendo como si su aparte no se escuchara en voz alta—. Pero esas,—termina, dando un dramático giro antes de volver a sentarse— son una declaración muy sensata y otra muy decepcionante.
Estás mirando al vacío que has invocado en mitad de la mesa, uno en el que te refugias, esperando a ser tragado para evadir la vergúenza. Suspiras, y vuelves a la realidad cuando la muchacha te ofrece el trozo de papel. Desde luego es mucho más cómodo que usar la pizarra para la que apenas te queda ya tiza. Ya habrá tiempo de preguntarle acerca de esos maravillosos trazos después de lo importante.
Escribes, y cubres tu texto con tu cuerpo cuando la oblonga masa de Guille se inclina para ver qué estás escribiendo mientras lo haces. Le miras, molesto, porque no es la primera vez que lo hace ni la última que tendrías que recordarle lo que ya escribiste antes. Que aquello era como meterle la mano en la boca a alguien mientras hablaba. Le deslizas el papel al finalizar, y lo lee entrecerrando los ojillos.
—"Estás repitiendo lo de las viudas con Alice"—repite, como asimilándolo—. ¡Eso no es verdad! —se queja, ofendido, con la mano hundida entre los pechos—. Esas jóvenes viudas necesitan amor tras tanta tragedia, y aunque podría aceptar que te pareciese algo impropio, y quizás que lo fuese, pero no es lo mismo. ¿Cómo podría todo esto —se abarca entero— haberla hecho sentir incómoda? ¡Yo que encima te la arrimo escuchando los desesperados gritos de tu solitario corazón!
Le miras, como todos en el local, pero a diferencia de todos no hay ni pena, ni vergüenza ajena, ni tirria. No. Hay una sonrisa de agradecimiento, un breve gesto de camaradería y agradecimiento tocándole el brazo. Agradecimiento no porque lo que haya hecho sea correcto, si no por la intención detrás de todo lo incómodo, lo dramático y lo reprochable.
Y se para la escena. Y ves como el drama que esperaba ver crecido en caótica espiral se detiene, volviéndose a sentar. Le ves pensar, casi lo escuchas, y el rostro que nunca busca perdón ni justificación se ablanda al pensar cómo podrían sentirse otros que no son él ni como él.
—Bueno, iba todo de buenas —os dice, y tú sabes que eso es lo más cercano que puede estar a pedir perdón. Afortunadamente para él, tiene bajo la manga una salida de escena—. Voy a ver por qué tarda tanto la comida.
Y se va; lo hace para no sentirse que no es él. Le vuelves la cara a Alice, inclinando el gesto a modo de disculpa... bueno, por todo.
"Yo soy Joseph, 'J', y el es Guille. Y juntos somos "Gé y Jota", duo médico dinámico." Sonriés, enseñándole lo unico que es tu voz. "¿Te gustaría ayudar a los heridos de la catástrofe?"
Casi te arrepientes ir tan al grano, pero se necesitan muchas manos. Y soportar a Guille solo, es a veces más cansado que el propio trabajo.
Desde el primer momento te pareció que Guille no era muy observador. Quizá por eso era tan echado para alante, sin importarle lo más mínimo lo extraño de su aspecto físico, sus maneras y sus manías. Nunca, ni desde el primer momento, te pareció que fuese malo -aunque eso casi lo aplicabas a todo el mundo- pero sí te pareció un inconsciente. Un bendito idiota con mucha suerte.
Tú, en cambio, notas cuán incómoda es la situación; más para ella que para ti, y te pones a pensar qué podrías hacer para solucionar todo aquello. Ella te agrada, de momento, y no te gusta en absoluto que la gente no esté a gusto como norma general. Siempre fuiste demasiado bueno.
Aunque no tuviste nunca demasiada suerte.
—Bueno, hay leyes y leyes.—Se levanta, con los brazos en alto y haciendo girar la silla— Lo que en un sitio es un delito, en otro es simplemente una arducia comercial. ¡Ah, ¿quién puede decir que el espíritu emprendedor no deba romper unas cuantas leyes?! Ya sean divinas, o humanas —añade dándose la vuelta con un dedo levantado a los cielos, a su público, interrumpiendo como si su aparte no se escuchara en voz alta—. Pero esas,—termina, dando un dramático giro antes de volver a sentarse— son una declaración muy sensata y otra muy decepcionante.
Estás mirando al vacío que has invocado en mitad de la mesa, uno en el que te refugias, esperando a ser tragado para evadir la vergúenza. Suspiras, y vuelves a la realidad cuando la muchacha te ofrece el trozo de papel. Desde luego es mucho más cómodo que usar la pizarra para la que apenas te queda ya tiza. Ya habrá tiempo de preguntarle acerca de esos maravillosos trazos después de lo importante.
Escribes, y cubres tu texto con tu cuerpo cuando la oblonga masa de Guille se inclina para ver qué estás escribiendo mientras lo haces. Le miras, molesto, porque no es la primera vez que lo hace ni la última que tendrías que recordarle lo que ya escribiste antes. Que aquello era como meterle la mano en la boca a alguien mientras hablaba. Le deslizas el papel al finalizar, y lo lee entrecerrando los ojillos.
—"Estás repitiendo lo de las viudas con Alice"—repite, como asimilándolo—. ¡Eso no es verdad! —se queja, ofendido, con la mano hundida entre los pechos—. Esas jóvenes viudas necesitan amor tras tanta tragedia, y aunque podría aceptar que te pareciese algo impropio, y quizás que lo fuese, pero no es lo mismo. ¿Cómo podría todo esto —se abarca entero— haberla hecho sentir incómoda? ¡Yo que encima te la arrimo escuchando los desesperados gritos de tu solitario corazón!
Le miras, como todos en el local, pero a diferencia de todos no hay ni pena, ni vergüenza ajena, ni tirria. No. Hay una sonrisa de agradecimiento, un breve gesto de camaradería y agradecimiento tocándole el brazo. Agradecimiento no porque lo que haya hecho sea correcto, si no por la intención detrás de todo lo incómodo, lo dramático y lo reprochable.
Y se para la escena. Y ves como el drama que esperaba ver crecido en caótica espiral se detiene, volviéndose a sentar. Le ves pensar, casi lo escuchas, y el rostro que nunca busca perdón ni justificación se ablanda al pensar cómo podrían sentirse otros que no son él ni como él.
—Bueno, iba todo de buenas —os dice, y tú sabes que eso es lo más cercano que puede estar a pedir perdón. Afortunadamente para él, tiene bajo la manga una salida de escena—. Voy a ver por qué tarda tanto la comida.
Y se va; lo hace para no sentirse que no es él. Le vuelves la cara a Alice, inclinando el gesto a modo de disculpa... bueno, por todo.
"Yo soy Joseph, 'J', y el es Guille. Y juntos somos "Gé y Jota", duo médico dinámico." Sonriés, enseñándole lo unico que es tu voz. "¿Te gustaría ayudar a los heridos de la catástrofe?"
Casi te arrepientes ir tan al grano, pero se necesitan muchas manos. Y soportar a Guille solo, es a veces más cansado que el propio trabajo.
Arqueaste ambas cejas, arrugando la frente de forma intencionada mientras parpadeabas incrédula. ¿De dónde había salido aquel tipo? No querías decir nada, pero la situación poco a poco te iba superando y sentías la imperiosa necesidad de hacer que se callara de alguna forma. En lugar de eso, tan solo atendiste al mudo mientras escribía. Parecía molestarle que su compañero mirase el papel, por lo que simplemente mantuviste la mirada en ningún sitio en particular. Tu vaso, un cliente que caminaba, las caras de la gente a tu alrededor e incluso los elegantes movimientos de las manos de Jota. Aunque cada vez que acababas ahí volvías a apartar la mirada, no queriendo molestarlo.
- No hay leyes y leyes -explicaste-. Fuera de tecnicismos y matices de cada lado hay una serie de reglas de convivencia que se aplican de la misma forma en todas partes. -No sabías ni por qué le contestabas tras tanto rato. Quizá para que dejase de mirar lo que escribía su acompañante, aunque parecía inútil-. Por ejemplo: Matar, robar y agredir son crímenes universales. Los límites de la extorsión y las amenazas tal vez sean más o menos laxos según la isla en la que estés, o el concepto de estafa distinto... ¡Y aunque fuera una casquivana no me iría contigo! Ni siquiera me tratas como a una persona, solo como a un cacho de carne. Te daré dos consejos que a lo mejor te ayudan a conseguir que alguna chica facilona, ciega, sorda y sin olfato se acerque a ti: Respeta y no toques. A nadie le gusta que un desconocido le ponga la mano encima, ¡por el amor de Dios!
Bufaste profundamente cuando comenzó la conversación entre los amigos. No sabías qué era eso de las viudas, pero al parecer sí que estaba actuando como una casamentera... Eso, o era alguna treta para disimular su orgullo herido tratando de meter a Jota en acción. En cualquier caso lo agradecías, parecía mucho más interesante que el otro y como mínimo más educado.
Casi te sorprendió que el pelinegro no estuviese molesto con su compañero, pero lo miró con una sonrisa y entonces comenzó a hablar contigo. A escribir, más bien. Te costaba no mirar mientras lo hacía, así que decidiste tratar de entablar un cierto contacto visual. Era complicado, dado que la escritura requería cierta atención al papel, pero te aseguraste de que cuando hubiera terminado estar esperando a cruzar miradas. Al menos, hasta que tuviste que leer tú.
- Joseph -entonaste, diciéndolo en voz alta. Quizá no lo oía demasiadas veces-. Es un nombre bonito. Y... Siento decir esto, pero no soy la mejor ayudando a los heridos -confesaste-. No soporto especialmente bien la sangre. No al menos si tengo que pensar en ello, vaya. Además no tengo mucha idea de primeros auxilios y dudo que sea de mucha utilidad. Soy más hábil, y con diferencia, construyendo bártulos y armas. Ya sabes, robots de varios metros con armas y grúas y cosas chulísimas. -Te percataste de que habías empezado a hacer aspavientos-. Normalmente. También hago algún trabajillo cazando piratas a veces, para financiar mis investigaciones. -Luego, acotaste-. El dinero de papá no dura para siempre. En fin, cambiando de tema, ¿entonces eres médico? No lo pareces. Sin ánimo de ofender, pero... No tienes cara de médico, es como que te falta algo.
- No hay leyes y leyes -explicaste-. Fuera de tecnicismos y matices de cada lado hay una serie de reglas de convivencia que se aplican de la misma forma en todas partes. -No sabías ni por qué le contestabas tras tanto rato. Quizá para que dejase de mirar lo que escribía su acompañante, aunque parecía inútil-. Por ejemplo: Matar, robar y agredir son crímenes universales. Los límites de la extorsión y las amenazas tal vez sean más o menos laxos según la isla en la que estés, o el concepto de estafa distinto... ¡Y aunque fuera una casquivana no me iría contigo! Ni siquiera me tratas como a una persona, solo como a un cacho de carne. Te daré dos consejos que a lo mejor te ayudan a conseguir que alguna chica facilona, ciega, sorda y sin olfato se acerque a ti: Respeta y no toques. A nadie le gusta que un desconocido le ponga la mano encima, ¡por el amor de Dios!
Bufaste profundamente cuando comenzó la conversación entre los amigos. No sabías qué era eso de las viudas, pero al parecer sí que estaba actuando como una casamentera... Eso, o era alguna treta para disimular su orgullo herido tratando de meter a Jota en acción. En cualquier caso lo agradecías, parecía mucho más interesante que el otro y como mínimo más educado.
Casi te sorprendió que el pelinegro no estuviese molesto con su compañero, pero lo miró con una sonrisa y entonces comenzó a hablar contigo. A escribir, más bien. Te costaba no mirar mientras lo hacía, así que decidiste tratar de entablar un cierto contacto visual. Era complicado, dado que la escritura requería cierta atención al papel, pero te aseguraste de que cuando hubiera terminado estar esperando a cruzar miradas. Al menos, hasta que tuviste que leer tú.
- Joseph -entonaste, diciéndolo en voz alta. Quizá no lo oía demasiadas veces-. Es un nombre bonito. Y... Siento decir esto, pero no soy la mejor ayudando a los heridos -confesaste-. No soporto especialmente bien la sangre. No al menos si tengo que pensar en ello, vaya. Además no tengo mucha idea de primeros auxilios y dudo que sea de mucha utilidad. Soy más hábil, y con diferencia, construyendo bártulos y armas. Ya sabes, robots de varios metros con armas y grúas y cosas chulísimas. -Te percataste de que habías empezado a hacer aspavientos-. Normalmente. También hago algún trabajillo cazando piratas a veces, para financiar mis investigaciones. -Luego, acotaste-. El dinero de papá no dura para siempre. En fin, cambiando de tema, ¿entonces eres médico? No lo pareces. Sin ánimo de ofender, pero... No tienes cara de médico, es como que te falta algo.
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Agudeza
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Energía
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Akuma no mi
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Que te falta algo, te dice. Tiene gracia, ¿verdad? No es la primera vez que lo hacen, pero has aprendido a tomarte cada palo, por duro que fuese, como si estuviesen hechos de regaliz. ¡Ag, que amargo! ¿A quién podría gustarle el regaliz? Sonríes, y te llevas una mano a la barbilla y otra al codo, doblándote hacia un lado en un esfuerzo muy notorio y forzado por hacer que piensas.
"¡¿Qué podría ser, qué podría ser?!" ¡Ya lo tienes! Resuelves, dando un leve golpecito con el puño sobre la mano extendida. Cojes la pesada maleta de exterior algo sucio, porque ya bastante tienes con limpiar bien el interior y su contenido, y rebuscas en tu equipo el atrezzo. Sacas una jeringa vacía y pones cara de malo, extendiendo la mandíbula inferior en una macabra sonrisa de loco. Los subtitulos de la película que te has montado dirían algo como "¡Muaajajaja, nada podrá detener mis experimentos ahora!".
Luego lo guardas, como si no hubiera pasado nada, y en vis comica añades al escrito.
"En teoría, me falta el título. Un detallito sin importancia".
Aunque sabes que no lo es. Que es una espina clavada dolorosamente en tu corazón resplandeciente. Hiciste lo que pudiste, pero aquello no fue suficiente. Desde luego poco de lo que haces suele serlo. Pero eso es mejor que nada, ¿verdad? No quieres seguir hablando, si es que hablaras, de ti mismo. Ella es mucho más interesante, sobretodo después de cómo ha demostrado tener los pies en la tierra, arraigados con la voluntad de hacerse valer con soberbia educación.
"¿Qué estás investigando ahora?" Le preguntas, con verdadero interés, pese a que lo poco que sabes del mundo apenas te permita seguir lo que vaya diciendo. Aun así, lo poco que ya ha dicho, y lo mucho que se ha movido para hacerlo, demuestra una verdadera pasión. Pocas cosas hay mejor que escuchar a alguien que trabaja en lo que le gusta. Quizás aportarle algo, aunque rara vez se te plantea esa bendita ocasión.
Lo que se te presenta con más frecuencia es sin duda cómo podrían aplicarse los conocimientos de las personas, si tuvieran la suficiente bondad como para colaborar entre ellos, por mejorar este mundo. Si una fracción del interés de la mayoría de científicos gubernamentales fueran enfocados a la mejora de sus gentes en lugar de la defensa de sus fronteras, este mundo sería un lugar mucho mejor. Si quedase mundo sin ese cómputo destinado a defensa, claro. A tí te gusta pensar que las cosas no son tan malas como se cuentan. Eres un soñador, un visionario, y un idiota.
"¡¿Qué podría ser, qué podría ser?!" ¡Ya lo tienes! Resuelves, dando un leve golpecito con el puño sobre la mano extendida. Cojes la pesada maleta de exterior algo sucio, porque ya bastante tienes con limpiar bien el interior y su contenido, y rebuscas en tu equipo el atrezzo. Sacas una jeringa vacía y pones cara de malo, extendiendo la mandíbula inferior en una macabra sonrisa de loco. Los subtitulos de la película que te has montado dirían algo como "¡Muaajajaja, nada podrá detener mis experimentos ahora!".
Luego lo guardas, como si no hubiera pasado nada, y en vis comica añades al escrito.
"En teoría, me falta el título. Un detallito sin importancia".
Aunque sabes que no lo es. Que es una espina clavada dolorosamente en tu corazón resplandeciente. Hiciste lo que pudiste, pero aquello no fue suficiente. Desde luego poco de lo que haces suele serlo. Pero eso es mejor que nada, ¿verdad? No quieres seguir hablando, si es que hablaras, de ti mismo. Ella es mucho más interesante, sobretodo después de cómo ha demostrado tener los pies en la tierra, arraigados con la voluntad de hacerse valer con soberbia educación.
"¿Qué estás investigando ahora?" Le preguntas, con verdadero interés, pese a que lo poco que sabes del mundo apenas te permita seguir lo que vaya diciendo. Aun así, lo poco que ya ha dicho, y lo mucho que se ha movido para hacerlo, demuestra una verdadera pasión. Pocas cosas hay mejor que escuchar a alguien que trabaja en lo que le gusta. Quizás aportarle algo, aunque rara vez se te plantea esa bendita ocasión.
Lo que se te presenta con más frecuencia es sin duda cómo podrían aplicarse los conocimientos de las personas, si tuvieran la suficiente bondad como para colaborar entre ellos, por mejorar este mundo. Si una fracción del interés de la mayoría de científicos gubernamentales fueran enfocados a la mejora de sus gentes en lugar de la defensa de sus fronteras, este mundo sería un lugar mucho mejor. Si quedase mundo sin ese cómputo destinado a defensa, claro. A tí te gusta pensar que las cosas no son tan malas como se cuentan. Eres un soñador, un visionario, y un idiota.
En lo que te pareció un peculiar y perturbador ejercicio de mímica, Joseph tomó su maletín para sacar una aguja y puso lo que debía ser una mueca terrible. Bueno, lo que el mudo bonachón debía creer que era una mueca terrible. Tú te quedaste mirándolo por un momento, sin saber cómo reaccionar del todo, pero finalmente te decantaste por una discreta risa que enmascaraba una carcajada.
- ¡No, tonto! -respondiste al final, aún risueña-. El estetoscopio, la bata, el bigote de morsa...
Te diste cuenta de que eso último no era imprescindible para convertirse en doctor, pero sí se trataba de una moda muy establecida entre los practicantes de English Garden. Conocías unos cuantos médicos, todos ellos con un orgulloso mostacho nutrido y peludo como una brocha para pintar paredes. Algunos incluso tenían el vello tan recio que habrías jurado que con sus educados saludos iban a erosionarte el dorso de la mano, aunque eso nunca había llegado a suceder. Simplemente se trataba de una experiencia un tanto desagradable, pero poco más.
Si embargo Joseph parecía bastante abierto y reconoció que en efecto le faltaba una cosa para ser médico: El título. Si había aprendido por su cuenta o había dejado la escuela de medicina en algún momento era una pregunta ya demasiado indiscreta, así que no indagaste más en el tema. Él, por su parte, comenzó a preguntar sobre ti. Literalmente, comenzó. Cuando uno era mudo no podía andarse por las ramas, entendiste, pero al mismo tiempo te obligaba a sintetizar un mundo de pensamientos en el menor número de palabras; al menos, si pretendías comunicarte con efectividad.
Su pregunta era simple. Con muchos vértices, pero simple. Qué investigabas. ¿Las funcionalidades de tu poder? Ni siquiera le habías hablado de eso -de hecho, solías evitar hablar de eso-. ¿Tus prototipos? Quizá, aunque ahí donde estabas preferías no mencionar es clase de investigaciones. No, sin duda alguna, en Yellow Spice no. ¿Pero de verdad podía pedirte el médico mudo con aspecto perturbadoramente bonachón que le hablaras de sucio trabajo de cazarrecompensas? Te habías acostumbrado con el tiempo a un desprecio velado de algunas personas hacia tu trabajo -en lo esencial lo considerabas un negocio más que un trabajo- y un cierto recelo de la mayoría de gente a tu alrededor. En realidad, seguramente le estabas dando demasiadas vueltas a todo aquello: Él solo intentaba ser educado.
- Capers -contestaste sin tapujos-. Alguien lo ha matado, y la forma más rápida de conseguir fondos en esta isla es encontrar a su asesino y entregárselo a la gente correcta. -Evadiste meticulosamente que no sabías muy bien cómo encontrar a la gente correcta-. Capers no deja de ser u señor del crimen con dinero e influencia; no debería tener muchos problemas para ganar un par de millones de uno de sus viejos amigos. Y si no, seguramente lo haya matado un criminal y podría entregárselo al Gremio, ¿no? Más seguro.
Te reíste. No solías decir abiertamente a qué te dedicabas, pero en Yellow Spice ya te habían visto cargar a tres delincuentes en tu barco. No creías que mucha gente se acordase de eso, pero tampoco cambiaba gran cosa ser clara.
- ¡No, tonto! -respondiste al final, aún risueña-. El estetoscopio, la bata, el bigote de morsa...
Te diste cuenta de que eso último no era imprescindible para convertirse en doctor, pero sí se trataba de una moda muy establecida entre los practicantes de English Garden. Conocías unos cuantos médicos, todos ellos con un orgulloso mostacho nutrido y peludo como una brocha para pintar paredes. Algunos incluso tenían el vello tan recio que habrías jurado que con sus educados saludos iban a erosionarte el dorso de la mano, aunque eso nunca había llegado a suceder. Simplemente se trataba de una experiencia un tanto desagradable, pero poco más.
Si embargo Joseph parecía bastante abierto y reconoció que en efecto le faltaba una cosa para ser médico: El título. Si había aprendido por su cuenta o había dejado la escuela de medicina en algún momento era una pregunta ya demasiado indiscreta, así que no indagaste más en el tema. Él, por su parte, comenzó a preguntar sobre ti. Literalmente, comenzó. Cuando uno era mudo no podía andarse por las ramas, entendiste, pero al mismo tiempo te obligaba a sintetizar un mundo de pensamientos en el menor número de palabras; al menos, si pretendías comunicarte con efectividad.
Su pregunta era simple. Con muchos vértices, pero simple. Qué investigabas. ¿Las funcionalidades de tu poder? Ni siquiera le habías hablado de eso -de hecho, solías evitar hablar de eso-. ¿Tus prototipos? Quizá, aunque ahí donde estabas preferías no mencionar es clase de investigaciones. No, sin duda alguna, en Yellow Spice no. ¿Pero de verdad podía pedirte el médico mudo con aspecto perturbadoramente bonachón que le hablaras de sucio trabajo de cazarrecompensas? Te habías acostumbrado con el tiempo a un desprecio velado de algunas personas hacia tu trabajo -en lo esencial lo considerabas un negocio más que un trabajo- y un cierto recelo de la mayoría de gente a tu alrededor. En realidad, seguramente le estabas dando demasiadas vueltas a todo aquello: Él solo intentaba ser educado.
- Capers -contestaste sin tapujos-. Alguien lo ha matado, y la forma más rápida de conseguir fondos en esta isla es encontrar a su asesino y entregárselo a la gente correcta. -Evadiste meticulosamente que no sabías muy bien cómo encontrar a la gente correcta-. Capers no deja de ser u señor del crimen con dinero e influencia; no debería tener muchos problemas para ganar un par de millones de uno de sus viejos amigos. Y si no, seguramente lo haya matado un criminal y podría entregárselo al Gremio, ¿no? Más seguro.
Te reíste. No solías decir abiertamente a qué te dedicabas, pero en Yellow Spice ya te habían visto cargar a tres delincuentes en tu barco. No creías que mucha gente se acordase de eso, pero tampoco cambiaba gran cosa ser clara.
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Te hace gracia. Incluso se podría decirte que te hace feliz. Un breve sentimiento que te hace darle vueltas en tu cabeza qué podría empezar todo aquello si las cosas fuesen bien, por el camino correcto, debido y justo; pero sabes bien ni que va a salir nada así ni que nada de aquello podría ser real. Eres un agente del gobierno. Un CP. Y como tal te debes a ciertas reglas que otros se toman demasiado a la ligera, pero que tú no.
La palabra te pilla por sorpresa. Durante un breve momento se hace eco en tu cráneo como unas siglas, un término científico, un autor o, bueno, cualquier cosa que no sea él. Luego la aclaración matiza el pensamiento a una figura, un personaje, un criminal que para tu desgracia conoces demasiado bien. Al fin y al cabo por eso estás aquí. Por él. Tu sonrisa se curva un poco, tanto que a tí te es imperceptible, pero quizás a otro de ojos de plata no.
Si supieran que no está muerto, y no es que hayas tenido tiempo de informarlo, podrías meterte en problemas. Muchos más cuando supìesen que has intervenido en su curación. Pero tú no tienes la culpa, ¿no? Él solo era un tipo de piel quemada e infecta, ¿cómo ibas a saberlo? Y, además, sigue siendo una persona. Un criminal, sí, pero... habiendo muerto, ¿no significaba todo aquello una oportunidad para comenzar una nueva vida? A veces confiabas demasiado en la humanidad, especialmente de aquellos que carecían de ella, pero en cierta manera te gustaba hacerlo. O bien preferías hacerlo.
Asientes, con los ojos algo más abierto de costumbre, algo pasmado -lo cual no te hace falta fingir-. Concretas.
"Me refería a los dibujos. ¿Son planos y esquemas, no?"
Esperas una respuesta. Y aunque lo haces poniendo toda tu atención en ella, parte de tu cabeza, despreocupada ahora de la resposnabilidad de arreglar tanta violencia y tanta muerte, se retuerce. Es como si no te gustase estar tranquilo. Siempre tienes que tener algo, ya lo decía tu madre. Siempre había algo que te molestaba, ya fuera un vecino que empezaba a cojear o una muchacha que se sentía triste porque el novio la había dejado. Un gato callejero, un pajarito caído del nido; niños de otras islas que no tenían qué comer.
¿Qué pasaría si por tu culpa el criminal volviese a alzarse buscando venganza? Todos los planes del gobierno, que no conocías pero que sabías que estaban ahí, se irían al traste. Y le debías todo a la institución de las mil naciones. Tu familia se lo debía.
La palabra te pilla por sorpresa. Durante un breve momento se hace eco en tu cráneo como unas siglas, un término científico, un autor o, bueno, cualquier cosa que no sea él. Luego la aclaración matiza el pensamiento a una figura, un personaje, un criminal que para tu desgracia conoces demasiado bien. Al fin y al cabo por eso estás aquí. Por él. Tu sonrisa se curva un poco, tanto que a tí te es imperceptible, pero quizás a otro de ojos de plata no.
Si supieran que no está muerto, y no es que hayas tenido tiempo de informarlo, podrías meterte en problemas. Muchos más cuando supìesen que has intervenido en su curación. Pero tú no tienes la culpa, ¿no? Él solo era un tipo de piel quemada e infecta, ¿cómo ibas a saberlo? Y, además, sigue siendo una persona. Un criminal, sí, pero... habiendo muerto, ¿no significaba todo aquello una oportunidad para comenzar una nueva vida? A veces confiabas demasiado en la humanidad, especialmente de aquellos que carecían de ella, pero en cierta manera te gustaba hacerlo. O bien preferías hacerlo.
Asientes, con los ojos algo más abierto de costumbre, algo pasmado -lo cual no te hace falta fingir-. Concretas.
"Me refería a los dibujos. ¿Son planos y esquemas, no?"
Esperas una respuesta. Y aunque lo haces poniendo toda tu atención en ella, parte de tu cabeza, despreocupada ahora de la resposnabilidad de arreglar tanta violencia y tanta muerte, se retuerce. Es como si no te gustase estar tranquilo. Siempre tienes que tener algo, ya lo decía tu madre. Siempre había algo que te molestaba, ya fuera un vecino que empezaba a cojear o una muchacha que se sentía triste porque el novio la había dejado. Un gato callejero, un pajarito caído del nido; niños de otras islas que no tenían qué comer.
¿Qué pasaría si por tu culpa el criminal volviese a alzarse buscando venganza? Todos los planes del gobierno, que no conocías pero que sabías que estaban ahí, se irían al traste. Y le debías todo a la institución de las mil naciones. Tu familia se lo debía.
Fue relativamente sencillo ver en la curva de sus labios que ocultaba algo. Mencionar el nombre y que con meticulosa cautela apenas dejase que su gesto se alterase, pero con cierto orgullo bajo ella. ¿Orgullo? En realidad no lo tenías claro, pero si estabas delante del asesino de Capers de pronto te sentirías un poco mal cuando tuvieses que cobrar por él. No te faltaba tanto dinero como para que fuese una necesidad delatarlo; es más, tan solo sabías que estaba implicado. ¿Quién te decía que no era él el contacto que debías hacer para cobrar una pequeña fortuna? Le devolviste la misma sonrisa capciosa y dejaste que el sonido de la pluma sobre el papel se impusiera por un momento.
Cambió de tema. A Joseph no parecía agradarle hablar de Capers, por lo que se tomó la libertad de desviar la conversación con total desvergüenza. Aunque, la verdad, no entendías cómo iba a hablar con sutileza alguien que no era capaz de articular palabra. Estaba limitado a una única dimensión del habla, sin pausas dramáticas ni tonos confusos. Sin habla, el doctor -o cuasi doctor- no tenía más remedio que ser directo. Y le daba cierto encanto, para qué mentir. Por lo menos no tenías que indagar detrás de sus motivos, ya los dejaba él meridianamente claros con cada trazo sobre el papel.
- Esa no es la libreta de las investigaciones -repusiste-. Es la de los bocetos. Una de las pocas cosas que podía hacer de niña sin peligro era pintar, y me ha quedado la costumbre. -Le robaste la libreta, acercándola al centro de la mesa para poder verla con claridad-. Desde que empecé a viajar apenas pinto en grandes formatos. Entre otras cosas porque no tengo dónde guardarlos y la pintura asienta muy mal en alta mar.
Arrancaste un par de hojas y se las tendiste antes de cerrar la libreta entre tus dedos delicados. No querías robarle su voz, pero para enseñársela no te quedaba más remedio que guiar tú el viaje.
- El primer dibujo siempre es un autorretrato -explicaste, levantando la tapa. Era tu cuerpo completo, desnudo pero sin detallar a nivel anatómico, flotado en un vendaval de plumas-. No sé por qué me dio por pintarme así; acababa de cruzar la Reverse Mountain cuando lo hice, hace ya más de un año. Me sentía libre como nunca, y de pronto me vi en un espejo... Bueno, no quiero aburrirte con mis cosas. -Pasaste la página, dejando ver un caballo... El que llevabas a la espalda, de hecho. Dibujos en tinta de libros, relojes, brújulas... Casi todo lo que te gustaba-. Este es especial. -Era un retrato de Surya. De cómo lo recordabas, al menos-. Te va a sonar raro, pero solía ser mi ángel de la guarda. Venía del reino de los cielos gobernado por Dios y... Bueno, mejor seguimos que vas a pensar que estoy loca. -Pasaste un par de páginas, mostrando diseños que aún tenías pendiente decidir si querías o no en tu piel, y un montón de cosas de Arabasta-. Esta chica es como me imaginé a una antigua reina de Arabasta, ¿sabes? Morena, preciosa y con el ojo de Horus a modo de diadema. Oh, oh, ¡Y este! -susurraste casi gritando de emoción-. Esta es una mariposa que se posó en la libreta mientras dibujaba. Se quedó ahí posada hasta que terminé de retratarla y se marchó, la muy coqueta.
Sonreías como una idiota al recordar ese momento. También con el siguiente, que era el Sargento Botas Peludas. Sí, por mucho que dijeras, se llamaba así.
- Este es Wallace, mi gato, y NO se llama Sargento Botas Peludas. Por si te lo estabas preguntando -aclaraste-. Lo tengo desde los catorce años, y es como un peluche hecho animal. Más cariñoso... Nunca me deja sola si estoy por el barco. Y... Bueno, porque es demasiado perezoso para seguirme a todas partes o estaría aquí también.
Quedaban pocos dibujos, que fuiste explicando uno a uno, señalando cuáles eran pruebas de futuros tatuajes. Sobre todo, el retrato de la reina. Ese iba a tu antebrazo con toda seguridad.
Cambió de tema. A Joseph no parecía agradarle hablar de Capers, por lo que se tomó la libertad de desviar la conversación con total desvergüenza. Aunque, la verdad, no entendías cómo iba a hablar con sutileza alguien que no era capaz de articular palabra. Estaba limitado a una única dimensión del habla, sin pausas dramáticas ni tonos confusos. Sin habla, el doctor -o cuasi doctor- no tenía más remedio que ser directo. Y le daba cierto encanto, para qué mentir. Por lo menos no tenías que indagar detrás de sus motivos, ya los dejaba él meridianamente claros con cada trazo sobre el papel.
- Esa no es la libreta de las investigaciones -repusiste-. Es la de los bocetos. Una de las pocas cosas que podía hacer de niña sin peligro era pintar, y me ha quedado la costumbre. -Le robaste la libreta, acercándola al centro de la mesa para poder verla con claridad-. Desde que empecé a viajar apenas pinto en grandes formatos. Entre otras cosas porque no tengo dónde guardarlos y la pintura asienta muy mal en alta mar.
Arrancaste un par de hojas y se las tendiste antes de cerrar la libreta entre tus dedos delicados. No querías robarle su voz, pero para enseñársela no te quedaba más remedio que guiar tú el viaje.
- El primer dibujo siempre es un autorretrato -explicaste, levantando la tapa. Era tu cuerpo completo, desnudo pero sin detallar a nivel anatómico, flotado en un vendaval de plumas-. No sé por qué me dio por pintarme así; acababa de cruzar la Reverse Mountain cuando lo hice, hace ya más de un año. Me sentía libre como nunca, y de pronto me vi en un espejo... Bueno, no quiero aburrirte con mis cosas. -Pasaste la página, dejando ver un caballo... El que llevabas a la espalda, de hecho. Dibujos en tinta de libros, relojes, brújulas... Casi todo lo que te gustaba-. Este es especial. -Era un retrato de Surya. De cómo lo recordabas, al menos-. Te va a sonar raro, pero solía ser mi ángel de la guarda. Venía del reino de los cielos gobernado por Dios y... Bueno, mejor seguimos que vas a pensar que estoy loca. -Pasaste un par de páginas, mostrando diseños que aún tenías pendiente decidir si querías o no en tu piel, y un montón de cosas de Arabasta-. Esta chica es como me imaginé a una antigua reina de Arabasta, ¿sabes? Morena, preciosa y con el ojo de Horus a modo de diadema. Oh, oh, ¡Y este! -susurraste casi gritando de emoción-. Esta es una mariposa que se posó en la libreta mientras dibujaba. Se quedó ahí posada hasta que terminé de retratarla y se marchó, la muy coqueta.
Sonreías como una idiota al recordar ese momento. También con el siguiente, que era el Sargento Botas Peludas. Sí, por mucho que dijeras, se llamaba así.
- Este es Wallace, mi gato, y NO se llama Sargento Botas Peludas. Por si te lo estabas preguntando -aclaraste-. Lo tengo desde los catorce años, y es como un peluche hecho animal. Más cariñoso... Nunca me deja sola si estoy por el barco. Y... Bueno, porque es demasiado perezoso para seguirme a todas partes o estaría aquí también.
Quedaban pocos dibujos, que fuiste explicando uno a uno, señalando cuáles eran pruebas de futuros tatuajes. Sobre todo, el retrato de la reina. Ese iba a tu antebrazo con toda seguridad.
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No puedes ocultar tu inicial decepción. Tus cejas bajan de sopetón, e incluso comienza a formarse un mohín de impotencia más propio de un niño pequeño. Entonces, todo se invierte. ¡¿Cómo que dibuja?! ¡Ah bendito sea el destino, por traer a una persona con tanta belleza en tu camino! Casi quieres quitarle la libreta de las manos, pero siendo artista sabes cuán vulnerable es uno mostrando su arte, y cuán nervioso se pone uno cuando cojen con demasiado entusiasmo tus dossiers.
Te pones las manos a la espalda, por si acaso, cruzadas, e intentas no meter la cabeza- ni los cuernos- demasiado en su espacio. Observas con atención cada trazo, asintiendo a los comentarios mientras contemplas el talento puro y duramente pulido. Es mejor que tú, pero sabes bien que eso lo piensas de todos los artistas -quizás es la maldición que comparten todos. Y poco a poco, a medida que sus finos dedos señalan el arte que ha traído ha este mundo, que ha plasmado sobre el papel, poco a poco tu atención se desvía a su anatomía.
Pero no lo hace de la forma que lo harían otros. No. Eres apropiado. Aunque, realmente, lo que estás haciendo ahora mismo es lo más inapropiado de todo. Intentas volver la vista a los dibujos, los oídos a su voz, pero tu mente rumia como suele hacerlo cuando se preocupa. No es la primera vez que te pasa.
Recuerdas aquella primera vez que le dijiste a un compañero que ese lunar no tenía buena pinta. Pronto se te echaron todos encima, no solo porque escrito las cosas tienen más peso, sino porque lo hiciste con una cara demasiado seria. Le metiste miedo, o de eso te acusó la gente en su momento. Y luego, cuando empezó la quimio, todos te culparon como si lo que habías hecho había sido la causa en lugar del diagnóstico de lo que ya estaba.
Y poco a poco empiezas a ver la verdad no solo en sus manos, si no en el progreso de su arte. Al igual que la progresión de las obras de Ms. Turner, cuyo estilo se vio enormemente influenciado por la degeneración macular, los pequeños cambios te son tremendamente evidentes. Quizá porque los buscas. Quizá incluso te los inventas presa del conocimiento anatómico del que eres dueño. Y quizá eso es bueno... porque es pronto.
Coger las cosas pronto, cuanto antes, es la clave. Aunque hacerlo muchas veces impide que la gente te crea. Entonces se obcecan, se enfadan... luego no hay nada que puedas hacer. Tienes que decirles que es demasiado tarde. Es tu culpa. Porque si se lo hubieras dicho de otra manera, si los hubieras convencido, que es tu responsabilidad como médico, como amigo, las cosas serían otras.
Pero es difícil.
Todo el disfrute, la felcidad, se diluye. Y sin darte cuenta has entrado al trabajo, donde, si bien eres amable y bueno, no hay lugar para ser normal. No. Ser un médico, incluso sin título, te requiere ser de otra forma.
Pero es muy difícil. No estás en la consulta. No ha venido a pedirte ayuda. Pero te ves forzado a ofrecérsela, a que la tome, quiera o no. Y sabes que no puedes hacer nada por obligarla. No puedes. Es algo que sabes y aceptas, pero que a la vez te niegas a aceptar. Un exquisito doblepensar.
El comentario gratuito sobre el nombre de su gato se hace hueco a las preocupaciones, pero no retumba tanto. Alguien lo llamará así, simplemente, por chincharla. Aunque, todo sea dicho de paso, es un nombre mucho mejor que Wallace.
"Son muy buenos. Debes practicar mucho. ¿Cuántas horas le dedicas al día?"
La pregunta te es... antiséptica. Pero quieres,no, necesitas, una estimación. Es un asunto delicado. Muy delicado. No desearías estar en su situación, como siempre que diagnosticas algo, y por ello eres especialmente sensible. Intentas ser amable y no darle razones para temer, pero tampcoo puedes permitir que se confíe.
"¿Puedo- " Y te quedas mirando la hoja unos segundos, molesto por tu indecisión. "- hacerte de médico?"
Y si todo comenzaba bien, le preguntaría primero por su diagnóstico.
Te pones las manos a la espalda, por si acaso, cruzadas, e intentas no meter la cabeza- ni los cuernos- demasiado en su espacio. Observas con atención cada trazo, asintiendo a los comentarios mientras contemplas el talento puro y duramente pulido. Es mejor que tú, pero sabes bien que eso lo piensas de todos los artistas -quizás es la maldición que comparten todos. Y poco a poco, a medida que sus finos dedos señalan el arte que ha traído ha este mundo, que ha plasmado sobre el papel, poco a poco tu atención se desvía a su anatomía.
Pero no lo hace de la forma que lo harían otros. No. Eres apropiado. Aunque, realmente, lo que estás haciendo ahora mismo es lo más inapropiado de todo. Intentas volver la vista a los dibujos, los oídos a su voz, pero tu mente rumia como suele hacerlo cuando se preocupa. No es la primera vez que te pasa.
Recuerdas aquella primera vez que le dijiste a un compañero que ese lunar no tenía buena pinta. Pronto se te echaron todos encima, no solo porque escrito las cosas tienen más peso, sino porque lo hiciste con una cara demasiado seria. Le metiste miedo, o de eso te acusó la gente en su momento. Y luego, cuando empezó la quimio, todos te culparon como si lo que habías hecho había sido la causa en lugar del diagnóstico de lo que ya estaba.
Y poco a poco empiezas a ver la verdad no solo en sus manos, si no en el progreso de su arte. Al igual que la progresión de las obras de Ms. Turner, cuyo estilo se vio enormemente influenciado por la degeneración macular, los pequeños cambios te son tremendamente evidentes. Quizá porque los buscas. Quizá incluso te los inventas presa del conocimiento anatómico del que eres dueño. Y quizá eso es bueno... porque es pronto.
Coger las cosas pronto, cuanto antes, es la clave. Aunque hacerlo muchas veces impide que la gente te crea. Entonces se obcecan, se enfadan... luego no hay nada que puedas hacer. Tienes que decirles que es demasiado tarde. Es tu culpa. Porque si se lo hubieras dicho de otra manera, si los hubieras convencido, que es tu responsabilidad como médico, como amigo, las cosas serían otras.
Pero es difícil.
Todo el disfrute, la felcidad, se diluye. Y sin darte cuenta has entrado al trabajo, donde, si bien eres amable y bueno, no hay lugar para ser normal. No. Ser un médico, incluso sin título, te requiere ser de otra forma.
Pero es muy difícil. No estás en la consulta. No ha venido a pedirte ayuda. Pero te ves forzado a ofrecérsela, a que la tome, quiera o no. Y sabes que no puedes hacer nada por obligarla. No puedes. Es algo que sabes y aceptas, pero que a la vez te niegas a aceptar. Un exquisito doblepensar.
El comentario gratuito sobre el nombre de su gato se hace hueco a las preocupaciones, pero no retumba tanto. Alguien lo llamará así, simplemente, por chincharla. Aunque, todo sea dicho de paso, es un nombre mucho mejor que Wallace.
"Son muy buenos. Debes practicar mucho. ¿Cuántas horas le dedicas al día?"
La pregunta te es... antiséptica. Pero quieres,no, necesitas, una estimación. Es un asunto delicado. Muy delicado. No desearías estar en su situación, como siempre que diagnosticas algo, y por ello eres especialmente sensible. Intentas ser amable y no darle razones para temer, pero tampcoo puedes permitir que se confíe.
"¿Puedo- " Y te quedas mirando la hoja unos segundos, molesto por tu indecisión. "- hacerte de médico?"
Y si todo comenzaba bien, le preguntaría primero por su diagnóstico.
La pregunta te puso alerta de inmediato. Borschman te la había hecho casi nada más conocerte, con un gesto similar. Rostro adusto, meditabundo, te estaba estudiando. Te miraste entonces a los dedos, más hastiada que molesta, encogiéndote de hombros. No era sencillo percatarse de que estaban ligeramente torcidos, en especial tu índice y corazón izquierdos, los que utilizabas para sostener el lápiz, la pluma o lo que estuvieses utilizando en aquel momento. Le sonreíste con cierta tristeza, asumiendo que era una conversación que tendrías que tener. Una conversación que, realmente, no habías tenido en años. En seis años, de hecho. Desde poco antes de abandonar English Garden.
- Depende del día -contestaste, incapaz de mostrarte indiferente-. A veces media hora, otras hora y media... Normalmente hasta que me empieza a molestar el dedo corazón. -Se lo enseñaste, ladeado, para que no pensase que dirigías a él una peineta. No estaba tan torcido; de hecho, casi te sorprendía que se hubiese dado cuenta con un tiempotan escueto, y mientras lo movías.
Pero Joseph ya había entrado en modo médico. Con cierta timidez o alguna clase de reparo, a juzgar por la pausa que hizo a mitad de la escritura, desveló su interés por hacerte de médico. Si no te hubieses fijado en sus miradas previas habrías pensado que se trataba de una artimaña para llevarte a la cama -mucho más elegante que la de su amigo, cabría señalar-, pero podías sentir la preocupación en él. De una forma que no alcanzabas a describir, en realidad, pero tu instinto te decía que estaba él bastante más preocupado que tú. Normal, al fin y al cabo; con el tiempo te habías insensibilizado a la enfermedad.
Entendías su preocupación, sin embargo. Habías visto dibujos y fotografías de gente con menos suerte que tú, personas si cabía más frágiles y con mucha menos suerte que la tuya. Tú eras fácil de reparar, lo que evitaba en gran parte que te atrofiaras, y te cuidabas. Alguna vez habías nadado, pero sobre todo hacías de forma cuidada y meticulosa todo el ejercicio que podías para que tu musculatura protegiese al débil esqueleto. Pero sabías lo que podía esperarte ante cualquier descuido, cómo podías acabar si tu peso aumentaba sin estar total y absolutamente calculado, sin una debida y necesaria preparación. Quizá por eso, más por él que por ti, aunque con cierta curiosidad, decidiste aceptar.
- Está bien -concediste, acompañando tu voz de un leve asentimiento-. La verdad es que llevo tiempo sin hacerme un chequeo en condiciones. -Te levantaste-. Pero si quieres hablar de eso va a tener que ser en algún lugar donde estemos solos.
Recogiste la libreta y sacaste la cartera del bolso, tomado suficiente dinero como para pagar la ronda a toda la taberna. Aquello debería bastar para pagar la comida que Joseph no iba a tomarse por echarte un vistazo. Lo dejaste sobre la mesa, decidida.
- Luego te invito a comer, para compensar -anunciaste-. Pero más vale que seas profesional; te advierto que me han tratado los mejores reumatólogos del North Blue.
Dicho aquello te dirigiste hacia la puerta, cruzando los dedos para no toparte con Guille.
- Depende del día -contestaste, incapaz de mostrarte indiferente-. A veces media hora, otras hora y media... Normalmente hasta que me empieza a molestar el dedo corazón. -Se lo enseñaste, ladeado, para que no pensase que dirigías a él una peineta. No estaba tan torcido; de hecho, casi te sorprendía que se hubiese dado cuenta con un tiempotan escueto, y mientras lo movías.
Pero Joseph ya había entrado en modo médico. Con cierta timidez o alguna clase de reparo, a juzgar por la pausa que hizo a mitad de la escritura, desveló su interés por hacerte de médico. Si no te hubieses fijado en sus miradas previas habrías pensado que se trataba de una artimaña para llevarte a la cama -mucho más elegante que la de su amigo, cabría señalar-, pero podías sentir la preocupación en él. De una forma que no alcanzabas a describir, en realidad, pero tu instinto te decía que estaba él bastante más preocupado que tú. Normal, al fin y al cabo; con el tiempo te habías insensibilizado a la enfermedad.
Entendías su preocupación, sin embargo. Habías visto dibujos y fotografías de gente con menos suerte que tú, personas si cabía más frágiles y con mucha menos suerte que la tuya. Tú eras fácil de reparar, lo que evitaba en gran parte que te atrofiaras, y te cuidabas. Alguna vez habías nadado, pero sobre todo hacías de forma cuidada y meticulosa todo el ejercicio que podías para que tu musculatura protegiese al débil esqueleto. Pero sabías lo que podía esperarte ante cualquier descuido, cómo podías acabar si tu peso aumentaba sin estar total y absolutamente calculado, sin una debida y necesaria preparación. Quizá por eso, más por él que por ti, aunque con cierta curiosidad, decidiste aceptar.
- Está bien -concediste, acompañando tu voz de un leve asentimiento-. La verdad es que llevo tiempo sin hacerme un chequeo en condiciones. -Te levantaste-. Pero si quieres hablar de eso va a tener que ser en algún lugar donde estemos solos.
Recogiste la libreta y sacaste la cartera del bolso, tomado suficiente dinero como para pagar la ronda a toda la taberna. Aquello debería bastar para pagar la comida que Joseph no iba a tomarse por echarte un vistazo. Lo dejaste sobre la mesa, decidida.
- Luego te invito a comer, para compensar -anunciaste-. Pero más vale que seas profesional; te advierto que me han tratado los mejores reumatólogos del North Blue.
Dicho aquello te dirigiste hacia la puerta, cruzando los dedos para no toparte con Guille.
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Agudeza
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Akuma no mi
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No necesitabas la promesa de una comida; especialmente habiendo comido ya; y mucho menos necesitabas el comentario y el gesto de mal gusto de Guille cuando le contaste lo sucedido. Dios, si no fuera porque era el que te estaba haciendo de nexo con la comunidad, probablemente rehuirías de él. No es que fuera malo, pero era demasiado tosco, desagradable y maleducado. Vívía en un mundo que no parecía el suyo; y quizás por ello había sobrevivido tanto.
Tras media jornada "relajada", aunque aquello era un buen eufemismo para cambiar vendas, atender a heridos que casi se habían transformado en amigos y responder dudas y escribir protocolos, volvió a aparecer la muchacha. Casi la habías olvidado entre tanto trajín, pero te alegraste que encontrase al "Devil Doctor" en aquellos pisos que servían de hospital provisional.
La hiciste pasar echando a tu enfermero, que insistió un tanto demasiado en quedarse para los chequeos. Por fortuna érais mayoría, y se fue a revisar al resto de pacientes entre los cuales habían muchos buenos amigos a los que les había perdido la pista. Estabas seguro de que iría a ver a Capers. De hecho, era por Guille por quién sabía quien eras, por una conversación entre agotados susurros que habían mantenido mientras tú hacías tu trabajo.
¿Cuándo informarías? ¿Cuándo saldrías de allí? Se suponía que estabas allí como refuerzo médico de los que habían iniciado todo esto, pero no tuviste siquiera que tratar una sola herida. No hasta que se fueron, claro, y todo pasó. Allí comenzó el infierno.
La hiciste andar hacia un lado y hacia otro. Examinaste las manos, los pies, las rodillas y los puntos que solían deteriorarse de manera ósea muy fácilmente. Preguntaste de forma escrita una y otra vez cosas, exigiendo una sinceridad absoluta. El cómo había pasado seis años sin ver a un profesional era, cuanto menos, preocupante. El cómo no había desarrollado una afección vertebral parecía casi imposible. Criarse con buenos modales, demasiado buenos, de hecho, habían servido para que mantuviese una higiene postural que le evitó una degeneración que solía verse en casos similares.
Comenzaste a escribir el pronóstico en el escritorio, algo pensativo, meditabundo incluso. ¿Cómo era alguien con un cuerpo como ese capaz de lanzarse ante el peligro dispuesta a capturar y enfrentarse a criminales? No era quién para decirle a nadie qué hacer con su vida, fuera del ámbito médico, pero deseaba recomendarle una vida un tanto más tranquila.
"Necesitarás una félula digital para la mano cuando vayas a dibujar. El hueso se está deformando un poco con la continua rotura y reparación, y hay que corregirlo. Afortunadamente la desviación no es grave y no necesita corregirse quirúrgicamente. Me preocupan los pies, y los tobillos, y yo eviataría saltar grandes distancias o cargar peso extra. Usa una mochila con ruedas. Nadar como ejercicio sin carga estaría bien, pero fomenta poco el desarrollo óseo. Un par de complementos nutricionales al día, extra en esos días del mes, vitamina D y un poco de solecito. Por lo demás sigue como hasta ahora."
"¿Alguna duda?" Preguntaste, sacando la tarjeta oportunamente reciclada de otros encuentros médicos. Y entretanto escribiste una nueva. "¿Por curiosidad, cómo luchas?"
Tras media jornada "relajada", aunque aquello era un buen eufemismo para cambiar vendas, atender a heridos que casi se habían transformado en amigos y responder dudas y escribir protocolos, volvió a aparecer la muchacha. Casi la habías olvidado entre tanto trajín, pero te alegraste que encontrase al "Devil Doctor" en aquellos pisos que servían de hospital provisional.
La hiciste pasar echando a tu enfermero, que insistió un tanto demasiado en quedarse para los chequeos. Por fortuna érais mayoría, y se fue a revisar al resto de pacientes entre los cuales habían muchos buenos amigos a los que les había perdido la pista. Estabas seguro de que iría a ver a Capers. De hecho, era por Guille por quién sabía quien eras, por una conversación entre agotados susurros que habían mantenido mientras tú hacías tu trabajo.
¿Cuándo informarías? ¿Cuándo saldrías de allí? Se suponía que estabas allí como refuerzo médico de los que habían iniciado todo esto, pero no tuviste siquiera que tratar una sola herida. No hasta que se fueron, claro, y todo pasó. Allí comenzó el infierno.
La hiciste andar hacia un lado y hacia otro. Examinaste las manos, los pies, las rodillas y los puntos que solían deteriorarse de manera ósea muy fácilmente. Preguntaste de forma escrita una y otra vez cosas, exigiendo una sinceridad absoluta. El cómo había pasado seis años sin ver a un profesional era, cuanto menos, preocupante. El cómo no había desarrollado una afección vertebral parecía casi imposible. Criarse con buenos modales, demasiado buenos, de hecho, habían servido para que mantuviese una higiene postural que le evitó una degeneración que solía verse en casos similares.
Comenzaste a escribir el pronóstico en el escritorio, algo pensativo, meditabundo incluso. ¿Cómo era alguien con un cuerpo como ese capaz de lanzarse ante el peligro dispuesta a capturar y enfrentarse a criminales? No era quién para decirle a nadie qué hacer con su vida, fuera del ámbito médico, pero deseaba recomendarle una vida un tanto más tranquila.
"Necesitarás una félula digital para la mano cuando vayas a dibujar. El hueso se está deformando un poco con la continua rotura y reparación, y hay que corregirlo. Afortunadamente la desviación no es grave y no necesita corregirse quirúrgicamente. Me preocupan los pies, y los tobillos, y yo eviataría saltar grandes distancias o cargar peso extra. Usa una mochila con ruedas. Nadar como ejercicio sin carga estaría bien, pero fomenta poco el desarrollo óseo. Un par de complementos nutricionales al día, extra en esos días del mes, vitamina D y un poco de solecito. Por lo demás sigue como hasta ahora."
"¿Alguna duda?" Preguntaste, sacando la tarjeta oportunamente reciclada de otros encuentros médicos. Y entretanto escribiste una nueva. "¿Por curiosidad, cómo luchas?"
Había sido un tiempo complicado. Te habías tomado el tiempo necesario para volver a bajar hasta las minas de Blackwood llevada por rumores que los chicos habían recabado. Parecían fiables, con un montón de detalles bastante concretos y hasta cierto punto coherentes. Al final, por desgracia, habían resultado ser ecos de hacía un año, de cuando la Araña había utilizado las ratoneras como refugio. También habías estado por alguna que otra taberna de mala muerte, y si bien llamabas más la atención de lo que te habría gustado, conseguiste un par de indicios realmente interesantes. De hecho, tenías un nombre. Y también una cita. Aunque eso no tenía mucho que ver con tus pesquisas.
Te habías asegurado de ir mona ese día. No guapa, no sexy. Mona. Habías elegido un jersey de lana rosa palo y unos vaqueros no muy ceñidos, acompañados de unas cómodas deportivas de tela. Llevabas una camiseta básica con algo de escote, pero tampoco considerabas que importase dado que ibas a desnudarte delante de Joseph. Bueno, ibas a quedarte en ropa interior delante de él. También te habías puesto la más discreta que habías podido, con unos culotes azul marino y un sostén a juego, sin encaje ni bordados. Tu pelo iba recogido en una coleta por un lazo verde oliva, a juego con tus ojos, y no te habías maquillado. Eso último, quizá, era lo que más ayudaría a que tu desnudo pareciese algo menos infantil. Joseph podía parecer un profesional, pero seguías algo suspicaz a causa de su enfermero.
- No pienso desnudarme con él aquí -dijiste, señalando a Guille. Él hizo un exagerado aspaviento con ambas manos, fingiendo indignación, pero finalmente se marchó a atender a otros pacientes-. No hay una ventana o una mirilla donde pueda vernos, ¿no?
Conocías el procedimiento. Más o menos. Borschman solía ser bastante incisivo en general, y el primer paso siempre era el mismo: Desnudarse dentro de la decencia clínica, lo cual solía significar quedarte en ropa interior para poder proceder al chequeo. Te quedabas quieta, en posición relajada pero lo más recta posible -se te hacía un tanto incómodo tener el pecho tan expuesto y necesitaste luchar para no doblarte aunque fuese un poco- y esperaste respirando lentamente mientras el doctor empezaba por la espalda. Aunque no sabías por dónde querría empezar, tenía sentido que fuese por ahí. Al menos, todo el sentido que tenía para tu médico.
- De pequeña apenas podía caminar -explicaste, como tratando de romper el hielo-. Me llevaban en brazos casi a cualquier parte, y ni siquiera podía montarme en un carro para viajar a la capital porque me dañaría demasiado la espalda. De hecho, solía tener los huesos mucho más frágiles. -Por algún motivo, evitaste decir cuántos huesos habías llegado a romperte hasta los quince años-. Es casi un milagro que no se me haya quedado el cuerpo deforme, aunque siempre he soldado muy rápido.
Seguiste cada instrucción que te iba dando. Doblarte hasta tocar los pies, caminar, sentarte y levantarte... Examinó tus pies con detenimiento. Al final del día siempre te dolían, aunque al principio del día también. No estaban mal, y de hecho los cuidabas constantemente. Desde hacía casi un año, de hecho, a la mínima señal de molestia aceptabas el dolor por duplicado a cambio de hacerles menos daño. Claro que explicarle a un desconocido que habías probado una fruta del diablo no era la clase de cosa fácil de hacer. Mucho menos era fácil de creer.
Su profesionalidad, a decir verdad, fue intachable. Su preocupación, por no decir más, absoluta. Se encargó con respeto y tesón de revisarlo todo y -aunque en algunos momentos te provocó alguna molestia- en general fue particularmente delicado. Pero en su cara notabas que algo le perturbaba. Cuando comenzó a escribir, de hecho, te quedaste expectante, como si fuese a dar una fórmula mágica, pero todo lo que marcó fueron límites y directrices.
- Suelo hacer yoga -dijiste-. Y algo de entrenamiento de resistencia. En realidad, no sé nadar. -Volviste a vestirte, empezando por los calcetines tras extender toda la ropa sobre la camilla-. El doctor Borschman dijo que sería recomendable que de forma controlada ganase algo de músculo, para proteger el hueso. Pero supongo que las manos son difíciles de muscular. -Reíste-. Por otro lado... Supongo que podría hacerme un protector para el dedo, aunque tendrás que darme indicaciones.
Terminaste de ponerte la ropa, calzándote.
- ¿Te gustaría poder hablar? -preguntaste finalmente-. Ya... Sabes. Con una voz.
No podías evitar sentir cierta complicidad por Joseph. No por su inocencia o su resiliencia, sino porque igual que tú estaba roto. Roto, pero no destrozado. No sabías hasta qué punto estaba limitado, pero veías en él que se sobreponía. Te gustaba eso. Lo hacía especial.
Te habías asegurado de ir mona ese día. No guapa, no sexy. Mona. Habías elegido un jersey de lana rosa palo y unos vaqueros no muy ceñidos, acompañados de unas cómodas deportivas de tela. Llevabas una camiseta básica con algo de escote, pero tampoco considerabas que importase dado que ibas a desnudarte delante de Joseph. Bueno, ibas a quedarte en ropa interior delante de él. También te habías puesto la más discreta que habías podido, con unos culotes azul marino y un sostén a juego, sin encaje ni bordados. Tu pelo iba recogido en una coleta por un lazo verde oliva, a juego con tus ojos, y no te habías maquillado. Eso último, quizá, era lo que más ayudaría a que tu desnudo pareciese algo menos infantil. Joseph podía parecer un profesional, pero seguías algo suspicaz a causa de su enfermero.
- No pienso desnudarme con él aquí -dijiste, señalando a Guille. Él hizo un exagerado aspaviento con ambas manos, fingiendo indignación, pero finalmente se marchó a atender a otros pacientes-. No hay una ventana o una mirilla donde pueda vernos, ¿no?
Conocías el procedimiento. Más o menos. Borschman solía ser bastante incisivo en general, y el primer paso siempre era el mismo: Desnudarse dentro de la decencia clínica, lo cual solía significar quedarte en ropa interior para poder proceder al chequeo. Te quedabas quieta, en posición relajada pero lo más recta posible -se te hacía un tanto incómodo tener el pecho tan expuesto y necesitaste luchar para no doblarte aunque fuese un poco- y esperaste respirando lentamente mientras el doctor empezaba por la espalda. Aunque no sabías por dónde querría empezar, tenía sentido que fuese por ahí. Al menos, todo el sentido que tenía para tu médico.
- De pequeña apenas podía caminar -explicaste, como tratando de romper el hielo-. Me llevaban en brazos casi a cualquier parte, y ni siquiera podía montarme en un carro para viajar a la capital porque me dañaría demasiado la espalda. De hecho, solía tener los huesos mucho más frágiles. -Por algún motivo, evitaste decir cuántos huesos habías llegado a romperte hasta los quince años-. Es casi un milagro que no se me haya quedado el cuerpo deforme, aunque siempre he soldado muy rápido.
Seguiste cada instrucción que te iba dando. Doblarte hasta tocar los pies, caminar, sentarte y levantarte... Examinó tus pies con detenimiento. Al final del día siempre te dolían, aunque al principio del día también. No estaban mal, y de hecho los cuidabas constantemente. Desde hacía casi un año, de hecho, a la mínima señal de molestia aceptabas el dolor por duplicado a cambio de hacerles menos daño. Claro que explicarle a un desconocido que habías probado una fruta del diablo no era la clase de cosa fácil de hacer. Mucho menos era fácil de creer.
Su profesionalidad, a decir verdad, fue intachable. Su preocupación, por no decir más, absoluta. Se encargó con respeto y tesón de revisarlo todo y -aunque en algunos momentos te provocó alguna molestia- en general fue particularmente delicado. Pero en su cara notabas que algo le perturbaba. Cuando comenzó a escribir, de hecho, te quedaste expectante, como si fuese a dar una fórmula mágica, pero todo lo que marcó fueron límites y directrices.
- Suelo hacer yoga -dijiste-. Y algo de entrenamiento de resistencia. En realidad, no sé nadar. -Volviste a vestirte, empezando por los calcetines tras extender toda la ropa sobre la camilla-. El doctor Borschman dijo que sería recomendable que de forma controlada ganase algo de músculo, para proteger el hueso. Pero supongo que las manos son difíciles de muscular. -Reíste-. Por otro lado... Supongo que podría hacerme un protector para el dedo, aunque tendrás que darme indicaciones.
Terminaste de ponerte la ropa, calzándote.
- ¿Te gustaría poder hablar? -preguntaste finalmente-. Ya... Sabes. Con una voz.
No podías evitar sentir cierta complicidad por Joseph. No por su inocencia o su resiliencia, sino porque igual que tú estaba roto. Roto, pero no destrozado. No sabías hasta qué punto estaba limitado, pero veías en él que se sobreponía. Te gustaba eso. Lo hacía especial.
Hush
Fama
Recompensa
Características
fuerza
Fortaleza
Velocidad
Agilidad
Destreza
Precisión
Intelecto
Agudeza
Instinto
Energía
Saberes
Akuma no mi
Varios
Te gustaría poder odiarla. Te gustaría ser tan simple como para poder hacerlo. Tan ciego. Tan sordo a la evidente preocupación. Te gustaría pensar que solo es por morbo, por chinchar, por una simple y malsana curiosidad. Pero no. Puedes ver claramente que es solo una pregunta, una hecha con un pequeño matiz de preocupación y empatía.
Miras al vacío durante un momento. Un vacío que se desdobla hacia adentro. Hacia tu interior. Tras la breve visita vuelves al mundo real, ese en el que tú eres tú, sin más. Ni menos. Pero ni la posibilidad de tener menos vuelve menos amarga la realidad que te ha tocado vivir. La realidad en la que todos tienen algo que tú jamás, nunca, podrás tener. Algo que te hace demasiado diferente a ellos. Una carga. Un fantasma fácil de ignorar y difícil de encontrar cordial.
¿Qué hubiera sido del ser humano sin la capacidad del habla? Recuerdas los relatos de pseudociencia de aquel calderón gigante que cantaba en una franja auditiva diferente al resto, inaccesible al resto. Solo. Una voz lanzada a un mundo en el que no se podía escuchar.
Muchas veces te sientes así. Sabes perfectamente la respuesta a aquella pregunta, porque, como todos los que son diferentes, deseas fervientemente ser un igual. Al menos en lo que eres peor.
Parte de tí, una parte que aún permanece joven, llega incluso a enfadarse. Sin duda es una pregunta estúpida. Otra parte, más vieja y sabia, le recuerda que esa solo es su propia impresión.
Te das cuenta que te has reclinado en la silla, anclándote a ella como encontrando allí un ancla. De no haberte agarrado a sus posabrazos, de no haber estado allí la madera, de no haber sido fuerte y positivo, quizás te hubieras hundido. Aunque la sensación sigue apreciendo allí, breve, como el miedo instintivo de asomarse al vacío. Sentiste tu propia carne estirándose, presa de la gravedad de las emociones suscitadas por aquel simple pero crucial momento. Parpadeaste, humedeciendo esos ojos que en otro tiempo se hubieran hartado de llorar.
Qué afortunado te sentiste de sentir. Estabas ya bastante harto de tanto entumecimiento en positivo.
Sonríes, y dejas a un lado tus preguntas para dar una contestación.
Sin embargo pasados unos segundos le das la vuelta a la tarjeta y a tu rostro sereno, curvándolo ahora con una mueca de ironía.
"Pero sí, eso sería bueno para los árboles"
¡Ay, cuántos bosques habrán perecido por tu discapacidad! Afortunadamente habías recurrido a la tiza -que no dejaba trazas de lo escrito- pero allí en la acidificada Yellow Spice había poca caliza.
Empezaste a dibujar un diseño orientativo y esquematizado de la félula. Habría que hacer pruebas, pero la clave era distribuir el peso a lo largo del hueso en lugar de donde se fijaban los tendones -que eran las partes que más se dañaban al cargar con el peso-. Luego, con cierta preocupación, y morbosa curiosidad, hiciste la pregunta.
"¿Si Capers estuviera vivo, tú que harías?"
Le había estado dando vueltas a aquello, una vez tuvo tiempo de zafarse de la idea de que era un paciente, una persona que sufría. Porque su sufrimiento personal no arreglaba en absoluto el sufrimiento ajeno que habían traido sus crímenes.
Miras al vacío durante un momento. Un vacío que se desdobla hacia adentro. Hacia tu interior. Tras la breve visita vuelves al mundo real, ese en el que tú eres tú, sin más. Ni menos. Pero ni la posibilidad de tener menos vuelve menos amarga la realidad que te ha tocado vivir. La realidad en la que todos tienen algo que tú jamás, nunca, podrás tener. Algo que te hace demasiado diferente a ellos. Una carga. Un fantasma fácil de ignorar y difícil de encontrar cordial.
¿Qué hubiera sido del ser humano sin la capacidad del habla? Recuerdas los relatos de pseudociencia de aquel calderón gigante que cantaba en una franja auditiva diferente al resto, inaccesible al resto. Solo. Una voz lanzada a un mundo en el que no se podía escuchar.
Muchas veces te sientes así. Sabes perfectamente la respuesta a aquella pregunta, porque, como todos los que son diferentes, deseas fervientemente ser un igual. Al menos en lo que eres peor.
Parte de tí, una parte que aún permanece joven, llega incluso a enfadarse. Sin duda es una pregunta estúpida. Otra parte, más vieja y sabia, le recuerda que esa solo es su propia impresión.
Te das cuenta que te has reclinado en la silla, anclándote a ella como encontrando allí un ancla. De no haberte agarrado a sus posabrazos, de no haber estado allí la madera, de no haber sido fuerte y positivo, quizás te hubieras hundido. Aunque la sensación sigue apreciendo allí, breve, como el miedo instintivo de asomarse al vacío. Sentiste tu propia carne estirándose, presa de la gravedad de las emociones suscitadas por aquel simple pero crucial momento. Parpadeaste, humedeciendo esos ojos que en otro tiempo se hubieran hartado de llorar.
Qué afortunado te sentiste de sentir. Estabas ya bastante harto de tanto entumecimiento en positivo.
Sonríes, y dejas a un lado tus preguntas para dar una contestación.
"Mis actos son mi voz"
Sin embargo pasados unos segundos le das la vuelta a la tarjeta y a tu rostro sereno, curvándolo ahora con una mueca de ironía.
"Pero sí, eso sería bueno para los árboles"
¡Ay, cuántos bosques habrán perecido por tu discapacidad! Afortunadamente habías recurrido a la tiza -que no dejaba trazas de lo escrito- pero allí en la acidificada Yellow Spice había poca caliza.
Empezaste a dibujar un diseño orientativo y esquematizado de la félula. Habría que hacer pruebas, pero la clave era distribuir el peso a lo largo del hueso en lugar de donde se fijaban los tendones -que eran las partes que más se dañaban al cargar con el peso-. Luego, con cierta preocupación, y morbosa curiosidad, hiciste la pregunta.
"¿Si Capers estuviera vivo, tú que harías?"
Le había estado dando vueltas a aquello, una vez tuvo tiempo de zafarse de la idea de que era un paciente, una persona que sufría. Porque su sufrimiento personal no arreglaba en absoluto el sufrimiento ajeno que habían traido sus crímenes.
Evasivas. Podías ver en su cara que la pregunta le había molestado. Que habías tocado hueso. A veces te faltaba delicadeza, por muy segura que estuvieses de que no ofenderías a quien se la hacías. Siempre había un error de cálculos, un momento mal elegido... Lo que fuese. Aun si Joseph no era la clase de persona que demostrase su enfado, sí tenía sentimientos. Sentimientos que de alguna forma habías herido. Aun así, como si una fuerza invisible te obligase a seguir hablando a pesar de que sabías que solo lo empeorarías, decidiste ser más clara:
- ¿Y si pudieses salvar esos árboles? -preguntaste-. Tienes pulmones, así que supongo que tu problema es del aparato fonador. Las cuerdas vocales y eso. No sé mucho de medicina, así que perdona si digo algo mal o me equivoco. -Empezaste a dibujar en una de tus libretas. Aquella sí era la de prototipos. Nerviosa, te temblaba la mano mientras varias ideas cristalizaban en tu mente. Acababa de decirte que necesitarías un apoyo para cuando dibujases y, de forma educada, te había invitado a meterte en tus asuntos. Aun así no podías evitar hacerlo. Tu mente ya había empezado a trabajar; era demasiado tarde-. Necesitaría consultar con un médico cómo funciona exactamente el aparato fonador y la naturaleza de tu problema para idear algo más concreto, pero no sería algo muy distinto a cómo funciona una gaita... -Te lo pensaste mejor-. No, un acordeón. Por los pliegues. -Hacías gestos con las manos-. Otra opción es algo que ya existe, en realidad, y es un intérprete, pero eso no sería hablar. También tengo una tercera idea, pero...
Decidiste callarte entonces. No tenías claro que no se le hubiese ocurrido ya a alguien que el problema de Joseph podría tener una solución. De hecho, lo más natural era pensar que a alguien a su alrededor se le hubiese pasado por la cabeza darle voz al pobre mudo, igual que a ti te habían dado zapatos especiales, sillas de ruedas, aparatos ortopédicos para evitar que te hicieses daño. Infructuosamente, claro, pero tus padres habían hecho todo lo posible para evitarlo. Dudabas de sus fines, ya que nunca habían intentado ayudarte a vivir mejor. Pero lo habían hecho.
La pregunta de Joseph, por otro lado... Lo miraste con suspicacia. No era ningún sexto sentido lo que te hizo pensar que era sospechoso, sino que la simple pregunta bastó para hacerte saltar todas las alarmas. Aun así, no fuiste capaz de responder de inmediato. Ganaste tiempo atándote los cordones de las deportivas, pero el qué contestar era una amalgama informe que no conseguías ordenar, fraguándose en un balbuceo inconexo. No obstante, volviste a mirarlo y tan solo dijiste lo que tú harías, sin meterte en nada más.
- Depende. -Te encogiste de hombros-. Si no tengo acceso a él supongo que no importa demasiado, así que me olvidaría del tema. Bien por él, que ha sobrevivido. Si su vida estuviese en mis manos... Es un criminal, o al menos está muy implicado con los bajos fondos. No tiene recompensa sobre su cabeza, pero ha hecho daño a mucha gente y personalmente creo que debería pagar de alguna forma. ¿Pero qué cambiaría eso? -Te levantaste del asiento muy despacio, evitando de manera consciente dar un saltito. No querías alterar a Joseph-. Si se va Capers llegará alguien igual o peor que hará los mismos tratos, seguirá ensuciando la isla y se enriquecerá a manos llenas gracias al sufrimiento de los demás. Creo que lo más justo sería llevarlo vivo hasta alguien que pueda darle una nueva identidad a cambio de que delate a sus viejos colegas. Eso, o procesarlo de una vez por todo lo que ha hecho. -Sonreíste-. ¿Qué harías tú?
- ¿Y si pudieses salvar esos árboles? -preguntaste-. Tienes pulmones, así que supongo que tu problema es del aparato fonador. Las cuerdas vocales y eso. No sé mucho de medicina, así que perdona si digo algo mal o me equivoco. -Empezaste a dibujar en una de tus libretas. Aquella sí era la de prototipos. Nerviosa, te temblaba la mano mientras varias ideas cristalizaban en tu mente. Acababa de decirte que necesitarías un apoyo para cuando dibujases y, de forma educada, te había invitado a meterte en tus asuntos. Aun así no podías evitar hacerlo. Tu mente ya había empezado a trabajar; era demasiado tarde-. Necesitaría consultar con un médico cómo funciona exactamente el aparato fonador y la naturaleza de tu problema para idear algo más concreto, pero no sería algo muy distinto a cómo funciona una gaita... -Te lo pensaste mejor-. No, un acordeón. Por los pliegues. -Hacías gestos con las manos-. Otra opción es algo que ya existe, en realidad, y es un intérprete, pero eso no sería hablar. También tengo una tercera idea, pero...
Decidiste callarte entonces. No tenías claro que no se le hubiese ocurrido ya a alguien que el problema de Joseph podría tener una solución. De hecho, lo más natural era pensar que a alguien a su alrededor se le hubiese pasado por la cabeza darle voz al pobre mudo, igual que a ti te habían dado zapatos especiales, sillas de ruedas, aparatos ortopédicos para evitar que te hicieses daño. Infructuosamente, claro, pero tus padres habían hecho todo lo posible para evitarlo. Dudabas de sus fines, ya que nunca habían intentado ayudarte a vivir mejor. Pero lo habían hecho.
La pregunta de Joseph, por otro lado... Lo miraste con suspicacia. No era ningún sexto sentido lo que te hizo pensar que era sospechoso, sino que la simple pregunta bastó para hacerte saltar todas las alarmas. Aun así, no fuiste capaz de responder de inmediato. Ganaste tiempo atándote los cordones de las deportivas, pero el qué contestar era una amalgama informe que no conseguías ordenar, fraguándose en un balbuceo inconexo. No obstante, volviste a mirarlo y tan solo dijiste lo que tú harías, sin meterte en nada más.
- Depende. -Te encogiste de hombros-. Si no tengo acceso a él supongo que no importa demasiado, así que me olvidaría del tema. Bien por él, que ha sobrevivido. Si su vida estuviese en mis manos... Es un criminal, o al menos está muy implicado con los bajos fondos. No tiene recompensa sobre su cabeza, pero ha hecho daño a mucha gente y personalmente creo que debería pagar de alguna forma. ¿Pero qué cambiaría eso? -Te levantaste del asiento muy despacio, evitando de manera consciente dar un saltito. No querías alterar a Joseph-. Si se va Capers llegará alguien igual o peor que hará los mismos tratos, seguirá ensuciando la isla y se enriquecerá a manos llenas gracias al sufrimiento de los demás. Creo que lo más justo sería llevarlo vivo hasta alguien que pueda darle una nueva identidad a cambio de que delate a sus viejos colegas. Eso, o procesarlo de una vez por todo lo que ha hecho. -Sonreíste-. ¿Qué harías tú?
Hush
Fama
Recompensa
Características
fuerza
Fortaleza
Velocidad
Agilidad
Destreza
Precisión
Intelecto
Agudeza
Instinto
Energía
Saberes
Akuma no mi
Varios
Estás seguro de que si hubieras sido otro, uno que quizás algún día fuiste, hubieras dado un golpe a la mesa. Pero no eras un niño, ni un tarado, ni siquiera una persona normal. Eres una buena persona, una capaz de ver que pese a lo impropio, incluso cruel, de aquello, no va con mala intención. Es como uno de esos viejecitos que no comprenden a sus nietos y sus nuevas movidas, y aunque intentan hacer algo bueno por ellos lo hacen de su particular manera, anticuada -algo facha- e incluso racista. Es como la madre que no quiere que su hijo salga con una sirena porque son otra gente, y porque las sirenas no se abren de piernas porque no tienen. Como un familiar que acepta al amigo de tu tío pero que no le llama novio, no porque no lo reconozca, si no porque no se da cuenta siquiera de ello. Le sale así.
En fin, temas sociales aparte, la observas con tu bondad no del todo nata con cierta curiosidad. Y, para qué mentir, cuando se pone los cordones miras a otro lado para evitar precipitarte en un instinto natural pero nada educado. La consulta, en teoría, ha terminado, pero debes seguir siendo aplicando cierto nivel de profesionalidad.
Con interés, pero uno con cierta pasmosidad meditabunda, escuchas lo que tiene que decir. Aquello, sin duda, no es mala idea, especialmente al desconocer qué hacía la unidad de agentes en Yellow Spice. Porque, bueno, una cosa eran los rumores, y otra la verdad; eso lo sabías bien. Porque tu no eras ni mitad mink, ni habías hecho un pacto con el diablo, ni ninguna pareja te había traicionado amorosamente acostándose con otra persona -Aunque sí que te habían hecho cosas bastante peores.
Volviste a mirarla poco después de la pregunta. Entonces fuiste consciente que, desde el primer momento, desde que os encontrásteis, habíais estado buscando el uno en el otro pistas y detalles. Un divertido juego que todavía no había llegado a su fin. Era tu turno.
Sonreíste, divertido y juguetón mientras escribías aquello. Era a la vez ingenioso y cliché, como muchas cosas.
"Se lo diría a alguien"
Pocos agentes -al menos los de hoy en día- hubieran optado por aquello. Muchos novatos de la nueva era habrían ido de cara, de frente, como legionarios en lugar de servir en secreto a la mayor de las instituciones. Leñe, sin duda Rokuro hubiera dicho algo como "¿Para que se lleve el dinero y el mérito otro?", quejándose ante la más mínima insinuación de aquella sugerencia. Pero tú habías aprendido de los viejos, de las historias y de la vida.
Y, para qué mentir, no querías dejar tan pronto el papel para que habías nacido y que no podías desempeñar como te gustaría por la falta de un estúpido... papel.
En fin, temas sociales aparte, la observas con tu bondad no del todo nata con cierta curiosidad. Y, para qué mentir, cuando se pone los cordones miras a otro lado para evitar precipitarte en un instinto natural pero nada educado. La consulta, en teoría, ha terminado, pero debes seguir siendo aplicando cierto nivel de profesionalidad.
Con interés, pero uno con cierta pasmosidad meditabunda, escuchas lo que tiene que decir. Aquello, sin duda, no es mala idea, especialmente al desconocer qué hacía la unidad de agentes en Yellow Spice. Porque, bueno, una cosa eran los rumores, y otra la verdad; eso lo sabías bien. Porque tu no eras ni mitad mink, ni habías hecho un pacto con el diablo, ni ninguna pareja te había traicionado amorosamente acostándose con otra persona -Aunque sí que te habían hecho cosas bastante peores.
Volviste a mirarla poco después de la pregunta. Entonces fuiste consciente que, desde el primer momento, desde que os encontrásteis, habíais estado buscando el uno en el otro pistas y detalles. Un divertido juego que todavía no había llegado a su fin. Era tu turno.
Sonreíste, divertido y juguetón mientras escribías aquello. Era a la vez ingenioso y cliché, como muchas cosas.
"Se lo diría a alguien"
Pocos agentes -al menos los de hoy en día- hubieran optado por aquello. Muchos novatos de la nueva era habrían ido de cara, de frente, como legionarios en lugar de servir en secreto a la mayor de las instituciones. Leñe, sin duda Rokuro hubiera dicho algo como "¿Para que se lleve el dinero y el mérito otro?", quejándose ante la más mínima insinuación de aquella sugerencia. Pero tú habías aprendido de los viejos, de las historias y de la vida.
Y, para qué mentir, no querías dejar tan pronto el papel para que habías nacido y que no podías desempeñar como te gustaría por la falta de un estúpido... papel.
Sonreíste con los labios, pero no con los ojos. Era obvio que Capers estaba vivo. Más obvio aún, Joseph lo sabía. El cómo o el porqué de aquel suceso se te escapaba, pero también preferiste no preguntar. Al menos, no a viva voz. ¿Quién era ese hombre? ¿Había sido fruto de la casualidad o el doctor demonio era más importante de lo que le gustaba aparentar? Te sentías, sin exagerar, conmocionada. Había reconocido tu condición con una mirada, le habías dejado ver tu cuerpo casi desnudo y examinar hasta la última de tus debilidades, que no eran pocas. Al menos, las debilidades físicas. La situación te superó de golpe y te encerraste en nuestra mente, arrastrándome hasta que la cortina transparente que me separaba de tu realidad se desvaneció.
Suspiré. No podía ponerme mi ropa delante de él. Tampoco acusar una conducta demasiado excéntrica respecto a tu comportamiento habitual. Pero ya estaba en pie y, aunque habíamos perdido un poco el equilibrio durante el instante de disociación, llegué a tiempo de dar un paso y sencillamente trastabillar sin mayores consecuencias. Negué con la cabeza mirando a ninguna parte, haciendo un esfuerzo mental por imitar el tono de voz que tú ponías -de normal yo siempre lo agravaba- y terminé por contestar:
- Tendrías que elegir bien a la persona -dije-. Decírselo a alguien equivocado podría poner su vida en juego. -Era extraño ver a través de ambos ojos al mismo tiempo-. Quizá pusiese en riesgo la tuya también.
No era una amenaza, tan solo una apreciación. Yo también estaba preocupado; si nos habíamos encontrado con un peso pesado del Bajo Mundo teníamos mucha suerte de que no supiese demasiado de nosotros. Esperaba que no investigase sobre Borschman, su isla de origen ni sus trabajos hacía seis años o más. No quería que supiese de nosotros más de lo que ya sabía, que era demasiado. Sin embargo había algo en él que no era normal. Me sentía muy extraño pensando en esto, pero había algo dentro de mí que me invitaba a pensar que era alguien de fiar. Que no indagaría sobre nosotros. Quizá, incluso, se convirtiese e un buen amigo. Tal vez igual que Surya era un enviado del cielo aquel demonio sin voz era una señal de que el Diablo reclamaba nuestra alma, pero todo apuntaba a que no quería nada de nosotros. Nada, al menos, que no derivase de una sencilla complicidad y un poco de confianza. Seguramente tras el miedo inicial, cuando tuvieses tiempo de razonarlo, te dieses cuenta tú también.
- Me das miedo, Joseph -dije-. Hay demasiadas cosas que no sé de ti y podrías ser mucho más peligroso de lo que pareces. De hecho, seguro que lo eres. Pero me gustas; eres un buen hombre. Ojalá vuelva a verte en una situación más propicia.
Abrí la libreta por el final y escribí tu nombre; también nuestro contacto de den den mushi. Él era mudo, pero nada le impedía comunicarse de alguna forma. Arranqué la hoja cuidadosamente para que el recorte no ensuciase la silueta del cuaderno. Se lo tendí y sonreí con la mayor sinceridad que pude, aunque estaba algo tenso.
- No sé si usarás den den mushis, pero -¿De verdad iba a cometer el mismo error que tú?- Igual en algún momento quieres charlar, o que te hable. Lo que sea. Supongo que encontrarás la manera, si es que quieres. -Realmente me sentía incómodo-. En fin... Hasta la próxima, Joseph. Ha sido un placer conocerte. Y muchas gracias por todo.
Abrí yo mismo la puerta y con una sonrisa un poco triste dejé la consulta.
Suspiré. No podía ponerme mi ropa delante de él. Tampoco acusar una conducta demasiado excéntrica respecto a tu comportamiento habitual. Pero ya estaba en pie y, aunque habíamos perdido un poco el equilibrio durante el instante de disociación, llegué a tiempo de dar un paso y sencillamente trastabillar sin mayores consecuencias. Negué con la cabeza mirando a ninguna parte, haciendo un esfuerzo mental por imitar el tono de voz que tú ponías -de normal yo siempre lo agravaba- y terminé por contestar:
- Tendrías que elegir bien a la persona -dije-. Decírselo a alguien equivocado podría poner su vida en juego. -Era extraño ver a través de ambos ojos al mismo tiempo-. Quizá pusiese en riesgo la tuya también.
No era una amenaza, tan solo una apreciación. Yo también estaba preocupado; si nos habíamos encontrado con un peso pesado del Bajo Mundo teníamos mucha suerte de que no supiese demasiado de nosotros. Esperaba que no investigase sobre Borschman, su isla de origen ni sus trabajos hacía seis años o más. No quería que supiese de nosotros más de lo que ya sabía, que era demasiado. Sin embargo había algo en él que no era normal. Me sentía muy extraño pensando en esto, pero había algo dentro de mí que me invitaba a pensar que era alguien de fiar. Que no indagaría sobre nosotros. Quizá, incluso, se convirtiese e un buen amigo. Tal vez igual que Surya era un enviado del cielo aquel demonio sin voz era una señal de que el Diablo reclamaba nuestra alma, pero todo apuntaba a que no quería nada de nosotros. Nada, al menos, que no derivase de una sencilla complicidad y un poco de confianza. Seguramente tras el miedo inicial, cuando tuvieses tiempo de razonarlo, te dieses cuenta tú también.
- Me das miedo, Joseph -dije-. Hay demasiadas cosas que no sé de ti y podrías ser mucho más peligroso de lo que pareces. De hecho, seguro que lo eres. Pero me gustas; eres un buen hombre. Ojalá vuelva a verte en una situación más propicia.
Abrí la libreta por el final y escribí tu nombre; también nuestro contacto de den den mushi. Él era mudo, pero nada le impedía comunicarse de alguna forma. Arranqué la hoja cuidadosamente para que el recorte no ensuciase la silueta del cuaderno. Se lo tendí y sonreí con la mayor sinceridad que pude, aunque estaba algo tenso.
- No sé si usarás den den mushis, pero -¿De verdad iba a cometer el mismo error que tú?- Igual en algún momento quieres charlar, o que te hable. Lo que sea. Supongo que encontrarás la manera, si es que quieres. -Realmente me sentía incómodo-. En fin... Hasta la próxima, Joseph. Ha sido un placer conocerte. Y muchas gracias por todo.
Abrí yo mismo la puerta y con una sonrisa un poco triste dejé la consulta.
Hush
Fama
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Características
fuerza
Fortaleza
Velocidad
Agilidad
Destreza
Precisión
Intelecto
Agudeza
Instinto
Energía
Saberes
Akuma no mi
Varios
No sabes qué ha pasado. Ha sido como un truco de magia. No, como el final de una obra de teatro. Has contemplado la farsa romperse, el disfraz arrancado, la máscara hecha mil pedazos tras un momento de solemne cambio. Dejas de sonreír, porque no es la primera vez que cometes el error de confiar en alguien que quizás no existe. La cuestión es, hasta qué punto la mujer que tienes delante de tí, la verdadera, supone un peligro.
Oyes cada palabra buscando verdades. Pero son verdades en las que no puedes confiar. Ya no. Sin embargo, como sueles hacer, decides hacerlo. ¿Por qué ibas a sospechar? Quizás el cambio de actitud no se deba a la intención de una puñalada, sino más bien para otorgarme un filo a mi favor. ¿No harías acaso tú lo mismo? Si fueras capaz de ser quien no eres con tanta destreza y encontraras, en este horrible horrible mundo, alguien por quien echar abajo tu fachada, tan solo un momento, para dar una sincera advertencia. Lo harías, seguro.
Y te expondrías, con la piel y el alma desnuda, verdaderamente vulnerable.
No reaccionas. Te limitas a medir. A ser un expectador de la vida, como muchas otras veces. No hay sonrisa de despedida, ni un "adiós" que resuene en tu corazón; sino una amarga sospecha. ¿Éramos realmente dos actores que se habían cruzado? ¿O había detrás de todo aquello algo peor?
El tiempo lo diría. Pero, de momento, memorizaría aquel número y -efectivamente- haría uso de un den-den para pedir que vieniesen a... recogernos. A unas malas, si la misión había sido matar a Capers, simplemente me dirían que terminase el trabajo. Pero, si no lo había sido... Huh... eso abría las puertas a algo mucho, mucho más interesante.
Casi tanto como el fortuito encontronazo con la dama de porcelana.
—¡¿Cómo tiene los pezones?! —demandó saber Guille, zarandeándome.
Qué manera de arruinar la escena.
Oyes cada palabra buscando verdades. Pero son verdades en las que no puedes confiar. Ya no. Sin embargo, como sueles hacer, decides hacerlo. ¿Por qué ibas a sospechar? Quizás el cambio de actitud no se deba a la intención de una puñalada, sino más bien para otorgarme un filo a mi favor. ¿No harías acaso tú lo mismo? Si fueras capaz de ser quien no eres con tanta destreza y encontraras, en este horrible horrible mundo, alguien por quien echar abajo tu fachada, tan solo un momento, para dar una sincera advertencia. Lo harías, seguro.
Y te expondrías, con la piel y el alma desnuda, verdaderamente vulnerable.
No reaccionas. Te limitas a medir. A ser un expectador de la vida, como muchas otras veces. No hay sonrisa de despedida, ni un "adiós" que resuene en tu corazón; sino una amarga sospecha. ¿Éramos realmente dos actores que se habían cruzado? ¿O había detrás de todo aquello algo peor?
El tiempo lo diría. Pero, de momento, memorizaría aquel número y -efectivamente- haría uso de un den-den para pedir que vieniesen a... recogernos. A unas malas, si la misión había sido matar a Capers, simplemente me dirían que terminase el trabajo. Pero, si no lo había sido... Huh... eso abría las puertas a algo mucho, mucho más interesante.
Casi tanto como el fortuito encontronazo con la dama de porcelana.
—¡¿Cómo tiene los pezones?! —demandó saber Guille, zarandeándome.
Qué manera de arruinar la escena.
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