Blue Hair [Privado]

Cuando uno cree que puede dar todo por perdido, rápidamente llegan los vanos comentarios que pueden crear grandes ideas. Porque una gran idea, sin duda, fue la de que podrían contrastar el ADN de Iô con el de todos y cada uno los delincuentes, marines y en general toda la gente que trabajaba para el gobierno mundial, con el fin de encontrar una semejanza. No es que la crianza, si es que no se antoja demasiado repetitivo, de aquella pequeña joven fuera complicado. Una vez la conocían todo estaba bajo control. Lo que era complicado, era su control. Su propio control. Pensaron que buscando algún tipo de ideal o referente paterno o materno, conseguirían que la joven centrara más la cabeza. Así que, simplemente probaron. ¿Qué más se podía pedir? Y la comparación, sin duda, fue larga y tediosa. ¿Quién diría que tanta gente trabajaba para el Gobierno? Pues sin duda, la suficiente para agotar la paciencia de más de un becario al que le mandaron aquella tarea. Porque además de la misma, el tener que estar cuidando de aquella chica, se antojaba de todo, menos bonito.

La joven se encontraba sentada en el suelo, rodeada por muchas piezas de dos de sus armas desmontadas. No es que hiciera falta una gran inteligencia para eso, pero ella lo había automatizado para poder mantener sus armas limpias. Sin duda, estaba contenta con el Almirante Minato, recién ascendido y al que tenía el menor de los respetos, pero él no había podido ser su referente. Quizás la había centrado un poco sí. Ahora ya no disparaba -tanto- a inocentes o malgastaba las balas. El no tenerlas la había hecho bastante ahorradora. Y cuando el sonido inundó la habitación, ella se puso de pie de un solo salto, asustada. ¡Como para no! Aquel pitido era ensordecedor. El marine a cargo de la comparación estudió los resultados, acallando aquel estridente sonido. Había una coincidencia del 50%, lo que quería decir que por lo menos compartía un padre con aquel hombre. ¿Cómo le explicarían a alguien de su expediente que tenía a una hermana genialmente loca? Era complicado. Y más si ya nos centrábamos en explicar su enfermadad. Así que, el reducto de siempre de la Marina, llegó: la carta, el comunicado.

“A la atención del Señor Zaid”, comenzaría. “Deseamos comunicarle de la existencia de un familiar cercano que La Marina ha considerado que necesita un referente, debido a una debida falta de socialización en su niñez” proseguiría, porque ciertamente estaban en lo cierto: A Iô no se la había educado acertadamente. “Enfermedad especial”, “una chica importante para el gobierno”, “una inteligencia desmedida”, serían algunas de las otras palabras que aparecerían. Explicarían que tenía una enfermedad genética que la hacía inmune al dolor, pero también a las sensaciones térmicas con muchísimas desventajas. Le explicarían el uso del reloj que llevaba en la muñeca: horas de ir al baño, momento en el que rebajar la temperatura de su cuerpo dado que el mismo no lo hacía, etc. Se indicaba, que junto a ella, en un encuentro concertado que La Marina quería fijar, acudiría un médico, simplemente por el mero hecho de tenerla controlada. Y “Sabrá muy bien a qué nos referimos”, culminaría. Un “Gracias por ayudar al Gobierno de nuevo” sería para terminar, de ese The End que vemos en las películas. Porque más o menos, cualquiera se hubiera sentido así leyendo la carta.

Pero fijaban una Isla. Un día. Un cuartel de Marina. ¿Razón? Sacar a Iô de los mismos era peligroso: tanto para ella, como para los que la rodeaban. Sus ropas, las normales, nada que tuviera que ver con la marina. Le habían dado unos grandes papeles negros en los que ella pintarrajeaba con una cera rosa. Cualquiera podría creer, por la posición de aquella chica de diecisiete años sentada en el suelo, que estaba comportándose como un crío dibujando casitas. Pero solo bastante con acercarse para ver que la niña no tarareaba canciones, sino fórmulas básicas y que lo que estaba dibujando, eran retazos de armas que en un futuro quería crear, dado que todavía era consciente de que no tenía suficiente conocimiento para ello.

Quizás, el mayor de los problemas al que se enfrentaría el hombre de llegaría sería el llamar la atención de la joven. No, aquello no era cosa fácil y, ciertamente, pocos lo lograban. No obstante, se había pensado que en cuanto Iô analizara -porque no dudaban de su poder de análisis- la situación, el cambio en su conducta sería básicamente drástico. Y sí, he nombrado antes el básicamente porque ellos mismos lo acentuaron, a sabiendas de que realmente no conocían muy bien como se iba a producir ni qué iba ella a hacer. Pero el ver a una cría de trenzas azules que le llegaban casi a la rodilla, tumbada en el suelo de esa manera, quizás sería un choque más grande para él que para ella. Si es que, se insiste, decidía acudir.

Aquel hombre mayor que se encontraba tras la mesa, sellando de forma lenta y pausada los papeles para después imprimir una bella firma caligrafiada encima, levantó la cabeza, escrutando el gesto del Cipher Pol que se había identificado como León Zaid. Sí, era totalmente consciente de que era superior jerárquicamente a él pero… ¿Quién no lo era? Él solo era un viejo hombre cansado. Conocía a Iô bastante bien y por eso, esgrimió una enigmática sonrisa cuando el hombre dijo que no “tenía tiempo”. Pobre, lo que le esperaba. —Ha sido usted puntual, señor Zaid, siéntese y se lo explicaré todo de forma cómoda— le indicó un pequeño sofá, dejando él sus quehaceres para poder centrarse mejor en la figura imponente del hombre de pelo negro. —La persona en cuestión de quien estamos hablando es importante para la marina no solo por poseer una prodigiosa inteligencia desde una corta edad, sino porque tiene una enfermedad rara y poco frecuente, con la que experimentamos en algunas ocasiones— le dijo él. —Tiene 17 años y fue encontrada...— se giró para tomar el expediente de Iô —, en un barco mercante en South Blue. Se decía que en él viajaban esclavos de una de las zonas más ricas. La marina la encontró y la crió. Ha pasado por varios orfanatos y fue criada por un físico experimental que acabó volándose a sí mismo. Un genio, donde los haya— desvarió un poco, pero volvió a centrarse —, el caso es que mientras ella no está concentrada en lo que le gusta, la chica puede resultar una locura. Puede parecer realmente loca y la marina pensó, después de un par de sesiones con el psicólogo al que casi mata, también, que sería bueno intentar meterla en un ambiente familiar. Y por eso, está usted aquí— el hombre se pondría en pie, dando un par de pasos para darle el expediente de Iô. No iba a leer nada que no le hubiera dicho ya, pero quizás aquello hiciera al hombre decidirse.

—Se analizaron todas las bases de datos conocidas, contrastando las sangres. En especial, lo pone en el examen de final, destaca que la enfermedad le fue transmitido por el progenitor, por tanto, se ha determinado que ustedes dos compartieron madre. Actualmente se encuentra con sus pinturas en la sala de al lado, por si desea conocerla. Podré responder a sus preguntas en tanto entra dentro de mi jurisdicción— que, ¿para qué querían a la niña? Puede que era más para que no cayera en malas manos. Siendo la mentalidad de Iô tan destructora, no hacía falta convencerla para la creación de armas de destrucción -¿Masiva? Quizás incluso-. Además incluso, de todo el provecho que podrían sacarle. En el expediente ponía que había sido asignada al Almirante Minato y a su tripulación por ser la tripulación con más médicos de la Marina. Además, incluía pequeños accidentes en los que casi había estado a punto de matar a algunos compañeros de orfanato en su día. No obstante, Îo seguía allí, relajada y tirada en el suelo, pintando con sus ceras planos poco precisos de futuras armas que en su mente, sabía que haría. Ni siquiera le habían dicho que iba a conocer -si quería este- a su hermanastro. Ni siquiera le habían especificado, para ser más exactos, la razón por la que la mujer se encontraba allí. Creían, erróneamente, que había cometido otro error y que la iban a echar la bronca. A pesar de que eso, en realidad, no le afectara lo más mínimo. Más que una chica de diecisiete años, Iô allí tarareando una cancioncilla mientras pintaba con una mano, y jugaba a dar vueltas a su pelo con la otra, parecía tener ocho, a lo sumo.

Quizás aquella era la edad a la que su mente se hubiera paralizado.

Seguía ella tarareando en bajo una canción con a penas ritmo. Y la denomino así porque secillamente, la chica estaba tarareando aquello que primero se le pasaba por la cabeza. Y a pesar de eso, no todo era simple y sencillo, porque además se centraba en hacer cálculos rápidos. No, ni siquiera reparó -ni quiso- en aquel hombre que abrió la puerta. Sabía que sencillamente, si alguien iba hasta allí y se agachaba como él habría hecho, sería para regañarla. Y por eso, la jovencita se rió cuando escuchó aquel saludo y aquella presentación. Pero durante unos instantes siguió tarareando y pintarrajeando en sus papeles. —No dejan pium pium pium, así que yo ninonino ninonino— dijo, a modo de mostrar su ánimo. Que como siempre, era bueno. Y siguió tarareando, hasta que señaló aquellas ceras, pero no rosas, sino verdes. Porque por el suelo lo había ceras rosas y verdes de diferentes tonalidades. —Antes de tú regañar, pintar conmigo. Solo verdes, el rosa es M-Í-O— le advirtió. ¿Consecuencia por rangos? ¿Qué era eso para Iô? ¿Qué era eso en realidad para alguien que no sentía dolor.

Pero no tardaría mucho en ladear la cabeza, siempre con ese "ninonino ninonino" en los labios, mirando de reojo al hombre. Se preguntaba algunas cosas de él: ¿Tendría balas que darle? ¿Le daría balas si se portaba bien? ¿Qué tenía que hacer para portarse bien? Y como se puede observar, allí todo el ánimo encumbrado por una única opción dentro de la cabeza de aquella pequeña, no tan pequeña. Porque tenía 17 años a pesar de que hablara casi como una cría de cinco. ¿Cinco? O tres. Lo cierto es que todo tenía su lógica: si la gente te entiende así, ¿por qué no cambiar? Quizás ahí residía el problema de Iô, que siempre le habían dado todo lo que necesitaba. —Tu regañar mí si portar mal. Pero yo no porté mal ahora. Yo quiero pium pium, pero Capitán Cazurro no deja mí porque hice pupita a un oso— dijo ella. Parecía que hablaba en clave, más que cualquier otra cosa. Sí, básicamente decía que no la dejaban balas por haber herido a alguien con una zoan mitológica. Porque ¡bingo!, sentía una repulsa brutal ante la antinaturalidad de las frutas del diablo. No podía ni ver a gente con ellas, hacía que sintiera ganas de matarlos, de hacer que aquello terminase de existir y de que nadie más pudiera usarlo. Pero le miraba casi inquisitivamente, porque en el fondo estaba esperando a que le diera un bala.

Como un perrito que espera un premio.

No se resistió cuando notó aquellos hilos rodeando sus extremidades para que se moviera pues, estaba acostumbrada a ser tratada casi como un pelele. Sí, solían hacer cosas de ese estilo cuando la iban a realizar pruebas médicas o simplemente, cuando querían que los dejase tranquilos un rato. No sería la primera vez que acaba “encadenada” como un animal. Aunque todo eso se había calmado bajo el mando del Almirante Minato. No obstante, la mujer torció la cabeza, extrañada. Generalmente se ilusionaba si alguien le dijera de ir a hacer pium pium por ahí un rato, pero pronunciando la palabra “hermanita” y diciendo que era ella, no había hecho más que provocar un raro efecto en ella. Porque lo cierto es que se veía algo raro, que todo aquello ocurriera. No lo esperaba, a pesar de que entendía el concepto de hermandad. —Iô Brjálæði, si tú no poder pronunciar no preocupar, solo Brjalour— musitó la chica, mirándole de lado. Casi por lo pronto se había olvidado de que aquel hombre había mentado las balas y, con las manos sujetas, señaló un poco como pudo uno de los pendientes de crucecitas de él. De una de sus orejas. De uno de los muchos que parecía llevar.

—¿Tú das uno mí?— preguntó. Quizás era una de las primeras veces que no pidiera armas o pinturas rosas. Porque generalmente, eso era lo que pedía siempre. Y así, la joven era como trataba de entablar una amistad. Que no tuviera agujero, con lo loca que estaba, se podía ver como un problema más que nada ausente. Sí, eso ya se resolvería con la fuerza que fuera necesario. Pero después, ya cansada de aquellas ataduras… Se revolvío. Un poco, no de manera exagerada. Gruñó ligeramente, entornando los ojos para ver qué diantres estaba pasando allí, pero después se rió, con aquella risilla de loca que parecía volver a sus ojos más sanguinos que de costumbre. Porque sí, alguien con sus ojos y su pelo no era normal. ¿Dónde residía su parecido? ¿Quizás en una gran inteligencia y poder de análisis? Fuera como fuera, Iô había salido físicamente a su padre, eso estaba claro. Pero no, ni siquiera era consciente en sí misma de que provenía de humanos. Para ella, no existía nada en “pasado”. Y de pronto.. Un hermano.

Eso era, cuanto menos, lo más extraño de todo. Y aquellos movimientos derivaron en un pitido del reloj. Ella movió la cabeza para observar aquel pequeño aparato en su muñeca y se revolvió un poco más. —¡Iô-Chan necesita agua! ¡La necesita!— musitó, hablando en tercera persona de sí misma. Cuando la temperatura corporal de una persona aumenta, generalmente el cuerpo comienza a sudar, para que no se produzca un colapso de su organismo pero, ¿Qué ocurre cuando el cuerpo no es capaz de notarlo? Y así, era enteramente su vida.