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Te encuentras sentado en un velador de una de las múltiples cafeterías que puedes ver a tu alrededor. Es una plaza bastante concurrida, tal vez demasiado, y las personas caminan muy cerca unas de otras sin llegar a chocarse de puro milagro. El método que hayas empleado para llegar hasta aquí sólo tú lo sabes, pero el motivo de tu visita a la Ciudad Celeste no es precisamente el ocio.
La única información que te dieron antes de ponerte en marcha fue que, según la información de la que disponía la agencia, los revolucionarios estaban llevando a cabo unos movimientos bastante sospechosos en la isla. En consecuencia, optaron por enviarte a ti para averiguar qué estaba sucediendo y, en caso de que fuera posible, acabar de raíz con cualquier actividad en contra del Gobierno Mundial.
Un carraspeo a tu izquierda te saca de tus cavilaciones y puedes ver que alguien se acerca a tu mesa. Es un hombre alto y exageradamente delgado. Viste el mismo uniforme que el resto de los camareros del establecimiento, pero un gigantesco sombrero de copa blanco ensombrece su rostro e impide que sea identificable.
Aún no has pedido nada, pero el tipo pone ante ti una taza de café sobre un plato. Entre ambos, un trozo de papel naranja plegado con esmero espera a que lo leas. El sujeto permanece de pie a tu lado sin decirte nada, esperando a ver si decides cogerlo o no. Supongo que lo harás, ¿no? A fin de cuentas a eso es a lo que has venido: a recibir información de forma extraña... o no era a eso. Bueno, la cuestión es que el papel sigue en su lugar.
Podrían ser un poco más explícitos, pero parece que tu jefe o quien te haya mandado eso quiere reírse un poco a tu costa. De cualquier modo, cuando alzas la vista compruebas que el mensajero se ha esfumado en silencio. Si miras a tu alrededor, verás que las fachadas de los edificios de la zona exterior de la ciudad están adornadas con unas placas. A ambos lados de la cafetería en la que estás puedes ver los números cuarenta y cuatro y cuarenta y seis. ¿Qué te parece?
La única información que te dieron antes de ponerte en marcha fue que, según la información de la que disponía la agencia, los revolucionarios estaban llevando a cabo unos movimientos bastante sospechosos en la isla. En consecuencia, optaron por enviarte a ti para averiguar qué estaba sucediendo y, en caso de que fuera posible, acabar de raíz con cualquier actividad en contra del Gobierno Mundial.
Un carraspeo a tu izquierda te saca de tus cavilaciones y puedes ver que alguien se acerca a tu mesa. Es un hombre alto y exageradamente delgado. Viste el mismo uniforme que el resto de los camareros del establecimiento, pero un gigantesco sombrero de copa blanco ensombrece su rostro e impide que sea identificable.
Aún no has pedido nada, pero el tipo pone ante ti una taza de café sobre un plato. Entre ambos, un trozo de papel naranja plegado con esmero espera a que lo leas. El sujeto permanece de pie a tu lado sin decirte nada, esperando a ver si decides cogerlo o no. Supongo que lo harás, ¿no? A fin de cuentas a eso es a lo que has venido: a recibir información de forma extraña... o no era a eso. Bueno, la cuestión es que el papel sigue en su lugar.
- Nota:
- Número 45.
Podrían ser un poco más explícitos, pero parece que tu jefe o quien te haya mandado eso quiere reírse un poco a tu costa. De cualquier modo, cuando alzas la vista compruebas que el mensajero se ha esfumado en silencio. Si miras a tu alrededor, verás que las fachadas de los edificios de la zona exterior de la ciudad están adornadas con unas placas. A ambos lados de la cafetería en la que estás puedes ver los números cuarenta y cuatro y cuarenta y seis. ¿Qué te parece?
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Era una tarde tranquila en el cuartel del mar del norte. El músico de cabellos dorados se encontraba en los jardines traseros tocando una relajante melodía que tenía ensimismados a un pequeño grupo de aspirantes a estudiantes de la academia del gobierno mundial. Todos eran hijos de otros agentes o nobles del mundo, que esperaban con ansias pasar las pruebas para sed admitidos. A su pesar solo cinco de los sería escogidos, sin embargo, la cruda realidad era que solo entrarían aquellos cuyos padres tuvieran mejores contactos o pagaran más dinero por el ingreso de su vástago sin importar sus calificaciones.
La armonía de la flauta travesera dejó de propagarse por aquella zona del cuartel gubernamental cuando una agente auxiliar que requería de su atención.
-El agente Tyson le espera en su despacho en quince minutos –le dijo una joven de cabellos rojizos y ojos acaramelados.
-De acuerdo, señorita. Dígale a Tyson que no tardaré en llegar.
Dicho aquello, el joven agente fue directo a su habitación, donde dejó su instrumento bajo buen recaudo y se cambió de camisa. Tras eso, se dirigió al despacho de su superior. Golpeó la puerta un total de dos veces, un par de golpes secos con su mano derecha, y abrió la puerta.
-¿Querías algo, Tyson? –preguntó nada más entrar.
-Siéntate, Gio. En un segundo estoy contigo.
Tyson era lo más parecido a un amigo que tenía Giotto allí. Llevaban juntos desde que él se inició como agente hacía ya varios meses, y pese a que el rubio no era más que un iniciado, un simple novato que había destacado en sus últimas misiones, Tyson no dudaba siempre en otorgarle misiones que por su rango no debería hacerlo.
-Creo que deberías enviar a alguien más preparado –le sugirió Giotto, pensando que aquella misión era demasiado para él.
-No digas tonterías –dio un golpe sobre la mesa-. Este cometido no debería resultarte difícil. Además, estoy deseando que en la central se enteren de tus progresos y decidan ascenderte –sonrió.
-Yo estoy muy bien como estoy, no intentes hac…
Fueron interrumpidos. Alguien entró en la sala sin avisar antes. Era un hombre entrado en años, encorvado y con un bastón como apoyo.
-En otro momento acabaremos esta conversación, Giotto. Ahora prepara tus cosas y ve al puerto cinco a las una y media.
Giotto asintió con la cabeza e hizo algo parecido a una reverencia al anciano antes de irse.
Horas después llegaba a la ciudad celeste de la isla de Johota, una metrópoli caracterizada por la actitud corrupta de varios de sus dirigentes. Como era de esperar, al ser la capital, estaba muy transitada y era imposible moverse sin chocarse con nadie. Giotto estaba acostumbrado a lugares más tranquilos y con menos población en los que poder pasear a sus anchas sin estar estresado; y aquel sitio no era uno de esos.
Eran cerca de las ocho de la noche y el agente se encontraba sentado en una cafetería del centro de la ciudad. Era un establecimiento pequeño, regentado por una pareja de ancianos y dos camareros, los cuales, éstos últimos, se encargaban de la gran terraza que poseía el local. Cuando de pronto, un tercer camarero le entregó una nota doblada por la mitad junto a una taza de capuchino. Agarró el papel, leyendo lo que ponía, y cuando quiso darse cuenta el hombre no estaba. «Cuarenta y cinco», se dijo el rubio, convirtiendo la nota en cenizas con su poder.
Se cruzó de brazos y dejó caer sobre el respaldo de la silla, mirando al horizonte. Ahí se percató de que fuera de la cafetería había unas placas de piedra granítica con inscripciones en dorado en las que estaban el número anterior y el consecutivo al de la nota. Salió de la cafetería y ojeó las placas cercanas, pero no había ninguna que tuviera el número cuarenta y cinco. Volvió a entrar en la cafetería y se aproximó a la anciana de la barra.
-Señora, ¿puedo hacerle una pregunta?
-Claro que sí, muchacho –le dijo con tono afable y una sonrisa en el rostro. Se trataba de una ancianita de piel pálida y mofletes sonrosados. Bajita y entrada en carnes.
-¿Por qué no hay una placa con el número cuarenta y cinco? –le preguntó.
La anciana, con los ojos abiertos de par en par, se puso nerviosa y miró a su marido, el cual se acercó en seguida.
-¿Vas a tomar algo, muchacho? Si no es así te ruego que marches –dijo, mirándolo a los ojos. El anciano era un hombre de cabellos grises y un bigote negruzco.
La armonía de la flauta travesera dejó de propagarse por aquella zona del cuartel gubernamental cuando una agente auxiliar que requería de su atención.
-El agente Tyson le espera en su despacho en quince minutos –le dijo una joven de cabellos rojizos y ojos acaramelados.
-De acuerdo, señorita. Dígale a Tyson que no tardaré en llegar.
Dicho aquello, el joven agente fue directo a su habitación, donde dejó su instrumento bajo buen recaudo y se cambió de camisa. Tras eso, se dirigió al despacho de su superior. Golpeó la puerta un total de dos veces, un par de golpes secos con su mano derecha, y abrió la puerta.
-¿Querías algo, Tyson? –preguntó nada más entrar.
-Siéntate, Gio. En un segundo estoy contigo.
Tyson era lo más parecido a un amigo que tenía Giotto allí. Llevaban juntos desde que él se inició como agente hacía ya varios meses, y pese a que el rubio no era más que un iniciado, un simple novato que había destacado en sus últimas misiones, Tyson no dudaba siempre en otorgarle misiones que por su rango no debería hacerlo.
-Creo que deberías enviar a alguien más preparado –le sugirió Giotto, pensando que aquella misión era demasiado para él.
-No digas tonterías –dio un golpe sobre la mesa-. Este cometido no debería resultarte difícil. Además, estoy deseando que en la central se enteren de tus progresos y decidan ascenderte –sonrió.
-Yo estoy muy bien como estoy, no intentes hac…
Fueron interrumpidos. Alguien entró en la sala sin avisar antes. Era un hombre entrado en años, encorvado y con un bastón como apoyo.
-En otro momento acabaremos esta conversación, Giotto. Ahora prepara tus cosas y ve al puerto cinco a las una y media.
Giotto asintió con la cabeza e hizo algo parecido a una reverencia al anciano antes de irse.
* * *
Horas después llegaba a la ciudad celeste de la isla de Johota, una metrópoli caracterizada por la actitud corrupta de varios de sus dirigentes. Como era de esperar, al ser la capital, estaba muy transitada y era imposible moverse sin chocarse con nadie. Giotto estaba acostumbrado a lugares más tranquilos y con menos población en los que poder pasear a sus anchas sin estar estresado; y aquel sitio no era uno de esos.
Eran cerca de las ocho de la noche y el agente se encontraba sentado en una cafetería del centro de la ciudad. Era un establecimiento pequeño, regentado por una pareja de ancianos y dos camareros, los cuales, éstos últimos, se encargaban de la gran terraza que poseía el local. Cuando de pronto, un tercer camarero le entregó una nota doblada por la mitad junto a una taza de capuchino. Agarró el papel, leyendo lo que ponía, y cuando quiso darse cuenta el hombre no estaba. «Cuarenta y cinco», se dijo el rubio, convirtiendo la nota en cenizas con su poder.
Se cruzó de brazos y dejó caer sobre el respaldo de la silla, mirando al horizonte. Ahí se percató de que fuera de la cafetería había unas placas de piedra granítica con inscripciones en dorado en las que estaban el número anterior y el consecutivo al de la nota. Salió de la cafetería y ojeó las placas cercanas, pero no había ninguna que tuviera el número cuarenta y cinco. Volvió a entrar en la cafetería y se aproximó a la anciana de la barra.
-Señora, ¿puedo hacerle una pregunta?
-Claro que sí, muchacho –le dijo con tono afable y una sonrisa en el rostro. Se trataba de una ancianita de piel pálida y mofletes sonrosados. Bajita y entrada en carnes.
-¿Por qué no hay una placa con el número cuarenta y cinco? –le preguntó.
La anciana, con los ojos abiertos de par en par, se puso nerviosa y miró a su marido, el cual se acercó en seguida.
-¿Vas a tomar algo, muchacho? Si no es así te ruego que marches –dijo, mirándolo a los ojos. El anciano era un hombre de cabellos grises y un bigote negruzco.
Pues no, tu pregunta no les ha resultado demasiado cómoda a los dueños de la cafetería. Una lástima que no te hayas bebido el café, por cierto. Seguro que estaba riquísimo y, lo más importante, era gratis. Dejando eso de lado, en el interior de la cafetería hay varios clientes, los cuales se han callado durante menos de un segundo después de tu pregunta. Tal vez sea casualidad, aunque podrían estar aguardando la respuesta del hombre o asegurándose de no olvidar tu rostro. ¿Quién sabe?
Entonces el anciano sacude su bigote, nervioso. Parece que no le gusta nada el breve silencio que ha invadido su local.
-¿Qué más da que se lo digamos, Mary? -dice a continuación-. Hay unos gamberros que llevan un tiempo quitando las placas con los números de los establecimientos. No sabemos para qué las quieren, pero ya hemos encargado otra y mañana mismo estará en su lugar. Sabemos que la inspección será dentro de poco. No se preocupe, la pasaremos sin problema.
La anciana suelta entonces un suspiro de alivio, que en seguida intenta disimular dirigiéndote la más cálida y tierna sonrisa que puedas imaginar. Créeme si te digo que pagarías por tenerla como abuela.
-¿Deseas algo más, mi vida? Las rosquillas me han salido particularmente ricas hoy. -Al sonreír achina un poco los ojos, que se hacen un poco más grandes bajo los cristales de media luna que tienen sus gafas. Si echas un vistazo al escaparate que la anciana te ha indicado con un gesto de su mano, verás que las rosquillas son lo único que se ha acabado.
Por otro lado, a tus espaldas el murmullo que había seguido al instante de silencio se ha acrecentado, de manera que la cafetería vuelve a estar ocupada por un jovial y constante alboroto.
Entonces el anciano sacude su bigote, nervioso. Parece que no le gusta nada el breve silencio que ha invadido su local.
-¿Qué más da que se lo digamos, Mary? -dice a continuación-. Hay unos gamberros que llevan un tiempo quitando las placas con los números de los establecimientos. No sabemos para qué las quieren, pero ya hemos encargado otra y mañana mismo estará en su lugar. Sabemos que la inspección será dentro de poco. No se preocupe, la pasaremos sin problema.
La anciana suelta entonces un suspiro de alivio, que en seguida intenta disimular dirigiéndote la más cálida y tierna sonrisa que puedas imaginar. Créeme si te digo que pagarías por tenerla como abuela.
-¿Deseas algo más, mi vida? Las rosquillas me han salido particularmente ricas hoy. -Al sonreír achina un poco los ojos, que se hacen un poco más grandes bajo los cristales de media luna que tienen sus gafas. Si echas un vistazo al escaparate que la anciana te ha indicado con un gesto de su mano, verás que las rosquillas son lo único que se ha acabado.
Por otro lado, a tus espaldas el murmullo que había seguido al instante de silencio se ha acrecentado, de manera que la cafetería vuelve a estar ocupada por un jovial y constante alboroto.
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Al oí la respuesta que dio el anciano, el agente de cabellos dorados mostró una liviana sonrisa complaciente y se cruzaba de brazos. Lo que estaba diciendo el camarero podía ser verdad, pero algo en su interior le decía que estaba ocultando algo, ¿el qué? No lo sabía, pero aquello no era la verdad, y si lo era estaba a medias. Quizás fue la actitud de su anciana esposa ante la pregunta del músico, o tal vez el extraño e incómodo silencio que surgió por parte de los clientes. No lo sabía, pero si algo tenía claro es que iba a descubrir el porqué de aquella situación tan rara.
-No, señora, eso es todo. Muchas gracias por su atención, y le ruego que disculpe las molestias que haya podido causar –se limitó a decir Giotto, inclinando durante un instante su cabeza a modo de pequeña reverencia, para justo después salir del local siendo observado por todos.
Pocos segundos después de salir de cafetería, yendo en dirección a ninguna parte, el agente se percató de que un grupo de tres hombres le estaban persiguiendo. Fue de un lado a otro sin rumbo fijo, caminando en círculos, pasando por las mismas calles una y otra vez, y aquellos hombres seguían tras él. El agente aumentó el ritmo, escabulléndose entre la gente, pero comprobando si los hombres le seguían, y así era. Así que tomo la decisión de adentrarse en un callejón para esperarlos.
-No, señora, eso es todo. Muchas gracias por su atención, y le ruego que disculpe las molestias que haya podido causar –se limitó a decir Giotto, inclinando durante un instante su cabeza a modo de pequeña reverencia, para justo después salir del local siendo observado por todos.
Pocos segundos después de salir de cafetería, yendo en dirección a ninguna parte, el agente se percató de que un grupo de tres hombres le estaban persiguiendo. Fue de un lado a otro sin rumbo fijo, caminando en círculos, pasando por las mismas calles una y otra vez, y aquellos hombres seguían tras él. El agente aumentó el ritmo, escabulléndose entre la gente, pero comprobando si los hombres le seguían, y así era. Así que tomo la decisión de adentrarse en un callejón para esperarlos.
Puedes escuchar cómo los pasos se encuentran cada vez más cerca, pero súbitamente se detienen. El callejón permanece unos segundos sumido en el más absoluto de los silencios, roto únicamente por el sonido de las aguas residuales. Junto a tu pie derecho hay una alcantarilla, y un nauseabundo olor se escapa de ella y penetra con agresividad por tus fosas nasales. Además, una pequeña rata blanca te mira con unos ojos tan rojos como tiernos. Se encuentra sentada sobre sus patas traseras en un cubo de basura cercano.
Sin previo aviso, se escabulle a gran velocidad por la alcantarilla que hay a tu lado. El motivo es que los pasos han comenzado a moverse de nuevo a mayor velocidad. El eco producido por las pisadas te impide distinguir si es el mismo número de sujetos o si el grupo tiene más integrantes que antes.
Entonces, un único y solitario tipo aparece en el callejón. Un murmullo te indica que hay al menos dos más esperando tras él, pero podrían ser más.
-¿Se puedes saber quién eres tú? -te pregunta con tono amenazante-. Identifícate. Hablas con la autoridad aquí. -Entonces, con un gesto excesivamente teatral, saca una placa que le identifica como agente de paisano de las fuerzas de Johota.
Sin previo aviso, se escabulle a gran velocidad por la alcantarilla que hay a tu lado. El motivo es que los pasos han comenzado a moverse de nuevo a mayor velocidad. El eco producido por las pisadas te impide distinguir si es el mismo número de sujetos o si el grupo tiene más integrantes que antes.
Entonces, un único y solitario tipo aparece en el callejón. Un murmullo te indica que hay al menos dos más esperando tras él, pero podrían ser más.
-¿Se puedes saber quién eres tú? -te pregunta con tono amenazante-. Identifícate. Hablas con la autoridad aquí. -Entonces, con un gesto excesivamente teatral, saca una placa que le identifica como agente de paisano de las fuerzas de Johota.
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El joven flautista se encontró en un húmedo callejón sin salida con un fuerte hedor a orina y heces; podía medir perfectamente veinte metros de largo y tres de ancho. A su derecha había un gran bidón de metal oxidado repleto de basura del restaurante de al lado, se podían escuchar a las ratas roer los restos de comida con ansia e ímpetu, siendo un sonido de lo más nauseabundo. A su lado, cubierto por cartones y una manta desgalichada, estaba un vagabundo que dormía embriagado con un cartón de vino peleón de marca blanca en su mano. Con lentitud el agente se giró y miró a la persona que había tras él. «¿La autoridad del lugar?», se preguntó, intentando ver su identificación. Aparentemente parecía real, así que iba a seguirle el juego.
-Buenas tardes, buen hombre –dijo, haciendo un ademán con la mano a forma de reverencia-. Mi nombre Andrés Pajares y Esteso, músico de la filarmónica de Briss del mar del Oeste. Me he asustado pensando que usted era uno de tantos enemigos de mi antiguo representante, cuyas malas gestiones monetarias me han llevado a estar en peligro en infinidad de ocasiones. Por eso huía.
Giotto esperaba que aquel bulo funcionara con ese hombre, pues en caso de no hacerlo tendría que acabar con él en el acto, a su pesar, ya que no le gustaba herir a civiles, aunque fuera parte de su trabajo como agente gubernamental. El hombre le miraba extrañado, y Giotto le miraba a los ojos, apartando la mirada cada pocos segundos, como si estuviera nervioso. Y en el caso de que le creyera, se iría de allí en busca de algo en relación con la perdida placa con el número cuarenta y cinco.
-Buenas tardes, buen hombre –dijo, haciendo un ademán con la mano a forma de reverencia-. Mi nombre Andrés Pajares y Esteso, músico de la filarmónica de Briss del mar del Oeste. Me he asustado pensando que usted era uno de tantos enemigos de mi antiguo representante, cuyas malas gestiones monetarias me han llevado a estar en peligro en infinidad de ocasiones. Por eso huía.
Giotto esperaba que aquel bulo funcionara con ese hombre, pues en caso de no hacerlo tendría que acabar con él en el acto, a su pesar, ya que no le gustaba herir a civiles, aunque fuera parte de su trabajo como agente gubernamental. El hombre le miraba extrañado, y Giotto le miraba a los ojos, apartando la mirada cada pocos segundos, como si estuviera nervioso. Y en el caso de que le creyera, se iría de allí en busca de algo en relación con la perdida placa con el número cuarenta y cinco.
-Thomas, ven aquí -dice el tipo de la placa en voz alta. Lo hace sin apartar la vista de ti-. Y tráete los papeles.
Se escucha un murmullo a sus espaldas. No hay duda de que son más hombres de los que había en un primer momento. Unos segundos después aparece junto a él un tipo alto y rubio. Tiene el pelo excesivamente engominado hacia atrás, y le da a su jefe lo que ha pedido sin mirarte siquiera. Entonces, el agente de paisano da dos pasos lentos y decididos hacia ti. Parece que la cosa va a ponerse fea.
-¿Me firmas un autógrafo? -dice con una sonrisa infantil que causa hasta repulsión-. Colecciono firmas y objetos de artistas y... bueno, no quiero dejar escapar esta oportunidad.
Firmes o no, se irá junto a sus hombres. Si lo hace con una sonrisa o una lágrima en la cara es decisión tuya. Cuando te dispones a abandonar el callejón, alguien chista a tus espaldas. ¿El vagabundo borracho? Parece que no, ése lo único que hace es roncar mientras el poco vino que le queda se derrama sobre su agujereado abrigo.
No, a las espaldas del ebrio habitante de la calle aparece un niño. Es pelirrojo, lleva el pelo corto y tiene una cara pálida repleta de pecas. Sonríe mostrando una dentadura a la que le faltan varios dientes... Está en la edad. Si reparaste en la rata que había en el callejón cuando llegaste, puedes ver que está en su hombro. Un poco raro, ¿no?
-¡Maldito irlandés lechoso! -grita el mendigo cuando el niño pasa sobre sus piernas en dirección hacia ti. ¿Qué estará soñando?
El hombre coloca sus dedos índice y pulgar como si fueran una pistola y apunta al frente.
-Sígueme -te ordena el niño con una voz aún por madurar. En caso de que lo sigas, te llevará de vuelta a la plaza de la cafetería y, tras dejarla atrás, se introducirá en una pequeña casa de dos plantas que tiene más pinta de almacén que de vivienda-. ¿Cuántos hijos tiene la vaca? -te pregunta nada más cerrar la puerta.
Se escucha un murmullo a sus espaldas. No hay duda de que son más hombres de los que había en un primer momento. Unos segundos después aparece junto a él un tipo alto y rubio. Tiene el pelo excesivamente engominado hacia atrás, y le da a su jefe lo que ha pedido sin mirarte siquiera. Entonces, el agente de paisano da dos pasos lentos y decididos hacia ti. Parece que la cosa va a ponerse fea.
-¿Me firmas un autógrafo? -dice con una sonrisa infantil que causa hasta repulsión-. Colecciono firmas y objetos de artistas y... bueno, no quiero dejar escapar esta oportunidad.
Firmes o no, se irá junto a sus hombres. Si lo hace con una sonrisa o una lágrima en la cara es decisión tuya. Cuando te dispones a abandonar el callejón, alguien chista a tus espaldas. ¿El vagabundo borracho? Parece que no, ése lo único que hace es roncar mientras el poco vino que le queda se derrama sobre su agujereado abrigo.
No, a las espaldas del ebrio habitante de la calle aparece un niño. Es pelirrojo, lleva el pelo corto y tiene una cara pálida repleta de pecas. Sonríe mostrando una dentadura a la que le faltan varios dientes... Está en la edad. Si reparaste en la rata que había en el callejón cuando llegaste, puedes ver que está en su hombro. Un poco raro, ¿no?
-¡Maldito irlandés lechoso! -grita el mendigo cuando el niño pasa sobre sus piernas en dirección hacia ti. ¿Qué estará soñando?
El hombre coloca sus dedos índice y pulgar como si fueran una pistola y apunta al frente.
-Sígueme -te ordena el niño con una voz aún por madurar. En caso de que lo sigas, te llevará de vuelta a la plaza de la cafetería y, tras dejarla atrás, se introducirá en una pequeña casa de dos plantas que tiene más pinta de almacén que de vivienda-. ¿Cuántos hijos tiene la vaca? -te pregunta nada más cerrar la puerta.
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«¡Funcionó!», se dijo Giotto para sus adentros, dibujando una media sonrisa de alivio en su cara.
-Por supuesto, los fans son lo primero –dijo, cogiendo la pluma que le prestó el policía y firmando en una pequeña libreta de tapa negra y dura, con hojas blancas y con más autógrafos. Pudo ver que tenía algunos de personas muy famosas: el cómico Marty McFly, el músico Lolita Plant, entre otros. Agarró la estilográfica de tinta negra e hizo un garabato con las iniciales F.P.E, intentando no poner su propio nombre. Tras eso, todos se fueron. Hubo un silencio sepulcral durante pocos segundos, hasta que la entrada de un joven de cabello endemoniado y con una rata de alcantarilla sobre su hombro despertó al vagabundo.
-Señor le aconsejo que no ose acercarse a este joven infante o sufrirá un destino peor que la muerte –le dijo, poniendo su mano entre el niño y el vagabundo, que lo apuntaba con sus dedos. Fueron unos segundos intensos, en la cabeza del agente comenzó a surgir algo parecido a una pequeña llama del tamaño de una pelota de pimpón que se desvaneció en cuanto el agente dio media vuelta y agarró su cartón de vino-. Vete de aquí, este no es lugar para un crío.
-Sígueme –dijo el joven, mirando fijamente a Giotto.
-¿Seguirte? ¿Para qué? –inquirió el agente, dubitativo.
El chico le miró con seriedad, y Giotto le siguió. ¿Por qué? No tenía respuesta, pero algo en su interior le decía que lo hiciera. Caminó tras él por toda la manzana durante media hora, hacía extraños cambios de dirección, adentrándose en estrechos callejones, cruzando por en medio de la vía, hasta llegar a la plaza de la cafetería. «¿Tanto rodeo para volver aquí? ¿Estará jugando conmigo», se preguntó Giotto, pensando en irse. Pero entonces, el chico entró en un edificio de dos plantas, cuyo aspecto dejaba mucho que desear. Tenía pinta de ser un inmueble antiguo, con muchas grietas y humedades. Al entrar, el joven cierra la puerta y sintió dos presencias.
-¿Cuarenta y cinco? –contestó con cierta duda.
-Por supuesto, los fans son lo primero –dijo, cogiendo la pluma que le prestó el policía y firmando en una pequeña libreta de tapa negra y dura, con hojas blancas y con más autógrafos. Pudo ver que tenía algunos de personas muy famosas: el cómico Marty McFly, el músico Lolita Plant, entre otros. Agarró la estilográfica de tinta negra e hizo un garabato con las iniciales F.P.E, intentando no poner su propio nombre. Tras eso, todos se fueron. Hubo un silencio sepulcral durante pocos segundos, hasta que la entrada de un joven de cabello endemoniado y con una rata de alcantarilla sobre su hombro despertó al vagabundo.
-Señor le aconsejo que no ose acercarse a este joven infante o sufrirá un destino peor que la muerte –le dijo, poniendo su mano entre el niño y el vagabundo, que lo apuntaba con sus dedos. Fueron unos segundos intensos, en la cabeza del agente comenzó a surgir algo parecido a una pequeña llama del tamaño de una pelota de pimpón que se desvaneció en cuanto el agente dio media vuelta y agarró su cartón de vino-. Vete de aquí, este no es lugar para un crío.
-Sígueme –dijo el joven, mirando fijamente a Giotto.
-¿Seguirte? ¿Para qué? –inquirió el agente, dubitativo.
El chico le miró con seriedad, y Giotto le siguió. ¿Por qué? No tenía respuesta, pero algo en su interior le decía que lo hiciera. Caminó tras él por toda la manzana durante media hora, hacía extraños cambios de dirección, adentrándose en estrechos callejones, cruzando por en medio de la vía, hasta llegar a la plaza de la cafetería. «¿Tanto rodeo para volver aquí? ¿Estará jugando conmigo», se preguntó Giotto, pensando en irse. Pero entonces, el chico entró en un edificio de dos plantas, cuyo aspecto dejaba mucho que desear. Tenía pinta de ser un inmueble antiguo, con muchas grietas y humedades. Al entrar, el joven cierra la puerta y sintió dos presencias.
-¿Cuarenta y cinco? –contestó con cierta duda.
El niño te contempla durante unos segundos y, curiosamente, la rata te mira más fijamente y con más seriedad que quien la transporta.
-Bueno, en este caso la vaca es estéril, pero sí que tiene cuarenta y cinco hijos -dice justo cuando el roedor se pasa de un hombro a otro, apareciendo súbitamente con unas migas de pan entre las patas delanteras. Un poco rara la rata, ¿no? Aunque bueno, tal vez sean imaginaciones mías.
La cuestión es que el pelirrojo mellado te conduce hasta la segunda planta, donde únicamente hay una puerta metálica que desentona completamente con el resto de la estructura. El niño desliza su dedo meñique sobre la lisa superficie de acero. Si te fijas, verás que traza la silueta de una vaca de lo más infantil.
No hay ningún tipo de reconocimiento adicional, pero cuando el pelirrojo separa su dedo la puerta se abre por sí sola. Él no se lo piensa y se adentra en la oscuridad, no sin hacerte antes un gesto con la mano para que vaya tras él. La rata también te observa con ojo atento desde su hombro, por cierto.
Si optas por ir con él, descenderéis bastante más de lo que habéis ascendido antes: unos cuatro pisos si eres bueno juzgando ese tipo de cosas. El hecho es que termináis en un cuartucho donde únicamente se encuentra -mira qué casualidad- la pareja de ancianos que regenta la cafetería cuyo delicioso café osaste rechazar.
-¿Quién eres, chico? -te pregunta la mujer, esta vez con una expresión de lo más seria.
-Bueno, en este caso la vaca es estéril, pero sí que tiene cuarenta y cinco hijos -dice justo cuando el roedor se pasa de un hombro a otro, apareciendo súbitamente con unas migas de pan entre las patas delanteras. Un poco rara la rata, ¿no? Aunque bueno, tal vez sean imaginaciones mías.
La cuestión es que el pelirrojo mellado te conduce hasta la segunda planta, donde únicamente hay una puerta metálica que desentona completamente con el resto de la estructura. El niño desliza su dedo meñique sobre la lisa superficie de acero. Si te fijas, verás que traza la silueta de una vaca de lo más infantil.
No hay ningún tipo de reconocimiento adicional, pero cuando el pelirrojo separa su dedo la puerta se abre por sí sola. Él no se lo piensa y se adentra en la oscuridad, no sin hacerte antes un gesto con la mano para que vaya tras él. La rata también te observa con ojo atento desde su hombro, por cierto.
Si optas por ir con él, descenderéis bastante más de lo que habéis ascendido antes: unos cuatro pisos si eres bueno juzgando ese tipo de cosas. El hecho es que termináis en un cuartucho donde únicamente se encuentra -mira qué casualidad- la pareja de ancianos que regenta la cafetería cuyo delicioso café osaste rechazar.
-¿Quién eres, chico? -te pregunta la mujer, esta vez con una expresión de lo más seria.
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La mirada de aquel infante de cabellos rojizos y aspecto enfermizo ponía nervioso al agente, que acabó apartándosela. Se preguntaba porque ese joven le imponía tanto, o quizás fuera el deterioro de su aspecto lo que hacía que no pudiera mirarlo. Era un joven delgado, quizás demasiado, con manchas de barro en las mejillas pecosas. Tenía la mirada perdida, pero se veía brillo de esperanza en ella. Tal vez al acabar la misión le ofrecería algo de dinero para ropa nueva y comida, se decía Giotto.
-¿Si es estéril como va a tener crías? No tiene lógica alguna lo que acabas de argumentar, jovencito.
Ni siquiera se molestó en escuchar lo que el agente tuvo que decir cuando empezó a subir una larga escalinata que los llevó a la planta superior. El rubio le siguió a paso lento, yendo peldaño a peldaño, contemplando los pocos cuadros que los poblaban. Lo más extraño de todo era la rata del muchacho, que le miraba fijamente, como si fuera algo más que un animal de compañía. Pero si algo le pareció curioso fue como la puerta se abrió cuando el muchacho dibujó la silueta de un bobino sobre una puerta que se abrió sola.
«Ya que hemos llegado hasta aquí…»
Giotto siguió al muchacho por una escalinata descendente, estaba completamente oscuro y apenas se veía nada.
-Espera muchacho, voy a iluminar esto –dijo, creando una llama sobre su frente-. Así mejor.
Al bajar más de cincuenta escalones, contados uno a uno por el agente, llegaron a una sala cuadrada, de tres metros cuadrados con una altura de tres metros también. Había una mesa alargada con varias sillas, diversas estanterías, un mapa de la ciudad con varias señales y una nevera blanca con abolladuras en su lateral izquierdo. Allí se encontraba la pareja de ancianos, sentados tras la mesa.
-¿Qué quien soy? –preguntó-. Andrés Pajares, músico flautista y compositor. Pero la verdadera pregunta es, ¿qué hace una pareja de ancianos, dueños de un local, tienen un zulo como este a más de dos metros bajo tierra?
-¿Si es estéril como va a tener crías? No tiene lógica alguna lo que acabas de argumentar, jovencito.
Ni siquiera se molestó en escuchar lo que el agente tuvo que decir cuando empezó a subir una larga escalinata que los llevó a la planta superior. El rubio le siguió a paso lento, yendo peldaño a peldaño, contemplando los pocos cuadros que los poblaban. Lo más extraño de todo era la rata del muchacho, que le miraba fijamente, como si fuera algo más que un animal de compañía. Pero si algo le pareció curioso fue como la puerta se abrió cuando el muchacho dibujó la silueta de un bobino sobre una puerta que se abrió sola.
«Ya que hemos llegado hasta aquí…»
Giotto siguió al muchacho por una escalinata descendente, estaba completamente oscuro y apenas se veía nada.
-Espera muchacho, voy a iluminar esto –dijo, creando una llama sobre su frente-. Así mejor.
Al bajar más de cincuenta escalones, contados uno a uno por el agente, llegaron a una sala cuadrada, de tres metros cuadrados con una altura de tres metros también. Había una mesa alargada con varias sillas, diversas estanterías, un mapa de la ciudad con varias señales y una nevera blanca con abolladuras en su lateral izquierdo. Allí se encontraba la pareja de ancianos, sentados tras la mesa.
-¿Qué quien soy? –preguntó-. Andrés Pajares, músico flautista y compositor. Pero la verdadera pregunta es, ¿qué hace una pareja de ancianos, dueños de un local, tienen un zulo como este a más de dos metros bajo tierra?
El abuelo mira intrigado la llama de tu cabeza, pero la abuela no parece sorprenderse en absoluto de que se encuentre ahí. Una mujer peculiar, ¿verdad? El hecho es que tu respuesta no parece ser lo que esperaba, de manera que achina los ojos tras sus gafas y, tras acercarse a ti, da varias vueltas a tu alrededor. Sólo le falta olfatearte.
-¿Y cuántos hijos ha dicho que tenía la vaca? -pregunta la anciana al niño sin mirarle.
-Cuarenta y cinco -responde éste sin más, viendo cómo la rata se baja de su hombro y se sube al de la vieja.
El roedor desaparece tras la cabeza de la mujer, y tras unos segundos ésta última mira a su marido. No ha terminado de asentir cuando éste ya se ha levantado, se ha colocado a medio metro de ti y te apunta con un dedo a la sien. En la punta del mismo hay una pequeña esfera de color verde brillante, que se encuentra a unos tres centímetros de ti.
-Sólo hay dos clases de personas que podrían saber esa respuesta -comenta el hombre con voz calmada-. Ser una de ellas no te hará ningún bien, así que ve cantando, muchacho. ¿Quién te envía?
La esfera brilla cada vez más, y la anciana se ha alejado en dirección a la nevera. Vuelve con un bote de huevos rellenos, y al destaparlo un nauseabundo olor inunda todo el cuartucho. Se lleva uno a la boca antes de hablar:
-Nos gustan los zulos, ¿por? Ahora cuéntanos algo sobre ti -dice mientras mastica.
-¿Y cuántos hijos ha dicho que tenía la vaca? -pregunta la anciana al niño sin mirarle.
-Cuarenta y cinco -responde éste sin más, viendo cómo la rata se baja de su hombro y se sube al de la vieja.
El roedor desaparece tras la cabeza de la mujer, y tras unos segundos ésta última mira a su marido. No ha terminado de asentir cuando éste ya se ha levantado, se ha colocado a medio metro de ti y te apunta con un dedo a la sien. En la punta del mismo hay una pequeña esfera de color verde brillante, que se encuentra a unos tres centímetros de ti.
-Sólo hay dos clases de personas que podrían saber esa respuesta -comenta el hombre con voz calmada-. Ser una de ellas no te hará ningún bien, así que ve cantando, muchacho. ¿Quién te envía?
La esfera brilla cada vez más, y la anciana se ha alejado en dirección a la nevera. Vuelve con un bote de huevos rellenos, y al destaparlo un nauseabundo olor inunda todo el cuartucho. Se lleva uno a la boca antes de hablar:
-Nos gustan los zulos, ¿por? Ahora cuéntanos algo sobre ti -dice mientras mastica.
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La actitud de aquellos ancianos avivó el fuego del interior de Giotto, que no pudo evitar aumentar la cálida llama que adornaba su frente. Al hacerlo caldeó el ambiente e hizo que el anciano reculara hacia atrás dos pasos exactos. Entre tanto, bajo el cabello del agente, se podía vislumbrar como su piel se endurecía y recordaba su sien. Frunció el ceño y se sentó en una silla que estaba allí, cruzándose de piernas y mirando al anciano.
-Mi nombre es Giotto di Tempesta, miembro de la orquesta de la filarmónica del Giglio Bianco del mar del norte, y mercenario –dijo, observando como la rata devoraba uno de los huevos en pocos segundos, sin poder evitar poner cara de asco-. Y estoy en esta isla para recabar información sobre mi padre, Antonello di Tempesta, miembro de la revolución. ¿Por qué lo estoy buscando? Son razones que no os atañen. Y no soy propenso a usar la violencia, pero como vuelva a apuntarme a la cabeza le quemare vivo, ¿entendido, anciano? –le amenazó, aumentando la temperatura de la llama de su frente hasta los doscientos grados centígrados.
-Mi nombre es Giotto di Tempesta, miembro de la orquesta de la filarmónica del Giglio Bianco del mar del norte, y mercenario –dijo, observando como la rata devoraba uno de los huevos en pocos segundos, sin poder evitar poner cara de asco-. Y estoy en esta isla para recabar información sobre mi padre, Antonello di Tempesta, miembro de la revolución. ¿Por qué lo estoy buscando? Son razones que no os atañen. Y no soy propenso a usar la violencia, pero como vuelva a apuntarme a la cabeza le quemare vivo, ¿entendido, anciano? –le amenazó, aumentando la temperatura de la llama de su frente hasta los doscientos grados centígrados.
La pareja permanece en silencio unos segundos después de que te calles, y el muchacho a tus espaldas se balance hacia delante y hacia atrás como si no ocurriese nada. Entonces, la esfera verde desaparece del dedo del anciano. Si te fijas, verás que el roedor vuelve a desaparecer tras la cabeza de la anciana, que ha vuelto a guardar el bote de huevos rellenos.
-Antonello di Tempesta -musita cuando la rata vuelve a hacer acto de presencia en su hombro.
-¿Te suena? -le pregunta el viejo.
-Sí, lo he oído antes, pero tengo que consultar un par de cosas. -Entretanto se ha acercado a la pared y, tras asir un saliente de la misma, ha tirado de él para desplegar una absurdamente pequeña cocina. Únicamente hay un fogón, y sobre el mismo descansa una olla con un contenido amarillento bastante apetecible. Entonces se vuelve hacia ti y clava sus ojos en la llama de tu cabeza-. No hay que ser muy listo para darse cuenta de que el calor que hace aquí es cosa tuya, así que sé bueno y caliéntame la cena a fuego lento mientras hago unas llamadas. Tardaré media hora, no le quites ojo -termina, dirigiéndose en última instancia a su pareja.
No añade nada más. Simplemente se va tras hacerle un gesto al chico -que la sigue hasta una puerta disimulada junto a la nevera-, dando por hecho que se encontrará la comida caliente al regresar. El viejo se sienta en una silla y no te quita ojo de encima. Es tu elección ver si le haces el favor a la anciana o no.
-¿Y qué instrumento tocas, chico? -te pregunta tu incómodo anfitrión.
-Antonello di Tempesta -musita cuando la rata vuelve a hacer acto de presencia en su hombro.
-¿Te suena? -le pregunta el viejo.
-Sí, lo he oído antes, pero tengo que consultar un par de cosas. -Entretanto se ha acercado a la pared y, tras asir un saliente de la misma, ha tirado de él para desplegar una absurdamente pequeña cocina. Únicamente hay un fogón, y sobre el mismo descansa una olla con un contenido amarillento bastante apetecible. Entonces se vuelve hacia ti y clava sus ojos en la llama de tu cabeza-. No hay que ser muy listo para darse cuenta de que el calor que hace aquí es cosa tuya, así que sé bueno y caliéntame la cena a fuego lento mientras hago unas llamadas. Tardaré media hora, no le quites ojo -termina, dirigiéndose en última instancia a su pareja.
No añade nada más. Simplemente se va tras hacerle un gesto al chico -que la sigue hasta una puerta disimulada junto a la nevera-, dando por hecho que se encontrará la comida caliente al regresar. El viejo se sienta en una silla y no te quita ojo de encima. Es tu elección ver si le haces el favor a la anciana o no.
-¿Y qué instrumento tocas, chico? -te pregunta tu incómodo anfitrión.
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La petición de la anciana sorprendió al músico, que no sabía si estaba de broma o no. En el poco tiempo como agente le había pedido hacer de todo, desde arar el campo hasta techar casas, llegando hasta a tener que trabajar en una granja ordeñando vacas. ¿Pero calentar comida? Eso no lo habría esperado. Sin más dilación, el muchacho creó una llama en su mano y la miró fijamente. Sabía que el agua se evaporaba a cien grados centígrados, así que esa temperatura era demasiado alta para calentar la comida. ¿Cuál sería la idónea?
-Señora… -dijo con voz tímida, llamando la atención de la anciana-. ¿A qué temperatura lo caliento? –le preguntó.
Entre tanto, el hombre los interrumpió preguntándole por su instrumento.
-Soy flautista, señor. Toco la flauta travesera.
La sonrisa en su rostro denotaba lo que le gustaba al joven su música, pero entonces la mujer carraspeó la garganta y le dijo un simple «a fuego lento». Así que, intentando usar la menor temperatura posible, comenzó a calentar aquella comida. Sus llamas fluían lentas pero constante, a una temperatura baja para lo que estaba acostumbrado. Poco a poco parecían más tenues, aunque quizás aquello fuera por la iluminación del lugar.
-Señora… -dijo con voz tímida, llamando la atención de la anciana-. ¿A qué temperatura lo caliento? –le preguntó.
Entre tanto, el hombre los interrumpió preguntándole por su instrumento.
-Soy flautista, señor. Toco la flauta travesera.
La sonrisa en su rostro denotaba lo que le gustaba al joven su música, pero entonces la mujer carraspeó la garganta y le dijo un simple «a fuego lento». Así que, intentando usar la menor temperatura posible, comenzó a calentar aquella comida. Sus llamas fluían lentas pero constante, a una temperatura baja para lo que estaba acostumbrado. Poco a poco parecían más tenues, aunque quizás aquello fuera por la iluminación del lugar.
El viejo asiente ante tu respuesta, pero no parece muy convencido. Tal vez no sepa qué es una flauta travesera, o puede que sólo te haya preguntado porque sí. ¿Quién sabe? La cuestión es que mientras la anciana está fuera él te supervisa. De hecho, en un par de ocasiones te corrige, indicándote que subas o aumentes levemente la temperatura y que te asegures de que la mantienes constante el resto del tiempo. Es un poco tiquismiquis, ¿para qué engañarnos?
Tras media hora la mujer de las enormes gafas vuelve a entrar en la habitación. Va acompañada del niño y del pequeño roedor, que en esta ocasión mordisquea una empanadilla casi tan grande como él. Con los carrillos llenos, te mira con aún más seriedad. Por desgracia para ti, les das la espalda y debes mantenerte concentrado en tu guiso, por lo que no puedes distinguir que su mirada trasluce una inteligencia impropia de un animal de esas características.
-Sigue con eso, niño -te indica tu autoritaria anfitriona en previsión de que des por hecho que ya has acabado-. A eso le faltan veinte minutos por lo menos, y como me lo quemes o esté frío me voy a enfadar pero bien.
No sé cuál será tu concepto de las abuelas, pero la voz de esa señora hace imposible pensar que pueda hacer nada malo a nadie... aunque ha demostrado que tiene carácter de sobra.
-Veamos -continúa-. Me he estado informando y sí que hay un Antonello di Tempesta en la Revolución. Una fuente fiable me ha dicho que tiene un hijo varón, pero nada nos garantiza que sea él -añade, dirigiéndose a su marido-. No sé si deberíamos ponerle en contacto con ellos hasta que nos hayamos asegurado. ¿Tú qué crees?
-Tú, chico -te espeta de repente el viejo desde su posición-. ¿Cómo puedes demostrar tu identidad?
-Bueno, yo voy a seguir con mis averiguaciones. Ahora vuelvo -dice ella, volviendo a abandonar la estancia y dejándote junto al hombre y al niño, que esperan tu respuesta.
Por cierto, por si no ha quedado claro tienes que seguir calentando la olla.
Tras media hora la mujer de las enormes gafas vuelve a entrar en la habitación. Va acompañada del niño y del pequeño roedor, que en esta ocasión mordisquea una empanadilla casi tan grande como él. Con los carrillos llenos, te mira con aún más seriedad. Por desgracia para ti, les das la espalda y debes mantenerte concentrado en tu guiso, por lo que no puedes distinguir que su mirada trasluce una inteligencia impropia de un animal de esas características.
-Sigue con eso, niño -te indica tu autoritaria anfitriona en previsión de que des por hecho que ya has acabado-. A eso le faltan veinte minutos por lo menos, y como me lo quemes o esté frío me voy a enfadar pero bien.
No sé cuál será tu concepto de las abuelas, pero la voz de esa señora hace imposible pensar que pueda hacer nada malo a nadie... aunque ha demostrado que tiene carácter de sobra.
-Veamos -continúa-. Me he estado informando y sí que hay un Antonello di Tempesta en la Revolución. Una fuente fiable me ha dicho que tiene un hijo varón, pero nada nos garantiza que sea él -añade, dirigiéndose a su marido-. No sé si deberíamos ponerle en contacto con ellos hasta que nos hayamos asegurado. ¿Tú qué crees?
-Tú, chico -te espeta de repente el viejo desde su posición-. ¿Cómo puedes demostrar tu identidad?
-Bueno, yo voy a seguir con mis averiguaciones. Ahora vuelvo -dice ella, volviendo a abandonar la estancia y dejándote junto al hombre y al niño, que esperan tu respuesta.
Por cierto, por si no ha quedado claro tienes que seguir calentando la olla.
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El rubio continuaba calentando la olla. Parecía un guiso de carne de venado, o algún tipo de carne roja. Giotto no era un experto en cocina, ni mucho menos, pero siempre ha tenido un paladar exquisito para la comida y le encantaba la carne. En sus casi veinte años de edad había probado multitud de tipos distintos de carne, incluyendo el cocodrilo real de Arabasta y la carne de rey marino. Todos manjares para personas del gran paladar. Y aquella olla de comida era un buen guiso. Tenía una consistencia espesa, con trozo de patata y zanahoria, y un buen trozo de carne cociendo en él. La boca se le hacía agua, hasta el punto que su estómago comenzaba a rugir como un animal salvaje.
Fue entonces cuando la anciana le sacó de su ensimismamiento, aclarando la información que Giotto le había dado minutos antes.
-Sois libres de creerme o no, pero estoy diciendo la verdad –dijo el rubio, bajando la intensidad de su llama hasta crear una onda de calor que se mantenía y cocinando la olla.
Transcurrieron los veinte minutos, y el agente del gobierno dejó de calentar aquello. No estaba acostumbrado a usar mucho su fruta del diablo, es más casi siempre intentaba no usarla. Sin embargo, le empezaba a coger el gusto a los poderes que hacía poco que había adquirido. Tras ello, se sentó en una silla que estaba pegada a la pared y miró al viejo.
-Por cierto, señor –dijo, calmado, con un tono de voz agradable, ni muy fuerte y ni muy flojo-. ¿Por qué es tabú el número cuarenta y cinco? ¿Y qué ha sido de la placa de enfrente? –volvió a preguntar.
Fue entonces cuando la anciana le sacó de su ensimismamiento, aclarando la información que Giotto le había dado minutos antes.
-Sois libres de creerme o no, pero estoy diciendo la verdad –dijo el rubio, bajando la intensidad de su llama hasta crear una onda de calor que se mantenía y cocinando la olla.
Transcurrieron los veinte minutos, y el agente del gobierno dejó de calentar aquello. No estaba acostumbrado a usar mucho su fruta del diablo, es más casi siempre intentaba no usarla. Sin embargo, le empezaba a coger el gusto a los poderes que hacía poco que había adquirido. Tras ello, se sentó en una silla que estaba pegada a la pared y miró al viejo.
-Por cierto, señor –dijo, calmado, con un tono de voz agradable, ni muy fuerte y ni muy flojo-. ¿Por qué es tabú el número cuarenta y cinco? ¿Y qué ha sido de la placa de enfrente? –volvió a preguntar.
El viejo mira un reloj de pulsera cuando dejas de calentar el guiso, seguramente comprobando si ha pasado el tiempo que su señora esposa ha estimado. Al ver que así es, no te dice nada al respecto y, para tu desgracia, tampoco responde a tus preguntas por el momento. Debe estar esperando a que vuelva la anciana.
Cuando ésta vuelve, lo primero que hace es mirar su estofado. Parece estar satisfecha, pues se dirige a su marido con una amplia sonrisa en la cara.
-No han sabido decirme si es él o no, pero en teoría estaban esperando a que llegase un recluta, ¿no? Yo creo que podemos fiarnos de él. ¿Se te ocurre algún motivo por el que pudiese conocer la identidad de un revolucionario sin serlo él también? Serían demasiadas coincidencias.
El hombre la mira seriamente, valorando sus palabras y lanzando fugaces miradas hacia ti. No parece estar del todo convencido de lo que le dice su mujer, pero termina por aceptar su opinión y se dirige a ti.
-Pues no tengo ni idea, muchacho -dice en referencia a tu pregunta sobre el número cuarenta y cinco-. Son manías de... bueno, ya sabes de quién. Personalmente, creo que tiene una extraña relación de amor-odio con ese número, pero no tengo ni idea de por qué. Sólo sé que nadie lo dice ante él, pero él mismo fue quien puso la contraseña. En fin, ¿qué información te han dado y qué más necesitas saber? No creo que te hayan mandado aquí sin más, pero con toda seguridad no te lo habrán dicho todo. Alguna misión en concreto, supongo. Cuéntame -añade, incorporándose en su asiento e inclinándose un poco hacia ti-. Tal vez pueda ayudarte, ¿por qué ibas a venir a buscarme si no? -termina, lanzándote una suspicaz mirada.
Cuando ésta vuelve, lo primero que hace es mirar su estofado. Parece estar satisfecha, pues se dirige a su marido con una amplia sonrisa en la cara.
-No han sabido decirme si es él o no, pero en teoría estaban esperando a que llegase un recluta, ¿no? Yo creo que podemos fiarnos de él. ¿Se te ocurre algún motivo por el que pudiese conocer la identidad de un revolucionario sin serlo él también? Serían demasiadas coincidencias.
El hombre la mira seriamente, valorando sus palabras y lanzando fugaces miradas hacia ti. No parece estar del todo convencido de lo que le dice su mujer, pero termina por aceptar su opinión y se dirige a ti.
-Pues no tengo ni idea, muchacho -dice en referencia a tu pregunta sobre el número cuarenta y cinco-. Son manías de... bueno, ya sabes de quién. Personalmente, creo que tiene una extraña relación de amor-odio con ese número, pero no tengo ni idea de por qué. Sólo sé que nadie lo dice ante él, pero él mismo fue quien puso la contraseña. En fin, ¿qué información te han dado y qué más necesitas saber? No creo que te hayan mandado aquí sin más, pero con toda seguridad no te lo habrán dicho todo. Alguna misión en concreto, supongo. Cuéntame -añade, incorporándose en su asiento e inclinándose un poco hacia ti-. Tal vez pueda ayudarte, ¿por qué ibas a venir a buscarme si no? -termina, lanzándote una suspicaz mirada.
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El rubio abría y cerraba la mano, mirándola, pensando en la sensación que tuvo al crear durante tanto tiempo una llama tan débil, de una intensidad tan baja que brillaba más que quemaba. Era extraño. Pensaba que con su fruta únicamente podría quemar, pero eso le dio ideas para el futuro. «Una llama que ciega, me gusta eso» se dijo, mostrando una sonrisa de oreja a oreja durante un instante
La anciana volvió y observó el estofado.
Contempló como asentía con la cabeza y miraba a su marido con júbilo. Eso era buena señal, o eso creyó. Nuevamente el anciano dudó de la procedencia de Giotto, que se estaba quedando sin excusas.
-Solo puedo decirte que hay topos y agentes dobles en esta isla. ¿De quién se trata? No lo sé. ¿Es un grupo, una persona? Tampoco lo sabemos. Es por ello que me han enviado a mí. No llamo la atención y mantengo las formas en situaciones difíciles – miró al anciano fijamente a los ojos, con el ceño fruncido y eliminando la llama de su frente-. Supongamos que cierta persona, pese a que parezca lo contrario, tiene contactos con el gobierno mundial y, debido a su status, nadie sospecharía de él. No puedo daros toda la información, después de todo también podríais estar en el ajo. Así que os lo voy a pedir una vez antes de irme, ¿dónde se encuentra la persona que estoy buscando?
La anciana volvió y observó el estofado.
Contempló como asentía con la cabeza y miraba a su marido con júbilo. Eso era buena señal, o eso creyó. Nuevamente el anciano dudó de la procedencia de Giotto, que se estaba quedando sin excusas.
-Solo puedo decirte que hay topos y agentes dobles en esta isla. ¿De quién se trata? No lo sé. ¿Es un grupo, una persona? Tampoco lo sabemos. Es por ello que me han enviado a mí. No llamo la atención y mantengo las formas en situaciones difíciles – miró al anciano fijamente a los ojos, con el ceño fruncido y eliminando la llama de su frente-. Supongamos que cierta persona, pese a que parezca lo contrario, tiene contactos con el gobierno mundial y, debido a su status, nadie sospecharía de él. No puedo daros toda la información, después de todo también podríais estar en el ajo. Así que os lo voy a pedir una vez antes de irme, ¿dónde se encuentra la persona que estoy buscando?
Todos los allí presentes te escuchan en silencio. Así se quedan hasta que, tras emitir un agudo gemido, el roedor se baja del hombro de la anciana y desaparece por un agujero en la pared. El chico frunce el ceño mientras contempla cómo el pequeño animal se va. ¿A qué viene eso? De cualquier modo, enseguida recupera la compostura y vuelve a adoptar una expresión risueña y un poco ida.
Por otro lado, la anciana y el viejo no paran de lanzarse miradas confusas. No saben cómo tomarse lo que les has dicho. Al no haber detallado a quién te refieres no saben a qué atenerse. ¿Y si hay más de un miembro importante de la Revolución en la isla y no lo sabes? Esperemos que no. Hasta donde yo sé, las horas extra no están tan bien pagadas como para ocuparte de tanto enemigo del orden, ¿no?
-¿Sabes qué te digo? -dice de repente el hombre-. Ya tuvimos un problema por impedir que un cabo llegara hasta él. No quiero volver a enfadarlo. ¿Cómo lo ves?
La mujer os mira a ambos alternativamente, valorando si su marido ha perdido el juicio o lo que dice realmente es lo más lógico y prudente. Finalmente, asiente en señal de acuerdo y se vuelve hacia el guiso. Mientras lo coloca sobre la mesa, se dirige al chico.
-Ponlo en contacto con Miuh. El siguiente encuentro es en la pastelería y hay que darle esto -dice, lanzándole a continuación una placa con el número cuarenta y cinco al muchacho. Justo después comienza a servir la comida en unos platos. Si no haces nada por evitarlo, tu guía cogerá la placa y te llevará hasta la cafetería propiedad de tus anfitriones. Aunque, si te paras a pensarlo, tal vez sea mala idea dejar a tus espaldas tanta gente que te pueda reconocer y delatar. Es tu decisión.
Por otro lado, la anciana y el viejo no paran de lanzarse miradas confusas. No saben cómo tomarse lo que les has dicho. Al no haber detallado a quién te refieres no saben a qué atenerse. ¿Y si hay más de un miembro importante de la Revolución en la isla y no lo sabes? Esperemos que no. Hasta donde yo sé, las horas extra no están tan bien pagadas como para ocuparte de tanto enemigo del orden, ¿no?
-¿Sabes qué te digo? -dice de repente el hombre-. Ya tuvimos un problema por impedir que un cabo llegara hasta él. No quiero volver a enfadarlo. ¿Cómo lo ves?
La mujer os mira a ambos alternativamente, valorando si su marido ha perdido el juicio o lo que dice realmente es lo más lógico y prudente. Finalmente, asiente en señal de acuerdo y se vuelve hacia el guiso. Mientras lo coloca sobre la mesa, se dirige al chico.
-Ponlo en contacto con Miuh. El siguiente encuentro es en la pastelería y hay que darle esto -dice, lanzándole a continuación una placa con el número cuarenta y cinco al muchacho. Justo después comienza a servir la comida en unos platos. Si no haces nada por evitarlo, tu guía cogerá la placa y te llevará hasta la cafetería propiedad de tus anfitriones. Aunque, si te paras a pensarlo, tal vez sea mala idea dejar a tus espaldas tanta gente que te pueda reconocer y delatar. Es tu decisión.
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Todo estaba saliedo bien, al menos en apariencia. La anciana lanzó una pequeña placa al muchacho de la rata, que no tardó en colocarse frente a la puerta para salir. Sabía que un agente del gobierno no debía dejar testigos, que si le reconocían en aquel lugar sería algo peligroso para su profesión y su futuro como músico, así que poso la mano sobre el hombro del muchacho y miró a los ancianos.
-Una última cosa antes de irme –dijo, alzando la voz con tono severo-. Por vuestro bien os aconsejo que no digáis que he estado aquí. No me conocéis, no me habéis visto nunca y, sobre todo, jamás he pisado este lugar. ¿Entendido? Sí alguno de los topos se entera que he estado aquí es posible que la misión en la que ando metido se vaya al traste. Sería desperdiciar meses de trabajo, esfuerzo y recursos que no nos podemos permitir el lujo de desperdiciar –hizo una pausa de un par de segundos-. No sé si me entendéis.
Tras la respuesta de los ancianos, saldría detrás el muchacho en dirección a la pastelería. Una vez allí, si no ocurría ningún contratiempo, se sentaría en una de las mesas y pediría una taza de chai latte caliente. Mientras me lo bebo contemplo lo que me rodea y me mantengo alerta a todo lo que pueda suceder.
-Una última cosa antes de irme –dijo, alzando la voz con tono severo-. Por vuestro bien os aconsejo que no digáis que he estado aquí. No me conocéis, no me habéis visto nunca y, sobre todo, jamás he pisado este lugar. ¿Entendido? Sí alguno de los topos se entera que he estado aquí es posible que la misión en la que ando metido se vaya al traste. Sería desperdiciar meses de trabajo, esfuerzo y recursos que no nos podemos permitir el lujo de desperdiciar –hizo una pausa de un par de segundos-. No sé si me entendéis.
Tras la respuesta de los ancianos, saldría detrás el muchacho en dirección a la pastelería. Una vez allí, si no ocurría ningún contratiempo, se sentaría en una de las mesas y pediría una taza de chai latte caliente. Mientras me lo bebo contemplo lo que me rodea y me mantengo alerta a todo lo que pueda suceder.
El viejo arquea una ceja al oírte decir eso, pero no comenta nada. En cambio es su señora quien, tras tragar la primera cucharada del que parece ser su almuerzo -¿qué hora es, por cierto?-, se dirige a ti. El chico acaba de dar su primer paso fuera del zulo cuando ambos os detenéis para escucharla.
-Eso no depende de ti, chico -dice distraídamente mientras se abanica la lengua con la mano que no sostiene la cuchara-. Nosotros sólo aceptamos órdenes de... bueno, de quien tú sabes y de aquellos con más rango de él. No es el caso, así que si el jefe cree que tenemos que hablar de ti lo haremos. Espero que lo entiendas -finaliza introduciendo una nueva cucharada en su boca. El agradable aroma de la comida se ha ido extendiendo por la cocina y, si no estuvieses en una situación tan conflictiva, seguramente te rugirían las tripas.
A escasos centímetros de ti, es evidente que el muchacho está tenso. Tal vez haya vivido situaciones como ésta en el pasado... ¿quién sabe? La cuestión es que aprieta con fuerza la chapa que tiene en su mano derecha y uno de sus pies ya está orientado hacia la escalera que os ha llevado hasta allí. Por otro lado, la anciana come relajadamente -al menos en apariencia-, pero su marido no te quita el ojo de encima.
Es evidente que no van a ir revelando por ahí la identidad de miembros de la Revolución -ni la tuya por ahora-, pero te han dejado claro que, llegado el momento, si algún rebelde con más influencia que tu tapadera -lo que no es muy difícil- lo solicita, dirán todo lo que saben sobre ti. Te han visto la cara y, si finalmente llegas hasta el fondo de lo que sucede en la isla, alguien terminará preguntando por ti. Es momento de decidir.
-Eso no depende de ti, chico -dice distraídamente mientras se abanica la lengua con la mano que no sostiene la cuchara-. Nosotros sólo aceptamos órdenes de... bueno, de quien tú sabes y de aquellos con más rango de él. No es el caso, así que si el jefe cree que tenemos que hablar de ti lo haremos. Espero que lo entiendas -finaliza introduciendo una nueva cucharada en su boca. El agradable aroma de la comida se ha ido extendiendo por la cocina y, si no estuvieses en una situación tan conflictiva, seguramente te rugirían las tripas.
A escasos centímetros de ti, es evidente que el muchacho está tenso. Tal vez haya vivido situaciones como ésta en el pasado... ¿quién sabe? La cuestión es que aprieta con fuerza la chapa que tiene en su mano derecha y uno de sus pies ya está orientado hacia la escalera que os ha llevado hasta allí. Por otro lado, la anciana come relajadamente -al menos en apariencia-, pero su marido no te quita el ojo de encima.
Es evidente que no van a ir revelando por ahí la identidad de miembros de la Revolución -ni la tuya por ahora-, pero te han dejado claro que, llegado el momento, si algún rebelde con más influencia que tu tapadera -lo que no es muy difícil- lo solicita, dirán todo lo que saben sobre ti. Te han visto la cara y, si finalmente llegas hasta el fondo de lo que sucede en la isla, alguien terminará preguntando por ti. Es momento de decidir.
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El agente chasqueó la lengua y suspiró. ¿Qué debía hacer en una situación como aquella? Su entrenamiento en la agencia de especialización e infiltración del gobierno mundial le había dicho en reiteradas ocasiones que su deber era silenciar a cualquier testigo, ya fuera por las buenas o por las malas. Casi siempre intentaba que fuera por las buenas, pero las misiones que solía realizar impedía que así fuera. No obstante, siempre tenía a alguien que se encargaba de solucionar cualquier cabo suelto en sus misiones, pero ahora estaba solo. «¿Qué debería hacer? ¿Qué es lo verdaderamente correcto?» se cuestionaba en su interior, intentando buscar la solución correcta. Si actuaba como un agente debía incinerar a esos pobres ancianos y amenazar al niño haciendo lo mismo, pero sus valores morales le impedían hacer algo tan salvaje y ruin, digno del psicópata más sanguinario.
-Lo comprendo –dijo finalmente-. Pero os lo vuelvo a repetir. No os fieis de nadie, ni de vuestra propia sombra.
Dicho aquello, salió tras el jovencito hacia la cafetería, tal y como le habían dicho los ancianos. Iría atento a todo, observando cualquier detalle extraño y con cautela.
-Lo comprendo –dijo finalmente-. Pero os lo vuelvo a repetir. No os fieis de nadie, ni de vuestra propia sombra.
Dicho aquello, salió tras el jovencito hacia la cafetería, tal y como le habían dicho los ancianos. Iría atento a todo, observando cualquier detalle extraño y con cautela.
Es más que evidente cómo se relaja el cuerpo del chico en cuanto se sabe fuera de la habitación. La puerta se comienza a cerrar antes de que hayas salido, dándote un porrazo en el trasero para terminar de expulsarte del zulo. Curiosa pareja, ¿verdad? El muchacho lanza un rápido vistazo hacia atrás y te hace un gesto con la cabeza para que le sigas.
Y entonces echa a andar. No es un paseo, no, parece más una visita guiada por todos y cada uno de los callejones de la dichosa ciudad. Gira en una esquina y tuerce en la siguiente, y cuando crees que va a volver a hacerlo avanza en línea recta durante varios minutos. Os movéis por el estrecho espacio que dejan entre sí las fachadas de los edificios. ¿Acaso estáis dando vueltas en círculo y sin sentido? ¿Te quiere despistar? No sería descabellado, pero puedes identificar elementos diferenciadores entre los callejones que hacen esa opción bastante improbable.
Finalmente aparecéis en un barrio residencial, deteniéndose tu guía frente a una pintoresca casa de dos plantas. Las paredes son de color blanco roto, y unas tejas de lo más típico crean una monotonía evidente entre las viviendas de la zona. Desde luego, la zona hace pensar en cualquier cosa salvo en un grupo de revolucionarios con intenciones hostiles. Eso significa que hacen bien su trabajo, ¿no?
Antes de que el chico llame a la puerta una pequeña zona circular de la puerta gira, presentando una ranura de las dimensiones exactas de la placa con el número "45". Un segundo... ¿la reunión no iba a ser en la pastelería? Se ve que no, pero ¿por qué habrían de mentirte? Tal vez sea un simple mecanismo para mantener en secreto sus pisos francos hasta el último momento, aunque bien podrían haberte descubierto y haberte mandado a la boca del lobo.
Has venido a jugar, ¿no? Supongamos que entras en cuanto la puerta se abre. Te encuentras con un hombre de dos metros de altura, tez morena y cabello largo, moreno y rizado. Te lleva hasta una sala lateral, decorada con platos de gatitos y flores de todos los colores. No obstante, lo importante está en la mesa que se encuentra en el centro de la estancia: un mapa de la ciudad, surcado por múltiples trazos de diferentes colores. Hay dos hombre inclinados sobre él.
-Si interceptamos este cargamento se quedarán sin su última opción de abastecerse y el movimiento podrá hacerse con el poder -comenta uno de ellos, de piel pálida, ojos azules y pelo rubio platino engominado hacia atrás. -El carraspeo de quien te ha abierto la puerta le interrumpe, provocando que él y su compañero pelirrojo centren en ti su atención-. ¿Y tú quién eres?
Si te da por buscar al muchacho que te ha llevado hasta allí comprobarás que no ha entrado siquiera. Tu turno.
Y entonces echa a andar. No es un paseo, no, parece más una visita guiada por todos y cada uno de los callejones de la dichosa ciudad. Gira en una esquina y tuerce en la siguiente, y cuando crees que va a volver a hacerlo avanza en línea recta durante varios minutos. Os movéis por el estrecho espacio que dejan entre sí las fachadas de los edificios. ¿Acaso estáis dando vueltas en círculo y sin sentido? ¿Te quiere despistar? No sería descabellado, pero puedes identificar elementos diferenciadores entre los callejones que hacen esa opción bastante improbable.
Finalmente aparecéis en un barrio residencial, deteniéndose tu guía frente a una pintoresca casa de dos plantas. Las paredes son de color blanco roto, y unas tejas de lo más típico crean una monotonía evidente entre las viviendas de la zona. Desde luego, la zona hace pensar en cualquier cosa salvo en un grupo de revolucionarios con intenciones hostiles. Eso significa que hacen bien su trabajo, ¿no?
Antes de que el chico llame a la puerta una pequeña zona circular de la puerta gira, presentando una ranura de las dimensiones exactas de la placa con el número "45". Un segundo... ¿la reunión no iba a ser en la pastelería? Se ve que no, pero ¿por qué habrían de mentirte? Tal vez sea un simple mecanismo para mantener en secreto sus pisos francos hasta el último momento, aunque bien podrían haberte descubierto y haberte mandado a la boca del lobo.
Has venido a jugar, ¿no? Supongamos que entras en cuanto la puerta se abre. Te encuentras con un hombre de dos metros de altura, tez morena y cabello largo, moreno y rizado. Te lleva hasta una sala lateral, decorada con platos de gatitos y flores de todos los colores. No obstante, lo importante está en la mesa que se encuentra en el centro de la estancia: un mapa de la ciudad, surcado por múltiples trazos de diferentes colores. Hay dos hombre inclinados sobre él.
-Si interceptamos este cargamento se quedarán sin su última opción de abastecerse y el movimiento podrá hacerse con el poder -comenta uno de ellos, de piel pálida, ojos azules y pelo rubio platino engominado hacia atrás. -El carraspeo de quien te ha abierto la puerta le interrumpe, provocando que él y su compañero pelirrojo centren en ti su atención-. ¿Y tú quién eres?
Si te da por buscar al muchacho que te ha llevado hasta allí comprobarás que no ha entrado siquiera. Tu turno.
Giotto Leblanc
Fama
Recompensa
Características
fuerza
Fortaleza
Velocidad
Agilidad
Destreza
Precisión
Intelecto
Agudeza
Instinto
Energía
Saberes
Akuma no mi
Varios
El infante caminaba rápido y con mucha soltura por los callejones de Johota, tanto que al agente le costaba llevarle el ritmo. Pero era normal, el jovencito, posiblemente, habría nacido en esas calles, o sino llevaría desde hacía mucho allí. La calle es la mejor maestra, pero también la más dura. Giotto no podía parar de pensar que hacía un chico que no llegaría a las dos cifras en su edad dentro de la revolución. ¿Qué tramaban esos desalmados usando a niños para sus infames propósitos? No lo sabía, pero era algo que tenía que impedir de cara al futuro.
-Baja el ritmo, muchacho –le dijo, pues el camino se había estrechado demasiado como para pasar con él de frente-. Que estos callejones no están hechos para gente de mi edad –sonrió.
Tras pasar aquella angosta callejuela llegó a un barrio residencial de lo más agradable. Niños jugando en las calles. Ancianos sentados en sus porches. Un hombre de color haciendo una barbacoa. Parecía la estampa de una tarjeta navideña que imitaba las costumbres de la famosísima serie de televisón: las crónicas de Earthland, un programa entretenido si te gusta la ficción y los problemas político-sociales; aunque eso es otra historia.
Nos paramos frente a un edificio de dos plantas de color blanco impoluto, de estructura de cemento, pero recubierta de madera. Su cubierta era de tejas de arcilla impermeables de color marrón rojizo, muy típico de los pueblos del norte. «Aunque aquí estaba la placa» se dijo, frunciendo el entrecejo.
Al entrar, me topé con el hombre más alto que había visto en toda la isla. Un coloso de dos metros y aspecto gallardo; tenía pinta de ser alguien muy fuerte. Fuimos al ala este de la casa, cuya decoración era demasiado turbia para el gusto de alguien como Giotto, todo repleto de platos de felinos y decoración vegetal. Sin embargo, a excepción de eso, sí parecía una sala de operaciones de una organización, como era la revolución, una gran pizarra, mapas de la ciudad, estanterías con libro y un par de ordenadores.
-Giotto di Tempesta, señor –se puso firme durante un instante, esperando que me dijera que me relajase. No sabía si era la forma correcta de actuar o no, aunque esperaba que la jerarquía militar no cambiara de un ejército a otro, después de todo él era un agente, un miembro del ejército más grande del mundo: el gobierno mundial.
-Baja el ritmo, muchacho –le dijo, pues el camino se había estrechado demasiado como para pasar con él de frente-. Que estos callejones no están hechos para gente de mi edad –sonrió.
Tras pasar aquella angosta callejuela llegó a un barrio residencial de lo más agradable. Niños jugando en las calles. Ancianos sentados en sus porches. Un hombre de color haciendo una barbacoa. Parecía la estampa de una tarjeta navideña que imitaba las costumbres de la famosísima serie de televisón: las crónicas de Earthland, un programa entretenido si te gusta la ficción y los problemas político-sociales; aunque eso es otra historia.
Nos paramos frente a un edificio de dos plantas de color blanco impoluto, de estructura de cemento, pero recubierta de madera. Su cubierta era de tejas de arcilla impermeables de color marrón rojizo, muy típico de los pueblos del norte. «Aunque aquí estaba la placa» se dijo, frunciendo el entrecejo.
Al entrar, me topé con el hombre más alto que había visto en toda la isla. Un coloso de dos metros y aspecto gallardo; tenía pinta de ser alguien muy fuerte. Fuimos al ala este de la casa, cuya decoración era demasiado turbia para el gusto de alguien como Giotto, todo repleto de platos de felinos y decoración vegetal. Sin embargo, a excepción de eso, sí parecía una sala de operaciones de una organización, como era la revolución, una gran pizarra, mapas de la ciudad, estanterías con libro y un par de ordenadores.
-Giotto di Tempesta, señor –se puso firme durante un instante, esperando que me dijera que me relajase. No sabía si era la forma correcta de actuar o no, aunque esperaba que la jerarquía militar no cambiara de un ejército a otro, después de todo él era un agente, un miembro del ejército más grande del mundo: el gobierno mundial.
El que se ha dirigido a ti sonríe al ver tu gesto marcial, soplando a continuación para apartar un mechón rebelde que cae sobre su rostro.
-Vale, vale. Descansa. No es necesario ser tan formal aquí. El nuevo recluta, ¿no? Me dijeron que era un chico castaño... ¿Cuándo dejarán de equivocarse con cosas como ésa? Estoy harto de que nunca acierten. En fin, yo soy Miuh, segundo al mando y encargado de las operaciones de sabotaje en Johota. A Ronnie ya lo conoces, y éste es Mufasa -añade mientras señala con la cabeza al que falta. También es de piel morena, pero sus ojos son de un intenso color amarillo y su cabello pelirrojo organizado en forma de rastas se recoge en algo que te recuerda a un moño.
-Veamos -dice Mufasa-, llevamos un tiempo apoyando a un grupo rebelde que planea hacerse con el poder. Son favorables a la revolución, por lo que hemos estado asesorándoles y suministrándoles lo necesario para lograr que tomen las riendas de esta isla. Ha sido sobre todo mediante sabotajes y robos, de modo que el armamento del que disponen ahora mismo es menos que residual -emplea un tono calmado que en cierto modo rezuma sabiduría-. Estamos planeando cómo hacernos con el último cargamento de armas que va a llegar. Si lo logramos será el momento de salir a la luz y reclamar el control sobre Johota.
Parece que la cosa es seria, ¿verdad? Te dan algunos detalles más, pero no demasiados. Al parecer la mercancía va a llegar por mar y han seleccionado un recorrido bastante seguro. No obstante, tus nuevos jefes han identificado el punto más vulnerable del itinerario. Se las ingeniarán para conseguir unos minutos de confusión, instantes que aprovecharán para acabar con la escolta y lograr su objetivo.
Cuando terminan de explicártelo todo, Ronnie te agarra del hombro y te indica con un gesto de la cabeza que le sigas. Parece que va a ser quien lidere la operación... Es un tipo parco en palabras, ¿verdad?
Bueno, no sé qué opinarás al respecto, pero en esa sala hay tres de los revolucionarios más influyentes de la isla. Por desgracia, el pez gordo no parece encontrarse por allí. Tal vez una opción sea tratar de acabar con ellos. Desde luego sería un varapalo para las aspiraciones de los rebeldes en la zona. Por otro lado, bien pensado no sabes qué rango ostentan, pero con toda seguridad son más que simples reclutas. Tal vez si ocupan esa posición sea porque saben lo que se hacen... No sé, piénsatelo.
-Vale, vale. Descansa. No es necesario ser tan formal aquí. El nuevo recluta, ¿no? Me dijeron que era un chico castaño... ¿Cuándo dejarán de equivocarse con cosas como ésa? Estoy harto de que nunca acierten. En fin, yo soy Miuh, segundo al mando y encargado de las operaciones de sabotaje en Johota. A Ronnie ya lo conoces, y éste es Mufasa -añade mientras señala con la cabeza al que falta. También es de piel morena, pero sus ojos son de un intenso color amarillo y su cabello pelirrojo organizado en forma de rastas se recoge en algo que te recuerda a un moño.
-Veamos -dice Mufasa-, llevamos un tiempo apoyando a un grupo rebelde que planea hacerse con el poder. Son favorables a la revolución, por lo que hemos estado asesorándoles y suministrándoles lo necesario para lograr que tomen las riendas de esta isla. Ha sido sobre todo mediante sabotajes y robos, de modo que el armamento del que disponen ahora mismo es menos que residual -emplea un tono calmado que en cierto modo rezuma sabiduría-. Estamos planeando cómo hacernos con el último cargamento de armas que va a llegar. Si lo logramos será el momento de salir a la luz y reclamar el control sobre Johota.
Parece que la cosa es seria, ¿verdad? Te dan algunos detalles más, pero no demasiados. Al parecer la mercancía va a llegar por mar y han seleccionado un recorrido bastante seguro. No obstante, tus nuevos jefes han identificado el punto más vulnerable del itinerario. Se las ingeniarán para conseguir unos minutos de confusión, instantes que aprovecharán para acabar con la escolta y lograr su objetivo.
Cuando terminan de explicártelo todo, Ronnie te agarra del hombro y te indica con un gesto de la cabeza que le sigas. Parece que va a ser quien lidere la operación... Es un tipo parco en palabras, ¿verdad?
Bueno, no sé qué opinarás al respecto, pero en esa sala hay tres de los revolucionarios más influyentes de la isla. Por desgracia, el pez gordo no parece encontrarse por allí. Tal vez una opción sea tratar de acabar con ellos. Desde luego sería un varapalo para las aspiraciones de los rebeldes en la zona. Por otro lado, bien pensado no sabes qué rango ostentan, pero con toda seguridad son más que simples reclutas. Tal vez si ocupan esa posición sea porque saben lo que se hacen... No sé, piénsatelo.
- En caso de que decidas dejarte llevar:
- Si optas por salir de allí con Ronnie te guiará por la zona residencial hasta un bar. Allí hay seis tipos de lo más normal charlando y tomando café. Ríen y cuentan anécdotas de juventud. Nada fuera de lo normal, ¿verdad? La cuestión es que cuando Ronnie se acerca se levantan y se unen a vosotros.
Terminaréis por llegar a una zona un tanto peculiar. La calle termina abruptamente, y varios metros por delante de tu posición continúa como si nada. El hueco que separa ambos segmentos es un cuadrado de unos cincuenta metros cuadrados y las paredes deben medir cinco metros de altura. Al cuadrado se accede mediante dos arcadas situadas en lados opuestos del cubo, las cuales se enfrentan y se encuentran a tu derecha y tu izquierda.
Entonces Ronnie te da una mochila y señala las arcadas. Si la abres verán que son dos paquetes de explosivos, cada uno con un detonador independiente. Creo que no hacen falta muchas más explicaciones... Por cierto, si te fijas verás que hay cuatro tipos que parecen estar patrullando.
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